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Los organizadores de estas Jornadas Diocesanas sobre la Familia, me han pedido que
inicie el trabajo de las Jornadas comentando el lema escogido para este XXXIª
celebración: La vida, primer tesoro de la familia.
Mi primera preocupación al preparar esta intervención fue preguntarme de qué vida tenía
que hablar. Porque vida es la vida de las hormigas, y vida es la vida de los ángeles. Una
primera reflexión me hizo ver que si había que hablar de la vida tenía que de hacerlo en su
totalidad. Cualquier otro planteamiento se me quedaba corto y terminaba yendo contra la
misma naturaleza de las cosas. Porque la vida, aunque se realice y se manifieste en
muchos grados y con formas infinitas, es una sola, vida es la misteriosa animación de
cuanto existe, vida es la actividad, la alegría, la pujanza, el deseo de afirmarse y de crecer
que mueve y sostiene a cuanto existe.
Vida es el afán de ser y de crecer de todo cuanto existe, la expansión alegre de cuanto
existe, y el afán de reunirse, de apoyarse, de resistir juntos a las amenazas de la muerte y
de la nada, que tienen todos los existentes. Vida es la gloria del ser, la delicada belleza de
las flores, la fuerza secreta de las semillas, la agilidad y la fuerza de los grandes
mamíferos, la variedad y vistosidad de las aves, vida es el asombro de los niños, la
prudencia de los ancianos, la alegría de los encuentros y la angustia de los cautiverios,
vida es el saber y el hacer de todos los pueblos, la lucha de cada día contra la soledad y
contra la muerte, vida es el amor, el querer ser, vida es la complacencia de estar en el
gran banquete del mundo.
Si dejamos la lírica y nos preguntamos serenamente qué es vivir, la escolástica nos ofrece
la vieja definición de Aristóteles, a primera vista decepcionante, vida es “motio sui
ipsius”. Pero si nos detenemos un momento y nos asomamos al interior de esta
definición, a lo mejor nos descubre cosas interesantes. No hablemos de “vida” que al fin y
al cabo es una abstracción. No es la vida lo que anda por la calle, sino los vivientes. Un
viviente es aquello que se mueve por sí mismo, que se mueve desde dentro, que busca,
que desea, que defiende y amplía su propia existencia. Un viviente es aquello que existe
con capacidad de colaborar con su propia existencia, que la sostiene, que la multiplica,
que la defiende, que existe queriendo existir.
¿Qué misterio es éste? ¿Por qué la vida y no el silencio universal? ¿Por qué el ser y no la
nada? Y así llegamos al misterio primordial. La Vida es Dios, Dios es vida, todo vida y
toda la vida, por eso es fuente de vida, origen, donante, el Padre universal de la vida
universal. Precisamente, en estos días estoy explicando a los Seminaristas de Málaga el
Tratado sobre el Misterio de Dios y no puedo quitarme de la cabeza los bellos artículos de
la q. 18 de la Iª parte de la S.Th. de Sto. Tomás de Aquino “Utrum omnia sint vita in
Deo”. Dios es vida por esencia, vida absoluta, vida ilimitada, de forma que todo en El es
vida. Dios es entender y querer substancial, vida substancial, infinita, en toda su actualidad
y perfección. Todas las cosas son vida en Dios y Dios es la vida de todas las cosas.
Nosotros, cristianos, sabemos que en el origen de todo lo que existe y de todo lo que vive,
está el Dios vivo y verdadero, ese ser Primero, Necesario, que es la fuente de todo lo que
existe, cuyo nombre más adecuado es el de Ser Subsistente. Dios es el acto de Ser en
toda su plenitud, sin ninguna limitación, en toda su expansión e infinitud. Dios es el Ser en
si mismo, en toda su infinitud posible, el Ser infinito afirmándose por sí mismo de forma
necesaria e ilimitada. Y de este Ser infinito, por inteligencia y por amor, brotan todos los
existentes. Todo lo que existe, brota, brotamos, de este océano infinito de existencia
que es Dios. A veces el insistir en la eternidad de Dios nos lleva a la percibir a Dios como
un ser inmóvil, que no se altera por nada, que no siente, que no se emociona, que no
reacciona, que no vive. La eternidad de Dios no consiste en que Dios no esté activo, sino
en tener y vivir toda su actividad “simul existens”, entiende eternamente lo que nosotros
somos y hacemos temporalmente. Tiene vida perfectísima y eterna, porque su vivir es
perfectísimo, siempre en acto (S.Th. Iª, 18, 3).
