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©Carolina Paola García

El encuentro

Aquella mañana me había parecido interminable. Suerte que por


ese día ya no debía cursar más materias, porque, a decir verdad,
había quedado exhausto de tanta tensión. Iba en mi camioneta de
regreso a casa cuando me percaté de que no podía volver tan
temprano, pues supuestamente yo estaba cursando. Mi padre
estaría en su trabajo, claro, pero… ¿para qué tentar a la suerte?
Él podría regresar por cualquier motivo. Mi madre sí estaría en
casa, los jueves no trabajaba, y aunque sé que no se enfadaría si
le contara lo sucedido no quería amargarla por mi
irresponsabilidad. Sí, mi madre no se enfadaba, se amargaba.
Estaba cerca de la playa en la que mi hermano Dante, un
grandulón atlético de veinticuatro años, trabajaba como
guardavidas. ¿Qué más podría ser aquel galancito de cuerpo
atlético y bronceado? ¿Abogado? ¿Arquitecto? Nunca. En esas
ocupaciones no había mujeres, o por lo menos no como él las
quería y, lo más importante, no podía lucir el torso por el que
trabajaba dos horas por día, cinco días a la semana. Aparqué mi
camioneta y me dirigí hacia el extremo de una duna para ver si
encontraba a Dante. La claridad que provocaban los rayos de sol
al contacto con el agua cristalina y la arena blanca encandilaba,
pero no me fue difícil ubicarlo. Estaba en lo alto de una
plataforma situada a orillas del mar, observándolo todo.

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- ¡Ey, grandulón! – dije cuando me había acercado hasta su


puesto.
Me miró sorprendido, pero con una risa que mostraba sus
blancos dientes.
- ¡Demián! Qué raro tú por acá – me dijo mientras bajaba de la
plataforma con una sonrisa aún más grande –. Has venido a
buscar mujeres, eh – continuó al tiempo que despeinaba mi pelo
castaño claro.
Yo respondí con un puñetazo amistoso a su brazo izquierdo, y él
contraatacó de la misma forma, pero a mi estómago.
- Vaya, ya estas bastante endurecido, hermanito – dijo risueño
después de aquel puñetazo.
Hacía once meses había empezado el gimnasio ante la
insoportable insistencia de Dante. Claro que yo no iba cinco días
a la semana. Iba tres… y gracias. Aunque ahora hacía tres
semanas que no iba.
Me sonreí y le mostré mi bíceps.
- ¡Has visto esto, eh! Tendrás competencia, Dante – bromeé.
Él tiro la cabeza hacia atrás echándose a reír.
- Eso lo veremos, y muy pronto. La semana que viene en el baile
de graduación de Nella – me recordó mientras abría la boca y
guiñaba un ojo.
El baile de mi hermana… Lo había olvidado, a pesar de que ella
había estado hablando de comprarse el vestido para la ocasión,
esta mañana. No tenía la más mínima intención de ir a ese baile.
Estarían allí todas sus irritantes amigas. Pero iría sólo por Nella.
Sabía lo importante que era el baile de graduación para ella, y yo
no le fallaría.
- Cierto – admití –. Pues ve preparándote, porque saldré
victorioso – continué bromeando mientras levantaba los dos
brazos mostrando ambos bíceps.
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- Bien. Aceptaré un empate, pero una derrota jamás – admitió al


ver mis progresos físicos.
Nos echamos a reír. Aunque aquello era cierto. Ese grandulón no
toleraba perder en lo que a mujeres se refería.
- Ahora dime que haces por aquí. Nunca vienes por la mañana a
la playa. ¿No tuviste clases? – preguntó mientras se sentaba en
la arena.
Me senté a su lado. A mi hermano le podía contar aquello, por lo
que me digné a relatar con detalle todo lo sucedido esa mañana,
mientras dibujaba con mi dedo círculos imperfectos en la arena.
- Asique serás esclavo de Nella – dijo soltando una sonora
carcajada –. Esa chiquilla te hará hasta limpiar sus zapatos. ¡Qué
divertido será ver eso! – soltó otra carcajada aún más sonora.
- Sí, muy divertido – murmuré frunciendo el ceño.
Se puso serio y cambió de tema.
- Ahora cuéntame de Josefina. Ese asunto se está poniendo rojo.
Por lo que me cuentas, aún no te saca de su cabeza.
En cuanto pronunció esas palabras volví a sentirme
inmensamente mal. El asunto con Josefina, o mejor dicho el
asunto de ella conmigo, cada vez estaba peor. Yo notaba como
empeoraba. No tenía idea de qué hacer para detener aquello que
sabía la lastimaba. Pensar en alejarme de ella sería una idea
inútil. En la pequeña Ciudad del Este no puedes evitar mucho a
la gente, y menos cuando tienes 21 años. Tarde o temprano me
la volvería a encontrar. Más temprano que tarde.
- No sé que hacer. La quiero mucho, pero no del modo que ella
desea. La siento sólo como una amiga. Me rompí muchas veces
la cabeza pensando qué hacer, y nunca se me ocurrió nada. Ni
siquiera supe qué decirle cuando hablamos por celular hoy a la
mañana – me lamenté.

