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Cubo de Luz

Carmen Simón

Me asusta mi tía. Quiere amarrarme a la cama. También tengo pavor de


aparecer en medio de la noche en algún dormitorio de la casa, sin saber dónde
estoy. Todo es tan oscuro. La otra vez desperté frente a mi imagen en el
espejo y después no pude dormir durante dos días seguidos. No le digo nada a
mi madre, pues aunque trata de disimularlo, sé que estamos acá porque mi
padre la hace sufrir y si lo menciono, ella puede ponerse triste. Pero lo extraño
y ya pasaron muchos días sin verlo y no sé cuántos faltan. Además, él siempre
deja prendida una luz, pues sabe del miedo que tengo de dormir a oscuras. En
casa de mi tía no me permiten encenderla. Si pongo debajo de la almohada la
linterna de mi primo, sólo despierto para asegurarme de que sigue ahí, aunque
a veces me la quitan sin que lo note. ¿Por qué lo hacen? No lo sé. Despierto
sin saber dónde estoy y empiezo a tantear los objetos que están alrededor.
Camino con lentitud, como si tuviera los pies adheridos a un par de esquíes.
Ahora estoy otra vez con la pesadilla que no termina sino hasta que enciendo
la luz del baño; los azulejos siempre frescos, aunque sea verano, los puedo
reconocer con facilidad. Topo con un mueble y adivino una superficie plana y
que extendiendo los brazos, consigo abarcar su volumen; bajo por los costados
y hacia el centro están los herrajes. Debo estar en el cuarto de Ramón y Mario.
Estoy cerca. Eso me alivia, pues recuerdo que del lado derecho de la cómoda
está el pasillo. Desplazo los pies, extiendo las manos para alcanzar el marco
de la puerta y choco con una pared que no consigo medir por más que me
estiro. Reclino la cabeza en el muro llorando en silencio hasta que los mocos y
el sudor me obligan a usar el camisón como pañuelo. Trato entonces de
reconstruir mentalmente el mobiliario de cada habitación y caigo en la cuenta
de que ese mueble podría ser el de Carlitos y Arturo. Pegada a la pared inicio
angustiada el camino hasta que tropiezo con una silla. Sigo y encuentro otra
puerta y con rapidez voy hacia el interior esperando hallar los azulejos. Pero
no, ¡es otro dormitorio! ¡Se multiplican! ¡No tienen fin! Me echo al piso,
avanzo reptando sobre las baldosas; me detengo de pronto y, con las yemas de
los dedos, adivino sus cuatro fronteras, acompañada de risas convulsivas.
Ahora pienso en alacranes y cucarachas y me levanto sudorosa hacia las
paredes que han de reírse de mí de tanto que las toco. En las mañanas cuando
recorro los cuartos para memorizar cada uno de sus objetos, parece mentira lo
que me pasa, y persisto en jugar tratando de no hacer caso. Pero el dolor que
siento en el vientre cuando empieza a caer la tarde, me obliga a caminar una y
otra vez ese rectángulo de recámaras tan limitado con luz y, de noche,
interminablemente largo. Un día mi madre me preguntó por qué lo hacía, pero
le dije que era sólo un juego y corrí dando saltitos, para que ya no preguntara
más. Con el pedazo de camisón que aprisiono en la mano, me restriego la cara
borrando los flecos de sudor. De nuevo voy por las paredes y llego a una
puerta doble cerrada. ¡Una puerta doble! Sólo puede ser una de las que dan
al pasillo; son cinco puertas -una para cada habitación- y todas del mismo lado
de la pared. Así que, aunque estuviera en el último cuarto, lo que queda es
continuar en esa dirección. Sigo atravesando negros espacios y rodeando
objetos. Percibo el olor del desinfectante; unos pasos más y hace su aparición
la entrada del baño. Acaricio los azulejos con desesperación; después con la
mano izquierda, cuento tres cuartas y alcanzo el apagador. ¡Enciendo la luz!
Cierro los ojos con fuerza y despacito voy abriéndolos. Un simple baño con
olor a desinfectante es el mejor sitio de la casa. Acomodo una toalla en la
bañera blanca y me acuesto contenta con esa luz. Poco antes del amanecer
regresaré a la cama a esperar la mañana para dormir.

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