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ABSTRACT
Este ensayo intenta abordar el debate sobre el origen de una nueva forma de pensar
la política a partir de la propuesta de Agustín de Hipona. El ensayo toma como punto
de referencia a Cicerón como teórico del Imperio Romano de Occidente, para hacer
una comparación entre las continuidades del pensamiento y los quiebres que éste
tiene con la propuesta de Agustín. Aquí se enfrentan dos tradiciones que entienden la
política supuestamente de puntos de vista distintos, el espíritu romano por un lado,
con su base en el estoicismo y por otro lado el incipiente espíritu cristiano. Con la es-
tructura de legitimidad que le entrega Constantino al cristianismo, Agustín busca en-
tregar un respaldo teológico frente a los momentos de crisis que se vivía en el Impe-
rio. Toda la propuesta Agustiniana cruzará elementos trabajados por Cicerón, este diá-
logo entre ambos autores genera puntos de encuentro, de oposición y matices que se
hace necesario aclarar.
I. INTRODUCCIÓN
Existe un gran debate entre los estudiosos de la teoría política antigua, el cual
gira en torno a la siguiente pregunta: ¿es posible aseverar que tras la caída del Impe-
rio Romano de Occidente y con el auge del cristianismo, se abre una nueva era en
cuanto al pensamiento político? Este trabajo intentará dar respuesta a esta interro-
gante a partir de una comparación entre las obras de Cicerón y Agustín de Hipona, dos
autores que representan el pensamiento romano clásico y cristiano, respectivamente.
De manera preliminar se plantea que existen variadas líneas de continuidad en
el pensamiento de ambos autores, pero también hay quiebres relevantes que no de-
ben ser pasados por alto. A priori, se puede pensar que con el paso de una cosmovi-
sión pagana a una cristiana se da un cambio radical en cuanto a la manera en que se
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Investigador del Centro de Análisis e Investigación Política. Director del Área Política Mundial.
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teoriza sobre la política, pero ello aunque no deja de tener una cierta dosis de reali-
dad, no es totalmente verdadero. Aquí, se intentará demostrar por qué esto es así.
Con la promulgación del Edicto de Milán en el año 313 d.C., el emperador del
Imperio Romano, Constantino I, estableció por primera vez que el cristianismo era
religio licita1. Esto significó el fin de décadas de persecución por parte de las autorida-
des romanas hacia los seguidores de las doctrinas de Cristo. Pero también, planteó el
fin del politeísmo como arquetipo religioso predominante, lo cual significó un quiebre
histórico que, es a todas luces, muy significativo.
El cristianismo empezaba su rápido auge a lo largo de todo el mundo civilizado,
y en el año 325 se realiza el Primer Concilio de Nicea, que estableció las bases institu-
cionales de la nueva iglesia. Cinco décadas más tarde, en el año 380, el emperador
Teodosio I estableció que el cristianismo sería a partir de ese momento la religión ofi-
cial del Imperio. Sin embargo, este hecho coincidió con el inicio de las invasiones bár-
baras en Roma. Esto, no favoreció a la imagen del cristianismo: muchos de los roma-
nos más apegados a la tradición politeísta lo interpretaron como un castigo de los dio-
ses contra el pueblo, por haber aceptado las doctrinas de Jesús como propias. Los pri-
meros cristianos tuvieron que sufrir en carne propia estas acusaciones, y uno de ellos
era Agustín (354 - 430), un obispo de la ciudad romana de Hipona. El decidió defen-
derse de la embestida de los romanos tradicionalistas, escribiendo su obra más céle-
bre: De civitate Dei, o La Ciudad de Dios.
En un famoso sermón, el mismo Agustín hace una defensa férrea del cristia-
nismo y reclama que, solo a través de la aceptación de esta fe, Roma podrá sobrepo-
nerse a las calamidades del momento:
Ahí veis, dicen, que perece Roma en los tiempos cristianos. Quizá no es esto
la desaparición de Roma; es quizá un azote, y no una ruina; tal vez un escar-
miento, y no un aniquilamiento. Tal vez no perezca Roma si no perecen los
romanos; y no perecerán si bendicen a Dios; perecerán si le blasfeman2.
1 Con el Edicto de Milán se estableció la tolerancia religiosa, por lo que el cristianismo empezó a expan-
dirse sin el temor de la persecución. Sin embargo, aún no se establecía como religión oficial del Imperio.
2 Sermón 8, I, 8. Trad. de Amador del Fueyo. Obras, vols. VII y X. Biblioteca de Autores Cristianos: Ma-
drid, 1964.
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II. CONTINUIDAD
Es necesario empezar identificando algunas características comunes de ambos
autores. Interesante es notar que tanto Cicerón como Agustín no se identifican usual-
mente como filósofos, y menos como teóricos políticos. El romano es caracterizado
usualmente como un compilador de la filosofía estoica de Panecio y el Círculo de Esci-
pión4. Mientras que el obispo de Hipona es ante todo un teólogo, ello porque “sus prin-
cipios más elevados no proceden de la razón sino de las sagradas escrituras, cuya au-
toridad nunca pone en duda, y que considera como la fuente última de la verdad con-
cerniente al hombre en general y al hombre político en particular”5. Esto no implica
que ellos no hayan efectivamente hecho conjeturas sobre el hecho político, aunque no
como el objetivo primario de sus obras.
