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La larga sombra de Juliano el Apóstata

Pocos personajes en la historia de la humanidad han suscitado tantos odios y simpatías como el
emperador romano Juliano (331-363), conocido universalmente como Juliano el Apóstata. A estas
alturas parece increíble que todavía ningún director de cine moderno haya acometido la tarea de llevar
su figura al celuloide, ya que si nuestro tiempo se caracteriza por algo es por intentar execrar al
cristianismo de cualquier manera posible, objetivo para el que este personaje se prestaría de manera
idónea.

Pues así como él fue execrado por los cristianos de su tiempo y los de
sucesivas generaciones, que le adjudicaron el denigrante epíteto al que
su nombre va indisolublemente asociado, del mismo modo es muy
factible que pronto lo veamos convertido en la pantalla en paradigma
del héroe que luchó por una causa perdida, en contra de la poderosa
corriente dominante.

Es fácil hacer un retrato de Juliano con el que nuestro tiempo se


identifique. Porque por medio de él el cristianismo sería
presentado como expresión de la intolerancia feroz, que es el tema
favorito al que de un tiempo a esta parte se recurre una y otra vez,
unido a la simpatía que despierta todo aquel que se levanta en contra
de lo hegemónico. En ese sentido la novela histórica que Gore Vidal
escribiera en 1964 sobre este emperador, titulada en inglés Julian y publicada en 1979 en español bajo el
título Juliano el Apóstata, podría ser un anticipo de todo ello.

Y es que en Juliano es posible ver al eterno rebelde que pelea contra el poder, al romántico individualista
luchando contra el establishment, al guerrillero que se lanza en pos de la justicia y en contra del abuso y la
opresión. Una especie de Don Quijote de cualquier tiempo, con la simpatía que despierta, además, el perdedor
que se enfrenta a los poderosos. Para todo esto, y mucho más, da de sí la figura del emperador, las
circunstancias que le tocó vivir y su temprana, inesperada y controvertida muerte.

No sé a qué esperan, por tanto, para llevar su vida al cine, porque con un mínimo guión y un poco de
imaginación el éxito de taquilla estará asegurado, matándose, también, dos pájaros de un tiro: la exaltación de
lo que Juliano defendió (el paganismo) y la detracción de lo que combatió (el cristianismo). Es decir, todo lo
que se puede pedir en el día de hoy.

El historiador cristiano Sócrates Escolástico (c. 380 - c. 450) en su Historia de la Iglesia (III, 1) nos dice que
el emperador Constancio hizo que Juliano fuera instruido por maestros cristianos, ante el temor de que el
muchacho fuera seducido por las supersticiones paganas. De manera que creció bajo influencia cristiana y
hasta donde se sabe él se identificó con esa fe. Sin embargo, en un momento dado y sorteando las
prohibiciones imperiales, leyó y escuchó en secreto a algunos de los más prominentes retóricos paganos de su
tiempo, quedando subyugado por esa filosofía y renegando interiormente del cristianismo.

Al mismo tiempo se despertó en él el deseo de alcanzar el poder, cosa a la que teóricamente podía tener
acceso al ser parte de la familia imperial, pues era sobrino del fallecido emperador Constantino el Grande.
Cuando estas cosas llegaron a oídos de Constancio, Juliano se vio en la necesidad de fingir su cristianismo
para ahuyentar las sospechas, de manera que se rapó totalmente como un monje, leía en público la Biblia y
llevaba una vida monástica, logrando de este modo disipar los recelos del emperador. Sin embargo, en
privado seguía con sus estudios filosóficos.

Fruto de su contacto con la especulación griega, Juliano acarició un sueño: el de restaurar el helenismo
en el imperio a su antiguo esplendor, que, perdido por el auge del cristianismo, no era sino una sombra de
lo que fue. Gracias a su prestigio entre el ejército, llegó la hora en la que Juliano tuvo a mano el ascenso al
trono imperial, especialmente tras la muerte de su rival, Constancio, en diciembre del año 361. Entonces
Juliano se quitó la máscara y mostró su rostro largo tiempo escondido: el de un fervoroso pagano y
encarnizado enemigo del cristianismo.

Lamentablemente para los admiradores de Juliano, él no fue el modelo de tolerancia que les gustaría
presentarnos, ya que de sus propios escritos se deduce el odio que tenía hacia los cristianos, a los que
denominaba ´impíos galileos´ y hacia el cristianismo, al que denominaba ´ateísmo´. Tan fuerte era su
animadversión que intentó reconstruir el templo en Jerusalén, según relata Gibbon, poco sospechoso de
simpatía hacia el cristianismo, en su Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, nada más que
para contradecir a los cristianos:

´La mente vana y ambiciosa de Juliano aspiraba a restaurar la antigua gloria del templo de Jerusalén. Al
estar los cristianos firmemente persuadidos de que una sentencia de destrucción perpetua había sido
pronunciada contra todo el entramado de la ley de Moisés, el sofista imperial quería convertir el éxito de su
empresa en un engañoso argumento contra la fe de la profecía y la verdad de la revelación.´

El intento de Juliano para reavivar el decadente paganismo fracasó, no solo por su prematura muerte sino
porque el paganismo mismo ya estaba moribundo desde tiempo atrás.

Pero la sombra de Juliano es alargada y ha llegado hasta nuestro tiempo. Podríamos decir que hoy
asistimos a un poderoso intento de reavivar sus planes. Gobernantes, intelectuales e instituciones que
caminan en sus pasos, cortejados todos ellos, y aquí está lo más terrible, por un número de dirigentes
eclesiásticos que, aunque nominalmente cristianos, en realidad son julianistas, tratan de tomarse la
revancha en el siglo XXI de la batalla perdida en el siglo IV. Sí, Juliano el Apóstata ha vuelto y está entre
nosotros, decidido a cumplir ahora su propósito, pues en muchas naciones occidentales el viento de la
apostasía sopla a su favor.

Wenceslao Calvo es conferenciante, predicador y pastor en una iglesia de Madrid

© W. Calvo, ProtestanteDigital.com (España, 2010).

http://www.protestantedigital.com/new/nowleerarticulo.php?a=3841

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