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Andrea Baaixo era la mujer más anciana de la Villa de las Tres Cruces, cargaba casi cincuenta años a sus

cansadas espaldas. Había visto de todo a lo largo de su vida y era la partera por antonomasia de la zona.
Huelga decir que un parto puede desarrollarse de muy distintas maneras, a cada cual más dantesca y
complicada. Andrea creía que nada de lo que pudiera ver podría sorprenderla...

… Y Andrea estaba estupefacta.

La mujer que habían recogido a las afueras del pueblo había sido afectada por la enfermedad del sueño, y
pese a haberlo intentado exorcizando sus espíritus no había despertado. Por algún motivo los exorcistas que
lo hicieron fueron encontrados muertos al día siguiente. Lo usual habría sido abandonarla a su suerte, pero
su espada y atuendo la reconocían como inquisidora. Una inquisidora embarazada que ya había roto aguas.
Eso no habría resultado extraño de no ser porque en la sala donde tres mujeres estaban a punto de asistir el
parto todo parecía haber cobrado un extraño aspecto moribundo, oscuro... demoníaco. Andrea era
perfectamente capaz de hacer frente a ello gracias a su envidiable experiencia y a su férreo sentido del
deber. Sus acompañantes no. Y aunque había conseguido llevarlas adentro tras mucha insistencia, toda la
valentía de ellas se había disipado cuando vieron la horrible mancha negra que comenzaba a aflorar en el
pecho de la inquisidora. Y no era porque fuera un tatuaje de ella, no. Era algo más sobrenatural, como si esa
oscura marca se transparentara a través de la piel, como una vela bajo el papel.
Las sombras danzaban. Las campanas resonaban fuera con fuerza, retumbando entre las vacías calles
mientras las viejas echaban sal en las ventanas de sus casas. El viento barría todo sin piedad. Nubes negras
de tormenta se disponían en espiral alrededor del lugar del nacimiento. Los cuervos observaban la posada
con sus ojos sobrenaturales. La primera contracción se produjo.

-¿Qué demonios...?-Fue lo único que le dio tiempo decir a Andrea antes de que todo empezara.

***

María cargó contra el Segador sin temor, enarbolando su arma con fiereza mientras ésta dejaba tras de sí un
rastro plateado a la vez que el ki de la inquisidora refulgía en el interior de la Legislador. El Segador gritó
antes de hacer aparecer su guadaña de la nada. El impacto hizo temblar el lugar de arriba abajo; el cristal a
su alrededor se agrietó.

-¡Devuélvemelo!-Gritó antes de lanzar un nuevo impacto cuya fiereza sorprendió al ejecutor, éste apenas
pudo desviarlo y el golpe arrancó parte de su raída capa. Esa humana atacaba mucho más rápido de lo que
él habría podido imaginar.

María pivotó sobre sí misma tras sajar y lanzó una estocada con ambas manos tras ello, buscando el pecho
de su adversario. El Segador detuvo el impacto con firmeza al principio, pero la energía que la inquisidora le
imprimió al golpe fue tan brutal que acabó lanzándolo varios metros atrás. El Segador se apoyó con las
manos en el suelo antes de caer y, de una acrobacia, se puso en pie, desconcertado; sus impactos no nacían
solo de la fuerza propia... Era algo más. Era... Era el poder de... ¿La decisión?

-¡Sucia humana!-Gritó, a la par que su magia se arremolinaba en torno a su guadaña.-¡Ya no es tu hijo! ¡Es
mío! ¡Mío! ¡Mío, como el que me quitaron los tuyos! ¡Mío, como el que nunca nació! ¡Mío! ¡Solo mío!-Su
rugido fue secundado por el sonido del viento furioso en movimiento, una estela de oscuridad fue lo único
que pudo ver María antes de sentir como el helado metal arañaba su piel.-Mío.-Susurró el Segador antes de
desdoblarse en seis seres idénticos que saltaron sobre María, armas en ristre. La mujer lanzó un grito
ahogado antes de detener las cuatro primeras alzando su legislador. El metal chocó con el metal y el suelo
bajo ellos se rompií aún más a causa de la colisión de fuerzas. Los dos Segadores restantes optaron por
flanquearla y, deslizándose sobre la superficie, lanzaron un encadenamiento de golpes de los que la mayoría
fueron desviados por la inquisidora, mientras que el resto abrieron ridículas heridas frías y sangrantes en su
piel. El gélido metal no le impidió golpear a sus enemigos. Su espada se imbuyó de algún tipo de energía
mística que la hizo brillar como un lucero antes de sajar brutalmente todo en varios metros a la redonda.
Cuando la luz se apagó, las ilusiones se desvanecieron completamente. María miró entonces arriba por
instinto, observando al verdadero enemigo gesticulando y susurrando en la lengua de los demonios. Apenas
tuvo tiempo de reaccionar antes de que la más pura oscuridad la tragara completamente.

