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Nada Que Entender
Nada Que Entender
Gabriela Martínez
Artaud.
La vida temblaba alrededor. Me hechizaban los olores. El color morado del atardecer
y la lluvia que podía ver a kilómetros llenaban mis ojos de brillo, al igual que los ojos
de las víboras. Y la risa, el calor, la risa, qué poderosa fuerza de transformación. Era
agua y miel flotando entre el desierto poblado, el desierto es un maravilloso jardín,
podía ver los agujeros finitos. De lo que estamos hechos, ya no pregunté más. Salir de
la formas.
Así amanecí, traspasando una de esas puertas, en realidad había dos, yo escogí la
rosa porque no tenía que preguntarme cual cruzar, me adentré en un mundo nuevo y a
la vez ancestral, olvidado. Estaba completamente sola, pero todo estaba conmigo, o
parte del todo. No tenía apremio de su presencia, bastaba sólo estar sobre la roca,
desnuda y abierta, respirando la tierra, y recorriendo cada una de las arenas de color,
cada una respiraba, cada molécula tenía su movimiento, su andar. En cada arbusto
podía reconocer cada una de sus partículas, eran millones de ellas.
Las fibras de mi cuerpo se expandían, cada poro de mi piel sentía como respiraba, no
tenía más que preguntar ni preguntarme nada. Mientras alrededor explotaba la vida.
Irradiaba calor y al vaivén de un respiro, los sentidos despiertos y en otro lado. Las
miradas de ese desierto poblado parecían encontrarse con la mía.
Hay días así, en que todo está acomodado en su lugar, las cosas donde debieran estar.
Las palabras que no se dicen pero que hablan.
Bajarme del tren aquella tarde parecía encontrar el ese sentido sinsentido. Ese tren me
llevó al mismo sitio de nuevo y que después recorrería por años. Cada célula me
grita vida. Cada estrella a la que puedo subirme a través de una alfombra suave y
recorrerlas todas, cada una, ir y venir, entender lo que no hay que entender.
Sentí mis pasos por muchas, muchas horas, solo existía ese sonido que recorría el
espacio, ya no tenía piernas, ya no tenía ni brazos, ni voz, solo andaba en un tic-tac sin
buscar respuesta, ya no era, y ya. Deseaba el deseo, ese poblado de cosas y esos
caminos que podía recorrer a través de los arbustos pequeños de los que hay miles y
miles ahí, también hay liebres que te miran fijamente por instantes luego,
desaparecen, son enormes.
Así que tengo la posibilidad de temblar, vomitar, reír, caminar, regresar, entrar y salir,
a veces escribir, volver a vomitar, flotar, soñar, callar, recorrer, deshacerme y hacerme,
volver y regresar, no ser, no preguntar ni contestar. Fluir, devenir desierto, devenir
piedra, devenir guerrera, devenir animal, devenir hombre y mujer. Y regresar a este
desierto, regresar siempre. No tengo miedo.
No podría encontrar jamás en todos los textos del mundo lo que el desierto me ha
dado: ver, entender que no hay nada que entender, que no hay nada que interpretar,
ahora puedo decirlo de esta forma, mi lenguaje es demasiado corto para decir lo
indecible, quizá algún día encuentre las -palabras- parafraseando a Deleuze -las
palabras inexactas para decir algo exactamente-, y algún efecto Deleuze está en mi, no
hoy, no ayer, no hace cinco semanas, está aquí desde hace más de 7000 días aunque
alegremente ahora pueda llamarle cuerpo sin órganos, deseo, rizoma, agenciamientos,
máquinas deseantes, nomadismo y demás. Pensar lo nuevo y delirar sobre el mundo.
Bibliografía
Foucault, Michel, “Anti-Edipo. Introducción a la vida no-fascista”, en Zona Erógena,
Buenos Aires, otoño 94, No. 18.
Deleuze Gilles, “Una entrevista, ¿qué es?, ¿para qué sirve? Primera parte”, en Deleuze,
G., Parnet, C., Diálogos, Valencia, Pre-Textos.
Deleuze, Gilles, “Carta un crítico severo”, en Conversaciones”, Valencia, Pre-textos,
1996.
