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Para:
Su Excelencia Wen Jiabao.
Oficina del primer ministro.
Pekín,
capital de China, país amante de la libertad.
De:
El Tigre blanco,
un hombre racional
y un empresario
radicado en el centro mundial de la
tecnología y la subcontratación,
Electronics City Phase, 1 (junto a Hosur
Main Road).
Bangalore, la India.
Para:
Su Excelenda Wcn Jiabao,
ahora seguramente dormido como un
tronco
en la oficina del primer ministro
de China.
De:
Su tutor de medianoche
en cuestiones empresariales:
el Tigre blanco.
Para...
Aunque pensándolo bien, señor Jiabao, ya
no nos hacen falta estas formalidades,
¿verdad?
Ahora ya nos conocemos. Y mucho me
temo, además, que no nos queda tiempo
para formalidades.
La de hoy va a ser una sesión breve, señor
primer ministro. Estaba oyendo un
programa de radio sobre ese tal Castro, que
expulsó de su país a los ricos y liberó a su
pueblo. Me encanta escuchar estos
programas sobre grandes hombres..., y
cuando he querido darme cuenta ya eran las
dos de la madrugada. Aún quería seguir
enterándome de cosas sobre ese Castro,
pero he decidido apagar la radio por usted.
Voy a reanudar la historia exactamente
donde la dejé.
¡Ah, la democracia!
Señor Jiabao, el pequeño panfleto que le
entregará nuestro primer ministro para que
se lo lleve usted a su país sin duda incluirá
un largo apartado sobre el esplendor de la
democracia en la India: el impresionante
espectáculo de mil millones de personas
ejerciendo con toda libertad su derecho al
voto para determinar su propio futuro,
etcétera.
Tengo entendido que ustedes, los hombres
de tez amarilla, pese a todos sus adelantos
en alcantarillado, agua potable y medallas
olímpicas, aún no tienen democracia. Un
político decía en la radio que por esa razón
nosotros vamos a acabar superándolos.
Nosotros quizá no tengamos alcantarillado
ni agua potable ni medallas olímpicas, pero
tenemos democracia.
Si yo tuviera que construir un país, primero
conseguiría el alcantarillado, luego la
democracia y, finalmente, me dedicaría a ir
por ahí repartiendo panfletos y estatuillas
de Gandhi. Pero, claro, ¿qué voy a saber yo?
¡Un simple asesino!
Yo no tengo ningún problema con la
democracia, señor Jia-bao. Al contrario, le
debo mucho a la democracia, incluido mi
cumpleaños. Esta historia se remonta a
aquella época en la que me dedicaba a
machacar carbón y a fregar mesas en el
salón de té de Laxmangarh. Un día oímos
unas palmadas que venían de donde estaba
el retrato de Gandhi: el viejo propietario del
establecimiento empezó a gritar que todos
los empleados debían dejar lo que tuvieran
entre manos y dirigirse a la escuela.
Allí nos encontramos, sentado al escritorio
del maestro, a un hombre con uniforme del
Gobierno, Tenía un gran libro y un bolígrafo
negro, y hacía dos preguntas a todo el
mundo.
—Nombre,
—Balram Halwai.
—Edad.
—Sin edad.
—¿Y la fecha de nacimiento?
—No, señor. Mis padres no la anotaron.
El hombre me miró y me dijo:
—Yo creo que tienes dieciocho. Que has
cumplido hoy los dieciocho. Se te había
olvidado, ¿verdad?
Yo le hice una reverencia.
—Exacto, señor. Se me había olvidado que
era hoy mi cumpleaños.
—Buen chico.
Lo anotó en su libro y dijo que ya podía
irme. Así pues, conseguí un cumpleaños del
Gobierno.
Yo tenía que tener dieciocho. Todos los
empleados del salón teníamos que tener
dieciocho: la edad legal para votar. Había
unas elecciones muy pronto y el dueño ya
nos había vendido. Es decir, había vendido
nuestras huellas dactilares: la huella de tinta
que los analfabetos ponen en la papeleta
para indicar que han votado. Esto se lo
había oído decir a un cliente. Al parecer,
aquellas elecciones estaban muy reñidas y el
dueño le había sacado una buena tajada al
partido del Gran Socialista por cada uno de
nosotros.
En la época de esas elecciones, el Gran
Socialista llevaba una década siendo el amo
de la Oscuridad. El símbolo de su partido,
un par de manos rompiendo unas esposas —
o sea, los pobres liberándose de los ricos—,
se hallaba impreso con una plantilla negra
en las paredes de cada oficina
gubernamental. Algunos clientes decían que
el Gran Socialista era un buen hombre
cuando empezó. Se había propuesto hacer
una buena limpieza, pero el lodo de la
Madre Ganges se lo había tragado. Otros
decían que ya estaba corrompido desde el
principio, pero que había engañado a todo el
mundo y que sólo ahora lo veíamos tal como
era. En cualquier caso, nadie parecía capaz
de arrebatarle el poder en las urnas y había
gobernado en la Oscuridad durante años y
había ganado una elección tras otra.
Últimamente, sin embargo, su poder se
estaba debilitando.