3 Sabine, George. Historia de la Teoría Política. Fondo de Cultura Económica: México, 1994. p.143.
4 Ibíd. p.144.
5 Fortin, Ernest L. “San Agustín”. En Historia de la Filosofía Política (Leo Strauss y Joseph Cropsey
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6 Velásquez, Oscar. “Cicerón en el De civitate Dei de san Agustín: Las complejidades de un diálogo”. En
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10Durante buena parte de su vida Agustín fue seguidor de esta secta, la cual postula una distinción radi-
cal entre el bien y el mal, siendo este último no solo una corrupción del primero, sino que una entidad
en si misma totalmente diferente.
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co que puede efectivamente “dar a cada uno lo suyo” es Dios, por lo que solo aquella
comunidad que vive en la gracia de Él puede ser llamada justa11. Sin duda, ya acá no-
tamos un rompimiento con la tradición romana clásica, el cual se analizará inmediata-
mente después. Por ahora, lo importante es concluir, que las dos “líneas de continui-
dad” están presentes en De civitate Dei, aunque en su versión cristianizada.
Entonces, aunque Agustín difiere de Cicerón en varios aspectos, la preocupa-
ción política fundamental es básicamente la misma, a saber: ¿cómo constituir una co-
munidad universal de hombres que viva en armonía con la virtud de la justicia? Ahora,
cómo entienden cada uno de estos autores estas categorías, y por qué se dice que exis-
ten también quiebres importantes es lo que se hará a continuación.
III. QUIEBRE
El análisis previo que he realizado de las obras De re publica y De civitate Dei,
han permitido dilucidar que existe efectivamente continuidad entre el pensamiento
pagano y el cristiano. Sin embargo, sostengo aquí que el quiebre es igualmente patente.
Y, aunque ya he mencionado que Agustín está particularmente preocupado de exponer
la idea de una comunidad universal regida por la justicia, al igual que Cicerón, es preci-
samente en este sentido que se da un vuelco significativo. Un vuelco, que de todas ma-
neras es más bien una adaptación de esta tradición de pensamiento a la doctrina cris-
tiana, he ahí la importancia de la obra del obispo de Hipona.
Algo particularmente interesante en De civitate Dei es la motivación por la cual
su autor la escribe. Su título original reza así: De civitate Dei, contra paganos, lo que
traducido significa “La ciudad de Dios, replica contra el paganismo”12. Sin duda esto no
deja de llamar la atención. Pero, también puede llevar a equívocos innecesarios, ya que
no significa que Agustín intente renegar de todo el pensamiento pagano. Cabe recordar
que, como se había mencionado, el autor escribe en el contexto de la acusación que
hacen los romanos a los cristianos de ser culpables de la decadencia del Imperio. Lo
que intenta demostrar el teólogo de Hipona es que la doctrina cristiana es compatible
11 De civitate Dei. XIX, XXI, 1. Trad. de Santos Santamarta del Río y Miguel Fuertes Lanero. Obras, vols.
XVI y XVII. Biblioteca de Autores Cristianos: Madrid, 1988.
12 En la traducción de Santos Santamarta del Río y Miguel Fuertes Lanero. Obras, vols. XVI y XVII. Biblio-
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con la república romana, y que si ésta se encuentra en crisis es precisamente por culpa
de su adoración a los dioses falsos y por su apego a una errónea concepción de la justi-
cia. Es decir, intenta hacer una “reforma desde dentro”, por decirlo de alguna manera
más explicita.
El principal quiebre que se produce en De civitate Dei, con respecto al pensa-
miento de la Roma pagana, es con respecto al concepto de justicia. Si bien había dicho
que, tanto para Cicerón como para Agustín, es la justicia la virtud que debe regir a la
comunidad política, éste último autor agrega que “ningún imperio pagano podía ser
capaz de realizarla”13. Y para sostener esto él refuta directamente la definición de re
publica que da el estadista romano, ello en un citado pasaje de su obra:
[…] (Según) las definiciones formuladas por Escipión en la obra ciceroniana
titulada De re publica jamás ha existido un Estado romano. Define el con
brevedad el Estado (re publica) como una “empresa del pueblo”. Si esta defi-
nición es verdadera, nunca ha existido un Estado romano, porque nunca ha
sido empresa del pueblo, definición que él eligió para el Estado. Define el
pueblo, efectivamente, como una multitud reunida por la adopción en co-
mún acuerdo de un derecho y por la comunión de intereses […], y demuestra
así cómo no puede gobernarse un Estado sin justicia […]. Así que donde no
hay verdadera justicia no puede haber una multitud reunida en sociedad por
el acuerdo sobre un derecho […], (y) si el Estado es la empresa del pueblo y
no hay pueblo que no esté asociado en aceptación de un derecho, y tampoco
hay derecho donde no existe justicia alguna, la conclusión inevitable es que
donde no hay justicia no hay Estado14.
Esta crítica a la definición ciceroniana apunta directamente a la dicotomía que este
autor plantea entre la civitas terrenal y la civitas Dei. La república romana defendida
en De re publica es sin duda, terrenal. En ella solo se persigue los fines materiales co-
rruptos, y no existe verdadera justicia, puesto que solo Dios puede ser el que imparte
ésta, y por ello Agustín se pregunta:
[…] ¿qué justicia humana es aquella que arranca al hombre del Dios verda-
dero para hacerlo esclavo de los impuros demonios? ¿Es esto darle a cada
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15 Ibíd.
16 Sabine. Op. cit. p.165.
17 Sermón 8, I, 8.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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