El prólogo de la película nos muestra a un grupo de personas reunidas
en la casa de unos ancianos. Todos son supervivientes del virus infeccioso que ha devastado Londres. En el lugar, apenas iluminado por la luz de la velas, se vive un ambiente inquietante, una tensa calma alterada por la llegada de un niño: huye de sus padres -ahora zombis, infectados- que quieren matarlo; hay muchos por los alrededores. Entre tanto, una joven superviviente llama a su novio (se fue hace cinco días) y cae en manos de los autómatas. En cuanto los zombis entran en acción la narración se acelera, adquiere un ritmo vertiginoso para mostrar la huida desesperada de los supervivientes perseguidos por los infectados. Para ello, el realizador ha recurrido al uso de la steadycam, un pesado dispositivo estabilizador (que exige un operador en buena forma física) que permite una total libertad de movimientos a la cámara, que queda así liberada de sus ataduras habituales (vías, trípodes, grúas) y, sujeta apenas por un arnés, se mueve con soltura como si de una cámara en mano se tratase logrando notables efectos expresivos, por ejemplo para rodar una persecución a pie. Este procedimiento se repite habitualmente (y de forma exagerada y abusiva, según algunos) en las escenas protagonizadas por los contagiados para producir en el espectador una sensación de caos y de desesperación. La secuencia concluye dramáticamente: los supervivientes van cayendo sucesivamente en manos de los zombis, excepto un matrimonio y el niño recién llegado. En el momento decisivo, el marido opta por salvar su vida y abandona a su mujer y al niño a su suerte (un dramático plano nos muestra a la mujer aterrada viendo desde una ventana cómo su marido la deja atrás). Tras este prólogo, una serie de rótulos informan de la evolución de la infección: el control y muerte de los infectados, la llegada de las tropas norteamericanas y la reconstrucción, que ha comenzado en un sector de la ciudad, en el distrito uno, área de seguridad. Hasta allí llega un nuevo grupo de supervivientes, sometido de inmediato a rigurosos controles médicos. Un plano detalle del iris del niño, Andy, (con inquietantes tonalidades azules y rojizas, como veremos después en su madre) se encadena con otro del Támesis serpenteando en torno a la ciudad. Con los ojos de Andy vemos las imágenes de la ciudad destruida, la quema de cadáveres y los sistemas de vigilancia en los medios de transporte. El distrito uno es una isla segura en el desolado océano urbano en que se ha convertido Londres. Bajo ningún concepto deberán atravesar sus límites ni cruzar el río, pues se expondrán a lo incierto, lo desconocido, a los restos de la infección. En el andén el niño y su hermana son recibidos por su padre, en quien reconocemos al superviviente de la secuencia inicial. Una cámara de vigilancia ha grabado el encuentro, observamos el reagrupamiento familiar desde el punto de vista de la cámara, en un plano picado, y lo volvemos a ver en la pantalla del monitor de una sala de control. La cámara de vigilancia seguirá sus pasos en el interior de la zona de seguridad, en el comedor. Los planos en picado tomados desde estas cámaras muestran el poder del ejército salvador , un control absoluto de los movimientos en el interior del distrito uno que, con el desarrollo de la película, se convertirá en una amenaza para los supervivientes aún más terrible que los propios infectados. Nos hallamos ante una cinta de terror que pretende ser algo más. Por otro lado, la llegada de un niño suscita dudas en Scarlett, la oficial jefe médico, pues no hay un protocolo establecido para menores, dudas que se añaden a los temores de los militares a una reactivación del virus. La tensión entre médicos y militares reaparecerá más tarde: los primeros preocupados por hallar una vacuna contra la infección, los segundos pendientes únicamente de la seguridad. Y tanto en unos como en otros habrá personajes que pongan en tela de juicio los estrictos códigos que intentan preservar la seguridad a toda costa (el fin justificará los medios). En la familia reagrupada (atención a la camiseta del niño: ¿dónde habrá estado?) no tarda en formularse la pregunta clave. La hace el niño: “¿Qué le pasó a mamá?”