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Ah! La brisa. Deliciosa la brisa de la noche.

Delicioso ese frio que nos lastima los ojos, y nos


obliga a cerrarlos, a no ver, a pensar y sacarnos del estado autónomo en que nos sumerge la
rutina. Con los ojos cerrados, todo es nada, y el vértigo se vuelve un gato que ronronea a cada
paso vacilante mientras extendemos las manos, mientras tocamos, tanteamos, buscamos.
Bendita la noche, señores, porque nos oculta hasta nuestras propias manos, y nos da excusa
para permitirnos tropezar. La noche, es el ambiente del que partimos aquí. Una de esas noches
perfectamente limpias, lo suficientemente heladas para que el aire se sienta como una dosis
de novocaína en las mejillas y con una vista conocida solo por los seres humanos arcaicos
antes que el urbanismo la secuestrara. Una manta negra con un degradado a azul y cientos,
miles de puntos de luz que parecen infinitamente lejanos, extendido el conjunto a manera de
cielo. Una silueta, como ya es costumbre, llama la atención. El hombre esta corriendo,
tambaleante, hacia el alba que empieza a despuntar. No se ve ninguno de sus rasgos, pero es
el contorno de un hombre al borde de un abismo, de eso no cabe duda. Se reconoce la
pesadez de sus hombros, la postura abatida, como si pudiera caminar, pero no supiera la
forma correcta. El hombre salta, el abismo lo reclama, y siente su gemido y su grito de júbilo
escapando de la garganta, mezclándose con el sonido del viento que le ensordece: la risa
triunfal del abismo que lo besa con el aire frio, que corta la ruta de sus lágrimas y las hace subir
por sus mejillas. El hombre impacta. El hombre ha muerto, eso es indiscutible.

Emil, es lo que se llama un buen joven. Un entusiasta que decidió acampar, solo y alejado de la
civilización. Disfruta de su condición: Ese maravilloso y breve nicho que la cronología de la vida
se olvido de manchar con demasiado futuro o demasiado pasado. Joven, pero libre. Un
hombre, pero libre. Libre, en fin. Libre para funcionar en la sociedad y juntar experiencias que
contar a sus hijos. Los hijos, los bebés, son una cosa curiosa no? Impresionante como se
parecen a los hombres, y como los hombres mantienen costumbres infantiles, como la
posición fetal. Es una noche fría, con la temperatura que hace que duelan los huesos. El cuerpo
necesita calor, y si el frio no permite dormir, las rodillas cercanas al pecho brindan la sensación
de seguridad y el calor que el cuerpo necesita. Emil se encoge dentro de su carpa, sus rodillas
casi tocando la barbilla. Hace demasiado frio. Empieza a aligerar su respiración. Sus brazos
están doblados y sus manos, cerradas. El vientre empieza a sentir calor, y la espina se relaja,
poco a poco, con la respiración, su ritmo y su minuendo. Emil se queda en el horizonte que
divide la consciencia, cuando esta empieza a perderse en el sueño. Ese terreno creado por la
amalgama del proceso cognitivo y la memoria, como si los sueños hurgaran buscando los
elementos con los que montarán su obra. Empieza a recordar, pero no recuerda palabras, ni
imágenes. Recuerda de forma ligera, casual. Como si fuera un proceso en segundo plano,
mientras la simulación que denominamos consciencia corre en automático en el primero. El
recuerdo es bizarro: Paz, un brillo rosáceo, todo cubierto de eso, pero mas que nada
sensaciones. La sensación de algo que él controla, sin reconocerlo como suyo. Se da cuenta
que son sus dedos, y al presionarlos siente la expansión de su carne, siente la presión, pero tan
leve que no distingue el momento en que la ha dejado de ejercer. Siente sus manos nuevas
acercarse por reflejo a su boca, siente la misma presión ligera, onírica. Ha empezado a soñar su
recuerdo, su primer recuerdo, el momento en que, estando en el vientre, adquirió una
consciencia independiente del lenguaje y la experiencia previa: una consciencia momentánea,
pero proveniente de lo eterno. Es una sensación extrañamente familiar y nueva al mismo
tiempo. Después de esto, una patada como acto involuntario y, sorpresivamente, divertido.
Patea un par de veces más, como probando el conjunto de músculos a cargo de esa acción. Se
siente flotar, sin preocupaciones, ni siquiera preocupándose por respirar. El brillo rosáceo baña
todo, una visión difuminada, surreal, como una pintura que dibuja la vastedad comprimida de
la creación, encapsulándola en un globo. Siente una presión, como algo que lo succiona o lo
empuja, no esta seguro. Se asusta, siente pánico: el sueño se ha turbado, se ha vuelto una
pesadilla. La presión se repite, una vez, dos veces, al inicio espaciadas indefinidamente,
después casi en secuencia. Ah! El horror! El nacimiento! La angustia! Su consciencia partida
reflexiona, batalla buscando la posibilidad de no ser expulsado al mundo. Su consciencia adulta
le grita conceptos, palabras, pero su consciencia eterna solo siente la opresión de un
sentimiento como nunca había sentido ninguna de las dos. Siente la separación, siente el
pecho nuevo y el pecho viejo llenarse de hastío y soledad expectante. Siente algo poco familiar
resbalarse cerca de su cuello, tanteando. Le sujeta la cabeza. Quiere gritar, pero no sabe
hablar. Se incrementa el sufrimiento, lo que el que esta naciendo siente, el que ha aprendido
intenta comprender, mas no lo logra. Le abruma la soledad. Se siente completamente ajeno al
mundo blanco que ha reemplazado su paraíso color carne. Despierta, pero siente el manto de
la soledad drenándole el aliento, ahogándole. Le cuesta respirar, se le dificulta pensar, pues su
mente esta compartida y sobrecargada por la dualidad que experimenta. Busca, por instinto,
algo que le sostenga. Busca apoyo, algo conocido o algo por conocer. El frío, el frío le abraza y
la angustia lo secunda. No puede pensar, no puede. Se mezclan conceptos abstractos, le
traiciona el lenguaje, pues ha olvidado como usarlo. Ha probado lo eterno, pero lo eterno no
es práctico en la noche, cuando es necesario “usar” la mente y no “ser” la mente. Todo esta
oscuro, desconocido. No soporta tal incertidumbre. Cierra los ojos, los abre. Da lo mismo, no
reconoce nada, y aunque pudiera, esta demasiado espantado para poder aprovecharse de eso.
Comienza a alternar el arrastrarse con caminar. Tropieza con la lámpara que mantenía al lado
de su cama y esta le horroriza. Llena la carpa con luz blanca y aséptica. Recuerda el horror de
su nacimiento recién soñado. Enloquece de dolor, de miedo, de angustia. Le llena un
sentimiento de separación, empujándole a un frenesí casi maníaco. Logra distinguir algo de
entre la oscuridad, es el alba que empieza a nacer afuera de su carpa. Su carpa es roja, y la luz
que se trasluce le recuerda la tranquilidad del vientre que le refugiaba. Absorto en su frenético
intento por escapar de la luz blanca, corre hacia la promesa del retorno que le ofrece esta
visión divina. Rasga la carpa, y la luz rosada da paso al malva y el celeste: El amanecer. A lo
lejos ve el reflejo del sol que empieza a revelar el color cobrizo de las montañas, y anhelante,
corre hacia este. Anhelante de un retorno a la paz, a la eternidad. Escapa de un punto, de una
sensación, de un suceso con el deseo de llegar a otro, que puede estar o no definido como
existente por la sola contraposición que se manifiesta en relación al primero. Escapa del
temporal, de la existencia, del tiempo marcado por un futuro y un pasado que, estrujando el
presente, le ahogan. Sí, él huye de la vida, buscando la nada antes de nacer, busca escapar de
la vida. Se le dificultan los pasos y le es imposible seguir una línea recta. Su silueta negra se
dirige con la convicción de la fuga al borde de un desfiladero. Cae al vacío, con lágrimas de
júbilo y gozo al abrazar plenamente el retorno a lo eterno, dejando atrás la vida momentánea.
Impacta. Ha muerto, indiscutiblemente.

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