Ser es entender, y entender es poseer en la propia existencia la forma del ser entendido,
por eso Dios es Padre que engendra por vía de inteligencia su propia substancia divina
como proveniente de si mismo, el Padre engendra al Hijo, ser divino con su misma
substancia, como imagen e Hijo de Sí mismo. Padre e Hijo conviven en un mismo Ser
infinito, y convivir en el Ser es amarse, darse y aceptarse mutuamente, fundirse en la
unidad y gozar en uno mismo de la presencia y de la comunicación del otro. Esta es la vida
de Dios, nuestro Dios es un Dios vivo, un Dios que entiende y que ama, que convive
dentro de Sí mismo, de su propia unidad.
A partir de esta brevísima contemplación de la Trinidad de Dios, podemos decir, vivir es
entender y amar, vivir es convivir, amarse, gozar de la plenitud del propio ser en la
comunión con otras Personas semejantes, teniendo presentes a todos los existentes
mediante el conocimiento y el amor.
Porque Dios se ama, porque es feliz de ser lo que es, decide libremente crearnos, por
pura generosidad, por el gusto de multiplicar su amor, para que muchos otros podamos
también disfrutar, con El y como El, del gozo de ser en comunión con todo lo existente.
Este es el gran banquete de la vida. En el centro Dios, Primer Viviente, y en torno a El,
sostenidos por El, todos los demás vivientes, la creación entera, participando de su ser de
mil maneras y con mil formas. La creación como pedestal del Hijo, lazo de unión de la
Trinidad con el mundo y del mundo con la Trinidad. Ese es nuestro mundo, el único
verdadero, las demás visiones posibles de mundos laicos y autónomos son pura fantasía.
Sólo teniendo presente este horizonte de la vida de Dios, podemos hablar de la vida con
realismo y verdad, con verdadero sentido. Es evidente que los hombres podemos hablar
de la vida sin tener en cuenta a Dios, podemos incluso escribir libros y promulgar leyes
sobre la vida y la muerte sin tener en cuenta a Dios. Pero entonces estamos reduciendo el
alcance de nuestras palabras y la riqueza de nuestras experiencias más de lo que
podemos imaginar. Hablar de la vida sin referirse a Dios, es como hablar de la luz
desde dentro de un calabozo, empeñados en contar exclusivamente con la luz de unas
cuantas antorchas, sin querer pensar en la luz del sol que brilla al otro lado de los muros.
Esta es el verdadero punto de vista para plantearnos de nuevo las preguntas iniciales: Si
Dios es el Primer Viviente, si Dios es la Vida misma, ¿qué sentido tiene decir que la vida
es el gran tesoro de la familia, que la familia es el lugar privilegiado de la vida?
Somos en todo y por siempre criaturas de Dios. Porque Dios es como es, somos
nosotros como somos. Porque Dios es un Dios vivo y conviviente, nosotros somos también
presencia y amor de nuestro propio ser. Somos trinidad en nuestro propio ser, y llegamos
a ser lo que somos, siendo unidad con otras personas por el conocimiento y por el amor.
La familia, y en primer lugar el matrimonio, es el encuentro de dos personas, que se
conocen, que se quieren, que se funden en un solo proyecto de existencia por la fuerza de
un amor que los une, que los recrea, que les mueve a multiplicar la vida para ampliar y
multiplicar el amor con el que ellos se aman y la felicidad de la unidad que ellos
comparten. También para el hombre, imagen de Dios, ser es vivir, vivir es conocer y
amar, amar es darse y acogerse, ser capaces de iniciar juntos un ciclo de existencia,
alimentada por el conocimiento y unificada por el amor, que despliegue lo que somos,
multiplique la existencia y aumente sin cesar nuestro amor y nuestra felicidad.
Con la particularidad de que el amor humano no es, no puede ser creador, sino sólo
colaborador del donante universal y permanente de la vida que es únicamente y
necesariamente Dios. Nadie puede diseñar de la nada un nuevo viviente como él quiera.