. El padre, que ahora trabaja como oficial de sección de un edificio y, en consecuencia, tiene acceso a todas sus dependencias, relata lo sucedido. La narración va acompañada de breves flashbacks (la entrada de los zombis por la ventana de la cocina, la madre gritando) que se alternan con planos cada vez más cortos del padre. Concluye diciendo que los infectados mordieron a la madre y que él no pudo hacer nada; sobre un plano de su hija llorosa añade que intentó volver y que ella ya no estaba (no se muestra en flashback ni la mordedura ni el intento de regreso, y sí a él huyendo). Al escapar llegó al campo militar en que ahora se encuentran. El espectador ha podido contrastar las palabras del padre con los flashbacks, pero, para subrayar aún más la actitud del padre (ha mentido a sus hijos), la secuencia concluye con un primer plano amenazador de la madre que tiene una doble función: la ya indicada de acentuar lo que el padre esconde en la información que da sus hijos, y la de anticipar la reaparición del personaje de la madre. La secuencia que sigue es una muestra perfecta de cómo se construye el terror en el espectador: tras unos planos aéreos nocturnos de la zona de seguridad, la cámara se detiene en el piloto de un helicóptero; tiene sueño, se acomoda en su asiento y se dispone a escuchar música. Vemos una sombra fugaz. A continuación, la cámara traza un travelling de acercamiento lateral hacia el piloto (al que vemos de perfil, como una silueta), seguido de un primer plano de su cabeza (tiene los ojos cerrados). Un salto de eje nos muestra al personaje desde la perspectiva diametralmente opuesta; sigue un nuevo travelling de acercamiento interrumpido bruscamente por el ataque, que es, en realidad, la broma de un compañero. Desde el comienzo de la escena, en completo silencio, el espectador intuye que algo va a pasar, aunque no sabe cómo ni cuándo. El director juega con el espectador demorando, retrasando deliberadamente ese momento, despistándolo incluso con cambios de plano y de perspectiva para relajar su tensión y aguardar el instante adecuado par la sorpresa. La secuencia anterior nos introduce en otro motivo relevante en esta parte de la cinta: la vida de los soldados durante las largas horas de vigilancia. “¿Qué darán hoy en la tele?”, pregunta uno, dominado por el aburrimiento. Algunos no tardan en encontrar entretenimiento: la mira telescópica de su fusil, usada ahora como “cámara” para fisgonear, para observar a distancia y sin ser advertido la vida de los demás. De esta manera, esta cámara improvisada va describiendo rápidos travellings de ventana en ventana, sorprendiendo escenas familiares en cada vivienda (entre otras, momentos de la vida de la familia reagrupada o de Scarlett). Es oportuno señalar que toda esta parte de la obra, desde la llegada de los niños a la zona de seguridad hasta que la infección se desata nuevamente, está presidida por las cámaras: su objetivo son unos seres humanos en vigilancia continua, en una situación de excepción absoluta, sin que cualquiera de sus movimientos deje de ser controlado (sin embargo, bastará un fallo en esta cadena de control absoluto para que el desastre se precipite). La cámara (la de vigilancia, los monitores de control, las mirillas telescópicas) es el ojo de un poderoso e implacable sistema de seguridad que no sólo ve todo sino que juzga sobre todo, toma decisiones y las ejecuta, es el instrumento de control y dominio de un poder que, con el pretexto de salvaguardar la seguridad frente a la infección, se ha convertido en autoridad totalitaria. Desde este punto de vista, esta cinta es algo más que una película de terror. La madre reaparece, premonitoriamente, en las pesadillas del niño (después será él mismo quien la encuentre), que teme olvidar cómo era, lo cual empuja a su hermana a preparar una escapada: ambos abandonan la zona de seguridad (con excesiva facilidad, dados los rigurosos controles existentes –quizá sea éste uno de las incongruencias del guión-) para ir a su antigua casa en busca de una foto de la madre. Allí, en lo que parece la buhardilla, una estancia bañada por una luz pálida, amarillenta, mortecina, el niño descubre que vive alguien, escondido, temeroso. La silueta que emerge lentamente de la penumbra es su madre. El inesperado hallazgo pone en marcha de nuevo el protocolo para supervivientes: los niños son aislados hasta que se pueda determinar que no han sido infectados y la madre sometida a estrictos procedimientos de limpieza y análisis. Ella no habla, pero sí lo hace su cuerpo, donde se aprecian las huellas de la mordedura de los infectados (junto con un breve flashback de su huida). La infección se muestra en un plano detalle de sus ojos, que recuerdan a los de su hijo. Para la oficial médico no habrá dudas: la mujer está infectada pero no muestra los síntomas del virus. Entre tanto, el padre, que se ha quedado sin palabras al saber que han hallado a su esposa, se ve obligado a dar incómodas explicaciones a sus hijos, que ahora lo observan con recelo y desconfianza: lo vemos en primer plano con la imagen acusadora de su hija reflejada en el cristal, mientras que les dice que él creyó haber visto morir a su mujer. Scarlett discute con los militares: la recién llegada es inmune a los síntomas del virus, y eso la convierte en una persona muy valiosa, clave para una futura vacuna que acabe con la infección. Mientras que esto sucede, el montaje paralelo nos muestra al padre camino de la sala donde se encuentra su mujer, ante la que se excusa por haberla abandonado. Reconoce