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28 SEMANAS DESPUÉS (2007)

Juan Carlos Fresnadillo

El prólogo de la película nos muestra a un grupo de personas reunidas


en la casa de unos ancianos. Todos son supervivientes del virus infeccioso
que ha devastado Londres. En el lugar, apenas iluminado por la luz de la
velas, se vive un ambiente inquietante, una tensa calma alterada por la
llegada de un niño: huye de sus padres -ahora zombis, infectados- que
quieren matarlo; hay muchos por los alrededores. Entre tanto, una joven
superviviente llama a su novio (se fue hace cinco días) y cae en manos de los
autómatas. En cuanto los zombis entran en acción la narración se acelera,
adquiere un ritmo vertiginoso para mostrar la huida desesperada de los
supervivientes perseguidos por los infectados. Para ello, el realizador ha
recurrido al uso de la steadycam, un pesado dispositivo estabilizador (que
exige un operador en buena forma física) que permite una total libertad de
movimientos a la cámara, que queda así liberada de sus ataduras habituales
(vías, trípodes, grúas) y, sujeta apenas por un arnés, se mueve con soltura
como si de una cámara en mano se tratase logrando notables efectos
expresivos, por ejemplo para rodar una persecución a pie. Este
procedimiento se repite habitualmente (y de forma exagerada y abusiva,
según algunos) en las escenas protagonizadas por los contagiados para
producir en el espectador una sensación de caos y de desesperación. La
secuencia concluye dramáticamente: los supervivientes van cayendo
sucesivamente en manos de los zombis, excepto un matrimonio y el niño
recién llegado. En el momento decisivo, el marido opta por salvar su vida y
abandona a su mujer y al niño a su
suerte (un dramático plano nos
muestra a la mujer aterrada viendo
desde una ventana cómo su marido la
deja atrás).
Tras este prólogo, una serie de
rótulos informan de la evolución de la
infección: el control y muerte de los
infectados, la llegada de las tropas
norteamericanas y la reconstrucción,
que ha comenzado en un sector de la
ciudad, en el distrito uno, área de seguridad. Hasta allí llega un nuevo grupo
de supervivientes, sometido de inmediato a rigurosos controles médicos. Un
plano detalle del iris del niño, Andy, (con inquietantes tonalidades azules y
rojizas, como veremos después en su madre) se encadena con otro del
Támesis serpenteando en torno a la ciudad. Con los ojos de Andy vemos las
imágenes de la ciudad destruida, la quema de cadáveres y los sistemas de
vigilancia en los medios de transporte. El distrito uno es una isla segura en
el desolado océano urbano en que se ha convertido Londres. Bajo ningún
concepto deberán atravesar sus límites ni cruzar el río, pues se expondrán a
lo incierto, lo desconocido, a los restos de la infección.
En el andén el niño y su hermana son recibidos por su padre, en quien
reconocemos al superviviente de la secuencia inicial. Una cámara de
vigilancia ha grabado el encuentro, observamos el reagrupamiento familiar
desde el punto de vista de la cámara, en un plano picado, y lo volvemos a ver
en la pantalla del monitor de una sala de control. La cámara de vigilancia
seguirá sus pasos en el interior de la zona de seguridad, en el comedor. Los
planos en picado tomados desde estas cámaras muestran el poder del
ejército salvador , un control absoluto de los movimientos en el interior del
distrito uno que, con el desarrollo de la película, se convertirá en una
amenaza para los supervivientes aún más terrible que los propios infectados.
Nos hallamos ante una cinta de terror que pretende ser algo más. Por otro
lado, la llegada de un niño suscita dudas en Scarlett, la oficial jefe médico,
pues no hay un protocolo establecido para menores, dudas que se añaden a
los temores de los militares a una reactivación del virus. La tensión entre
médicos y militares reaparecerá más tarde: los primeros preocupados por
hallar una vacuna contra la infección, los segundos pendientes únicamente
de la seguridad. Y tanto en unos como en otros habrá personajes que pongan
en tela de juicio los estrictos códigos que intentan preservar la seguridad a
toda costa (el fin justificará los medios).
