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ÁLVARO ORTIZ PESQUERA

La primera semana santa había que hacer de todo, desde


ayudar a bajar el linóleo del camión hasta buscar la manera de
cambiar las vestiduras del Calderón, pues a algún funcionario
le pareció que piernas, bambalinas y telones debían ser de
terciopelo rojo, eso de “cámara negra” ¿para qué? También
había que tomarse algún trago con los artistas después de su
actuación.

La promoción cultural tenía algo de festivo, lo tiene, aunque la


parte burocrática frustre el vuelo.

Las buenas lenguas dicen que cuando coincidíamos como


organizadores Álvaro Ortiz, Martínez Navarro y yo, los brindis
eran más sustanciosos, lo cierto es que el diálogo era parte de la
oportunidad y la conjunción de ambos hacía el trabajo más
grato.

Álvaro tenía la virtud de hacer parecer posible lo más arduo y


mover al equipo, al reducido equipo, en función de los
imperativos y en jornadas maratónicas.

En cada ciudad había un entusiasta, entre loco, crítico y


mecenas sin fortuna, que se hacía cargo de un museo, una casa
o un centro de cultura y se dedicaba a hacer antesala ante
funcionarios para llevar una exposición, un escritor famoso o no
tanto, una orquesta a su ciudad; o para apoyar a un grupo o
artista locales para hacer otro tanto. Podríamos hacer historias
paralelas de lo que sucedía en diversas ciudades del centro y del
norte de México, el carácter fundacional de esa época esta por
historiarse.

Había naves de locos que surcaban los caminos del país para
concurrir a congresos o encuentros de artistas, intelectuales o
promotores culturales, o entregas de premios; de México D. F.
hacia Aguascalientes o San Luis; hacia Torreón, Zacatecas o
una ciudad del Bajío; dentro de esas naves, bajo el influjo de un
bien provisto equipaje líquido, se cantaban canciones italianas o
se discutía interminablemente, como debe discutirse entre gente
de tal calaña, mientras dos poetas, quietos en sus contiguos
asientos, hacían displicentes el Meles y Teleo bajo los conos de
las lamparillas de sus sitios.

Eso sucedía en los años setenta y ochenta, y en esas


andábamos mientras se inventaban actos, se establecían
complicidades provechosas, se creaban públicos o se hacían
cosas con los artistas locales, como intercambios, cursos,
exposiciones, lo que se pudiera y hasta donde fuera imposible.

Parece más la memoria de una etapa de locura que de una


época de gestación; pero el trabajo también era febril y gozoso,
la política cultural se debía más a factores inmanentes que a
factores políticos, la promoción cultural se obtenía a base de
habilidosas y leales negociaciones.

El rigor y la generosidad; el conocimiento con la intuición; el


ejercicio del criterio; el entusiasmo y el sentido de organización;
la capacidad para improvisar; cualidades de Álvaro Ortiz
Pesquera para afrontar su trabajo, para ser vínculo confiable de
artista y trabajadores de la cultura con entidades oficiales,
interlocutor, amigo.

Armando Adame

Diciembre de 2010

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