Todas las técnicas y todos los poderes del hombre se limitan a manipular algo de los seres
vivos ya existentes. Intentan apropiarse de algo que no es suyo, que no han hecho ellos,
sino que existe y vive previamente. En el abismo del amor interpersonal entre varón y
mujer, se multiplica la vida, pero se multiplica como don, los padres engendran una
nueva persona, pero su causalidad termina en la preparación de la intervención
divina. En cada persona nueva que viene a la existencia está el toque creador de Dios, la
intervención directa de Dios creando la llama de la existencia espiritual y corporal que
habita y humaniza el nuevo ser fruto de la fecundación.
Nadie sabe cómo, nadie sabe por qué, de repente, surge una criatura nueva, capaz de
crecer, de conocer, de amar el mundo entero. Del amor matrimonial nace una persona
nueva que revive en sí misma la aventura del mundo, la aventura de Dios. Cada vez que
nace un niño comienza el mundo. Decimos la familia tal, el matrimonio cual, espera un
hijo. Y es así, los hijos se esperan, se reciben cuando llegan, cuando Dios quiere, Dios os
los da, nadie puede hacer que surja de la nada una nueva vida, nadie puede marcarle
un ritmo, grabar un futuro de vida en una criatura inerte. Dios es la vida, sólo Dios nos
hace vivir, sólo El nos saca de la nada y nos está dando ahora mismo la capacidad de
ser, de vivir, de entendernos, de querernos, de estar presentes y disfrutar en este gran
banquete de la vida.
La vida es amor, sólo del amor y por el amor, surge la vida y sólo protegida por el amor, la
vida crece y llega a su plenitud. La frágil vida del embrión sólo llega a su término si es
acogida y protegida con amor. Hablar de la vida termina siendo la verdadera alternativa a
la cultura del aborto, que pertenece a una cultura del desamor, del egoísmo y por eso
mismo, cultura de la desesperanza y de la muerte. Las grandes posibilidades físicas y
espirituales, individuales y sociales, de un niño cuando comienza a vivir en el seno de su
madre, sólo podrán crecer en ese otro nido, ese nuevo seno del amor espiritual de sus
padres, de sus hermanos, de sus amigos, que le ofrece la convivencia amorosa, el
apoyo y la ayuda que necesita para crecer, para aprender a vivir humanamente en este
mundo, hasta llegar a ser una persona madura, poseedora de la riqueza del mundo entero
en su mente y en su corazón. Educar es amar, acoger, atraer hacia la propia perfección al
que comienza a ser, de nuevo en el movimiento del conocimiento y del amor. Donde no
hay amor, donde no hay ofrecimiento y donación de lo que uno es, no puede haber
verdadera educación, no puede haber crecimiento, no puede haber vida verdadera.
Con la transmisión de la vida, la transmisión de la fe en Dios, Padre y Salvador
En esta espiral del amor, que es la espiral de la vida, la mejor donación es la donación del
conocimiento de Dios. Las familias cristianas, la Iglesia, como familia de familias,
acogen a los nuevos cristianos abriéndoles la puerta del último secreto de nuestra vida,
el secreto de la presencia del amor de Dios en nosotros. En definitiva, en los padres
cristianos, en la Iglesia, es Cristo quien nos hace la confidencia de mostrarnos el secreto
de su corazón, “a vosotros os llamo amigos, porque os he confiado todos mis
secretos”. Y ¿cuál es el secreto de Jesús? El secreto de su intimidad y su identidad
personal, el secreto de sus largas horas de oración, el secreto de la presencia y de la
bondad de su Padre, el amor de su Abbá, la ternura del amor de Dios que ilumina y
sostiene su vida, que lo acompaña en la oscuridad de la muerte y le exalta en la gloria y en
el gozo de la resurrección, del triunfo definitivo de la vida de Dios en su cuerpo resucitado
y glorioso.
Los Papas nos lo han dicho repetidamente. Uno de los fenómenos más negativos de la
vida de la Iglesia actual en occidente es que las familias cristianas, en muchos casos, no
son ya capaces de transmitir la fe y la cultura cristiana a sus propios hijos. Educar es
enseñar a vivir, enseñar a vivir lo que uno mismo vive. Es verdad que los hijos están
sometidos a muchas influencias perniciosas que reciben de los ambientes exteriores a la
familia. Pero tenemos que atrevernos a decir que la fuerza del amor verdadero es más
grande y llega más adentro que la fuerza de todos los ambientes.
