Está en la página 1de 8

A continuación fragmentos del capítuo 9 del

nuevo libro del reportero de Proceso Ricardo


Ravelo, titulado Osiel. Vida y tragedia de un
capo.

Como él ansía todo el poder, un día de julio


de 1998 analiza el affaire de su seguridad y
concluye que debe crear un grupo de
protección tan poderoso y efectivo que ni el
propio Ejército pueda abatirlo. Así, inmerso
en una atmósfera convulsa, surge el grupo
armado Los Zetas, bien llamado el ejército
del narco, para nutrir al engendro mafioso
que es Osiel.

El momento que vive el país no puede ser


más propicio para el surgimiento de Los
Zetas. Quizá sin propónselo –o bien como
parte de un proyecto maquinado desde el
poder, eso tal vez nunca se sepa–, el
gobierno federal pone la primera piedra para
que el cártel del Golfo cree su propio cerco
de protección con hombres entrenados en la
milicia. (…)

El dique de contención, las estructuras


policiacas, estalla, perforado por el dinero
sucio. El panorama parece tan complicado
como irreversible. Es tan oscuro este México
de finales de los noventa que el presidente
Ernesto Zedillo toma la decisión de echar
mano del Ejército para enfrentar al crimen
organizado. Sin embargo, no advierte que su
determinación derivará en una pesadilla. (…)

Al darse cuenta de la debilidad del Estado, al


ver ante sus ojos un verdadero regalo del
gobierno y que lo puede tomar con sólo
extender sus manos, Arturo Guzmán Decena
–expolicía federal, cómplice del capo– pone
en marcha la estrategia que ha maquinado
después de una conversación con Osiel. Con
ofrecimientos millonarios –y privilegios que
un militar jamás podría obtener en el
Ejército, donde una élite acapara los
beneficios y canonjías– los efectivos del
Ejército son convencidos de algo que las
propias autoridades tardaron en entender:
que el narco paga mejor que el gobierno.
Dura realidad, pero esa es la razón por la que
muchos soldados desertan para engancharse
en la aventura del narcotráfico.

Poco a poco, como hormigas que abandonan


el agujero, decenas de soldados empiezan a
desaparecer. De un día para otro ya no
asisten a sus áreas de trabajo. El pase de
lista obligado está plagado de silencios.
Nadie responde al llamado del alto mando. La
preocupación cunde por doquier. ¿Dónde
están?, se preguntan una y otra vez los jefes
castrenses. Por varios meses se piensa que
fueron secuestrados o asesinados por la
mafia. Las respuestas no llegan y la
desesperación paraliza a los altos mandos de
la Sedena, que deben rendir cuentas sobre el
paradero de los soldados.

Con todos los conocimientos adquiridos en el


Ejército, Guzmán Decena estructura otra
milicia. El nombre de Los Zetas surge porque
varios de los primeros militares que se
incorporaron al cártel del Golfo estuvieron
adscritos, en calidad de policías, a la base
Zeta de Miguel Alemán, Tamaulipas. Otra
versión establece que el nombre deriva de
las claves que los integrantes de este grupo
paramilitar utilizan para comunicarse y no
ser detectados.
(…) Así, el capo se convierte en el
delincuente más protegido. Antes de que
alguien intente tocarle un pelo o decida enca-
rarlo, debe derribar primero a esa poderosa
muralla humana. A partir de este momento el
cártel del Golfo ya no puede seguir
considerándose como una organización más,
que rueda con sus ejes engrasados alrededor
del tráfico de drogas. Los Zetas permiten que
el cártel del Golfo se posicione en la
geografía mexicana con los instrumentos
más cortantes: la violencia y el miedo.
Ningún otro cártel dispone de una valla como
ésa y nadie le puede competir a Osiel en el
campo del narcotráfico.

Nadie sabe si en el origen de Los Zetas el


propósito consistió en implicar de lleno al
Ejército en el narcotráfico como un proyecto
articulado por el Estado, de manera que sólo
la Presidencia de la República manejara los
hilos del narco. Lo cierto es que el proyecto
de Ernesto Zedillo de involucrar a los
militares en la lucha antidrogas da pie a ese
paramilitarismo asociado con el narcotráfico
y con la más tortuosa pesadilla que jamás
haya vivido el país, cuya democracia flaquea
porque sigue atada a una vieja dictadura: la
del narco.

