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El mejor viaje de sus vidas

Por Gustavo Pérez…

Alberto y Carolina, llevaban un año de casados, viviendo en un país diferente de donde


habían nacido. Tenían planes de conocer y disfrutar de aquella oportunidad que les daba
la vida en esos momentos.

Para principios de diciembre lograron sacar dos semanas de vacaciones en sus trabajos.
Ambos eran diferentes en muchas cosas, pero sí estaban claros que recorrer muchas
ciudades era una de sus prioridades.

Carolina, una chica tímida, introvertida y un poco chapada a la antigua en situaciones


irreverentes, un tiempo atrás sacrificó un viaje a través de Europa con Alberto para poder
mudarse de país y sentar las bases para un futuro mejor.

Cuando llegaron esas dos semanas libres, decidió no aplazar más el viaje e irse con su
esposo a conocer sitios, disfrutar y estar alejada de la rutina diaria.

Por su parte, Alberto era un chico común y corriente, a veces se consideraba un


espécimen de aquella llamada Generación X, de la que tanto se habló a principios de
los 90, pero sin embargo ya estaba establecido junto a su chica, trabajando y de alguna
manera u otra, combinando responsabilidades con su irreverencia y rebeldía de finales del
siglo XX.

Su casa, la que dejaban atrás por unos días, era pequeña pero acogedora, dos pisos
unidos por una escalera de caracol, una amplia cocina, una sala de estar con la chimenea
que la mayoría de las veces estaba encendida, tres habitaciones y un garaje que también
servía de maletero.

Por fuera se veía un pequeño jardín donde vivía el perro de Alberto, un rottweiler negro
que parecía sacado de la película “La Profecía” y que intimidaba un poco a Carolina,
quien tenía un pequeño cachorro Griffon de Bruselas, del que se enamoró al verlo,
también, en un largometraje pero de Jack Nicholson junto a Helen Hunt.

Alberto ya estaba cansado de trabajar y desde unos días atrás quería vacaciones para
salir con Carolina. Su hogar ya les quedaba grande y por ello, como un niño pequeño, él
insistía en el viaje.

Así que el día en que los dos se enteraron de que tendrían tiempo libre, comenzaron
a hurgar en el closet. Carolina, como toda mujer que era, no sabía que escoger y por
ende tiró todo sobre la cama. Poco a poco iba analizando la montaña de ropa, y como un
científico que tomaba muestras, iba sacando prenda por prenda.

Tomó cuatro pantys, con encajes como le gustaban a Alberto, algunas franelitas
cómodas, dos faldas que dejaban ver sus achocolatadas piernas, pantalones
y demás accesorios. Luego pasó al baño, para otra etapa difícil, el maquillaje.

Mientras tanto Alberto ya tenía todo arreglado en un bolso, cepillo de dientes, medias,
cuatro franelas, una camisa por si acaso y demás ropa necesaria.

Esa noche no retozaron en la cama como generalmente lo hacían. Miraban el techo,


tomados de la mano y luego se abrazaron, - Que duermas bien-, fue lo que se dijeron, al
otro día, emprenderían el tan ansiado viaje.

II

Llevaban tiempo recorriendo aquel pueblo cercano a su ciudad. Bastante tranquilo,


habitado mayoritariamente por personas mayores, por lo que guardaba una placidez única
y que lograba matar el ambiente citadino.

Carolina tomaba fotos de las parejas de ancianos, pensando en si ella y Alberto llegarían
a estar juntos a esa edad. Continuaba fotografiando las casas; extrañamente por esos
lugares el edificio más alto era la torre de la Iglesia que estaba en la plaza, justo donde
confluían todas las calles.

Mientras Caro estaba en su tarea fotográfica, Alberto trataba de conectarse a Internet


para saber que pasaba en el mundo, mientras que su otra mano sostenía un café y un
periódico local. Él podía irse a cualquier lugar, pero siempre quería estar al tanto de lo
que pasaba en las noticias, porque eso le permitía saber qué pasaba y de cierto modo,
ampliar su cultura general.

