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Resumen - Abstract
Para impulsar transformaciones profundas en direcciones más democráticas e igualitarias
precisamos desmitificar, deconsturir -y a veces descartar- algunas de nuestras ideas sobre el
desarrollo, la ciencia y la tecnología, la sociedad civil, las ONGs y los proyectos, la
planificación y las redes. Y, en medio de todo eso, repensar la comunicación.
El trabajo busca deconstruir algunos mitos acerca de estas cuestiones y propone formas
alternativas de pensar procesos de comunicación comunitaria y participativa.
Pensamos con palabras. Pero, también, el lenguaje nos piensa. Las palabras que usamos
están cargadas y no siempre sabemos de qué. Desarrollo, ciencia, tecnología, sociedad civil,
proyectos, redes, son palabras con las que solemos pensar algunas cosas importantes para
nuestro trabajo como comunicadores en ámbitos rurales (y también en muchos otros).
Muchas de esas palabras han devenido mitos.
El mito, decía Barthes (1957), transforma la historia en naturaleza: hace parecer “natural” y
eterno lo que no es más –ni menos- que un producto histórico concreto. El mito es una
“palabra despolitizada” en tanto oculta, activamente, las relaciones sociales de poder. Por
ejemplo entre colonizadores y colonizados, entre campesinos y terratenientes.
Para hacer posibles cambios, para hacerlos incluso pensables, una operación útil, necesaria,
es desmitificar. Historizar otra vez las palabras, politizarlas de nuevo. En este caso
especialmente con palabras clave como desarrollo o tecnología. Hacerlo incluso con
algunos de los dispositivos intelectuales y organizativos que hemos creado para,
supuestamente, intentar cambios: sociedad civil, ONGs, proyectos, redes.
Desde fines de los sesenta comenzó un cuestionamiento a las ideas habitualmente manejadas
sobre el desarrollo de los países latinoamericanos. Especialmente a la idea del subdesarrollo
como una etapa previa al desarrollo, al que podríamos entrar imitando el camino seguido
por los países llamados “desarrollados”. Las teorías de la dependencia plantearon que, por
el contrario, nuestro subdesarrollo era la otra cara del desarrollo de los países centrales. O,
más precisamente, que lo que se venía dando en América Latina era un desarrollo
dependiente, dependencia marcada por relaciones desiguales de intercambio y por una
desigual distribución internacional del trabajo en la que, sistemáticamente, a nuestros países
se asignaba la producción de aquello de menor valor a nivel internacional, valor
determinado a su vez por los países centrales. La ruptura de nuestros lazos de dependencia
resultaba entonces la llave de un verdadero camino de desarrollo para los latinoamericanos
(Cfr. por ejemplo Cardoso y Falleto 1969).
Como señala también de Rivero, en las actuales condiciones parece imposible que los países
“subdesarrollados” –o simplemente inviables como prefiere denominarlos-, puedan atraer
las inversiones y la tecnología necesarias para transformar sus economías, dando empleo a
sus poblaciones –con tecnologías que en verdad ahorran trabajo humano- e ingresos que les
permitan integrarse como consumidores al capitalismo global. Pero aún suponiendo que
esto fuera posible se plantea una pregunta todavía más acuciante: “¿cómo podrán los 5000
millones de pobladores del mundo subdesarrollado asumir los patrones de consumo que
tienen hoy sólo mil millones de habitantes de las sociedades capitalistas avanzadas, sin
causar una verdadera catástrofe ecológica?” (de Rivero 2001:20)
Para los años 80 el discurso desarrollista había perdido fuerza en América Latina. Pero esto
no implicó una muerte de la idea de desarrollo sino una nueva vuelta de tuerca. Aunque el
discurso posmoderno haya proclamado la muerte de las utopías y los grandes relatos, hubo
un gran relato que quedó en pie durante los 90. Fue el “gran relato neoliberal” que contaba
–y aún cuenta- la siguiente simple historia: el libre y pleno desarrollo del mercado hará la
felicidad de todos los hombres. Si por ahora no todos somos felices es porque el mercado
no es totalmente libre. La tarea principal es eliminar todas las trabas que impiden su pleno
desarrollo. La utopía neoliberal, la ”utopía del mercado total” (Lander 2002a), está basada
en una serie de proclamadas “verdades indiscutibles”, en una serie de mitos:
El mito del crecimiento sin fin. Esto significa que no hay límite para la explotación de los
recursos de la naturaleza y que los problemas ambientales que preocupan a la humanidad
serán superados con la respuesta tecnológica adecuada. Un mito que no tiene en cuenta que
la capacidad de carga del planeta ya ha sido sobrepasada en muchos casos y que estamos
erosionando a ritmo creciente su capital natural (Lander 2002a:6). El problema no es sólo si
el modelo civilizatorio es o no deseable, sino simplemente si es viable.
Como se ve el mito del crecimiento sin fin guarda una estrecha relación con otro mito: el
del desarrollo lineal y progresivo de la tecnología. Esto supone que para todo problema
actual (económico, social, ambiental, etc.) hay una solución tecnológica a la mano que
basta con desarrollar. Supone también que hay un solo camino posible de desarrollo
tecnológico, que es el que impulsa “el mercado”. Y, cerrando el círculo, da por sentado que
es precisamente este desarrollo tecnológico el que impulsa la expansión del mercado total.
Así por ejemplo la globalización neoliberal es mostrada como el resultado inevitable del
espectacular desarrollo de la informática y las telecomunicaciones –y de su conjunción en la
telemática- ocurrido en los últimos años. Se trata de un mito en tanto supone que las
opciones tecnológicas son inexistentes o neutras y no variadas y políticas en última
instancia. Y que olvida también que los usos de esa tecnología son también diversos y
suponen siempre decisiones políticas.
El mito de la Historia universal, que ubica en el centro a Europa –y Estados Unidos, su hijo
dilecto devenido en padre- y que considera a su modelo civilizatorio como la referencia y
el punto de llegada para todas las culturas. Este mito supone que habría unas sociedades
más “primitivas” cuya aspiración debe ser “llegar” a la modernidad tal como la han
entendido Europa y Estados Unidos. Habría entonces un único camino de “desarrollo” y
“progreso” en que unos pueblos van más adelante que otros y tienen por tanto no sólo el
derecho sino el deber de “civilizar” a los demás (cf. Dussel 2000).
Finalmente dos mitos asociados son el del “desarrollo histórico espontáneo de la sociedad
de mercado cuando no hay interferencias ilegítimas por parte del Estado” y,
consecuentemente, “el mito de la disminución del papel del Estado en la sociedad global
contemporánea (Lander 2002a:9). En realidad, el desarrollo del “mercado libre” requirió
de una fuerte imposición por parte del Estado, como sucedió por ejemplo en el
paradigmático caso inglés (Gray 1998). Sin la transformación de la tierra común en
propiedad privada no habría sido posible ese desarrollo, y esto se hizo gracias a una fuerte
intervención estatal y no por generación espontánea. Piénsese en lo ocurrido en muchos de
nuestros países latinoamericano. En el caso uruguayo, por ejemplo, el alambramiento de los
campos a fines del siglo XIX requirió el impulso decisivo de una dictadura militar. De
modo similar el “mercado libre mundial” requiere para su imposición de fuertes
intervenciones estatales, interestatales y supraestatales, como las de la Organización Mundial
de Comercio (OMC), el ya vigente NAFTA o el proyectado ALCA.
Todo indica que, en verdad, sólo algunos estados se han debilitado en los últimos años: los
de los países periféricos y dependientes como los latinoamericanos, sometidos a los
programas de ajuste estructural impuestos por los organismos internacionales de crédito.
Los de los países centrales en cambio, siguen siendo muy fuertes y, sobre todo, han
emergido otros poderes supranacionales como estos mismos organismos de crédito o la
OMC. Y se ha fortalecido enormemente el poder de las grandes empresas transnacionales,
verdaderos estados privados con fuerza para regular innumerables aspectos de la vida de los
seres humanos en todas partes. Con lo cual lo que en verdad ha sucedido es que muchos
temas que antes formaban parte de la discusión pública en sociedades formalmente
democráticas, ahora operan desde un terreno privado y supuestamente “no político”: el
terreno de la “la economía.” (La noción misma de economía política se considera
inapropiada: la economía no es política según la visión neoliberal.)
Este conjunto de mitos está en la base del proyecto neoliberal. Un proyecto que, aunque
insostenible en el mediano plazo, logró un enorme éxito tras el triunfo de una verdadera
contrarrevolución global (Quijano 2000:12) que logró poner en retirada otros modelos
posibles de sociedad y presentarse ante el mundo como la única forma posible de organizar
la vida. Una forma de vida en donde la figura central no es el “ciudadano”, ni mucho
menos el “ser humano” sino el “inversor” y el “consumidor.” Donde la idea de sociedad es
sustituida por la de mercado o, lo que es igual, donde la sociedad es vista como un mercado
donde todo se compra o se vende.
Se trata entonces de una ideología que ha logrado presentar como leyes naturales lo que es
diseño político del mundo. En momentos en que algunos gobiernos latinoamericanos
cuestionan políticamente este discurso no hay que olvidar que su fuerza principal sigue
siendo ideológica. El respeto temeroso con que se mira y escucha la voz de “los mercados”
no ha desparecido. Y no estamos diciendo que esos mercados no existan sino recordando
que son creaciones humanas y no fuerzas de la naturaleza.
En lo que se ha definido como ciencia hay al menos un par de problemas importantes para
la discusión aquí. Por un lado la idea de “la” ciencia hace olvidar el origen concreto de esa
construcción social. Por ejemplo la separación entre ciencias naturales y sociales y el
establecimiento de las diversas disciplinas en cada uno de estos subcampos tiene un origen
preciso en la modernidad europea y sus desarrollos posteriores. Esto es clave, porque las
disciplinas establecen campos acotados para los problemas que son pensables y aquellos que
ni siquiera pueden plantearse. Y establecen también los modos “correctos” de pensar, de
investigar y de crear conocimientos. Campos y modos que excluyen, por ejemplo, la mayor
parte de los conocimientos producidos por los pueblos originarios y por los campesinos
latinoamericanos. Aunque esos conocimiento demuestren en muchos casos una profunda
sabiduría sobre los modos más “racionales” de relacionarse con la naturaleza, por ejemplo.
Donde lo irracional, en verdad, resulta más bien la aplicación de los conocimiento
“científicos”.
Sin embargo estos conocimientos tradicionales y populares son cada vez más objeto de
estudio de las ciencias autorizadas, que en muchos casos terminan “devolviéndolos” a la
sociedad, ahora sí, como conocimientos “verdaderos”. En los últimos años esto se ha
consolidado como un rentable negocio a través de las reglamentaciones internacionales de
propiedad intelectual que impulsan organismos como la Organización Mundial de
Comercio. La apropiación privada de antiguos saberes comunitarios locales hace que
finalmente paguemos alto precio por sus versiones masiva e irracionalmente (valga la
paradoja) impuestos a nivel global, trátese de semillas o medicamentos. (Lander 2002b).
Las patentes, propiedad ahora de empresas, privatizan un saber que era producido
colectivamente y utilizado comunitariamente.
La relación entre esta ciencia y sus aplicaciones es un asunto decisivo. Y aquí entramos en
el terreno de lo tecnológico y de su “transferencia”, palabra que deja claro la separación
entre el dueño del conocimiento y el que lo recibe y sólo puede aplicarlo. Un concepto por
cierto muy frecuente en los proyectos de desarrollo rural.
En la base de este modelo está la idea de que es posible convertir todos los problemas
sociales y políticos en problemas técnicos y de gestión. La tecnocracia y la sociedad
managerial (Aubert y Gaulejac 1993, Kaplún 2001) son su ideal. En América latina los
resultados en materia de destrucción social, cultural y ambiental deberían, al menos, hacer
reflexionar antes de insistir en su adopción acrítica.
Vale la pena recordar además la crítica que ya Paulo Freire realizara al modelo de
transferencia tecnológica, en su ensayo referido a las experiencias extensionistas rurales. La
extensión, plantea Freire, refleja generalmente la pretensión de “extender” las cualidades de
la institución de la ciencia, consideradas superiores, a sujetos que no las tienen, sustituyendo
sus conocimientos “vulgares” por otros “correctos”. Sustituyendo una forma de
conocimiento no científico por otra considerada mejor, el conocimiento científico (Freire
1991:24-27). El “equívoco gnoseológico de la extensión” parte de la base que los
conocimientos de los campesinos, asociados a su acción cotidiana en su realidad concreta,
deben ser remplazados por otros, los que el extensionista trae, provenientes de un
conocimiento científico universal, elaborado en otro lugar: la academia, la universidad, la
ciencia. La extensión no propone un diálogo entre estas dos formas de conocimiento, sino
la imposición de uno sobre otro. Por ello Freire (1991:21) caracteriza al extensionismo
como un proceso de invasión cultural. Y ya desde el título propone otra forma de pensar la
relación entre técnicos y campesinos: “¿extensión o comunicación?” Si la extensión como
invasión cultural parte de una teoría de la acción basada en la anti-dialoguicidad (Freire
1991:41), de lo que se trata es de apelar a una teoría de la acción basada en la
dialoguicidad, en el diálogo de saberes diferentes.
A partir de este diálogo es posible por ejemplo pensar, aún en un contexto globalizado
como el actual, modelos locales de “desarrollo”... o de vida, simplemente. Por ejemplo
entendiendo la resistencia de muchos campesinos latinoamericanos al modelo dominante
de mercado, cuando optan siempre que pueden por una economía de subsistencia (Escobar
1998). Entendiendo a aquella comunidad quechua boliviana que decía a un grupo de
técnicos que venían a presentar un gran proyecto para su zona: “Padrecitos, por favor: no
nos desarrollen”. Entendiendo la preocupación del movimiento indígena ecuatoriano por
construir “tecnociencias con conciencia” (Macas y García 2002).
Claro que los modelos locales nunca aparecen puros sino mezclados con los dominante y
absorbidos en cierta medida por ellos. Pero frente al manejo de la economía por los técnicos
planificadores hay que volver a partir de las prácticas cotidiana de la gente y sus
construcciones locales, en tanto constituyen la vida y la historia de un pueblo, las
condiciones del cambio y para el cambio. Se trata, en fin, de constituir a los sujetos locales
subalternos en una comunidad de “modeladores”, capaces de comprender su propia
experiencia histórica y definir su propio modelo (Escobar 1998).
El término ONG es bastante nuevo: fue acuñado en los 80 por las Naciones Unidas para
legitimar como interlocutores a una serie de organizaciones distintas de los gobiernos en el
debate de diversos temas de la agenda mundial: desde los derechos humanos a la cuestión
ambiental o el “desarrollo”. El nombre terminó por generalizarse a un conjunto muy
grande de instituciones que tenían historias y tienen trayectorias y objetivos diversos.
Así por ejemplo hay un conjunto de instituciones surgidas en los años 60 que retoman la
tradición de las organizaciones filantrópicas pero le dan un nuevo vuelco a partir de las
propuestas desarrollistas de la Alianza para el Progreso. A comienzos de los 70 en Perú un
lúcido libro sintetizaba ese momento con el título “De invasores a invadidos” (Riofrío et. al
1973). Decía que en aquellos barrios que habían surgido por invasión ahora aparecían
nuevos invasores: un conjunto de instituciones de “promoción del desarrollo”. Esta
invasión estaba enmarcada en la estrategia de control y contención social, impulsada por
Estados Unidos en una época donde la revolución cubana para muchos latinoamericanos
era una vía de salida posible. Este tipo de organizaciones tuvieron luego diversas
evoluciones. El llamado “desarrollo de la comunidad” por un lado y la reconceptualización
del trabajo social por el otro, llevaron a que muchas de estas instituciones afiliadas al
desarrollismo se cuestionaran su rol y lo reformularan en un sentido más crítico (cfr. Núñez
1985).
Hubo otro tipo de organizaciones, en los 70 y los 80, creadas o apropiadas por militantes de
izquierda que, en la época de las dictaduras militares latinoamericanas, encontraron en ellas
un lugar donde seguir “haciendo algo”. Lo mismo ocurrió con muchos académicos
desplazados de sus puestos universitarios en ese período, pero estos últimos crearon
principalmente centros de investigación. En el primer caso hubo un pasaje de muchos de
ellos del pensamiento leninista al pensamiento de Gramsci, se autodefinieron como
intelectuales orgánicos -orgánicos a los movimientos populares-. En este marco
encontramos las ONGs de la llamada corriente de la educación popular, que se plantearon a
sí mismas como apoyos a los movimientos populares (cfr. Kaplún 2003a) Muchas de ellas
incorporaron con fuerza la dimensión comunicacional a su trabajo y algunas se
especializaron en esa dimensión, generalmente bajo el rótulo de comunicación popular.
El tema del Estado es precisamente uno de los ejes que redefine el papel de las ONGs.
Durante las dictaduras militares obviamente este tipo de instituciones habían estado muy
alejadas del Estado –y el Estado de ellas-. Pasados los gobiernos militares, entre mediados y
fines de los 80, al tiempo que menguan los financiamientos externos que las sostenían,
muchas inician una creciente relación con el Estado. Tanto que el término ONG , que por
ese tiempo empezaba a utilizarse, adquiere un particular sentido para muchas de ellas: se
trata de organizaciones que suplen al Estado, que hacen lo que éste dejó de hacer, no quiere
seguir haciendo o nunca hizo pero se supone debiera hacer. La acción supletoria de la
ONGs suele hacerse ahora además con financiamiento directo o indirecto del propio Estado
y ya no sólo de las ONGs del Norte (muchas de las cuales solían además canalizar recursos
de sus propios estados).
El hecho de que las ONGs asuman muchas tareas antes reservadas al Estado tiene origen
sobre todo en un movimiento desde el propio Estado que busca transferir hacia otros
actores buena parte de su acción. Por ejemplo a través de procesos de descentralización
(transferencia de actividades hacia ámbitos locales) o desinstitucionalización (transferencia
hacia la sociedad de tareas de protección de viejos, niños o enfermos, por ejemplo). Este
tipo de procesos pueden tener dos orígenes y dos signos bien diferentes aunque se
confundan en la práctica. Por un lado pueden formar parte de la tendencia privatizadora
neoliberal que propone achicar los Estados. Por otro puede ser parte de la tendencia
democratizadora de las izquierdas emergentes que buscan hacer crecer el poder de la
sociedad. El problemas es que muchas herramientas de acción se parecen tanto que cuesta
distinguir cuándo se trata de uno u otro caso. Un indicador posible –aunque no siempre
suficiente- es analizar de dónde proviene el movimiento: si de la sociedad misma que
reclama más poder o del Estado que quiere sacarse problemas de arriba, transfiriendo por
ejemplo a los pobres la responsabilidad por solucionar su pobreza.
Es en esta discusión que palabras como sociedad civil, ciudadanía, participación (y todos
sus derivados: participativo, etc.), empiezan a ser terreno de disputa. Las mismas palabras
pueden entonces formar parte de proyectos muy diversos e incluso contrapuestos: los
proyectos de cuño neoliberal y los de democracia participativa (cfr. Dagnino 2003).
Aunque el concepto de sociedad civil tiene una historia larga en América Latina su uso se
generaliza desde comienzos de los 80 en el marco de la recuperación del pensamiento
gramsciano. Por esa misma época es posible encontrar procesos similares en otras partes del
mundo, por ejemplo en los movimiento democratizadores en la Europa del Este. Lo común
a procesos tan diferente era el protagonismo asumido por –o asignado a- diversos actores
sociales “no políticos” en los sentidos partidario y estatal del término. En ese momento hay,
por ejemplo, un fuerte énfasis en lo que se llamó los “nuevos movimientos sociales”.
La más reciente denominación de “tercer sector” –tercero en tanto diferente del mercado y
del estado- avanza otro paso en la misma dirección. Se presenta así como un “sector” -
homogéneo al menos en su papel social y político- “al mundo asociativo y de acción
voluntaria” (Roitter 2003). Este sector privado con interés por lo público, pasa a tener un
papel central en los esfuerzos por involucrar a la sociedad tanto en los megaproyectos
financiados por los bancos multilaterales de desarrollo como en los programas
compensatorios que buscan paliar los efectos de los programas de ajuste neoliberales.
Pero al mismo tiempo esta nueva moda de la sociedad civil ha impulsado el establecimiento
de redes y vínculos antes inexistentes o débiles dentro del propio mundo asociativo.
Proliferan entonces iniciativas conjuntas, financiamientos compartidos, programas
comunes, espacios de encuentro y reflexión colectivos. Estas redes y espacios de encuentro
suelen revelar nuevamente la heterogeneidad, pero también permiten construir alianzas más
coherentes y reintroducir sentidos más críticos en la acción. El sentido de la “participación”
y del propio término “sociedad civil” entran en discusión. En esta dirección resulta
especialmente útil recuperar el sentido gramsciano del término, incorporando a la discusión
aportes más recientes sobre el problema de la construcción de hegemonía que estaba en su
raíz (cfr. Laclau y Mouffe 1987). Se trata de recuperar o potenciar la capacidad de agencia
de las ONGs desde el reconocimiento de sus límites, pero es una discusión que trasciende
ampliamente el campo de la ONGs y que debe incluir a los “nuevos” y “viejos”
movimientos sociales. Y que debe incluir discusiones explícitas sobre el estado y el
mercado.
Precisamente hace un tiempo me tocó intervenir en un panel titulado “ONGs ¿lógica social
o lógica de mercado?”. Frente a esta pregunta preferí responder de la siguiente manera:
“lógica de los proyectos”. Al respecto vale la pena citar un texto muy hiriente pero
divertido:
Quienes hemos trabajado en proyectos de desarrollo en ONGs sabemos que esta ironía,
aunque nos duela, revela algunas verdades. La elaboración de un proyecto suele partir de
diagnósticos en que difícilmente participan los “beneficiarios” y se transforman en un
documento adaptado a los requerimientos del financiador, que suele imponer su propia
agenda temática. Esta agenda puede incluir temas políticamente muy correctos pero que a
veces poco tienen que ver con lo que le preocupaba a los beneficiarios, desde lo ecológico
a las cuestiones de género. Con frecuencia el documento resultante pasa aún por varios
filtros y traducciones entre las ONG financiadoras del Norte o los organismos multilaterales
de crédito que pueden incluso modificarlo o parcelarlo para hacerlo financiable. El dinero
puede llegar mucho tiempo después del pedido original, cuando aquellos “beneficiarios” y
sus problemas han cambiado bastante, y también puede haber cambiado la propia ONG. La
puesta en práctica del proyecto finalmente puede diferir mucho de lo supuestamente
aprobado, aunque un informe habilidoso sabrá disimular las diferencias y dar por
cumplidos los objetivos y conseguidos los “impactos”. Total que la necesidad o problema
de origen y el proyecto ejecutado pueden parecerse como una persona a una caricatura. Y a
veces la persona puede ser un campesino sin tierra y la caricatura un cow boy de matinée.
Yo mismo realicé una vez una de estas giras europeas y doy fe que no exagera. Pero quizás
la anécdota que más retuve fue la contracara de este moldeamiento institucional de los
financiadores del norte sobre los movimientos del sur. Un funcionario de una agencia de
cooperación europea me informó que América Latina en general y mi país en particular
habían dejado de ser prioridad para ellos, para priorizar en cambio Europa del Este y
Africa. Pero luego me confesaba las dificultades que estaban teniendo en ambos casos para
conseguir “buenos proyectos” como los que solíamos enviarles nosotros. Con los africanos
incluso, les pasaban cosas insólitas como la siguiente: aprobaban un proyecto, lo enviaba a
la institución local para su firma final y pasaban meses sin noticias. Cuando, ya
preocupados, llamaban, les decían que estaban esperando que vinieran, porque cómo se
puede acordar algo con alguien sin verse las caras, saludarse, darse la mano, besarse...
“La gente tiene problemas y el Estado tiene programas”, se ha dicho. Podríamos agregar: y
las ONGs tienen proyectos. Proyectos y programas suelen proceder por parcelamientos de
la realidad: un programa o proyecto para viejos, otro para jóvenes, uno de salud, otro de
vivienda... En la vida cotidiana de las personas conviven viejos y jóvenes, problemas de
salud y vivienda. Uno se acostumbra a recurrir a agencias distintas según el problema /
necesidad, según la edad o el lugar en que vive. De pronto aparece un proyecto y uno
puede resolver una “necesidad insatisfecha”. Cuando el proyecto se termina volvemos a
nuestra insatisfacción anterior, pero tal vez aparece otro proyecto, que puede resolver otra
cosa al menos.
A veces hay varios proyectos juntos funcionando en la misma zona, y entonces cada uno
realiza su diagnóstico al comienzo, su evaluación de resultados e impactos después. Unos
hacen encuestas y otros, más participativos, hacen talleres. Un día el vecino se cansa de que
lo encuesten a cada rato: primero sobre los viejos, después sobre los niños, más tarde sobre
vivienda y otro día sobre salud. Y al final pone un cartel en la casa: “Encuestas 10 pesos”.
¿Todo lo anterior lleva a descartar la idea la planificación como una actividad valiosa y
útil? A mi juicio no. Planificar no sólo no es malo: es algo que de hecho hacemos todos en
la vida cotidiana y en la acción social. El problema es cómo. El problema es qué entender
por planificación.
No existe uno sino muchos modos de entender la planificación. Para ordenar la discusión
en torno a esos modos diversos puede ser útil situarlos en relación a dos ejes. En un eje
ubicamos dos posturas opuestas en torno a la concepción de realidad y racionalidad
manejada. De un lado la creencia en que la realidad es relativamente simple y controlable y
que un esfuerzo racional suficiente permite prever todo lo que puede suceder y las
consecuencias de cualquier acción para cambiar o mantener las cosas como están. En el otro
extremo la convicción de que la realidad es esencialmente compleja y poco predecible y
que, por tanto, lo esencial es aprender continuamente para adaptarse activamente a la
realidad y transformarla a la vez. En el primer caso se pone el acento en el plan: una
previsión lo más anticipada posible sobre lo que debe hacerse y se hará, corrigiendo las
eventuales desviaciones cuando sea necesario. En el segundo se preferirá una planificación
continua, casi cotidiana que, sin dejar de tener a la vista una orientación general, vaya
aprendiendo desde la práctica misma de transformación, analizando los obstáculos y las
oportunidades que se presentan. Entre ambas posturas extremas habrá una gama de
posibilidades intermedias, que combinen aspectos de una y otra manera de entender la
planificación.
En el otro eje ubicamos también dos posturas extremas. Una que entiende que la
planificación es tarea de expertos, de técnicos que manejen adecuadamente los
conocimientos y herramientas del campo específico de que se trate: económico, social,
agrícola, etc. Esto aseguraría la calidad y viabilidad técnica de la planificación, la
perfección del diseño. En otro extremo una postura que entiende que, para tener éxito, una
buena planificación debe partir de y ser realizada directamente por aquellos que van a ser
afectados, para bien o para mal, por lo que se hará. Porque ellos conocen directamente
muchos de los problemas en juego, saben mucho de lo que hay que saber para resolverlos.
Y porque además sin ellos no es posible resolver en serio esos problemas: el plan que se les
impone es vivido como algo externo que es preferible sabotear o que se cumple sin
convicción, fracasando por ello con demasiada frecuencia. Aquí la preocupación está más
centrada en la viabilidad social y política. También entre estas dos posturas extremas es
posible encontrar una gama de combinaciones y posibilidades intermedias.
El siguiente gráfico ilustra sobre la ubicación posible de algunos de los distintos enfoques
de planificación en torno a estos dos ejes, aún sabiendo que esta ubicación es relativa y que
en cada caso específico el enfoque particular puede moverse tanto en sentido vertical como
horizontal.
Siguiendo a Max Neef (1993) podemos ser más precisos. Tal vez lo que se está priorizando
no sea el agua (a la que de algún modo ya se accede, aunque sea escasa o de mala calidad)
sino un tipo de satisfactor específico para la necesidad de agua: por ejemplo cañerías que
llevan el agua hasta una zona, canillas (grifos) de uso comunitario o dentro de cada
vivienda, etc. Distinguir entre necesidad y satisfactor ayuda a entender por qué algo que es
“necesario” para unos no lo es para otros: aunque la necesidad sea “universal” los modos de
satisfacerla varían en cada tiempo, lugar y cultura. También es posible comprender, por
ejemplo, que la lucha por hacer llegar las cañerías hasta la zona o el trabajo colectivo para
construir la cancha pueden ser dos satisfactores para la misma necesidad: la necesidad de
participación social, la necesidad de establecer o restablecer vínculos en la comunidad y
constituirse o reconstituirse como actor social, como sujeto colectivo con capacidad de
actuar e incidir. Con capacidad para “planear sus sueños” (Núñez 1998).
Cuando muchos coinciden en el deseo de un mismo satisfactor ese deseo puede ser un
movilizador grupal, organizacional o comunitario. Otras veces es sólo el deseo de algunos.
Sea como sea, del deseo de muchos o de pocos, puede surgir un pedido a alguien de fuera
de la organización o de la comunidad. Ese puede ser el origen de la intervención de un
técnico, de una organización gubernamental o no gubernamental. Pero detrás de ese pedido
explícito habrá que rastrear y procesar con la gente la demanda implícita. Por ejemplo
entendiendo a qué necesidad profunda quiere responder el satisfactor que se propone y
para el que se pide apoyo. Ello puede llevar incluso a cuestionar el pedido y proponer
reformularlo.
Una segunda herramienta conceptual que quiero compartir fue pensada para ayudar a
planificar acciones específicas de comunicación tales como campañas, materiales,
programas, convocatorias y mensajes en general. Una propuesta que puede ser una
alternativa a la creciente moda del marketing social al apuntar a la participación en dos
sentidos. Participación a la hora de planificar: la herramienta conceptual busca ser lo
suficientemente simple y clara como para poder ser manejada por personas sin formación
específica en comunicación ni muchos años de educación formal, sin por ello perder
complejidad simplificando tontamente la realidad . Y en segundo lugar porque busca
involucrar a otros (de la organización, de la comunidad) en la acción comunicacional
misma. Los otros no son entonces personas a las que comunicarle cosas para obtener
determinadas conductas, verificadas mediante el feedback corrector, sino personas de cuyos
deseos e intereses se parte (prealimentación), y a los que se quiere involucrar en la acción
comunicacional. Una participación que se aspira sea creciente, de modo tal que los
receptores o destinatarios se conviertan en emisores, en inter-locutores, en actores de un
proceso compartido de comunicación.
Merecen una breve explicación los tres “ejes” que aparecen en el
esquema. El eje conceptual se comprende fácilmente. El eje pedagógico es el camino que se
propone a otros entre lo que hoy sienten, creen, piensan y un algo diferente. Es
pedagógico en tanto aprender implica cambiar. Es un camino pero no es la llegada
necesariamente: cuestionarse algo de lo que se pensaba, sentía o hacía es ya un cambio. Lo
que se llegará a pensar, sentir o hacer dependerá de muchas cosas en las cuales jugarán los
otros también.
Este ejemplo puede ilustrar. Una organización ambientalista de una pequeña ciudad
rodeada de granjas se representaba a sí misma como una red de diversos actores y
organizaciones. Su principal actividad estaba centrada en la separación y recolección
discriminada de residuos domiciliarios orgánicos e inorgánicos que luego eran reciclados de
diversos modos y consumidos dentro de la zona o vendidos fuera. Al preguntar
inocentemente quién estaba en ese centro aparentemente vacío del dibujo surgió una
respuesta espontánea que al comienzo causó risa: “Don Atilio”. Después de la risa vino la
reflexión. ¿Qué pasa cuando Don Atilio no está? Él concentra buena parte de la
información y los recursos de la red, es quien convoca y coordina las reuniones, etc. Tiene
la capacidad de conectar a muchos... y también la de desconectarlos. Su trabajo ha sido
decisivo para crear y fortalecer la red, pero también puede ser causa de fragilidad si no se
construyen otros roles y se repiensa el suyo.
Un caso más preocupante, pero muy frecuente, es el de una red de trabajo con niños y
jóvenes en una zona suburbana. Algunos de sus miembros se quejaban de la falta de lazos
firmes entre las organizaciones y grupos que integran la red, de la falta de compromisos
sólidos de trabajo: “Sólo vienen cuando hay cosas para retirar: alimentos, útiles escolares,
etc.” ¿A dónde “vienen”?, preguntamos otra vez con inocencia. “Al local de la red”.
¿Tienen un local propio de la red? ¡Qué bien! ¿Y cómo lo consiguieron? Y ahí nos
enteramos: tanto la iniciativa para crear la red, como el local, como los alimentos y útiles
entregados provienen de una importante ONG. Seguramente una buena iniciativa. Pero es
probable que pase mucho tiempo hasta lograr sentir como propia una red que vino de
afuera, con recursos de afuera. Y tal vez nunca se logre. O tal vez sí, pero para ello sea
necesario incluso que la ONG se retire. O, como en el caso de una red de organizaciones
campesinas que analizamos en la misma oportunidad, el crecimiento y la consolidación se
logren sólo a partir de que la ONG externa inicialmente impulsora sea desplazada por las
organizaciones locales, no sin conflictos por cierto.
Queda además una pregunta que nos vuelve al comienzo: ¿cuáles redes? ¿Redes de
contención social o redes de movilización y transformación social? ¿Nudos que unen o que
aprietan? Las redes no tienen un sentido único posible. Pueden ser un dispositivo para el
cambio pero también un aparato más para no cambiar.