Donde los hijos son amados con un amor santo, generoso, sacrificado, irrevocable, allí hay
influencia educadora segura. Y donde se vive el seguimiento de Cristo, el amor de
Dios, de la Iglesia y del prójimo, como elemento primordial de la propia vida, de la
convivencia de cada día, de los criterios vigentes de actuación, de forma clara, explícita,
eficiente, allí los hijos aprenden ser cristianos de verdad, aprender a vivir como seguidores
de Jesús, a la sombra del amor de Dios, teniéndolo como referencia continua y definitiva
en todas las circunstancias de la vida. Luego, podrá haber días más claros o más oscuros,
podrá haber incluso algún eclipse temporal de la luz de Dios, pero el mundo interior de los
hijos está definitivamente construido a partir de la presencia iluminadora y vivificadora del
amor de Dios que sostiene y protege nuestra vida. Las experiencias profundas de nuestra
infancia son siempre la patria, el cimiento irrevocable de nuestro espíritu.
Hasta la resurrección gloriosa, hasta ese triunfo definitivo de la vida sobre la muerte, llegó
la vida humilde de Jesús que comenzó imperceptiblemente en el seno de la virgen María el
día de la Anunciación. Hasta la resurrección ha de llegar esta pobre y grandiosa vida
nuestra que comenzó el día de nuestra concepción, la vida que nos dieron nuestros
padres, que ellos acompañaron con su amor, las vidas de vuestros hijos que vosotros
acompañáis en la Iglesia y por la Iglesia, con Cristo, por el Espíritu Santo, hasta que
lleguen a la casa de Dios de donde salimos. Salimos como un germen pequeñito,
volvemos como un barco, con las velas desplegadas o con las velas hechas trizas, pero
siempre llevando en las bodegas de nuestro corazón las riquezas del mundo entero,
repetidas, multiplicadas en la vida de cada uno.
Visión de conjunto
La familia es lugar privilegiado de la vida porque es lugar privilegiado del amor. Por eso
mismo es también lugar privilegiado de la presencia de Dios en la humanidad y en el
mundo, pues la vida es Dios y Dios es amor. Porque Dios ha querido y sigue queriendo
que la vida, que es amor, nazca y crezca en el amor, en la comunicación y en la donación,
en la comunión de los vivientes, en el gozo y la riqueza de la compañía, del acogimiento,
de la inexistencia, de la comunicación y la donación mutua.
Todo esto quede dicho sin desconocer ni ocultar que la vocación para el amor inscrita en
lo profundo de nuestro ser espiritual, se puede vivir y cumplir sin pasar por la
mediación de la sexualidad. Precisamente porque el amor no nace de la carne, aunque
la carne lo estimule y lo module, precisamente por eso una persona puede realizar su
vocación para el amor amando a los demás sin la mediación de la sexualidad, o por lo
menos sin el condicionante de la sexualidad como vehículo y signo primordial del amor
personal. La gracia de la virginidad y del celibato consiste en amar a los demás, en
nombre y con la ayuda de Dios, con un amor personal, sincero, gratuito, generoso, estable,
que busca el bien del otro sin el aliciente ni la mediación del sexo, logrando así unas
posibilidades nuevas que llevan también la huella y la fecundidad de Dios.
Primera: Tenemos que ser capaces de ver los preceptos concretos de la moral
cristiana no como una colección de imposiciones aisladas, ni siquiera como un
conjunto de normas sensatas y prudentes, sino como exigencias internas de la misma
naturaleza de las cosas, exigencias internas de la vida entendida como amor y como fruto
del amor. Es como decir que la moral cristiana surge desde dentro de la vida misma, vista
desde el punto de vista de Dios, que es el único punto de vista verdadero.
Juan Pablo II, en su encíclica “Donum vitae” mostraba ya su preocupación ante la
tendencia de considerar verdaderos derechos a toda clase de deformaciones y
perversiones de la sexualidad humana. En este mundo de la permisividad y del relativismo
moral, la Iglesia corre el riesgo de ser considerada como la sociedad del “NO”. Es
importante hablar y actuar de manera que estos “noes” inevitables de la Iglesia, se
perciban y se interpreten como verdaderos “síes” a la verdad del amor y de la vida. No
podemos aceptar la promiscuidad, la anticoncepción, el sexo salvaje, porque todo
eso es contrario al amor, a la naturaleza interior del amor, y por eso no es propio de la vida
humana, sino empobrecimiento y degradación de las personas, amenaza y perjuicio para
la vida de los que actúan así y las vidas que pudieran nacer de esos encuentros
deshumanizados y degradados.
