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PARTE 1ª CAPÍTULO 1

LAS NECESIDADES HUMANAS


A.- Concepto de necesidad humana. 1 + 9 necesidades. B.- Las necesidades “reptilescas” (comunes a todo
animal). C.- Las necesidades grupales (propias de los mamíferos). D.- Las necesidades racionales (propias del
ser humano). E.- Resumen de las necesidades humanas. F.- Clasificación de las necesidades humanas.

A. Concepto de necesidad humana. 1 + 9 necesidades.

Una necesidad humana es algo que todo ser humano se siente forzado a tener, por imperativo de su
naturaleza; es algo genérico que quiere obtener, mantener o incrementar compulsivamente; necesitamos
bienestar, seguridad, conocimientos... Una necesidad lo es porque si no se satisface, se siente una sensación o
emoción desagradable y, al satisfacerse, suele sentirse una sensación o emoción agradable. Es algo subjetivo, ya
que depende de lo que se siente; sin embargo, todo ser humano, por serlo, tiene las mismas necesidades básicas,
aunque varíe su intensidad relativa.

La evolución ha ido inscribiendo en nuestros genes necesidades útiles para la supervivencia y desarrollo de la
especie, o sea, para el desarrollo y reproducción de sus miembros, en beneficio del colectivo. Las sensaciones y
emociones que sustentan estas necesidades se han desarrollado con ese objetivo.

A continuación se describen las 1 + 9 necesidades humanas fundamentales.

La primera, innata y más fundamental de las necesidades es la de BIENESTAR, la de acabar con lo molesto
(dolor, sed, hambre…) y disfrutar de lo placentero1. Definirla y denominarla así es una forma subjetiva, pero
sencilla e intuitiva, de referirse a la necesidad de supervivencia (física y genética) que se sustenta en
sensaciones (las que se presentan en el capítulo 2 de este documento); las nueve necesidades restantes se
sustentan en emociones y no en sensaciones. La necesidad de supervivencia supone la necesidad de cuidarnos
(de alimentarnos y velar por nuestra integridad física) y reproducirnos. Las sensaciones son el primer “truco”
que utiliza la evolución para obligarnos a hacerlo; si no sintiéramos hambre o dolor, no comeríamos ni
dejaríamos de correr al sufrir una lesión; cualquier animal moriría, si las sensaciones no le forzaran a cuidarse.

Es claro que la supervivencia no es algo cuya búsqueda se produzca solo en el reino animal; obviamente, la
evolución también se ha encargado de que las plantas se alimenten y reproduzcan2. Lo que en esencia distingue
a un animal de un vegetal es la movilidad y, en particular, la capacidad del animal de desplazarse “libremente”;
por otra parte, el afecto entre miembros de una misma especie, en el que se basa la familia y la vida social, es
una característica propia de los mamíferos; finalmente, el razonamiento es una característica específicamente
humana. Por todo ello, el ser humano puede definirse como un animal social racional y las necesidades que se
describen a continuación (sustentadas en emociones) son las que lo caracterizan como tal. En último término,
estas necesidades son las mejoras concatenadas y sucesivas que ha ido introduciendo la evolución en la
genética de las especies para mejorar sus posibilidades de supervivencia a partir de la experiencia del
bienestar.

B. Las necesidades “reptilescas” (comunes a todo animal)

La necesidad primaria de un animal, por serlo, es la de moverse; su supervivencia depende de su movilidad, de


la posibilidad de ir hacia los alimentos y huir de los peligros; salvo en sociedades avanzadas, los animales con
graves problemas de movilidad mueren y muchos de los problemas de la vejez lo son porque afectan a nuestra
capacidad de movernos, de valernos por nosotros mismos. Para satisfacer esta necesidad no basta con disponer
de unas capacidades que permitan el movimiento; es preciso, además, que este sea realmente posible, es decir,
que no existan obstáculos que lo impidan o limiten excesivamente: una persona encerrada se siente mal, aunque
pueda moverse por su prisión. Lo que existe, por tanto, es una necesidad de movilidad y libertad, de poder
moverse y de hacerlo como o adonde se quiera, en búsqueda de la supervivencia / el bienestar. La ira es la
emoción básica que nos mueve a eliminar los obstáculos que nos impiden “hacer” (movernos); el bebé coge una
rabieta si le quitan lo que quiere y todos tenemos la tentación de golpear a quién nos sujeta contra nuestra
voluntad.

Para que un animal pueda moverse, debe ser capaz de saber (ver, oír, oler…) lo que ocurre en su entorno y
percibir / reconocer obstáculos, amenazas u oportunidades; la necesidad de percepción y exploración es la que
mueve al gato “curioso” a mantenerse siempre alerta y vigilante. El bebé gira la cabeza cuando oye un ruido y
presta atención; siente curiosidad; pronto podrá reconocer objetos y calificarlos como buenos o malos según se
asocien a recuerdos agradables o desagradables; la aparición de un objeto “bueno” constituirá una oportunidad y
la de uno “malo” una amenaza. A diferencia de una planta, un animal no solo reacciona de forma refleja frente a
estímulos externos, sino que se desplaza para buscar oportunidades y evitar amenazas, lo que es una gran
ventaja evolutiva. El conocimiento de lo que ocurre en el entorno es condición necesaria para la voluntariedad
de la acción; si aparto el brazo al picarme una avispa efectúo un movimiento reflejo; para evitar que me pique
tendré antes que haberla identificado como avispa y calificado como amenaza.

Esta necesidad me impulsa a saber lo que ocurre aquí y ahora, lo que me puede afectar de inmediato; otras
necesidades, que se tratarán luego, me mueven a saber lo que ocurre allá, ha ocurrido antes o puede ocurrir
después y el porqué de todo ello.

Poder moverse no asegura a un animal alimento o protección (puede que no encuentre comida o que él sea la
comida de otro animal más fuerte); es por ello que los animales sienten la necesidad de tener (poseer) un
“territorio”, un espacio con recursos en el que puedan alimentarse y descansar sin correr peligro; necesitan, en
definitiva, seguridad física y material: disponer de los medios necesarios para protegerse y sustentarse3. En
un entorno primitivo con recursos limitados en el que rija la ley de la selva4, la seguridad física y material está
ligada a la fortaleza, agilidad, habilidad… y, en las especies que tienen capacidades emotivas y cognitivas,
también a la simpatía, la astucia, etc.5 En conjunto, estas cualidades determinan el poder del que disfruta el
animal, el cual determina su “riqueza”; por ello, en último término, la necesidad de seguridad física y material
es una necesidad de poder (de poder obtener de otros lo que quiero y de poder evitar que me quiten lo que ya
tengo). El deseo de obtener, el miedo a perder y la ira frente a lo que me impide lograrlo / evitarlo son las
emociones básicas que sustentan esta necesidad.

Es muy difícil, sin embargo, que un solo individuo pueda disfrutar de seguridad en un entorno hostil y
competitivo; por ello, esta necesidad6 nos mueve, a veces, a aliarnos o integrarnos en colectivos capaces de
obtener y mantener un “territorio”, y de cedernos una parte como premio a nuestra contribución a la lucha.

C. Las necesidades “grupales” (propias de los mamíferos)

Un reptil, al nacer, ya es capaz de moverse y reconocer las amenazas y oportunidades que surgen a su alrededor;
la cría de un mamífero no lo es y tardará un cierto tiempo en serlo, dependiendo de la especie; hasta entonces,
necesitará que la cuiden, necesitará estar integrada en una familia o grupo capaz de prestarle la atención que
requiere su indefensión. Esta necesidad de amparo e integración se sustenta en la compasión que suscita el
desvalido y, en particular, en la ternura que se siente por los críos. Instintivamente, el bebé llora (si quiere algo)
para conmover a sus padres; el adulto no llorará, pero se quejará buscando la comprensión del prójimo y, con
ella, su aceptación y compasión. La queja es una demanda (emocional) implícita de amparo que suele
argumentarse aduciendo que nuestra situación es culpa de otros, o de la mala suerte, pero no de nuestra
incapacidad.

En el ámbito colectivo, el amparo toma la forma de solidaridad y garantiza una cierta seguridad: un miembro
del colectivo, por serlo, tiene derecho a recibir cierto amparo, si lo necesita7. La necesidad de amparo e
integración es la primera de las cuatro necesidades “sociales”, comunes a los mamíferos, que impulsan la
agrupación, que puede ir desde la formación de familias, hasta la de sociedades avanzadas.

Un grupo lo es si sus miembros se relacionan, si se comunican intercambiando información de una forma u otra.
Por eso, la necesidad de información y comunicación es propia del “animal social” y en el ser humano se
satisface mucho mejor que en cualquier otra especie gracias al lenguaje (hablado y escrito) y, actualmente, a las
tecnologías de información y comunicación. Mediante la información que así obtiene (inicialmente, de padres y
profesores), el niño aprende mucho más y más rápidamente de lo que haría si se limitase a observar o explorar
su entorno. Esa es una de las grandes ventajas de la asociación.

Esta necesidad nos mueve a relacionarnos y a usar los medios de comunicación para saber mejor qué hacer en
cada momento (cómo divertirnos o resolver un problema)8; nos mueve a enterarnos de lo que ha pasado,
aunque no nos afecte de forma directa y nos permite adquirir una cultura general ligada a la sociedad a la que
pertenecemos.
La necesidad de relevancia y emulación está intrínsecamente relacionada con el progreso del grupo y de sus
miembros. Cada individuo necesita que el grupo lo valore, que reconozca su importancia, e imita a los mejores
deseando emularlos. Esta necesidad se sustenta en la admiración: el individuo admira a los triunfadores y quiere
destacar para ser admirado. El admirador quiere emular al admirado y suele estar dispuesto a apoyarlo, a darle
lo que pida (por lo que el éxito es muy rentable).

Esta necesidad nos impulsa a destacar por nuestra fuerza, belleza, bondad, simpatía, cultura o inteligencia,
buscando el brillo del éxito para atraer la atención, con la esperanza inconsciente de obtener afecto y, por tanto,
el apoyo que podamos necesitar. Es un ejemplo del buen hacer de la evolución a la hora de lograr que
trabajemos para la mejora de la especie (al inculcarnos el deseo de mejorar y hacer que lo inculquemos en la
descendencia). Es la necesidad en la que se sustenta la sociedad de la imagen, la competitividad y una
autoevaluación basada en la opinión ajena.

La necesidad de unión y cooperación es la que cohesiona al grupo y hace que sus miembros colaboren entre sí,
en beneficio mutuo y del colectivo. Esta necesidad se sustenta en la gratitud: una persona siente agradecimiento
cuando hacen algo por ella y desea devolver la atención recibida; al hacerlo suscita la gratitud de la persona
beneficiada. Este intercambio engendra el mutuo afecto y, con él, primero la unión y luego la cooperación; la
persona querida se asegura el apoyo que pueda necesitar sin tener que suscitar admiración o compasión. El
afecto es el cemento de “la unión que hace la fuerza”. El afecto también puede darse a cosas, animales o
colectivos; el “hincha” se identifica con su club, sus jugadores y los otros hinchas (sus socios emocionales); nos
identificamos también, por ejemplo, con nuestra empresa, partido o religión. Como se verá en un capítulo
posterior, el afecto se siente por lo que nos ha producido satisfacción. A menudo, la pertenencia a una
institución política o religiosa tiene raíz emocional: una creencia común se convierte en una pasión común.

D. Las necesidades “racionales” (propias del ser humano)

El ser humano es un animal racional, lo que le diferencia del resto de los mamíferos. La necesidad de
entendimiento y racionalización es la más característica del ser humano, la que le lleva a dominar y trasformar
su entorno; es la necesidad de comprender el porqué de las cosas. El entendimiento posibilita prevenir o
provocar sucesos en beneficio propio identificando a tiempo amenazas y oportunidades. Esta necesidad lleva
implícito el concepto de tiempo; prever implica reflexionar sobre las razones de lo que ocurrió para imaginar lo
que pasará9; ningún (otro) animal piensa que morirá o lo que hará mañana, ni se recrea / martiriza recordando lo
que hizo ayer.

La lógica inherente a la capacidad de entendimiento procede, probablemente, de las estructuras propias del
lenguaje, surgidas para permitir una comunicación coherente.

El entendimiento lleva implícita la necesidad de racionalización (de disponer de criterios que nos permitan
actuar “razonablemente”), que nos impulsa a establecer reglas sociales lógicas (no basadas en la fuerza). El
entendimiento nos lleva también a intentar comprender “qué somos”; abre la puerta, por tanto, a las necesidades
“espirituales”: las relacionadas con nuestra finalidad y eventual transcendencia10.
La necesidad de capacidad y racionalidad aparece a medida que la tribu, en la que impera la ley de la selva, se
transforma en una sociedad racionalmente regulada a la que el individuo tiene que adaptarse. En este nuevo
entorno social es el acuerdo y el intercambio -y no la fuerza- lo que me permite conseguir lo que preciso: tengo
que ser capaz de aportar lo necesario para que me den lo suficiente y, en cualquier caso, hacerlo cumpliendo las
reglas.

Esta necesidad me impulsa a maximizar todas mis capacidades y, en particular, aquellas que me permiten
aportar al colectivo lo que este más valora, asegurándome una contraprestación que rentabilice mi esfuerzo; me
mueve, en definitiva, a esforzarme e invertir en mi capacitación teniendo en cuenta que, cuanto mayor sea esta,
más fácil me será encontrar un trabajo bien retribuido. Además, puesto que consigo mi autonomía a través del
intercambio, esta necesidad me mueve también a “cumplir y hacer cumplir”, lo que es más fácil en una sociedad
que fije los derechos y deberes de sus componentes, y vele por el cumplimiento de los pactos entre estos. El
deseo, el miedo y la ira “primitivos” se transformarán en el deseo de cumplir, el miedo a no poder hacerlo y la
ira si los demás no cumplen.

E. Resumen de las necesidades humanas

A continuación se resumen las 1 + 9 necesidades humanas, en el “orden evolutivo” explicado:

Figura 1.1: Resumen de las necesidades humanas


En la siguiente tabla se muestra de forma más detallada la manera en que las necesidades aparecen y se
relacionan.

No debe creerse que las necesidades más recientes y “civilizadas” son las que más nos condicionan; con
frecuencia se imponen las más “animales”.

Figura 1.2: Desarrollo de las necesidades humanas


F. Clasificación de las necesidades humanas

La necesidad de bienestar (la necesidad de supervivencia que se sustenta en las sensaciones) es una necesidad
“vegetativa” a cuya satisfacción se dirigen, de una u otra forma, las nueve necesidades restantes (sustentadas en
emociones), las cuales pueden clasificarse, al menos, de las dos formas que se presentan combinadas en la
figura siguiente:

Figura 1.3: Clasificación de las necesidades


En la primera clasificación (véanse las filas de la figura), las necesidades se agrupan según el momento en que
surgen y representan fases en el desarrollo del ser humano.

Ser amparado, poder moverse y percibir el entorno son necesidades innatas, básicas para la supervivencia del
bebé; ya las siente cuando aún no se atribuye un “yo” ni distingue al prójimo como “tú”. El bebé es
“individualista” y egocéntrico en el sentido de que no puede pensar en los demás (para bien o para mal) porque
solo (y apenas) es consciente de sí mismo; no considera a las personas de su entorno como tales (como entes
similares a él, con voluntad propia, con los que tendrá que competir o colaborar); no sabe aun lo que es “vivir
en sociedad”.

Más tarde, el niño deberá enfrentarse a otros niños (en el colegio o la calle) en un ambiente potencialmente
cruel en el que, para salir adelante, necesitará defenderse, distinguirse (por algún tipo de capacidad o posesión)
y mantenerse enterado de lo que pasa; es la fase de desarrollo en la que se va conformando el ego11, en la que
la autoestima se basa en lo que se es, se tiene y se sabe (cuanto más mejor y, a ser posible, más que los otros).
Estas necesidades “egoicas”, que surgen como resultado de la presión por sobrevivir en la “tribu” y originan
comportamientos egoístas, son utilizadas por la evolución para seleccionar a los más fuertes, hábiles o astutos.
Por último, las necesidades “cívicas”, propias de las sociedades “civilizadas”, marcan el paso del niño al joven
y al adulto. Al civilizarse, el joven constata que es el trabajo, y no la lucha, lo que le da autonomía; que la
amistad se consigue dando afecto y no provocando pena o admiración; y que es la razón -y no la pasión- la que
le permite actuar eficientemente y distinguir lo bueno de lo malo. En este tránsito del bárbaro al ciudadano, el
intercambio y compromiso son esenciales: se debe dar para recibir, querer para ser querido y aceptar deberes si
se quieren tener derechos.

En la segunda clasificación (véanse las columnas de la figura 1.3), las necesidades se agrupan, según su
naturaleza, en necesidades motrices, emocionales y mentales.

Las necesidades motrices nos impulsan, en último término, a actuar buscando el bienestar (y la
supervivencia12) pero, por su objetivo inmediato, son necesidades de autonomía, de disponer de los recursos
(cualidades, habilidades, medios, entorno, etc.) que posibilitan el éxito de la acción sin depender de la ayuda
ajena; en este sentido, son necesidades de libertad. En concreto, estas necesidades nos mueven a disponer de a)
la libertad “de movimiento” inherente al desarrollo de toda actividad; b) los medios y el entorno que aseguran el
éxito de la actividad (para pescar, mejor hacerlo con una buena caña en un lugar con muchos peces) y c) la
capacidad para obtener y saber utilizar esos medios.

Las necesidades emocionales son, por su finalidad, necesidades de agrupación para la mutua ayuda y
colaboración; la evolución nos mueve a ello para que así podamos “hacerlo mejor” (la unión hace la fuerza).
Por su objetivo inmediato, son necesidades de afecto, que nos impulsan a buscar la atención de los demás (a
captarla y poder ser atendidos cuando lo necesitemos); el afecto / atención se busca a) mostrando desamparo
(suscitando compasión); b) logrando destacar (provocando admiración) o c) siendo “bondadoso” (suscitando
gratitud).

Las necesidades mentales, por su finalidad, son necesidades de prevención; nos impulsan a saber qué hacer: a
prever lo que va a ocurrir e imaginar lo que debe hacerse para evitarlo o aprovecharlo según nuestras
conveniencias; la prevención también nos ayuda a “hacerlo mejor” (saber es poder, más vale prevenir que
curar). Por su objetivo inmediato son necesidades de conocimiento, el cual puede obtenerse a) por observación
directa; b) a través de las personas con las que nos relacionamos o c) mediante la reflexión.

PARTE 1ª CAPÍTULO 2

EL "CUERPO". LAS SENSACIONES.


A.- El “cuerpo” y los sentidos. B.- Sensaciones y percepciones: conceptos generales. C.- Sensaciones
asociadas a la preservación, nutrición y reproducción. D.- Sensaciones asociadas al movimiento. E.-
Supervivencia y bienestar. F.- Las sensaciones como condicionantes de nuestras acciones.

A. El “cuerpo” y los sentidos


En el esquemático modelo esbozado en el capítulo introductorio, el elemento que dirige al autómata es el ego
(el que “quiere”, es decir, el que establece objetivos); la mente piensa qué hacer para conseguir esos objetivos y
se lo ordena al cuerpo; el cuerpo es el que hace, el que se mueve: camina, come, coge, manipula, etc.; es el que
se relaciona con el entorno, con el que intercambia materia y energía.

El cuerpo, tal como se concibe en el modelo, no solo se relaciona con el exterior; se encarga también de
mantener la homeostasis; incluye, por tanto, el “software instintivo” necesario para elaborar las respuestas
reflejas e involuntarias que regulan la autodefensa y el funcionamiento del organismo; estas respuestas van
desde movimientos simples, como el de apartar la mano del fuego o parpadear frente a una molestia ocular,
hasta las que regulan la respiración, circulación o sudoración, por ejemplo. Cabe decir, con una cierta
simplicidad, que el cuerpo al que se hace referencia en el modelo es todo el organismo menos el cerebro y
cerebelo1.

Como se verá en capítulos posteriores, el cuerpo recibe de la mente las instrucciones necesarias para la
realización de los movimientos voluntarios y automatizados, y del ego, las “órdenes emocionales” que le llevan
a prepararse para la acción (dilatando las pupilas o incrementando el ritmo cardiaco y respiratorio, por ejemplo)
o a relajarse, cuando tal preparación deja de ser necesaria. Por su parte, el cuerpo informa al ego y la mente
acerca de su propio estado y de las condiciones del entorno; esto lo hace, esencialmente, a través de las
sensaciones, que se producen cuando los sentidos, internos o externos (a los que se dedica el próximo
apartado) son estimulados.

Las sensaciones, a las que se dedica la casi totalidad de este capítulo, tienen una enorme importancia por dos
razones. La primera, porque ellas pueden hacer que el cuerpo (y no el ego) se torne el elemento director del
autómata (además del ejecutor), sea de forma coyuntural (como pasa cuando el hambre nos impulsa a buscar
comida) o, incluso, permanente (como ocurre en el caso de ciertas drogodependencias)2. La segunda razón,
quizás la más importante, es que el ego se va conformando a partir de las experiencias sensoriales que hemos
disfrutado o sufrido: queremos (obtener o mantener) lo que nos ha dado placer o evitado sufrimientos3; de esta
forma se cierra el círculo: ego ➙ mente ➙ cuerpo ➙ ego…

Mediante los sentidos internos y externos obtenemos información sobre nuestro cuerpo y entorno. Los
visceroceptores nos informan sobre nuestras vísceras y los propioceptores sobre las posiciones, tensiones y
movimientos del cuerpo (sensaciones cinestésicas). Los sentidos externos nos permiten conocer el mundo: ver,
oír, oler, saborear y tener tacto (en la epidermis se encuentran receptores diversos, sensibles a la presión, la
vibración, la temperatura y el dolor).

La relación entre las sensaciones cinestésicas y las “externas” (en particular, las visuales y táctiles) nos permite
“actuar” en el mundo; al movernos (o mover los ojos para explorarlo), a la vez que sentimos nuestros
movimientos, percibimos cambios en lo que vemos, constatando que aquellos son la causa de estos;
paralelamente, cuando el cambio percibido no se relaciona con nuestros movimientos, comprendemos que es el
entorno el que cambia. Los conceptos de espacio y tiempo derivan de la relación entre las sensaciones visuales,
táctiles y cinestésicas.

B. Sensaciones y percepciones: conceptos generales

La necesidad de bienestar (físico) es la única necesidad que se sustenta en sensaciones y no en emociones.


Necesito comer, beber y respirar para evitar las sensaciones de hambre, sed o asfixia; aparto la mano del fuego
porque el dolor me obliga a hacerlo. En definitiva, el cuerpo, mediante las sensaciones que genera, me obliga
a que cuide de él; la sensación de dolor hace que me aparte de lo que quema y, además, está en el origen del
miedo al fuego, que hará (preventivamente) que no me acerque a él, al recordar el dolor que sentí cuando me
quemé.