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- Sí... Es imposible intentar sanar esto sin hacerle daño. No sé


que dec…. – se detuvo pensativo con la mirada en el horizonte.
Lo miré impaciente por saber qué era lo que estaba navegando
en sus neuronas.
- ¿Qué piensas? Lárgalo – le ordené dándole un codazo.
- Dijiste que Nahuel le clavó la mirada a Josefina… - pronunció
esas palabras lentamente con la mirada aún a lo lejos.
- … y que habría jurado escuchar cómo le temblaron las rodillas
cuando ella lo miró – terminé su frase.
Dante me miró sonriente.
- ¡Eso es! – exclamó -. Hay que hacer que Josefina se fije en
Nahuel.
- Como si fuera una tarea fácil… - me quejé.
- Pero no imposible – me dijo torciendo su rostro con una
sonrisa pícara.
- No soy Cupido, y en estos temas no sé como manejarme.
- Déjame a mí. Ya veré qué se me ocurre para juntar a esos dos –
prometió.
Asentí, no muy esperanzado.
Continuamos hablando largo rato. Me contó el salvataje de la
tarde anterior a una muchacha, al mejor estilo Baywatch. Dante
era tan exagerado para narrar sus situaciones. Miré mi reloj, y
casi era mediodía. Ya habría terminado la hora del examen del
Dr. Nell, de haberlo hecho. Asique saludé a mi hermano y partí
rumbo a mi casa.
Estacioné mi camioneta justo al lado del C4 negro de mi padre.
Ya había llegado…
Desde el hall se veía a mi madre saltando con una sonrisa
enorme en la sala de estar.
- ¡Es hermoso y es rosado! – la oí exclamar llena de felicidad.

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No sabía a qué se refería hasta que me acerqué y vi a Nella


sosteniendo un vestido color rosa pálido. Eso me volvió a
recordar que se acercaba su graduación.
- ¡Demián! ¡Mira! Nella me hizo caso – dijo mientras tomaba
entre sus manos aquel vestido -. Vas a estar hermosa. – susurró
dirigiendo la vista a mi hermana.
- ¡Hola! – saludé en general. Deseaba internamente que Nella
haya olvidado el tema de mi esclavitud.
Los ojos de mi hermana se clavaron en mí, nuevamente con ese
brillo especial de la victoria. No sé si era porque había
conseguido su vestido soñado o porque había aparecido su
futuro esclavo.
- Hola, mi perrito fiel – me dijo con una sonrisa pícara.
Lo que me temía… no lo había olvidado. Era yo el que había
olvidado que a Nella no se le escapaba nada.
- Oh, vamos, Nella. Lo del surfista sólo fue una broma – le dije a
la vez que le pasaba un brazo sobre sus hombros.
- Pero hoy te salvé – dijo susurrando a mi oído.
- Sí… ¡Y también me asustaste! Creí que les dirías todo – le
murmuré con el ceño fruncido.
- ¡Pero te salvé! – repitió.
Mi madre no se percató de nuestra silenciosa conversación.
Estaba comentando detalles del vestido de Nella con Doña
Elvira, quien había aparecido en la sala hacía unos instantes.
- Gracias. Pero no me lo hagas pagar así. Hace mucho tiempo ya
que se abolió la esclavitud – bromeé.
- Está bien. Pero sí me tendrás que pagar de algún modo, y ya sé
cómo – nuevamente sus ojos habían adoptado ese brillo
victorioso.
- Trato hecho – concedí -. ¿Qué debo hacer?

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Sonrió a la vez q chocaba suavemente las palmas de sus manos,


produciendo un leve sonido.
- Bueno… hoy es viernes y… con mis amigas arreglamos para
salir. ¿Puedes llevarnos a todas en tu camioneta?
Me temía que el asunto no podría venir tan bien.
- Oh, no, Nella. ¡Vamos! – me quejé.
Me miró fijo con el ceño fruncido.
- Está bien, Demián – dijo incorporándose –. El cesto de ropa
sucia de mi baño esta lleno y…
- Bien… ¡Te llevaré! – la interrumpí. Prefería soportar unos
minutos a sus amigas antes que hacer labores domésticas.

A eso de las 7 p.m. estaba tirado en el sofá de la sala de estar


mirando televisión, cuando sonó el timbre. Doña Elvira había
salido a hacer compras, por lo que tuve que ir a atender. Cuando
abrí la puerta deseé volver a cerrarla en el mismo momento.
Eran las amigas de Nella, cuatro de ellas para ser exacto.
- ¡Hoolaa, Demiáán! ¿Está Neellaa? – dijo la desagradable voz
de Jennifer. No sé porqué motivo esa muchachita, que
encabezaba el aquelarre, se empecinaba en hablar como si
tuviese tres papas en la garganta.
Cuando estaba por decirles que pasen con mi forzada mejor
cara, apareció mi hermana por detrás.
- ¡Jenny! ¡Chicas! ¡Pasen! – exclamó -. ¿Me trajiste la remera
que te pedí, Sol? – preguntó mi hermana a otra de sus amigas.
Sol era más agradable que Jennifer, pero me incomodaba el
modo en que solía mirarme. A Dante le hubiera encantado, pero
a mí no.
Se fueron todas directo a la habitación de Nella, y agradecí que
lo hicieran.

