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Imagínese tener una evidencia de la evolución tan sencilla que todo el mundo la puede
entender. Imagínese también que esta evidencia es tan contundente que los enemigos de la
evolución, los que predican el oscurantismo, no tienen una explicación satisfactoria desde su
punto de vista fanatizado.
Les presento al cromosoma número 2, el segundo más grande en los humanos (los
cromosomas fueron numerados de mayor a menor):
De los cuatro géneros de grandes simios que aún existen (gorilas, orangutanes, chimpancés
y humanos), somos los únicos que poseemos 23 pares de cromosomas en casi todas
nuestras células (la excepción son, por supuesto, las células sexuales que poseen la mitad).
Los otros tres grupos poseen 24, un par adicional. Esto podría parecer contradictorio dado
el hecho de que, por ejemplo, los chimpancés y humanos compartimos el 98% de nuestro
ADN. O sea, sólo el 2% nos hace ser diferentes. Matt Ridley, en su libro Genome , lo
expresó así: "We are, to a ninety-eight per cent approximation, chimpanzees, and they are,
with ninety eight per cent confidence limits, human beings". Compartimos, de forma similar,
el 97% de nuestro ADN con los gorilas.
¿Cómo es esto posible? ¿Como podemos tener un 98% de homología (parecido genético)
con los chimpancés si ellos tienen todo un par de cromosomas adicional? La respuesta la
encontramos al comparar la secuencia del cromosoma 2 con la del par adicional: son
prácticamente idénticas. La razón es que nuestro cromosoma 2 es el resultado de una fusión
de dos cromosomas que permanecen separados en los demás simios (denominados
cromosoma 2A y 2B).
Hay algo más. Los cromososomas tienen una región conocida como centrómero. Estas son
necesarias para los procesos de división celular pues permiten que los cromosomas
duplicados sean distribuidos debidamente a las células hijas. Existe un centrómero por
cromosoma. La excepción, nuevamente, es el cromosoma 2. Obviamente si éste es el
resultado de otros dos que se fundieron, deberíamos encontrar ahora no uno sin dos
centrómeros. Véalos en la figura anterior, representados por las cajitas azules. Al analizar el
ADN humano allí están, efectivamente: dos centrómeros donde debería haber uno. En
realidad uno ha acumulado tantas mutaciones que se ha convertido en un vestigio sin
función.
Banda tras banda, claras y oscuras, son prácticamente idénticas entre humanos y
chimpancés, nuestros primos más cercanos en el árbol evolutivo. Al comparar este
cromosoma con los de otros organismos, encontramos fragmentos del mismo regados en el
ADN de gatos, ratas y otros evolutivamente más distantes de nosotros.
Claro que la evolución no depende de esta sola evidencia. El registro fósil, el análisis de
ADN, los patrones en el desarrollo de los fetos, y el cúmulo de chatarra genética que
tenemos en nuestras células, entre otras cosas, demuestran con contundencia que somos
productos del proceso de la evolución.