Normalmente, se entiende como sensación la “señal” que llega a la conciencia desde los sentidos cuando estos
son estimulados; luego se produce el proceso de atribución de significado (de identificación con un símbolo)
que convierte la sensación en percepción; aunque la frontera entre ambas no es nítida, puede decirse que la
sensación se torna percepción cuando es clasificada, calificada o reconocida por la mente: un ruido pasa a ser,
por ejemplo, un grito o un ladrido; esa mancha marrón y negra (sensación) que veo junto a mí, es “mi perro”
(percepción). La diferencia entre ambas se pone claramente de manifiesto en la imagen clásica que se muestra a
continuación: un borrón en blanco y negro que puede percibirse como un cáliz o dos caras enfrentadas: la
misma sensación, pero dos posibles percepciones.

Figura 2.1: Sensación vs. percepción


A la conciencia llegan continuamente sensaciones externas (visuales, sonoras, táctiles, etc.) e internas4;
imagínese la cantidad de estímulos que recibe quién conduce un vehículo o asiste a una reunión. Sin embargo,
en general, las sensaciones no captan mi atención hasta que no se tornan percepciones; si miro a mi perro lo
veo como tal sin ver antes la mancha marrón y negra que es. Es muy difícil mirar un cuadro sin buscarle
significado, sin reconocer los objetos pintados, viéndolo simplemente como una distribución de luz y color5.
Las sensaciones suelen pasar por la conciencia sin que me entere, de la misma forma que no me entero, cuando
miro una película, del color de un trozo de pantalla donde se muestra una pequeña parte del paisaje general.

Hay dos tipos de sensaciones, sin embargo, que logran captar mi atención. El primero es producido por los
cambios súbitos en el entorno (un destello, un impacto, un cambio repentino...) ya que, por serlo, podrían ser
peligrosos; con el reflejo asociado a estas sensaciones (por ejemplo, el giro de cabeza hacia el origen del
estímulo) se busca saber lo que pasa en nuestro entorno. Las sensaciones del segundo tipo, en las que se centra
este capítulo, son las que originan experiencias agradables o desagradables (placer, dolor, hambre, etc.), es
decir, las que sustentan la necesidad de bienestar. La evolución hace que una sensación sea agradable o
desagradable para conseguir, en cada caso, la reacción más favorable para la supervivencia. Así, por ejemplo, si
necesito nutrirme, siento hambre, lo que me lleva a buscar alimento y cuando me alimento no solo dejo de
sentirme mal, sino que siento placer, lo que supone un doble incentivo6.

Debe distinguirse entre estas sensaciones y las correspondientes percepciones. Un bebé siente hambre aunque
no sepa qué es eso y el instinto le lleva a mamar hasta saciarse; tampoco sabe lo que es el dolor, pero lo siente y
aparta el brazo si se quema. Cuando estas sensaciones se tornen percepciones, el hambre y el dolor se reconocen
como tales. Las percepciones son subjetivas: frente al mismo estímulo / sensación, lo percibido varía en función
de factores psicológicos diferentes para cada individuo, situación o estado de ánimo. Para abreviar, en adelante,
en este y en los demás capítulos (a excepción del capítulo 10), cuando se hable de “sensaciones” se estará
haciendo referencia, exclusivamente, a las que se experimentan como agradables o desagradables.

C. Sensaciones ligadas a la preservación/nutrición/reproducción

Para sobrevivir, un animal -y cualquier otro ser vivo- necesita nutrirse y preservar su integridad física (y, en
el caso de los mamíferos, regular su temperatura interna). Por tanto, deben existir sensaciones que le muevan a
satisfacer esas necesidades “vegetativas”; que hagan que reaccione cuando se produzca una lesión tisular o
cualquier tipo de agresión o desequilibrio químico, térmico o mecánico que pueda llegar a poner en peligro su
supervivencia. En la siguiente figura se resumen las sensaciones asociadas a las necesidades vegetativas:

Figura 2.2: Sensaciones “vegetativas”


El dolor es una sensación desagradable que surge cuando comienza a producirse7 una pérdida de integridad
física (lesión tisular8), por traumatismo o dolencia, que nos mueve a actuar para minimizarla desactivando o
alejando al “agresor”, de forma voluntaria o refleja (por ejemplo, dejando de mover la articulación dañada o
apartando la mano del fuego).

Un malestar o molestia es una sensación desagradable9 causada por una estimulación sensorial que no alcanza
el umbral de dolor10, que nos mueve a actuar como si de este se tratara, pero con menor urgencia. Puede ser
inespecífica (malestar) o propia de un determinado sentido: picor, escozor, mareo, etc. Las sensaciones de calor
o frío son “molestias” que nos impulsan a “gestionar” el intercambio de energía con el medio ambiente,
complementando los mecanismos fisiológicos que regulan nuestra temperatura interna.

Un apetito es una sensación desagradable (hambre, sed, asfixia…) que nos mueve a buscar y tomar los
productos necesarios para la nutrición (alimentos, agua, aire…) y a expulsar los desechos (ganas de orinar,
defecar…); los apetitos nos hacen “gestionar” el intercambio de materia con el entorno. Las sensaciones de
asco/saciedad/nausea nos mueven a no ingerir o a expulsar productos potencialmente dañinos. Los apetitos y
ascos pueden ser innatos o adquiridos; un apetito adquirido (“mono”) es una adicción.
Los gustos (normalmente, adquiridos) son sensaciones agradables asociados a la explotación de un sentido; en
el caso de las sensaciones correspondientes a las necesidades vegetativas, los gustos son, básicamente, sabores,
olores o “sensaciones dérmicas” (caricias, calidez…) agradables.

Las sensaciones correspondientes a las necesidades reproductivas son el apetito sexual, el orgasmo, el placer
que se produce durante la relación sexual y la sensación que desincentiva la actividad sexual cuando la
necesidad está saciada. Puede observarse el paralelismo que existe entre las sensaciones que nos impulsan a
alimentarnos y reproducirnos. No debe confundirse el apetito que nos hace buscar la oportunidad de comer o
copular (una sensación) con el deseo (que es una emoción) que surge cuando se presenta dicha oportunidad11.

D. Sensaciones asociadas al movimiento

La característica esencial de un animal es su capacidad de moverse para defenderse, alimentarse o reproducirse;


consubstancial con la capacidad física de “hacer” (de desarrollar una actividad) es la capacidad mental de
percibir, a partir del trabajo de la vista, oído u olfato, las oportunidades, amenazas u obstáculos que aparecen en
el entorno. Por ello, para poder moverse, un animal necesita no solo desarrollar un sistema músculo-esquelético,
sino también, paralelamente, “ampliar” las funciones sensoriales12 y motoras de su sistema nervioso.

Como acaba de decirse, el movimiento no es un fin en sí mismo, sino un medio para la supervivencia física y
genética. No existe, por eso, una sensación desagradable específica que nos impulse a movernos, de la misma
forma que el hambre nos impulsa a alimentarnos. Sí existen, sin embargo, placeres asociados al movimiento
(como bailar) o a los sentidos que lo permiten (ver unos fuegos artificiales o escuchar música, por ejemplo).

También hay sensaciones desagradables asociadas al “abuso” motriz o sensorial: las sensaciones de fatiga
física, derivada del ejercicio excesivo y fatiga mental, producida al desarrollar una actividad que conlleve
excesivas exigencias de atención; las sensaciones de fatiga pueden considerarse como casos particulares de las
sensaciones de dolor o molestia, anteriormente definidas.

E. Supervivencia y bienestar

Lo expuesto hasta ahora, en relación con las sensaciones, puede resumirse así:
1. Ciertas sensaciones desagradables (dolor, calor o frío, hambre, sed, apetito sexual, etc.) nos obligan a velar
por nuestra supervivencia y reproducción, al forzarnos a hacer determinadas actividades (protegernos,
comer, copular…).

2. El ejercicio de buena parte de esas actividades suscita sensaciones agradables; puede obtenerse placer
explotando la mayoría de nuestros sentidos: saboreando, oyendo, viendo, sintiendo (tacto), etc.;
supuestamente, estos placeres incentivan la realización de actividades convenientes para nuestra
supervivencia.

3. Por último, otras sensaciones desagradables se encargan de evitar el ejercicio excesivo (perjudicial) de
algunas de esas actividades; las sensaciones de saciedad o de fatiga evitan, por ejemplo, que comamos o
corramos en exceso.

La necesidad de bienestar nos impulsa, ante todo, a evitar lo desagradable y, en particular, a satisfacer nuestros
apetitos, de la siguiente forma:

Figura 2.3: La satisfacción de los apetitos


Mientras la necesidad fisiológica no esté satisfecha se producirá una “búsqueda ansiosa” de la oportunidad de
satisfacerla; si esta aparece (y, con ella, el deseo), pero no se aprovecha, se producirá frustración y luego se
tornará a la búsqueda; si finalmente se aprovecha una oportunidad, se obtendrá una satisfacción temporal que
acabará dando paso -cuando la necesidad deje de estar saciada- a un nuevo ciclo. Este ciclo es muy peligroso si
la necesidad que lo alimenta es cada vez más intensa, frecuente o difícil de saciar y acaba por generar un
sufrimiento casi permanente. Es lo que ocurre con las adicciones; se puede ser adicto a una droga o al sexo pero
también a muchas otras cosas (al poder o a la fama, por ejemplo). La adicción puede ser física y/o psicológica;
esta última se produce cuando el placer obtenido o el dolor evitado son muy intensos.

Las adicciones no son los únicos caminos por los que la necesidad de bienestar puede llegar a ser perjudicial
para la supervivencia; también lo pueden ser nuestros gustos o hábitos, los cuales, a menudo, condicionan
nuestro bienestar13. Un gusto o hábito es una actividad que -tras haberla hecho repetidas veces- me gusta
realizar o me siento a disgusto si no realizo; puedo aficionarme a un “manjar” y disfruto con él, aunque no tenga
hambre; puedo acostumbrarme a hacer la siesta y me siento cansado si no la hago, aunque duerma mucho por la
noche.

La necesidad de bienestar es muy útil, por ejemplo, para hacer que un animal se alimente, aunque eso le
suponga un esfuerzo; puede ser peligrosa, sin embargo, para una persona bien protegida y alimentada, al
impulsarla hacia el sibaritismo y la comodidad, es decir, a la creación de gustos / hábitos buenos para el
bienestar, pero malos para la supervivencia.

F. Las sensaciones como condicionantes de nuestras acciones

La influencia de las sensaciones en la vida diaria es muy grande y para valorarla baste la siguiente historia sobre
“una mañana cualquiera en la vida de un oficinista”:

Hoy me he levantado pronto y tengo sueño y dolor de cabeza por todo el alcohol que bebí ayer (aunque iba
colocado no tuve suerte y de sexo nada). Me he ido a trabajar sin haberme podido duchar porque el agua
estaba muy fría. Menos mal que he encontrado asiento en el autobús; cuando voy de pie, acaba doliéndome la
espalda. Como siempre, mi jefe me da más trabajo del que puedo hacer (corrijo pruebas de imprenta) y al final
de la mañana estoy tan fatigado que ya no sé lo que leo. Además, a esa hora hace mucho calor y huele “a
tigre”, ya que no hay aire acondicionado. Por eso me voy a comer a casa y, también, porque la comida del
despacho no me gusta; a veces, el pescado que dan me sienta mal e incluso me produce náuseas. Llego a casa
tarde y hambriento; me hago la comida rápido y me da tiempo para descansar en el sofá; estaría más cómodo
en la cama, pero no tengo tiempo. ¡Qué vida más perra!

Probablemente, si se le pregunta al oficinista si es libre contestará afirmativamente; no se da cuenta de cómo le


esclavizan sus sensaciones.
Las sensaciones no solo condicionan directamente nuestras acciones; también lo hacen indirectamente al estar
en la génesis de muchas emociones las cuales, a su vez, nos impulsan a actuar de una u otra forma. El proceso
se muestra en el ejemplo siguiente, aunque todo ello se ampliará en los próximos capítulos.

Figura 2.4: Reacciones a la sensación (ejemplo)

PARTE 1ª CAPÍTULO 3

GRATITUD, AMOR, APEGOS Y BIENES.


A.- Gratitud. B.- Afecto, amor y apego. C.- Concepto de bien. Ilusión, posesión y recuerdo de un bien. D.- Los
bienes, el pensamiento y la atención.E.- Resumen de las distintas formas de definir un bien. F.- Clasificación de
los bienes.

A. Gratitud
La gratitud es la emoción que me mueve a dar al que me da1; me impulsa a hacer algo por quien ha hecho algo
por mí. Alguien “hace algo por mí” si satisface alguna de mis necesidades, lo que me produce placer o alegría, o
hace que disminuya mi dolor o sufrimiento.

Una persona “me proporciona satisfacción” (suscita mi gratitud) cuando: a) me proporciona bienestar físico
(mimos o sexo, por ejemplo) o los recursos para lograrlo (alimentos, refugio…), directamente o ayudándome de
la forma que sea; b) me hace sentir querido (me muestra compasión, admiración o gratitud2) o disfruto de su
presencia o actuación (como al ver reír a un bebé o actuar a una “estrella”) o, c) me ayuda “intelectualmente”: a
tomar una decisión, o a hacer o conocer algo.

La gratitud es temporal; surge al aparecer el estímulo adecuado (en este caso, la acción que me satisface) y se
atenúa con el tiempo (agradezco la atención al desconocido que me cede el asiento pero, probablemente, ni
podré devolverle el favor ni volveré a recordarlo).

B. Afecto, amor y apego

Cuando la gratitud resulta de las satisfacciones repetidas que me proporciona una misma persona (mi amante o
mi ídolo deportivo, por ejemplo) deja de ser necesario que ella haga algo por mí para que yo quiera hacer algo
por ella: ha nacido el afecto (cariño, ternura…), la emoción que surge cuando percibo o recuerdo a esa
persona, que me impulsa a protegerla y ayudarla. El afecto es una gratitud ligada a la persona y no a su
conducta coyuntural (quiero a mi hijo, aunque se porte mal). La intensidad del afecto depende de la intensidad y
duración de las satisfacciones que lo han alimentado y disminuye con el paso del tiempo; puede disminuir
también si la persona por la que lo siento pasa a generarme insatisfacción.

El afecto puede sentirse no solo por personas, sino por todo lo que haya sido una fuente de satisfacción más o
menos intensa y duradera (una cosa o una actividad, por ejemplo); puedo sentirlo por mi vieja bicicleta, mi
partido de los domingos, el equipo del pueblo, mi hogar, mi afamada elegancia... En estos casos, en lugar del
término afecto, suelen utilizarse otros tales como interés, afición, gusto, etc.; decir que “me gusta” mi hogar o
mi trabajo es una forma de decir que quiero protegerlos y cuidarlos. En este documento se utilizará el término
amor para englobar a todas estas emociones, con independencia de qué sea lo que las suscite; siento amor, por
ejemplo, por el dinero que tengo ahorrado; quiero protegerlo y “cuidarlo” (que me dé intereses), y lloro si lo
pierdo; de hecho, lloro porque he perdido oportunidades de disfrutar o de evitar los sufrimientos inherentes a la
falta de recursos.

También puedo sentir amor por algo que aún no tengo, pero que creo que me proporcionará satisfacción cuando
lo tenga; o, mejor dicho, por algo que sí me ha proporcionado satisfacción, pero no “en la realidad”, sino al
imaginar el placer que me proporcionará o los sufrimientos que me evitará en el futuro; este tipo de amor suele
denominarse ilusión o apetencia aunque, cuando se refiere a personas, suele hablarse también de atracción o
enamoramiento: me ilusiona la moto del vecino, que espero poder comprarme pronto y de la que disfruto
imaginándome que la conduzco, y me atrae su hija, que estoy seguro que es muy simpática, aunque aún no me
he atrevido a hablarle. No es raro que la satisfacción asociada a una ilusión sea mayor que la que finalmente me
proporcionará el objeto que me ilusiona.

En definitiva, siento amor por todo aquello que ha sido o creo que será una fuente de satisfacción; por lo que
está mentalmente asociado a un recuerdo satisfactorio o a una esperanza de satisfacción (o a ambos). Las
personas o cosas a las que amo se denominarán “bienes” y los términos para expresar la emoción que suscita un
bien (afecto, atracción, interés, ilusión…) varían, como se ha visto, según su naturaleza y disponibilidad. Todo
ello se resume en la siguiente figura, en la que las flechas indican la evolución de determinadas emociones con
el paso del tiempo.

Figura 3.1: Los nombres del amor

Amar a alguien no quiere decir estar sintiendo algo por él todo el día; quiere decir que, cuando le veo o
recuerdo, surge el amor (afecto), el impulso de protegerlo y ayudarlo. Cuando digo que amo a alguien o a algo,
quiero decir que entre esa persona o cosa y yo existe un vínculo afectivo. A este vínculo se le denominará
apego. Está claro que yo estoy apegado a mí mismo, que “me quiero”. El amor por uno mismo es innato o, al
menos, surge desde el momento en que aparece el sentido de identidad (el “yo”); el resto de los apegos surgen
luego3, como resultado de mis experiencias. Por eso cabe decir que amo aquello con lo que me identifico,
aquello que quiero cuidar “como a mí mismo” (aunque, en general, con menor prioridad); lo amado pasa a
formar parte de mí, se ha “pegado” a mi identidad; de ahí el nombre de “apego”. En adelante, se utilizará el
término apego para hacer referencia a la vinculación afectiva que me une con cualquier bien; el apego será tanto
mayor cuanto mayor sea la emoción (afecto, interés, atracción o ilusión) provocada por el bien.
El uso en español de “querer” como sinónimo de “amar” es muy significativo. Quiero tener cosas que no tengo
(quiero ser rico y tener un hijo) y también quiero a lo que tengo (a mi madre y a mis ahorros) y, además, quiero
mejorarlo o incrementarlo (quiero que mejore la salud de mi madre y aumenten mis ahorros); quiero recuperar
mi salud (si la he perdido), conservarla y mejorarla (si es posible). En definitiva, amar o estar apegado a algo
significa que a) quiero obtenerlo (si no lo tengo) o b) quiero mantenerlo, mejorarlo o incrementarlo y
disfrutarlo (si lo tengo).

C. Concepto de bien. Ilusión, posesión y recuerdo de un bien.

A continuación se profundiza en el concepto de bien, introducido en el apartado anterior, que constituye uno de
los conceptos básicos para entender la conducta del ser humano. El concepto de bien puede definirse4 como:

a) algo que ha sido o creo que será una fuente de satisfacción;


b) algo a lo que amo, algo por lo que siento atracción / ilusión, si no lo tengo, o afecto / interés, si lo tengo;
c) algo a lo que estoy apegado (vinculado afectivamente), con lo que me identifico;
d) algo que quiero obtener (si no lo tengo), mantener, mejorar / incrementar y disfrutar.

Las necesidades y los bienes no deben confundirse. Un bien lo es porque contribuye a satisfacer una necesidad;
una necesidad es algo genérico, un bien es siempre algo concreto; por ejemplo, el conocimiento es una
necesidad, pero el conocimiento de un idioma es un bien. Un bien (el dinero, por ejemplo) puede contribuir a
satisfacer distintas necesidades y bienes muy distintos a satisfacer una misma necesidad (ser guapo, rico y
famoso “ayuda” a tener relevancia social). Un bien puede servirme para obtener o mantener otro bien y así
sucesivamente.

Tener un bien es poder disfrutarlo (en la realidad, no imaginariamente); disfruto de un bien si siento placer o
alegría (o sufro menos) cuando hago algo con él: cuando paladeo mi vino preferido, utilizo un analgésico, juego
al futbol, triunfa mi equipo o muestro mi erudición. Perder un bien es dejar de tener ocasión de disfrutarlo. Por
ello, el afecto que se siente por las personas suele ser posesivo: quiero cuidarlas, pero también quiero poder
disfrutarlas a voluntad, como si fuese su propietario5, lo que es lógico, puesto que amar a alguien significa
“incorporarlo a mi identidad”.

Lo anterior no significa que solo esté apegado a lo que pueda disfrutar. Un bien que me ilusiona es un bien,
aunque no esté a mi disposición. Perder un bien no implica que este deje de serlo: puedo querer mucho a mi
anciana madre que va perdiendo la cabeza; la querré (aunque ya no pueda disfrutarla) incluso después de su
muerte, ya que su recuerdo seguirá suscitando mi afecto; la vejez es una continua pérdida de bienes: voy
perdiendo mi salud y facultades, mis familiares y amigos, etc. El ciclo de un bien suele ser el siguiente: una
ilusión (el bien deseado) pasa a ser una posesión (un bien disponible) y acaba siendo solo un recuerdo (un bien
perdido).
De niño y de joven se tienen muchas ilusiones: se intentan conseguir muchos bienes al imaginar que nos
proporcionarán satisfacción; a menudo, la ilusión se alimenta de lo que veo alrededor y, por ello, mi entorno
familiar y escolar suele condicionar mis gustos (los bienes que valoro más). La tendencia a explorar mis gustos
decrece a medida que las experiencias sensoriales y emocionales los modelan y, poco a poco, los hábitos
determinan los deseos: ya no quiero descubrir mundos nuevos; sé lo que me gusta y lo que no, y programo mi
vida para repetir lo que me gusta y evitar lo que me disgusta. La tendencia a “explorar” va siendo sustituida
por la tendencia a repetir. Se hace más difícil disponer de nuevos bienes y me dedico a cuidar y disfrutar los
que tengo, que cada vez son menos, al envejecer, hasta mi muerte.

D. Los bienes, el pensamiento y la atención

Conviene recordar que un bien es algo que quiero cuidar porque una emoción hace que me identifique con él,
no porque un pensamiento me lo diga. Los pensamientos no me mueven a hacer nada, pero pueden generar
emociones que lo hagan o que “luchen” con otras, disputándose la soberanía sobre la acción; puedo tener el
deseo de comprarme una moto, pero si pienso que puedo accidentarme surge otra emoción (el miedo) que se
sobrepone a la anterior. El miedo a perder un bien (la vida) ha superado el deseo de conseguir otro bien (la
moto).

Un bien es tanto más importante para mí cuanto más lo quiero, cuanto más profunda es la “huella emocional”
asociada a la satisfacción que me ha dado (real o imaginaria); cuanto mayor sea esta, más “brillará” el bien y
más fácilmente captará mi atención; un pequeño estímulo bastará para que su imagen me venga a la cabeza, por
débil que sea la relación entre el estímulo y el bien (todo recuerda a una madre a su hijo enfermo). Un bien es
algo que tiende a captar mi atención, algo cuya imagen aparece con facilidad en mi conciencia porque
cualquier cosa me lo recuerda. Una vez que mi atención se centra en el bien, quiero saber si hay peligro de
perderlo u oportunidad de obtenerlo, incrementarlo / mejorarlo o disfrutarlo; la atención permanecerá en el bien
hasta “concluir” que no hay peligros u oportunidades; si existen, surgirán emociones tales como el deseo, el
miedo o la ira que desencadenarán, como se verá a continuación, las acciones encaminadas a obtener, conservar
o disfrutar el bien.