En la familia reagrupada
(atención a la camiseta del niño:
¿dónde habrá estado?) no tarda
en formularse la pregunta clave.
La hace el niño: “¿Qué le pasó a
mamá?”. El padre, que ahora
trabaja como oficial de sección
de un edificio y, en
consecuencia, tiene acceso a
todas sus dependencias, relata
lo sucedido. La narración va
acompañada de breves flashbacks (la entrada de los zombis por la ventana
de la cocina, la madre gritando) que se alternan con planos cada vez más
cortos del padre. Concluye diciendo que los infectados mordieron a la madre
y que él no pudo hacer nada; sobre un plano de su hija llorosa añade que
intentó volver y que ella ya no estaba (no se muestra en flashback ni la
mordedura ni el intento de regreso, y sí a él huyendo). Al escapar llegó al
campo militar en que ahora se encuentran. El espectador ha podido
contrastar las palabras del padre con los flashbacks, pero, para subrayar
aún más la actitud del padre (ha mentido a sus hijos), la secuencia concluye
con un primer plano amenazador de la madre que tiene una doble función: la
ya indicada de acentuar lo que el padre esconde en la información que da sus
hijos, y la de anticipar la reaparición del personaje de la madre.
La secuencia que sigue es una muestra perfecta de cómo se construye
el terror en el espectador: tras unos planos aéreos nocturnos de la zona de
seguridad, la cámara se detiene en el piloto de un helicóptero; tiene sueño,
se acomoda en su asiento y se dispone a escuchar música. Vemos una sombra
fugaz. A continuación, la cámara traza un travelling de acercamiento lateral
hacia el piloto (al que vemos de perfil, como una silueta), seguido de un
primer plano de su cabeza (tiene los ojos cerrados). Un salto de eje nos
muestra al personaje desde la perspectiva diametralmente opuesta; sigue un
nuevo travelling de acercamiento interrumpido bruscamente por el ataque,
que es, en realidad, la broma de un compañero. Desde el comienzo de la
escena, en completo silencio, el espectador intuye que algo va a pasar,
aunque no sabe cómo ni cuándo. El director juega con el espectador
demorando, retrasando deliberadamente ese momento, despistándolo
incluso con cambios de plano y de perspectiva para relajar su tensión y
aguardar el instante adecuado par la sorpresa.
La secuencia anterior nos introduce en otro motivo relevante en esta
parte de la cinta: la vida de los soldados durante las largas horas de
vigilancia. “¿Qué darán hoy en la tele?”, pregunta uno, dominado por el
aburrimiento. Algunos no tardan en encontrar entretenimiento: la mira
telescópica de su fusil, usada ahora como “cámara” para fisgonear, para
observar a distancia y sin ser advertido la vida de los demás. De esta
manera, esta cámara improvisada va describiendo rápidos travellings de
ventana en ventana, sorprendiendo escenas familiares en cada vivienda
(entre otras, momentos de la vida de la familia reagrupada o de Scarlett).
Es oportuno señalar que toda esta parte de la obra, desde la llegada de los
niños a la zona de seguridad hasta que la infección se desata nuevamente,
está presidida por las cámaras: su objetivo son unos seres humanos en
vigilancia continua, en una situación de excepción absoluta, sin que
cualquiera de sus movimientos deje de ser controlado (sin embargo, bastará
un fallo en esta cadena de control absoluto para que el desastre se
precipite). La cámara (la de vigilancia, los monitores de control, las mirillas
telescópicas) es el ojo de un poderoso e implacable sistema de seguridad
que no sólo ve todo sino que juzga sobre todo, toma decisiones y las ejecuta,
es el instrumento de control y dominio de un poder que, con el pretexto de
salvaguardar la seguridad frente a la infección, se ha convertido en
autoridad totalitaria. Desde este punto de vista, esta cinta es algo más que
una película de terror.
