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A Johanes todos lo conocían como el “Sr.

Blüme”, aún cuando era un hombre agradable con el que


muchos conversaban al ir al cementerio, pocos conocían su historia y su nombre, y él, siendo muy
cordial con todos, no se daba la confianza de contar su pasado a cualquiera, de hecho ni su mujer ni
sus hijas la conocían del todo.
Sabían que cuando tenía 15 años tubo una seria discusión con su padre, un carpintero y mueblista
alemán, por que éste no le permitía ingresar al ejercito alemán, aún cuando había firmado los
papeles que le permitieron ingresar a las juventudes nacional socialistas. Cuando el joven Johanes
Blüme cumplió los dieciocho, la guerra aún continuaba y, ya liberado del poder tutelar de su padre,
fue a inscribirse al ejercito, en ese momento le pidieron la prueba de pureza aria, un documento en
que acreditaba que todos sus ancestros, hasta la quinta generación, eran “no judíos”. La sorpresa fue
mayúscula, la madre de su abuela por línea paterna era una mujer “nacida Levi” y en consecuencia,
judía. No sólo no pudo ingresar al ejercito, sino que debió huir de su amada patria, de sus
compañeros de las juventudes y de su amadisimo Führer. Huyó con dolor en el alma, creyendo que,
con algo de suerte podría llegar a Suiza, pero en medio de la ruta entre Frieburg y Basilea, a unos
cuantos kilómetros de la frontera, fue detenido, enjuiciado sumariamente por confabulación para el
engaño, y llevado en tren, esposado y vendado hasta un campo de concentración, en que lo pusieron
a picar piedras.
Sólo después del juicio, su mujer supo que no pasó las penurias de los judíos en el campo de
concentración, si hambre y duras jornadas de trabajo, pero que el secretario del general a cargo del
campo, era un joven teniente de las SS, que había entrado con él a las juventudes, y lo protegía con
cautela. También a consecuencias del juicio, supo que su marido fue ayudado por un judío llamado
August que le enseñó a esculpir letras en las piedras, y que su Johanes aprendió el arte, no por que le
gustace, sino para evitar que en su mente aniden los buitres, lo que le fue posible hasta que les
sorprendieron, el judío August fue llevado a un crematorio y a Johanes lo pusieron a esculpir
svásticas en bloques de mármol, lápidas de mártires, según le decía un sargento. Por cada lápida, le
daban diez azotes, los que contaba elgordo y calvo sargento, que intercalaba: “confabulación para el
engaño, judío,” y “martires de la gran patría” entre cada número contado.
Varios meses después del juicio, su hija le preguntó como supo que la guerra había terminado, y él,
entre cervesas y lagrimas, le contó que un día llegó el sargento con hojas de papel, no una ni dos,
sino muchas, el sargento le tiró a la cara las hojas, y le ordenó recogerlas y empezar a tallar, en ella
venían tantos nombres que ni siquiera pensó en contarlos, simplemente se le amargó la vida un poco
más, el sargento se sentó con el látigo colgado del cinto, sacó su pistola y él, Johanes cogió sus
herramientas, se acuclilló frente a una lápida en blanco y cerró los ojos esperando un balazo, escucho
el disparo, pero no sintió nada, cuando volvió a abrir los ojos, en el suelo estaba el sargento, con la
boca destrozada y la pistola aún humeando, los esfínteres de Johanes se liberaron y su orina se
mezclo con la sangre del soldado. Esperó que vinieran los demás soldados, pero no apareció nadie,
entonces supo.
Liberado volvió a su ciudad, pero no habían amigos ni familia, sólo ruinas y llantos. Viajó al
Uruguay, y Argentina, pero finalmente se volvió a Europa, Alemania ya no era su patria, y sin saber
que hacer se quedó en Alicante para ver la Quema de Fallas, pero vio los ojos Sonia, y tomó su
decisión. Casi un año después la desposó, Gertrudis, su primera hija venía en camino. Había entrado
de ayudante del sepulturero, tallando lápidas, con cruces cristianas y varios años después con
estrellas de David. Aprendió también a armar fallas y comer paella, aún cuando siempre pedía
patatas y embutidos fritos. Pasó los años esculpiendo y reservando fondos para situaciones
“complejas”, como él las llamaba, pero no volvió a vivir esas, situaciones. En el intertanto nacieron
Beatriz y Constanza.
Cuando don José falleció en 1975, le dejó encomendado tallárle una lápida con un texto, poético,
pero exageradamente largo, Johanes debió agudizar su arte para encajar todo ese discurso en una
sola lápida, sin embargo su mayor sorpresa fue encontrarse escuchando en la notaria, que don José
le dejaba el taller a él, mientras la funeraria pasaba a repartirse entre los hijos del difunto viudo. La
historia tiene recovecos curiosos. En 1992 le llegó una carta desde Alemania citándole a declarar al
juicio contra dos alemanes capturados en sudamérica, uno de ellos fue su protector en el campo de
concentración, el otro el jefe de éste.
Johanes quería ir sólo, pero su mujer y su pequeña Beatriz no lo dejaron. En el viaje le fueron
sacando una parte de la historia, y en el juicio tubo que contar el resto, pero lo más duro para él, fue
después del juicio, tanto sus mujeres, como la prensa sólo quería escuchar su verdad... y él, él sólo
quería olvidarla.
De vuelta en casa, en una tarde de otoño, sin apuros ni impaciencia, salió del trabajo sin ganas de
llegar al hogar, a las preguntas y los recuerdos sacados con cadenas y amarguras. En lugar de tomar el
bus, caminó, pensando en cubrir las doce cuadras de distancia tan lentamente como le fuera posible,
pero al llegar a la plazuela cercana a casa, vió que el reloj apenas si habia avanzado lo suficiente
como para que la mesa siguiera plagada de platos con panecillos y tazones de café, no quería llegar
aún, así que se sentó en una de las mesas del cafetín de Don Pablo, pidió un café y cogió el diario.
Sentado ahí vio llegar a un judío, joven e intranquilo, vestía terno negro, camisa blanca y la cabellera
en rulos largos como trenzas, al igual que en la barba.