que actuó por miedo y le pide perdón. El montaje nos devuelve a la discusión entre Scarlett y el militar: ella pide tiempo para hacer pruebas a la mujer; “hágaselas a su cadáver”, contesta el militar. Sin embargo, no habrá tiempo para nada: ella sigue queriendo a su marido y ambos sellan su reconciliación con un beso, que se muestra de manera tan sugerente como espectacular con un plano detalle del iris de ella en el que, como en un espejo, se aprecia el gesto de acercamiento de él para besarla. Ahora bien, se trata de un beso fatal pues él se contagia a través de la saliva y queda infectado. A partir de este momento, la cinta da un giro radical, convirtiéndose en una película de horror (más cercano al género gore : efectos especiales, abundancia de sangre…) cuyo primer episodio es el brutal asesinato de la mujer, inmovilizada, por su marido infectado, los ojos inyectados, presa de terribles espasmos y convulsiones. Las autoridades militares decretarán el código rojo (y la pantalla por momentos se tiñe de color rojizo). Lo que sigue es la expresión cinematográfica del desastre, el caos, el apocalipsis, traducción visual de las palabras que pronuncia el mando militar: “Hemos perdido el control”. Scarlett abandonará su puesto y se hará cargo de los niños pero Andy se pierde en la histeria general. El distrito uno queda cerrado, aislado y a oscuras; apenas podemos ver unos primeros planos de rostros aterrados, alumbrados por mecheros, en un ambiente claustrofóbico dominado por el pánico colectivo. En ese caos desatado Andy encuentra a su padre y la infección se propaga a ritmo de vértigo en una escena dantesca, escalofriante, una verdadera vorágine de sangre y gritos de espanto de una masa que intenta huir. Reaparece la steadycam acompañada de un juego constante de luces y sombras: rostros ensangrentados iluminan ahora el claroscuro en tanto que Andy logra escapar a través de lo que parece un tubo de refrigeración o de ventilación. En cuanto la masa logra salir al exterior los soldados, apostados en lo alto de los edificios, inician la caza de los infectados. Pero pronto llega una orden terrible: “Abandonen la eliminación selectiva. Acaben con todos. Disparen a discreción”. Es el propio Andy quien, al salir de su escondite, contempla la carnicería. “Dios mío”, dice uno de los tiradores que tiene en su punto de mira al chico, confuso y perdido. “Acabad con ellos”, se escucha en tanto que las dudas acosan a Doyle, el tirador, al que vemos en primer plano; él mismo será quien abandone su puesto y salve a Andy. El chico se reencuentra con su hermana y Scarlett explica en qué consiste un código rojo: la primera orden es matar a los infectados; la segunda, la contención y control del resto; la tercera, si la anterior no da resultado, el exterminio total (no pararán hasta que estén todos muertos). Y ya se ha dictado la tercera orden: ahora los soldados matan más que el virus. Los supervivientes se encuentran entre la espada y la pared: o caen a manos de los infectados (Andy dice a su hermana que su padre es “uno de ellos”: reaparece el miedo a ser devorado por el propio padre que ya manifestó otro niño, el que llega a la casa al comienzo de la película) o los matarán los tiradores. Doyle aconseja al grupo que abandonen el lugar donde se encuentran. Insiste en que se hallan a merced de los soldados o de los infectados. Un soberbio plano nadir (desde la vertical del suelo) nos los muestra huyendo en tanto que los helicópteros sobrevuelan el escaso espacio de cielo entre un edificio y otro. La aviación se dispone a bombardear con napalm (se autoriza expresamente el uso de armas químicas) el distrito uno: un plano nos lo muestra, desde el monitor de un avión, con visión nocturna, y nos enseña también a los fugitivos. La dinámica devastadora puesta en marcha por el código rojo no se detiene: los planos aéreos ponen de manifiesto la destrucción causada por las bombas, simultánea a la pérdida de imagen de las zonas aniquiladas en los monitores de la sala de control. El grupo de Andy logra cruzar el río. En un parque de atracciones abandonado Doyle explica por qué abandonó su puesto: “Tener a un niño en el punto de mira no me parecía un buen blanco”. Scarlett, por su parte, se refiere a la inmunidad genética al virus de la madre de los niños, algo que podrían tener ellos también, por lo que “sus vidas son mucho más valiosas que la mía”. Doyle habla con Flynn, el piloto del helicóptero. Éste viene a recogerlo pero, al saber que son cuatro (el tirador, los dos chicos y la jefe médico) se niega a llevarlos, a causa del código rojo. Los cuatro huyen a la desesperada de los infectados y de los tiradores. Finalmente, la aparición del padre hará el resto: Andy se separa del grupo y encontrará una silueta, su padre, los ojos inyectados… Será su hermana quien, fusil en mano, acabe con su padre. Ella dirá después a su hermano, al