Cuando mi atención está centrada en un determinado bien, la resistencia a cambiar mi foco de atención
dirigiéndola hacia otro bien depende de la intensidad relativa de los correspondientes apegos. Si el apego al bien
en el que pienso es muy pequeño, la atención será sumamente volátil y cualquier estímulo me distraerá; por el
contrario, si es muy grande, mi concentración puede llegar a hacer que no perciba ningún otro bien, aunque lo
tenga delante. Los bienes por los que siento un gran apego pueden hacer que “viva dentro de mi cabeza”
pensando todo el día cómo lograrlos, cuidarlos, protegerlos o disfrutarlos (o recordando cómo los disfrutaba). Si
pasa esto, no soy consciente de lo que ocurre “ahora”; vivo en mi imaginación, en el futuro o el pasado,
inmerso en mis ilusiones, preocupaciones o añoranzas; el presente ha desaparecido.

E. Resumen de las distintas formas de definir un bien


Lo expuesto hasta ahora sobre el concepto de bien se resume en la siguiente figura:

Figura 3.2: Formas de definir un bien

F. Clasificación de los bienes

Los bienes pueden agruparse en tres clases, según estén integrados en mi cuerpo, en mi “entorno material” o en
la sociedad en la que vivo.

El cuerpo es un bien en sí mismo -el más importante- y es la “sede” de cualidades y habilidades que deben
considerarse también como bienes. La salud es un concepto6 que se refiere a la integridad y buen
funcionamiento del cuerpo; es un bien al que estamos muy apegados por el dolor y miedo que nos causan las
enfermedades, la incapacidad o la muerte. Paralelamente, el dolor, el placer o el hambre son incentivos
introducidos por la evolución en nuestra genética para que el cuerpo cuide de sí mismo (para satisfacer la
necesidad de bienestar). Nuestra mente busca la salud de nuestro cuerpo y nuestro cuerpo nos fuerza a buscarla
a través del bienestar; a veces nuestra mente nos engaña, pero es mucho más frecuente lo contrario: que para
evitar el dolor o gozar del placer perjudiquemos nuestra salud.

Las cualidades y habilidades (físicas, emocionales y mentales) que “habitan” en nuestro cuerpo son relativas, ya
que se evalúan con respecto a las de los demás (ser inteligente es serlo por encima de la media); casi cualquier
capacidad puede desarrollarse dedicándole suficiente esfuerzo y así suele hacerse para “competir en sociedad”;
véase el enorme trabajo que dedicamos a ser más atléticos, atrayentes, eficientes… Mis cualidades y mi suerte
van determinando mi futuro, al condicionar la obtención / conservación del resto de mis bienes. Estoy apegado
a mis cualidades y habilidades, no solo porque me dan satisfacciones y evitan sufrimientos, sino también
porque, al residir en mi cuerpo, tiendo a pensar que “yo soy ellas”: mis cualidades y habilidades definen “la
calidad de mi cuerpo”.

El entorno material está constituido por las cosas con las que mantengo relaciones físicas directas, a las que
veo y con las que interactúo: los objetos que utilizo, las personas con las que me comunico, los grupos en los
que me integro; a todos ellos los apreciaré, es decir, pasarán a ser “bienes” para mí, en la medida y desde el
momento en que sean fuentes estables de satisfacción. Las relaciones que guardo con mi entorno se dirigen,
básicamente, a disponer de: a) recursos materiales que posibiliten mi bienestar (físico), b) recursos “afectivos” y
c) recursos “sociales”.

Son recursos materiales mi dinero y mis propiedades, pero también pueden ser considerados como tales las
personas o grupos de los que los obtengo, por la fuerza o en el marco de una relación de mutuo interés
(comercial, laboral, etc.). Son recursos afectivos las cosas, animales, personas o colectivos (mi “club”, por
ejemplo) a las que profeso afecto y/o que me lo profesan. Por fin, son recursos sociales los medios de
información y comunicación que utilizo, así como las personas o colectivos que me proporcionan información o
que colaboran conmigo en actividades lúdicas o de interés social, sin que medie interés afectivo o material.

Por último deben citarse los bienes que no radican en mi cuerpo ni en mi entorno material, sino en la sociedad
en la que me integro. La sociedad me ofrece bienes (derechos, prestigio…) y lo hace, normalmente, a cambio
de algo (de cumplir obligaciones, lograr éxitos…). No cabe duda de que el derecho a un salario o a una pensión
es un bien. Los méritos reconocidos (un título académico o el éxito laboral o deportivo, por ejemplo) y la fama
que suele ir ligada a muchos de ellos, son también bienes, ya que facilitan el acceso a otros bienes. Los derechos
y los méritos, que suelen ser producto del esfuerzo personal, conforman el armazón de las sociedades
civilizadas; la mayoría de la gente es muy consciente de ello y busca con ahínco el crédito social; el riesgo es
que uno acabe creyendo que vale lo que vale su fama.

Para finalizar, debe tenerse en cuenta que la sociedad, en sí misma, es un bien, ya que posibilita el tipo de
bienes a que acaba de aludirse; por tanto, también pueden considerarse como bienes las ideas (justicia, equidad,
etc.) en las que se basa; de hecho, no es raro que por una idea social, política o religiosa llegue a ponerse en
peligro la propia vida.
En la siguiente tabla se presenta una clasificación esquemática de los distintos tipos de bienes:

Figura 3.3: Clasificación de los bienes

Para acabar, conviene hacer una precisión en relación con la naturaleza de los bienes. Todos los bienes
incluidos en la tabla anterior son “cosas” (materiales o no); “amo” mi casa o mi buena imagen porque las
disfruto. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en estos casos, una actividad placentera no siempre está
ligada a algo concreto; yo puedo divertirme mucho, por ejemplo, jugando a menudo al pádel (aunque no sea un
gran jugador) con distintos vecinos de mi urbanización; esta diversión no hace que me apegue a mi pala, a la
pista o a mis vecinos; a lo que me aficiono es a la actividad en sí y lo que valoro es la oportunidad de
realizarla; de igual forma puedo aficionarme al cine, al ajedrez o a la música. Cualquiera de estas actividades
es un bien o, mejor dicho, lo es la oportunidad de hacerla (el conjunto de circunstancias que me permiten
realizarla). De hecho, cualquier bien de los indicados en la figura anterior lo es porque me ha permitido realizar
(o creo que lo hará) una actividad satisfactoria, es decir, porque el bien en cuestión constituye una “oportunidad
de satisfacción”.

1 Y así se suscita la gratitud del que me ha dado, induciéndole a volver a darme.

2 La gratitud está intrínsecamente asociada a las otras dos emociones propias del animal social (admiración y
compasión). La admiración hacia quién realiza una actuación sobresaliente es la gratitud que siento por lo que
disfruto al presenciarla y la ternura compasiva que provoca un cachorro es la gratitud resultante del placer
innato que me suscita su aspecto y comportamiento.

3 Quizás, con la excepción del vínculo madre-hijo.

4 De distintas formas, pero todas equivalentes (considerando lo expuesto en los apartados anteriores).
5 El amor “desprendido” o “compasivo” se tratará en otro capítulo.

6 Y como tal, supone un elevado grado de desarrollo cognitivo que sólo tiene, probablemente, el ser humano;
desde luego, no parece probable que otro animal deje de comer algo que le apetezca, porque piense que puede

PARTE 1ª CAPÍTULO 4

LAS EMOCIONES.
A.- Concepto y naturaleza de la emoción. B.- Génesis de la emoción. Estímulos emocionales. C.- Emociones,
bienes y “males”. Amor y odio. D.- Las emociones básicas y sus estímulos. E.- Amor y vigilancia. F.- La
sorpresa. Otras emociones y estados emocionales. G.- Evaluación de los estímulos emocionales.

A. Concepto y naturaleza de la emoción

Las emociones (miedo o ira, por ejemplo) resultan de la respuesta instintiva del cuerpo frente a ciertas imágenes
(una amenaza o un obstáculo) y mueven al individuo a actuar de una determinada forma (evitar la amenaza,
eliminar el obstáculo…). Como se verá en un capítulo posterior, una imagen (de una persona o cosa, por
ejemplo) es una representación mental (algo que se “ve” en la conciencia) elaborada a partir del trabajo de la
memoria y los sentidos. Todas las emociones son provocadas por imágenes. Evidentemente, no todas las
imágenes dan lugar a emociones; para que una imagen tenga una “carga emotiva” (es decir, para que nos
“mueva”) debe estar asociada en nuestra memoria a experiencias (sensaciones u otras emociones) agradables o
desagradables; cuanto más intensas y duraderas o repetidas sean las experiencias, mayores serán las emociones
que suscitará la imagen de la persona, cosa o situación a la que considero causa de la experiencia. La imagen del
perro que me mordió está asociada a una experiencia dolorosa y cuando vuelvo a verlo surge el miedo, que me
impulsa a huir o esconderme; cuanto mayor sea el daño que me haya hecho o más veces haya intentado
agredirme1, más intenso será el miedo que me suscite. En algunos casos, la respuesta emotiva frente a una
imagen no es “aprendida” (resultante de una experiencia) sino instintiva; el miedo a la obscuridad o a la altura,
por ejemplo, está grabado en nuestros genes.

La imagen que desencadena la emoción, es decir, el estímulo emocional, puede ser real (el perro que veo), pero
también puede ser un recuerdo (mi difunto padre) o, incluso, una imaginación (se puede sentir miedo de un
demonio, por ejemplo). Esto es muy importante porque significa que lo que yo recuerde o imagine en un cierto
momento (voluntariamente o no) puede hacer que me sienta alegre, triste, asustado o iracundo, sin que ello se
correlacione con lo que ocurre en mi entorno en ese momento. Este fenómeno puede utilizarse voluntariamente,
por ejemplo, para abstraerse de una situación desagradable buscando refugio en la imaginación (evocando
recuerdos agradables); sin embargo, este mismo mecanismo es el que genera gran parte de nuestro sufrimiento:
cada vez que se presenta un problema u ocurre una desgracia, acuden a mi cabeza y se repiten imágenes que me
provocan miedo, ira o tristeza. Este sufrimiento solo tiene sentido cuando esas imágenes aparecen en el curso de
un pensamiento dirigido a resolver el problema o evitar que la desgracia se repita; así, es conveniente, por
ejemplo, pensar cómo afrontar un problema económico, aunque al hacerlo se sufra; carece de sentido, por el
contrario, sufrir evocando repetidamente la imagen de un familiar muerto.
En realidad, las emociones son un tipo especial de sensaciones: la imagen provoca cambios en nuestro cuerpo,
químicos y físicos, los cuales estimulan los sentidos internos originando la sensación a la que denominamos
emoción. Así, por ejemplo, una imagen amenazante estimula la producción de adrenalina, aumenta el ritmo
cardiaco y la tensión muscular, y todo ello es percibido como “miedo”. En este sentido, podría decirse que una
emoción es un tipo particular de sensación, que es provocada por una imagen. La génesis de las emociones
se expone a continuación.

B. Génesis de la emoción. Estímulos emocionales.

Cuando un perro me muerde, siento dolor y mi cuerpo reacciona automáticamente apartándose de él; es una
reacción instintiva, acompañada de la activación del sistema nervioso simpático, que es el que nos prepara para
la acción (para la lucha o la huida) aumentando la intensidad y frecuencia del ritmo cardiaco, dilatando los
bronquios, produciendo adrenalina, etc. Desde ese momento, el perro es considerado como una amenaza y al
volverlo a ver el cuerpo reacciona como si el perro ya le estuviera mordiendo y se aparta (inicia la huida); la
sensación resultante de los correspondientes cambios corporales se experimenta como miedo. El dolor (una
sensación) lo produce el mordisco, que es un estímulo sensorial; el miedo (una emoción) lo origina la imagen
del perro, que se ha convertido en una amenaza (un estímulo emocional); en ambos casos, sin embargo, la
reacción corporal es esencialmente la misma. Está claro que, con respecto a las sensaciones, las emociones
constituyen una mejora evolutiva, ya que desencadenan “acciones preventivas”: el dolor me mueve a librarme
del perro que me está mordiendo; el miedo a evitar que vuelva a hacerlo.

Si alguien me sujeta un brazo y me impide moverme procuraré, en primer lugar, soltar el brazo (aunque no me
estén haciendo daño) y, si no puedo, intentaré golpear al que me sujeta; el sistema nervioso simpático se
activará para prepararme para la lucha. La sensación correspondiente a los consiguientes cambios corporales
(tensión muscular, respiración acelerada, etc.) es la emoción llamada ira. La ira se siente contra el obstáculo
que impide que me mueva y, por extensión, contra todo aquello que impide “injustamente” que yo haga lo que
quiero, que “coarta mi libertad”; aunque tenga prisa por salir, no siento ira contra la pared de mi casa (no la
empujo ni la golpeo) por el hecho de que no me deje atravesarla; por el contrario, puedo insultar al conductor
del vehículo que me impide circular o puedo tirar al suelo airado la aguja “mal hecha” que no consigo enhebrar.
Un obstáculo es un estímulo emocional, al igual que lo es una amenaza. Existe un estímulo específico para cada
emoción básica (apartado D).

A menudo se recomienda que, para mejorar nuestro autocontrol, “seamos conscientes de lo que sentimos”, es
decir, que observemos nuestras emociones para evitar que se tornen pasiones descontroladas. Tras lo expuesto
anteriormente, debería quedar claro que “observar nuestras emociones” significa “sentir nuestro cuerpo”: ser
conscientes de las tensiones musculares y de su localización, del ritmo respiratorio, etc. Es un excelente
ejercicio observar nuestra dinámica corporal cuando sentimos emociones como el miedo, la ira o la tristeza, por
ejemplo, y darse cuenta de cómo se diferencian las unas de las otras. Frases tales como “se me hizo un nudo en
el estómago”, “me sentí enrojecer”, “me temblaban las manos” reflejan el conocimiento experimental que se
tiene de la relación existente entre las emociones y los cambios corporales.
C. Emociones, bienes y “males”. Amor y odio.

En el capítulo anterior se ha tratado de los bienes. Se ha dicho que un bien es algo que ha sido (o espero que
sea) una fuente de satisfacción, algo con lo que me identifico y que quiero obtener, mantener, incrementar y
disfrutar; también se han clasificado los diferentes bienes, que pueden ser de naturaleza tan distinta como una
cualidad personal, un amigo o un derecho social. Todo ello es muy importante en este capítulo, al tratar de las
emociones, porque toda emoción o estímulo emocional se define en función de un bien. El miedo, por
ejemplo, surge al aparecer una amenaza, pero el concepto de amenaza solo tiene sentido si se especifica el bien
amenazado, es decir, lo que se teme perder (mi salud, mi prestigio, mi dinero, mis amigos, etc.).

Como también se ha explicado en el capítulo anterior, los bienes suscitan emociones: cuando percibo o recuerdo
un bien que tengo, siento afecto o interés; si veo o imagino un bien que quiero, siento atracción o ilusión; todas
estas emociones se consideran variantes del amor, entendido como la emoción básica que expresa la
vinculación afectiva (apego) que me une con uno o más bienes. El amor por lo que tengo me mueve a intentar
cuidarlo y protegerlo y, por tanto, a mantenerme vigilante para identificar las amenazas; el amor hacia lo que
quiero me mueve a buscarlo y, por tanto, a mantenerme vigilante para identificar las oportunidades. En todo
caso, mi atención tiende a ser captada y mantenida por aquello a lo que amo.

El concepto de mal es el contrapunto del de “bien”: un mal es algo que ha sido o creo que será una fuente de
insatisfacción (de dolor, miedo, tristeza...). Cuando percibo, recuerdo o imagino un mal surge una emoción, a la
que se denominará odio, que me mueve a buscar la oportunidad de eliminarlo, dañarlo o, al menos, neutralizarlo
/ alejarlo. Con frecuencia, el odio va acompañado del temor de que el mal vuelva a causarme insatisfacción. El
odio puede tomar la forma de rencor cuando al mal -a una persona- se le atribuye la voluntad de molestarnos /
dañarnos; en caso contrario suele hablarse de aversión (que es lo que puede sentirse por las cucarachas o por un
alimento que me sienta mal). El odio supone la existencia de un apego (de un vínculo emocional) entre el que
odia y lo odiado, similar al que existe entre el que ama y lo amado, aunque de sentido contrario. En cualquier
caso, el odio solo puede darse si se siente amor por algo o, dicho de otra manera, para que haya un mal tiene que
haber algún bien cuya obtención, conservación o mejora sea puesta en peligro por el mal en cuestión. Como se
verá más adelante, es el conjunto de lo que yo considero “mis bienes” lo que determina no solo mis “amores y
odios”, sino todas mis emociones.

D. Las emociones básicas y sus estímulos

Las ocho emociones básicas2 y sus correspondientes estímulos se muestran en la siguiente tabla:

Figura 4.1: Clasificación de las emociones y de sus estímulos


Como puede observarse, las emociones se han dividido en tres clases: apegos, incentivos e impulsos.

Del amor y el odio, es decir, de las emociones ligadas a los apegos (a los bienes / males) se ha hablado en el
punto anterior. Son las emociones fundamentales, ya que los estímulos que generan las restantes emociones
están necesariamente ligados a algún bien (o mal); es obvio que los conceptos de ganancia o pérdida (de un
bien), oportunidad u obstáculo (de / para conseguir un bien) o de contaminante o amenaza (para un bien) solo
pueden existir si hay algo que quiero obtener o mantener, es decir, si hay cosas que considero como “bienes”.

Las emociones de incentivación (alegría y tristeza) son las equivalentes, a nivel emocional, a las sensaciones de
placer y dolor y, como estas, nos mueven a continuar / acabar con lo que nos está produciendo satisfacción /
insatisfacción. Nos mueven también -y esto es lo más importante- a intentar lograr / evitar que se repitan las
actividades o sucesos que se recuerdan como satisfactorios / insatisfactorios. Son incentivos para la
reproducción de los éxitos y la prevención de los fracasos y están en la base, por tanto, de los mecanismos de
aprendizaje; intervienen, además, en la génesis de los apegos -de lo que consideramos como bienes / males- ya
que, como se ha dicho repetidamente, estos se conforman e intensifican en función de las sensaciones y
emociones agradables / desagradables asociadas a los mismos.
La alegría es la emoción agradable que experimento al lograr obtener una ganancia (incremento de un bien) o
evitar una presumible pérdida (decremento de un bien), o al imaginar que voy a lograrlo (ilusión); la alegría es
una anticipación de la satisfacción que creo que me proporcionará el “bien obtenido / mantenido” y la ilusión es
una anticipación de la alegría que espero sentir cuando logre obtenerlo / mantenerlo3.

La tristeza es la emoción desagradable que siento al tener una pérdida o dejar de tener una presumible ganancia
(desilusión), o al imaginar o recordar que se producirá o ha producido tal circunstancia; la tristeza es una
anticipación de la insatisfacción asociada a la carencia del bien perdido (o dejado de ganar). La desilusión es la
tristeza por la pérdida de una ganancia o satisfacción que se daba por lograda (con una cierta probabilidad);
cuando la tristeza va acompañada de la ira se denomina frustración.

Las emociones motrices son las que nos impulsan a actuar, en esencia, yendo o huyendo del estímulo que las
provoca.

El deseo es la emoción que experimento cuando percibo una oportunidad de conseguir o de disfrutar un bien,
que me mueve a aprovecharla. La ira es la emoción desagradable que experimento cuando surge un obstáculo
(para la satisfacción de un deseo), que me mueve a eliminarlo; la ira contra el obstáculo deriva del supuesto de
que el obstáculo en cuestión no debería haber surgido y se dirige contra la imprevisión propia o la “indebida”
intervención ajena. El miedo es la emoción desagradable que experimento cuando percibo una amenaza para
un bien, que me mueve a evitarla. El asco es la emoción desagradable que se experimenta cuando percibo un
“contaminante” de un bien (ponzoña, porquería…), que me mueve a evitar el contacto4.

El estímulo (oportunidad, obstáculo, amenaza y “contaminante”) puede ser instintivo (como lo es el miedo a la
obscuridad) o aprendido (el miedo al perro que me mordió) y puede ser real (una percepción) o imaginario (el
miedo que provoca el recuerdo del atraco que sufrí, suscitado al pasar por el lugar donde ocurrió).

E. Amor y vigilancia

Conviene distinguir entre las emociones (amor: ilusión, afecto…) o sensaciones (apetitos: hambre, sed…)
ligadas a los bienes, y las emociones motrices. El hambre, por ejemplo, es una sensación que me lleva a buscar
el alimento que necesito, a estar atento para que no me pase desapercibida ninguna oportunidad de encontrarlo;
otro tanto ocurre con la ilusión respecto del bien “ilusionante”; el afecto, por su parte, me impulsa a vigilar al
bien amado para detectar oportunidades de mejorarlo o amenazas de perderlo; lo común a todas estas
sensaciones y emociones es que dirigen la atención hacia el bien y/o el entorno donde pueden surgir amenazas
u oportunidades, y nos mantienen vigilantes para que podamos entrar en acción sin dilación5.
Sin embargo, son las emociones motrices las que desencadenan la acción cuando aparece el estímulo adecuado
(la amenaza, por ejemplo); sin estímulo no hay emoción motriz. Incluso a simple vista pueden distinguirse los
cambios de expresión del depredador cuando pasa de la fase de buscar/explorar/otear a sus presas, a la de
comenzar el ataque tras decidir que “están a tiro”, es decir, que existe la oportunidad de apresarlas.

Si, como ya se ha dicho, las emociones son, en realidad, sensaciones que reflejan ciertos cambios corporales (en
el caso de las emociones motrices, los asociados a la tensión que antecede a la acción), podría considerarse que
el amor no es una emoción verdadera6, puesto que su único fin es vigilar al bien (concentrar la atención en él y
su entorno) para ver si aparecen amenazas u oportunidades; sin embargo, la percepción de un bien implica
siempre una cierta tensión: la que requiere el estado de alerta que nos permitirá detectar a tiempo esas posibles
amenazas u oportunidades; la madre que vigila al hijo que está jugando nunca está totalmente relajada, porque
teme que “pase algo”, aunque no perciba amenaza alguna.

En mayor o menor medida, la percepción de un bien nos hace sentir (simultáneamente) temerosos (por la
posibilidad de perderlo) y esperanzados (por la de incrementarlo y/o disfrutarlo).

En la figura siguiente se muestra la relación entra las distintas emociones ligadas a un bien (englobadas bajo el
término “amor”) y las emociones motrices asociadas:

Figura 4.2: Amor y emociones motrices


F. La sorpresa. Otras emociones y estados emocionales.

La sorpresa puede considerarse como una emoción básica (la novena), si bien no se ha incluido en la figura 4.1
por su escasa influencia en los procesos de tensión / distensión característicos del resto de las emociones; es la
emoción que me mueve a concentrar la atención en lo que ocurre (o lo que me dicen) cuando se trata de algo
inesperado que, por serlo, puede esconder una amenaza u oportunidad (que no seré capaz de evitar o aprovechar
si no reacciono con rapidez). La sorpresa acompañada de miedo suele denominarse “susto”.

