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N: Mucho gusto señor Sócrates usted no me conoció pero yo sí. Pude leer y pensar lo
que dijo en los diálogos que Platón escribió sobre su pasado griego, por tanto me
gustaría retomar un tema descuidado por usted y es el tema de la vida. ¿Qué es la vida?
No parece un asunto de estos tiempos, es un tema olvidado sustituido impropiamente
por las técnicas de argumentación que tanto usted enfatizaba más allá de todo
conocimiento. Usted llegó a afirmar que no sabía nada, lo único a que se dedicaba era a
la argumentación, veamos.
S: El gusto es mío, algo de ti he escuchado por estos días. No creas que sólo me
motivaba la argumentación.
S: Parece que pasa el tiempo y las modas filosóficas se imponen según la situación del
contexto. En mi época había que apelar al lenguaje claro pues él reflejaba el estado del
alma y se necesitaba como herramienta para participar en la Democracia.
N: No veo como el alma pueda ser tamaño reflejo, el alma no existe como sustancia, en
todo caso es una apariencia, un fenómeno y por ello no refleja nada. Yo pienso que la
razón en el lenguaje es una “hembra engañadora”. Y sobre la Democracia mejor no
hablemos.
N: Vayamos al tema. En todas las épocas, los más sabios han pensado siempre que la
vida no vale nada... Siempre y en todas partes se ha oído de su boca el mismo acento:
un acento cargado de duda, de melancolía, de cansancio de vivir, de oposición a la vida.
Incluso usted dijo a la hora de su muerte: «La vida no es más que una larga enfermedad;
le debo un gallo a Esculapio por haberme curado.» Creo firmemente que usted estaba
harto de vivir.
S: No era tan así, tienes que entender que no podía vivir si no era en mi ciudad-estado
donde nací y donde tenía un fuerte compromiso de perfeccionamiento de mí mismo y de
mis hermanos ciudadanos. ¿Tienes tú ese compromiso social con los otros?
S: Se te olvida que yo no soy ningún sabio, para los filósofos griegos la filosofía es
búsqueda, si no la hay caemos en el dogmatismo. ¿Cuál es tu búsqueda? ¿Tu búsqueda
es aferrarte a la vida, un nuevo dogma? Contéstame: ¿La decadencia de que hablas es de
los sabios o de los filósofos?
N: Esta irreverencia que supone pensar que los grandes sabios son hombres decadentes
se me ocurrió por primera vez con referencia a un caso en el que dicha desconsideración
se halla totalmente en contra del prejuicio que sustentan tanto los eruditos como los que
no lo son: yo caí en la cuenta de que usted y Platón son deshonra y decadencia,
instrumentos de la descomposición griega, seudo griegos y antigriegos. (Lo dije en El
origen de la tragedia, 1872).
N: Fui comprendiendo cada vez mejor que lo menos probatorio del consenso de los
sabios es que tengan razón en aquello en lo que están de acuerdo. Lo que prueba, más
bien, es que esos hombres tan sabios coinciden fisiológicamente en algo que los hace
adoptar —de una manera forzosa— una misma postura negativa frente a la vida.
N: Los juicios y las valoraciones relativas a la vida, en pro y en contra, no pueden ser
nunca, en última instancia, verdaderos: sólo valen como síntomas, y únicamente deben
ser tenidos en cuenta como tales; en sí, dichos juicios son necedades. Hay que alargar
totalmente los dedos e intentar captar la admirable sutileza de que el valor de la vida es
algo que no se puede tasar. No puede serlo por un ser vivo porque éste es parte e
incluso objeto del litigio, y no juez; y no puede serlo por un muerto por un motivo
distinto. Que un filósofo considere que el valor de la vida constituye un problema no
deja, entonces, de ser hasta una crítica a él mismo, un signo de interrogación que se abre
sobre su sabiduría, una carencia de ésta. ¿Quiere decir esto que todos esos grandes
sabios no sólo han sido decadentes, sino que ni siquiera han sido sabios? Pero volvamos
al problema.
N: Por tu origen, Sócrates perteneces a lo más bajo del pueblo: Eres una chusma y feo.
Pero la fealdad, que en sí constituye una contrariedad, era entre los griegos casi una
distinción. ¿Fuiste realmente un griego? Frecuentemente, la fealdad obedece a un cruce
que entorpece la evolución. En otros casos, es el signo de una evolución descendente.
Los antropólogos que se dedican a la criminología nos dicen que el criminal típico es
feo: monstruo de aspecto, monstruo de alma. Entonces, el criminal es un decadente.
¿Eras un criminal típico? Esto, al menos, no iría en contra de aquel conocido juicio de
un fisonomista, que tanta extrañeza produjo a tus amigos. Un extranjero experto en
rostros que pasó por Atenas, te dijo directamente que eras un monstruo en cuyo interior
se escondían todos los vicios y todas las malas inclinaciones. Y te limitaste a comentar:
«¡Qué bien me conoce este señor!»
N: Contigo el gusto griego se vuelve hacia la dialéctica: ¿qué es lo que sucede aquí
realmente? Ante todo, que con esto queda vencido un gusto aristocrático: con la
dialéctica, quien impera es la chusma. Antes de su prédica, las personas de la alta
sociedad repudiaban los procedimientos dialécticos: los consideraban malos modales,
algo que ponía en entredicho a quien los utilizaba. Se prevenía a los jóvenes contra
ellos. También se desconfiaba de quien manifestaba sus razonamientos personales de
semejante forma. Los hombres de bien y las cosas no iban por ahí ostentando sus
razones de ese modo. No es muy decente ir enseñando los cinco dedos. Poco valor tiene
que tener lo que necesita ser demostrado. Ahí donde la autoridad sigue formando parte
de las buenas costumbres, donde no se dan «razones» sino órdenes, el dialéctico es una
especie de payaso; la gente se ríe de él, no lo toma en serio. Fuiste un payaso que logró
que lo tomaran en serio. ¿Qué es lo que sucedió aquí realmente?...
