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* De la novela La última cena, del escritor cubano Alfredo Sainz Blanco (Ca-
racas, Fundación Cultura Urbana, 2010), casi agotada. Tapa dura, 150 págs.
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creo que no. Por primera vez creo que no. De alguna forma
me integraba. ¿Cómo explicarlo? No lo sé, pero era percepti-
ble en mis sentidos, en determinada sensación de mi piel,
en cierta densidad del ambiente. Puertas de la percepción,
una y otra vez, puertas de la percepción. ¿Cómo explicarlo?
Los signos son muy engañosos...
—Bueno… Ya lo conocen, no tengo que decirles por qué
está aquí —comentó Carmen refiriéndose a mí.
Se produjo un silencio que respeté con la mayor solem-
nidad, al cabo ella sonrió y yo también. Repentinamente me
sentí bien, extrañamente acogido, y experimenté un inexplica-
ble sosiego.
—Bueno, me alegra que lo reciban tan bien —dijo Car-
men, y señalándome una de las imágenes del cuadro, preci-
só—: El abuelo Justo Barbiam.
De pie, con grandes bigotes, fornido bajo el blanco hilo
de la guayabera. La mano derecha —con sortija de masón— en
el espaldar de la mecedora de mimbre, donde la abuela Nayibe,
morena, labios carnosos y nariz heredera de legendaria estir-
pe, entrega la lánguida noche de sus ojos. Acomodada en sus
piernas, su hija Aurora sostiene la mágica cesta de los enhe-
brados, donde sobresale alguna imprudente agujeta y se
ocultan, pendientes de remiendo, las medias del abuelo o el
pañuelo bordado de la velada escolar: el pañuelo de holán fino
donde lloró el príncipe Ásthor Asthalvante, quien —a la iz-
quierda de su padre Justo— viste de arlequín y, a su lado, Da-
niel, el Pombo, asoma su gorra de marinero.
José Jacinto está junto a su madre Nayibe, y, al lado de
éste, su novia, la niña Rebeca, la rubicunda bailarina de lar-
gas trenzas y pálida pamela, hermana de Daniel. En el césped,
como naciendo de conchas de encajes, posan las hermanas de
don Justo: Leonor, Lola, Leonela y Levedad.
Algo más allá, otra foto de José Jacinto —¡todo un galán
con sombrero de pluma!— en la cual sonríe acunando una de
sus históricas piñas, cuyo aroma rebasa la rectangular prisión
del enmarcado de madera y perfuma la casa, las páginas de
este libro. Debajo de la imagen, en apretada caligrafía margi-
nal, llegó, entrando en el aire tan de prisa, el cantor de Ofelia
escribió
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que su adiós fue sólo una concisa
despedida mortal bajo el sombrero.
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¡Ya verán! —reiteró, y Carmen con infinita ternura le guiñó
un ojo a su padre.
—¡Ya verán!
Y con esas fiebres, «Que no es nada, tontilla…», lo vimos
alejarse, tembloroso, «… no te preocupes».
—¿Qué veremos? ¿Qué estamos condenados a ver?
La muerte se ocultaba en su sombra, detrás de su son-
risa, ¿o era la muerte quien sonreía, que yo la vi?
—Tonta, tontilla, que no es nada...
—¿De qué murió? —tuve la imprudencia de preguntar.
—Hombre, ¿y me lo preguntas precisamente a mí? —Mi-
los Skópelos se encogió de hombros y me miró fijamente—:
¿Cómo saber de qué se muere uno?
Eso dijo el cineasta y yo, «No estoy hablando contigo»,
tuve ganas de advertirle, pero no lo hice, hubiera sido una gro-
sería injustificada ante una persona que acababa de conocer
y que, además, es el padre de la mujer que amo. Pero hoy ten-
go algunas dudas: ¿Quién lo dijo? ¿Carmen es realmente su
hija? ¿Es Milos Skópelos un seudónimo?
¿Qué quién lo dijo?
Escoge tú quién lo dijo: la muerte o —si prefieres— la
Muerte.
O Skópelos o Carmen o el cuentacuentos.
O lo dije yo, yo mismo; o nadie lo ha dicho todavía y
seas tú el que deba decirlo, o escribirlo, ármate de un lápiz,
lector, y escríbelo a continuación, en esta ridícula raya que
pongo aquí, como débil soporte a una barbaridad entre pa-
réntesis ( ___________ ). Aprieta la letra y ponlo ahí, o en una
línea en blanco que está al final de la página, o de la Página,
si prefieres. O deberás decirlo la pasada tarde de la próxi-
ma semana, pero de prisa, antes de la cena de los difuntos,
antes, mucho antes de la última cena.
—Que no es nada...
—Vámonos —le pedí a Carmen, sin perder de vista a su
padre. Todavía hoy me impresiona el gesto vehemente con que
el cineasta sostiene el carrete fotográfico.
—¡Cinematográfico! —me corrigió Skópelos, irguiendo
ante mis ojos su índice agudo y yo retrocedí unos pasos.
—Cinematográfico será, discúlpeme.
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—En una semana estoy de vuelta, muchachos, en una
semana aquí estoy, ya verán —repitió, y levantando el carrete
lo colocó en nuestra mirada y ahí lo dejó—. Principio y fin,
centro del universo, esto quedará —dijo el cineasta—, sólo la
creación quedará —y ahora no puedo quitar de mis ojos este
carrete, ese mundo, esta esfera, esa rueda, este globo, esa
nada, esta redonda nadez: el vacío, lo vacío, la muerte, lo yer-
to, la ausencia, lo ausente, que no es nada, aunancia… ¿O era
la muerte quien sostenía ante mis ojos el siempre perceptible
carrete?
—Por favor, ¡ayúdame!
—Adiós —dijo Skópelos.
Adiós es más que dramático.
Carmen abrazó a su padre y no sé por qué sus sollozos
humedecieron mi descolorida chaqueta. ¡Oh, Dios, si difícil es
vivir, más difícil es explicarnos la vida!
—Vámonos —le pedí a Carmen.
—¡No, no!
—Por favor, ¡vámonos! —casi supliqué.
—No, aún no.
Y tomando mi mano me retuvo ante su familia. Pero yo
no veía nada.