La madre reaparece, premonitoriamente, en las pesadillas del niño
(después será él mismo quien
la encuentre), que teme olvidar
cómo era, lo cual empuja a su
hermana a preparar una
escapada: ambos abandonan la
zona de seguridad (con
excesiva facilidad, dados los
rigurosos controles existentes
–quizá sea éste uno de las
incongruencias del guión-) para
ir a su antigua casa en busca
de una foto de la madre. Allí,
en lo que parece la buhardilla, una estancia bañada por una luz pálida,
amarillenta, mortecina, el niño descubre que vive alguien, escondido,
temeroso. La silueta que emerge lentamente de la penumbra es su madre.
El inesperado hallazgo pone en marcha de nuevo el protocolo para
supervivientes: los niños son aislados hasta que se pueda determinar que no
han sido infectados y la madre sometida a estrictos procedimientos de
limpieza y análisis. Ella no habla, pero sí lo hace su cuerpo, donde se
aprecian las huellas de la mordedura de los infectados (junto con un breve
flashback de su huida). La infección se muestra en un plano detalle de sus
ojos, que recuerdan a los de su hijo. Para la oficial médico no habrá dudas: la
mujer está infectada pero no muestra los síntomas del virus. Entre tanto, el
padre, que se ha quedado sin palabras al saber que han hallado a su esposa,
se ve obligado a dar incómodas explicaciones a sus hijos, que ahora lo
observan con recelo y desconfianza: lo vemos en primer plano con la imagen
acusadora de su hija reflejada en el cristal, mientras que les dice que él
creyó haber visto morir a su mujer.
Scarlett discute con los militares: la recién llegada es inmune a los
síntomas del virus, y eso la convierte en una persona muy valiosa, clave para
una futura vacuna que acabe con la infección. Mientras que esto sucede, el
montaje paralelo nos muestra al padre camino de la sala donde se encuentra
su mujer, ante la que se excusa por haberla abandonado. Reconoce que actuó
por miedo y le pide perdón. El montaje nos devuelve a la discusión entre
Scarlett y el militar: ella pide tiempo para hacer pruebas a la mujer;
“hágaselas a su cadáver”, contesta el militar. Sin embargo, no habrá tiempo
para nada: ella sigue queriendo
a su marido y ambos sellan su
reconciliación con un beso, que
se muestra de manera tan
sugerente como espectacular
con un plano detalle del iris de
ella en el que, como en un
espejo, se aprecia el gesto de
acercamiento de él para
besarla. Ahora bien, se trata
de un beso fatal pues él se
contagia a través de la saliva y queda infectado. A partir de este momento,
la cinta da un giro radical, convirtiéndose en una película de horror (más
cercano al género gore : efectos especiales, abundancia de sangre…) cuyo
primer episodio es el brutal asesinato de la mujer, inmovilizada, por su
marido infectado, los ojos inyectados, presa de terribles espasmos y
convulsiones. Las autoridades militares decretarán el código rojo (y la
pantalla por momentos se tiñe de color rojizo).
Lo que sigue es la expresión cinematográfica del desastre, el caos, el
apocalipsis, traducción visual de las palabras que pronuncia el mando militar:
“Hemos perdido el control”. Scarlett abandonará su puesto y se hará cargo
de los niños pero Andy se pierde en la histeria general. El distrito uno queda
cerrado, aislado y a oscuras; apenas podemos ver unos primeros planos de
rostros aterrados, alumbrados por mecheros, en un ambiente claustrofóbico
dominado por el pánico colectivo. En ese caos desatado Andy encuentra a su
padre y la infección se propaga a ritmo de vértigo en una escena dantesca,
escalofriante, una verdadera vorágine de sangre y gritos de espanto de una
masa que intenta huir. Reaparece la steadycam acompañada de un juego
constante de luces y sombras: rostros ensangrentados iluminan ahora el
claroscuro en tanto que Andy logra escapar a través de lo que parece un
tubo de refrigeración o de ventilación.
En cuanto la masa logra salir al exterior los soldados, apostados en lo
alto de los edificios, inician la caza de los infectados. Pero pronto llega una
orden terrible: “Abandonen la eliminación selectiva. Acaben con todos.
