Está en la página 1de 3

Salto, 22 de octubre de 1993

EL ÁRBOL

Alcancé a conocer los restos de aquel árbol. Mis hermanos y yo jugábamos cuando chicos en
la casa del abuelo. Nos trepábamos al enorme tronco recostado, oscuro entre los verdes tallos
de los maíces. Entonces saltábamos por sobre el cantero, aplastando tiernas lechugas, arvejas
o zapallitos. El abuelo refunfuñaba cuando a la tarde, a la hora de regar con manguera,
encontraba los destrozos que habíamos perpetrado en su quinta bien cuidada.

Según cuentan, aquel árbol era varias veces centenario, quizás traído por Artigas o por el
abuelo del abuelo de Artigas, cuando en la Patria no había caminos, ni ciudades, ni cultivos.
Había crecido lenta y seguramente aprovechando un resquicio de la hondonada que, alcanzada
luego por la ciudad, se transformó en sitio de solares y quintas. Cuando mi abuelo compró
aquel terreno, el árbol ya era enorme y se veía desde muy lejos, como un altivo y solitario
centinela emergiendo entre los cerros.

El abuelo se sentía identificado con aquel árbol. A él no lo molestaba. Por el contrario,


gustaba sentarse de espaldas al anchísimo tronco y allí, a la sombra, enjugarse el sudor de la
frente después de una tarde de armar canteros. Según el abuelo por aquel entonces las raíces
estaban ya tan lejos que seguramente habían atravesado el mundo. Solía bromear diciendo que
aquel enorme árbol estaba robando el agua y la gordura de la tierra de otros países, quizás de
la lejana China. "Entonces, me decía, las hojas que junto son de otra parte. ¿Ves? ¿Te das
cuenta que esta hoja tiene color amarillo? Es porque los chinos son así. Además, cuando aquí
hace calor, allá hace frío. Por eso esta hoja tiene ese color". Yo, pequeño en ese entonces,
imaginaba las puntas de las raíces medrando de contrabando en ajenas quintas y, quizás, a un
oriental labriego rascándose perplejo la cabeza, preguntándose de dónde venía aquella
persistente raíz impertinente, ignorante de que la misma había atravesado el centro de la tierra.
"¿Y las lombrices, abuelo? ¿También las lombrices pueden pasar de un lado para el otro?" "Sí,
contestaba, también las lombrices. Por eso tienen distintos colores y son todas diferentes."

Aquel árbol, que mi abuelo contemplaba con orgullo y respeto, era mirado con temor por
el vecindario. Cuando el viento soplaba y nubes de tormenta se arremolinaban sobre el pueblo
los vecinos, ignorantes de que aquel árbol de raíces transcontinentales simplemente no podía
caer, se asomaban temerosos y contemplaban tras los vidrios empañados cómo la poderosa
copa se mecía con el viento. Entonces, espantados, se acurrucaban en torno a la mesa familiar
esperando a cada momento oír un crujido desgarrador que les informara que estaban a punto
de morir aplastados. Mi abuelo les tranquilizaba diciéndoles "¿No se dan cuenta? Este árbol
tiene como mil años y ha resistido el diluvio universal. No hay viento que lo tire."

Sin embargo, el temor persistía. Cierta vez que vino un ingenierillo, de esos que no saben
de árboles ni de raíces y que jamás han estado en la China, calculó que el gigante que era el
orgullo de mi abuelo había llegado a sobrepasar los cincuenta metros de altura y que, en caso
de caer, el temblor que provocaría sería suficiente para arrasar la mitad del pueblo. Los
vecinos entonces, envalentonados con aquella opinión erudita exigieron que el árbol fuera

1
derribado. Se formó una comisión que visitó la quinta e inspeccionó la situación. La suerte del
gigante quedó sellada. El abuelo debía cortarlo.

Recuerdo con nitidez aquel día. Gruesas lágrimas caían por el viejo rostro mientras afilaba
el hacha que asesinaría a su querido amigo.

Tirar aquel árbol no fue fácil. Sus raíces eran verdaderamente enormes y gruesísimas. Así
que el abuelo, que entre todas las cosas que sabía se incluía la de tirar vegetales
antediluvianos, comenzó por cavar un profundo foso allí donde las raíces se lo permitían.
Luego, una a una las fue cortando con lúgubres hachazos que, al tiempo que cortar la madera,
le iban destrozando el corazón.

No fue aquella tarea de un día. Muchas semanas pasó el abuelo cavando y cortando, hasta
que el árbol quedó prendido únicamente por las raíces verticales, las mismas que atravesaban
el centro de la tierra. Entonces, como si la naturaleza ofendida hubiera querido castigar a
aquellos ignorantes que habían decretado la muerte de un ser tan noble, cuando ya sólo faltaba
tumbarlo, comenzó a armarse una terrible tormenta. El viento empezó a soplar y el cielo a
cubrirse de rayos y centellas, y gruesas gotas comenzaron a remojar la tierra. El abuelo
enseguida entrevió el peligro. Aquel hermano suyo, herido de muerte, estaba a punto de caer.
El viento podía a tirarlo en cualquier sentido. Entonces, apurado, con la ayuda de una escalera
ató sendas riendas de grueso alambre alrededor del árbol, afianzándolas en todos los sentidos
contra otros árboles que crecían en las cercanías del gigante herido. Mientras tanto la tormenta
fue en aumento. Toda la noche sopló. La copa se estremecía con furor, como llorando su
agonía. Por fin, cuando faltaba poco para aclarar, una de las riendas reventó, incapaz de
soportar tanta presión y tanto peso y entonces aquel árbol, que había estado de pie desde el
principio del mundo, cayó con estrépito. Pero aún en su viaje final tuvo un gesto de
consideración con sus ejecutores. Su enorme tronco aplastó maíces y cañas tacuaras, y algún
tomate. Pero ninguna casa. Todas salieron indemnes.

Al día siguiente, mientras yo por el agujero dejado por la raíz gritaba cosas raras y
procuraba divisar a la China, todo el pueblo comentaba el suceso. Para mejor, la situación se
había complicado. Ahora el tronco inerte había cruzado varios terrenos. Algunos sostenían que
era de ellos, puesto que estaba en su propiedad. Otros reclamaban por los maíces quebrados.
El de más allá se quejaba del susto del perro. Todos sacaban leña del árbol caído. Ninguno se
acordaba de que aquel árbol era de mi abuelo.

El abuelo entonces llamó al cuartel y ofreció la leña a los soldados. El barrio se llenó de
hombres con hachas y sierras y así, poco a poco fueron desguasando a aquel árbol, pisoteando
y destruyendo con sus botas los plantíos, provocando un perjuicio que aquel árbol jamás
habría hecho.

El abuelo quedó sólo con la parte más gruesa del tronco, la que destinó a hacerse los
muebles y un banco de carpintero. Para eso pasó muchos meses aserrando, emparejando,
sacando gruesas tablas que iba guardando bajo las chapas del galpón.

Pero jamás las usó, o, más bien, las usó sólo al final. Quizás por la tristeza que le provocó

1
la muerte de su amigo, o porque su corazón no resistió tanto trabajo, cierta mañana el abuelo
no despertó. Entonces mi padre y sus hermanos y algunos amigos carpinteros, fabricaron con
las tablas de aquel árbol un gran cajón, y adentro se llevaron al abuelo.

Nosotros, los gurises, quedamos solos. Se habían ido juntos el árbol y el abuelo. Ahora de
grande, cuando pienso en eso de alguna forma me siento conforme. Una extraña justicia, un
justo balance. El abuelo cuidó durante su vigila la vida del árbol. Ahora, desde hace muchos
años, es el árbol quien cuida el sueño del abuelo.

---------------------------------------

También podría gustarte