La terminología sobre las emociones es confusa. En algunos casos, una emoción básica (de las definidas en los
apartados anteriores) tiene varios sinónimos, sin que entre ellos hayan diferencias significativas: ira, cólera,
rabia…; asco, repulsión, repugnancia… En otros casos, los distintos términos se refieren a la misma emoción,
pero con diferentes grados de intensidad: temor ➙ miedo ➙ terror, pavor, pánico, etc. A menudo, se utiliza un
término específico para aludir a una emoción básica, pero referida a un bien determinado: así, la vergüenza es
el miedo a la pérdida de prestigio; la curiosidad es el deseo de incrementar nuestro conocimiento sobre un
determinado tema; la añoranza es la tristeza por la pérdida de bienes ligada al paso del tiempo; la envidia es la
ira que produce un reparto de bienes supuestamente injusto; el desprecio es el asco que provoca un
comportamiento indigno y el hastío, el que suscita la monotonía derivada del uso repetido de un bien. La lista
es interminable. Además, existen también términos que aluden a una combinación de emociones básicas: la
frustración es la suma de ira y tristeza, los celos combinan el miedo (a perder a la persona amada) y la ira
(contra ella o “el competidor”), etc.

En cualquier caso, lo importante es darse cuenta de que -como muestran los ejemplos anteriores- toda emoción
puede ser descrita mediante una, o una combinación de emociones básicas, referidas a uno o varios bienes.

No debe confundirse una emoción con un estado emocional producido, normalmente, por la represión de una
emoción. Supóngase que una enfermedad pone en peligro la vida de mi hijo; la imagen de mi hijo enfermo está
cargada de miedo e intento alejarla de mi mente para poder trabajar, pero sigue presente, aunque sea de forma
colateral; así surge la ansiedad, un estado emocional caracterizado por un clima de temor y por una agitación
que muestran que “el subconsciente está asustado y quiere que haga algo”. El término angustia suele usarse
cuando lo que causa el miedo es desconocido; no ocurre, por tanto, como en el caso de la ansiedad, que se
reprime el miedo, pero se conoce su causa, sino que se reprime la propia causa.

Al igual que la ansiedad es el estado emocional que se corresponde con el miedo, hay otros estados relacionados
con las otras emociones básicas. Así, por ejemplo, la irritabilidad se relaciona con la ira, la aprensión con el
asco, la depresión con la tristeza, la euforia con la alegría, el entusiasmo con el deseo, etc. La depresión puede
ser provocada por cualquier pérdida (un familiar o el trabajo, por ejemplo), pero es especialmente dañina la
suscitada por la pérdida de confianza en las capacidades propias porque, en tal caso, la desgana inherente a toda
depresión se ve potenciada por el miedo al fracaso.
G. Evaluación de los estímulos emocionales

No siempre las emociones fuertes y los estados emocionales son producidos por uno o varios sucesos cuya
objetiva gravedad justifique su “impacto psíquico”; a menudo, estímulos aparentemente débiles causan
reacciones emocionales desproporcionadas. Cuando los estímulos (o ciertos estímulos) se evalúan
sistemáticamente de forma incorrecta, exagerando su intensidad, sucesos o circunstancias de escasa importancia
pasan a desencadenar fuertes emociones. Si veo amenazas, obstáculos o pérdidas por todas partes viviré en
continuo estado de ansiedad, irritación o depresión. Puestos a errar en la evaluación de los estímulos, más vale
hacerlo por defecto, disfrutando así de la consiguiente tranquilidad o euforia, aunque sea sin motivo.

Como se verá en otro capítulo, la evaluación de un estímulo emocional resulta del trabajo combinado de la
mente y el ego; cuando un estímulo (un suceso) es calificado, por ejemplo, como una “tremenda pérdida”, el
cuerpo reacciona en consonancia, lo sea o no: siente una “tremenda tristeza”, tanto si se trata del fallecimiento
de un ser allegado, como de una simple derrota deportiva. La calificación exagerada de un suceso puede ocurrir,
básicamente, por dos motivos; el primero es que afecte a una llaga emocional (capítulo 5, apartado H), es decir,
que esté relacionado con ciertas experiencias traumáticas que marcaron mi personalidad. El segundo motivo es
que yo esté sensibilizado al tipo de suceso en cuestión; la sensibilización ocurre cuando ese suceso estimulador
(o uno similar) ha sido imaginado, recordado o percibido reciente y repetidamente. Supóngase, por ejemplo,
que mi equipo de futbol juega el próximo domingo contra su máximo rival y logra vencer; la victoria será
mucho más apreciada si he podido presenciarla (y he hablado de ello con mis amigos durante la semana), que si
me he enterado del resultado durante el viaje turístico que estoy realizando; y ello, a pesar de que el amor que
siento por esos colores no cambia de un día para otro ni depende de dónde estoy.

1 Cada vez que algo me haga pasar miedo, se incrementará el miedo que le tengo.

2 En verdad, las emociones básicas son 9, porque en la tabla no se ha incluido la sorpresa, que se trata en el
apartado F.

3 En este documento el término “ilusión” se utiliza en dos sentidos: como sinónimo de alegría (este regalo me
ha hecho mucha ilusión) o para expresar la apetencia o atracción (el “amor”) que se siente por algo de lo que no
se dispone (llegar a ser ingeniero o casarme con María me hace mucha ilusión).

4 En adelante, para simplificar, el asco se considerará como un tipo de miedo y el contaminante como un tipo
de amenaza.

5 Algo paralelo ocurre con el odio respecto a un mal; lo vigilamos por si se convierte en una amenaza o
tenemos la oportunidad de eliminarlo.

6 Ni tampoco el odio, por razones paralelas a las que se indican en el caso del amor.
PARTE 1ª CAPÍTULO 5

EL "EGO". AUTOESTIMA Y FELICIDAD.


A.- Mi identidad y mis bienes. El “ego”. B.- Naturaleza y comportamiento del ego. C.- Caracterización del
ego: el espectro de bienes. D.- Autoestima. E.- Autoengaño y opinión ajena. Mimetismo. F.- Felicidad. G.-
Estado de ánimo. H.- “Llagas emocionales”. I.- Los elementos del ego.

A. Mi identidad y mis bienes. El “ego”.

Anteriormente se ha definido un bien como algo que quiero tener o, si ya lo tengo, que quiero cuidar y proteger
como a mí mismo (en mayor o menor medida); es algo por lo que siento afecto, cariño, interés, añoranza… si lo
tengo (o he tenido) y atracción o ilusión si no lo tengo; en definitiva, es algo con lo que me identifico, es decir,
que forma parte de mi identidad, de mi “yo”. Al nacer, mi cuerpo es mi único bien y estoy programado para
cuidarlo o, mejor dicho, para “llorar para que me cuiden”. Poco a poco, voy sintiendo “amor” por otras cosas;
por mi madre, por mi hermano pequeño, al que quiero cuidar y proteger, etc. Al cabo de un cierto tiempo estoy
apegado a muchas cosas (personas, objetos, actividades...); si ahora me pregunto quién soy, probablemente
seguiré pensando que “yo soy mi cuerpo” (con su cerebro) pero, en realidad, estaré identificado no solo con el
cuerpo, sino con todas las cosas a las que amo, incluidas mis ilusiones. Creo, de forma inconsciente, que yo soy
mis bienes1.

Lo anterior no debería extrañarnos. Si busco trabajo es probable que tenga que presentar un currículo, pasar una
entrevista, un test psicológico e, incluso, un examen médico. Todo ello, porque la empresa quiere saber quién
soy yo. Si uno reflexiona sobre qué se investiga con estas pruebas, verá que lo que se pretende es obtener
información sobre “mis bienes”: cómo soy (buen profesional, responsable, inteligente, simpático,
saludable2…), qué tengo (familia, medios económicos, aficiones…) y qué quiero (si lo que me importa es el
tipo de trabajo, la retribución, el cargo, etc.). La empresa también piensa que yo soy mis bienes, que me conoce
si los conoce.

En esencia, ocurre lo siguiente: en nuestra memoria se van grabando las imágenes de nuestra vida y
desdibujándose con el tiempo; si nos preguntan por nuestra vida intentaremos hacer un relato cronológico a
partir de dichas imágenes; sin embargo, si se interesan (o nos interesamos) por nuestra “identidad”, nuestra
mente intentará dar una visión actualizada de nuestras características más importantes, seleccionadas al mirar
hacia atrás, hacia nuestra “historia” y hacia el “futuro deseado” (nuestros proyectos); esas características son los
bienes (lo que nos importa) y nos “retratan”, puesto que muestran nuestra particular visión de lo que somos,
tenemos o queremos en los ámbitos material, emocional y mental. Al final, como respuesta a la pregunta, mi
mente sacará una especie de currículum vitae, que asociará a mi identidad, a mi nombre. A esa identidad,
sustentada en lo que mi genética e historia me han llevado a considerar como “bienes”, se la denominará
“ego”.

B. Naturaleza, comportamiento y lenguaje del ego


Como se verá en otro capítulo, el término “yo” puede tener significados distintos según el contexto; el ego es el
yo al que se le atribuye una voluntad (yo quiero…)3, el que quiere conseguir, mantener e incrementar los
bienes. Puede decirse, por tanto que el ego es el portavoz de mis bienes, su “representante”. Esta identidad
entre “yo” y mis bienes explica mi comportamiento o, mejor dicho, el de mi ego, que siempre quiere
incrementar (o, al menos, mantener) su tamaño (los bienes a los que representa). Es como una ameba que, si
puede, va fagocitando propiedades, amistades, cualidades, etc.; es una burbuja que se va hinchando de bienes
(no se contenta con lo que “come”, siempre quiere más) y que retrocede sólo frente a algo que los amenace.
Además, el ego valora su tamaño comparándolo con el de los demás; se comporta como un salvaje cuyo único
objetivo es desarrollarse y solo ve en el mundo bienes que acechar y peligros de los que huir. Mi ego se
identifica con el conjunto ponderado de “mis bienes” de la misma manera que el portavoz de una organización
acaba identificándose con la misma y llega a creer que vale lo que vale esta.

Figura 5.1: Ejemplo de ego

El lenguaje que utiliza el ego son las emociones; cuando el ego quiere algo, genera la emoción que me
impulsa a satisfacer sus deseos. Por ejemplo, si cree que un bien (y, por tanto, su propio tamaño) está en peligro,
genera miedo; si cree que se obstaculiza su crecimiento, genera ira. El ego es como un dictador interno que
sentado en su trono va dando órdenes (¡cuidadme!, ¡alejadme de esta amenaza!, ¡liberadme de este incordio!…)
y lo hace mediante las emociones con las que nos esclaviza. Eso no tiene nada de extraño ya que, como se ha
dicho anteriormente, las emociones existen porque existen los bienes4 y el ego es su representante, el que nos
manipula emocionalmente en beneficio de aquellos.

C. Caracterización del ego: el espectro de bienes

Los distintos tipos de bienes se han clasificado en el capítulo 3 (apartado F y figura 3.3). La importancia que
puede darse a un bien cualquiera (al dinero o a los amigos, por ejemplo) varía considerablemente de una
persona a otra. La valoración de un bien puede hacerse desde distintos puntos de vista, pero siempre es relativa
y personal. Se pueden comparar bienes entre sí, del mismo o diferente tipo: por ejemplo, puede preferirse
“tener amigos a tener dinero” o “ser inteligente a ser guapo”. A veces, la comparación se hace a través de una
valoración económica: cuando se dice que “esa moto es demasiado cara” lo que se está diciendo es que por ese
precio existen otros bienes que valoro más; el dinero no solo es un bien en sí mismo, sino que es también un
medio para comparar el valor que damos a bienes diferentes.

También puede hacerse una valoración relativa de un bien comparando lo que tengo con lo que deseo: mi
riqueza, altura o fama pueden parecerme escasas, suficientes o excesivas; a menudo, lo que deseo depende de lo
que tienen los demás (puedo estar contento con mi altura si mido más de la media o descontento, a pesar de ello,
si soy jugador de baloncesto); otras veces, mis deseos derivan de experiencias concretas (el deportista que ha
tenido grandes éxitos quiere repetirlos). En cualquier caso, debe tenerse en cuenta que la valoración puede estar
distorsionada por traumas emocionales que hagan que el resultado de la misma sea absurdo: una persona
anoréxica puede estar muy delgada y encontrarse gorda. Puesto que, como se ha dicho, el ego es el portavoz o
representante de “mis bienes”, su naturaleza y comportamiento (mi comportamiento, condicionado por lo que
quiero obtener / mantener) puede caracterizarse a través del siguiente espectro de bienes:

Figura 5.2: Caracterización del ego: el espectro de bienes (ejemplo)


El ego representado en el ejemplo sería, como puede observarse, el de una persona satisfecha con sus
condiciones físicas, ávida de fama y poder o dinero, poco sensible y que no da mucha importancia a los ideales,
amistades y relaciones sociales. El orden en el que se presentan los bienes en la figura se explicará más
adelante.

D. Autoestima

Como se muestra en la figura 5.1, los bienes pueden clasificarse, entre otras, de la siguiente forma: lo que yo
“soy” (las capacidades -cualidades y habilidades- inherentes a mi cuerpo); lo que yo tengo (todo lo que amo y
dispongo: familiares y amigos, propiedades, derechos, prestigio, aficiones, etc.) y, finalmente, lo que yo quiero
(mis ilusiones y ambiciones que, como ya se ha explicado, también son bienes). Las interrelaciones entre estos
tres tipos de bienes se muestran a continuación:

Figura 5.3: Mis bienes: lo que soy, tengo y quiero


La autoestima es el grado de satisfacción que uno siente (que el ego siente) respecto a sí mismo por lo que cree
que es, es decir, por las capacidades físicas, emocionales y mentales que se atribuye (por su “valía”). Como
regla general, me “autovaloro” por dos vías (o combinación de ellas): comparándome con los otros (“soy alto”)
o atendiendo a su opinión (“eres muy simpático”). Con frecuencia, la comparación con los otros se hace en
función de mis logros relativos (soy inteligente si saco una difícil carrera universitaria), es decir, si consigo
tener lo que quiero gracias al ejercicio de mis capacidades (gracias a mi valía); además, la comparación suele
tener en cuenta la edad (no soy bajo si mido metro y medio a los tres años) y el contexto (no es un mérito saber
chino si soy chino). En relación con lo anterior, deben destacarse tres cosas:

1. La enorme influencia que ejercen “los otros” (directa o indirectamente) en mi autoestima, lo que muestra la
gran necesidad de afecto que tenemos todos (de agradar, quedar bien, suscitar atención o admiración, lograr
comprensión, etc.).

2. La estrecha relación que existe (como se verá más tarde) entre “autoestima” y “felicidad”. En general, la
felicidad (la satisfacción por mi vida) y la autoestima (la satisfacción por mí mismo), aunque no coinciden,
van de la mano.

3. El carácter subjetivo de la valoración de mí mismo (de mis capacidades), por tratarse de un proceso
emotivo y, a veces, extremadamente ilógico. El valor que doy a cada bien (a una habilidad, a un logro o a
una ilusión) depende del apego que siento por él (de cuánto deseo conseguirlo o temo perderlo) lo que suele
depender, a su vez, de mis experiencias pasadas; mi dinero puedo valorarlo mucho (por ejemplo, si he
pasado hambre) o menos (si no he sufrido penurias), por lo que los mismos ahorros pueden parecerme
insuficientes o más que suficientes. La existencia de “llagas emocionales” (apartado H) muestra lo difícil
que resulta tratar de comprender al prójimo sin participar de sus experiencias.

E. Autoengaño y opinión ajena. Mimetismo.

En general, lo que me interesa no es solo ser inteligente (o guapo, rico, famoso, culto, etc.), sino que los demás
opinen que lo soy, porque así aumentan mis posibilidades de trabajar, trabar relaciones, obtener apoyos... pero,
sobre todo, porque así mantengo alta mi autoestima. Paralelamente, los otros, que también quieren que opinen
bien de ellos, no paran de esforzarse por incrementar sus bienes y ser más “atractivos”: van al gimnasio,
estudian, se hacen los simpáticos, preparan por la noche las reuniones del día siguiente… y me obligan a mí a
hacer lo mismo, me fuerzan a luchar en un mundo competitivo que puede ser bueno para el desarrollo de la
sociedad o de la especie, pero que es fuente de sufrimiento para el individuo el cual, como muchas mascotas,
tiene que saltar cada vez más alto para que le den un dulce.

El sufrimiento aparejado a la búsqueda de la competencia y la aprobación ajena puede paliarse cuando uno se da
cuenta de que son solo “bienes puente”, útiles para conseguir otros bienes básicos; cuando ya se dispone de
estos (trabajo, vivienda, posibilidad de cuidar y educar a los hijos, etc.), el bienestar asociado a la tranquilidad, a
la limitación de las obligaciones y prisas, puede compensar de largo las dificultades que conlleva la resistencia
frente a la presión social5. El problema es que, cada vez con mayor frecuencia, la educación incluye la
inoculación del virus de la competitividad, de forma que el “alumno” ya no se conforma con tener lo suficiente,
sino que desea tener más que nadie o, por lo menos, sobresalir.

Como eso es muy difícil (cada vez más), es posible que el ego se niegue a reconocer su relativa “minusvalía” y
que, para mantener a salvo o incrementar la autoestima, surja el autoengaño. En esencia, hay tres tipos de
autoengaño:

o Reconozco que, aparentemente, yo no valgo mucho; en realidad, creo que tengo un gran potencial, pero los
demás no me dejan desarrollarlo y, además, tengo mala suerte… si no fuera por eso, lo que tienen los otros
también lo tendría yo, que me lo merezco igual o más (victimismo, envidia).

o Yo valgo mucho, tanto que ayudo a los demás y no necesito su ayuda; lo que pasa es que hay desagradecidos
que no reconocen lo que valgo o hago (orgullo).

o Yo sobresalgo, soy el mejor o, por lo menos, me destaco de los demás, los cuales me admiran, como es
lógico, aunque algunos envidiosos no lo hagan (vanidad).
En los tres casos, el ego se mira a sí mismo con lupa de aumento, ya que no resiste verse “poca cosa”,
“necesitado” o “del montón” y la lupa aumenta su potencia del primero al tercero: soy potencialmente bueno ➙
soy bueno ➙ soy el mejor. Cuando esta valoración es manifiestamente exagerada, en particular en los dos
últimos casos, puede decirse que existe un “complejo de superioridad”.

También puedo engañarme en el sentido contrario: creer, inconscientemente, que valgo menos de lo que
realmente valgo; que no puedo hacer (bien) cosas que sí podría, si no fuera porque creo que las haré mal (por
esa falta de confianza en mí mismo). El resultado de ello es la timidez (específica o generalizada) o,
eventualmente, la tendencia depresiva. Este “complejo de inferioridad”, contrario a la tendencia habitual del
ego, suele ser causado por experiencias traumáticas.

Los anteriores tipos de autoengaño se refieren al tamaño “global” del ego (buscan engrandecerlo) y no a
posibles defectos concretos que los demás me atribuyan; en estos casos suele desarrollarse un tipo de
autoengaño específico, dirigido a paliar el supuesto defecto o, incluso, a transformarlo en virtud: el avaro puede
juzgarse austero y previsor; el miedoso considerarse precavido; el vividor, social y optimista; el agresivo, justo
y espontáneo; el indolente, tranquilo; y el puntilloso, perfeccionista.

No es propósito de este ensayo profundizar en los distintos mecanismos psicológicos de defensa asociados a los
diferentes tipos de autoengaño; sin embargo, conviene resaltar una circunstancia común a muchos de estos: la
selección sesgada de los momentos o periodos en los que se basa la autoevaluación; el agresivo suele recordar
el día en que salió a defender a un compañero humillado (sin acordarse de las veces que él ha intentado
imponerse “por sistema”) y el avaro recuerda aquel (excepcional) día en el que ofreció ayuda sin que se la
pidieran.

Un efecto negativo particularmente dañino, derivado de la excesiva preocupación por la opinión ajena, es la
tendencia a identificarse con “lo establecido” (con lo habitual) para evitar la crítica ajena, que suele dirigirse
contra todo aquello que se aparta de la media. Suele acabar gustándome lo que gusta a las personas de mi
entorno y, de ahí, la fuerza alienadora de la moda; incluso es frecuente que mi identificación social, política o
religiosa no sea ideológica, sino resultado de lo que he visto a mi alrededor. Cuando esta tendencia va
acompañada de indolencia, la gente tiende a repetir lo que ha oído, a utilizar criterios ajenos sin haberlos
verificado6 y a emitir juicios basados en dichos criterios. Debería evitarse el mimetismo que lleva a las
personas a creer sin saber por qué creen; a estar apegadas sin saber por qué se han apegado; y, en definitiva, a
pensar y sentir igual que su entorno, cual camaleones.

F. Felicidad
La felicidad es el grado de satisfacción que siento por la forma en que se desarrolla mi vida (en las distintas
etapas de esta); depende de la valoración que hago de lo que soy y tengo, teniendo en cuenta lo que quiero (es
decir, de lo que aspiro a ser o tener7). Teóricamente, puedo tener una baja autoestima (valorar poco mis
capacidades) y vivir relativamente feliz (por ejemplo, porque disfrute de una gran herencia8), y también puede
ocurrir lo contrario (por ejemplo, al perder en accidente a un familiar allegado); en general, sin embargo, la
felicidad (el contento por mi vida) y la autoestima (el contento por mí mismo) siguen rumbos paralelos.

Mi “nivel de felicidad” puede definirse como el cociente entre lo que tengo9 (mis posesiones) y lo que quiero
mantener / obtener (mis posesiones más mis aspiraciones). Parece claro que si no tengo esperanza de obtener o
mantener (y por tanto, tampoco temor de perder), fácilmente seré feliz; sin embargo, no puede entenderse como
“feliz” una vida sin ilusiones; puede minimizarse el sufrimiento pero, para vivir, es necesario que exista siempre
algo que me impulse, una voluntad de obtener o mantener10; si no, moriría de inanición. Las tensiones físicas o
psicológicas asociadas a una actividad son necesarias e, incluso, buenas, hasta un límite más allá del cual
comienza el estrés; este suele aparecer cuando se presentan múltiples metas que se renuevan y solapan
produciéndose un efecto similar al que sentiría el corredor que nunca llega a la línea de meta, porque se la van
alejando.

Para dar un cierto equilibrio a nuestra actividad vital -evitando tanto el estrés, como la abulia- existe un doble
mecanismo de aclimatación a los estímulos del entorno. En primer lugar, no se siente ilusión por lo que no se
tiene esperanza de conseguir, de la misma forma que no surge deseo si no aparece la oportunidad. Por ejemplo,
es raro que una persona pobre sienta ilusión por un gran yate, pero una persona rica sí puede sentirla (en
particular, si sus amigos ya tienen), aunque solo aparecerá el deseo de comprarlo (y entonces se pondrá en
movimiento) si surge la oportunidad de hacerlo.