Disparen a discreción”. Es el propio Andy quien, al salir de su escondite,
contempla la carnicería. “Dios mío”, dice uno de los tiradores que tiene en su
punto de mira al chico, confuso y perdido. “Acabad con ellos”, se escucha en
tanto que las dudas acosan a Doyle, el
tirador, al que vemos en primer plano; él
mismo será quien abandone su puesto y
salve a Andy. El chico se reencuentra con
su hermana y Scarlett explica en qué
consiste un código rojo: la primera orden
es matar a los infectados; la segunda, la
contención y control del resto; la tercera,
si la anterior no da resultado, el
exterminio total (no pararán hasta que
estén todos muertos). Y ya se ha dictado
la tercera orden: ahora los soldados
matan más que el virus. Los supervivientes
se encuentran entre la espada y la pared:
o caen a manos de los infectados (Andy
dice a su hermana que su padre es “uno de ellos”: reaparece el miedo a ser
devorado por el propio padre que ya manifestó otro niño, el que llega a la
casa al comienzo de la película) o los matarán los tiradores.
Doyle aconseja al grupo que abandonen el lugar donde se encuentran.
Insiste en que se hallan a merced de los soldados o de los infectados. Un
soberbio plano nadir (desde la vertical del suelo) nos los muestra huyendo
en tanto que los helicópteros sobrevuelan el escaso espacio de cielo entre
un edificio y otro. La aviación se dispone a bombardear con napalm (se
autoriza expresamente el uso de armas químicas) el distrito uno: un plano
nos lo muestra, desde el monitor de un avión, con visión nocturna, y nos
enseña también a los fugitivos. La dinámica devastadora puesta en marcha
por el código rojo no se detiene: los planos aéreos ponen de manifiesto la
destrucción causada por las bombas, simultánea a la pérdida de imagen de
las zonas aniquiladas en los monitores de la sala de control.
El grupo de Andy logra cruzar el río. En un parque de atracciones
abandonado Doyle explica por qué abandonó su puesto: “Tener a un niño en el
punto de mira no me parecía un buen blanco”. Scarlett, por su parte, se
refiere a la inmunidad genética al virus de la madre de los niños, algo que
podrían tener ellos también, por lo que “sus vidas son mucho más valiosas
que la mía”.
Doyle habla con Flynn, el
piloto del helicóptero. Éste
viene a recogerlo pero, al
saber que son cuatro (el
tirador, los dos chicos y la
jefe médico) se niega a
llevarlos, a causa del código
rojo. Los cuatro huyen a la
desesperada de los infectados
y de los tiradores. Finalmente,
la aparición del padre hará el
resto: Andy se separa del
grupo y encontrará una silueta,
su padre, los ojos inyectados… Será su hermana quien, fusil en mano, acabe
con su padre. Ella dirá después a su hermano, al que veremos entonces de
espaldas, en penumbra, como una silueta: “Seguiremos juntos pase lo que
pase”. Ella misma tendrá ocasión de comprobar que su hermano ahora es
“uno de ellos”, se lo dije el ojo –primer plano del iris del chico-, aunque no lo
reconozca ante él. Al fin, en el antiguo estadio de Wembley son recogidos
por el helicóptero: “sólo quedamos nosotros”, dice la joven, y abandonan
Londres.
La cinta concluye con un breve epílogo: la infección ha llegado a París.
Queda abierta la puerta a una continuación, pero, más allá de la peripecia
narrada, quedan en la retina del espectador, entre otros hallazgos visuales,
los planos de un Londres desolado, convertido en sepulcro tanto por la
infección como por el código rojo (¿es la aniquilación masiva la única solución
contra un virus que amenaza con acabar con los seres humanos en el
planeta?). Desde este punto de vista, la cinta, ya un clásico del género,
destila pesimismo: basta recordar los planos de la masa de civiles
encerrados a oscuras, contenidos en un sótano, mientras la infección se
extiende entre ellos sin remedio.
Algunos estudiosos opinan que el cine de terror es un género
rígidamente codificado por la industria cinematográfica, con una
iconografía, unos rituales y unos procedimientos narrativos que lo hacen
fácilmente reconocible. Esos ejes que configuran el género proceden de
formulaciones y esquemas míticos ligados a creencias populares ancestrales
o bien a temores colectivos originados en determinados contextos
socioculturales. Uno de esos esquemas míticos es el de las creencias sobre
la muerte, contexto religioso en el que se sitúa el mito de los muertos
vivientes, los zombis (también otros, como el de los vampiros o las momias).