Deleuze, G., Guattari, F., “28 de noviembre 1947 -¿Cómo hacerse un cuerpo sin
órganos?”, en Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 1997
La vida temblaba alrededor. Me hechizaban los olores. El color morado del atardecer
y la lluvia que podía ver a kilómetros llenaban mis ojos de brillo, al igual que los ojos
de las víboras. Y la risa, el calor, la risa, qué poderosa fuerza de transformación. Era
agua y miel flotando entre el desierto poblado, el desierto es un maravilloso jardín,
podía ver los agujeros finitos. De lo que estamos hechos, ya no pregunté más. Salir de
la formas.
Así amanecí, traspasando una de esas puertas, en realidad había dos, yo escogí la
rosa porque no tenía que preguntarme cual cruzar, me adentré en un mundo nuevo y a
la vez ancestral, olvidado. Estaba completamente sola, pero todo estaba conmigo, o
parte del todo. No tenía apremio de su presencia, bastaba sólo estar sobre la roca,
desnuda y abierta, respirando la tierra, y recorriendo cada una de las arenas de color,
cada una respiraba, cada molécula tenía su movimiento, su andar. En cada arbusto
podía reconocer cada una de sus partículas, eran millones de ellas.
Las fibras de mi cuerpo se expandían, cada poro de mi piel sentía como respiraba, no
tenía más que preguntar ni preguntarme nada. Mientras alrededor explotaba la vida.
Irradiaba calor y al vaivén de un respiro, los sentidos despiertos y en otro lado. Las
miradas de ese desierto poblado parecían encontrarse con la mía.
Hay días así, en que todo está acomodado en su lugar, las cosas donde debieran estar.
Las palabras que no se dicen pero que hablan.
Bajarme del tren aquella tarde parecía encontrar el ese sentido sinsentido. Ese tren me
llevó al mismo sitio de nuevo y que después recorrería por años. Cada célula me
grita vida. Cada estrella a la que puedo subirme a través de una alfombra suave y
recorrerlas todas, cada una, ir y venir, entender lo que no hay que entender.
Sentí mis pasos por muchas, muchas horas, solo existía ese sonido que recorría el
espacio, ya no tenía piernas, ya no tenía ni brazos, ni voz, solo andaba en un tic-tac sin
buscar respuesta, ya no era, y ya. Deseaba el deseo, ese poblado de cosas y esos
caminos que podía recorrer a través de los arbustos pequeños de los que hay miles y
miles ahí, también hay liebres que te miran fijamente por instantes luego,
desaparecen, son enormes.
Así que tengo la posibilidad de temblar, vomitar, reír, caminar, regresar, entrar y salir,
a veces escribir, volver a vomitar, flotar, soñar, callar, recorrer, deshacerme y hacerme,
volver y regresar, no ser, no preguntar ni contestar. Fluir, devenir desierto, devenir
piedra, devenir guerrera, devenir animal, devenir hombre y mujer. Y regresar a este
desierto, regresar siempre. No tengo miedo.
No podría encontrar jamás en todos los textos del mundo lo que el desierto me ha
dado: ver, entender que no hay nada que entender, que no hay nada que interpretar,
ahora puedo decirlo de esta forma, mi lenguaje es demasiado corto para decir lo
indecible, quizá algún día encuentre las -palabras- parafraseando a Deleuze -las
palabras inexactas para decir algo exactamente-, y algún efecto Deleuze está en mi, no
hoy, no ayer, no hace cinco semanas, está aquí desde hace más de 7000 días aunque
alegremente ahora pueda llamarle cuerpo sin órganos, deseo, rizoma, agenciamientos,
máquinas deseantes, nomadismo y demás. Pensar lo nuevo y delirar sobre el mundo.
Bibliografía
Foucault, Michel, “Anti-Edipo. Introducción a la vida no-fascista”, en Zona Erógena,
Buenos Aires, otoño 94, No. 18.
Deleuze Gilles, “Una entrevista, ¿qué es?, ¿para qué sirve? Primera parte”, en Deleuze,
G., Parnet, C., Diálogos, Valencia, Pre-Textos.
Deleuze, Gilles, “Carta un crítico severo”, en Conversaciones”, Valencia, Pre-textos,
1996.
Deleuze, G., Guattari, F., “28 de noviembre 1947 -¿Cómo hacerse un cuerpo sin
órganos?”, en Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 1997