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Di media vuelta para volver a la televisión y vi que mi padre ya


se había apropiado de ella.
- ¿Te importa si miro un documental sobre innovaciones en
edificios modernos que están apunto de pasar? – preguntó
tranquilamente modulando cada palabra.
Hasta ese momento no había notado lo envejecido que se había
tornado el rostro de mi padre. En su cien se podían ver gruesas
líneas de expresión y en su cabello dispersos hilos de plata.
Supuse que aquello era producto de los largos años de duro
trabajo, que lo llevó a tener lo que hoy tiene.
- No, claro que no, papá – dije curvando la comisura derecha de
mi labio. Me senté junto a él en el sofá. Aquel documental
también debería ser interesante para mí. Además si deseaba
trabajar alguna vez en el grupo de Arquitectos de mi padre debía
estar actualizado.
- ¿Qué tal hoy la Universidad? ¿Tuviste clases con Oscar? –
preguntó sin despegar los ojos del televisor.
En cuanto escuché aquella pregunta tuve un carraspeo que se
tornó en una tos fuerte. Me incorporé en mi asiento acomodando
los almohadones del sofá.
- Sí… papá. Hoy tuve clases con el Dr. Nell – respondí tratando
de disimular mi nerviosa voz.
- ¿Y que tal ha ido? Seguro excepcional. ¡Lo que sabe ese
hombre no lo sabe nadie! – se auto contestó.
Yo asentí y sonreí.
- Estamos a fin de cuatrimestre y ya no quedan temas para dar,
asique sólo nos comentó la estructura de sus exámenes finales,
para que nos preparemos bien – mentí. Odiaba hacer aquello,
pero era necesario. No quería disgustarlo.

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- Prepárate bien, hijo. No querrás hacer quedar mal a tu padre


con su amigo – dijo en tono de broma. Pero yo sabía que eso iba
muy en serio…

Cerca de las 8.30 p.m., cuando el documental estaba llegando a


su fin, Dante entró por la puerta del frente. Y exactamente en el
mismo momento, Nella con sus cuatro amigas bajaban por la
escalera situada frente a la misma. Jennifer y su aquelarre se
quedaron boquiabiertas y petrificadas en medio de la escalera.
No era para menos. Dante solía volver a casa vestido de la
misma forma que andaba en la playa: sólo en mallín.
Me eché a reír ante semejante imagen. Dante, por supuesto, no
podía ir en contra de su naturaleza de Don Juan y les sonrió al
tiempo que les guiñaba el ojo derecho. Todo el aquelarre
carraspeó y pude ver a Jennifer dar media vuelta sobre sí para
hiperventilarse. Dante subió la escalera en dirección a su
habitación y en ese momento me recordó a Moisés, cuando
separó las aguas para cruzar aquel río. Las amigas de Nella se
hicieron a un lado para que Dante pasara, quedando dos a su
derecha y otras dos a su izquierda. El se deslizó por los
escalones con el mentón erguido y cara de gloria. Era la réplica
exacta de Don Juan de Marco.

Como todos los viernes por la noche mi madre encargó pizza.


En cuanto llegó nos sentamos a cenar mi familia y el irritante
aquelarre. Las chicas hablaban entre ellas, discutían qué iban a
usar esa noche y algún que otro chisme. Mi madre estaba atenta
a todo aquello, en ese momento era una más de ellas. Y Dante
nos contaba, a mi padre y a mí, cómo una ola enorme había
dejado como Dios trajo al mundo a la inquilina del
departamento de la otra cuadra.
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Después de cenar fui a mirar televisión. Mientras hacía zapping,


Dante se asomó por la pared.
- ¡He-Man! ¿Hoy sales? – me preguntó.
- No, estoy agotado. Además mis amigos siguen con exámenes y
ninguno saldrá.
Entró a la sala y se sentó de un brinco a mi lado en el sofá.
- Si es por eso puedes venir conmigo y mis amigos. Te haremos
conocer las mujeres más lindas de Ciudad del Este – dijo
mordiéndose el labio inferior y despeinando bruscamente mi
pelo por segunda vez en el día.
- ¡Que te digo que no idiota! – bromeé al tiempo que le di un
puñetazo despacio en el brazo. Esa noche no saldría, había
tenido un día agitado y me sentía cansado.
- Como digas, idiota – repitió resaltando la última palabra. No se
fue sin antes despeinar mi pelo por tercera y última vez en el
día.