En segundo lugar, no siento temor de perder algo si no tengo esperanza de poder conservarlo; eso no quiere
decir que no sienta tristeza por la futura pérdida, pero esta se “diluye”, ya que comienza a sentirse desde el
momento en que se es consciente de su inevitabilidad; es lo que pasa, por ejemplo, con la muerte de ancianos
largo tiempo enfermos. Los procesos de aceptación / resignación inherentes a estos dos mecanismos de
“aclimatación” constituyen la clave del equilibrio emocional (básico para evitar sufrimientos innecesarios)
que, desgraciadamente, suele romperse por la presencia de las “llagas emocionales” que se analizarán
posteriormente.

G. Estado de ánimo

Si a una persona con salud, dinero y amor se le pregunta si es feliz, es probable que responda afirmativamente
o, al menos, que diga que es “bastante feliz”; de forma inconsciente, habrá aplicado la anterior definición de
felicidad y concluido que tiene gran parte de lo que quiere; sin embargo, es posible que en ese momento esté de
malhumor, porque luego tiene que ir al dentista. El estado de ánimo es la valoración emocional que se hace del
momento actual (lo que podría llamarse la “felicidad momentánea”); la amplitud del periodo de tiempo sobre el
que se realiza la valoración emocional marca la diferencia entre nivel de felicidad (largo / medio plazo) y estado
de ánimo (corto plazo). Básicamente, el estado de ánimo depende de lo que ocurre en el presente y de nuestras
expectativas respecto a un futuro más o menos próximo.
En el presente, una persona puede sentir dolor, placer, hambre, miedo, alegría, ira… como reacción directa
frente a estímulos sensoriales o emocionales; además, sucesos del presente pueden suscitar recuerdos emotivos:
encontrar la fotografía de mi boda puede ponerme melancólico. Por otra parte, nuestra mente prevé los sucesos
y planifica las actividades del futuro y las califica como (más o menos) agradables o desagradables. El estado
de ánimo integra lo que se siente ahora, con lo que se imagina que se sentirá (por lo que se cree que ocurrirá)
en el futuro, amortiguado, esto último, en función de su “lejanía” (me importa menos lo más lejano).

La relación entre las expectativas y el estado de ánimo no es lineal; de hecho, la variación de expectativas
provocada por un suceso banal puede llegar a suscitar un cambio de ánimo desproporcionado; por ejemplo, una
noticia que empeora solo ligeramente unas buenas expectativas puede causar un fuerte malhumor en ciertas
personas11; la relación entre la variación de las expectativas y los cambios de ánimo mide nuestra “estabilidad
emocional”. Por otra parte, la valoración emocional de un cierto estímulo o suceso depende de nuestro estado
anímico; así, el hambriento puede mostrarse fácilmente iracundo, y el timbre de la puerta puede llegar a asustar
al angustiado. La conjunción de estos dos factores puede hacer que el ánimo de una persona guarde poca
relación con la realidad “objetiva” de la situación que vive.

H. “Llagas emocionales”

Si una persona me agrede, su imagen (calificada como “amenaza”) queda asociada en mi memoria al dolor
experimentado; si la recuerdo o vuelvo a ver siento miedo; como ya se ha dicho en un capítulo anterior, eso es
útil, ya que previene nuevas agresiones. A veces, sin embargo, si la emoción inicial ha sido muy intensa (o
repetida), el estímulo que provoca el miedo ya no es “esa” persona, sino cualquier persona parecida, aunque
objetivamente no represente peligro alguno; a partir de ese momento puede llegar a vivirse en un clima de
temor, tanto peor cuanto menos específico sea el estímulo que lo provoca. En casos extremos, la situación
conlleva una continua sensación de estar en peligro y casi cualquier suceso es considerado como una potencial
amenaza.

Una llaga (física) es una herida que provoca dolor cada vez que es rozada, por débil que sea el estímulo (el
roce), el cual, si no fuera por la llaga, no llegaría probablemente ni a percibirse. Por analogía, la situación
descrita en el párrafo anterior podría atribuirse a la existencia de una llaga emocional. La existencia de una
llaga hace que la valoración de los estímulos emocionales sea irracional (capítulo 4, apartado G); un clima de
temor como el del ejemplo anterior puede llegar a hacer que a alguien se le acelere el corazón cuando llaman a
la puerta; lo que ha ocurrido es que una cierta necesidad (en este caso, la de “prevención”) se ha transformado
en predominante y pasa a condicionar su vida.

El problema se agrava ya que, en general, la persona afectada no sabe que deforma la realidad y suele creer que
los demás utilizan la misma vara de medir que ella usa: de forma inconsciente, cree que lo que para ella es
peligroso, lo es para todos. Una persona puede actuar durante toda su vida “respirando por una llaga” (es
decir, con unas gafas coloreadas que tiñen la realidad de una forma determinada) sin ser consciente de ello en
ningún momento. Las llagas pueden ser más o menos profundas y, en general, son de difícil solución, no solo
porque las personas no suelen saber que las tienen (ni, mucho menos, saben su origen); también, porque, aunque
lo supieran, la terapia no puede ser “racional”, ya que la herida no lo es: es inútil decir a una persona
claustrofóbica que el ascensor es seguro o a una persona con temor al agua que es el miedo lo que puede
ahogarla (ya que si se mueve relajadamente flota).

El ego sufre si no puede (no le dejan) disfrutar o expandirse, si cree que los demás lo valoran mal o si piensa
que está en peligro. Hay tres tipos de llagas “básicas”, correspondientes a estas tres formas de sufrimiento, que
se dan cuando una persona valora excesiva, inconsciente y compulsivamente la necesidad de libertad /
autonomía, de afecto / atención o de conocimiento / prevención (capítulo 1, apartado F):

o La llaga de la irritación es la necesidad excesiva de libertad / autonomía, que suele derivar de la creencia de
que los demás intentarán mandarme / utilizarme, que me mueve a evitar, transferir o acotar las obligaciones
y compromisos.

o La llaga de la estima es la necesidad excesiva de afecto / atención, que suele derivar de una baja autoestima,
que me mueve a buscarlos intentando suscitar agradecimiento, admiración o compasión.

o La llaga del temor es la necesidad excesiva de prevenir los peligros que creo que me deparará el futuro, que
me mueve a buscar los conocimientos y apoyos necesarios para detectarlos y controlarlos.

Conviene darse cuenta de que la mayoría de la gente no solo no sabe las llagas que tiene (ignorando sus
motivaciones básicas) sino que, además, su comportamiento puede no corresponderse al que sería esperable del
tipo de llaga que sufre; es decir, que las personas que tienen la llaga de la irritación, de la estima o del temor
pueden no mostrar la emoción propia de ese tipo de llaga: la ira, la vergüenza y el miedo, respectivamente. En
general, ello ocurre como resultado de su lucha inconsciente por solucionar el conflicto que causó tal llaga; no
es raro, por ejemplo:

o que de la llaga de la irritación surja un comportamiento controlado y responsable, no contestatario, dirigido a


atender rápida y eficientemente todas sus obligaciones, para volver a disfrutar lo más pronto posible de la
libertad que anhela;

o que de la llaga de la estima surja un comportamiento vanidoso, para mostrar los éxitos conseguidos
(precisamente, para ganarse el afecto de todos); o un comportamiento orgulloso, por lo mucho que se hace
por los demás (cuando se hace, precisamente, para obtener su afecto, en forma de agradecimiento);
o o que la llaga del temor haga que una persona se muestre segura de sí misma gracias a los conocimientos que
ha adquirido, precisamente, por el temor de no saber prevenir los peligros “venideros”, o gracias al grupo de
amistades que ha conformado para que le informen y auxilien cuando lo necesite.

I. Los elementos del ego

De lo expuesto anteriormente, queda claro que el elemento esencial del ego está constituido por el conjunto de
mis apegos. Este elemento, al que en adelante se denominará memoria egoica, es una especie de memoria
autobiográfica en la que los recuerdos de las personas, objetos, actividades o situaciones están asociados a las
sensaciones o emociones que nos provocaron en su momento; así, en función de nuestras vivencias, se van
definiendo paulatinamente los bienes a los que estamos apegados, por la satisfacción que nos han dado o el
sufrimiento que nos han evitado, tal como se ha descrito en el capítulo 3. La memoria egoica es el elemento
esencial y más característico del ego, pero no es el único.

Como ya se ha explicado en el capítulo 4, una emoción es un tipo particular de sensación, que es provocada por
una imagen (un estímulo emocional). Es necesario, por tanto, que exista un software emocional que
desencadene la emoción (miedo, ira, deseo…) partiendo del estímulo (amenaza, obstáculo, oportunidad…); en
realidad, lo que hace este software es ordenar al cuerpo que se prepare, mediante ciertos cambios fisiológicos
(el aumento del ritmo cardiaco o respiratorio, por ejemplo), para realizar determinadas acciones (huir o
atacar)12; solo más tarde, cuando los sentidos internos detectan los cambios y los transmiten a la conciencia en
un contexto determinado, las correspondientes sensaciones se perciben como emociones.

El tercero y último elemento del ego es la conciencia, a cuyo través el ego hace saber a la mente cuál es su
principal preocupación13, tras seleccionarla como prioritaria en un proceso que se detallará en un capítulo
posterior. La conciencia se denomina así por razones que no tienen nada que ver con la función que desarrolla,
sino por el papel que juega como “pantalla” en la que yo puedo observar las sensaciones, emociones e imágenes
que constituyen “mis experiencias” (lo que se explicará en el capítulo 9). Además, las funciones de la
conciencia, así como las de los otros dos elementos del ego (la memoria egoica y el software emocional) se
abordarán con mayor detalle en el capítulo 10.

1 Ponderados como corresponda: en general, mi cuerpo será el bien al que esté más apegado; sin embargo, en
ciertos casos, el hermano mayor puede estar dispuesto a dar su vida por el pequeño (en otros casos, apenas
nada). El valor relativo de cada bien puede ser muy variable

2 Si tengo algún tipo de enfermedad o drogadicción que puede afectar mi rendimiento laboral.

3 Que es distinto del yo que piensa, del yo que hace o del yo consciente de lo que se siente, piensa o hace.

4 Y estos, porque existen las necesidades.


5 Esta siempre existe, aunque varíen sus formas: en una determinada sociedad y época puede ser conveniente
lucir un tocado de plumas y disponer de algún cuero cabelludo, y en otras, calzar zapatillas de marca y tener, al
menos, un máster (de preferencia) internacional.

6 No es raro que alguien acabe creyendo y defendiendo criterios que empezó a utilizar solo por quedar bien.

7 En las figuras 5.1/2 lo que soy y tengo está en color y aquello a lo que aspiro (lo que quiero ser o tener) está
en gris. Si solo existiera zona coloreada (por pequeña que fuera) es que he satisfecho todos mis deseos y soy
feliz. Si solo hubiera zona gris, es que no soy ni tengo nada de lo que deseo y soy totalmente infeliz.

8 Aunque no es raro que el ego tienda a minimizar este hecho otorgándose méritos que no le corresponden
(como el de haberse merecido la herencia en cuestión).

9 Incluidas mis capacidades, es decir, incluido “lo que soy”.

10 Esta afirmación se matizará en los capítulos finales de este documento.

11 Por ejemplo, una persona que comienza sus vacaciones en un bonito hotel puede ponerse de muy mal humor
si el agua de la ducha no sale suficientemente caliente e iniciar un diálogo interno (no hay derecho, con lo que
he pagado...) que le amargue el día.

12 También le puede ordenar que se relaje, cuando la acción ya no es necesaria; la distensión se percibe como
alegría o tristeza.

13 Es decir, indica a la mente cuál es el objetivo que esta debe tratar de alcanzar.

PARTE 1ª CAPÍTULO 6

LA MENTE. PENSAMIENTO Y SUFRIMIENTO.


A.- La mente y sus elementos. B.- El pensamiento y la razón. C.-
“Reflejos mentales”. D.- Un primer modelo del autómata. E.- La
“psiquis”: la mente trabajando con el ego. Imágenes con “carga”. F.-
Mente, ego y sufrimiento. G.- El autómata sufriente. H.- Pensamiento y
descontrol. Pensamiento positivo y negativo.

A. La mente y sus elementos

En el modelo esquemático del autómata, la mente recibe del ego los objetivos que debe alcanzar, piensa cómo
hacerlo e indica al cuerpo las actividades (movimientos) que tiene que hacer. La mente está encargada, por
tanto, de conducir al cuerpo por el camino idóneo; necesita, para ello, un “software motor”; además, si no sabe
de memoria cuál es ese camino, deberá buscar información y reflexionar hasta tomar las decisiones oportunas;
por eso es necesaria “la razón”; y, ante todo, la mente debe poder interpretar la información procedente de los
sentidos convirtiéndola en conceptos con los que pueda trabajar (debe disponer de una “memoria conceptual”).
El software motor y la memoria conceptual se tratan a continuación; la razón (y el pensamiento) en el siguiente
apartado. La información sobre estos tres elementos se ampliará en el capítulo 10.

En la memoria conceptual se almacenan símbolos y relaciones. Los símbolos se conforman (por abstracción) a
partir de la experiencia; se definen objetos (mesa, Juan), propiedades (blanco, grande) y actividades (comer,
amanecer). Las relaciones entre símbolos (mesa-silla, playa-sol) también se establecen empíricamente. La
necesidad y utilidad de la memoria conceptual es innegable pero, como se verá en el capítulo siguiente, el
troceado y etiquetado de la realidad tiene graves inconvenientes.

La primera de las funciones de la memoria conceptual es la de reconocer nuestro entorno (y a nosotros mismos)
al convertir en símbolos las sensaciones que se originan cuando los sentidos son estimulados (transformando la
“mancha marrón y negra” que veo en “mi perro”); esta codificación o etiquetado constituye la esencia del
proceso de percepción, que se describirá posteriormente con detalle; de especial importancia es el
reconocimiento de las palabras (habladas o escritas). La segunda de las funciones es la de asociar imágenes
utilizando las relaciones memorizadas; la imagen resultante se envía a la razón o directamente a los programas
motores (ya que no necesito pensar para pasear, pedalear, cantar o esquiar).

El software motor ordena al cuerpo la ejecución de los movimientos voluntarios y automatizados. En el caso
de los movimientos voluntarios, los programas motores, partiendo de las decisiones tomadas por la razón,
planifican las acciones necesarias (visualizándolas previamente) y dan a continuación las órdenes para la
ejecución de cada movimiento. En el caso de los movimientos automatizados no existe la fase de planificación;
las imágenes provenientes de la memoria conceptual hacen que los programas motores ordenen la ejecución de
cada componente del movimiento; por ejemplo, de un saque de tenis que, aunque no lo parezca, es un
movimiento complejo con múltiples componentes. Por razones obvias, dentro de este tipo de programas
destacan, en particular, los que permiten el habla y la escritura.

B. El pensamiento y la razón

Yo puedo ver un perro (percepción), recordarlo o imaginarlo; en los tres casos surge en mi conciencia una cierta
imagen (una imagen “real”, un recuerdo o una “imaginación”); las imágenes pueden ser visuales, sonoras (un
ladrido), olfativas, táctiles etc. Estas imágenes “mentales” (representaciones de la realidad, más o menos
abstractas, almacenadas en la memoria conceptual) se tratan en el capítulo 9, pero es necesario introducirlas ya
aquí, para comprender mejor lo que sigue.

“Pensar” es el término genérico que se utiliza para aludir a la gestión / producción de imágenes mentales. Soy
consciente de que pienso porque puedo observar en mi conciencia cómo aparecen y se concatenan distintas
imágenes. El pensamiento es un encadenamiento de imágenes, que pueden asociarse por su contigüidad en el
tiempo (recuerdos) o espacio (vecindad), por su similitud (parecido funcionamiento, utilidad o aspecto) o,
también, por ser opuestas o complementarias (el éxito puede asociarse al fracaso y el tornillo a la tuerca).
Muchas asociaciones se producen porque la relación entre la imagen entrante y la saliente está almacenada en la
memoria conceptual. En otros casos, la imagen saliente se obtiene por aplicación de la “lógica”. La cadena de
imágenes (el pensamiento) puede ser corta o larga y las asociaciones voluntarias o involuntarias; muchos
recuerdos son involuntarios (al oír una melodía recuerdo mi juventud), pero otros los evoco a voluntad (evoco la
imagen del gato que tenía cuando era niño); igual pasa con los otros tipos de asociación, salvo con las lógicas;
estas son voluntarias y tienen un objetivo práctico o lúdico (reflexiono sobre cómo no perder el empleo o
disfruto imaginando lo que haría si fuera rico).

El pensamiento lógico (el razonamiento) es, quizás, la actividad más distintiva del ser humano y requiere de un
software al que solemos referirnos llamándolo “la razón”. La deducción, inducción, análisis o síntesis suponen
el uso de una lógica que está incorporada al lenguaje (de lo contrario, no nos entenderíamos), aunque sea de
manera informal; se razona utilizando una serie de axiomas y reglas de inferencia “naturales”, implícitamente
aceptados por (casi) todo el mundo. La incorporación de la lógica al lenguaje hace que, a menudo, la gente
piense “hablando dentro de su cabeza”. El lenguaje es un instrumento para el pensamiento.

La razón trabaja para encontrar soluciones a las preocupaciones del ego. Una solución es una “decisión de
acción” (por ejemplo, si siento hambre, la de ir a comer al restaurante); tomada la decisión, la razón la transmite
a los programas motores mediante una imagen que los estimula (la imagen de mí mismo ya comiendo en el
restaurante), iniciándose así la acción que acabará con mi “preocupación” (en este caso, con el hambre). Sin
embargo, muchas de las decisiones que tome no podrán ser ejecutadas de inmediato (los bancos no están
abiertos cuando yo quiera) y, por ello, la planificación es una función básica de la razón. Planificar supone
situar las decisiones en un marco temporal; el concepto de tiempo es imprescindible para el trabajo de la razón
y, por tanto, para la satisfacción de la necesidad de entendimiento y racionalización (capítulo 1).

C. “Reflejos mentales”

Como se ha dicho repetidamente, la mente, para satisfacer al ego, tiene que intentar alcanzar ciertos objetivos.
En un entorno social, la planificación de las actividades necesarias para lograr un objetivo debe tener en cuenta
si su desarrollo requiere la ayuda de otros o, por el contrario, si estos pueden llegar a ser un estorbo o amenaza.
De hecho, todos vivimos desde pequeños en entornos (familia, escuela, empresa…) en los que mantenemos
relaciones -voluntarias o no- con personas y colectivos diversos, a los que debemos recurrir (en mayor o menor
grado) para satisfacer nuestras necesidades. Toda relación supone un cierto intercambio (dar y recibir). Para
afrontar estas relaciones e intercambios existen tres posibles formas de actuar:

o La individualista: intentamos “apañarnos”; satisfacer nuestras necesidades con nuestros propios medios,
evitando recurrir a otros (y rechazando sus injerencias).
o La oportunista: intentamos aprovecharnos de los otros; nos esforzamos para que satisfagan nuestras
necesidades sin obligarnos a dar algo a cambio.

o La cívica: procuramos colaborar con los otros; trabajar para satisfacer sus necesidades esperando, como
contrapartida, que ellos satisfagan las nuestras. Esta forma de actuar implica la exigencia de un intercambio
justo.

Lo “normal” sería que cualquier persona adoptase conscientemente la forma de actuar que más se adapte a las
circunstancias de cada caso, con una cierta preferencia por la respuesta cívica1. Por desgracia, la mayoría de las
personas han tenido ciertas experiencias que hacen que, frente a otras, adopten casi siempre, inconsciente y
compulsivamente, una (sola) de esas formas de actuación, que se convierte, por tanto, en una actitud
compulsiva2. Este tipo de compulsión puede ser considerado como un reflejo mental (o social, ya que lo activan
las personas): un resorte que salta fácilmente, impulsándonos a evitar (huir), luchar (competir) o colaborar por
poco que las personas con las que nos relacionemos den pie a ello.

Un reflejo mental puede derivar de una experiencia negativa; por ejemplo, puede ser individualista quien sufrió
burlas frecuentes de sus compañeros de parvulario. Sin embargo, la mayoría de los reflejos provienen de
experiencias positivas; se puede ser individualista, oportunista o cívico, por ejemplo, si de pequeño se
consiguieron o presenciaron éxitos atribuidos a haber podido librarse, aprovecharse o colaborar con los otros;
a partir de ese momento, la mente aplica inconsciente y sistemáticamente las estrategias que se han mostrado
exitosas, sin cuestionárselas ni intentarlas adaptar a cada situación concreta; se ha producido, por tanto, un error
de aprendizaje, un defecto (un sesgo) en el software mental.

D. Un primer modelo del autómata

Analizados el funcionamiento y elementos del cuerpo, ego y mente, es posible esbozar un primer modelo del
autómata, que recoja lo esencial de lo expuesto en este capítulo y los anteriores, con ciertas imprecisiones
propias de la simplificación, que serán corregidas en el modelo más complejo que se presentará en el capítulo
10. El modelo simplificado se muestra en la siguiente figura y explica a continuación:

Figura 6.1: Modelo simplificado del autómata


o A la pantalla de la conciencia3 solo llegan las sensaciones, emociones e imágenes producidas,
respectivamente, por el cuerpo, el ego y la mente.

o El cuerpo se mueve y relaciona con el entorno; gracias a sus sentidos internos y externos capta lo que ocurre
en el exterior o en su interior y lo envía a la conciencia (2), en el caso de las sensaciones agradables o
desagradables, o directamente a la mente, que lo convertirá en percepción (1 ➙ 6).

o La mente puede ser “activada”, es decir, producir una imagen (6), por una señal proveniente de los sentidos
(1,3), por una emoción (9) o por otra imagen (4); el pensamiento es un encadenamiento de imágenes
(6➙4➙6➙4➙6➙…).

o La mente produce imágenes que hacen que el cuerpo realice movimientos voluntarios o automatizados
(6➙5➙10) y que el ego genere emociones (6➙7➙ 8); a su vez, estas hacen que la mente produzca
imágenes (9➙6); como se verá a continuación, la actividad psíquica es la de la mente trabajando con el ego
de la siguiente forma: 6 ➙ 7 ➙ 8 ➙ 9 (➙6➙4➙6➙4…➙) 6 ➙ 7 ➙ 8 ➙ 9 ➙ 6…
E. La psiquis: la mente trabajando con el ego. Imágenes con carga.

Cuando un perro me muerde, a mi conciencia llega tanto la imagen del perro, como la sensación de dolor. El
ego graba este suceso y si vuelvo a ver al perro siento miedo (emoción dirigida a evitar que me vuelva a
morder); en ambos casos puedo describir la situación diciendo que la imagen que llega a mi conciencia (la del
perro) lleva asociada una carga sensorial (dolor, en el primer caso) o emotiva (miedo, en el segundo); cuanto
mayor sea la intensidad de la sensación o emoción, mayor será la carga de la imagen y más monopolizará mi
atención.