– Are you Johanes Blüme? - le preguntó a otro parroquiano centado un par de mesas más allá

– Blüme... ¿Johanes?... pues hay un sólo Blüme por aca... eh?? No, it's him – le respondió
apuntando al señor Blüme con la mano

– I'm Bergstein... Albin, are you mister Blüme?

– No hablo ingles... i do not speak englishe – le respondió Johanes a su interlocutor, desde cuya
juvenil cara sobresalián un par de anteojos, simples, pero gruesos, haciendo ver sus ojos más
pequeños de lo normal.

– My.... maine... abuelo... ufhhh... wait... take this... - le dijo el joven entregándole un libro.
Johanes lo cogió curioso y comenzó a ojearlo, descubriendo un texto en hebreo, usando ese
alfabeto y algunas fotos de campos de concentración.

– page 137, please... - le indicó el joven – vea pagina cento treeinta y site – continuó con un
acento tan extraño como el de Blüme en sus primeros días en España.
Cuando Blüme encontró la página indicada, se sentó nuevamente, una foto, a página completa,
mostraba al jóven Johanes Blüme sentado frente a una roca, tallando una letra junto a August. La
mano del jóven judío le mostro a August diciendo: - my abuelo... grossfather... entender?
Johanes entendió, por supuesto, pero el recuerdo era más potente, el sentimiento más fuerte y la
sorpresa mayor. Sentado miraba la fotografía que se le metía en el alma como un cincel calentado al
rojo-blanco, quitándole el aliento, la visión se le llenó de lucecillas pequeñas y multi colores, sintió un
fuerte vahido y pensó que entregaba el alma. El joven le acercó la taza de café y Johanes bebió un
sorbo recobrando el aliento. - August... days this day – dijo

– He died this day?

– Yes... ya... an diesem Tag... ese cojonudo día


Albin Bergstein se sentó junto a Johanes, el idioma era un problema y ya sabía lo que quería, al
menos en parte. Efectivamente había encontrado al otro personaje de la foto, y sabía que su abuelo
había muerto, pero le quedaban muchas preguntas y comenzó a buscar la forma de reunirse con
Johanes en otro momento, cuando pudiese contar con un interprete. Finalmente Johanes lo llevó a
casa, Beatriz les ayudaría con el ingles que ella había aprendido.
La conversación entre los tres fue presenciada por el resto de la familia Blüme Manzano. Las hijas
de Johanes, y su propia esposa la escucharon con atención y una pena creciente. Antes de comenzar
a llorar, Sonia sirvió Jerez a los suyos y un taza de agua al joven visitante, después de algunas horas el
jerez fue reemplazado por un tequila que trajó Constanza con su novio. Pasadas las once de la noche
Albin se fue a su hotel, pero volvió al día siguiente... y durante dos días más. Luego volvió a su casa,
en Israel, dejando a Johanes con los recuerdos removidos, agitados, revueltos... doloridos hasta lo
indecible.
Mensualmente llegaba una carta de Israel, y mensualmente Beatriz le ayudaba a su padre a
responder, aún cuando los últimos meses las carta de Johanes siempre habían terminado pidiendo
que se deje el pasado en el pasado y se le permita a la vida seguir su curso.
Hoy, tres años después de la visita de Albin, Johanes ha recibido otra carta desde Israel. De camino
a casa, se sienta nuevamente en cafetín de Don Pablo, pide una taza de café y saca un par de libros
de la estantería interior. Toma el sobre aún cerrado y simplemente escribe en su exterior “devuelvase
al remitente”, ya no esta dispuesto a seguir con esa tortura, esa dolorosa memoria, ese hiriente
recuerdo que no puede sacar, pero no quiere refrescar mensualmente, ese recuerdo que quiere
sepultar en su propio interior, con una lápida negra, tallada de letras blancas: “olvido.” Luego leyó
uno de los libros, no importaba de que se trataba, sino meter el alma en la lectura, abandonar el
espíritu entre esas palabras, esas letras que le hablaban de naderías, que como un balsamo lo
llevaban por las rutas de turistas mochileros, por las tierras del sur del áfrica negra. Finalmente sintió
la hierba de la sabana bajo sus pies, el murmullo y el temblor suave del golpeteo de las pezuñas de
las gacelas corriendo, huyendo de algún depredador, el suave sonido producido por el corte del aíre
que producía el ala de un ave... y se estiro, se estiro en su silla, como si se tendiese en el tronco de un
arbol, y pensó en la naturaleza, el sol y sus hijas... y su Sonia... y dejó que esa tarde de principios de
otoño le refrescase la vida.
Después de un rato, sin dimensiones ni limites, la voz de Constanza lo sacó de su sueño reparador.
La besó en la frente y le pidió que deje el sobre en el correo - mañana, cuando te vallas al trabajo – le
dijo, y juntos se fueron a casa. Ella miró el sobre y lo guardó en su cartera, - Gertrudis me llamó...
esta esperando un hijo papá... - le dijo segura de no volver a hablar de guerras y campos de
concentración.

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