Seguía haciendo zapping cuando Nella me gritó desde el piso de


arriba que ya estaban listas para salir. Las dejé en el boliche “La
Morena”, donde solían ir, a eso de las 00:30 a.m. Regresé a mi
casa por la misma calle, que bordeaba la playa, con la ventanilla
completamente abierta. El aire húmedo y pegajoso se aferraba a
mi rostro, como las raíces al suelo. Me sentía relativamente
feliz. Aquel día había terminado mejor de lo que esperaba. Las
cosas no habían salido del todo mal. Sólo me preocupaba el
corazón agrietado de mi amiga, Josefina…

La semana siguiente transcurrió normalmente. El miércoles nos


dieron la noticia que al otro día terminábamos de cursar. Asique
el viernes me desperté con los rayos de luz del mediodía, que se
colaban sin permiso por la enorme ventana de mi habitación.
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Abrí los ojos, pero los volví a cerrar al instante. La claridad era
encandilante, por lo que mis ojos tardaron en adaptarse a la
atmósfera de ese mediodía. No hubiera querido despertar nunca
al viernes, esa noche era el baile de graduación de Nella. “Lo
hago por ella”, me recordé.
Mi madre tocó la puerta de mi habitación y asomó su risueño
rostro.
- Buenos días, mi amor. Creí que seguirías dormido – dijo
mientras entraba con un paquete enorme envuelto en una bolsa
de color negro.
- Hola, mamá – dije mientras refregaba mis ojos -. ¿Qué es eso?
- Es tu traje. Acaban de traerlo de la tintorería – dijo mientras lo
colocaba en una silla -. Mandé a que lo pongan a punto, para que
esta noche Dante y tú sean los más lindos – se acercó y me dio
un beso en la frente.
- ¿No has irás a trabajar hoy? – le pregunté.
- No, por supuesto. Pedí el día en el Colegio. Sabes que cuando
de fiestas se trata a las mujeres no nos alcanzan las horas de un
día para prepararnos – pronunció esas palabras mientras se
retiraba de mi habitación.
Me senté en la cama estirando cada uno de los músculos de mi
espalda y brazos. Sabía que la noche llegaría rápido. Esa es la
ley: Lo que no deseas llega en menos de un pestañeo, al
contrario de cuando quieres algo.
Durante todo el día la casa fue un desfile de vestidos de mi
madre y zapatos de mi hermana. Nunca había visto a dos seres
humanos subir y bajar escaleras tantas veces, sólo para mirarse
en una pared de espejo. Eso era lo que había en el comedor de
mi casa: la pared de espejo más grande que haya visto…
Capricho de mi madre.

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Vi pasar una manicura, una peluquera, una maquilladora y quién


sabe cuantas especialistas más de cada centímetro de piel y
carne, de cada terminación nerviosa. Miraba asombrado aquel
perturbador día demasiado femenino. Aproximadamente cuatro
pares de seres con cromosomas XX corrían apresuradamente por
la casa, como las agujas del antiguo reloj del comedor, el cual
anunciaba con cada campanada que se acercaba la hora del
suplicio. Mi suplicio…
Faltando tan sólo una hora para nuestra partida al salón de
fiestas comencé a prepararme. Tomé el paquete que mi madre
había colocado en la silla de mi habitación y lo abrí. Era,
efectivamente, mi traje negro perfectamente planchado. Lo
olisqueé y me pareció que el aroma era pino. No recordaba la
última vez que lo había usado. Quizá fue en mi graduación o en
la fiesta de quince de Nella. Busqué en el cajón de mis camisas
alguna que fuera de tela delgada. Estaba haciendo bastante calor,
y no aguantaría el traje mucho tiempo si me ponía una de tela
gruesa. Encontré una color “lila clarito”, y en el cajón de abajo
había una corbata negra y gris con rayas del mismo tono que la
camisa. “¡Bingo!”, pensé. Qué fáciles son las cosas para los
hombres. Me bañé, me cepillé los dientes y volví a la habitación
para cambiarme. Una vez que acabé mi corta y fácil tarea, me
dirigí a la planta baja, pues ya estaríamos por salir.
Mi madre estaba parada al pie de la escalera, con un vestido
verde esmeralda y el pelo recogido. Era una mujer hermosa.
Parecía como si el tiempo no pasase para su rostro. Nella
apareció a su lado a los pocos segundos. Nunca había visto a mi
hermana tan bonita como hoy. Mi madre tenía razón, el rosa era
su color.
- ¡Vaya! Pero que lindas están. – les dije alegremente con mi
mejor sonrisa mientras descendía por la escalera. Al ver aquel
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espectáculo de belleza femenina se me había olvidado adónde


estaba por ir en unos minutos.
- Gracias. – corearon al unísono.
- Qué guapo estás, Demián. Al igual que Dante. – admitía
orgullosa mi madre.
Yo sonreí.
- ¡Papá! ¡Dante! ¡Vamos, no quiero llegar tarde! – gritó Nella.
Escuché que el televisor de la sala de estar se apagaba. Dante
salía de allí, con mi mismo traje, pero de camisa y corbata
celeste. Mi padre apareció por detrás, casi pisándole los talones.
Iba vestido de traje gris y camisa blanca.
- Si, si. Vamos. – dijo mi padre.
- No, momento. No se van hasta que no saque la foto. – dijo la
voz de Doña Elvira que aparecía por el pasillo que conducía a la
cocina.
Velozmente nos pusimos uno al lado del otro.
Chic.
La postal de aquella noche ya estaba hecha…
- ¡Que se diviertan! – gritó Doña Elvira mientras cerraba la
puerta a nuestras espaldas.

El inmenso salón esta ubicado a unos 60 metros de la playa, del


otro lado de calle. La decoración era bonita: en color dorado y
blanco. Unas largas y gruesas tiras de gasa y seda de dichos
colores colgaban del techo, naciendo del centro del salón y
terminando en las esquinas y partes medias de cada pared, de
donde brotaban racimos de globos en el mismo tono. Las mesas
tenían manteles blancos por debajo y unos más pequeños color
dorado brilloso por encima. Las sillas, forradas en los mismos
tonos, tenían un moño enorme que sobresalía en la parte del

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respaldo. Las luces de colores brincaban por todo el salón


marcando el ritmo de la música.
- ¿Listo para la competencia? – me dijo Dante con una sonrisa
ansiosa.
- ¿Cuál competencia? No existe ninguna competencia – le dije
irónicamente mientras me echaba a caminar por el medio del
salón.
Escuché su carcajada sonora a mis espaldas. Y en un suspiro ya
estaba a mi lado. “Acción”, le oí murmurar.
Pasamos por delante de un par de chicas que no paraban de
hablar emocionadas y tomadas de las manos. En cuanto se
percataron de nuestro paso detuvieron su frenético cotorreo y se
quedaron mirándonos como si hubiesen visto al mismísimo
demonio. Dante se regodeó de sí mismo.
- Ha sido un empate – admitió a mi oído.
Solté una leve carcajada. No sabía porqué estaba haciendo eso,
no solía comportarme como Dante. Pero esa noche me pareció
que entrar en su juego sería divertido.
Estuvimos un buen rato paseando por lo largo y lo ancho del
salón mientras la fiesta transcurría. De vez en cuando él llevaba
la delantera en el tanteador, y de vez en cuando también la
llevaba yo. Para el momento en que fuimos a nuestra mesa
estábamos empatados nuevamente.
- Sí que han dado un largo paseo, eh – afirmó mi madre con una
sonrisa brillante.
- Ssii… observamos un poco las instalaciones – le respondió mi
hermano con una sonrisa, guiñándole el ojo.
Mi madre amplió su brillante sonrisa.
Cuando estábamos a punto de sentarnos en nuestros respectivos
lugares, comenzó a sonar el vals. Una multitud de gente se

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agolpó de pronto en la pista de baile. Esta parte de la fiesta no


me gustaba…
- ¡Sensacional! – exclamó mi madre –. Juraría que no bailo el
vals desde mi boda – dijo pensativa y risueña -. ¡Vamos!
Bailé el vals con mi madre mientras Dante lo hacía con mi
hermana. Observé como una multitud de parejas daban vueltas
sobre sí mismos, y por lo largo y ancho de la pista. Me pareció
sentir que no tenía los pies sobre el piso. Lo más parecido a un
mareo.
- ¿Te has dado cuenta de cómo te observan todas las
muchachas? – me susurró mi madre.
Sacudí mi rostro para calmar aquel mareo y sonreí.
- Claro que sí – afirmó al pensar que aquel movimiento facial
había sido una negación a sus palabras.
No me había percatado de que tenía varios pares de ojos que
intentaban observarme disimuladamente. Dante sí se había dado
cuenta de las chicas que lo observaban a él, pues estaba
repartiendo sonrisas por doquier. Cambiamos de parejas con mi
hermano, para desplegar nuestro patético baile con una nueva
pieza musical, El Danubio Azul.
Para cuando todos terminamos de bailar, la comida ya estaba en
las mesas. Mi crujiente estómago agradeció.
Nunca había comido tan rápido, ni estado tan hambriento. Volví
mi memoria hacia esa tarde para recordar qué había comido,
pero no encontré ningún recuerdo mío en aquella situación.
“Los invitamos a levantar sus copas y brindar por nuestros
queridos egresados”, anunció una chillona voz femenina a
través del parlante situado a cinco metros de nuestra ubicación.
Mi padre, que charlaba animadamente con los que
compartíamos la mesa, se sobresaltó ante aquella sorpresiva voz.
Como si fuéramos soldados, todos los que componíamos el
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salón hicimos los mismos movimientos. Cuando terminaron


aquellos choques de cristales las luces bajaron, un humo espeso
comenzó a salir de varios aparatos ubicados en la pista y la
música electrónica comenzó a emanar del parlante cercano.
- ¡A mover mi humanidad! – exclamó Dante dando un brinco de
su silla –. Vamos, Demián.
- No, no Dante. Mientras bailábamos el vals me mareé y no me
siento recuperado todavía – me lamenté. Aunque en realidad no
quería bailar. No era algo que me gustase.
- ¿Qué te sucede, mi amor? ¿Te duele algo? – preguntó la
temerosa voz de mi madre. Tenía el rostro tensado de
preocupación.
- No mamá, tranquila. Seguramente fueron las diez mil vueltas
que me hiciste dar en el vals – le dije alegremente.
Se suavizaron sus facciones y sonrió.
- Bien. Estaré en la pista de baile, Demián. Te espero allí – dijo
mi hermano mientras me daba un golpe en la cabeza.
Volví a marearme.
Lo vi unirse divertido al grupo de Nella, Jenny y todo ese
aquelarre que ya estaba bailando en la pista. Meneé mi cabeza
aún mareada de un lado al otro, con una leve sonrisa
garabateada en mi rostro. No entiendo como podía soportarlas.
- Mamá, voy a salir a la calle a tomar aire. El humo y la música
no contribuyen a calmar mi mareo – le avisé.
Mi madre asintió y acarició mi mejilla.
Cuando salí afuera tenía los oídos tapados. Tomé una bocanada
de aire puro, quería remover todo rastro de humo de mis
pulmones. La calle estaba vacía y oscura. Esporádicamente
pasaba algún coche. Una brisa de aire húmedo y salado me
golpeó el rostro, despeinando mi cabello. Vi la playa al otro lado
de la calle. La marea había descendido y las olas no eran tan
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agresivas. Crucé la calle en dirección a la playa, y me adentré


hasta lo profundo del campo arenoso. Una vez en la orilla,
donde la brisa de mar es más fuerte, cerré mis ojos elevando el
rostro al oscuro manto del cielo. Con las manos adentro de los
bolsillos del pantalón, inspiré otra larga bocanada de aire. Sin
mover mi cuerpo un solo centímetro abrí los ojos y me encontré
con la luna. Nunca la había visto tan brillante, tan descubierta,
tan luminosa. Era como si la tuviera a unos pocos metros, en vez
de a millones de años luz. De repente algo hizo que mi cuerpo se
moviese y mis sentidos se encendiesen. Un fuerte aroma a
jazmines se coló por mis fosas nasales. Sentí cómo descendía
suave y lentamente por mi faringe, para luego pasar a mi laringe,
a mi tráquea y, por último, revolotear por mis pulmones. Lo
sentí como una dulce caricia en la parte interna de mi pecho.
¿Pero de dónde provenía aquel aroma a jazmines? En la playa es
imposible que creciera una planta de esas. Caminé a lo largo de
la orilla siguiendo la dirección de aquel aroma que continuaba
acariciándome el pecho. Era como si ese aroma que me envolvía
hubiese cobrado manos, colocándolas sobre mi espalda y
empujándome lentamente en la dirección que había tomado. No
sé cuantos largos metros había caminado ya en el momento que
me detuve de un solo soplo. Dejé de sentir las suaves manos que
empujaban mi espalda. Miré a mi alrededor, como quien no sabe
donde se encuentra, y… la vi. Una muchacha menuda, sentada
sobre una de las grandes rocas de la orilla, con la cabeza
inclinada hacia adelante, observando algo que sostenía entre sus
dedos. ¿Qué hacía a esta hora de la madrugada una chica en la
playa? “Probablemente lo mismo que yo, quizá es una egresada
a la que también le molesta el humo”, pensé. Pero ella no
llevaba ropa de fiesta…

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Me acerqué sigilosamente por detrás, deteniéndome a unos


quince metros de su posición, mientras los ojos se me abrían
como platos a causa del asombro. ¡Era como si esa muchacha
tuviese luz propia! Era encandilante, como los rayos de sol que
me habían despertado la mañana anterior. Con mi asombro
intacto, me acerqué dos metros más, para observar mejor aquello
que me tenía perplejo. Por su pequeña espalda caía una larga
catarata de pelo del color de las almendras. Tenía pequeñas
ondas, que se asemejaban a las olas que morían bajo sus pies.
Llevaba un vestido de domingo color blanco, lo que la hacía
resplandecer aún más. O quizá resplandecía por el contacto de
su vestido con la luz de la luna, aunque no me parecía que fuese
eso. Sus pies descansaban descalzos sobre la roca, ubicados al
lado de un par de zapatos que me resultó algo antiguo.
Agudicé mi mirada en dirección a lo que sostenía entre sus
dedos. ¡Era un libro! ¡Y lo estaba leyendo atentamente! ¡¿Cómo
podía leer a la madrugada, en una playa en la que la única luz
que había era la de la luna?! “La luz propia, claro”, pensé. Si
desde mi posición su luz me parecía encandilante, supongo que
a ella le serviría para leer. Me sorprendí de cómo me estaba
tomando aquella extraña situación, pero lo ignoré. Ahora lo
único que quería hacer era ver el rostro de esa rara muchacha.
Me acerqué un poco más, hasta quedar tan sólo a unos tres
metros de ella. En ese momento una ráfaga de aire frío
acompañado por arena me golpeó la cara, colándose por mi
boca, que seguía entreabierta a causa del asombro. La arena
raspó mi garganta y el carraspeo fue involuntario, no lo pude
evitar…
Irguió su cabeza y torció su rostro, hasta quedar de perfil a mi
vista. Cuando se percató de mi presencia giró todo el rostro
hacia mí, al tiempo que cerraba su libro, y clavó sus ojos color
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miel en los míos… Nunca había visto ojos más hermosos. Eran
color miel con hilos dorados. Brillaban cual estrella en el manto
del oscuro cielo. De otro modo no podría haber notado aquel
mágico y extraño color. Me pareció que el mundo se detenía en
ese preciso instante. No escuché nada, ni al mismísimo silencio.
No notaba un solo movimiento, hasta mi corazón se había
detenido. Me quedé sin aliento durante esos cortos segundos que
me parecieron largas horas. Cuando estaba a punto de ponerme
cianótico, inspiré profundamente, comprobando que el aroma a
jazmines provenía de ella. Noté que todo lo que me rodeaba
volvía a cobrar vida, incluso yo. La situación me recordó a un
DVD que le colocas “Play” luego de haber estado en “Pausa”.
Pero todo parecía insignificante al lado de ella, al lado de
semejante belleza. Era implacablemente hermosa… cruelmente
hermosa.
Se incorporó sobre sí con una gracilidad y rapidez
sorprendentes. Noté cómo aquella luz que la rodeaba se iba
desvaneciendo. Ahora sí me resultaba normal. Pero seguía
siendo deslumbrante… cegadora.
- Ho-o-la – tartamudeé atónito.
Ella no contestó. Seguía con sus ojos clavados en los míos.
Aunque su mirada no era dura, más bien la noté triste. Sí, tenía
ojos tristes…
- Me llamo Demián. Estoy en un baile de graduación, en un
salón de… de por aquí atrás – pronuncié lenta y pausadamente
cada palabra. No pude decirle la ubicación exacta del salón,
pues no sabía cuanto había caminado empujado por su aroma.
No podía dejar de mirarla. Era lo más parecido a la perfección
que había visto en mi vida.
- Hola – respondió al fin.

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En el momento que moduló esa palabra volví a sentir que todo


cuanto me rodeaba se detenía, incluso mi respiración. Cerré los
ojos con fuerza, concentrándome en mantener la calma, no
quería volver a ponerme cianótico. Pero quería saber porqué me
pasaba eso con cada uno de sus gestos y palabras. Abrí los ojos
y noté que su miraba no se había movido de mi rostro.
- Me llamo… Valentina - dijo haciendo una pausa –. Estaba
paseando. No soy de por aquí.
Claro que no lo era. Esa belleza ni siquiera parecía de este
planeta. ¿Pero de dónde era? No podía preguntarle eso.
- Soy... del límite de Ciudad del Este y Pueblo Chico – dijo
como si hubiese escuchado lo que mi cabeza quería saber.
Pueblo Chico era la ciudad contigua a Ciudad del Este. Y el
límite entre éstos estaba a varios kilómetros de mi barrio. Quizá
por eso nunca la había visto por estos lados.
- ¿Qué haces paseando, en la playa, a estas horas? – pregunté
curioso.
- Bueno… en el límite no hay mucha playa, y por las noches la
marea sube tanto que desaparece por completo. Y como a veces
sufro de insomnio, me gusta venir aquí a ver el mar, a sentarme
en la orilla. Cosa que no puedo hacer allá.
- Pero estabas leyendo – afirmé -. ¿Cómo haces?
- Tengo buena vista – confesó sonriente.
- ¿Y qué era esa luz? – continué interrogando.
- ¿Qué… qué luz? – dijo seria y nerviosa mientras comenzaba a
bajar de las piedras en dirección a mí.
- Esa… que emanaba de ti.
Se quedó en silencio hasta que pisó el suelo arenoso. Estaba a
metro y medio de mí, y su agradable aroma se hacía cada vez
más fuerte. Volvió a clavarme sus ojos color miel.

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- Yo no emanaba ninguna luz – dijo lentamente mientras reía.


Mirándome como si estuviese loco.
Bajé la vista avergonzado. Me sentí idiota por haber formulado
aquella pregunta. Quizá todo eso había sido producto de mi
imaginación, o del mareo que aun me perseguía.
- Debe de haber sido mi vestido blanco al contacto con los rayos
de luna – me consoló sonriente al ver mi rostro avergonzado
ante aquella pregunta estúpida.
“Tal como me imagine en un principio”, pensé y me quedé más
tranquilo.
Aunque ahora no podía corroborar aquello, pues se había puesto
un tapado, en algún momento del que no me percaté. Juraría que
no lo había visto cuando la estaba espiando.
- Sí, no me hagas caso. Hoy no es mi mejor día – confesé
negando con la cabeza.
- Tampoco el mío – pronunció estas palabras torciendo su rostro
completamente risueño.
- ¿Po…? – mascullé esas dos letras pero me detuve al instante.
¿Qué estaba por hacer? ¿Preguntarle por qué motivo hoy no era
su mejor día? ¿Quería que me cuente? Eso ya era entrometerme
demasiado. No la conocía. ¿Qué pensaría ella? ¿Acaso me
importaba lo que ella pensara? ¿Qué era todo esto? ¿Estaba
soñando?
Sacudí mi cabeza dos veces, espantando aquel tropel de
preguntas.
- ¿Sí…? – dijo esperando a que terminara mi frase inacabada.
- ¿Qué lees?
Me miró con los ojos entrecerrados dándose cuenta de que
aquella no era la pregunta que había comenzado. Estiró el brazo
tendiéndome su libro para que lo mirase.

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- “A Orillas del Río Piedra me senté y lloré” – murmuré


mientras acariciaba con mi dedo índice la tapa de aquel
desgastado libro.
Sonrió cuando pronuncié aquellas palabras.
- Es una historia de amor.
- No lo conozco... – admití negando con la cabeza -.
Seguramente mi hermana…
No logré terminar la frase al oír el grito desesperado de mi
madre buscándome.
- Mamá… - susurré.
Valentina me miró con los ojos llenos de confusión.
- Debo irme. Adiós, Demián – dijo marchándose velozmente.
Corría como si no estuviese sobre un manto de arena. Mi
nombre sonó hermoso en su voz, como nunca lo había
escuchado…
- Valent… tu lib… - era en vano terminar la frase, ya se había
perdido entre los árboles cercanos a nosotros.
¿Por qué se había marchado? ¿Por qué? No entendía
absolutamente nada de lo que había visto hasta ahora. El mareo,
repentinamente, volvió a aparecer.
- ¡Demián! – me dijo Dante acercándose a mí -. ¡¡Acá está,
mamá!! – volvió a gritar dirigiéndose a mi madre que venía
detrás.
La vi correr por la arena con sus zapatos en una mano y la cola
de su vestido en la otra.
- ¿Qué hacías? Hace una hora que te estamos buscando. ¡Son las
cinco de la mañana y del salón te fuiste a las tres!
¿Cómo era que el tiempo se había pasado tan rápido? ¿Tanto
tiempo estuve obnubilado mirando a Valentina? Nunca me había
sucedido una cosa así.

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- ¡Hijo! ¿Qué haces por acá? ¡Qué susto me has dado! – confesó
mi madre con un hilo de voz.
No podía explicarle todo aquello. No sólo era largo, sino
también raro. Rarísimo.
- Disculpa mamá. Comencé a caminar y no me di cuenta de
cuánto me había alejado.
Dante observó el libro que llevaba en mi mano y luego me miró
sin hacer una sola pregunta. Yo sabía que no haría ningún
comentario. Movió su cabeza hacia arriba levantando ambas
cejas, en señal de que oculte el libro tras mi espalda.
Disimuladamente hice caso a su petición, enganchándolo a la
parte trasera de mi cinturón.
- ¿Te encuentras bien, mi amor? Estás pálido.
No me encontraba nada bien. Estaba más mareado que antes.
- La verdad que no. Sigo mareado, mamá – respondí llevando
una mano a mi cien.
- Ven. Vamos al salón – dijo Dante agarrándome de la cintura
por si acaso me desplomaba por el suelo –. El aire húmedo no
ayuda.
- Mamá… ¿Nella se percató de que no estamos? – pregunté
afligido. No quería arruinarle el baile a mi hermana.
- No lo creo, Demián. No ha parado de bailar en toda la noche.
Y cuando salimos a buscarte tampoco había indicios de que lo
vaya a hacer.– dijo más calmada.
- Qué bueno, entonces.
Suspiré aliviado mientras me colgaba de los hombros de Dante,
las rodillas habían comenzado a temblarme.
El camino de vuelta al salón me pareció interminable. No me
había dado cuenta de cuánto había caminado. Al llegar a la
puerta de entrada me solté de los hombros de mi hermano. No
quería que Nella se diera cuenta de que estaba descompuesto.
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Caminé hacia nuestra mesa haciendo un enorme esfuerzo por


mantenerme derecho. Dante iba detrás de mí, cuidándome las
espaldas. Por si acaso se me ocurría caer hacia atrás.
- ¡Demián! ¿Dónde estabas? – preguntó preocupado mi padre
mientras me sentaba en mi lugar.
- Lo siento, papá. Comencé a caminar y no me di cuenta de
cuánto me había alejado – repetí aquella excusa por segunda
vez.
- Te ves mal, hijo.
- Sí. Sigo mareado.
- Toma esto. Quizá un poco de azúcar ayuda – dijo mientras me
tendía un vaso de gaseosa.
Me la tomé en un santiamén. No me había dado cuenta tampoco
lo sediento que estaba.
La fiesta finalizó con un meloso discurso de la Directora del
Colegio. Por supuesto, no presté atención a sus palabras, tenía el
pensamiento en otro lado. En Valentina…
Aquella noche, que había deseado tanto que no llegara, se había
convertido en la más interesante de toda mi vida…

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