De las imágenes que coexisten en la conciencia en un momento dado, la que se remite a la mente es la que tiene
mayor carga (la más “tensionante”) y el objetivo de la mente es disminuir esa carga: acabar con un dolor,
satisfacer un deseo, evitar una situación vergonzosa, etc.

Normalmente, el proceso se desarrolla en dos etapas: primero, la mente determina la acción y, si prevé que será
exitosa, la tensión disminuye; luego se desarrolla la acción (la ejecuta el cuerpo, conducido por la mente); la
tensión se elimina o no, según el éxito obtenido. Como la carga de una imagen suele estar asociada a un
sufrimiento (dolor, miedo, vergüenza, etc.) y la descarga al placer o alegría, la mente puede definirse como el
software que tiene por objetivo minimizar el sufrimiento / maximizar el bienestar.

Cuando se habla del trabajo de la psiquis o de los procesos psíquicos, suele hacerse referencia al trabajo de la
mente con el ego, tal como se ha descrito.

Utilizando el concepto de “imágenes cargadas”, a continuación se presenta la cadena de imágenes que podrían
circular por mi conciencia en el caso de un ejemplo sencillo: me llega el rumor de que es posible que mi
empresa cierre; la amenaza del desempleo me produce miedo; al pensar en buscar otro trabajo, imagino que
puedo tardar en encontrarlo y el miedo aumenta; y aún se incrementa más, por ejemplo, si pienso que no podré
pagar el colegio de mis hijos; es posible, sin embargo, que se me ocurra que podría pedir un préstamo al banco
para “ir tirando”… y así podría llegar a formarse una cadena de imágenes muy compleja, producida por un
simple rumor.

Figura 6.2: Cadena de imágenes “cargadas” (ejemplo)


F. Mente, ego y sufrimiento

Como se ha explicado reiteradamente, las emociones generan pensamientos y los pensamientos, emociones;
este es el bucle básico en la génesis del sufrimiento.

Si me dicen que es posible que me despidan, primero me sorprendo, pero luego mi mente asocia el despido a
consecuencias (imágenes) “aterradoras” (como no poder pagar el colegio de mis hijos); el miedo hará que mi
mente busque soluciones (rogar al jefe, pedir un crédito...) que suelen también ir ligadas a emociones
desagradables (vergüenza, ira…). Sufro mucho durante todo este proceso y la imagen del posible despido queda
asociada a este sufrimiento en mi memoria. A partir de ese momento, la experiencia se repetirá a menudo: llegar
al trabajo, pasar frente a mi banco (y muchas cosas más) traerán a mi conciencia la imagen del despido cargada
de miedo, con lo que el proceso pienso-sufro se reiniciará. Obsérvese que aún no me han despedido y que a lo
mejor no lo harán: todo ese sufrimiento es producto de la mente y, en gran parte, inútil.

La repetición mental obsesiva de las consecuencias de una amenaza o de las circunstancias que impiden
eliminarla (o que imposibilitan aprovechar una oportunidad) es masoquista y carece de lógica, pero es (casi)
inevitable.
Si fuese millonario, el ejemplo anterior no tendría sentido porque no estaría apegado a mi empleo, es decir, para
mí el empleo no constituiría un bien importante (por lo que perderlo no sería algo traumático); sin embargo,
para cualquier bien que lo sea, la secuencia de pensamientos y emociones mostrada en el ejemplo anterior es
característica. Cuando la mente trata de conservar un bien tiene que imaginar posibles amenazas y -aunque no
sean reales- el ego responde automáticamente generando temor4. Si de lo que se trata es de conseguir un bien,
la mente imagina posibles oportunidades y -aunque no sean reales- el ego responde generando ilusión5; si no las
encuentra o aprovecha, es decir, si se fracasa, se siente desilusión (tristeza) o frustración (tristeza más ira); pero
si finalmente se llega a conseguir el bien, comienza el proceso generador de temor antes descrito.

Por todo ello puede decirse que cualquier bien, por serlo, es una fuente de sufrimiento. Si se tiene, se teme
perderlo; en caso contrario, se espera conseguirlo, lo que lleva, tarde o temprano, a la frustración (por no
conseguirlo) o al temor (de perderlo). Teniendo esto en cuenta y, además, que el ego es -o representa- el
conjunto ponderado de los bienes que queremos / tenemos, cabe decir que habrá sufrimiento mientras
tengamos ilusiones o posesiones, es decir, mientras haya ego.

El “bucle del sufrimiento” se muestra, con mayor detalle, en la figura siguiente:

Figura 6.3: El bucle del sufrimiento


G. El autómata sufriente

En el ejemplo anterior se ha mostrado una circunstancia de especial interés: si en mi memoria existe una imagen
cargada de sufrimiento (“yo sin empleo”), muchas de las imágenes que normalmente llegan a mi conciencia (la
de mi oficina, por ejemplo) pueden recordarme la imagen “dolorosa”, por débil que sea la relación entre ambas
y, así, volverme a causar el sufrimiento. En la memoria, el camino que lleva a una cierta imagen es tanto más
fácil de encontrar y transitar cuanto mayor es la carga emotiva de dicha imagen; si la carga es muy grande, casi
cualquier estímulo acabará recordándome la imagen que me hace sufrir y, para evitarlo, me hará pensar y, al
hacerlo, me hará sufrir y así repetidamente. Es como si el sufrimiento almacenado en la memoria quisiera
manifestarse intentando que se corrijan las causas que lo producen; en el ejemplo de referencia, mi “psiquis”
intenta obligarme a resolver el problema de la posible pérdida de mi empleo a base de hacerme sufrir
continuamente hasta que consiga resolverlo.

Si se analiza lo expuesto en los apartados anteriores puede decirse, a modo de resumen, que la mente, a las
órdenes del ego, trabaja siempre “previendo y previniendo” y para ello ocupa la conciencia con recuerdos o
imaginaciones (viviendo así en el pasado o el futuro) que generan un sufrimiento gratuito, ya que, a menudo,
no es debido a lo que está ocurriendo en el presente. La mente hace que se sufra ahora (aunque ahora no esté
pasando nada) para evitar un hipotético sufrimiento futuro. Como consecuencia de ello, se minimizan los
momentos en los que se experimenta el presente, ya que las imágenes del ahora (las “reales”) no pueden entrar
en una conciencia ocupada por recuerdos e imaginaciones.

En términos de supervivencia, la mente da al ser humano una gran ventaja respecto a los animales, pero a costa
de incrementar su sufrimiento; la mente representa una gran mejora evolutiva para asegurar la supervivencia de
la especie, pero no para incrementar la “felicidad” de los individuos que la componen.

Para evitar la problemática descrita, a menudo se recomienda “aquietar la mente y vivir el presente”. Es fácil de
decir, pero debe tenerse en cuenta que:

1. la mente no es libre; a cada imagen “cargada” que entre en conciencia, la mente responde automáticamente
con otra imagen, totalmente determinada por los programas y datos que le son propios;

2. el ego, que impulsa a la mente, radica en nuestra memoria egoica y esta “es la que es” y solo se modifica
lenta y paulatinamente, a medida que se graban nuevas experiencias.
Por todo ello, yo soy -o, al menos, me comporto- como un autómata y, como tal, no puedo aquietar mi mente o
concentrarme en el presente, ni puedo, por tanto, evitar el sufrimiento “gratuito”. Como se verá en otro capítulo,
esto solo puede hacerlo la “ConSciencia” (si acaso); solo a través de ella podremos dejar de actuar como
máquinas y darnos cuenta de que en el estado “maquinal”, que es nuestro estado habitual, el libre albedrío es
una ilusión.

Es fundamental darse cuenta de que el autómata no es libre. Si actúa como tal es porque tiene un ego, es decir,
porque existen bienes que quiere obtener o conservar (de lo contrario, el autómata dejaría funcionar, ya que no
tendría nada que perseguir o defender); pero todo bien, por serlo, lleva asociada una carga emocional que hace o
acaba haciendo sufrir (la madre se tensa -siente temor- cuando ve al niño jugando) y que nos “obliga a actuar”;
para descargarla se necesita constatar que el bien no está en peligro y, si es así, se produce la distensión (la
madre ríe -siente alegría- viendo jugar a su hijo en seguridad, pero rápidamente vuelve a vigilarlo temerosa);
por el contrario, la tensión se incrementa si se percibe una amenaza (entonces la madre siente miedo y le
advierte o corre a protegerlo); si finalmente se produce la pérdida (el niño se hace daño), la distensión viene de
la mano de la tristeza (la madre lo atiende y llora). En ningún momento del proceso el autómata (o su mente)
puede optar (elegir libremente) entre distintos cursos de acción.

H. Pensamiento y descontrol. Pensamiento positivo y negativo.

Pensar es la actividad que desarrolla la mente con el fin de saber qué hacer para alcanzar un determinado
objetivo; pensar masoquistamente, causándome sufrimiento innecesario (como se ha visto en los apartados
anteriores), carece de sentido, pero, en general, no va en detrimento de mis posibilidades de alcanzar mi
objetivo; por ejemplo, el que le dé excesivas vueltas a la necesidad de encontrar trabajo me hará sufrir
gratuitamente, pero no disminuirá mis posibilidades de empleo. Existen dos casos, sin embargo, en los que el
pensamiento (la imaginación) es contraproducente.

En primer lugar, la repetición mental obsesiva de amenazas u obstáculos (reales o no) y de sus hipotéticas
consecuencias, puede hacer que las tensiones propias de las emociones motrices (como el miedo o la ira) vayan
acumulándose hasta llegar a un límite en el que se produzca una respuesta descontrolada: una decisión pasional
(irracional) o, incluso, una descarga catártica (golpes, insultos, “espantadas”, histerismo, etc.). Así, la razón, en
vez de solucionar una preocupación, acaba provocando (al “darle vueltas a la cabeza”) una reacción irreflexiva
que suele ser causa de nuevas preocupaciones. Para evitar que la emoción nuble la razón, debe detectarse el
inicio e interrumpirse el proceso recursivo que lleva a la “enajenación mental”.

En segundo lugar, el pensamiento negativo puede hacer que no logre un objetivo para cuya consecución estoy
perfectamente capacitado. Casi todo el mundo ha tenido experiencias de ese tipo al jugar un partido, pasar un
examen, realizar una entrevista de trabajo, dar un discurso o hacer una presentación; con frecuencia, el
deficiente desempeño en la ejecución de la correspondiente actividad se atribuye a “los nervios”, la vergüenza,
el temor, el infortunio…; aunque esto pueda ser cierto, lo que ocurre en realidad es que no estoy concentrado en
la actividad que realizo, ya que mi atención está ocupada en un diálogo mental, en el que se van alternando el
miedo, la ira o la tristeza6, que puede llegar a paralizarme de cuerpo y mente, a agarrotarme, balbucear o
“quedarme en blanco”. Así, a menudo, es mi inseguridad -el miedo a ahogarme- lo que hace que fracase -que
me ahogue-, aunque sea capaz de triunfar -de nadar-.

Para que yo pueda dar lo mejor de mí mismo es necesario que me concentre en la actividad que realizo, que esta
concite toda mi atención; con frecuencia, si lo consigo, disfruto al realizarla y, al disfrutar, me mantengo
concentrado. En cualquier caso, esto implica que no temo al fracaso, bien sea porque me siento seguro de
realizar la actividad de forma satisfactoria o porque no estoy apegado al éxito; en ambos casos, el pensamiento
negativo deja de tener sentido. Desapegarme del éxito (o de cualquier otro bien) suele ser complejo y de ello se
trata en otros capítulos; a “sentirme (más) seguro”, desincentivando la negatividad, puede ayudarme el
pensamiento positivo; imaginar que haré bien lo que voy a hacer (porque tengo las capacidades necesarias para
ello7) me ayudará a evitar el pensamiento negativo y, por tanto, a hacerlo tan bien como me lo permitan mis
facultades8. Por supuesto, el pensamiento positivo no me ayudará a encontrar aparcamiento o a que el clima se
adapte a mis deseos.

PARTE 1ª CAPÍTULO 7

ATENCIÓN, ETIQUETAS Y CONOCIMIENTO


A.- Funcionamiento de la atención. B.- Aburrimiento y “novedad”. C.-
Conocimiento funcional (interesado). El engaño del etiquetaje. D.-
Desconocimiento. E.- Resumen sobre la naturaleza y funcionamiento de
la mente.

A. Funcionamiento de la atención

En este capítulo se hablará de la atención como si de una facultad de la mente se tratase; se hará así porque
facilita la exposición, pero no debe olvidarse que no es cierto. Como debería quedar claro a la luz de lo
explicado en el capítulo anterior, cuando se dice que la atención se centra en algo determinado, lo que se quiere
decir es que la imagen de ese algo en nuestra conciencia lleva una carga sensorial o emocional que le da
preferencia (frente a otras imágenes) a la hora de “activar a la mente”, es decir, de desencadenar una respuesta
de nuestro software mental. La carga de una imagen implica que hay un bien en juego: algo que se quiere
conseguir, mantener o disfrutar. En ningún caso se trata de que la mente elija (decida libremente) “atender” a
esa imagen y reaccionar frente a ella, en vez de hacerlo frente a otras que llegan simultáneamente a la
conciencia procedentes de los sentidos o de la memoria.

La intensidad o concentración de la atención en el desarrollo de una cierta actividad depende de dos factores: a)
de la magnitud del bien en juego1, es decir, de lo que se puede ganar o evitar perder gracias a ella (está claro
que me cuesta poco mantener la atención en lo que hago cuando me estoy jugando la vida), y b) de lo que
disfruto al realizarla2 (si estoy concentrado en un divertido juego dejo de percibir lo que pasa en mi entorno).
La atención, una vez captada por una imagen que muestra la posibilidad de divertirse o beneficiarse, se
mantiene centrada en la consiguiente actividad hasta que cesa la diversión, se logra o descarta el beneficio (en el
caso de una actividad física), se llega a una conclusión o decisión (en el caso de una actividad mental), o se
decide cambiar de actividad (porque un estímulo externo consigue abrirse camino hasta la conciencia y me
muestra algo más interesante que hacer).

En el mecanismo que acaba de explicarse, la atención es esclava de lo importante o placentero. Sin embargo,
para comprender los movimientos de la atención debe tenerse en cuenta, como complemento de lo anterior, que
la atención necesita siempre ser atraída por algo (para evitar el aburrimiento); la mente se resiste a
permanecer inactiva, como bien saben las personas aficionadas a meditar. El problema surge si no hay nada
importante o placentero que hacer; entonces, la atención revolotea pasando de una posibilidad a otra y acaba por
posarse en lo que es más preocupante o ilusionante (en mi enfermedad o en mi ascenso, por ejemplo); sin
embargo, como en ese momento no se puede hacer nada útil al respecto (de lo contrario, ya se estaría haciendo),
este comportamiento es especulativo y masoquista, porque acaba generando temor o una ilusión a la que suele
seguir la frustración, como se ha explicado en el capítulo anterior.

En todo caso -y como mal menor- el aburrimiento tiende a hacer que la mente, el ego y el cuerpo se
“entretengan” realizando espontáneamente las actividades que les son propias (pensar, emocionarse y moverse),
pero de la manera más simple (más “mecánica”) posible. Así, por ejemplo, la mente tiende a parlotear, chatear o
navegar por la “web”, solo para pasar el rato; el ego busca identificarse con cualquier cosa que le permita
emocionarse, como personajes de la crónica rosa o un equipo de fútbol; y, además, estas identificaciones
facilitan que la psiquis (la combinación mente-ego) “llene el tiempo” con cotilleos, ensoñaciones o
espectáculos. El aburrimiento puede llevarme también a “dar gusto al cuerpo”: a comer por comer (con el
exclusivo objetivo de entretenerme), por ejemplo.

B. Aburrimiento y “novedad”

También se ha explicado anteriormente que la evolución ha creado la necesidad de conocimiento porque gracias
a él se incrementan nuestras probabilidades de supervivencia; a este respecto, es muy importante la capacidad
del ser humano de comprender “por qué pasa lo que pasa”, que nos permite prever el desarrollo de los
acontecimientos para aprovechar oportunidades y evitar amenazas. A la mente no le gustan las sorpresas y
trabaja previendo / previniendo para mantener todo bajo control. La paradoja fundamental con la que la mente
se enfrenta es la siguiente: si no consigue el control aparece el sufrimiento -como ya se ha dicho-, pero si lo
logra, surge el aburrimiento, porque lo que atrae a la atención es lo desconocido, como se verá a continuación.
Es triste pensar que, salvo en algunos momentos no demasiado frecuentes, en el fondo, la mayoría de la gente,
si no está ansiosa, está aburrida.

Es bastante habitual, con el transcurso de los años, que la vida de las personas vaya estabilizándose
afectivamente (familia y amigos), laboralmente (un trabajo), “geográficamente” (una vivienda en un cierto
lugar) e, incluso, lúdicamente (las diversiones se convierten en hábitos que se realizan con una cierta
periodicidad). Sin duda, habrá momentos en que nos juguemos cosas importantes e incluso habrá épocas en las
que problemas de salud o trabajo conciten toda nuestra atención, pero en el resto del tiempo el aburrimiento se
revela como un problema muy importante que puede afectar puntualmente a niños, jóvenes y adultos, y
“existencialmente” a las personas cuya vida esté ya “estabilizada”. En el fondo, el aburrimiento supone que la
persona carece de un objetivo al que dedicar su vida (más allá del de asegurar su bienestar y supervivencia),
siendo el ocio un tiempo libre de obligaciones que hay que llenar con diversiones o actividades “productivas”
(como aprender un idioma).

El aburrimiento es muy mal consejero. Convierte a la búsqueda de la diversión y el placer en un fin inalcanzable
por su propia naturaleza: a medida que las nuevas experiencias pasen a ser hábitos, dejarán de motivar, se
necesitarán nuevos alicientes y así sucesivamente. El aburrimiento nos lleva a acciones puntuales irracionales
(como jugarse la vida sin sentido) o a destruir una situación (familiar, por ejemplo) globalmente satisfactoria.
En todo caso, es claro que el fin de una vida en la que se hayan logrado acotar las preocupaciones no puede ser
el “vencer el aburrimiento”; el problema parece irresoluble, sin embargo, porque los posibles placeres, así como
las alegrías y diversiones son limitados y si alguien está aburrido es que ya ha constatado que no están
“disponibles” en esa situación o momento.

Para continuar avanzando, debe entenderse el papel que juega la novedad en la satisfacción que nos
proporcionan muchas actividades y, por tanto, en la lucha contra el aburrimiento. Disfruto al descubrir algo que
no conozco o entiendo, al aprender algo que no sé hacer (montar en bicicleta, por ejemplo) y, en general, al
degustar experiencias nuevas, físicas o afectivas; además, la novedad puede aumentar la satisfacción asociada a
muchas actividades que ya son placenteras por sí mismas (el sexo, por ejemplo). Por tanto, conviene estudiar en
qué consiste “la novedad”, es decir, en qué se diferencia lo conocido de lo no conocido; como la frontera entre
ambos es gris, ya que hay distintos niveles de conocimiento, lo que conviene plantearse es ¿a qué me refiero
cuando digo que conozco algo?

C. Conocimiento funcional (interesado). El engaño del etiquetaje.

Hace 20 años que conozco a mi mujer y a mi vecino (un señor gordito, con poco pelo y gafas, muy afable);
también “conozco” la mesa de mi despacho (amplia y de buena madera). Es obvio que el nivel de conocimiento
de las tres cosas es dispar; ello se debe a que, de cada cosa, la mente solo se interesa por los datos necesarios
para caracterizarla (reconocerla) y relacionarse con ella del modo más beneficioso posible. Como apenas
trato con mi vecino, aparte de su afabilidad (que asegura unas relaciones de vecindad no conflictivas), solo he
retenido lo necesario para reconocerlo; a mi mujer la conozco mucho más, pero puede que desconozca
características suyas que no han afectado nuestra convivencia, porque a mi mente no le preocupa “cómo es
ella”, sino “cómo es ella conmigo”. Al perro de mi vecino también lo conozco; de color canela y tamaño medio,
es simpático, pero ladrador; no hay duda que esta “etiqueta”, en base a la cual afirmo conocer al perro, contiene
muchísima menos información que la que define al perro real que, además, va cambiando continuamente.

Figura 7.1: Etiquetaje


No perder el tiempo en adquirir conocimientos “innecesarios” es una política mental acertada, eficiente y
funcional, en situaciones de estrés, cuando urge resolver problemas directamente relacionados con nuestra
supervivencia, que era la situación normal en un pasado lejano, pero que ha dejado de serlo en el presente para
amplios sectores de la sociedad. Esta “política” es la que lleva también a no prestar atención a las actividades
habituales (caminar, comer, etc.), cuya mecanización permite que la mente se dedique a cosas “más
importantes” mientras se realizan. Mi forma habitual de pensar y actuar puede resumirse de la siguiente forma:
mi mente se comporta como si siempre hubiese un objetivo importante que alcanzar en un futuro próximo o
lejano; mientras me dedico a pensar y actuar para alcanzarlo, lo único que me interesa del presente es
mantenerlo todo bajo control y para ello me basta con un superficial conocimiento de mi entorno (el mínimo
necesario para detectar cambios / novedades que puedan ser o convertirse en amenazas u oportunidades).

En su eficiente forma de trabajar, la atención, tras efectuar un rápido reconocimiento, “pasa de largo” frente a
cualquier cosa que “siga igual” y frente a cualquier actividad que se desarrolle “como siempre”; solo es atraída
por los cambios en lo conocido. Sin embargo, como para la mente lo conocido es lo “etiquetado” y en nuestro
entorno ya lo está casi todo, la atención no tiene dónde posarse, porque en ese entorno las novedades no son
frecuentes; por tanto, el aquí y el ahora son aburridos, lo que obliga a mi mente (incluso cuando no tenga
preocupaciones) a pasearse por el futuro o recordar el pasado en busca de “alicientes”. El problema es que me
engaño al creer que conozco lo que me rodea; si fuera consciente de que la etiqueta de una cosa no es la cosa
misma, constataría que explorar mi entorno es una actividad gratificante (a la que me movería la curiosidad, si
no fuera por ese engaño). Los niños se emocionan con el “misterio de las cosas”, hasta que las etiquetan.