Esta cultura nuestra que exalta como valor supremo la libertad individual, considerada casi
exclusivamente en sus aspectos puramente subjetivos, sin tener en cuenta su relación
esencial con la verdad objetiva de las cosas, es capaz de frivolizarlo todo y hacer de la
creación entera un juguete al servicio de nuestros caprichos. Los hombres no podemos
decidir caprichosamente si queremos un hijo o no, sin contar con Dios, la vida es
esencialmente don, los hijos son dones recibidos de Dios, dones que se desean, que
se piden, que esperan y se reciben, cuando Dios los da y como Dios los da.
No condenemos a los que viven de otra manera. Tengamos más bien compasión de ellos.
No hemos aprendido todavía la exquisita pedagogía de Jesús con los pecadores. No
sabemos odiar al pecado, denunciar claramente el pecado, pero amando al pecador,
ayudándole a salir de su pobreza, de su soledad. Dios condena el fraticidio de Caín,
incluso lo castiga, pero al mismo tiempo protege al pecador, sigue amando a Caín,
no lo expulsa del alcance de su amor (Gn 4, 15). Jesús rechaza y condena el adulterio,
pero acoge y perdona a la pecadora. Los que no ven el misterio del amor humano, y viven
de otra manera, se pierden la gran experiencia del amor, viven ignorantes de sí mismos,
encerrados en el sótano oscuro de la carne, sin poder disfrutar del esplendor del amor
humano ni del amor de Dios. Son unos desgraciados, dignos de amor y de compasión.
Conclusión
Quien acogió la vida, en nombre de todos y para el bien de todos, fue la Virgen María. Ella
recibió del Padre el don de su Hijo, hecho hombre en sus entrañas, crecido en sus brazos,
al calor de su corazón. En Jesús y María nos aparece el misterio y el don de la vida en
toda su grandeza y en todo su dramatismo. Por el consentimiento de la Virgen María, por
la obediencia confiada de María a la voluntad santa de Dios, la Vida entró en el mundo y
nosotros hemos sido librados del poder de la muerte. Desde entonces, María, que es a la
vez símbolo de la Iglesia Madre, es madre de la humanidad, madre de todos los vivientes.
La maternidad de María ilustra la maternidad de la Iglesia, y ésta muestra el misterio
de la maternidad de María, modelo incomparable de acogida y protección de la vida.
Ella cuidó de Jesús en la vida y en la muerte, por eso fue iluminada por el esplendor de la
resurrección de su Hijo. Vivimos ahora tiempos de contradicción y de muerte. Vivimos en
nuestra carne el rechazo que padeció Jesús y que compartió su Madre María, “en el
mundo encontraréis dificultades y tendréis que sufrir, pero no os preocupéis, “Yo he
vencido al mundo” (Jn 16, 33).
1ª, Demos gracias a Dios por habernos manifestado este misterio de su amor que es
también el misterio de nuestra vida. Somos hijos de Dios; somos, con Jesús, hijos de su
amor, para vivir con El eternamente.
2ª, Demos el paso decisivo de vivir en el amor, el paso decisivo de situarnos en el amor
como actitud de vida fundamental y universal. Salgamos de la cárcel de nuestro
egoísmo que es pura tiniebla a la luz gozosa del amor bueno de Dios, que está en Cristo y
tiene que crecer también en nosotros. Este es el Reino de Dios cuya venida pedimos cada
día, vivir del amor de Cristo, en el amor de Cristo, con el amor de Cristo, para el bien de
todos.
3ª, Salgamos a las calles y a las plazas, salgamos a los cruces de los caminos,
anunciando con obras y palabras, humildemente, amorosamente, el banquete que Dios
tiene preparado para sus hijos, para todos sus hijos, invitémosles, seguros de que muchos
vendrán y se sentirán felices en la casa común, la casa del Padre que es la Iglesia.