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Ahora bien, como apunta Mandell (1986:210), Coubertin era consciente, por un
lado, de que la práctica y los logros obtenidos en la práctica amateur del
deporte atraían a escasos seguidores, y por otro, de que la atracción por el
lado festivo de las cosas era prácticamente universal. Por ello mismo, procuró
que casi todas las manifestaciones vinculadas al mundo deportivo apareciesen
adornadas de un ambiente alegre y festivo (desfiles de antorchas, fuegos
artificiales, representaciones musicales, discursos retóricos...) que atrajera a la
mayor cantidad posible de público y de medios de comunicación. No obstante,
este ambiente espectacular de que se dotó a los Juegos Olímpicos modernos
casi desde sus comienzos, y el carácter de espectáculo internacional de masas
que alcanzaron a partir de los Juegos de 1908 que tuvieron lugar en Londres,
fue aprovechado rápidamente para satisfacer sus propios intereses por los
políticos, funcionarios y empresarios con los que Coubertin negociaba para
obtener las ayudas necesarias para la restauración y consolidación de los
Juegos Olímpicos como manifestación deportiva internacional de carácter
regular.
Desde esta perspectiva, por tanto, puede decirse que los Juegos Olímpicos -y,
de manera paralela, toda manifestación deportiva de masas- han constituido
casi desde sus inicios un gran escaparate en el que convergen intereses
políticos y económicos, y en el que subyace la ideología de los países más
avanzados política, económica e industrialmente (Barbero González, 1993:35).