D. Desconocimiento
Como se ha visto, la información correspondiente al conocimiento “funcional” de algo, es decir, la información
que consta en la “etiqueta” de cada objeto, está muy ligada al beneficio (o perjuicio) que puede derivarse de mi
relación con dicho objeto y suele ser relativamente reducida. Si observo sin prisas una cosa etiquetada, con el
desinteresado fin de “conocerla por conocerla”, me daré cuenta probablemente de que desconocía numerosos
detalles y de que tampoco percibía muchas de sus relaciones con el entorno. Por ejemplo, no me había dado
cuenta de que la mesa que compré hace años para mi hijo está rallada y descolorida por el sol; además, no
“pega” con el color de las paredes (que repinté hace tiempo) y mi hijo ya no la usa; este desconocimiento sobre
una cosa concreta es un ejemplo sin ninguna importancia si lo comparo con la información que pierdo, por
culpa de mi mirada “interesada o apresurada”, sobre las personas con que me relaciono y, en particular,
sobre mí mismo.

Si observo a un familiar o amigo constataré probablemente que, a pesar de serlo, lo conozco mucho menos de lo
que imagino. Por supuesto, lo reconozco al verlo, pero muchos de los detalles de su actual apariencia me pasan
desapercibidos; de hecho, si cierro los ojos e intento recordarlo, lo habitual es que aparezca una imagen
mejorada y rejuvenecida. Los padres tardan en reconocer que sus hijos ya son adultos y creen que conocen su
personalidad pero, con frecuencia, solo conocen su personalidad “casera” y se sorprenden si ven cómo son con
sus amigos o parejas; los hijos, por su parte, saben que sus padres se preocupan de ellos, pero no lo entienden
emocionalmente, de lo contrario les avisarían cuando deciden sobre la marcha quedarse a dormir fuera de casa.
Todo ello muestra que, a menudo, esa mirada interesada / apresurada que la mente utiliza para conocer su
entorno ni siquiera cumple el objetivo que la motiva; si, por razones de presunta eficiencia, solo presto atención
a las cosas que me interesan o preocupan y atiendo superficialmente al resto, la información que pierdo acabará
siendo causa de un problema ulterior.

Sin perjuicio de todo ello, debe tenerse muy claro que el peor desconocimiento es el que tiene uno sobre sí
mismo y solucionar este problema es, en buena parte, el objetivo del presente documento; como se verá en
próximos capítulos, conocerse a sí mismo supone, en primer lugar, observarse: observar las imágenes,
emociones y sensaciones que surgen / desaparecen de la conciencia.

En todo caso, conviene diferenciar tres tipos de conocimiento; conozco mentalmente la Gioconda si puedo
describir la forma y coloración de sus partes, y la conozco emocionalmente si puedo explicar las emociones que
van surgiendo en mí al ir contemplando el cuadro; si describo con imágenes cómo me lavo los dientes estoy
reflejando un conocimiento mental, pero es probable que no pueda describir las sensaciones asociadas a esa
actividad, es decir, que no la conozca sensorialmente ya que, al ser una rutina, mi atención al realizarla siempre
está en otra parte. El verdadero conocimiento resulta de la integración consciente de las imágenes, emociones y
sensaciones que sentimos, como se muestra a continuación:

Figura 7.2: Conocimiento “integral” (ejemplo)


Constatado nuestro desconocimiento de nosotros mismos y de las personas y cosas que nos rodean, es
importante no errar en el diagnóstico de lo que lo motiva y, por tanto, de sus posibles soluciones. La mente no
es culpable de nuestro desconocimiento, aunque lo parezca; no es quien ordena atender solo a lo importante. La
mente es un software esclavo de las sensaciones y emociones que responde a la imagen “más cargada”; no tiene
libertad y no puede, por tanto, atender a otras cosas “para conocerlas mejor”. En realidad, la causa del
desconocimiento es nuestro “automatismo funcional”, el que las sensaciones, emociones, pensamientos y
acciones se encadenen de forma totalmente mecánica. La solución no es, como resulta habitual oír, la de
“liberarnos de la mente”, sino la de liberarnos de este automatismo.

Como aperitivo de lo que se expondrá en los siguientes capítulos, imaginemos que nos liberamos de las
esperanzas y temores que están en la génesis del automatismo (porque son las responsables de “cargar” las
imágenes que llegan a la conciencia). En tal caso, ¿cambiaría mucho nuestra conducta?, ¿cómo se comportaría
nuestra atención?, ¿seguiríamos aburriéndonos?, ¿mejoraríamos nuestros conocimientos? Un esbozo de
respuesta, mediante una comparación que se explica por sí misma, se presenta a continuación:

Figura 7.3: Ejecutivo exitoso vs. jubilado feliz


E. Resumen sobre la naturaleza y funcionamiento de la mente

A continuación se resume lo dicho (en este capítulo y el anterior) sobre la mente:

1. La mente se “dedica” a asociar imágenes y a esa actividad se la denomina “pensar”.


2. El objetivo esencial de la mente, trabajando para el ego, es el de minimizar el sufrimiento y, para ello,
analiza y decide qué tiene que hacer el cuerpo para descargar las imágenes3 que llegan a la conciencia.
3. A la mente no le gustan las sorpresas y trabaja (previendo / previniendo) para detectar y actuar eficazmente
frente a las oportunidades, amenazas u obstáculos.
4. La mente es responsable del sufrimiento inútil asociado a las imágenes “dolorosas” que lleva repetidamente
a la conciencia, sin motivo práctico. Hace que suframos ahora aunque no pase nada ni nada pueda hacerse
por evitar un sufrimiento futuro.
5. La mente no quiere estar parada; impulsada por el aburrimiento, si no tiene en qué pensar, se lo busca y
cualquier cosa le sirve para desencadenar el pensamiento.
6. La mente suele tener prisa; actúa como si hubiese un objetivo importante que alcanzar en el futuro, lo que
le impide atender a lo que hay u ocurre en el presente.
7. Por sus prisas, la mente solo conoce de cada objeto o persona lo que le sea de utilidad; solo conoce la
realidad superficialmente, pues la transforma en un mundo de cosas etiquetadas de las que solo sabe lo que
consta en la etiqueta.
8. La mente es (simplemente) un software, aunque sea complejo y tenga la capacidad de aprender; es el
nombre que damos a un conjunto de programas y memorias. Por tanto, la utilización de “la mente”
como sujeto de la acción (en general y, en especial, en los siete puntos anteriores) es una forma útil, pero
inexacta, de expresarse; la mente no es libre ni tiene, por tanto, capacidad de decidir.

1 Que determina el deseo, miedo o ira que siento.

2 Es decir, del placer o alegría que siento

3 Se utiliza el término “carga de una imagen” para expresar la intensidad de la sensación o emoción asociadas a
la misma; en este sentido, “descargar una imagen” significa acabar con el dolor, satisfacer el deseo, evitar la
vergüenza… asociados a la imagen en cuestión (véase el apartado E del capítulo anterior).

PARTE 1ª CAPÍTULO 8

PERSONALIDAD Y ENEAGRAMA
A.- Personalidad. B.- Necesidades / objetivos compulsivos. C.- Actitudes
/ estrategias compulsivas. D.- Instintos básicos. E.- Tipos de
personalidad. F.- La isla del cocotero. G.- El eneagrama de la
personalidad. H.- Más allá del eneagrama.

A. Personalidad

La personalidad del individuo (del autómata) es el conjunto de características que permiten diferenciar su
comportamiento habitual del de los otros; es la descripción de su conducta “diferencial” y depende de las
características combinadas de su ego, mente y cuerpo. Dado que el ego rige a la mente y esta al cuerpo, la
influencia del ego sobre la personalidad es mayor que la de la mente y esta que la del cuerpo.

Para caracterizar el ego podría recurrirse al espectro de bienes (figura 5.2), pero este enfoque es laborioso y
poco exacto1, en particular, cuando se trata de aplicar a desconocidos. Como los bienes lo son porque
contribuyen a satisfacer necesidades, una alternativa más directa consistiría en caracterizar nuestro ego a partir
del espectro de necesidades, como se muestra, por ejemplo, en la figura 8.1.
Este enfoque tampoco es práctico, sin embargo, ya que no hay posibilidad de medir y comparar la intensidad de
esas necesidades, totalmente subjetivas. Este tipo de “caracterización por descripción”, que no resulta viable en
el caso del ego, aún lo es menos en el caso de la mente o del cuerpo, cuya naturaleza no puede asociarse a un
conjunto de bienes o necesidades. Es necesario, por tanto, buscar una alternativa.

Figura 8.1: Caracterización del ego a partir de las necesidades

Una solución al problema anterior consiste en definir previamente distintos tipos de personalidad para poder
así clasificarlas asimilándolas -con la imprecisión que ello supone- a uno u otro de esos tipos. La manera más
fácil de hacerlo es considerar nuestro comportamiento como una “actividad” que, como cualquier otra, debe
tener un objetivo esencial, fijado por el ego y, básicamente, por nuestra llaga emocional; y una estrategia
general, fijada por la mente y, básicamente, por nuestro reflejo mental.

Teniendo en cuenta que hay tres tipos de llagas emocionales y tres tipos de reflejos mentales, de la combinación
de ambos resultan nueve distintos tipos (básicos) de personalidad. Cada uno de ellos puede ser matizado en
función del tipo de instinto básico (término usado para caracterizar las tendencias innatas asociadas al cuerpo).

Debe recalcarse desde el principio que los objetivos y estrategias, al estar condicionados por nuestras llagas y
reflejos, no suelen tener una base consciente y racional; por tanto, no son propiamente objetivos y estrategias,
sino necesidades y actitudes compulsivas las cuales, por ser inconscientes, no son percibidas como tales; por
ello, las personas tienden a racionalizar su conducta buscando argumentos que les permitan explicar (a sí
mismas y a otras) las razones por las que actúan como lo hacen. Al entender que estas “razones” son extensibles
a los demás, su comportamiento pasa a ser, a menudo, la norma para juzgar la conducta del prójimo.

B. Necesidades / objetivos compulsivos

Está claro que el objetivo fundamental de nuestra vida es “ser lo más felices posible”, es decir, poder satisfacer
nuestras necesidades en todo momento. En el apartado F del capítulo 1, las necesidades se han clasificado, por
su naturaleza, en tres grupos: motrices, emocionales y mentales. Como ya se ha explicado:

o Las necesidades motrices nos mueven a buscar la libertad / autonomía necesaria para conseguir el mayor
bienestar posible en cada momento; son las más primitivas, las del animal que se mueve en función de sus
sensaciones, sin mirar por otros de su especie (con los que no se agrupa) ni esforzarse con vistas al futuro.
Una persona “gozadora” sería aquella cuyas necesidades motrices predominasen sobre los otros tipos de
necesidades.

o Las necesidades emocionales nos impulsan a buscar afecto / atención, es decir, a intentar que los otros
velen por nosotros: que nos apoyen (facilitando así nuestro bienestar) cuando lo necesitemos. Nos sentimos
“queridos” -satisfacemos esta necesidad- si constatamos que los demás se preocupan por nuestro bienestar.
Una persona “afectiva” sería la que tuviera necesidades emocionales predominantes.

o Las necesidades mentales nos impulsan a conocer para prevenir: a saber prever y cómo actuar frente a las
oportunidades o amenazas que se presenten, es decir, a saber qué hacer para optimizar nuestro bienestar
global teniendo en cuenta el futuro y no solo la situación actual. Una persona “previsora” sería aquella cuyas
necesidades mentales fueran predominantes.

Todos tenemos estas tres necesidades aunque, normalmente, una de ellas predomine sobre las otras, lo que
ocurre cuando existe alguna de las “llagas emocionales” a las que se ha hecho referencia en el capítulo 5
(apartado H): las llagas de la irritación, de la estima y del temor, correspondientes a una necesidad
exagerada de libertad, afecto o prevención.

En relación con estas tres necesidades, que impulsan al individuo en una u otra dirección, una personalidad
puede considerarse “equilibrada” cuando las tres son moderadas y de intensidad similar.

“Moderadas” significa que las emociones que sustentan esas necesidades bastan para llevarnos hacia un
desarrollo funcional adecuado sin esclavizarnos; significa, por tanto, que no existen llagas emocionales que nos
conviertan en personas irritables, hipersensibles o medrosas por nuestra exagerada susceptibilidad a ciertos
estímulos.

“Intensidad similar” quiere decir que nuestros impulsos hacia la acción, el sentimiento o el pensamiento se
conjugan funcionalmente sin que alguno predomine sistemáticamente; quiere decir, por tanto, que no vivimos
solo (o preferentemente) en nuestro cuerpo, corazón o cabeza.

C. Actitudes / estrategias compulsivas

Como ya se ha explicado (capítulo 6, apartado C) los reflejos mentales son actitudes compulsivas que me
mueven a actuar, respecto a los demás, de una cierta forma. Son estrategias que se mostraron exitosas en el
pasado y que se aplican permanente, inconsciente y sistemáticamente, sin cuestionárnoslas ni intentar adaptarlas
a cada caso; son errores de aprendizaje, defectos (sesgos) en nuestro software mental.

o La actitud individualista hace que intentemos “apañarnos”: satisfacer nuestras necesidades con nuestros
medios, evitando recurrir a los otros (y rechazando sus injerencias). El individualista evita a los demás
porque los considera amenazas u obstáculos; cree que si se relacionara con ellos saldría perjudicado.

o La actitud oportunista hace que intentemos aprovecharnos de los otros: que nos esforcemos para que
satisfagan nuestras necesidades (directamente o dándonos medios para hacerlo) sin obligarnos a dar algo a
cambio. Se trata de una actitud de lucha en la que “el otro” es considerado, a priori, como una oportunidad,
ya que el oportunista solo busca relaciones beneficiosas.

o La actitud cívica hace que procuremos colaborar con los otros: que trabajemos para satisfacer sus
necesidades esperando, como contrapartida, que ellos satisfagan las nuestras (directamente o dándonos
medios para hacerlo). Esta actitud incluye la exigencia de un intercambio justo; “el otro” es una
oportunidad, pero no una posible “presa”, como pasa con el egoísta (el “oportunista”).

En el tránsito de la actitud individualista a la oportunista y de esta a la cívica se va incrementando la “seguridad


en el futuro”. Para buscar el bienestar, el individualista solo tiene los medios que puede obtener con su
esfuerzo; el oportunista tiene, además, los que consigue arrancar a los otros, lo que es cada vez más difícil en
sociedades que van dejando de regirse por la ley de la selva; por último, el “cívico” cultiva sus habilidades para
asegurarse de que, a cambio de sus servicios, los otros le van a proporcionar lo que necesita (lo que es una
buena política teniendo en cuenta que en las sociedades actuales ser rentable para la sociedad es muy rentable);
pero eso no quiere decir que la actitud cívica sea la idónea en toda circunstancia.
Por último, debe resaltarse que estas actitudes compulsivas se corresponden exactamente con las tres categorías
(“innatas”, “egoicas” y “cívicas”) en que se han agrupado las necesidades según las fases de desarrollo del ser
humano (“bebe”, “niño” y “adulto”), como se ha explicado en el apartado F del capítulo 1. Pareciera como si las
personas individualistas se hubieran quedado en la fase de bebé, las egoístas en la niñez y, por fin, las “cívicas”
hubieran alcanzado la madurez; pero debe recordarse que todo reflejo es intrínsecamente malo (aunque el
“cívico” lo sea menos), puesto que es una compulsión que nos esclaviza y lo hace, a menudo, sin que nos
apercibamos.

D. Instintos básicos

Existen tendencias instintivas que se correlacionan con las llagas emocionales y los reflejos mentales, es decir,
que tienen similar “propósito”, pero que son propios de animales con un grado de desarrollo emocional y mental
limitado. Estos instintos también operan en el ser humano y condicionan nuestras acciones pero, en general, no
son factores predominantes en la configuración de nuestra personalidad. Hay tres instintos básicos (que
fácilmente pueden identificarse si se observa el comportamiento de los individuos en tribus o manadas).

El primer instinto es el de “apoderarse”, el de usar la fuerza para conseguir lo que se quiere; se corresponde
con la llaga de la irritación y el reflejo oportunista; el segundo es el de agruparse (formando clan o manada)
con objeto de aunar fuerzas (y sin que medie afecto o cálculo); se corresponde con la llaga de la estima y el
reflejo cívico; y el tercero es el de protegerse, el de disponer de refugio y fuentes de abastecimiento “seguros”;
se corresponde con la llaga del temor y el reflejo individualista. Lo expuesto en este apartado y los dos
anteriores se resume en la siguiente figura:

Figura 8.2: Las compulsiones del autómata


E. Tipos de personalidad

Si se hace la hipótesis de que toda persona tiene una necesidad compulsiva predominante (una llaga emocional)
y una actitud compulsiva también predominante (un reflejo mental), entonces, de su combinación surgen los
nueve tipos de personalidad, que se muestran en la figura 8.3. Esta hipótesis no parece excesivamente
descabellada si se tiene en cuenta que tanto las necesidades como, en particular, las actitudes son poco
compatibles entre sí; en cualquier caso, aunque sea con las inexactitudes propias de toda simplificación, permite
tipificar las personalidades fácil e intuitivamente.

Figura 8.3: Tipos de personalidad

Como las necesidades / actitudes compulsivas coinciden, respectivamente, como ya se ha explicado, con la
clasificación de las necesidades según su naturaleza / fase de desarrollo (mostrada en la figura 1.3), la figura 8.3
puede transformarse en la siguiente, donde se presenta la necesidad fundamental de cada tipo de personalidad
Figura 8.4: Necesidad fundamental de cada tipo de personalidad

No debe creerse que las personalidades son mejores en la senda que va del hippy (el gozador individualista)
hasta el comprometido (el previsor cívico); lo que aumenta es la gente a la que se puede beneficiar o dañar. El
hippy se relaciona con un número limitado de personas a las que suele “querer bien”, aunque pueda dañarlas por
su “conducta veleta”; en el otro extremo, el comprometido desea que grandes colectivos de personas hagan lo
que él cree adecuado; esto puede ser muy bueno, pero también muy malo (probablemente, Hitler era un
“comprometido”).

La génesis de nuestra personalidad, en base a experiencias más o menos intensas ocurridas (en general) en la
infancia, suele ser compleja2, relativamente aleatoria3 y, por ello, difícil de investigar. En todo caso, debe
notarse que la clasificación mostrada en las figuras anteriores es tanto más precisa cuanto más dañado esté el
psiquismo de la persona “clasificada” (cuanto mayor sea la “profundidad” de sus llagas y reflejos). Una persona
muy equilibrada, mental y emocionalmente, es difícil de clasificar; puede decirse que, en cierta forma, lo que
define nuestra personalidad son nuestras “anormalidades”.

F. La isla del cocotero

Por razones que se expondrán más tarde, no se pretenden detallar los nueve tipos de personalidad esbozados en
el apartado anterior, más allá del análisis caricaturesco que se presenta en el siguiente ejemplo:
Tras naufragar, llegan a una pequeña isla un capitán y algunos soldados. Su única fuente de alimentación es
un alto cocotero. Frente a la posibilidad de tener que subir, el soldado X puede comportarse de 9 formas
distintas, según su personalidad:

o El hippy: Desea que cada uno se apañe como pueda, pero sube si se lo pide el capitán o, excepcionalmente,
otro soldado (ya que quiere tranquilidad y no pelea), aunque le molesta que le digan qué hacer. No se
compromete a subir porque saberse obligado le amarga el día (y el divertido buceo en sus playas). Si debe
subir, espera hasta el último momento.

o El sensible: Pregona -y se cree- que le tratan injustamente (respecto a la subida al cocotero o a otra cosa)
y/o lamenta tener alguna peculiaridad que le dificulta subir; va por su cuenta, suele poner cara de víctima,
protestar y sumarse a las protestas de otros, de los que a veces consigue apoyo (porque le compadezcan o
porque estén hartos de oírle).

o El estudioso: Observa cómo suben los otros al cocotero y estudia la mejor forma de hacerlo; sube de noche
para evitar que le vean y le pidan; por si acaso, se aleja del capitán y de cualquier soldado hambriento, y
procura ser moderado en la comida y tener una cierta reserva (por si el hambre le coge en un mal
momento).

o El depredador: Intenta que le bajen el coco o, al menos, que no le ordenen que suba. Desafía al capitán
pero, si no consigue librarse de él, intenta ser su teniente. Si tampoco lo logra, amenaza a los más débiles
para que le sirvan. A los que le obedecen les ofrece algún coco y les da protección para nadie se lo robe.

o El competidor: Se entrena para subir rápido al cocotero y bajar el mayor número de cocos. Aprecia a los
rápidos y desprecia a los lentos. Sufre si le superan, lucha para ganar y, si lo logra, espera que todos le
miren mientras pasea bien peinado, lo que hace frecuentemente. Cree que se merece el aplauso general o el
coco más bonito.

o El sociable: Suele decir al capitán que le toca subir a otro, pero sube si no puede escaquearse porque lo que
le interesa es volver a reunirse con sus soldados-amigos; quiere charlar, planear y compartir actividades
para superar el aburrimiento de la vida isleña y enterarse de lo que pasa (en particular, de si el capitán está
de mal humor).

o El cumplidor: Pide al capitán que regule la recogida de cocos y espera que lo haga con justicia. Sube
cuando le toca y confía que los demás también lo hagan. Cada decisión injusta del capitán y cada
incumplimiento no castigado de otro soldado le repercute y, por eso, le molesta, hasta que explota al
sentirse explotado.

o El amable: Sonríe a todos los que se cruzan en su camino y se interesa por su salud. No exige que le bajen
los cocos y está dispuesto a subir al cocotero -o a lavar los platos- si alguien no puede hacerlo. Sin
embargo, al despertarse, espera encontrarse un coco a sus pies, al menos de vez en cuando, como prueba de
cariño y agradecimiento.

o El comprometido: Sube al cocotero si es necesario, pero discrepa con el capitán sobre la forma más ética
de organizar la recogida y está dispuesto a sustituirlo, si le apoyan los otros, en aras del bien común.
Desconfía del capitán temiendo que tenga intereses espurios y vigila a sus compañeros, por si roban cocos a
traición.

G. El eneagrama de la personalidad

En la figura siguiente los 9 tipos de personalidad (organizados en la figura 8.3 en forma de matriz) se presentan
“colocados” en un eneagrama4. Cada tipo va con un número y una frase que resume lo que una persona de ese
tipo desea de las demás. En rojo se muestran los tipos con necesidad compulsiva de libertad / autonomía (llaga
de la irritación); en verde los que tienen la necesidad compulsiva de afecto / atención (llaga de la estima); y en
azul los que tienen la de conocimiento / prevención (llaga del temor). Los puntos se conectan mediante un
triángulo inscrito y otras líneas cuyo significado se explicará más adelante.

Figura 8.5: El eneagrama de las personalidades


Se ha optado por no desarrollar más los tipos de personalidad (y presentarlos en forma de eneagrama5), porque
el llamado eneagrama de la personalidad6, idéntico al de la figura anterior (con los mismos números, pero
variando el nombre de los tipos según el autor), constituye desde hace años una herramienta esencial para el
estudio de las personalidades y carece de sentido profundizar en los distintos tipos cuando la bibliografía
disponible es amplísima7; en el eneagrama se distinguen tres subtipos (por tipo), que se corresponden con los
tres “instintos básicos” explicados en el apartado D.

Las líneas del interior del eneagrama (el triángulo que une tres tipos y las líneas que unen los seis restantes)
representan el tránsito entre personalidades que tiene lugar mientras / cuando fracasa la estrategia (la actitud
compulsiva) utilizada para lograr el objetivo (el de satisfacer la necesidad compulsiva). Una idea cualitativa de
lo que pasa en tales circunstancias se presenta a continuación:

Si el cumplidor, a pesar de cumplir lo pactado, no recibe su justa retribución, reclamará al incumplidor, se


quejará de él a los demás y lo denunciará; actuará, por tanto, como el sensible. Si este, a pesar de lamentarse,
no consigue la comprensión ajena, tendrá que hacer “algo por alguien” para evitar la soledad emocional; con
ese alguien se comportará como el amable. Si este, a pesar de su bondad (como la de la madre respecto al
hijo), no obtiene lo que pide en agradecimiento por lo que da, tendrá que intentar conseguirlo “a las malas”
(castigando al hijo, por ejemplo); se comportará como el depredador. Si este, con su fuerza o habilidad, no
logra obtener de los otros lo que desea o evitar que le impongan su voluntad, deberá espabilarse para prever y
controlar mejor las oportunidades y amenazas que se presenten; se comportará, por tanto, como el estudioso.
Si a este se le plantea un problema cuya solución no puede encontrar solo, le preguntará al que pueda saberla,
aunque corra el riesgo de quedar obligado, pero intentará no comprometerse; se comportará, por tanto, como
el sociable. Por último, si este no puede obtener de sus amigos la información que necesita, tendrá que
“comprarla” (pagar a un abogado, por ejemplo), comportándose como el cumplidor (cambiando bien por
servicio) y cerrando el ciclo que ha comenzado con este.

Por otra parte, si el hippy, con su anarquía, no consigue divertirse con sus propios medios e incluso pasa
hambre, tendrá que aceptar y aplicar las reglas sociales; se comportará, por tanto, como el comprometido. Si
este no confía en convencer a la gente por sus buenas ideas, intentará seducirles con su buena presencia y
televisiva sonrisa; se comportará, por tanto, como el competidor. Por último, si este no consigue ser el primero
y, ni siquiera, el segundo, la vergüenza de “no ser nadie” le impulsará a apañárselas solo; se comportará, por
tanto, como el hippy, cerrándose así el ciclo que ha comenzado con este.

Las líneas del interior del eneagrama tomadas en el sentido contrario al mostrado en la figura indican el camino
para mejorar las compulsiones que nos condicionan (que es el camino opuesto al del ejemplo anterior). Baste,
como muestra, el siguiente ejemplo:

La actitud del hippy es la de alejarse de la gente en general, limitando sus relaciones; le conviene progresar
hacia el competidor, que busca llamar la atención. A este solo le importa destacar por su aspecto y
prestaciones; es superficial y le conviene progresar en la dirección del comprometido, más “ideológica”. A
este, por último, le conviene relajarse y disfrutar, como hace el hippy, sin estar continuamente pensando en el
deber y vigilante frente a la traición.

H. Más allá del eneagrama

Para describir o caracterizar al autómata, al igual que a cualquier otro artilugio móvil que requiera un cierto
equilibrio y capacidad de adaptación al medio, conviene empezar por sus características básicas, es decir, por su
tipo8 y, luego, por las cualidades o defectos que la diferencian de las de su mismo tipo; en todo caso, es
fundamental conocer su estabilidad / manejabilidad9.

El modelo descriptivo del funcionamiento del ser humano que se utiliza en el presente trabajo es el de un
sistema compuesto por tres subsistemas básicos: el ego, la mente y el cuerpo. El ego es el que marca los
objetivos; a las “órdenes” del ego, la mente piensa qué hacer y conduce al cuerpo para que lo haga. Cada uno de
estos tres elementos puede caracterizarse mediante su tipo, su “estabilidad” y sus (restantes) características
(cualidades o defectos), como se verá a continuación.
En relación con el tipo, el ego se caracteriza por sus llagas emocionales, que determinan nuestras motivaciones;
la mente, por los “reflejos mentales”, que condicionan la forma de relacionarnos con los demás para alcanzar los
objetivos marcados por el ego; y el cuerpo por sus instintos básicos. Las llagas, los reflejos y los instintos son
las “manías” (tendencias compulsivas o instintivas) de los respectivos subsistemas.

La estabilidad puede entenderse como la variable que expresa la inercia que presenta mi ego, mente y cuerpo
para realizar las actividades (emocionales, mentales y motoras) que les son propias:

o la inercia emocional determina la estabilidad de mi estado de ánimo frente a cambios en la situación actual o
en mis expectativas (capítulo 5, apartado G); una persona es impasible o susceptible según su mayor o menor
estabilidad emocional;

o la inercia mental determina la estabilidad de mis decisiones frente a cambios en el estado de ánimo
(normalmente, por preocupaciones coyunturales); una persona es calculadora o impulsiva según su mayor o
menor estabilidad mental10;

o y la inercia “física” determina la velocidad de reacción del cuerpo frente a las decisiones de la mente; una
persona puede ser parsimoniosa o dinámica.

Mi estabilidad (o reactividad) “global” es el producto de estos tres factores y determina cuánto dependen mis
acciones de lo que ocurre en el presente. Es conveniente situarse en un término medio entre susceptibilidad e
impasibilidad, impulsividad y “cálculo”, y dinamismo y parsimonia, para evitar que nuestro comportamiento no
se asemeje ni al de una veleta ni al de un monolito.

En la figura 8.6 se resumen los condicionantes de la personalidad:

Figura 8.6: Condicionantes de la personalidad


En el eneagrama (apartado E) se han clasificado los tipos de personalidad teniendo en cuenta solo las llagas
emocionales y los reflejos mentales; además, en la bibliografía sobre el eneagrama se incluyen los subtipos
correspondientes a los instintos básicos. Para precisar la descripción de la personalidad deberían considerarse
también los otros elementos de la figura anterior: las cualidades y, especialmente, la estabilidad o reactividad
emocional, mental y “física”. En la tabla siguiente se resumen las características de la personalidad.

Figura 8.7: Caracterización de la personalidad


1 En algunos casos, los bienes son difíciles de cuantificar (la “simpatía”, por ejemplo); en otros, aunque sea
fácil hacerlo (el dinero, por ejemplo), resulta difícil valorar la importancia que se les da; y, finalmente, en otros
más, resulta difícil saber qué quiere satisfacerse con el bien (puedo desearlo movido por la necesidad de
seguridad material o la de relevancia, por ejemplo).

2 Lo lógico es que primero se haya formado la llaga (el objetivo compulsivo) y luego el reflejo (la estrategia
compulsiva), pero pueden formarse simultáneamente o, incluso, al revés.

3 Por ejemplo, en sus primeros años, un hijo único muy querido podría convertirse en un niño mimado (un
gozador), pero también en un niño afectivo; si luego, en el colegio, el (finalmente) niño mimado logra por la
fuerza lo que desea se convertirá en un depredador pero, normalmente, uno no es el más fuerte de la clase, ni el
más débil, ni el más nada. Por ello, la adquisición de un determinado reflejo, al igual que la

ARTE 1ª CAPÍTULO 9

LA CONCIENCIA. "YOES". EL AUTÓMATA.


A.- La conciencia como pantalla. Imágenes visuales. B.- Imágenes
mentales, sensaciones y emociones. C.- YO soy el “espectador”, el que
observa la pantalla. D.- El Yo físico (el cuerpo), el mental (la mente) y el
emocional (el ego). E.- El autómata inconsciente.
A. La conciencia como “pantalla”. Imágenes visuales.

Con un poco de práctica, si cierras los ojos en un lugar oscuro y recuerdas un objeto familiar podrás ver una
imagen bastante clara; si fuera un sueño o una alucinación las imágenes parecerían absolutamente reales. Es
evidente que la imagen no es real, que no es algo que estés viendo, ya que es un recuerdo (de hecho, puedes
recordar algo que ya no existe). Entonces, si la imagen no se corresponde con algo que está ahí fuera ¿dónde la
ves? ¿en qué lugar se proyecta? A la “pantalla interna” en la que ves las imágenes1 se la denominará (la)
conciencia.

Si, a continuación, abres los ojos y miras por la ventana, “la realidad” te invade. Ves y reconoces objetos. En
realidad, esos objetos tampoco existen, son solo imágenes que llegan a la conciencia, ondas de luz provenientes
de los objetos que son captadas por los ojos, trasladadas al cerebro como impulsos nerviosos, transformadas en
la corteza visual (donde se conforma el objeto como tal) y proyectadas en la conciencia. Ni siquiera puedes
asegurar que hay algo fuera que se corresponda con los objetos que reconoces; como se verá luego, las
imágenes pueden no ser “reales”: podrías estar imaginando, recordando o soñando. La conciencia es la pantalla
de una televisión interna (panorámica y 3D) en la que se ven programas “en directo” (lo que estás viendo
ahora), así como películas y reportajes en color o en blanco y negro (recuerdos del pasado más o menos
cercanos).

Conviene reflexionar sobre el hecho de que -contra lo que pueda parecer- tal cosa como “una mesa” (por
ejemplo) no existe; una mesa tan solo es una abstracción. Lo que existe ahí fuera es algo que excita el sentido de
la vista (y/o el del tacto) y acaba originando una imagen en mi conciencia que reconozco como “mesa” por
tener unas propiedades determinadas (codificadas en memoria tras un proceso de abstracción ocurrido en el
pasado) que le confieren una identidad (en este caso, la identidad de “mesa”). Los objetos pueden tener mayor o
menor nivel de concreción (esta mesa, una mesa...), pero solo son abstracciones, símbolos asociados a
propiedades.

La variación de las propiedades de un objeto o de su situación respecto a otros se percibe como un suceso o
actividad (se ha hecho de noche, me acerco a la mesa) y supone la conformación previa de los conceptos de
espacio (situación) y tiempo (variación). Un “suceso” es una abstracción mediante la que se refleja el cambio
entre los contenidos actuales de conciencia y los almacenados en memoria; cuando interviene la memoria “de
corto plazo” el cambio se percibe como movimiento (estoy andando); en caso contrario, se percibe como
envejecimiento (encanezco).

B. Imágenes mentales, sensaciones y emociones

En la conciencia no sólo aparecen objetos (imágenes) “visuales”. Si miras en tu conciencia (con los ojos
cerrados para facilitar la concentración) y centras ahora la atención en los sonidos, podrás reconocer el tic-tac de
un reloj o el ladrido de un perro: son imágenes sonoras, “objetos” que suenan en tu conciencia, ya que es
evidente que lo único que llega a tus oídos son “ondas de aire”. De igual forma se reconocen otros “objetos” a
través del sentido del olfato (olor a rosas), del gusto (sabor a manzana) o del tacto (golpe, roce, presión...). Los
impulsos que originan imágenes pueden generarse en los sentidos externos, pero también en los internos:
percibo el “latido del corazón” o la “acidez de estómago” (por supuesto, los percibo en mi conciencia y no en el
corazón o el estómago).

Los objetos anteriores son imágenes mentales, elaboradas por / en el cerebro con datos provenientes de los
sentidos y la memoria: las imágenes pueden ser “reales” o imaginarias. Las reales son las que percibo ahora a
raíz del trabajo de los sentidos (el amigo al que veo); son lo que tradicionalmente se denomina percepciones2.
Las imaginarias pueden ser recuerdos, producidos por la memoria o “imaginaciones”, construidas por el
pensamiento a partir de datos de memoria (ver al amigo puede llevarme a recordar cómo era o a imaginar cómo
será). Las imágenes “reales” al menos tienen algo real: el estímulo que las origina; los recuerdos e
imaginaciones, ni eso. Las reales las percibo como tales por su “viveza” y detalle, pero un alucinógeno hace que
lo imaginario parezca muy real.

Si me clavan una aguja por la espalda, experimento la sensación de dolor y reacciono de forma refleja mucho
antes de que mi mente lo califique como tal; de forma similar, una imagen (la de un perro agresivo, por
ejemplo) puede provocarme súbitamente una emoción que solo luego calificaré como miedo. Si cierro los ojos
y exploro mi conciencia, identificaré claramente el dolor o miedo que pueda sentir, diferenciándolos de los
restantes contenidos de conciencia. Por tanto, las sensaciones y emociones también son imágenes que veo
(siento) en mi conciencia y que, al igual que las imágenes mentales, pueden ser reales o imaginarias (puedo
sentir miedo recordando el perro que me mordió o dolor en una pierna amputada).

En resumen, en cada instante, llegan a mi conciencia imágenes muy diversas; las imágenes visuales se producen
y cambian continuamente por el mero hecho de tener abiertos los ojos; son tan intensas y detalladas que llego a
creer que estoy viendo el mundo exterior tal cual es y no una “traducción” del mismo proyectada en mi
conciencia. En todo caso, las imágenes visuales coexisten (en la conciencia) con otras imágenes mentales
(sonidos, olores, roces, etc.), así como con emociones (miedo, ira, tristeza o alegría…) y sensaciones (dolor,
placer, hambre, frío…). La conciencia es como un casco de realidad virtual que uso continuamente, en el que se
proyecta mi vida con enorme realismo, ya que no solo llega señal de audio y video (y también señales táctiles,
olfativas, etc.), sino que llegan, además, señales “sensitivas” (como el dolor) y emotivas (como el miedo), tal
como se resume en la siguiente figura:

Figura 9.1: La pantalla de la conciencia (1)


C. YO soy el “espectador”, el que observa la pantalla

Lo que acaba de exponerse plantea un dilema fundamental. Supóngase que me sitúo frente a un espejo; ¿quién
soy YO: el cuerpo reflejado en el espejo o el que ve ese cuerpo en la pantalla de la conciencia (el espectador)?
Y, en cualquier caso, ¿el espectador forma parte del cuerpo3 o es algo externo y/o incorpóreo?

Figura 9.2: La pantalla de la conciencia (2)


Estas preguntas están emparentadas con las planteadas, desde siempre, respecto a los conceptos de cuerpo,
mente, alma, espíritu y sus relaciones respectivas.

No sé cuál es mi naturaleza, de qué estoy hecho, pero sí sé, si me examino introspectivamente, que soy el
espectador de la película que veo en la conciencia. YO soy el que experimenta (el que “ve”) las sensaciones,
emociones e imágenes proyectadas en la conciencia; YO siento (emociones y sensaciones), pero no pienso: me
limito a ver las imágenes que llegan a la conciencia, pero no las concateno, de eso se encarga la mente. Toda
sensación, emoción o imagen es producida por el (cuerpo con ego y mente del) protagonista, que es también,
por tanto, el productor de la película. YO, el espectador, veo en la conciencia la película que produce y proyecta
un autómata programado para buscar su supervivencia y la de la especie. ¿Dónde estoy YO? ¿Vivo en el
cerebro del autómata, como la mente? Por ahora, la pregunta permanecerá sin respuesta.

Figura 9.3: YO y el autómata


En capítulos anteriores se ha dicho que las sensaciones y emociones impulsan la actividad de la mente; es una
afirmación intuitiva, pero posiblemente inexacta; lo más probable es que el autómata sea autónomo, que no
necesite al espectador; que su actividad no dependa de lo que YO experimente. Para el autómata, la conciencia
es un centro de gestión que ordena las respuestas en función de las señales entrantes. El hecho de que para mí la
conciencia sea una pantalla donde vea esas señales como sensaciones, emociones o imágenes puede ser
irrelevante. Es probable que el autómata se comportase igual aunque no hubiera espectador, solo que entonces
no habría un testigo de su actividad física, emotiva y mental (las sensaciones, emociones e imágenes existen
como tales porque hay espectador); si al autómata le pinchan una mano, el movimiento reflejo y las señales
nerviosas que se producirán serán las mismas, haya o no espectador.

D. El Yo físico (cuerpo), el mental (mente) y el emocional (ego)

Raro es que sea consciente de que soy el espectador mientras veo la película. Puesto que una de las imágenes
que veo más frecuentemente en la conciencia es la de mi cuerpo, lo normal es que YO me identifique con el
protagonista (el autómata); que crea que soy mi cuerpo, en lugar de creer que soy el que ve ese cuerpo en la
conciencia. A menudo, este engaño dura toda la vida y podría tener una consecuencia desastrosa, como se verá
en capítulos posteriores; en cualquier caso, lo que implica mi identificación con el autómata es que YO (el
espectador) desaparezco subsumido en el yo (con minúsculas) que utilizo cuando hablo, el yo que utiliza la
mente para referirse al autómata (el cual, como se verá, es un “triple yo”).
Cuando un recién nacido ve “su mano” no sabe aún que lo que ve es su mano y ni siquiera sabe qué es una
mano; pronto aprenderá a reconocer su cuerpo y llegará el momento en que el niño pase de decir “Pepito quiere
comer” a “(yo) quiero comer”; a partir de entonces, cuando le enseñen una foto señalará la imagen de su cuerpo
y dirá “ese soy yo”. La mente utiliza el lenguaje para pensar y el lenguaje recurre sistemáticamente al uso de
pronombres. ¿A quién se refiere la mente cuando al hablar dice yo? Yo, tu, él… son los símbolos que la mente
utiliza para distinguir al autómata que habla de los otros con los que se relaciona. En general, la mente utiliza el
término “yo” para referirse al cuerpo en el que se siente integrada, al cuerpo que quiere cuidar y proteger por
imperativo de su programación. De hecho, cree que es su cuerpo porque lo siente (le duele una herida o una
articulación) y lo ve moverse como una “unidad”; todo gracias al trabajo de los sentidos internos y externos.

Sin embargo, cuando la mente quiere expresar lo que piensa (yo considero que…) utiliza el “yo” para referirse
a sí misma; se concibe (erróneamente) como el ente que concatena voluntariamente las imágenes que aparecen
en la conciencia; es como si una lavadora creyera que es ella la que decide que después de la fase de lavado
viene la de aclarado. La mente es un piloto automático indisolublemente unido al vehículo (al cuerpo) que
conduce; cuando dice “yo voy muy rápido” quiere decir que el vehículo conducido por él va muy rápido;
cuando dice “yo conduzco bien” quiere decir que él, el conductor, lo hace bien; los sujetos son distintos.

¿Por qué la mente piensa lo que piensa?, ¿por qué piensa en una dirección, con un objetivo? La respuesta es:
porque así lo quiere el ego. El ego es quien pone deberes a la mente; como portavoz de los bienes, le dice:
piensa lo que hay que hacer (lo que el cuerpo ha de hacer) para mantener o lograr esto y lo hace a través de las
emociones. Cuando la mente dice “yo amo, deseo, temo…” está traduciendo al lenguaje hablado el tipo de
orden que recibe del ego, está diciendo lo que la mueve a pensar; el ego es el que “carga” la imagen que obliga
a la mente a trabajar para ver cómo puede descargarla. Finalmente, el ego valora los resultados conseguidos y
vuelve a expresarse mediante emociones (en este caso, las de alegría o tristeza).

Lo anterior permite dar un paso más en la analogía del espectador y el protagonista de la “película de mi vida”.
Supóngase que el protagonista (la imagen de mi cuerpo) se limita a caminar por una carretera desolada; al
aburrido espectador no le costará dejar de identificarse con él. Por el contrario, supóngase que la película es
amena: el protagonista tiene un buen trabajo que está en peligro, una familia a la que quiere, una casa que aún
está pagando, amigos con los que divertirse ocasionalmente y un cierto prestigio; pasa por buenos y malos
momentos en su lucha por mantener o incrementar sus bienes. En este caso, es probable que el espectador
permanezca “inconsciente”; se identificará tanto más con el protagonista cuantos más bienes tenga este; en
definitiva, la magnitud de la inconsciencia es proporcional al tamaño del ego. El ego quiere crecer porque vive
de esa inconsciencia: si es pequeño corre el riesgo de que el verdadero yo (el espectador) tome conciencia de sí
mismo y cuando esto ocurre (y mientras dure) el ego deja de tener identidad propia.

E. El autómata inconsciente

Un resumen de lo expuesto se muestra en la siguiente figura:


Figura 9.4: El autómata y sus “yoes”

El autómata es una máquina compleja, pero una máquina, al fin y al cabo; es un sistema que funciona
“automáticamente” gracias a la interacción de tres subsistemas: el ego, la mente y el cuerpo4. Yo soy el
espectador5, pero lo normal es que crea que soy el autómata; cuando soy consciente de que no lo soy, puedo
interferir en su funcionamiento, pero esto se verá posteriormente; de momento se tratará exclusivamente del
comportamiento del autómata.

Aunque el tema se abordará con mayor profundidad en el próximo capítulo, la interacción ego-mente-cuerpo
puede visualizarse mediante la siguiente analogía: un cliente alquila un taxi para recorrer -y así ir conociendo-
una determinada ciudad; el cliente es el ego, el taxista la mente y el taxi el cuerpo. El cliente-ego y el taxista-
mente van dentro del taxi-cuerpo, con el que forman una unidad funcional.

El taxi tiene un chasis en el que se sustentan los sistemas de dirección e impulsión, que permiten que el taxista
conduzca y tiene ventanillas que permiten al cliente obtener información sobre la ciudad que recorre. Esta
organización es similar a la de nuestro cuerpo (en el que los órganos de los sentidos juegan el papel de
ventanillas).

Por su parte, el taxista debe informarse de los deseos del cliente, pensar qué camino seguir y conducir el
vehículo por el camino elegido. Estas tres funciones son, precisamente, las funciones básicas de la mente. La
mente “conduce al cuerpo” cuando le va ordenando lo que debe hacer para satisfacer los deseos del ego
siguiendo el “camino” que piensa que es más adecuado.

El cliente, que es quién manda, debe tener un objetivo (conocer la ciudad, por ejemplo), exponer sus deseos al
taxista (lo que quiere hacer en cada momento) y evaluar lo que ve por la ventanilla (por si quiere ir por otro
sitio). Similarmente, el ego tiene un objetivo, definido por sus sentimientos (obtener y mantener aquello a lo que
ama), indica a la mente lo que quiere mediante el deseo, el miedo o la ira y expresa su satisfacción a través de la
alegría o tristeza.

La analogía expuesta se resume en la siguiente figura:

Figura 9.5: La analogía taxi / autómata

1 Con independencia de que estés despierto, dormido o en un ensueño.

2 Estructuraciones realizadas a partir de los impulsos nerviosos que llegan de los sentidos externos o internos
(sensaciones) cuando estos son estimulados.
3 Como la persona que se está grabando a sí misma (o a una parte de sí misma) con una cámara.

4 El ego y la mente también están en el cuerpo; en este sentido podría hablarse de cuerpo físico, cuerpo mental
(la mente) y cuerpo emocional (el ego) o, también (aunque no sería del todo exacto) de hardware, software
mental y software emocional.

5 En la figura se utiliza la expresión “yo espiritual” para distinguir al espectador de los demás (y falsos) “yoes”,
pero eso no implica, como se verá más adelante, que ese yo sea necesariamente “inmaterial”.

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