Pero a Osiel no parece importarle tanto el


desgajamiento del país. Él quiere seguir
perforando las estructuras del poder político
para mantenerse impune. El caos es su mejor
elemento para vivir. Con el cerco protector
en su máximo esplendor puede moverse a
sus anchas. Sabe que antes de que una mano
criminal lo toque, el muro de protección
atacará primero, se anticipará al plan
asesino en su defensa. El monstruo criminal
crecerá y sembrará terror. Su evolución es
tremenda. Este grupo armado que despliega
saña es el reflejo de la demencia de Osiel
Cárdenas.

Los primeros miembros de Los Zetas no


rebasan los 60 hombres de todas las
estaturas y rangos militares. Casi todos
tienen un rasgo en común: el rostro
endurecido, en el semblante las grietas que
provoca el castigo y el rigor de la milicia. En
otros, brota de sus ojos el rencor, la
frustración, y no pocos transpiran venganza,
el vapor del odio que los quema por dentro.

(…) Con el paso de los años, Los Zetas dejan


de ser militares puros –algunos de ellos son
asesinados, otros son detenidos– pero aún
hoy conservan algo de su linaje castrense,
que no se perdió ni con el crimen de su
fundador, Arturo Guzmán Decena, el Z-1,
perpetrado el 21 de noviembre de 2002
cuando departía desarmado en un
restaurante de la calle Herrera y Nueve, de
Matamoros.

Su lugar no puede ser ocupado por un


improvisado. Por eso el trabajo se le
encomienda a un militar de igual o mejor
perfil que el propio Guzmán Decena. Su
posición la toma entonces Heriberto Lazcano
Lazcano, El Lazca o Z-3, metal forjado con las
más altas temperaturas de la milicia, otro
desertor del GAFE que también fue
entrenado en diversas disciplinas y que
hasta la fecha es inamovible como jefe de
Los Zetas.

Durante su evolución Los Zetas llegan a


tener cerca de 750 miembros. Con el paso del
tiempo refuerzan su estructura con la
incrustación de kaibiles, desertores del
ejército de Guatemala que se suman al cártel
del Golfo para imponer sus más sanguinarias
prácticas de muerte: la tortura, la decapi-
tación y el descuartizamiento. Amantes de la
guerra, afinan tan bien su estrategia bélica,
que logran infundir miedo, un paralizante
miedo en todo el país y en particular entre
sus rivales, quienes no tienen más opción
que responder con la misma saña y con el
mismo horror.

(…) Con la incorporación de kaibiles no sólo


se refuerzan los cimientos y las columnas
que sostienen a Los Zetas, sino que también
cambian las formas de asesinar en México.
La ejecución tradicional realizada hasta
entonces por un francotirador se vuelve
práctica obsoleta. Los sicarios del cártel del
Golfo que no son de extracción militar deben
ahora decidir su futuro: incorporarse a otro
cártel mostrando sus mejores credenciales
como asesinos, quedarse desempleados o
entrenarse para aprender a matar con mayor
saña, como lo exigen las reglas de Los Zetas,
quienes imponen el baño de sangre, lo
mismo que la decapitación y el
despedazamiento de personas. Cuando esta
suerte de engendro bélico decide matar, las
cabezas humanas ruedan por doquier. Entre
algunos miembros de Los Zetas se cuenta
que decapitan cuando las personas aún están
con vida y –sólo las víctimas saben lo que
ocurre en ese último segundo de su
existencia– pueden tener conciencia de verse
en ese estado.

Cortar cabezas se vuelve una fiebre que se


extiende de Baja California a Quintana Roo.
No hay una franja del territorio nacional
donde no se cuente la historia de un
decapitado. Cuando se trata de muertes
violentas, como las del narco, los médicos
forenses dejan de practicar las tradicionales
necropsias para trabajar ahora con mayores
dosis de horror: armar cuerpos con los
despojos de que disponen. En el peor de los
casos entregan a sus deudos cadáveres
incompletos, sin extremidades superiores o
inferiores; sin lengua si el difunto fue un
soplón; sin manos si tomó algo indebido; sin
ojos si miró lo que le prohibieron ver; sin
pene si rebasó límites por el impulso
afiebrado del deseo

También podría gustarte