Señaló una pequeña taberna y allí entraron a comer. El menú era de campo, salchichas
de distintos tipos con salsas caseras acompañadas de una crema de vegetales; Alberto
puso mala cara pero al andar de viaje no se podía exigir mucho.

Caminaron un poco para reposar el almuerzo y se dirigieron a un prado. Allí se acostaron


a observar el cielo, extrañamente más azul de lo que habían visto jamás. Carolina y
Alberto estaban realmente felices, se abrazaban, jugueteaban y corrían como cachorros
por la grama.

Jugaron con la cámara, uno de los hobbies favoritos de Caro y tomaron muchas fotos de
sus caras, sus ojos, bocas, manos, pies, y demás partes del cuerpo. Tras dos horas de
jugueteo, durmieron un rato escuchando el zumbar de la brisa en los árboles y el sonido
de los pájaros.

Al despertar vieron el atardecer, se tomaron de la mano y caminaron hacia la plaza. Al


parecer todos los habitantes del pueblo se reunían para hablar y contarse su día. Alberto,
como buen periodista, decidió acercarse a un señor solitario que le echaba pan a los
animalitos que recorrían el lugar, palomas y ardillas aprovechaban de cenar por la caridad
del viejo.

Así pudieron escuchar de la vida de aquel habitante del pueblo. Sus hijos se habían
marchado a la capital, su esposa yacía en el viejo cementerio del pueblo, y él vivía a costa
de la pensión del gobierno y sus mejores amigos eran los animales a los que alimentaba
todas las tardes. Como buen viejo, le dio unos cuantos consejos de pareja y luego se
marchó, al parecer, ya la caída del sol indicaba que era la hora de dormir.

Alberto y Caro se quedaron conversando un rato más, y después decidieron ir a comer


algo ligero. – Comamos en el hotel -, sugirió él, a Carolina no le disgustó la idea y
caminaron hasta el lugar. La brisa fría pegaba en sus cuerpos, y por ello cuando llegaron
al restaurant a cenar se dieron cuenta que ambos estaban muy entrelazados en brazos.

Cenaron lo que estaba en la carta como sugerencias del chef, recorrieron el lobby del
hotel y luego se marcharon a la habitación. Tiraron la ropa en el piso, se ducharon
rápidamente y luego se metieron en la cama a retozar como un par de novios jóvenes.

Después de todo, conversaron acerca de aquel viejo de la plaza, lo bien que les había
caído y sus consejos. Vieron las fotos, Alberto volvió a sacarle “fiesta” a Caro y volvieron
a hacer el amor. Esa noche no durmieron y se entregaron a una pasión que al parecer
estaba reprimida por la rutina. Ya el sol estaba saliendo cuando ellos decidieron dormir.

III

Ya era casi mediodía cuando lograron despertar de la larga noche que tuvieron.
Recogieron las pocas cosas que estaban sobre la cama, tomaron las maletas y se
fueron al terminal de buses, allí compraron un ticket para una ciudad cercana, al
parecer, era más civilizada que donde habían estado y con una vida rica en cultura.

Esperaron un rato y abordaron el bus, estaba vacío; sólo algunos jóvenes y parejas
conversaban en los asientos traseros. Al arrancar, notaron que la carretera era
sumamente recta, rodeada de una sabana que se coronaba en el horizonte con un cielo
de azul profundo, y alguna que otra casa humilde en los prados.

Por algún tiempo, los dos observaban el paisaje. Alberto, recordaba aquellos paseos
que había realizado en su país, donde las vacas pastaban en el llano infinito y de vez
en cuando una tormenta picaba el cielo en dos, un gris oscuro y de repente un azul
suave. Los viajes en aquellas inmensidades eran relajantes para él, sobre todo en su
niñez, cuando imaginaba que podía bajarse del carro y comenzar a recorrer a pie aquella
inmensidad.

Mientras tanto, Carolina sólo tomaba la mano de su chico y sus orejas, una de sus mañas
más placenteras, así se había acostumbrado a dormirse e increíblemente el zumbar del
motor de un carro siempre la ponían somnolienta. Tras unos minutos los dos estaban
durmiendo nuevamente.

Al despertar, se vieron ya en la nueva ciudad. Altos edificios al borde del asfalto negro,
autopistas extensas y más de 30 personas esperando para cruzar un semáforo eran el
ambiente citadino. En el terminal tomaron un taxi y se dirigieron al hotel rápidamente,
se chequearon, fueron a la habitación y tomaron un baño. Mientras se secaban, Alberto
señaló el vientre de Carolina, - Seguramente tienes hambre, vamos a comer -, se vistieron
y salieron nuevamente a la calle.

Los dos estaban vestidos de punta en blanco. Carolina llevaba una blusa
semitransparente, bastante sexy y Alberto, una camisa manga larga color vede.
Recorrieron algunos bulevares hasta que decidieron colarse en un restaurante con
terraza. Comieron, bebieron vino y conversaron largamente acerca de los recuerdos,
cómo iba el viaje hasta el momento y algunos detalles de sus aventuras de cama de la
noche anterior.

Pagaron la cuenta, volvieron a las calles y sin duda quedaron fascinados por aquella
ciudad que al parecer, dormía a medias. Como era diciembre, las largas avenidas eran un
río de luces, con muñecos alusivos a Santa Claus y renos alrededor. La gente caminaba
observando vitrinas de las zonas comerciales, tal vez escogiendo el regalo, que debía
estar al pie del árbol, para esa persona especial.

Mientras seguían caminando, Alberto vio una taquilla de información que estaba abierta,
fue hacia ella y cortésmente saludó a la chica que estaba en el mostrador, tomó un mapa
y le dijo a Carolina, - Creo que mañana nos iremos de museo, pon a cargar la cámara-.

IV
Esa noche al llegar de cenar, se acostaron a jugar con sombras y una linterna. Una de las
cosas que adoraban el uno del otro es que en cualquier momento podían sacar su niño
interno para darse cariño mutuamente.

A la mañana siguiente, Alberto decidió bajar al lobby del hotel a buscar desayuno para
ambos. Subió a la habitación, improvisó una bandeja para sorprender a Carolina en la
cama. Comieron, huevos revueltos, pan tostado y jugo de naranja. Se vistieron y salieron
a hacer el recorrido que ya habían planeado en la taquilla de información la noche anterior.

La cara soleada de la ciudad, era muy distinta a la nocturna, los carros abarrotaban las
avenidas, la gente caminaba apurada de un lugar a otro, y al parecer todo consistía en
una competencia contra el tiempo.

Ellos se veían relajados al caminar, no llevaban relojes y simplemente querían conocer.


Entraron al primer museo, era un edificio con toques góticos, un poco oscuro por fuera
pero totalmente moderno por dentro. Carolina sacó la cámara, tomó la mano de Alberto y
lo jaló hacia una exposición fotográfica.

Vieron imágenes de animales, lugares del mundo, edificios llamativos de distintos lugares
y personajes famosos; allí ambos se tomaron una foto junto a Albert Einstein, los tres con
la lengua afuera.

De ese museo fueron al de Historia Natural, conocieron los esqueletos y vieron cuerpos
disecados o diseccionados. En sus jardines también jugaron con la cámara, muchos clics
sonaron y una de las fotos fue la más tierna que se habían tomado hasta el momento.

Entre cultura, personajes famosos, fotos, jardines, turistas y la rutina de otra ciudad
pasaron casi todo el día. En la tarde se devolvieron al hotel a descansar los pies y ver lo
que habían captado con la cámara.

Se bañaron juntos, gozando de ese momento que era tan íntimo para ellos. Se
enjabonaron mutuamente, sentían el agua recorrer sus cuerpos y nuevamente se sentían
como unos niños, que estaban en un mundo donde ellos eran los reyes y nada podía
perturbarlos.

Tras salir de la ducha, se acostaron desnudos en la cama. Una de las cosas que
impresionaban a Carolina, era que al tratarse de sexo Alberto jamás se cansaba y
buscaba una manera de disfrutar de sus cuerpos. Estuvieron por las dos horas siguientes
haciendo el amor, en distintas posiciones y maneras. Sobre la cama, en el piso, parados
en la ventana de la habitación viendo la calle, pero siempre llegando a la misma
conclusión, sus cuerpos les fascinaban.

Tras esa faena cerraron los ojos, y al parecer se quedaron dormidos, porque cuando
reaccionaron era de noche otra vez.

VI

Ya la ciudad volvía a su rutina nocturna, y los dos se preguntaron qué hacer porque no
tenían nada de sueño tras descansar en la tarde. Vieron el reloj y casi eran las 11 p.m.,
por lo que se vistieron rápidamente y decidieron salir a tomar el aire fresco.

Recorrieron las calles, la gente estaba más apurada que nunca, seguramente porque
ya noche buena se acercaba y necesitaban los regalos para la familia. Alberto tomaba a
Carolina por la cintura, caminando pausadamente y sintiendo la brisa nocturna en la cara.
Rara vez se le notaba tan calmado y Carolina lo sintió, así que tomó fuerte su mano y lo
abrazó.

Se tomaron un tiempo para besarse bajo un farol debilitado, se sintieron e imaginaron


que eran dos actores de alguna película de la época en que la tele era en blanco y negro.
Dejaron al farol de un lado y continuaron observando; a lo lejos se notaba un viejo Santa
Claus que agitaba una campanita, seguramente para llamar la atención.

Ambos pausadamente se acercaron al viejo vestido de rojo con larga barba, un sombrero
de navidad relativamente nuevo y con un perro marrón con un cartelito en su cuello que
decía “Rodolfo”, al ver que Alberto y Caro se reían, Santa les dijo: - No es un reno, pero
al menos me cuida y hace muy bien su papel -, tras decir esto les hizo señas hacia una
mesa con gorros de navidad, todos en bolsitas y etiquetas que marcaban $1,50.

Carolina pensó que ya casi era Navidad y no tenía su respectivo atuendo, así que como
una niña le pidió a su compañero que le comprara uno, Alberto sacó la billetera y le alargó
dos dólares al Santa, - deja el resto para Rodolfo-, tomaron el gorrito, Caro se lo colocó
sobre su cabellera negra como la noche, ladeó la punta hacia su izquierda y siguieron su
camino.

Decidieron entrar a hurgar en la tienda por departamentos, que estaba un poco vacía por
la hora. Como si fueran a comprar, se pasearon por todos los rincones. Saltaron sobre
las camas, se sentaron en una sala de estar perfectamente acomodada, y allí Caro se
tomó la foto que curiosamente quedaría para ser el más grato recuerdo de Navidad que
tendrían en su portarretratos.

Continuaron e imaginaron que cocinaban en su casa, que seguramente, estaba oscura


esperando por su regreso, tocaron las almohadas, vieron las cunitas para los niños,
al final estaban cansados de imaginar y ver todo lo que podía haber en una tienda y
siguieron su camino.

Regresaron al lobby del hotel, el reloj principal marcaba las 5 a.m. así que aprovecharon,
y descansaron en él, tomaron fotos y subieron a la habitación. Cayeron rendidos, no sin
antes preparar las maletas para continuar ese día con su viaje.

VII

Ya las vacaciones iban terminando, por lo que aprovechaban para ver cada detalle nuevo
que les mostraba el camino. Ya era mediodía y unas horas antes habían emprendido con
su ruta nuevamente, hacia una zona montañosa donde les dijeron que cosechaban el
mejor vino del país.

Conforme subían hacia su destino, el clima se tornaba frío. Carolina llevaba puesto un
sweater negro, mientras que Alberto lucía un saco blanco que la suegra le había regalado.
Los pinos rodeaban la carretera de lado y lado, de vez en cuando un ciervo se veía
comer algunas cosas del piso, las ardillas bajaban y subían por los troncos de árboles, y
mientras eso ocurría ellos permanecían abrazados dentro del autobús.

Arribaron a su hotel, esta vez no era parecido a los anteriores, el ambiente era muy
natural y lo citadino había quedado atrás. Se acomodaron en su cabaña y luego se
quedaron compartiendo con el ambiente.

Por la zona, las estrellas se veían sumamente brillantes y cercanas, casi que Alberto
podía agarrar una para colocarla en el cabello negro de Carolina. Se quedaron un rato
observando el firmamento, se abrazaron como dos novios recientes y luego entraron al
lobby a tomarse algunas bebidas.

Aprovecharon para tomarse fotos, a Alberto no le gustaban mucho los mininos pero esa
noche logró encariñarse con uno de los que andaba por el hotel, por lo que Carolina tomó
la iniciativa para tener a su esposo como modelo de muchas fotos. Esa noche realmente
la pasaron como nunca antes, la estaban pasando bien.

Al amanecer, se sintieron en otro planeta, el sonido de los pájaros, el olor a pino,


a comida fresca y casera se filtraba por la ventana de su cabaña. Desayunaron
rápidamente, conversaron un poco con los otros huéspedes, y luego fueron a caminar por
las cercanías.

Mientras recorrían el bosque, se coqueteaban, jugaban con la cámara y hasta de vez en


cuando se perdían por el camino. Después de una hora de ese danzar natural, llegaron
a los viñedos. Una parte de ellos era una especie de atracción turística, así que se
quedaron allí unas horas, probando cocteles y disfrutando del ambiente.

Carolina, como siempre inventaba, aprovechó para pedir una bebida un poco dulce, por lo
que Alberto al ver que no se la tomaba, le guiñó un ojo al decirle: -Definitivamente tú eres
una inconforme mi niña-, tomó la copa y se bebió el trago de un salto.

Siguieron paseando alrededor de los viñedos, y al parecer los tragos causaron cierto
efecto, porque como en la película Match Point de Woody Allen, se escondieron
detrás de un prado e hicieron el amor totalmente enloquecidos y entregados al campo.

Después de su aventura, decidieron retornar al hotel. Ese viaje a la montaña era de una
noche, por lo que debían prepararse para seguir su rumbo a otro lugar. Al momento de
cenar, la dueña de las cabañas organizó una cena especial, así que ambos se colocaron
sus mejores trajes y decidieron probar con imagen de etiqueta, Carolina al ver a su chico
con corbata, sólo se dirigió a él para decirle, - estás bello mi Ken-, por lo que se tomaron
de la mano y fueron a la mesa, y mientras Alberto retiraba la silla para Caro, la tomó por la
cintura,-gracias mi Barbie-.

VIII

-Te tengo una sorpresa, así que alístate-, con eso despertó Alberto a Carolina, tras
largarle un sobre y ponérselo en la barriga. Le dio un beso de buenos días y cuando ella
reaccionó ya las maletas estaban en la puerta.

Desayunaron rápidamente, tomaron el Jeep que estaba de salida y salieron vía a la costa.
Atrás quedaban los viñedos, los pinos alrededor de la carretera y el clima se iba haciendo
más denso. Carolina estaba ansiosa por ver su sorpresa, pero presentía que tenía algo
que ver con la playa o algunos de esos ambientes.

A medida que llegaban a su destino, ya se divisaba el mar. Un horizonte azul profundo


podía verse, algunos botes surcaban la costa y ya se podía oler eso tan característico a
salitre.

Luego de una curva lograron divisar un gran barco atracado de un muelle, al parecer era
un crucero, Alberto no pudo disimular y le dio un apretón a Carolina en las manos, ella no
dijo nada pero ya estaba sospechando qué había en el sobre.

El Jeep llegó a su destino, el calor era insoportable y la gente caminaba de un lado para
otro. Alberto guió a Carolina a través del pueblo. Compraron algunas cosas de playa y
siguieron caminando.

Unos minutos después, llegaron a un muelle donde un bote los esperaba con un cartel
que decía – Bienvenidos a los cruceros Carnival-, Carolina le saltó encima a Alberto, y
uno de los pobladores les tomó una foto, la última de su viaje porque luego de ese crucero
volverían a la rutina y a su casa, con los perros, el garaje, el maletero y la cocina amplia,
pero con una sorpresa en el vientre de Caro, en nueve meses serían padres y aún no lo
sabían…

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