S: Me tomaron en serio porque la dialéctica es el arte de preguntar y responder, es el
arte de conocer al otro para conocerse a sí mismo. Tu también eres un payaso como yo,
con el tiempo también te tomaron en serio. Dime ¿Por qué jamás escribiste un diálogo
filosófico?
S: Buscar la contradicción no era para mí lograr una victoria sobre el otro y que se
retractara de sus dichos como querían los retóricos sofistas. Mi propuesta era recorrer
las tesis opuestas sin hacer afirmaciones absolutas. Podríamos decir que es una
circularidad virtuosa que amplia la comprensión y mejora la expresión. Así se pueden
dejar abiertas las puertas para seguir dialogando y pensando. ¿No te parece que de ese
modo puedes llegar a conocerte a ti mismo?
N: He sugerido qué es lo que podía haber en ti de repulsivo; falta explicar, con mayor
motivo, qué es lo que tendrías de fascinante. Una de las razones podría ser que
descubriste una forma nueva de lucha, siendo el maestro indiscutible de esgrima entre
los medios aristocráticos de Atenas. Fascinaba en la medida en que excitaba el instinto
de lucha de los helenos; en que introdujo entre los jóvenes y los adolescentes una
variante del pugilismo.
S: Así como se lo enseñé al joven Alcibiades te lo digo a ti. Hay tres grandes males que
afectan al hombre: la injusticia, la ignorancia y la ambición. El dominio de sí mismo
requiere un constante cuidado de sí, tanto del cuerpo –aunque este es perecedero- como
del alma. No el cuidado de las riquezas, ni del honor. El cuidado del alma consiste
fundamentalmente en el conocimiento de sí mismo, en el juicio justo y en la conducta
perfecta. Esto tiene sus orígenes en una muy antigua tradición que conocí en la escuela
pitagórica.
N: En última instancia, el tuyo no fue más que el caso extremo, el caso más manifiesto
de lo que ya entonces constituía una catástrofe general: que nadie se dominaba a sí
mismo, que los instintos se habían vuelto unos contra otros. Fascinabas por ser el caso
extremo de esto; tu fealdad, inspiradora de grandes temores, era a las claras la expresión
de ese caso: y, como es fácil entender, fascinaste más vigorosamente aún al presentarte
como la respuesta, la solución, como la forma aparente de curación.
N: Cuando no hay más remedio que convertir a la razón en tiranía, como lo hiciste, se
corre el peligro no menor de que algo se erija en tirano. En ese momento se adivinó el
carácter liberador de la racionalidad, que tu y tus «enfermos» no podían no ser
racionales, que esto era de rigor, que era tu último recurso. El fanatismo con que se
arrojó todo el pensamiento griego en brazos de la racionalidad revela una situación
angustiosa: se estaba en peligro, no había más que una elección: o perecer o ser
absurdamente racional... El moralismo de los filósofos griegos que aparece a partir de
Platón está condicionado patológicamente; y lo mismo cabe decir de su afición por la
dialéctica razón-virtud-felicidad equivale sencillamente a tener que imitarte e instaurar
permanentemente una luz del día —la luz del día de la razón—, contra los apetitos
oscuros. Hay que ser inteligente, diáfano, lúcido a toda costa: toda concesión a los
instintos, a lo inconsciente, conduce hacia abajo...
S: Los instintos son perversos. Conviene que el perverso obedezca, será mejor para él.
La perversidad es propia del esclavo mientras que la virtud es patrimonio del hombre
libre. ¿Eres tu libre o esclavo de tus instintos?
N: He dado a entender el por qué de tu fascinación: parecías ser un médico, un salvador.
¿Hay que explicar ahora el error que suponía tu «fe» en la «racionalidad» a toda costa?
N: Los filósofos y los moralistas se engañan a sí mismos cuando creen que cuando se
combate la decadencia se la supera. Pero superarla es algo que está por encima de sus
fuerzas: pretenden un remedio y una salvación que no es sino una manifestación más de
decadencia; cambian la expresión de la decadencia, pero no la eliminan. Fuiste la
personificación de un malentendido: toda la moral que predica el perfeccionamiento,
incluida la cristiana, ha sido un malentendido...
S: Los griegos en general no éramos animales racionales, éramos seres humanos con
virtudes y defectos, por ello había que dar la batalla por el perfeccionamiento humano.
¿Te parece que la razón y la virtud no se relacionan?
N: La luz del día más cruda, la racionalidad a toda costa, la vida lúcida, fría, previsora,
consciente, sin instintos y en oposición a ellos, no era más que una enfermedad
diferente; no era de ninguna manera un medio de retornar a la «virtud», a la «salud», a
la felicidad... «Hay que luchar contra los instintos» representa la fórmula de la
decadencia. Cuando la vida es ascendente, la felicidad se identifica con el instinto.
¿Llegaste a entender esto, tu el más inteligente de cuantos se han engañado a sí mismos?
S: Si alguno dispone de la libertad de hacer lo que quiera, aun no teniendo razón, ¿cual
vendrá al fin a ser su suerte y la de la ciudad? Suponte a un hombre enfermo que puede
hacer lo que le venga en gana sin atender a los consejos médicos, y a un tirano que no
sabe reprimirse a sí mismo; ¿qué resultará de sus acciones? ¿No es lo más probable que
el hombre enfermo acabe con su salud? ¿Y que el tirano pierda la ciudad?
S: No es el poder absoluto lo que has de procurar, tanto para ti como para la ciudad, si
deseas ser feliz, sino más bien la virtud.
Bibliografía: