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Pornocto
y
Rosirupta

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Pornocto
y
Rosirupta
(dos almas en el Mundo
del Nada Importa)

Rudy Spillman

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Este libro no podrá ser reproducido ni total ni parcial-
mente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos
los derechos reservados.
© 2007 Standard Copyright License
ISBN N° 978-9-6590-5800-6 ‫מסת"ב‬
Registrado en la ciudad de Bnei Barak, Estado de Is-
rael, con fecha 14 de julio del año 2003.

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A mi amada esposa, Adriana.
Nunca me imaginé que alguna vez escribiría una
historia tan parecida a la que desearía vivir con mi
pareja. Bien sé que esto ella no lo tomará como
un insulto, porque la conozco. Y aunque no viva-
mos en la pretendida ciudad de Roberacra, ni
tengamos palomas de clientes, ni dejemos que
todos nuestros problemas se resuelvan solos, es-
toy persuadido de que algún día nos
encontraremos los dos solos en un pequeño pla-
neta repleto de higueras y viviremos felices por la
eternidad de los tiempos, sin la necesidad de
comprender nada, ni que nadie nos comprenda.
Rudy, tu esposo y amante

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Prólogo

Vivimos las últimas décadas devorándonos los unos a


los otros. Esto también lo hacemos en relación con
amigos y familiares. Los seres queridos logran enten-
derse cada vez menos. Los divorcios aumentan a paso
agigantado y la institución de la familia se desmorona
irremediablemente, amenazando con su autodestruc-
ción. La sensibilidad, los afectos y buenos sentimientos
han sido encerrados en una caja fuerte cuya llave corre
peligro de perderse para siempre. Esta conducta de las
personas no es privativa de un lugar determinado. Se
expande por casi todo el Mundo.
La historia se desarrolla en la pequeña e imaginaria
ciudad de Roberacra. Tampoco allí la sociedad se en-
cuentra exenta de hechos como la corrupción. La
trampa, el engaño y los intereses oscuros a costa de
cualquier precio están a la orden del día. Pero también
allí viven seres bondadosos dispuestos a ayudar al pró-
jimo en forma desinteresada.
Pornocto y Rosirupta son dos jóvenes que no casual-
mente llegan a la misma ciudad, en forma separada. Se
conocen y se enamoran. No han recibido las influencias

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de nuestra sociedad. Ellos llegan de un planeta desco-
nocido en el que existen 2 valores primordiales: la
estupidez y la ignorancia.
El lector conocerá el comportamiento en la Tierra de
estos dos seres que no han recibido sus influencias. Vi-
virá junto con ellos su falta de capacidad para resolver
problemas y podrá sorprenderse al comprobar la forma
en que éstos se resuelven solos debido a la casi incapa-
cidad (a veces pareciera que ambos corren el peligro de
contagiarse de los seres humanos) de crear pensamien-
tos negativos.
El sorprendente pero a su vez lógico final de esta histo-
ria, desprenderá al lector de la mano de sus 2
personajes principales. Es probable que entonces, éste
sienta un sabor parecido a la nostalgia y un incompren-
sible deseo de acompañarlos a donde ellos vayan.

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Introducción

Los dos somos tontos y felices. Sí, las dos cosas juntas.
Porque cuando uno es tonto no ve como los demás las
cosas graves que hay. Y cuando le hacen trampa uno no
se da cuenta. Y entonces todo está bien. Siempre todo
está bien. En cambio las cosas que de verdad están bien
uno las ve geniales y las geniales las inventa. Al final
uno es feliz. Por ser boludo uno es feliz. Yo siempre le
digo a Rosirupta: “¿Cómo es que nosotros estamos
siempre contentos? Nunca nos peleamos como las otras
parejas. Siempre nos divertimos... ¿no? ¿no?”

Ella dice que es una gran ventaja que los dos seamos
idiotas como toda la gente dice. Porque para nosotros
no somos así. Porque no nos damos cuenta. Y si no te
das cuenta, no sos. O sos pero no te das cuenta, que es
lo mismo.

Siempre cuando salíamos a pasear con Rosirupta, ella


me decía: “Pornocto, dame la mano”. Siempre lo mis-
mo: “Pornocto, dame la mano”. Al principio yo
pensaba que era porque Rosirupta tenía miedo de per-
derse. Porque a veces paseamos por lugares que hay

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mucha gente. Pero no. Después me di cuenta porque yo
empecé a sentir lo mismo. Ella me quiere. Y mucho. Y
yo también... ¡a ella! Qué casualidad ¿no? Nosotros
somos una pareja con suerte. Una vez escuché a uno
decir: “Esos dos boludos seguro que no conocen la ca-
ma...” . Y yo le dije a Rosirupta: “El boludo es él
¡Cómo no vamos a conocer la cama! No hay nadie que
no conozca la cama. Nadie puede vivir sin dormir”. Pe-
ro ella enseguida me explicó lo que ese había querido
decir. Porque... hasta esa suerte tenemos con Rosirupta.
Lo que yo no sé, ella me lo explica y lo que ella no sabe
se lo explico yo. Entre los dos, casi sabemos todo. Y
bueno... después que Rosirupta me lo explicó, entendí.
Y cada vez que entiendo algo, me doy cuenta lo suertu-
dos que somos. Lo que todas las parejas hacen en la
cama, el amor, nosotros lo hacemos dándonos las ma-
nos cuando salimos a pasear. Sentimos igual. ¡Pero que
suerte que tenemos! No necesitamos usar esos globitos
largos, ni tomar pastillas, ni escondernos, ni usar la ca-
ma... ¡que es para dormir! ¡Y lo hacemos todo el
tiempo que queremos! ¡Y delante de toda la gente! Y
sobretodo, haciendo el amor así, no traemos más gente
a vivir acá con nosotros. Chicos... bebés quiero decir.
¿Y saben porqué Rosirupta y yo no queremos traer gen-

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te a vivir a este Lugar? Porque nunca se les puede pre-
guntar antes si ellos quieren venir. Pero bueno... eso ya
es otra cosa. Entonces, como les decía, así es como al
final entendí cuánto me quería Rosirupta y por eso todo
el tiempo me decía: “Pornocto, dame la mano”. Enton-
ces yo empecé a tener cada vez más ganas de darle la
mano. Hasta que no me la tuvo que pedir más.

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Declaración desde la cárcel de la ciudad de
Roberacra
(Escrita por el mismo Pornocto desde su celda, con mo-
tivo de haberse éste rehusado a prestar declaración ante
el oficial de la comisaría de Roberacra y haber rechaza-
do contestar al interrogatorio formulado en el Juzgado
Penal de la ciudad. Único nombre conocido: Pornocto.
Facilitado por el propio detenido. Sin documentación
identificatoria alguna. Sin familiares conocidos. Sin
domicilio inscripto. Persona no conocida con excepción
de algunos amigos circunstanciales):

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I

Yo la conocí a Rosirupta hace casi 3 años. Pero noso-


tros no nos conocimos de la misma manera que los
demás. No fue en ninguna fiesta, ni en la universidad o
el colegio ni nadie nos presentó nunca. Fue todo muy
raro. Cuando yo le digo esto a Rosirupta ella me dice
que nosotros somos raros. Por eso todo lo que nos pasa
es raro. Sí, esta es una historia de rarezas. Pero yo le
digo a ella que los raros son los demás. El mundo es
raro. La vida es rara. Y ella al final me da la razón. ¡Es
maravilloso!... Un poco de charla con Rosirupta y
siempre terminamos de acuerdo. Bueno, ¿cómo fue que
nos conocimos...? ahí voy:

Llovía torrencialmente. Yo venía buscando las oficinas


del abogado de leyes Ramiro Zucker. No lo conocía.
Era la primera vez que iba a la oficina de él. Tampoco
conocía el barrio y no veía a nadie en la calle para pre-
guntarle. Me perdí. Fui caminando por la vereda
pegado a la pared, tratando de mojarme lo más poquito
que podía. Pero el viento soplaba para mí. Cuando me
di cuenta que en la vereda de enfrente había una galería
con techo, ya había caminado 2 cuadras. Pero la suerte
mía, porque siempre tengo suerte, es que las calles iban

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en bajada, entonces el agua corría. No se juntaba toda
junta. Yo tenía agua adentro de los zapatos, pero por
suerte, los pantalones que no me llegaban a los tobillos,
no se habían mojado. Y tenía puesto el sobretodo que
me había regalado Vardas. No era muy lindo. Estaba un
poco sucio y muy arrugado. Pero me cubría del frío y la
lluvia que era lo importante. Tenía un agujero en la es-
palda, donde está la cola. Y por ahí entraba un poco de
agua y frío. El día que Vardas, mi amigo, me lo regaló,
vi que me quedaba muy corto y le dije:

“Claro, Vardas, es que vos sos mucho más chiquito que


yo, pero no importa, me abriga igual... gracias.”

“No, no es mío...” me dijo él “...lo acabo de sacar del


camión.”

Vardas trabaja en la Municipalidad. Junta la basura en


el camión. Y antes de que se lo agarre otro, me lo dio a
mí. ¡Qué buen tipo Vardas!

Bueno, como venía diciendo, yo siempre tengo suerte.


La calle era angosta y muy en bajada. Estaba hecha de
piedras y la vereda tenía muchas baldosas flojas y sali-
das. Así que me dije a mí: “Pornocto, tenés que tener
cuidado de no tropezar o resbalar.”

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Cuando me di cuenta de la galería cubierta de enfrente
ya había llegado a la esquina. Me quedé parado miran-
do el negocio que estaba cruzando la calle, justo en la
misma esquina mientras la lluvia seguía cayéndome
encima. Pero pensé contento que ya no me podía mojar
más. Aunque el viento frío me estaba congelando hasta
los huesos. Entre las gotas de agua que me nublaban la
vista y el flequillo largo que se me pegaba a la frente
metiéndose adentro de mis ojos, pude ver las letras
grandes y blancas escritas sobre el vidrio oscuro de la
puerta de entrada al negocio. Decía:

SERVICIO DE COMPAÑÍA
- Atención las 24 horas del día -
Disfrute ahora... pague después

Y había fotos pegadas sobre el vidrio de la puerta, de


mujeres en bombacha y corpiño. Que no sé que tenía
que ver. Pero pensé que en ese momento "compañía"
yo necesitaba. Había estado siempre solo. Por lo menos
todo el tiempo que me acordaba. Y si ahí daban "aten-
ción" como decía en el letrero, seguro que me iban a
ayudar a cambiarme de ropa o a secar la que tenía pues-

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ta. Quizás me dejaban calentarme un poco o tomar algo
caliente. Mucha plata en el bolsillo no tenía, como
siempre, pero ese cartel estaba buenísimo. Decía: ...
"pague después".

Empezaba a tocarme y no sentía que me tocaba. Me


estaba convirtiendo en cartón o en hielo. Mis dientes de
abajo empezaban a temblar y golpear con los de arriba
sin querer. Crucé la calle, empujé la puerta llena de fo-
tos y me metí adentro.

Un señor sin un solo pelo en la cabeza y con un enorme


bigote negro, vestido con un traje azul todo planchado y
una corbata roja llena de dibujitos, parado detrás de un
mostrador de madera todo lustrado, me atendió:

"Buenas tardes señor. ¿Qué podemos ofrecerle?"

Yo enseguida le contesté:

“Necesito calentarme.” Y sabía que no me había equi-


vocado, porque él me contestó:

“Llegó usted al lugar indicado.”

Es como yo digo, aunque no me crean, cada vez que


necesito algo, ahí aparece enfrente de mí.

Detrás del hombre que me estaba atendiendo había un

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pasillo largo lleno de puertas. Una se abrió y salió una
muchacha. Me miró. Me pareció que había escuchado
mi voz antes de abrir la puerta y salió a buscarme. ¡Eso
sí que se llama buen servicio! Lo miré al bigotudo y
señalando a la muchacha le pregunté:

“¿Puede atenderme ella?”

Gritó un: “¡Por supuesto señor!”, que retumbó en mis


oídos y me señaló el camino como si yo mismo no lo
estuviese viendo. ¿Qué, soy tonto?, pensé.

Fui caminando hacia ella mojando toda la alfombra al


caminar. Todavía se escuchaban charcos de agua aden-
tro de mis zapatos. Llegué, le di mi mano. Ella me dio
la suya.

“Soy Pornocto”, dije.

“Y yo Rosirupta”, me contestó.

Me hizo pasar y me di una ducha caliente. Rosirupta


me dio una bata de baño color azul. Le dio la ropa a un
señor para que me la secara. Pidió que me trajeran un
café con leche bien grande y caliente con unos empare-
dados de queso. Nos miramos. Nos sonreímos. Nos
sentamos en la cama y nos pusimos a charlar.

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II

Había algo que era igual en las dos vidas. La de ella y


la mía. Ninguno de los dos nos acordábamos de haber
estado alguna vez acompañados. No papá, no mamá,
ninguna familia.

Rosirupta era linda. Tenía unos ojos chiquitos y parecía


que miraban para lados diferentes. Pero eran lindos. Su
cara parecía suave. Su pelo negro estaba más corto que
el mío. Su voz era tranquila, como de alguien que sabe
lo que dice. Pero lo que más me gustaba de todo era su
sonrisa. Yo me enamoré de su sonrisa. Y de todas las
cosas que decía. Y cómo las decía. Y después, de todo
lo demás.

“Qué lindo nombre tenés”, me dijo ella.

“Sí, no sólo es lindo. Nunca encontré a otra persona que


se llame así. No es como esos nombres: Juan, Pedro,
Horacio... que encontrás un montón de gente con el
mismo nombre. Mi nombre es lindo y sólo mío. Si es-
cuchás llamar: “¡Pornoctoooooo...!”, ese sólo puedo ser
yo. ¿No está bueno, eh?”

“Sí, claro”, dijo ella y se sonrió,“¿...y quién te puso el


nombre, tu papá o tu mamá?”

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“Ninguno. Yo nunca tuve papá ni mamá...”

“Lo que querés decir es que no los conociste.”

“Sí, eso”, le contesté. Ya me daba cuenta que era más


inteligente que yo. Pero también era dulce y buena.

“Vos también tenés un nombre lindo”, le dije moviendo


la cabeza entusiasmado.

“Sí, y raro como el tuyo.”

“¿Vos tampoco tuvis...conociste a tus papás?

“No, no los conocí.”

“Qué iguales que somos nosotros dos, ¿no?”, le dije en


voz baja porque no estaba seguro que le iba a gustar.

“Sí, qué suerte ¿no?”, me contestó enseguida.

“Yo siempre tengo suerte... siempre”, le contesté entu-


siasmado.

Rosirupta y yo seguíamos hablando y hablando sin pa-


rar por todo el tiempo que habíamos estado solos. Sin
hablar con nadie. De repente ella miró un reloj chiquito
que había en la mesita de luz. Yo ni me había dado
cuenta que estaba. Con su misma voz tranquila me dijo
que habían pasado casi dos horas y que ya me tenía que
ir.

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“¿Porqué?”, le pregunté pensando que le había dicho
algo que no le gustó.

“Porque tenés que pagar doscientos veinte pesos por


dos horas. Aparte tenés que pagar por la ropa seca, el
café con leche y los emparedados. Si pasan dos horas y
no te fuiste tenés que pagar otra vez doscientos veinte
pesos. Y faltan cinco minutos para que sean dos horas.”
Se quedó callada y tranquila para escuchar lo que yo
decía.

“Pero afuera hay un letrero que dice: “...pague des-


pués”, le dije.

“Sí, primero recibís el servicio y después, antes de irte,


pagás”, me dijo ella lo más tranquila.

“Pero yo tardo más de un mes en juntar doscientos


veinte pesos.” Volví a hablar despacito. Tenía miedo
que se enojara.

“Entonces estamos en un problema”, me dijo sin dejar


de estar tranquila en ningún momento.

“Yo casi todo el tiempo me meto en problemas. Pero


nunca sé qué hacer para arreglarlos. Y al final siempre
se arreglan solos.” La vi sonreírse de nuevo y me dio un
entusiasmo que me hizo olvidarme del problema. Se-

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guimos hablando más tiempo.

“¿Vos trabajás acá?”

“Sí.” Me contestó sólo lo que le pregunté. Sin agregar


nada. No sé de que manera explicar cómo era Rosirup-
ta. Yo estaba borracho de sólo mirarla y escucharla. Es
como si ella no tuviera guerras adentro. Como si al-
guien desde su adentro le dijera todo el tiempo: “Todo
está bien.” Todo la hacía sonreír. Siempre era amable.
Me pareció que enojarse o ponerse nerviosa eran cosas
que ella no sabía hacer.

“¿Y cuál es tu trabajo?”, le seguí preguntando.

“Yo casi siempre...”, empezó a hablar como si fuese a


decirme un secreto.

“...limpio y arreglo las habitaciones. Pero a veces traba-


jo en la cocina. Lavo los platos y los cubiertos. Otras
veces me mandan a donde lavan y planchan las sábanas
y todo eso. Y a veces, pero muy pocas veces, pasa que
algún hombre viene y me elige a mí para hacer eso.”

“¿Para hacer qué?”, pregunté reenganchado en lo que


me estaba contando.

“Eso que los hombres hacen con las mujeres para tener
bebés.”

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“¿Y vos tenés muchos bebés?”, le pregunté sorprendi-
dísimo.

“Nooooo...”,se rió,“... no tengo ninguno. El hombre se


pone un globito largo para hacer. Entonces el bebé no
entra en mi panza. Aparte, don Quique me hace poner-
me algo a mí también.”

“¿Quién es don Quique?”

“El dueño de este lugar.”

“¿Y para qué los hombres quieren hacer eso con vos si
al final no van a tener ningún bebé?”

“Yo no entiendo muy bien Pornocto. Pero todos hacen


lo mismo. Se suben arriba mío y empiezan a moverse y
a respirar fuerte. A veces dicen cosas. No sé, me parece
que se sienten bien haciendo eso.”

“¿Y vos también te sentís bien como ellos?”

“No, no... a mi no me gusta para nada.”

“¿Y entonces porqué no les decís que no lo querés


hacer? ¡Decile al señor Quique que no lo vas a hacer
más!”

“No puedo... se enojan. Parece que eso es muy impor-


tante para ellos. Lo necesitan hacer. Cuando recién

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empecé a trabajar acá yo no hacía eso. Pero un día esta-
ba limpiando una habitación y escuché a un señor que
le decía a don Quique: “... quiero a la boba.” Y él me
mandó a una habitación que ya estaba limpia, con el
señor. Otro día lo escuché hablando con otro señor y le
decía que hay clientes que les gusta hacerlo con retar-
dadas. Este señor entonces le pidió una así para él. Yo
pensé que esa vez iba a tener suerte porque yo soy bo-
ba. Pero al final también me mandó a mí.”

Rosirupta miró de nuevo el reloj que estaba sobre la


mesita. Le pregunté:

“¿Vos no usás reloj en el brazo, no?”

“No ¿Por qué?”, me contestó.

“Yo tampoco. Mirá. ¿No ves?”, le mostré mis dos bra-


zos y le dije:

“Ves que yo tengo razón. Que vos y yo somos muy


iguales.”

“Sí, lo veo Pornocto. Hace ya más de tres horas que


estamos hablando. Pronto nos van a venir a buscar.”

Como dije antes yo no sabía arreglar problemas. Y éste


era uno grande. Le dije a Rosirupta que no tenía plata
para pagar y ella no quería seguir haciendo eso con los

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hombres. Como si hubiese tenido una gran idea, agre-
gué:

“Salgamos de la habitación y nos vamos juntos de acá.”

“Yo quisiera Pornocto, pero no podemos. No nos van a


dejar salir.”

Se acercó más a mí y me habló en voz baja:

“Don Quique es un hombre malo. Y dos grandotes lo


ayudan en todo. Él es de la mafia.”

“¿¡De la qué!?”

“¡No grites!”, me hacía con la mano para abajo.

“Sí, al principio yo tampoco sabía qué era la

mafia. Pero después averigüé...” Bajó más la voz y casi


me tocó el oído con su boca:

“A la gente que no hace lo que ellos quieren... ¡los ma-


tan!... Eso es la mafia.”

Nos quedamos callados los dos no sé cuanto tiempo.


Yo la miraba a Rosirupta esperando a ver qué decía y
ella pensaba todo el tiempo y miraba para todas partes
en la habitación donde estábamos. Después me dijo:

“¿Sabés que es esto?”

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“Sí, una caja de fósforos.”

“Bueno, prendele fuego a la cortina que está colgando


en la ventana. Después alzame, abrí la puerta y salí al
pasillo. Gritá: ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Fuego! Si alguien te
para mientras corrés decile que me desmayé con el
humo del fuego y salí corriendo afuera. Buscá un taxi.
Nos metemos adentro y nos vamos de acá. Y no vol-
vemos nunca más. ¿Entendiste todo?”

“Sí, sí. Todo.”

Me quedé boquiabierto. ¡Rosirupta es una genia!, me


dije. Lo hicimos todo como ella dijo. Salí por la puerta
de la habitación y después no me acuerdo nada más
hasta que estuvimos afuera. Ni siquiera me acuerdo si
Rosirupta era pesada o no.

Porque no sé si se acuerdan que yo la llevaba a ella al-


zada. Se hacía la muerta. Y parecía muerta del todo. Yo
soy alto, muy flaco y un poco encorvado. Pero tengo
mucha fuerza. Ella es muy chiquita y también flaca. Por
eso yo podía correr rápido. Cuando salí por la puerta
con el letrero y las fotos paré un momento. No había
ningún taxi ahí. Ella abrió los ojos y me dijo:

“¡Apurate! ¡Corré! ¡Nos siguen!”

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Empecé a correr más rápido de lo que alguna vez había
corrido. Por la misma calle por la que antes había baja-
do. Pero ahora subía. Por suerte ya no llovía. No pude
aguantar la curiosidad. Cuando me di vuelta para ver si
alguien nos seguía, vi lejos a dos hombres super-
grandotes vestidos con trajes oscuros y que usaban an-
teojos grandes todos negros. Parecían hermanos. Nos
seguían. Me pareció que corrían más rápido que yo
porque estaban cada vez más cerca. Uno de ellos lleva-
ba una pistola en la mano.

“Quizás nos quieren decir algo”, me pareció y se lo dije


a ella.

“No, corré más rápido. Nos quieren matar.”

Me lo dijo lo más tranquila, como si me estuviese di-


ciendo que nos quieren dar dos entradas gratis para la
kermes de esa tarde en Rubiron Park. Pero ¿saben una
cosa? Eso de no preocuparse por nada y estar siempre
tan tranquila es contagioso. Con ella en mis brazos em-
pecé a correr más rápido todavía. Pero ya no me
importaba lo que podía pasar. Estábamos llegando a
una esquina. Las piernas me empezaban a temblar y
doler. A Rosirupta la sentía como a una gorda de ciento
ochenta kilos. Los grandotes no paraban de correr. Y se

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acercaban cada vez más. Paré a respirar. Me ahogaba.
Mis piernas temblaban solas. Caí sentado en el piso con
Rosirupta encima mío. Mientras ella alargaba su brazo
y gritaba: “¡Pare! ¡Pare! ¡Taxiiiiiiii!” , yo me acordé de
los que nos seguían y miré para atrás y para arriba. Los
grandotes parecían más gigantes que antes. Estaban se-
rios parados al lado mío. Uno de ellos tenía una mano
sobre el cinturón, del lado de adentro del saco. Pero yo
sabía que escondía la pistola. Por los vidrios oscuros de
los anteojos no podía saber si me miraban a mí o no.
Yo todavía estaba sentado en el piso. Me dolía la barri-
ga. Se me escapó un pedo con un montón de ruido y
olor. Ustedes pensaran que fue de miedo pero no. Me
parece que se me revolvió adentro el café con leche y
los emparedados cuando corrí. De repente vi que uno le
hizo una seña al otro. Cruzaron enfrente caminando rá-
pido. Me parecía que se escapaban pero no querían que
nadie se de cuenta.

“¿Se asustaron de mí?”, le pregunté a Rosirupta que ya


estaba adentro del taxi, con la puerta abierta y esperaba
a que yo suba.

“Subí, Pornocto. ¡Rápido!”

Me senté en el asiento de atrás al lado de ella. Me hizo

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una mueca con la cara para que mirara para atrás. Por el
parabrisas del taxi vi a dos policías que se acercaban.
Ella me dijo que habían salido del Bar-Cafe “Apollo”
que estaba en la esquina. Eso fue lo que asustó a los
gigantes.

“¿Adónde?... No tengo todo el día para ustedes ¿eh?”


El señor que manejaba el taxi se dio vuelta para mirar-
nos. Tenía la cara sin afeitar y llena de pozos con una
nariz grande ancha y roja. La boina marrón a cuadritos
era linda. Lo vi tan enojado que pensé que le haría bien
contagiarse un poco de Rosirupta.

“¿Adónde vamos, Pornocto?”, me preguntó ella.

“Primero a mi trabajo y después a mi casa”, le contesté


contento.

“Pero decile al chofer la dirección.”

“Ah... sí”, le dije, “Plazoleta El Carmen. Barrio de las


Begonias”, hablé casi en el mismo momento que el feo
de la boina nos estaba por echar a patadas del taxi.

Rosirupta y yo nos reímos todo el viaje. Nos dimos


cuenta que los dos éramos reboludos. Pero nuestros dos
problemas se habían arreglado.

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34
III

Ya había perdido el día de trabajo pero estaba contento


igual. No había encontrado a Ramiro Zucker pero había
conocido a Rosirupta que era mucho mejor. Aunque a
mí me parecía que la conocía de antes. Y a ella tam-
bién. Pero no nos acordábamos de dónde. ¡Hasta en eso
éramos re-iguales! ¡Nos olvidábamos de las mismas
cosas!.

Cuando llegamos a la plazoleta no quedaba ni una nube


en el cielo. El frío era el mismo de todos los inviernos.
Pero el día era hermoso. ¡Hermoso, hermoso! La Plazo-
leta El Carmen estaba más linda que nunca. La fuente
salpicaba agua todo el tiempo. Y había una estatua
grande y gris puesta en el medio de la fuente. A la esta-
tua yo ya no la miraba más. Me daba bronca haberla
mirado tanto tiempo tratando de saber lo que era. Y a lo
mejor no era nada. Había un montón de papás y mamás
en la plaza. Y chicos corriendo a las palomas, jugando
entre ellos, andando en bicicleta.

El taxi nos había dejado a la entrada de la gran plazole-


ta.

“¿Acá está tu trabajo?”, me preguntó Rosirupta.

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“Sí, acá. Vení vamos, te voy a presentar a todas mis
clientes.”

“Pornocto, dame la mano”, esa fue la primera vez que


Rosirupta me pidió que le diera la mano. Empezamos a
caminar por la redonda plaza. Teníamos que ir hasta el
otro lado. Ahí lejos, donde se veía que empezaba una
calle ancha toda de piedra. Ahí estaba la feria. Cuando
nos acercamos a la fuente y a la estatua un montón de
palomas se me vinieron encima. Me rodearon. Las tenía
en el pelo, en los hombros y siguiéndome por el suelo
pegadas a mis pies. Escuché de nuevo el mismo ruido
que hacían con las alas y olí el mismo olor. Me trajo
más alegría de la que ya tenía. Rosirupta soltó mi mano
asustada y me preguntó:

“¿Qué es esto?”

Algunos chicos y grandes también miraban asombra-


dos.

“Éstas son mis clientes, Rosirupta.”

“¿Cómo tus clientes?”

“Vení te voy a mostrar...”

“Dame la mano, Pornocto.” Se la di de nuevo y segui-


mos los dos juntos caminando para la calle ancha donde

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estaba la feria, acompañados por algunas de las palo-
mas que me habían venido a saludar. Me metí la mano
en el bolsillo del sobretodo que me había regalado Var-
das y saqué la llave de mi quiosco. Se lo quería mostrar
a Rosirupta. Pero cuando ya estábamos cerca vi una tira
larga y ancha de papel que cruzaba las dos puertas de
chapa. Y algo escrito que todavía no podía leer. Caminé
más rápido sin soltar la mano de Rosirupta. Cuando lle-
gamos leí escrito sobre la tira de papel blanco:

CLAUSURADO POR ORDEN JUDICIAL

“¿Qué pasó?”, me preguntó ella. En silencio, metí la


llave adentro de la cerradura para abrir las puertas,
cuando escuché un grito que me frenó:

“¡Qué hacés Pornocto! ¡Nooo... te vas a meter en qui-


lombo!”. Eran los gritos del loco Aguirre, que vendía
anillitos, pulseras y collares en un puesto a unos metros
del mío.

“¡Te van a meter en cana, boludo! ¿No sabés que no


podés romper la franja del juzgado?”, me dijo Poliya, el
que vende todas cositas chiquitas de madera.

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“Yo no voy a romper nada... Sólo iba a abrir la puerta
de mi quiosco para mostrarle a Rosirupta...”

“Dejá todo así, Pornocto. No toqués nada por ahora. Yo


igual lo puedo ver cerrado. Es muy lindo.” Y entonces
Rosirupta me explicó que si abría las puertas con la lla-
ve se iba a romper la tira de papel que cruzaba las
puertas. Se iba a romper igual. Aunque yo no quería.

“... sigue boludo como siempre”, escuché una voz que


venía de alguno de los puestos de la feria.

Me volví a guardar la llave en el bolsillo y nos fuimos


caminando para el centro de la plazoleta. Algunas pa-
lomas seguían saludándome. Nos sentamos alrededor
de la fuente que había parado de salpicar agua. Le di-
mos la espalda a la estatua. Y nos pusimos de nuevo a
charlar. Con Rosirupta, era lo que mejor hacíamos y
casi lo único que podíamos hacer sin meternos en nin-
gún lío. Cuando nos sentamos en el borde de piedra de
la fuente ella me tiró un bombardeo de preguntas que
fui contestando de a poquito.

“¿Qué es lo que vendés?”

“Granos de maíz. Bolsitas de granos de maíz vendo”, le


contesté mientras pensaba como explicarle mi trabajo.

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Se quedó mirándome. Entonces agregué:

“Los papás y mamás me compran las bolsitas para los


hijos. Y los chicos les dan de comer a las palomas y
juegan con ellas. Y también vendo huevos.”

“¿Huevos?” Se empezó a reír fuerte. Al principio me


pareció que se ahogaba. Pero después me di cuenta que
no. Era la forma de reírse de ella.

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40
IV

Yo me lo pasaba caminando todo el día por mi planeta.


Lo recorría todo. Daba muchas vueltas. Porque mi pla-
neta era muy chiquito. ¡Pero muy, muy lindo! Todo
lleno de verde. De vegetales. Había un lago grande y
brilloso como un cristal donde me bañaba todos los dí-
as. A veces me bañaba en el río. Me gustaba sentir la
corriente que pasaba. Cuando extrañaba las olas me
metía en el mar. Todo estaba cerca. Iba caminando de
un lugar a otro. Bueno, no había otra forma de ir. Había
veces que el lago y el río se secaban. Porque no llovía
por mucho tiempo. ¡Una vez hasta el mar se secó! Se
estaban muriendo las plantas y los árboles. Y había va-
rios árboles con montones de frutas. Todo se estaba
arruinando hasta que empezó a llover tanto que se arre-
glaron todos los problemas.

Tardaba... qué se yo... como una hora en dar toda una


vuelta a mi planeta. Aunque ahí no había reloj. Pero
más o menos. Cuando llegué a la Tierra, grande, enor-
me, me puse a trabajar para la señora Flora. Ella una
vez me regaló un libro. El único que leí en toda mi vi-
da. Se llamaba “El Principito”. Primero pensé que era
yo. Que alguien había escrito un libro sobre mí. Pero

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después me di cuenta que no. El era distinto a mí. Y un
montón de otras cosas diferentes. Entre todos los árbo-
les de mi planeta había una higuera. Yo era muy amigo
de ese árbol. Me daba la fruta que más me gustaba: los
higos. Un día se enfermó y se secó. No me dio más fru-
tas ni sombra. Pero yo lo quería igual. Era mi amigo.
Hice una canasta con ramas y hojas grandes de otros
árboles y le llevé agua de lugares donde había llovido
más. Se curó. Empezó a llenarse de hojas verdes y de
higos deliciosos. Yo hablaba con él. Y él me contesta-
ba. Dándome sombra. Tirándome sus hojas encima para
abrigarme. Dejándome que lo trepe para abrazarnos.
Porque... ¿no les dije? En mi planeta había un solo
habitante: yo. Vivir solo en un planeta tiene sus cosas
buenas y sus cosas malas. De las cosas buenas me di
cuenta después cuando llegué a la Tierra. Pero bueno,
también estar ahí tiene cosas buenas.

Una noche, yo dormía debajo de “mi” árbol. Ah sí,


porque eso es lo bueno cuando uno vive solo en un pla-
neta. Todo es de él. Bueno, yo estaba durmiendo y
empezó a llover un montón. Porque en mi planeta chi-
quito también llovía. Como ya dije. Todo igual que en
los planetas grandes. Pero en chiquito. Entonces miré
para arriba al cielo y lo vi lleno de estrellas. Y la luna

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estaba grande. Amarilla. Luminosa. Yo no entendía
como podía estar lloviendo. Entonces vi una nube negra
negra arriba mío. Y del árbol. La nube nos echaba toda
su lluvia. No sé que reflejos raros hicieron la luz de la
luna con las estrellas y el agua de la lluvia. Bueno, yo
no entiendo nada de todo eso. Pero era algo parecido a
lo que llaman arco iris en la Tierra. Pero eso pasa siem-
pre de día. Y en mi planeta era de noche. ¿Saben cómo
se veía? Como esas luces blancas potentes que enfocan
a los artistas en un escenario. Y todo lo demás está os-
curo. Digo en la Tierra. Bueno así. ¡Entonces vi un
planeta chiquito como el mío! ¡Parecía un artista ilumi-
nado por esa luz re-blanca y todo oscuro alrededor!
Pero estaba muy, muy lejos.

Era la primera vez que veía algo así. Pensé: “Ojalá haya
alguien viviendo ahí.” Pero como podía saberlo. En rea-
lidad no sabía nada. Esa es otra cosa mala de vivir solo
en un planeta. No podía saber nada. No había nadie que
me enseñe.

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44
V

“¿¡Hay alguien ahí!? ¿¡Hay alguien!? ¡Conteste por fa-


vor!”

Me quedé mirando el planetita pensando que la voz ve-


nía de ahí. ¿De que otro lugar podía venir? Y escuché
otra vez:

“... por favor... si hay alguien ahí, conteste. ¡Conteste


por favor!”

Volví a escuchar esa voz que era más una música que
me traía el viento. Como embobado, contesté gritando:

“¡Sí, sí! ¡Hay alguien ahí!... ¡digo acá! ¡Sí... yo estoy


acá!”

Me quedé contento y triste. Las dos cosas juntas. Por-


que era la primera vez que escuchaba una voz aparte de
la mía. Era más finita. Más suave. Más dulce. Esa per-
sona tenía que ser muy distinta a mí. Pero también
pensé: “¿para qué nos habíamos conocido si no nos po-
díamos conocer?”

Seguimos hablando yo y esa voz. Hablábamos casi todo


el día. Al planeta ya no lo veía. De día no lo podía ver
porque estaba muy lejos. Y de noche ya no estaba ese
rayo de la luz blanca. Sólo escuchaba la voz. Y la voz

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me escuchaba a mí. Hablamos un montón. Yo le hablé
de mi planeta. Y de todas las plantas y los frutos de mis
árboles.

Y le hablé de mi amiga, la higuera. Ella me contó de su


planeta. También vivía sola. Pero allá era distinto. No
tenía tantas plantas ni árboles. Su planeta era un poco
más grande que el mío. Entonces no andaba caminando
todo el día dando vueltas al planeta como yo. Se que-
daba en el mismo lugar. Siempre en el mismo lugar del
planeta.

“¿Pero entonces no lo conocés todo?”, le pregunté sor-


prendido.

“No... ¿Para qué?”. Me pareció que se quedó pensando.


Y después agregó:

“Debe de ser todo igual”, pero no escuché que estuviera


segura de lo que estaba diciendo.

“¿Pero entonces qué hacés todo el día?”. Yo ya estaba


muy curioso.

“Hago pájaros de metal”, me dijo.

“¿Qué es eso?”, le pregunté más curioso todavía. En-


tonces me explicó:

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“Son como pájaros pero no de verdad. Los hago con un
montón de latas y basura que hay acá.”

“¡Qué feo debe ser tu planeta!”, le dije. Pero ya no me


contestó más. Era muy de noche. Al otro día me contó
que se había quedado dormida. Seguimos hablando to-
dos los días hasta la noche. Cuando no me contestaba
más sabía que la voz se había quedado dormida. Enton-
ces yo me iba a dormir también. Además los dos
estábamos a la noche más cansados que antes de cono-
cernos. Porque antes estábamos solos sin hablar con
nadie. Porque la verdad es que no hablábamos. Gritá-
bamos todo el tiempo.

Pasaron muchos días y muchas noches. Era tan diverti-


do hablar con esa voz que me había olvidado de mi
higuera. Pero sin querer. Tampoco daba más vueltas a
mi planeta. Me había olvidado de todo. Un día, cuando
me desperté como siempre, empecé a gritar al aire:

“Holaaaaaaaaa. Buen día. ¿Estás ahí?”

“Sí, estoy acá. ¿Adónde voy a ir?”

Pero de repente escuché la voz gritando como loca:

“¡Uy! ¡Ohhhh!... ¡Mirá, mirá! ¡No me lo creo! ¡Estoy


viendo tu planeta! ¡Veo tu planeta!”. Se escuchaba

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también su risa. Estaba loca de contenta.

Empecé a mirar para todos lados en el cielo que era tan


grande. Hasta que sí. Lo vi. Lo vi yo también. El de
ella. ¡Era grandísimo! Bueno, no tanto como el planeta
Tierra que conocí después. Pero era como más del do-
ble que el mío. Me quedé mirándolo por horas. Hasta la
noche. Y desapareció. Porque no estaba ese rayo de luz
blanca rara. El planeta estaba. Pero yo no lo veía. Había
estado gritando todas las horas. Y de día. Pero la voz ya
no me contestaba. No sabía que había pasado. ¡Otra vez
no saber! Estar en un planeta solo era tener que no sa-
ber un montón de cosas. Lo miré muchas horas hasta
que se hizo de noche y me pareció que se acercaba des-
pacito a mí. O yo a él. O quizás los dos planetas se
acercaban. De nuevo no sabía. Me dormí pensando.

Cuando me desperté su planeta estaba tan cerca del mío


que ya nos podíamos ver. Primero de lejos me pareció
que los dos éramos bastante iguales. Con el pelo largo.
La cara con los ojos, la nariz, la boca. Las orejas no se
las veía por el pelo largo. A mí tampoco se me veían.
Tenía dos brazos y dos piernas como yo. Pero la voz...
Mi voz era mucha más gruesa. Me quedé mirándolo. Y
él a mí. Todo el tiempo. Después cuando estuvimos

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mucho más cerca, vi que tenía todo liso entre las pier-
nas. Sólo con pelos. Y arriba tenía hinchado. Como dos
planetitas chiquitos pegados al cuerpo. Uno al lado del
otro. Me empecé a sonreír. El también. ¡Y de repente se
escuchó una explosión grandísima! Mi planeta y el de
él habían chocado. Yo me quedé flotando en el aire.
Abajo mío veía sólo pedacitos flotando como yo y un
montón de humo que me hacía toser.

A su planeta no le había pasado nada. Yo seguía flotan-


do. Cada vez me iba más lejos. Empezó a correr como
loco arrancando un montón de ramas de los árboles. De
las que se doblan. Ramas y hojas. Ramas y hojas. Hacía
nudos todo el tiempo. Todo rápido. No paraba. Yo lo
miraba desde arriba. Desde el cielo. De repente terminó
y me dijo:

“¡Agarrá esto! ¡Fuerte!”, y me tiró con fuerza la cuerda


de ramas. La primera vez la rama me tocó los dedos de
la mano. Y se cayó de nuevo al suelo de su planeta.
Volvió a tirarla cuatro veces más. Pero yo flotaba y me
alejaba del planeta. Cada vez más. Buscó más ramas,
hizo más nudos. Volvió a tirar:

“¡Ahí va, agarrala fuerte!”, dijo y la tiró con fuerza.

La rama me golpeó en la cara y cuando se iba la agarré

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con la mano.

“¡Atátela alrededor del cuerpo!”, me gritó. Lo hice. Y


empezó a tirar de la cuerda. Yo me acercaba a él cada
vez más. Hasta que la cuerda se empezó a aflojar y sen-
tí como si algo desde su planeta me chupara para
adentro. Caí con toda la fuerza en la tierra. Me dolía
todo el cuerpo.

“¿Te lastimaste?”, me preguntó mientras me miraba.

“Sí, un poco”, le contesté y miré para arriba, al cielo.


Todavía había un poco de humo. Entre los pedacitos
que quedaban de mi planeta vi uno con mi higuera. Por
abajo del pedazo de tierra salían las raíces. El árbol
empezó a darse vuelta en el aire con el pedazo de pla-
neta pegado. Y explotó. Me puse triste. Por primera vez
en mi vida.

50
VI

Cuando estuve en la Tierra me di cuenta que él era


“ella” y que sólo yo era “él”. Yo era un hombre y ella
una mujer. Esa era la diferencia. En lo demás éramos
muy iguales.

Paseamos agarrados de la mano. Conocimos juntos su


planeta. Caminábamos de día y dormíamos de noche.
Vimos varias veces salir el sol. Y varias veces la luna.
Hasta que llegamos. Habíamos dado una vuelta entera.
Su planeta tenía mucho más verde que el mío. Sólo que
ella no lo sabía. Tenía montones de árboles, millones de
frutos. Tenía flores por todas partes. Lagos, ríos, mares.
¡Y tenía un océano también! Que era como muchos ma-
res juntos. En este planeta no nos podíamos quedar sin
agua. También había montañas. Cuando las vi por pri-
mera vez le dije que eran como las que ella tenía en el
pecho pero mucho más grandes.

Estábamos muy cansados de tanto caminar. Y el lugar


estaba lleno de latas, basura y metales. Y ese pájaro gi-
gante sin terminar. Todo parecía sucio y roto.

“No está roto”, me dijo, “lo estoy terminando de ar-


mar”.

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“¿Para qué?”, le pregunté mientras miraba para todas
partes buscando un lugar más lindo donde ir a descan-
sar.

“Para volar hasta el planeta Tierra”.

Dejé de mirar a todos lados y la miré a ella:

“¿Qué es eso?”

“Es un planeta muy, muy, muyyyyyyyy enorme que se


llama así: Tierra”.

“Qué nombre más raro”, le dije, “debe estar todo sucio


ahí”.

Al final le dije si quería ir a un lugar más lindo, con ár-


boles y plantas. Y me dijo que sí. Me dio la mano y nos
fuimos. Miré para atrás y vi al pájaro roto. Quieto y so-
lo. Lleno de basura alrededor. Con la cabeza que
miraba para un lugar un poco raro. Allá lejos el suelo
estaba cortado. No seguía. Había un precipicio. Y abajo
todo lleno de montañas y lagos. Mucho tiempo después
cuando llegué a la Tierra vi que a esos pájaros de metal
los llamaban “aviones”.

Me llevó a un lugar muy lindo como yo quería. Nos


tiramos debajo de una palmera y nos quedamos dormi-
dos. No sé cuanto tiempo pasó. Me desperté

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escuchando su voz que me aturdía.

“¿Cómo te llamás? Decime ¿cómo te llamás?”, me de-


cía y me sacudía del brazo.

Abrí los ojos y enseguida los volví a cerrar porque me


dolían. El sol se me metía adentro. Era temprano a la
mañana. Me puse la mano en la frente y los abrí de
nuevo. Le pregunté:

“¿Qué decís?”

“Quiero saber cuál es tu nombre”.

“Yo no tengo nombre. ¿Para qué? Si siempre viví solo.


¿Quién me va a llamar?”

“Sí. Yo tampoco tengo nombre”.

“Es que vos también viviste todo el tiempo sola”.

“Sí. Pero ahora estamos los dos juntos. ¿Te puedo po-
ner un nombre? Te puedo llamar Pornocto?”

“¿Cómo?”

“Pornocto”.

“¿Pornocto? P-O-R-N-O-C-T-O. Pornocto. ¡Pornoc-


tooooooooooooo...!”, grité mi nuevo nombre al aire y
me pareció que se escuchaba en todas partes. ¡Me sentí
muy importante! “Gracias”, le dije.

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“¿Te gusta?”, me preguntó sonriendo.

“Sí, mucho. ¿Pornocto?... ¿Qué?... ¿Pornocto?... Sí, soy


yo... ¿Vos sos Pornocto?... Sí, sí, me llamo Pornocto.
¡Sooooooy Pornoctoooooooo! ¡Sooooooy Alguieeee-
een! ¡Por fin soy alguien!”. Me puse a gritar, dar
vueltas y bailar hasta que ella me paró:

“Pornocto...”

Dejé de moverme y la miré. Era la primera vez que


alguien me llamaba. Tenía nombre.

“Poneme un nombre a mí”, me dijo con toda la dulzura


del mundo.

“¡Qué! ¿Un nombre?... No sé...”

“Llamame Rosirupta. Hace mucho tiempo que quiero


que alguien me llame Rosirupta. ¿Te gusta? ¿Es lindo?”

Más linda era ella. Y tan buena.

“¿Rosirupta?... Sí, es lindo... Rosirupta. Yo te pongo de


nombre Rosirupta”.

Nos abrazamos, nos besamos. Nos dimos la mano y


juntos fuimos a dar otra vuelta a nuestro planeta des-
pués de habernos hecho los regalos.

54
VII

No tengo ni idea del tiempo que estuvimos juntos con


Rosirupta en su (nuestro) planeta. Pero fue un montón
de tiempo. Ella trabajaba como loca armando su pájaro
de metal. Lo probaba. Lo arreglaba. Yo sembraba, co-
sechaba, recogía frutos. Hice una canasta grande, de
ramas y hojas de árboles. Parecida a la que tenía en mi
planeta. Y con ella llevaba agua a los lugares donde no
llovía tanto. Y caminaba. Caminaba mucho. Casi todo
el día. A veces con Rosirupta. A veces solo. Un día ella
vino a verme a la playa. Yo estaba tirado debajo de una
de mis palmeras.

“¿Querés ayudarme a terminar el pájaro?”, me pregun-


tó.

“Sí, pero yo no sé nada de eso”.

“Yo te enseño”, enseguida agregó.

Eso me puso contento. Por primera vez alguien me iba


a enseñar algo.

Estábamos trabajando los dos sin sacar los ojos de lo


que estábamos haciendo. Pero igual conversamos:

“¿Vas a venir conmigo a la Tierra o te vas a quedar


acá?”

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“¡No, no... por supuesto que voy a ir con vos!”, le con-
testé rápido mostrando que no tenía ni que pensarlo por
un segundo. Pero en ese momento los dos miramos para
arriba. El gigante de metal tenía lugar para una sola
persona. Enseguida empezamos a armar otro. Tardamos
otro montón de tiempo. Pero que importaba. No está-
bamos apurados. Cuando nos cansábamos de trabajar (a
veces trabajábamos toda la noche), nos íbamos juntos
de la mano a dar una vuelta al planeta. Nos bañábamos
en los ríos y los lagos. Dormíamos en los valles. Su-
bíamos a las montañas. Comíamos los frutos de los
árboles. Y seguíamos caminando hasta que llegábamos
de nuevo al mismo lugar. Los dos pájaros gigantes nos
esperaban. Para que nosotros terminemos de armarlos y
entonces visitar el gran planeta. Y un día llegó el día:

“Vení, ayudame a empujarlo. Cuando estemos cerca del


precipicio, te subís a la cabina... y chau. Volás... y vo-
lás... y volás...”.

“Pero... ¿y vos?”, pregunté preocupado. Pero no le di


ideas porque las de Rosirupta eran casi siempre mejo-
res.

“Yo voy a dormir esta noche acá. Voy a volar mañana.


Y nos vamos a encontrar ahí.”

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Nos despedimos. Yo estaba un poco contento y un poco
triste. Ninguno de los dos sabíamos cuanto de grandí-
sima era la Tierra y cuanta gente había ahí. No iba a ser
fácil encontrarnos.

57
58
VIII

Cuando el señor vestido de policía me golpeó despacito


con su bastón negro en el hombro, Rosirupta estaba
dormida sobre mis rodillas y yo sobre su cola. Los dos
nos quedamos dormimos al lado de la fuente. Eran las
dos de la madrugada. Estábamos retorcidos uno encima
del otro. Me fui estirando poco a poco. Me dolía todo el
cuerpo. Abrí los ojos despacito y lo vi todo de negro
con la gorra, el bastón y la pistola al costado como los
cowboys. Era el único que estaba ahí. Aparte de noso-
tros que estábamos dormidos. No quedaba ya nadie en
la plaza. Ni una sola de mis clientes. Lo miré de reojo.
¿Qué quería?, me quedé pensando.

“¿Qué hacen ustedes acá a esta hora?”, el señor policía


se juntó las manos por atrás de la espalda mientras nos
hablaba. Rosirupta todavía dormía. Entonces yo le con-
testé:

“Estaba soñando con mi planeta”.

“¡¿Qué?!”, el policía parecía sorprendido y un poco


enojado. Dijo un ¡Qué! gritando tanto que despertó a
Rosirupta que empezaba a levantar su cabeza de mis
rodillas:

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“...y con mi planeta también”, contestó medio dormida.
Yo la miré más sorprendido que el policía.

“¿Vos también soñaste con nuestros planetas chiqui-


tos?”

“Sí. Y con los dos pájaros de metal”, Rosirupta se des-


pertó y se entusiasmaba con lo que decía. Y yo
también:

“¿Te acordás de las vueltas que dábamos a tu planeta,


caminando de la mano?”

“¿Y cuándo explotó tu planeta y te traje al mío con la


cuerda de ramas?”

Los dos nos habíamos olvidado que el señor policía to-


davía estaba ahí. Y nos miraba como si fuéramos dos
locos:

“¿Se puede saber de qué hablan?”

“Del sueño. De lo que estábamos soñando, señor”, se


apuró a contestar Rosirupta. Seguro que si yo contesta-
ba nos metíamos en un nuevo lío. El policía nos miró
con cara muy rara. Movió en el aire su bastón y nos di-
jo:

“Vamos, vamos. Rápido a casa. Antes de que me arre-

60
pienta y me los lleve a la comisaría”.

Rosirupta se levantó como un resorte:

“Vamos a casa, Pornocto. Vamos rápido a casa. Adiós


señor policía...”, me agarró de la mano y me arrastró
con ella. Yo me di vuelta para decir lo mismo que ella:

“Adiós señor policía...”. Ella me llevó como si fuera


una bolsa de papas, cruzando la plaza para el otro lado.
El policía se quedó diciendo “no” con la cabeza y mor-
diéndose el labio de abajo. Después se fue. Entonces le
pregunté a Rosirupta:

“¿Vos soñaste lo mismo que yo?”

“No Pornocto. Los dos estábamos adentro del mismo


sueño.”

No entendí mucho pero la vi contenta y eso me puso


contento a mí también.

“Vamos a casa, Pornocto”, me volvió a decir.

“Sí, vamos a casa”, volví a decir.

“Sí, pero es tu casa. Yo no sé dónde es”.

“¡Ahhh! ¡Uy, sí! Vamos, vamos. Yo te llevo”.

Recién ahí me di cuenta que Rosirupta todavía no co-


nocía mi casa. Y yo tenía muchas ganas de que le

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gustara.

“¡Vamos rápido que hace frío!”, le dije. Y empecé a


arrastrarla yo a ella.

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IX

La casilla estaba en la parte de adelante de un terreno


baldío abandonado. Había dos edificios a los costados.
Sólo los esqueletos estaban construidos. Y estaban
también abandonados. Esto era en las afueras de la ciu-
dad. Se veía un cartel grandísimo al entrar a la zona que
decía:

GRAN URBANIZACIÓN GRAN


URBANIZACIÓN GRAN URBANIZACIÓN

Muchas veces seguidas por todo el cartel. Y después


escrito en letras más chiquitas:

Venta de departamentos y casas – 2, 3 y 4 dormito-


rios.

Y otras cosas más que iban a poner adentro de los de-


partamentos y las casas. También estaba escrito algo de
la pavimentación y el cableado eléctrico. Yo no enten-
día nada. El cartel tenía escritas muchas cosas más
porque era muy grande. Pero no sirvió de nada porque

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la empresa constructora Valdeverre (así se llamaba el
dueño) se había quedado sin plata. Antes vivía en la
casilla un sereno que se llamaba Eusebio. Pero lo echa-
ron cuando se quedaron sin plata. Y todo el lugar quedó
sin nadie. Abandonado.

Mi casilla era linda. De madera toda pintada de blanco


con un techo de chapas. Tenía una puerta chiquita sin
manija. Con un alambre enroscado que se enganchaba
en un agujero del marco para que no se abriera con el
viento. También tenía una ventana con salpicaduras de
pintura blanca en el vidrio. El vidrio estaba un poco
roto arriba. Yo le había pegado un pedazo de papel de
diario para que no entre tanto frío. Adentro de la casilla
había un colchón en el piso. Era grande. También cabía
Rosirupta. Contra la pared del fondo yo había puesto un
banco que traje un día de una plaza. No la mía. Era de
hierro con pedazos largos de madera. Uno al lado del
otro. Estaban agarrados al hierro con tornillos. Una de
las maderas estaba rota. Yo sacaba el pedazo roto. Po-
nía la plata que ahorraba adentro de un hueco del metal
y volvía a atornillar la madera al hierro. Había escucha-
do un día a alguien decir que “el dinero hay que
guardarlo en un banco”. Y yo no iba a ser tan tonto de
dejar el banco en la plaza con mi plata guardada aden-

64
tro. Así que me lo traje a la casilla.

En el terreno que había en la parte de atrás de la casilla


armé unas jaulas grandes de alambre. Ahí tenía metidas
a todas las gallinas y dos gallos. Entre todos me daban
muchos huevos que después yo vendía en la feria. Y
también vendía los granos de maíz.

Cuando llegué a la Tierra conocí a doña Flora. Me dio


trabajo en su granja de pollos que estaba también afuera
de la ciudad. Pero mucho más afuera que mi casilla. Me
daba para limpiar toda la granja y la casa y me pagaba
con diez paquetes de maíz y un pollo cada vez. Ella de-
cía que el maíz era para que lo venda en la feria y gane
un poco de plata. Y el pollo para que lo mate y me lo
coma. Pero yo no hacía eso con los pollos. Los juntaba
en el terreno del fondo y les daba de comer el maíz. Así
empecé a tener cada vez más huevos y a hacer más
grande mi negocio. Hasta que no tuve que ir más a tra-
bajar a la granja de doña Flora. Pero igual era mi amiga
y yo la seguía visitando. Como cuando tuve el lío con el
puesto en la feria. Un día vino un inspector a verme.
Era parecido al policía que nos despertó en la fuente.
Pero sin revólver ni bastón ni gorra. Tenía una carpeta
grande azul que le colgaba de un brazo. Me dijo que era

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de Inspección de Permisos y Autorizaciones de la Mu-
nicipalidad de Roberacra. Sacó una tarjeta plástica y me
la mostró. Estaba su foto ahí. Le dije que era linda. Que
había salido bien. Me miró todo serio y me dijo:

“Tiene siete días hábiles para regularizar su situación.


De lo contrario su puesto será clausurado. Queda usted
notificado. Firme aquí”.

Yo no había entendido ni una sola palabra de lo que


había hablado. Pero para no meterme en más proble-
mas, firmé. Me dio una copia. Era un papel largo y
grande con un montón de cosas anotadas. Lo doblé va-
rias veces y me lo metí en el bolsillo. Él se fue
caminando como si tuviese una percha adentro del tra-
je. Le llevé el papel a doña Flora. Lo leyó un poco y
enseguida fue hasta el teléfono y empezó a marcar un
número. Yo tenía curiosidad por saber que pasaba. Pero
no me dijo nada. La escuché hablando de mí con un
señor. Después le dijo “gracias”, colgó y me dijo a mí
que la próxima semana tenía que ir a ver al señor abo-
gado de leyes Ramiro Zucker. Me dio un papelito
donde estaba anotado el nombre y la dirección. Tam-
bién el día y la hora que tenía que ir a verlo. Ese mismo
día de lluvia que lo buscaba a él y al final la encontré a

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Rosirupta. Ella estaba contenta en mi casilla. Todo le
parecía lindo.

“El colchón en el piso está muy bueno, Pornocto. Yo en


lo de don Quique me caía todo el tiempo de la cama.
Todo el tiempo. ¡Me daba cada golpe!”

“Qué suerte...”, le dije.

“¿Qué?”

“Qué suerte que acá está en el suelo”.

“...y la idea de guardar la plata en el banco también está


buena. Porque si nos cansamos de estar acostados, po-
demos sentarnos acá en el banco. ¿No?”

“Tenés razón, no había pensado en eso. Ves, acá está la


heladera. Es vieja pero anda. Cuando recién llegué no
andaba y pensé que estaba rota. Pero vine con el loco
Aguirre de la feria. El me dijo que no había electricidad
en la casilla. Me conectó unos cables de afuera y ya te-
nía luz. Y la heladera andaba. Me dijo que no se me
ocurra tocar esos cables. Que era re-peligroso. Que me
podía morir e-le-co-trucado”.

“Ah, sí. Ya sé, la electricidad te entra adentro del cuer-


po...”

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“Sí, eso. Y te quedas pegado y todo quemado como una
tostada... me dijeron.”

“¿Y dónde hacés pis y caca, Pornocto? ¿Y dónde te ba-


ñás y te limpiás, y todo eso?”

“Ah, vení. Eso es afuera”.

Fuimos por el borde de la casilla para atrás hasta el


fondo. Casi donde está mi granjita. Parecía un ropero
cuadrado grande. Abrimos la puerta. Le mostré el agu-
jero en el medio del piso:

“Ves, después de hacer caca o pis, tirás agua con este


balde.”

“¿Y eso para qué es?”

“¿Esa cuerda? La tirás para abajo y sale agua por el ca-


ño. Cuando no sale más tirás de nuevo y vuelve a salir.
Y después de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo. Hasta
que terminás de bañarte.”

“¿Y para lavarte las manos, los dientes y todo eso?”

“También usás el agua del caño.”

La miré y me pareció que ya había algo que a Rosirupta


no le gustaba tanto. Pero me equivoqué. Porque me mi-
ró con dulzura, me acarició la cara y me dijo:

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“Bueno, acá no tenemos nuestros ríos y mares pero es-
tamos juntos, ¿no, Pornocto?”

“Sí, estamos juntos”, le dije. Y nos fuimos adentro de la


casilla porque hacía frío. Nos tiramos en el colchón. Y
aunque los dos quisimos seguir charlando, nos queda-
mos de nuevo dormidos.

A la mañana nos despertamos bastante temprano. Los


rayos del sol cruzaban el vidrio roto de la ventana y nos
daban justo en la cara. A mi me hizo acordar un poco a
las mañanas en mi planeta. Y después en el de ella. Nos
lavamos y vestimos. Salimos y justo pasó el 6. Lo to-
mamos. Ese colectivo salía de la ciudad y nos dejaba a
casi una legua de la granja de doña Flora. Caminamos
de la mano hablando de cualquier cosa. Acompañados
del calor que nos dábamos y el que nos daba el Sol.
Cuando llegamos, antes de entrar en la casa la llevé a
que conociera el lugar donde nacían los pollitos. Des-
pués fuimos a la casa. Antes de entrar golpeé en el
marco de la puerta porque escuché otra voz que venía
de adentro, aparte de la de doña Flora.

“Sí, ¿quién es?”, era la voz de doña Flora.

“¡Soy yo, Pornocto, doña Flora!”, hablé gritando para


que me escuchara porque era medio sorda.

69
“¡Ah, sí! ¡Adelante, pasa hijo!”

Con Rosirupta entramos de la mano caminando pasos


cortitos. Doña Flora estaba sentada en la cocina con un
señor que yo no conocía.

“Vengan. Pasen, no tengan miedo. ¿Quién es esta mu-


chacha, Pornocto?”

“Es mi amiga Rosirupta”, yo la señalé con la mano y


ella saludó con la cabeza.

Doña Flora era una señora muy gorda. Con mucha pan-
za y grandes montañas. No como las de Rosirupta. Su
cola también era muy grande pero no se le veía porque
estaba sentada. Su cabeza era redonda con cachetes ro-
jos en la cara. Y su sonrisa era la más buena del mundo.
Los dedos de las manos, las manos y los brazos eran re-
gordos. La verdad es que parecía inflada. El señor que
estaba sentado con ella era casi todo pelado. Menos a
los costados arriba de las orejas. Tenía todo chiquito.
La nariz, los ojos y la boca. También las orejas. Estaba
recién afeitado. Y entre la nariz y la boca tenía un bigo-
te todo bien cortado. Estaba vestido con un traje gris
planchado. La camisa era gris y la corbata también.
Pensé que quizás le gustaba el color gris.

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“Te presento al doctor Ramiro Zucker.”

¡Uy, qué vergüenza qué me dio! ¡Cuánto tiempo me


esperó a lo mejor y yo no fui! Estaba todavía tomado
de la mano con Rosirupta. El alargó su mano derecha
para saludarme. Pero yo le di mi mano izquierda. Por-
que como ya dije mi otra mano la tenía Rosirupta.

“Es un gusto, Pornocto”, me dijo y sonrió.

“Es un gusto”, dije yo también, “señor abogado.”

Doña Flora nos invitó a sentarnos con ellos. Nos quiso


traer algo de tomar. Pero los dos le dijimos que no.
Después me preguntó:

“¿Porqué no fuiste a ver al doctor Zucker, Pornocto?”

“Me perdí”, contesté enseguida porque hacía rato que


quería decirlo.

Rosirupta pegada a mí sólo miraba y escuchaba.

“Bueno, tenemos noticias para vos.”

¡Zas! pensé. Me metí en más problemas. Pero se me fue


la preocupación cuando vi que Rosirupta se sonreía.

“Cuéntele a Pornocto, doctor Zucker.”

Los dos le clavamos la mirada al señor abogado. No


pensábamos pestañear hasta que no nos contara lo que

71
pasaba.

“Como ayer tú no apareciste por mi oficina llamé a do-


ña Flora. Ella estaba preocupada y me pidió si yo podía
ir haciendo algo en el asunto. Entonces le pedí los datos
de tu puesto en la feria: dónde esta ubicado y qué es lo
que vendes. Y como tú no figuras inscripto en el Regis-
tro de las Personas puesto que no tienes documento de
identidad, no puedes sacar permiso de venta en la vía
pública.”

“Pero ese es mi único trabajo”, mi voz casi la escucha-


ba yo solo de tan bajita.

“Es su único trabajo”, agregó Rosirupta. Su voz se es-


cuchaba más.

“Por eso me atreví a inscribir tu puesto a nombre de un


testaferro en la Oficina de Registro. Estarás de acuerdo
¿verdad?”

Rosirupta y yo no entendíamos mucho lo que el aboga-


do había explicado. Pero la cara de felicidad de doña
Flora mostraba que a lo mejor todo se había arreglado.

“¿Puedo volver a trabajar?”, pregunté con miedo.

“Por supuesto. Ya retiraron la faja del Juzgado. Toma


esto...”, me dio un papel que tenía un sello grande y una

72
firma en el medio.

“Nadie más te va a molestar. Si algún inspector te pre-


gunta algo, tú le muestras este documento. Cualquier
problema me llamas a mi estudio ¿De acuerdo?”

“Sí, sí. Muy bien. Muchas gracias señor abogado...”,


me quedé pensativo mirando el papel.

“¿...y si viene el señor Testaferro qué le digo?”

Doña Flora y el abogado Zucker no paraban de reírse:

“No te preocupes Pornocto, ningún señor Testaferro te


irá a ver.”

“Bueno, ya nos tenemos que ir”, dijo Rosirupta que


había estado muy callada.

“Antes de irse, ¿no quieren quizás tomar algo?”, doña


Flora nos ofreció otra vez. Y yo le dije que sí:

“Si puede ser unos emparedados de queso. Y esas torti-


llas tan ricas que usted hace ¿se acuerda? Desde ayer
que no comemos nada con Rosirupta.”

Empezaron a reírse de nuevo. Cuando comíamos los


emparedados y las tortillas ellos seguían riéndose. Has-
ta que nos contagiaron y empezamos a reírnos nosotros
también. Después cuando nos fuimos me dolía la panza

73
de tanto comer. Mientras caminamos saqué de nuevo el
papel del abogado para mirarlo. La miré a Rosirupta.
Nos sonreímos. Lo doblé varias veces y me lo guardé
en el bolsillo. Otro problema más que se arregló sin que
hagamos nada, pensé. Y nos fuimos a la feria. A traba-
jar.

Pasaron pocos días y mis clientes se tiraban encima de


Rosirupta como si la conocieran de toda la vida. Traba-
jábamos en la feria desde temprano a la mañana hasta
casi la noche cuando ya no había gente en la calle. Em-
pezamos a vender más y más maíz. Y también huevos.
Después de un mes la plata ahorrada ya no cabía en el
agujero del banco.. tuvimos que romper otra madera. Y
después otra. Y otra más. Después de dos años nuestro
banco estaba lleno de maderas rotas y atornilladas al
hierro. Nuestra plata estaba metida en todos los huecos
del banco.

“Pronto vamos a tener que traer otro banco de la plaza”,


me dijo un día Rosirupta cuando volvimos del trabajo y
buscábamos otro hueco para guardar la plata. Y nos
reímos a carcajadas pensando que en la casilla no había
lugar para otro banco. Pero había quedado hermosa.
Toda decorada por Rosirupta. Con muebles, espejos,

74
placards, heladera nueva y cama. Y hasta habíamos
construido un baño. El vidrio de la ventana ya no estaba
roto. Y la puerta tenía manija y cerradura. La granja la
separamos. En una parte seguíamos con los huevos. En
la parte nueva criábamos pollitos.

Una sola vez había venido un inspector a verme a la


feria.

“¿Su permiso?”, me dijo.

Yo saqué el papel de Zucker y se lo di sin decirle nada.


Como me había dicho el abogado. Lo miró todo serio.
Me lo devolvió. Anotó algo en una carpeta de él. Me
dijo:

“Muchas gracias”, y se fue. No volvió nunca más. Ni él


ni ningún otro inspector.

Un día estábamos preparándonos con Rosirupta para ir


a la feria. Ella estaba en el baño. De repente escuché un
ruido muy fuerte. El golpe rompió la puerta que golpeó
contra la pared. Se rompió también la cerradura nueva y
el vidrio de la ventana. Primero pensé que era el viento.
Pero entraron policías todos con pistolas. Y me apunta-
ron. Eran tantos que casi no cabían en nuestra casilla.
Rosirupta salió del baño. La apuntaron también a ella.

75
Hacían mucho ruido. Se gritaban entre ellos. Buscaban
rápido por todas partes. No sé que es lo que buscaban.
Pero seguían apuntándonos. Después se tranquilizaron
un poco. Nos pusieron unas pulseras de metal en las
manos. Por atrás, en la espalda.

“¡Qué es esto!”, preguntó el jefe de los policías. Nos


miró a los dos.

“Es nuestro banco”, contestó Rosirupta. No la veía pre-


ocupada. Ni con miedo. Ni yo tampoco. Somos los dos
personas buenas y no estamos haciendo nada malo,
pensé.

“Así que nuestro banco ¿no?”, su boca hizo una risa


mala y sus ojos nos miraron fijo. Parecía un diablo no
un jefe de la policía. Enseguida se le aflojó la cara. Mi-
ró a otro policía que estaba al lado y le dijo:

“...hay que avisar a la Municipalidad para que vengan a


buscar el banco...”

“¡No! ¡El banco no!”, gritamos los dos a la misma vez.

El jefe de los policías volvió a poner la cara de antes y


nos dijo gritando:

“¡Así que el banco no! ¡Ladrones! ¡El banco es un bien


público y ustedes serán procesados por hurto calificado

76
de bienes de la vía pública y apropiación indebida!
Porque si no estoy confundido, esta casucha no les per-
tenece ¿no es cierto?”

Se le aflojó la cara de nuevo y le habló al otro policía:

“Léales sus derechos y lléveselos.”

Después de reírse se fue enojado. Cambiaba su ánimo


todo el tiempo. Otro policía nos leyó unos derechos:

“...tienen derecho a permanecer callados... todo lo que


digan podrá ser usado en su contra... tienen derecho a
nombrar abogado...”

Rosirupta escuchó una parte de esos derechos y me


preguntó si había guardado la tarjeta con el número de
teléfono del abogado Ramiro Zucker. Le dije que la te-
nía guardada en el banco junto con la plata. Me dijo que
era como no tenerla. No le entendí. Pero seguro que
tenía razón.

Estuvimos casi un mes en la cárcel. Fue difícil para los


dos. Estábamos en celdas separadas. En distintos luga-
res. Y no nos pudimos ver en todo el tiempo. Hasta que
un día vino a verme el abogado Zucker. Pensé que es-
taba ahí de casualidad. Le dije que quería contarle lo
que había pasado para que nos ayudara. Pero él ya sabía

77
casi todo y había venido a verme a mí. ¡Cuánta gente
buena conocíamos! ¡Y cuánta suerte teníamos! Me con-
tó que doña Flora fue un día a vernos a la feria y Poliya
le dijo que no abríamos el puesto hacía mucho tiempo.
Fue enseguida a nuestra casilla porque sabía donde vi-
víamos. Ahí vio un cartel judicial. Estaba todo cerrado
con cintas de un juzgado. Como había pasado en el
puesto de la feria. Entonces llamó al abogado Zucker
para que averiguara.

Aprendimos algo con Rosirupta: no siempre la gente


tiene razón. Por hacer lo que la gente decía perdimos
toda nuestra plata. También perdimos la casilla que era
nuestra casa. Y la granja. Pero estábamos recontentos
igual. Estábamos libres y juntos. Gracias al abogado
doctor Zucker. Era un genio. Arreglaba todos los líos.
Teníamos mucha suerte que él era nuestro amigo. Y
doña Flora también. Nos dijo que viviéramos en su
granja hasta que arreglemos nuestros problemas. Rosi-
rupta y yo estábamos recontentos por que ahora donde
vivíamos estábamos acompañados. Dormíamos con los
pollos. Ellos nos despertaban temprano a la mañana con
todo el ruido que hacían. Rosirupta se iba todo el día a
la feria para vender el maíz y los huevos. Y yo me que-
daba ayudando a doña Flora. Me pagaba como antes.

78
Pero en vez de un pollo me daba huevos para poder
vender en la feria. Porque no teníamos más la granja.

Un día a la tarde, cuando el sol se empezaba a ir atrás


del Mundo, vino el loco Aguirre a verme a la granja de
doña Flora. Estaba más loco que nunca. Me dijo que
dos señores grandotes con anteojos negros habían ido a
la feria y se habían llevado a Rosirupta.

“¡No la dejaron ni cerrar con llave el quiosco!”, me lo


dijo casi llorando.

“Lo cerramos nosotros con el Poliya. Tomá...”, y me


dio la llave.

Le dije: “Gracias Aguirre...”

Me quedé pensando en todo lo que había aprendido con


Rosirupta. No estar nunca preocupado por nada. No
tener miedo. Estar siempre contento. Todo. Todo lo que
había aprendido con ella se había ido en un minuto.

79
80
X

Doña Flora y el abogado Zucker no sabían nada de


nuestros planes. Porque si sabían no nos iban a dejar
hacer nada. Ese día llegamos a lo de don Quique con el
camión de la basura de mi amigo Vardas. Adentro íba-
mos yo, Poliya, el loco Aguirre y Vardas que manejaba
el camión. Paramos en la puerta. Volví a ver el cartel y
las fotos de mujeres en bombacha y corpiño. El loco
Aguirre bajó del camión y entró. Lo vio al pelado con
bigote igual como se lo describí yo. Hasta tenía puesta
la misma corbata roja con dibujitos.

“Buenas tardes señor. ¿Qué podemos ofrecerle?"

“Quiero un servicio con la boba”, dijo mi amigo.

“Por supuesto, señor.”

Me pareció que siempre decía lo mismo.

Pero esa vez ella no salió sola al pasillo. El señor pela-


do apretó un botón y habló:

“Rosirupta, tenés un cliente.”

Ella abrió una puerta, salió y lo vio al loco Aguirre. Los


dos se sonrieron. En vez de ir Aguirre a la habitación
donde estaba Rosirupta, ella empezó a caminar para el

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lado donde estaba él. El pelado de bigote no entendía
nada. Poliya y yo bajamos la caja del camión. Era gran-
dísima. Pero por suerte no pesaba casi nada. Sólo se
escuchaba un montón de ruido de adentro. Abrimos la
puerta y entramos. Pusimos la caja en el piso. Al lado
del mostrador. Atrás estaba el pelado de bigote que nos
miraba a todos sin entender nada.

“¡¿Qué es lo que traen allí?! ¡¿Qué es ese ruido?!”

Estaba re-nervioso. Rosirupta y el loco Aguirre estaban


ya casi en la puerta.

“¡¿Qué hacen?! ¡¿Adónde creen que van?!”, y salió de


atrás del mostrador para ir a buscarlos. Poliya y yo
abrimos la caja y todas mis clientes salieron volando.
¡Eso sí que era un lío bien armado! Escuchamos gritos:

“¡Don Quique! ¡Don Quique! ¡Rosirupta se escapa!”

Salimos todos corriendo. Hasta las palomas se querían


escapar de ahí. Cada vez que se abría la puerta se salían
las que podían. Estaba subiendo el loco Aguirre al ca-
mión. Faltábamos Rosirupta y yo. Se escuchó una
explosión. Un silbido y ruido de metales. Don Quique
había disparado y venía a buscarnos. Vardas se asustó y
apretó el acelerador. El camión desapareció de nuestros

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ojos. Rosirupta y yo nos quedamos solos con Don Qui-
que a unos metros de nosotros. Apuntaba para disparar
de nuevo.

“¡Los voy a matar a los dos! ¡Así sea lo último que


haga en mi vida!”, gritó furioso.

Disparó de nuevo. Se escuchó sólo la explosión. La ba-


la se perdió en el aire.

“¡Vamos Pornocto, nos quiere matar!”

“Sí...”, le dije, “...nos quiere matar”. Esta vez me di


cuenta. Volvimos a subir corriendo por la misma calle
que cuando nos escapábamos de los dos gigantes de
don Quique. Y yo la llevaba a ella alzada. Pero ahora
no. Íbamos de la mano. Corríamos más rápido. Nos
acercamos a la esquina.

“¿Porqué no salen los dos policías del bar como la otra


vez?”, le pregunté a Rosirupta. Pero seguíamos co-
rriendo.

“No siempre pasa todo igual Pornocto.”

“Pero lo bueno tendría que pasar más veces...”

Escuchamos otro disparo. La bala pegó en un árbol cer-


ca. Me acordé de mi higuera. Me di vuelta. Los dos

83
gigantes venían con don Quique. Como siempre, Rosi-
rupta no estaba preocupada. Pero corría más que yo.
Llegamos a la esquina. Cruzamos la calle. Pasamos por
la puerta del “Café-Bar Apollo”. Escuché otro disparo.
La explosión y vidrios rotos. La bala pegó en la puerta
del bar. Me pasó tan cerca que pensé que me había ma-
tado. Me paré un segundo. Busqué sangre por todo mi
cuerpo. Me revisaba. Pero no encontré nada. Rosirupta
iba adelante y seguía corriendo. No me vio pararme.
Cuando iba a correr otra vez para alcanzarla, atrás mío
escuché un chirrido que me rompió los oídos. Y des-
pués un ¡Bum! que no fue una explosión. Fue un
choque. Me di vuelta y vi el cuerpo de don Quique vo-
lando por el aire. El que manejaba el coche se asustó
igual que mi amigo Vardas con el camión. Y se escapó.
Sin querer pisó el cuerpo de don Quique con las ruedas
del coche cuando se escapaba. El revólver de don Qui-
que también voló por el aire y se cayó muy cerca de mí.
Lo levanté y fui caminando para atrás. Donde estaba
don Quique tirado. Los gigantes pusieron caras de asus-
tados. Miraron para todos los lados. Hablaron algo que
no escuché y se escaparon corriendo. Yo me acercaba
cada vez más con el revólver en mi mano. Don Quique
ni se movía. Escuché otro chirrido de ruedas atrás mío.

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Era el camión de Vardas. El loco Aguirre y Poliya aga-
rraron a Rosirupta de los brazos y la llevaron al camión.
Ella gritó:

“¡Pornocto no! ¡Qué hacés! ¡Vení acá Pornocto! ¡Apu-


ráte, tenemos que irnos!”

Todos me gritaron cosas para que vuelva.

“Sí, ya voy...”, dije yo y los miré a todos desde lejos,


“...voy a ver, quizás está vivo. Pobre don Quique. Le
voy a explicar que Rosirupta no quiere hacer eso con
los hombres. Ella quiere estar conmigo. Quizás entien-
de. Y le voy a devolver su revólver. Y voy a buscar
ayuda para llevarlo a un médico...”

Yo seguía caminando para el lado donde estaba don


Quique. Mis amigos estaban atrás en el camión. Espe-
rando. Me escuchaban sin hablar. Ni gritaban. Cuando
llegué vi que el cuerpo de don Quique estaba todo do-
blado. El pantalón del traje roto con sangre alrededor.
Tenía sangre también en la nariz y en la boca. Y tenía
cara de dolor. Sus ojos estaban bien cerrados. Pensé
que quizás estaba dormido o que se había desmayado.

“Señor Quique...”, le dije despacito, “...le traje su re-


vólver.”

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Estaba llegando gente curiosa que lo miraban a él y me
miraban a mí. No se acercaban del todo. Parecía que
tenían miedo. De nuevo escuché un chirrido de ruedas
como antes. Y frenadas. Eran dos coches de la policía
de Roberacra. Se abrieron todas las puertas. Un montón
de policías me apuntaron con los revólveres de nuevo..

“¡El arma en el suelo! ¡El arma en el suelo!”, uno de los


policías gritaba como loco. Parecían todos apurados.
Dejé el revólver del señor Quique en el piso. Al lado de
él por si se despertaba y quería agarrarlo. Igual era su-
yo.

“¡Las manos levantadas! ¡Las manos levantadas!”

Todo lo decían dos veces. Apurados y a los gritos. Le-


vanté las manos y todo empezó de nuevo otra vez. Las
pulseras de metal en mis manos. Atrás en la espalda.
Me dijeron de nuevo mis derechos y me llevaron a la
cárcel por haber matado al señor Quique. Yo pensaba
sólo en Rosirupta. Por eso no sentía nada de miedo. Y
porque al final todos los problemas se arreglaban siem-
pre solos. Después pensé también en el abogado de
leyes Ramiro Zucker. Y me acordé que era un genio.

86
XI

Me llevaron a una cárcel distinta a la de la otra vez. En


ésta no había más gente. Pregunté porqué. Me dijeron
que porque acá estaban los que iban a e-je-cutar. Y que
por ahora yo era el único y el primero en la ciudad. “¿Y
qué es eso?”, pregunté. Entonces me contestaron que
me iban a dar la pena de muerte. Me iban a matar. Pero
no podía ser. Porque si les daba “pena” mi “muerte”
¿cómo me iban a matar? No entendía. Y no me iba a
creer cualquier cosa. Querían meterme miedo. Pero yo
había aprendido de Rosirupta. No lo iban a conseguir.
Yo pensaba todo el tiempo en ella. Y no me iban a en-
gañar.

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88
XII

Hace un mes y medio que estoy acá en mi celda de la


cárcel escribiendo esta declaración. Es larga. Pero digo
toda la verdad de lo que pasó. Y ya terminé. Esto es
todo lo que tengo que decir. Hoy viene otra vez a verme
el abogado de leyes Zucker. Espero que él pueda arre-
glar todo de nuevo. Como siempre.

89
90
La Liberación

91
92
XIII

“Pero Pornocto, esto es un libro no una declaración.


Mire usted qué cantidad de hojas que escribió”. El abo-
gado Zucker se agarraba la cabeza mientras revolvía los
papeles de Pornocto. Estaban ambos sentados uno fren-
te al otro en la cama de la celda. Esta se veía oscura y
se sentía fría.

“Cuando les pregunté qué era una declaración, me di-


jeron lo que usted quiere decir. Y todo eso es lo que
yo quiero decir”, dijo señalando su madeja de hojas.

A Pornocto se lo veía tranquilo. No tenía miedo a morir


porque el no creía todo lo que le contaban. Lo que sí lo
ponía triste era no poder estar con Rosirupta. Habían
construido una relación sólida. Pero no como las rocas
sino como la eternidad. Se querían de una manera des-
conocida, completa, desinteresada. Era un sentimiento
que borraba todo lo demás. Nadie podría entenderlo. Ni
siquiera ellos mismos. Preferían sentir la falta del aire a
sentir lo que estaban sintiendo. La falta del otro.

Zucker mostraba preocupación. Más allá de la lógica.


Luego de haber escuchado los hechos relatados por

93
Pornocto quedó convencido de que éste no mentía. Le
pareció demasiado sencillo presentarse en el juzgado
interviniente en la causa y cambiar el rumbo de la in-
vestigación, logrando la desestimación de los cargos en
contra de su cliente. La víctima había sido atropellada
por un vehículo cuyo conductor se había dado a la fuga.
El cuerpo debía presentar lesiones resultantes del acci-
dente de tránsito y no heridas de bala. El hecho de que
Pornocto tuviera el arma de la víctima en la mano en el
momento de ser aprehendido, no lo imputaba. El caso
de la defensa de su cliente se le presentaba por demás
sencillo. Pero cuando empezó las gestiones judiciales se
enteró de la existencia de un orificio de bala en la frente
de la víctima proveniente del revólver de la misma. No
le resultaron suficientes las tomas fotográficas del ca-
dáver aparecidas en el expediente. Una de ellas
mostraba la cabeza de la víctima en un primer plano y
un orificio de bala en su frente. Luego de hablar con los
médicos forenses acudió a la morgue judicial. Allí pudo
comprobarlo por sí mismo cuando el empleado descu-
brió ante él el cadáver de don Quique Marsino. Pero
nadie le insinuaría que el disparo habría sido efectuado
sobre el cadáver. Es lo que pensaba Zucker que había
ocurrido. Decepcionado de la justicia el doctor Zucker

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intentó explicarle los hechos a Pornocto. Pero fue inútil.
Pornocto estaba en otro mundo. No le interesaba saber
sobre balas disparadas a cadáveres u otros intentos de la
justicia por estrenar su moderna maquinaria legal de la
muerte. Él sabía que no iba a morir y que volvería a
estar con Rosirupta. Era lo único que le interesaba y en
lo que ocupaba su tiempo. Que los demás continuaran
haciendo sus cosas. Aunque parte de ellas consistiera
en terminar de preparar la silla eléctrica que lo electro-
cutaría. Antes de dar por agotadas todas las instancias,
Ramiro Zucker se entrevistó con el fiscal. Este expuso
su tesis frente al abogado defensor:

“Mi querido doctor...”, había comenzado diciendo,


“Pornocto raptó a Rosirupta de lo de don Quique Mar-
sino. Pornocto celaba a Rosirupta por lo que odiaba a
Marsino. Pero su carácter y timidez le impedían enfren-
tarlo. Se escapó corriendo. Un coche atropelló a
Marsino cuando éste perseguía a Pornocto. Don Quique
quedó tendido en la acera con una pierna rota. Pornocto
advirtiendo la oportunidad regresó al lugar donde se
encontraba Marsino indefenso y lo remató con su pro-
pia arma. Esto es un homicidio agravado. Su castigo es
la pena de muerte.”

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Zucker poseía una vasta experiencia como abogado,
aunque no era penalista. Pero nunca había experimen-
tado en su carrera semejante corrupción por parte de la
justicia. Aunque había escuchado sobre más de un caso
en boca de sus colegas. Él sabía que tenía razón pero no
podía demostrarlo. Por lo que decidió no malgastar su
tiempo y energía. Saludó al señor Fiscal y se retiró.

Al día siguiente se presentó en el juzgado solicitando


autorización para hacer una visita a la casilla. Tomás,
su secretario de confianza, siete años trabajando con él,
lo acompañaría. Al entrar pudo comprobar que el banco
todavía estaba allí. Había ido preparado. Mientras To-
más se cercioraba de que ningún intruso se acercara a la
casilla, Zucker, destornillador en mano, empezó a des-
tornillar todas las maderas buscando los huecos donde
Pornocto y Rosirupta tenían guardado su dinero. Los
dos hombres se asombraron. Encontraron allí una con-
siderable suma de dinero y una tarjeta personal del
abogado Ramiro Zucker, la que Pornocto había guarda-
do celosamente junto con el dinero. Entonces fue a
verlo a la cárcel. Lo encontró animado. Contento. Era
día domingo y había recibido la visita de Rosirupta. Los
amigos Vardas, Poliya y el loco Aguirre esperaban tur-
no para ir a verle. También doña Flora. Pero todos

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sabían lo importante que era para Pornocto poder ver a
Rosirupta aunque sólo fuese un rato. Y lo que signifi-
caba para ella poder verlo a él. Contaban con cuarenta
minutos en cada visita. Una vez por semana: los días
Domingo. Y no podía visitarlo más que una persona
cada vez. En su última visita Rosirupta no había dicho
palabra. Y él tampoco. Los dos oficiales de guardia se
miraban, los miraban y sonreían. Tomados de la mano
ellos no dejaban de mirarse.

Zucker, una vez dentro de la celda, acercó su boca a la


oreja de Pornocto, mirando de reojo a sus costados para
asegurarse que el carcelero no anduviera cerca, y le
murmuró:

“Tengo todo vuestro dinero. Lo quité del banco que to-


davía estaba en la casilla. Debo decirte que es mucho
dinero...”

Zucker quedó atento a la reacción de Pornocto. La que


no se hizo esperar:

“¡Qué bueno! ¿Alcanzará para pagarles a los jueces y a


los policías para que me dejen salir un día a ver a Rosi-
rupta? ¡Juro que después vuelvo acá de nuevo!”, y
cruzó su dedo índice besándolo sobre la boca repetidas
veces. Ramiro Zucker esbozó una sonrisa triste. Con

97
ternura revolvió su cabello despeinando su flequillo y le
contestó:

“Voy a hablar con Rosirupta y veremos que podemos


hacer.”

Llamó al carcelero para que le abriera la puerta y se


despidió de Pornocto.

“¡Uste es un genio! ¡Va a arreglar todo! ¡Estoy seguro!


¡Chau abogado Zucker!”, gritó Pornocto detrás de los
barrotes. El letrado lo saludó con su

mano y se retiró un poco triste. Pero no tanto.

98
XIV

“¡Sí, sí, qué bueno! ¿Y se puede?”

Rosirupta manifestó una inmediata reacción de alegría


ante la posibilidad de que el dinero sirviera para ver un
poco más a Pornocto.

“Creo que servirá para un poco más que un día. Es mu-


cho dinero el que juntaron.”

Zucker se había desplazado hasta la granja de doña Flo-


ra. Allí se encontraba Rosirupta ayudándola en las
tareas. Dormía en el criadero con las gallinas y soñaba
por las noches con Pornocto. Fue una visita relámpago.
Le prometió a Rosirupta ir al juzgado al día siguiente,
Lunes.

El abogado obtuvo la fianza para Pornocto contra el


depósito de la suma casi total del dinero que poseían y
la firma del doctor Ramiro Zucker haciéndose respon-
sable en forma personal sobre el recluso. Y que no
intentaría fugarse. La suerte estaba echada. Pornocto
moriría en la silla eléctrica. Pero debían llenarse espa-
cios legales. Procesos judiciales burocráticos que no
alterarían los resultados de la sentencia pero que eran
necesarios, pues se trataba de la ejecución de un conde-

99
nado. Pornocto fue puesto en libertad bajo fianza. Una
libertad vigilada y limitada en el tiempo. Una última
libertad antes de ser despojado de su vida. Pero él salió
dispuesto a aprovecharla sin tomar real conciencia de lo
que estaba sucediendo.

Zucker llevó a Pornocto a la granja de doña Flora. Allí


lo esperaban Vardas, Poliya, el loco Aguirre y Rosirup-
ta. También se encontraban en el lugar otros
compañeros que si bien no eran grandes amigos se
habían alegrado al saber que Pornocto había sido libe-
rado. Habían organizado una verdadera fiesta. Sobre la
mesa se veían canapés de atún, arrolladitos de queso,
salchichas sazonadas con todo tipo de salsas, ensaladas
variadas, tortas de fresas, de queso y de chocolate. Be-
bidas gaseosas y jugos de frutas. Y una hermosa torta
de dos pisos bañada en crema chantillí. En su centro
había colocados dos pequeños muñecos idénticos a
ellos dos y a un costado escrito con letras de chocolate
derretido: Pornocto y Rosirupta.

“Adentro está rellena de higos Pornocto, tu fruta prefe-


rida”, doña Flora lo vio devorándosela con la vista.

“¿Hay emparedados de queso y tortillas de las que me


gustan?”

100
Todos explotaron en una carcajada.

“No Pornocto. Hoy no preparé emparedados ni tortillas.


Pero hay un montón de cosas ricas. ¿Les van a gustar,
eh?”, le dijo doña Flora mientras lo abrazaba cariñosa-
mente y le besaba la frente.El doctor Zucker se había
sacado el saco. Se aflojó la corbata y se desabotonó el
primer botón de la camisa. Se disponía a disfrutar de la
velada y olvidarse de la realidad. Todos comían, toma-
ban y gritaban alrededor de la mesa. Pornocto mordía
su tercer trozo de torta y Rosirupta saboreaba su jugo
de frutillas. Pero ninguno de los dos había soltado la
mano del otro. El cartel colgado del techo con hilos y
que rezaba:

BIENVENIDO PORNOCTO

se veía alto y sincero rodeado de globos de todos colo-


res.

“¿Y el vino? ¿Qué pasa, no hay vino en esta casa?”, el


doctor Zucker reclamaba sin advertirlo del todo, una
bebida que le permitiera amansar sus pensamientos y
disfrutar de la fiesta.

101
“¡Oh, qué torpeza la mía! ¿Cómo pude haberlo olvida-
do? Tengo algo especial para una ocasión tan especial
como ésta”, avergonzada y entusiasmada a la vez doña
Flora se acercó a Rosirupta.

“Escucha hija, ¿conoces el sótano que está debajo del


criadero de pollos?”

“No señora, nunca fui ahí. ¿Porqué me pregunta?”, con-


testó Rosirupta no entendiendo las intenciones de doña
Flora. Pornocto miraba y escuchaba a las dos mientras
tomaba un sorbo del jugo de Rosirupta.

“Mira, vas hasta el fondo del pasillo. Del lado derecho


justo en la esquina. Si corres la paja un poco con el pie
verás una tapa cuadrada con una especie de manija me-
tálica. La tiras para atrás y la tapa se abre para afuera
como una puerta...”

Aunque doña Flora se dirigía a Rosirupta, ambos (tam-


bién Pornocto) escuchaban atentamente su explicación
sin descubrir todavía qué era lo que la mujer quería.
Ésta continuó:

“...Hay una escalera. Bajas despacio. Del lado derecho


mientras bajas, encontrarás sobre la pared el botón para

102
encender la luz. Una vez abajo, vas hasta el fondo a la
izquierda. Encontrarás allí un mueble antiguo con mu-
chos estantes y muchas botellas de vino acostadas. Es la
bodega que era de mi marido, que en paz descanse. En
la segunda hilera contando desde abajo busca una bote-
lla que tenga inscripto en ella: “cosecha 1983”

“¡Excelente!, pero trae dos botellas de esas”, agregó


Zucker, “porque esto promete ponerse entretenido.”

“Yo voy con ella”, intervino Pornocto dirigiéndose a


doña Flora.

El ruido y la música los obligaba a esforzarse por escu-


char lo que cada uno decía.

“Tú no te mueves de aquí”, interpuso Zucker apoyado


por doña Flora.

“¡Es tu fiesta Pornocto! ¡Cómo te vas a ir y nos vas a


dejar solos!”, explicó la dueña de casa. Un canturreo de
chirridos apoyándole provenían del loco Aguirre, Poli-
ya, Vargas y el resto de los compañeros. Pornocto
sintió como la mano de Rosirupta se desprendía de la
de él y ella se alejaba:

“Se puede perder...”, acotó en voz baja que nadie pare-


ció escuchar. Lo abrazaron. Lo agasajaron. Lo llevaron

103
en andas. Rosirupta se encaminaba hacia el granero en
busca de aquel sótano. El sol entraba por las ventanas
de la casa. Pronto se estaría escondiendo atrás del
Mundo, como solía decir Pornocto.

Desde que había muerto don José, el marido de doña


Flora, hacía siete años, el sótano no se usaba. Además
de la valiosa bodega de su marido, éste guardaba allí
todo tipo de herramientas, pinturas y utensilios para los
trabajos manuales y reparaciones que solía hacer por sí
mismo.

Le resultó sencillo a Rosirupta encontrar la tabla del


sótano. Esparció un poco de paja con el pié y enseguida
la vio. Era cuadrada de madera bastante pesada. La
abrió pero debió sostenerla contra la pared con la mano
mientras entraba poniendo su pie en el primer escalón,
pues de lo contrario se cerraba sola. Descendió algunos
escalones. Estaba todo muy oscuro. Tanteó con su ma-
no derecha sobre la pared del sótano hasta que encontró
el botón. Al presionarlo un fogonazo la sorprendió de-
jándole negros tres dedos de la mano y encegueciéndola
momentáneamente. Rodó por la escalera hacia abajo y
quedó tendida en el piso. Se había desmayado. La
bombilla eléctrica que colgaba del techo explotó en el

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momento del fogonazo, cayendo sus residuos sobre la
paja esparcida en el piso.

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XV

Todos aplaudían. Saltaban y bailaban al son de la músi-


ca. En la cocina doña Flora preparaba más bebidas y
algunos bocadillos para llevar al salón donde nadie pa-
recía advertir la tardanza de Rosirupta. Zucker
comentaba alguna trivialidad a Pornocto, sentados am-
bos en los amplios sillones del estar de la casa, cuando
éste se levantó de su asiento sin hablar y se dirigió a la
puerta:

“¿Adónde vas Pornocto?”

“Voy a buscar a Rosirupta. Quizás se perdió.”

Empezó a caminar los ciento cincuenta metros que lo


separaban del criadero de pollos. A medida que se acer-
caba notó alboroto entre las gallinas y humo que salía
del piso. Corrió. Abrió la tapa del sótano. Debajo del
humo que subía había llamas.

“Ahhhhh, se quiere escapar de nuevo", pensó Pornocto,


"seguro que anda alguien por acá de esos que quieren
hacer eso con ella”, sonrió

sobradoramente creyendo entender lo que estaba suce-


diendo. Sin perder la calma empezó a descender por la
escalera. La oscuridad era iluminada cada vez más por

107
el fuego. Vio a Rosirupta tendida en el piso.

“Ah sí, ahora tengo que ir a alzarla”, Pornocto empezó


a hablar consigo mismo en voz alta. Se acercó a ella
tosiendo. La levantó en sus brazos y subió de nuevo las
escaleras.

“Ya sé Rosirupta, no me digas nada. Si alguien me para


por el camino le digo que te desmayaste con el humo
del fuego...”

Al llegar arriba, Pornocto intentó tirar de la manija me-


tálica de la tabla, aun con Rosirupta en sus brazos. Al
girarla para atrás ésta debía destrabar la tabla para po-
der abrirla hacia afuera. Pero la manija crujió ante el
menor esfuerzo y se desprendió de la madera. Pornocto
quedó encerrado en el sótano con la manija rota en su
mano. Y el cuerpo inerme de Rosirupta sobre sus bra-
zos.

108
XVI

¡¡¡Fuegoooooooo!!! ¡Hay fuego allá en el granero!”

“¡Pornoctooooooo! ¡Rosiruptaaaaaaaaa! ¡Qué pasó


Dios mío!”

“¡Todo arde! ¡Vayamos rápido para allí!”

“¡Pornoctooooooo! ¡Rosiruptaaaaaaaaa! ¡¿Están


bien...?!”

Las voces se confundían. Los gritos de todos se mez-


claban expresando un dolor anticipado. Todos salieron
corriendo de la casa hacia las llamas. Los últimos caca-
reos desesperados todavía se escuchaban. Apenas un
segundo le tomó a la fiesta convertirse en una tragedia.
Ardió todo el lugar. Hasta la última de las gallinas. Y
las que dentro de sus huevos esperaban por nacer. Sólo
quedaba la tierra quemada y los escombros. Las ceni-
zas. El fuego se lo había llevado todo. La
fantasmagórica negrura y un penetrante olor a ave
quemada es todo lo que encontraron doña Flora, Zucker
y los invitados a su llegada al lugar.

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XVII

Habían quedado unos pesos del dinero rescatado del


banco de Pornocto y Rosirupta. Zucker y doña Flora
agregaron una suma de su propio peculio y publicaron
“Mi declaración de la Verdad desde la Cárcel de
Roberacra”, de Pornocto. La primera edición se agotó
y hubo de editar otra. La silla eléctrica quedó sin estre-
nar. Al poco tiempo fueron desarmadas las
instalaciones y removido el alcalde de la ciudad.

Habían transcurrido dos meses desde la fatalidad. Doña


Flora y Ramiro Zucker habían oficiado una ceremonia
sencilla un semana después de los hechos en el mismo
lugar en que éstos habían ocurrido. Todos los habitan-
tes de la ciudad de Roberacra asistieron. Largas
caravanas desfilando por la ruta emocionaron a Zucker
y a Doña Flora.

En ese mismo lugar que antes había sido el criadero de


pollos de la granja de doña Flora, ahora limpio, todo
prolijo, adornado de hermosas plantas y flores, se le-
vantaban dos lápidas de mármol gris. Sus nombres
grabados sobre la piedra:

111
Pornocto Rosirupta
? - 2003 ? - 2003

Y un epitafio que abarcaba ambas lápidas:

“No es necesario hacer nada más que esperar. Los


problemas siempre se resuelven solos.”

112
XVIII

“¡Pornoctoooooooooo! ¡Pornoctoooooooooo!”

“¡Qué! ¡Qué pasa!”, Pornocto corrió hacia ella.

“¿Qué querés, Rosirupta?”

“Vení, vení ¡Mirá!”, arrodillada, Rosirupta observaba


con entusiasmo algo sobre la tierra.

“¿Qué es?”, insistió Pornocto intrigado. Se acercó más


y cuando la vio saltó de alegría. Alzó a Rosirupta, la
abrazó y se puso a bailar con ella sin más música que el
sonido del viento.

“¿Qué es? ¿Decime qué es?”

“¡Es una higuera! ¡Está creciendo! ¡Volvemos a tener


una higuera!”

“¿Y después que crezca podemos plantar otra y otra y


otra más Pornocto?”

“¡Sí, podemos plantar todas las que queremos! ¡Vamos


a llenar nuestro planeta de higueras!”

“...y las vamos a cuidar para que crezcan sanas y fuer-


tes...”

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“Sí, y les vamos a dar agua todo el tiempo para que no
se sequen. Y vamos a estar siempre con ellas. Rosirup-
ta, te quiero pedir una cosa...”

“No me tenés que pedir nada Pornocto ¿Te olvidaste


que acá todo es nuestro? No tenés que pedir nada.”

“No... sí, ya sé. Pero yo hablo de otra cosa.”

“¿De qué cosa?”

“Te quiero pedir que no vayamos nunca más a ese lugar


feo y sucio. Lleno de latas y de basura y metales. ¿Te
acordás?”

“Ahhhh, sí... me acuerdo. Bueno está bien. No vamos


más.”

“Pornocto, dame la mano. Vamos a dar una vuelta al


planeta, ¿eh?”

“Bueno. ¿Y vamos a bañarnos en los lagos?”

“Sí. Y en los ríos y los mares. Y vamos a subir a las


montañas...”

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Índice

Pornocto y Rosirupta

(Dos Almas en el Mundo del Nada Importa)........5

Dedicatoria..........................................................7

Prólogo.................................................................9

Introducción.......................................................11

Declaración desde la cárcel de la ciudad de


Roberacra...........................................................15

I.....................................................................17

II....................................................................23

III..................................................................35

IV...................................................................41

V....................................................................45

VI...................................................................51

VII..................................................................55

VIII................................................................59

IX...................................................................63

X....................................................................81

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XI..................................................................87.

XII................................................................89

La Liberación..............................................91

XIII...............................................................93

XIV...............................................................99

XV................................................................107

XVI...............................................................109

XVII.............................................................111

XVIII............................................................113

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