En este mismo momento, hay pendientes de
resolución noventa y tres procesos
criminales —por asesinato, violación, hurto,
tráfico de armas, proxenetismo y otros
delitos menores por el estilo— contra el
Gran Socialista y sus ministros. No es fácil
lograr una sentencia cuando los jueces han
de juzgar en la Oscuridad, pero, aun así, se
han dictado tres condenas y tres de los
ministros están actualmente en la cárcel,
aunque siguen siendo ministros. Se dice que
el propio Gran Socialista ha desfalcado en la
Oscuridad mil millones de rupias y que las
ha transferido a una cuenta ban-caria de un
pequeño y hermoso país europeo lleno de
gente blanca y dinero negro.
Ahora que la fecha de las elecciones ya había
sido fijada y anunciada por la radio, la fiebre
electoral comenzó a difundirse otra vez.
Éstas son las tres enfermedades principales
de este país, señor: el tifus, el cólera y la
fiebre electoral. Y esta última es la peor;
hace hablar y hablar a la gente de cosas en
las que no tienen arte ni parte. Los
enemigos del Gran Socialista parecían más
fuertes en esta elección que en la anterior.
Habían preparado panfletos e iban de un
lado para otro en autobuses y camiones con
altavoces, proclamando que iban a
derrocarlo por fin y que ellos arrastrarían al
río Ganges y a toda la gente que vivía en sus
orillas desde la Oscuridad hasta la Luz.
En el salón de té, la charla se hizo más
frenética. La gente se tomaba su té y
hablaba de las mismas cosas una y otra vez.
¿Lo conseguirían por fin? ¿Lograrían
derrotar al Gran Socialista y ganar las
elecciones? ¿Habrían reunido suficiente
dinero y sobornado a bastantes policías, y
habrían comprado las huellas dactilares
suficientes para poder ganar? Igual que
eunucos hablando del Kama Sutra, los
votantes hablaban de las elecciones en
Laxmangarh.
Una mañana vi a un policía escribiendo un
eslogan en el muro exterior del templo con
una brocha roja:
¡FELICIDADES AL GRAN
SOCIALISTA POR SU INAPELABLE
VICTORIA EN LAXMANGARH!
BLANQUEADOR SHAKTI
CON CLAVO Y CARBÓN VEGETAL
PARA LAVARSE LOS DIENTES
¡SÓLO UNA RUPIA CON CINCUENTA!
Señor Jiabao.
Señor.
Cuando venga usted aquí, le dirán que
nosotros, los indios, lo inventamos todo —
desde Internet hasta el huevo duro y las
naves espaciales—, antes de que llegasen los
británicos y nos lo robaran todo.
Tonterías. El mayor invento que ha salido
de este país en sus diez mil años de historia
es la jaula de gallinas.
Vaya usted a la Vieja Delhi, detrás del Jama
Masjid, y observe cómo las tienen en el
mercado. Cientos de pálidas gallinas y de
gallos de colores vistosos, metidos a presión
enjaulas de tela metálica, apretujados tan
estrechamente como las lombrices en el
intestino, dándose picotazos y cagándose
unos encima de otros mientras forcejean
para poder respirar. La jaula despide un
hedor espantoso; el hedor de la carne
aterrada. En el mostrador de madera, por
encima de la jaula, verá sentado a un joven
carnicero que exhibe con una gran sonrisa la
carne y los despojos —aún relucientes, con
una capa de sangre oscura— de una gallina
recién troceada. Los gallos de la jaula huelen
la sangre por encima de sus cabezas. Ven
expuestos a su alrededor los órganos de sus
hermanos. Saben que ellos serán los
siguientes. Y sin embargo, no hacen nada
para rebelarse. No intentan escapar de la
jaula.
Exactamente lo mismo se hace en este país
con los seres humanos.
Observe las calles de Delhi por las tardes; no
tardará usted en ver a un hombre con un
ciclo-rickshaw, arrastrando a fuerza de
pedales una cama gigantesca o una mesa
que ha atado firmemente a su carrito. Ese
hombre, el repartidor, entrega muebles a
domicilio todos los días. Una cama cuesta
cinco mil rupias, quizá seis mil. Añádale las
sillas y la mesita de café y nos vamos a las
diez mil o quince mil. Ese pobre hombre,
que se presenta con su ciclo-rickshaw y le
trae la cama., la mesa y las sillas, debe
sacarse quinientas rupias al mes. Descarga
los muebles, se los coloca y usted le entrega
el dinero en metálico: un fajo de billetes del
tamaño de un ladrillo. Él se lo mete en el
bolsillo, o en la camisa, o entre su ropa
interior, y regresa pedaleando para darle el
dinero a su jefe... ¡sin tocar una sola rupia!
Tiene el sueldo de uno o dos años en sus
manos y no se queda ni una sola rupia.
Cada día hay algún chofer que cruza las
calles de Delhi sin ningún pasajero: sólo con
un maletín negro en el asiento de atrás. En
ese maletín hay un millón o tal vez dos
millones de rupias: más dinero del que ese
chofer verá en toda su vida. Si se lo quedara
podría irse a América, a Australia, a
cualquier parte, y empezar una nueva vida.