que veremos entonces de espaldas, en penumbra, como una silueta: “Seguiremos juntos pase lo que pase”. Ella misma tendrá ocasión de comprobar que su hermano ahora es “uno de ellos”, se lo dije el ojo –primer plano del iris del chico-, aunque no lo reconozca ante él. Al fin, en el antiguo estadio de Wembley son recogidos por el helicóptero: “sólo quedamos nosotros”, dice la joven, y abandonan Londres. La cinta concluye con un breve epílogo: la infección ha llegado a París. Queda abierta la puerta a una continuación, pero, más allá de la peripecia narrada, quedan en la retina del espectador, entre otros hallazgos visuales, los planos de un Londres desolado, convertido en sepulcro tanto por la infección como por el código rojo (¿es la aniquilación masiva la única solución contra un virus que amenaza con acabar con los seres humanos en el planeta?). Desde este punto de vista, la cinta, ya un clásico del género, destila pesimismo: basta recordar los planos de la masa de civiles encerrados a oscuras, contenidos en un sótano, mientras la infección se extiende entre ellos sin remedio. Algunos estudiosos opinan que el cine de terror es un género rígidamente codificado por la industria cinematográfica, con una iconografía, unos rituales y unos procedimientos narrativos que lo hacen fácilmente reconocible. Esos ejes que configuran el género proceden de formulaciones y esquemas míticos ligados a creencias populares ancestrales o bien a temores colectivos originados en determinados contextos socioculturales. Uno de esos esquemas míticos es el de las creencias sobre la muerte, contexto religioso en el que se sitúa el mito de los muertos vivientes, los zombis (también otros, como el de los vampiros o las momias). Hay quienes consideran que 28 semanas después no es propiamente una cinta de zombis, en tanto que otros creen que supone una renovación del género al introducir variantes significativas: sus zombis no han vuelto a la vida ni buscan alimentarse, sino que son infectados por un virus que produce en ellos una verdadera pérdida de identidad, convirtiéndolos en máquinas de infectar. En cualquier caso conviene recordar que la figura del zombi procede de las regiones caribeñas en las que se practica el rito del vudú. Según ese ritual, un hechicero resucita a un muerto valiéndose de la magia negra para someterlo a su voluntad. Los primeros libros sobre estos rituales en Haití impulsaron la aparición, en los años treinta del siglo pasado, del cine de zombis: muertos que han vuelto a la vida, seres voraces carentes de inteligencia que se alimentan de los humanos vivos. Otros atribuyen un origen religioso al mito del zombi. La muerte es, en las tradiciones religiosas, el camino para alcanzar la paz eterna, el descanso definitivo. Los muertos vivientes, o los vampiros, no disfrutan de la paz prometida; viven una existencia penosa que es una anticipación del infierno, de la condenación eterna que pesa sobre ellos. Cabe recordar que, en el caso de los vampiros, sólo alcanzan la paz definitiva gracias a una muerte auténtica, que se produce mediante un cuidado ritual. El zombi tiene que ver también con otro importante esquema mítico, el de la pérdida de identidad, la transformación o desdoblamiento de una persona en un ser completamente distinto, como la víctima mordida por un vampiro o el superviviente infectado en esta película. El temor a la pérdida de la propia identidad cuenta también con una larga tradición literaria, la del doble , el yo escindido del doctor Jekyll y Mr. Hyde, o de un personaje de Poe (William Wilson se causa su propia muerte al matar a su doble). El cómic, y después el cine, han creado otros ejemplos de doble personalidad, como Supermán, el Zorro o el Coyote, aunque en estos casos hay una diferencia fundamental con los anteriores: el desdoblamiento no representa en ellos los rasgos opuestos de un personaje, como sucede en Jekyll y Hyde (la respetabilidad social del primero frente a la sordidez criminal del segundo). En fin, Drácula no deja de ser un aristócrata elegante, un terrateniente que oculta una personalidad diabólica. El compositor John Murphy es famoso también por las bandas sonoras de “Sunshine”, “El jefe”, “Corrupción en Miami”, “Instinto básico 2”, “Millones”, “The perfect store”, “Intermission”, “Falsa amistad”, “Mean machine”, “Liam”, y “Snatch, cerdos y diamantes ”. Este británico nacido en Liverpool es uno de los compositores más destacados del Reino Unido y un componente esencial del nuevo cine británico. Músico autodidacto, grabó y participó en las giras de muchos grupos exitosos del panorama musical británico de los años ochenta. La banda sonora de esta película contiene una base electrónica con feroces solos de guitarra eléctrica. Podemos decir que “cuanto mas fuerte y mas ruido mejor”, para acompañar, sorprender y asustar al espectador. Las canciones del film son las siguientes: