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(Michel Foucault) Nietzsche, Lagenealogíaylahistoria
(Michel Foucault) Nietzsche, Lagenealogíaylahistoria
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La genealogía exige, por tanto, el saber minucioso, gran cantidad de materiales apilados,
paciencia. Sus «monumentos ciclópeos»(1) no debe derribarlos a golpe de «grandes erro-
res benéficos», sino de «pequeñas verdades sin apariencia, establecidas por un método
severo»(2).
El otro empleo del término está marcado. Ocurre en efecto que Nietzsche lo sitúa en
oposición a otro término: el primer párrafo de Humano, demasiado humano sitúa frente
a frente el origen milagroso (Wunderursprung) que busca la metafísica, y los análisis de
una filosofía histórica que, por su parte, plantea cuestiones über Herkunft und Anfang
[sobre el origen y el comienzo]. Ocurre también que Ursprung sea utilizado de un modo
irónico y peyorativo.
Por ejemplo, en qué consiste este fundamento originario (Ursprung) de la moral que se
busca desde Platón? «En horribles pequeñas conclusiones. Pudenda origo»(6). O aún
más: dónde hay que buscar este origen de la religión (Ursprung) que Schopenhauer si-
tuaba en un cierto sentimiento metafísico del más allá? Simplemente en una invención
(Erfindung), en un juego de manos, en un artificio (Kunststück), en un secreto de fabri-
cación, en un procedimiento de magia negra, en el trabajo de los Schwarzkünstler(7).
Para el uso de todos estos términos, y para los juegos propios del término Ursprung,
uno de los textos más significativos es el prólogo de la Genealogía. Al comienzo del
texto, es definido el objeto de la investigación como el origen de los prejuicios morales;
el término utilizado entonces es Herkunft. Después Nietzsche vuelve atrás, hace la histo-
ria de esta encuesta en su propia vida; recuerda el tiempo en el que él «caligrafiaba» la
filosofía y cuando se preguntaba si había que atribuir a Dios el origen del mal. Cuestión
que le hace ahora sonreír y respecto a la cual dice justamente que se trataba de una
búsqueda de la Ursprung; el mismo término para caracterizar un poco más adelante el
trabajo de Paul Ree(8). Después evoca los análisis propiamente nietzscheanos que co-
menzaron con Humano, demasiado humano; para caracterizarlos, habla de Herkunfthy-
pothesen [hipótesis del origen]. Ahora bien, aquí el empleo del término Herkunft no es
sin duda arbitrario: sirve para designar muchos textos de Humano, demasiado humano
consagrados al origen de la moralidad de la ascesis, de la justicia y del castigo. Y sin
embargo, en todos estos desarrollos, la palabra que había sido utilizada entonces era
Ursprung(9). Como si en la época de la Genealogía, y en este lugar del texto Nietzsche
quisiese hacer valer una oposición entre Herkunft y Ursprung, que casi no había utiliza-
do diez años antes. Pero muy pronto, tras la utilización especificada de estos dos térmi-
nos, Nietzsche vuelve en los últimos párrafos del prólogo a un uso neutro y equivalen-
te(10).
Por qué Nietzsche genealogista rechaza, al menos en ciertas ocasiones, la búsqueda del
origen (Ursprung)? Porque en primer lugar [la búsqueda del origen] se esfuerza por
recoger allí la esencia exacta de la cosa, su más pura posibilidad, su identidad cuidado-
samente replegada sobre sí misma, su forma móvil y anterior a todo aquello que es ex-
terno, accidental y sucesivo. Buscar un tal origen, es intentar encontrar «lo que estaba
ya dado», lo «aquello mismo» de una imagen exactamente adecuada a sí; es tener por
adventicias toda las peripecias que han podido tener lugar, todas las trampas y todos los
disfraces. Es intentar levantar las máscaras, para desvelar finalmente una primera iden-
tidad. Pues bien, ¿si el genealogista se ocupa de escuchar la historia más que de alimen-
tar la fe en la metafísica, qué es lo que aprende? Que detrás de las cosas existe algo muy
distinto: «en absoluto su secreto esencial y sin fechas, sino el secreto de que ellas están
sin esencia, o que su esencia fue construida pieza por pieza a partir de figuras que le
eran extrañas. La razón? Pero ésta nació de un modo perfectamente razonable, del
azar(11). El apego a la verdad y al rigor de los métodos científicos? Esto nació de la pa-
sión de los sabios, de su odio recíproco, de sus discusiones fanáticas y siempre retoma-
das, de la necesidad de triunfar --armas lentamente forjadas a lo largo de luchas perso-
nales(12). Será la libertad la raíz del hombre, la que lo liga al ser y a la verdad? En reali-
dad, ésta no es más que una «invención de las clases dirigentes»(13). Lo que se encuentra
al comienzo histórico de las cosas, no es la identidad aún preservada de su origen --es la
discordia de las otras cosas, es el disparate.
La historia aprende también a reírse de las solemnidades del origen. El alto origen es la
«sobrepujanza metafísica que retorna en la concepción según la cual al comienzo de
todas las cosas se encuentra aquello que es lo más precioso y esencial»(14), se desea cre-
er que en sus comienzos las cosas estaban en su perfección; que salieron rutilantes de
las manos del creador, o de la luz sin sombra del primer amanecer. El origen está siem-
pre antes de la caída, antes del cuerpo, antes del mundo y del tiempo; está del lado de
los dioses, y al narrarlo se canta siempre una teogonía. Pero el comienzo histórico es
bajo, no en el sentido de modesto o de discreto como el paso de la paloma, sino irriso-
rio, irónico, propicio a deshacer todas las fatuidades: «Se buscaba hacer despertar el
sentimiento de la soberanía del hombre, mostrando su nacimiento divino: esto se convir-
tió ahora en un camino prohibido, pues a la puerta del hombre está el mono»(15). El
hombre comenzó por la mueca de lo que llegaría a ser; Zaratustra mismo tendrá su si-
mio que saltará a su espalda y tirará por su vestido.
En fin, último postulado del origen ligado a los dos primeros: el origen como lugar de la
verdad. Punto absolutamente retrotraído, y anterior a todo conocimiento positivo, que
hará posible un saber que, sin embargo, lo recubre, y no cesa, en su habladuría, de des-
conocerlo; estaría ligado a esta articulación inevitablemente perdida en la que la verdad
de las cosas enlaza con una verdad de los discursos que la oscurece al mismo tiempo y
la pierde. Nueva crueldad de la historia que obliga a invertir la relación y a abandonar la
búsqueda «adolescente»: detrás de la verdad, siempre reciente, avara y comedida, está la
proliferación milenaria de los errores. No creamos más «que la verdad permanece ver-
dad cuando se le arranca la venda; hemos vivido demasiado para estar persuadidos de
ello»(16). La verdad, especie de error que tiene para sí misma el poder de no poder ser
refutada sin duda porque el largo conocimiento de la historia la ha hecho inalterable (17).
Y además la cuestión misma de la verdad, el derecho que ella se procura para refutar el
error o para oponerse a la apariencia, la manera en la que poco a poco se hace accesible
a los sabios, reservada después únicamente a los hombres piadosos, retirada más tarde a
un mundo inatacable en el que jugará a la vez el papel de la consolación y del imperati-
vo, rechazada en fin como idea inútil, superflua, refutada en todos sitios --¿todo esto no
es una historia, la historia de un error que lleva por nombre verdad?--. La verdad y su
reino originario han tenido su historia en la historia. Apenas salimos nosotros «a la hora
de la más corta sombra», cuando la luz ya no parece venir más ni del fondo del cielo ni
de los primeros momentos del día(18).
Hacer la genealogía de los valores, de la moral, del ascetismo, del conocimiento no será
por tanto partir a la búsqueda de su «origen», minusvalorando como inaccesibles todos
los episodios de la historia; será por el contrario ocuparse en las meticulosidades y en
los azares de los comienzos; prestar una escrupulosa atención a su derrisoria malevolen-
cia; prestarse a verlas surgir quitadas las máscaras, con el rostro del otro; no tener pudor
para ir a buscarlas allí donde están «revolviendo los bajos fondos»--, dejarles el tiempo
para remontar el laberinto en el que ninguna verdad nunca jamás las ha mantenido bajo
su protección. El genealogista necesita de la historia para conjurar la quimera del origen
un poco como el buen filósofo tiene necesidad del médico para conjurar la sombra del
alma. Es preciso saber reconocer los sucesos de la historia, las sacudidas, las sorpresas,
las victorias afortunadas, las derrotas mal digeridas, que dan cuenta de los comienzos,
de los atavismos y de las herencias; como hay que saber diagnosticar las enfermedades
del cuerpo, los estados de debilidad y de energía, sus trastornos y sus resistencias para
juzgar lo que es un discurso filosófico. La historia, con sus intensidades, sus debilida-
des, sus furores secretos, sus grandes agitaciones febriles y sus síncopes, es el cuerpo
mismo del devenir. Hay que ser metafísico para buscarle un alma en la lejana idealidad
del origen.
3. Términos como Entstehung o Herkunft indican mejor que Ursprung el objeto propio
de la genealogía. Se los traduce de ordinario por «origen», pero es preciso intentar resti-
tuirles su utilización apropiada.
Peligrosa herencia esta que nos es trasmitida mediante una tal procedencia. Nietzsche,
en numerosas ocasiones, asocia los términos de Herkunft y Erbschaft [lo heredado].
Pero no nos equivoquemos; esta herencia no es en absoluto una adquisición, un saber
que se acumula y se solidifica; es más bien un conjunto de pliegues, de fisuras, de capas
heterogéneas que lo hacen inestable y, desde el interior o por debajo, amenazan al frágil
heredero: «la injusticia y la inestabilidad en el espíritu de ciertos hombres, su desorden
y su ausencia de medida son las últimas consecuencias de innumerables inexactitudes
lógicas, de ausencia de profundidad, de conclusiones prematuras, de las que los antece-
sores se hicieron culpables»(24). La búsqueda de la procedencia no funda, al contrario:
remueve aquello que se percibía inmóvil, fragmenta lo que se pensaba unido; muestra la
heterogeneidad de aquello que se imaginaba conforme a sí mismo. Qué convicción la
resistirá? Aún más, qué saber? Hagamos un poco el análisis genealógico de los sabios --
de aquel que colecciona los hechos y los registra cuidadosamente, o de aquel que de-
muestra y refuta--; su Herkunft descubrirá pronto los papeleos del escribano o las diatri-
bas del abogado --su padre(25)-- en su atención aparentemente desinteresada, en su «pu-
ro» aferramiento a la objetividad.
En fin la procedencia se enraíza en el cuerpo(26). Se inscribe en el sistema nervioso, en el
aparato digestivo. Mala respiración, mala alimentación, cuerpo débil y abatido respecto
al cual los progenitores han cometido errores; cuando los padres cambian los efectos por
la causa, creen en la realidad del más allá o plantean el valor de lo eterno, es el cuerpo
de los niños quien sufrirá las consecuencias. Bajeza, hipocresía --simples retoños del
error--; no en el sentido socrático, no porque sea necesario equivocarse para ser malo,
tampoco por alejarse de la verdad originaria, sino porque es el cuerpo quien soporta, en
su vida y su muerte, en su fuerza y en su debilidad, la sanción de toda verdad o error,
como lleva en sí también, a la inversa, el origen --la procedencia--. Por qué los hombres
han inventado la vida contemplativa? Por qué han concedido a este genero de existencia
un valor supremo? Por qué han acordado admitir como verdad absoluta las imaginacio-
nes que la constituyen? «Durante las épocas bárbaras... si el vigor del individuo se debi-
lita, si se encuentra fatigado o enfermo, melancólico o debilitado y por consiguiente de
modo temporal sin deseos y sin apetitos, se convierte en un hombre relativamente me-
jor», es decir, menos peligroso y sus ideas pesimistas no se formulan más que a través
de palabras y de reflexiones. En este estado de espíritu, se convertirá en pensador y
anunciador, o bien su imaginación desarrollará sus supersticiones»(27). El cuerpo y todo
lo que se relaciona con el cuerpo, la alimentación, el clima, el sol --es el lugar de la
Herkunft: sobre el cuerpo, se encuentra el estigma de los sucesos pasados, de él nacen
los desfallecimientos y los errores; en él se entrelazan y de pronto se expresan, pero
también en él se desatan, entran en lucha, se borran unos a otros y continúan su inagota-
ble conflicto.
El cuerpo: superficie de inscripción de los sucesos (mientras que el lenguaje los marca y
las ideas los disuelven), lugar de disociación del yo (al cual intenta prestar la quimera de
una unidad substancial), volumen en perpetuo derrumbamiento. La genealogía, como el
análisis de la procedencia, se encuentra por tanto en la articulación del cuerpo y de la
historia. Debe mostrar al cuerpo impregnado de historia, y a la historia como destructor
del cuerpo.
En un sentido, la obra representada sobre ese teatro sin lugar es siempre la misma: es
aquella que indefinidamente repiten los dominadores y los dominados. Que hombres
dominen a otros hombres, y es así como nace la diferenciación de los valores (32), que
unas clases dominen a otras, y es así como nace la idea de libertad (33); que hombres se
apropien de las cosas que necesitan para vivir, que les impongan una duración que no
tienen, o que las asimilen por la fuerza y tiene lugar el nacimiento de la lógica(34). La
relación de dominación tiene tanto de «relación» como el lugar en la que se ejerce tiene
de no lugar. Por esto precisamente en cada momento de la historia, se convierte en un
ritual; impone obligaciones y derechos; constituye cuidadosos procedimientos. Estable-
ce marcas, graba recuerdos en las cosas e incluso en los cuerpos; se hace contabilizado-
ra de deudas. Universo de reglas que no está en absoluto destinado a dulcificar, sino al
contrario a satisfacer la violencia. Sería un error creer, siguiendo el esquema tradicional,
que la guerra general, agotándose en sus propias contradicciones, termina por renunciar
a la violencia y acepta suprimirse a sí misma en las leyes de la paz civil. La regla es el
placer calculado del encarnizamiento, es la sangre prometida. Ella permite relanzar sin
cesar el juego de la dominación. Introduce en escena una violencia repetida meticulo-
samente. El deseo de paz, la dulzura del compromiso. La aceptación tácita de la ley,
lejos de ser la gran conversión moral, o el útil cálculo que ha dado a luz a las reglas, a
decir verdad, no es más que el resultado y la perversión: «falta, conciencia, deber, tienen
su centro de emergencia en el derecho de obligación; y en sus comienzos como todo lo
que es grande en la tierra ha sido regado de sangre»(35). La humanidad no progresa len-
tamente, de combate en combate, hasta una reciprocidad universal en la que las reglas
sustituirán para siempre a la guerra; instala cada una de estas violencias en un sistema
de reglas y va así de dominación en dominación.
Y es justamente la regla la que permite que se haga violencia a la violencia, y que una
otra dominación pueda plegarse a aquellos mismos que dominan. En sí mismas las re-
glas están vacías, violentas, no finalizadas; están hechas para servir a esto o aquello;
pueden ser empleadas a voluntad de este o de aquel. El gran juego de la historia, es
quién se amparará de las reglas, quién ocupará la plaza de aquellos que las utilizan,
quién se disfrazará para pervertirlas, utilizarlas a contrapelo, y utilizarlas contra aquellos
que las habían impuesto; quién, introduciéndose en el complejo aparato, lo hará funcio-
nar de tal modo que los dominadores se encontrarán dominados por sus propias reglas.
Las diferentes emergencias que pueden percibirse no son las figuras sucesivas de una
misma significación; son más bien efectos de sustituciones, emplazamientos y despla-
zamientos, conquistas disfrazadas, desvíos sistemáticos. Si interpretar fuese aclarar len-
tamente una significación oculta en el origen, sólo la metafísica podría interpretar el
devenir de la humanidad. Pero si interpretar es ampararse, por violencia o subrepticia-
mente, de un sistema de reglas que no tiene en sí mismo significación esencial, e impo-
nerle una dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego, y so-
meterlo a reglas segundas, entonces el devenir de la humanidad es una serie de interpre-
taciones. Y la genealogía debe ser su historia: historia de las morales, de los ideales, de
los conceptos metafísicos, historia del concepto de libertad o de la vida ascética como
emergencia de diferentes interpretaciones. Se trata de hacerlos aparecer como sucesos
en el teatro de los procedimientos.
5. ¿Cuáles son las relaciones entre la genealogía definida como búsqueda de la Herkunft
y de la Entstehung y lo que de ordinario se llama la historia? Se conocen los célebres
apóstrofes de Nietzsche contra la historia, y habrá que volver sobre ello enseguida. Sin
embargo, la genealogía es designada a veces como «wirkliche Historie» [la Historia real
o efectiva]; en numerosas ocasiones, es caracterizada por el «Sprit» o el «sentido histó-
rico»(36). En realidad lo que Nietzsche nunca cesó de criticar después de la segunda de
las intempestivas, es esta forma de historia que reintroduce (y supone siempre) el punto
de vista suprahistórico: una historia que tendría por función recoger, en una totalidad
bien cerrada sobre sí misma, la diversidad al fin reducida del tiempo; una historia que
nos permitiría reconocernos en todas partes y dar a todos los desplazamientos pasados la
forma de la reconciliación; una historia que lanzará sobre todo lo que está detrás de ella
una mirada de fin del mundo. Esta historia de los historiadores se procura un punto de
apoyo fuera del tiempo; pretende juzgarlo todo según una objetividad de apocalipsis;
porque ha supuesto una verdad eterna, un alma que no muere, una conciencia siempre
idéntica a sí misma. Si el sentido histórico se deja ganar por el punto de vista supra-
histórico, entonces la metafísica puede retomarlo por su cuenta y, fijándolo bajo las es-
pecies de una conciencia objetiva, imponerle su propio «egipcianismo». En revancha, el
sentido histórico escapará a la metafísica para convertirse en el instrumento privilegiado
de la genealogía si no se posa sobre ningún absoluto. No debe ser más que esta agudeza
de una mirada que distingue, reparte, dispersa, deja jugar las separaciones y los márge-
nes una especie de mirada disociante capaz de disociarse a sí misma y de borrar la uni-
dad de este ser humano que se supone conducirla soberanamente hacia su pasado.
A partir de aquí se pueden captar los rasgos propios en el sentido histórico, tal como
Nietzsche lo entiende, que oponen a la historia tradicional la «wirkliche Historie». Esta
invierte la relación establecida normalmente entre la irrupción del suceso y la necesidad
continua. Hay toda una tradición de la historia (teológica o racionalista) que tiende a
disolver el suceso singular en una continuidad ideal al movimiento teleológico o enca-
denamiento natural. La historia «efectiva» hace resurgir el suceso en lo que puede tener
de único, de cortante. Suceso --por esto es necesario entender no una decisión, un trata-
do, un reino, o una batalla, sino una relación de fuerzas que se invierte, un poder confis-
cado, un vocabulario retomado y que se vuelve contra sus utilizadores, una dominación
que se debilita, se distiende, se envenena a sí misma, algo distinto que aparece en esce-
na, enmascarado. Las fuerzas presentes en la historia no obedecen ni a un destino ni a
una mecánica, sino al azar de la lucha (39). No se manifiestan como las formas sucesivas
de una intención primordial; no adoptan tampoco el aspecto de un resultado. Aparecen
siempre en el conjunto aleatorio y singular del suceso. Al contrario del mundo cristiano,
tejido universalmente por la araña divina, a diferencia del mundo griego dividido entre
el reino de la voluntad y el de la gran estupidez cósmica, el mundo de la historia efecti-
va no conoce más que un solo reino, en el que no hay ni providencia ni causa final --
sino solamente «la mano de hierro de la necesidad que sacude el cuerno de la fortu-
na»(40). Aún más, no hay que comprender este azar como una simple jugada de suerte,
sino como el riesgo siempre relanzado de la voluntad de poder que a toda salida del azar
opone, para matizarla, el riesgo de un mayor azar todavía (41). Si bien el mundo que co-
nocemos no es esta figura, simple en suma, en la que todos los sucesos se han borrado
para que se acentúen poco a poco los rasgos esenciales, el sentido final, el valor primero
y último; es por el contrario una miríada de sucesos entrecruzados; lo que nos parece
hoy «maravillosamente abigarrado, profundo, lleno de sentido», se debe a que una
«multitud de errores y de fantasmas» lo han hecho nacer, y lo habitan todavía en secre-
to(42). Creemos que nuestro presente se apoya sobre intenciones profundas, necesidades
estables; pedimos a los historiadores que nos convenzan de ello. Pero el verdadero sen-
tido histórico reconoce que vivimos, sin referencias ni coordenadas originarias, en mir-
íadas de sucesos perdidos.
Existe también el poder de subvertir la relación de lo próximo y lo lejano tal como son
entendidos por la historia tradicional, en su fidelidad a la obediencia metafísica. A ésta,
en efecto, le gusta echar una mirada hacia las lejanías y las alturas: las épocas más no-
bles, las formas más elevadas, las ideas más abstractas, las individualidades más puras.
Y para hacer esto, intenta acercarse cada vez más, situarse al pie de estas cumbres, resis-
tiéndose a tener sobre ellas la famosa perspectiva de las ranas. La historia efectiva, por
el contrario, mira más cerca -- sobre el cuerpo, el sistema nervioso, los alimentos y la
digestión, las energías--, revuelve en las decadencias; y si afronta las viejas épocas, es
con la sospecha --no rencorosa, sino divertida-- de un ronroneo bárbaro e inconfesable.
No tiene miedo de mirar bajo; pero mira alto --sumergiéndose para captar las perspecti-
vas, desplegar las dispersiones y las diferencias, dejar a cada cosa su medida y su inten-
sidad--. Su movimiento es inverso al que realizan subrepticiamente los historiadores:
simulan mirar más allá de sí mismos, pero, bajamente, arrastrándose, se acercan a ese
lejano prometedor (en esto se parecen a los metafísicos que no ven por encima del mun-
do más que un más allá para prometérselo a título de recompensa); la historia efectiva
mira de más cerca pero para separarse bruscamente y retomarlo a distancia (mirada pa-
recida a la del médico que se sumerge para diagnosticar y decir la diferencia). El sentido
histórico está mucho más cercano a la medicina que a la filosofía. «Histórica y fisioló-
gicamente» dice a veces Nietzsche (43). Esto no tiene nada de extraño, ya que en la idio-
sincrasia del filósofo se encuentra la degeneración sistemática del cuerpo, y «la falta de
sentido histórico, el rencor contra la idea de devenir, el egipcianismo», la obstinación de
«poner al principio lo que está al final», y a situar «las últimas cosas antes de las prime-
ras»(44). La historia tiene algo mejor que hacer que ser la sirvienta de la filosofía y que
contar el nacimiento necesario de la verdad y del valor, puede ser el conocimiento dife-
rencial de las energías y de los desfallecimientos, de las alturas y de los hundimientos,
de los venenos y de los contravenenos. Puede ser la ciencia de los remedios (45).
En fin, último rasgo de esta historia efectiva. No teme ser un saber en perspectiva. Los
historiadores buscan en la medida de lo posible borrar lo que puede traicionar, en su
saber, el lugar desde el cual miran, el momento en el que están, el partido que toman --
lo inapresable de su pasión--. El sentido histórico, tal como Nietzsche lo entiende, se
sabe perspectiva, y no rechaza el sistema de su propia injusticia. Mira desde un ángulo
determinado con el propósito deliberado de apreciar, de decir sí o no, de seguir todas los
trazos del veneno, de encontrar el mejor antídoto. Más que simular un discreto olvido
delante de lo que se mira, más que buscar en él su ley y someter a él cada uno de sus
movimientos, es una mirada que sabe dónde mira e igualmente lo que mira. El sentido
histórico da al saber la posibilidad de hacer, en el mismo movimiento de su conocimien-
to, su genealogía. La «wirkliche Historie» efectúa, en vertical al lugar en que está, la
genealogía de la historia.
La procedencia (Herkunft) del historiador está clara: es de baja extracción. Uno de los
rasgos de la historia es existir sin elección: considera que debe conocer todo, sin jerar-
quía de importancia; comprender todo, sin distinción de nivel; aceptar todo, sin hacer
diferencias. No debe escaparle nada, pero al mismo tiempo no debe quedar nada exclui-
do. Los historiadores dirán que esta es una prueba de tacto y de discreción: ¿Con qué
derecho harían intervenir su gusto, cuando se trata de los otros, sus preferencias cuando
se trata realmente del pasado? Pero de hecho, es una total ausencia de gusto, una deter-
minada rudeza que intenta adoptar, con lo que es más elevado, formas de familiaridad,
una satisfacción en encontrar lo que es más bajo.
Nada debe ser más elevado que él. Si desea saber tanto, y saber todo, es para sorprender
los secretos que se minimizan. «Baja curiosidad». ¿De dónde viene la historia? De la
plebe. ¿A quién se dirige? A la plebe. Y el discurso que la constituye se parece mucho
al del demagogo: «nadie es más grande que vosotros» dice éste «y el que tenga la im-
presión de querer sacar ventaja de vosotros --de vosotros que sois buenos-- ése es ma-
lo»; y el historiador, que es su doble, le hace eco: «Ningún pasado es más grande que
vuestro presente, y todo lo que en la historia puede presentarse con el aspecto de la
grandeza, mi saber meticuloso os mostrará su pequeñez, maldad, desgracia». El paren-
tesco del historiador remonta hasta Sócrates.
Pero esta demagogia debe ser hipócrita. Debe ocultar su especial rencor bajo la máscara
de lo universal. Y del mismo modo que el demagogo debe invocar la verdad, la ley de
las esencias y la necesidad eterna, el historiador debe invocar la objetividad, la exactitud
de los hechos, el pasado inamovible. El demagogo está conducido a la negación del
cuerpo con el fin de establecer la soberanía de la idea intemporal; el historiador está
conducido a borrar su propia individualidad para que los otros entren en escena y pue-
dan tomar la palabra. Tendrá pues que encarnizarse consigo mismo: hacer callar sus
preferencias y superar sus aversiones, desdibujar su propia perspectiva para sustituir una
geometría ficticiamente universal, imitar la muerte para entrar en el reino de los muer-
tos, adquirir una cuasi-existencia sin rostro y sin nombre. Y en este mundo en el que
habrá frenado su voluntad individual, podrá mostrar a los otros la ley inevitable de una
voluntad superior. Habiendo emprendido el borrar de su propio saber todos los trazos de
poder, encontrará, de parte del objeto a conocer, la forma de un querer universal. La
objetividad en el historiador es la inversión de las relaciones de querer en saber, y es, al
mismo tiempo, la creencia necesaria en la Providencia, en las causas finales, y en la
teleología. El historiador pertenece a la familia de los ascetas. «No puedo soportar estas
concupiscencias eunucas de la historia, a todos estos defensores a ultranza del ideal
ascético; no puedo aguantar esos sepulcros blanqueados que producen la vida; no puedo
soportar esos seres fatigados y debilitados que se escudan en la sensatez y aparentan
objetividad»(47).
7. El sentido histórico conlleva tres usos que se oponen término a término a las tres mo-
dalidades platónicas de la historia. Uno es el uso de parodia, y destructor de realidad,
que se opone al tema de la historia reminiscencia o reconocimiento; otro es el uso diso-
ciativo y destructor de identidad que se opone a la historia-continuidad y tradición, el
tercero es el uso sacrificial y destructor de verdad que se opone a la historia-
conocimiento. De todas formas, se trata de hacer de la historia un uso que la libere para
siempre del modelo, a la vez metafísico y antropológico, de la memoria. Se trata de
hacer de la historia una contra-memoria, y de desplegar en ella por consiguiente una
forma totalmente distinta del tiempo.
Otro uso de la historia: la disociación sistemática de nuestra identidad. Porque esta iden-
tidad, bien débil por otra parte, que intentamos asegurar y ensamblar bajo una máscara,
no es más que una parodia: el plural la habita, numerosas almas se pelean en ella; los
sistemas se entrecruzan y se dominan los unos a los otros. Cuando se ha estudiado la
historia, uno se siente «feliz, por oposición a los metafísicos, de abrigar en sí no un alma
inmortal, sino muchas almas mortales»(49). Y en cada una de estas almas, la historia no
descubrirá una identidad olvidada, siempre presta a nacer de nuevo, sino un complejo
sistema de elementos múltiples a su vez, distintos, no dominados por ningún poder de
síntesis: «es un signo de cultura superior mantener en plena conciencia ciertas fases de
la evolución que los hombres ínfimos atraviesan sin pensar en ello. El primer resultado
es que comprendemos a nuestros semejantes como sistemas enteramente determinados
y como representantes de culturas diferentes, es decir como necesarios y como modifi-
cables. Y de rechazo: que en nuestra propia evolución, somos capaces de separar trozos
y de considerarlos separadamente»(50). La historia, genealógicamente dirigida, no tiene
como finalidad reconstruir las raíces de nuestra identidad, sino por el contrario encarni-
zarse en disiparlas; no busca reconstruir el centro único del que provenimos, esa primera
patria donde los metafísicos nos prometen que volveremos; intenta hacer aparecer todas
las discontinuidades que nos atraviesan. Esta función es inversa a la que quería ejercer,
según las Intempestivas, «la historia de anticuario». Se trataba, en ella, de reconocer las
continuidades en las que se enraíza nuestro presente: continuidades del sueño, de la len-
gua, de la ciudad; se trataba «cultivando con mano delicada lo que ha existido desde
siempre, de conservar, para los que vendrán después, las condiciones en las cuales se ha
nacido»(51).
A esta historia, las Intempestivas objetaban que corría el riesgo de evitar toda creación
en nombre de la ley de fidelidad. Un poco más tarde--y ya en Humano, demasiado
humano-- Nietzsche retoma el trabajo anticuario, pero en una dirección totalmente
opuesta. Si la genealogía plantea por su parte la cuestión del suelo que nos ha visto na-
cer, de la lengua que hablamos o de las leyes que nos gobiernan, es para resaltar los
sistemas heterogéneos, que, bajo la máscara de nuestro yo, nos prohíben toda identidad.
Las Intempestivas hablaban del uso crítico de la historia: se trataba de ajusticiar el pasa-
do, de cortar sus raíces a cuchillo, de borrar las veneraciones tradicionales, a fin de libe-
rar al hombre y de no dejarle otro origen que aquel en el que él mismo quiera recono-
cerse. A esta historia crítica, Nietzsche le reprochaba el desligarnos de todas nuestras
fuentes reales y de sacrificar el movimiento mismo de la vida a la sola preocupación de
la verdad. Se ve que un poco más tarde, Nietzsche retoma por su propia cuenta esto
mismo que rechazaba entonces. El lo retoma pero con una finalidad muy diferente: no
se trata ya de juzgar nuestro pasado en nombre de una verdad que únicamente poseería
nuestro presente; se trata de arriesgar la destrucción del sujeto de conocimiento en la
voluntad, indefinidamente desarrollada, del saber.
Notas
1. La Gaya Ciencia, §7
3. Todos estos términos se podrían traducir sin muchos matices por origen. Pero tienen
diferentes matices:
6. Aurora, § 102
14. Íbid., § 3
15. Aurora, § 49
19. Por ejemplo, La Gaya Ciencia, § 135: Más allá del bien y del mal, §§ 200, 242,
244; Genealogía de la moral, I, § 5.
20. La Gaya Ciencia, §§ 348-349; Más allá del bien y del mal, § 260.
30. La Gaya Ciencia, § 148. Es también a una anemia de la voluntad, aquien hay que
atribuir la Entstehung del budismo y del cristianismo, § 347.
32. Más allá del bien y del mal, § 260. Cf. También Genealogía de la moral, II § 12.
36. Genealogía de la moral, prólogo, § 7 y I, § 2; y Más allá del bien y del mal, § 224.
38. Íbid.
52. Aurora, §§ 429 y 432; La Gaya Ciencia, § 333; Más allá del bien y del mal, §§ 229
y 230.