Hay quienes consideran que 28 semanas después no es propiamente una
cinta de zombis, en tanto que otros creen que supone una renovación del
género al introducir variantes significativas: sus zombis no han vuelto a la
vida ni buscan alimentarse, sino que son infectados por un virus que produce
en ellos una verdadera pérdida de identidad, convirtiéndolos en máquinas de
infectar.
En cualquier caso conviene recordar que la figura del zombi procede
de las regiones caribeñas en las que se practica el rito del vudú. Según ese
ritual, un hechicero resucita a un muerto valiéndose de la magia negra para
someterlo a su voluntad. Los primeros libros sobre estos rituales en Haití
impulsaron la aparición, en los años treinta del siglo pasado, del cine de
zombis: muertos que han vuelto a la vida, seres voraces carentes de
inteligencia que se alimentan de los humanos vivos.
Otros atribuyen un origen religioso al mito del zombi. La muerte es,
en las tradiciones religiosas, el camino para alcanzar la paz eterna, el
descanso definitivo. Los muertos vivientes, o los vampiros, no disfrutan de
la paz prometida; viven una existencia penosa que es una anticipación del
infierno, de la condenación eterna que pesa sobre ellos. Cabe recordar que,
en el caso de los vampiros, sólo alcanzan la paz definitiva gracias a una
muerte auténtica, que se produce mediante un cuidado ritual.
El zombi tiene que ver también con otro importante esquema mítico,
el de la pérdida de identidad, la transformación o desdoblamiento de una
persona en un ser completamente distinto, como la víctima mordida por un
vampiro o el superviviente infectado en esta película. El temor a la pérdida
de la propia identidad cuenta también con una larga tradición literaria, la
del doble , el yo escindido del doctor Jekyll y Mr. Hyde, o de un personaje
de Poe (William Wilson se causa su propia muerte al matar a su doble). El
cómic, y después el cine, han creado otros ejemplos de doble personalidad,
como Supermán, el Zorro o el Coyote, aunque en estos casos hay una
diferencia fundamental con los anteriores: el desdoblamiento no representa
en ellos los rasgos opuestos de un personaje, como sucede en Jekyll y Hyde
(la respetabilidad social del primero frente a la sordidez criminal del
segundo). En fin, Drácula no deja de ser un aristócrata elegante, un
terrateniente que oculta una personalidad diabólica.
El compositor John Murphy es famoso también por las bandas sonoras
de “Sunshine”, “El jefe”, “Corrupción en Miami”, “Instinto básico 2”,
“Millones”, “The perfect store”, “Intermission”, “Falsa amistad”, “Mean
machine”, “Liam”, y “Snatch, cerdos y diamantes ”. Este británico nacido
en Liverpool es uno de los compositores más destacados del Reino Unido y
un componente esencial del nuevo cine británico. Músico autodidacto, grabó
y participó en las giras de muchos grupos exitosos del panorama musical
británico de los años ochenta.
La banda sonora de esta película contiene una base electrónica con
feroces solos de guitarra eléctrica. Podemos decir que “cuanto mas fuerte y
mas ruido mejor”, para acompañar, sorprender y asustar al espectador. Las
canciones del film son las siguientes:

1. "28 Theme" 3:57


2. "Welcome to Britain" 2:25
3. "Helicopter Chase" 1:41
4. "Fire-bombing London" 2:38
5. "Theme 1" 1:53
6. "Walk to Regents Park" 2:54
7. "Kiss of Death" 2:53
8. "Don Abandons Alice" 2:59
9. "London Deserted" 2:24
10. "Go Go Go!" 2:10
11. "Theme 2" 2:33
12. "Knock Knock - Cottage Attack" 2:30
13. "Night Watch" 1:56
14. "Code Red" 2:29
15. "Going Home" 2:38
16. "Tammy Kills Her Dad" 2:20
17. "Crowd Breaks Out" 1:48
18. "Outbreak" 3:06
19. "Leaving England" 2:36
20. "Theme 3 (End Credits)" 2:38

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