Podría entrar en los hoteles de cinco
estrellas con los que ha soñado toda su vida
y que sólo ha visto desde fuera. Podría llevar
a su familia a Goa, a Inglaterra. Y sin
embargo, lleva el maletín a donde su amo le
ha dicho. Lo deja donde debe y no toca una
rupia. ¿Por qué?
¿Quizá porque los indios, tal como le
informará el folleto del primer ministro, son
la gente más honrada del mundo?
No, Porque el 99,9 por ciento de nosotros
estamos atrapados en la Jaula igual que esas
pobres criaturas del mercado.
La Jaula Gallinero no siempre funciona con
sumas minúsculas. No ponga usted a prueba
a su chofer con una rupia o dos. Quizá llegue
a robar esa cantidad. Pero deje un millón de
dólares al alcance de un criado y no tocará
un céntimo. Haga la prueba. Deje un
maletín negro con un millón de dólares en
un taxi de Bombay. El taxista llamará a la
Policía y devolverá el dinero antes de
terminar el día. Se lo garantizo. (Que la
Policía se lo entregue a usted o no, ¡eso ya es
otra historia, señor!) En este país, los amos
ponen diamantes en manos de sus criados
con total confianza. Es cierto. Cada noche,
en el tren que sale de Surat, donde funciona
el centro más importante del mundo en
tratamiento de diamantes, los criados de los
comerciantes llevan maletines llenos de
diamantes recién tallados que deben
entregar en Bombay. ¿Por qué uno de tales
criados no se queda con el maletín? Ese tipo
no es Gandhi; es humano como usted y
como yo. Pero está metido en la Jaula. La
confianza que puede depositarse en los
criados es la base de toda la economía india.
La Gran Jaula Gallinero india. ¿Tienen
ustedes algo parecido en China? Lo dudo,
señor Jiabao. De lo contrario, no
necesitarían al Partido Comunista para
andar disparando a sus ciudadanos ni
tampoco que la Policía secreta hiciera
redadas por las noches y los metiera en la
cárcel, como he oído que hacen ustedes.
Aquí, en la India, no tenemos ninguna
dictadura. Tampoco, Policía secreta.
Y la razón de ello es que tenemos la Jaula.
Nunca en la historia de la humanidad le han
debido tanto unos pocos a tanta gente, señor
Jiabao. Un puñado de hombres han
adiestrado en este país al otro 99,9 por
ciento —gente tan fuerte, tan dotada y tan
inteligente como ellos— para que
permanezca en un estado de perpetua
servidumbre. Una servidumbre tan férrea
que usted puede ponerle a un hombre en las
manos la llave de su emancipación y él se la
arrojará otra vez con una maldición.
Tendrá que venir aquí y verlo por sí mismo
para poder creerlo. Cada día millones de
personas se levantan al alba, se apretujan en
autobuses mugrientos, llegan a las lujosas
mansiones de sus amos y, una vez allí,
friegan los suelos, lavan los platos, quitan
las malas hierbas del jardín, dan de comer a
sus hijos, les hacen masajes en los pies...,
todo por una auténtica miseria. Yo nunca
envidiaré a los ricos de América o de
Inglaterra, señor Jia-bao. Allí no tienen
criados. Ellos no pueden hacerse una idea
de lo que es la buena vida.
Un hombre racional como usted, señor
primer ministro, debería plantear dos
preguntas.
¿Por qué funciona la Jaula Gallinero ? ¿Por
qué logra atrapar a tantos millones de
hombres y mujeres de un modo tan eficaz?
Segunda: ¿es posible que un hombre escape
de la Jaula? ¿Qué pasaría si un chofer,
pongamos por caso, se quedase el dinero de
su amo y huyera? ¿Cómo sería su vida?
Se las voy a contestar las dos, señor.
La respuesta a la primera pregunta es que el
orgullo y la gloria de nuestra nación, el
depósito de todo nuestro amor y sacrificio,
así como el tema central de una gran parte
del folleto que nuestro primer ministro le
entregará..., es decir, la familia india,
constituye la explicación de que estemos
atrapados y encerrados irremisiblemente en
esa jaula.
La respuesta a la segunda pregunta es que
sólo un hombre dispuesto a ver a su familia
destruida —acosada, molida a palos y
quemada viva por sus amos—, se halla
capacitado para escapar de la jaula. Sería
necesario no un ser humano normal, sino
un monstruo, una perversión de la
naturaleza.
Sería necesario, en efecto, un Tigre blanco.
Está escuchando usted, señor, la historia de
un empresario social.
Volvamos a mi historia.
En el zoo de Nueva Delhi, cerca de la jaula
del tigre blanco, hay un cartel que dice:
EL ASESINATO SEMANAL
4,50 RUPIAS
UNA HISTORIA AUTÉNTICA EN
EXCLUSIVA:
«DESEABA A LA MUJER DE SU
AMO».
AMOR. VIOLACIÓN. ¡VENGANZA!
LA SEXTA NOCHE
JAMMU
BOMBAY
RANCHI