“¿Por qué nos hacen esto? Pensó Dondarrión mientras corría entre las ahora destruidas casas de su poblado
¿Quiénes son esos humanos para asesinarnos? ¿Qué les hemos hecho?
Dondarrión caminaba entre la muerte, observando los cadáveres de aquellos a los que una vez había
llamado amigos, vecinos, familiares. Notaba a su pequeño dando patadas dentro de sí. Oía a la inquisición
tras ella ¿Por qué...?”

El Segador levantó su Guadaña y todo se volvió negro. María observó entonces como, a su alrededor, almas
humanas y no tan humanas se congregaban, almas formadas de pura energía. Reconoció rostros, reconoció
gestos, reconoció sus palabras de odio y venganza. Gritó. Mil sombras engulleron su cuerpo. Mil heridas se
abrieron. Mil rugidos clamaron justicia. Sangre...

“La pateaban, la golpeaban. Su bebé. Su bebé. ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué no podían dejarla vivir
tranquila? ¿Por qué los humanos eran tan crueles? ¿Tan... racistas?
Dondarrión gritaba mientras las patadas de los enviados de Dios rompían sus huesos, pudrían sus heridas,
le arrancaban la vida. El odio se agolpaba en su costado, pero no podía hacer nada. La mataban, a ella y a
su hijo. Gritó.”

Las tinieblas se disiparon, dejando a la vista a una ensangrentada María que cayó sobre las rojo-azuladas
baldosas mientras la sangre se esparcía bajo ella. Las lágrimas se le agolpaban en el rostro ¿Por qué...?
Y mientras esto ocurría, el ejecutor se giró y echó una última mirada a su hijo.
María escupió, antes de levantarse con dificultad, apoyándose en su arma. La legislador refulgía de ira y
ansia asesina. De instinto.

-Santa María.-Susurró, cansada, agotada, exhausta.-Madre de Dios. Ruega por nosotros pecadores ¡Ahora y
en el momento de nuestra muerte!-Rezó antes de acometer de nuevo contra el Segador. La carga no pasó
desapercibida para su enemigo, que la esperó, de forma desdeñosa.

Luz y oscuridad hicieron temblar la infinita sala. Profundas grietas se abrieron camino a través del cristal. El
sueño se rompía. El ejecutor discurrió sobre el cristal, más volando que corriendo mientras María sacaba
fuerzas de flaqueza para no caer al abismo infinito que bajo ellos se extendía. Los enormes trozos de suelo
iban cayendo, lentos pero pesados. De momento, todo parecía cada vez más y más real. Algo al final de ese
vacío parecía querer poseerla. El miedo le hizo darse prisa en trepar.

El ser de oscuridad se lanzó sobre ella, bajando la hoz como si de un hacha se tratase. El filo curvo se clavó
en el hombro de la mujer, la sangre se congeló antes de salir, las venas se pudrieron; y pese al horrible y frío
dolor, se las arregló para lanzar un golpe con su bastarda. El filo luminoso se clavó entre las costillas del
Segador y éste rugió de dolor mientras el impacto lo mandaba a chocar contra uno de los fragmentos de
suelo. Incrustándolo varios centímetros en él. La luminosidad abrasadora le corroía la esencia.

“Los inquisidores contemplaron el cadáver de la embarazada Duk'Zarist con una mezcla de asco y
desconfianza. Para evitar cualquier tipo de represalia de aquel pueblo de demonios quemaron todo hasta
las cenizas y lanzaron a los niños por un barranco. Abrieron los vientres de las madres y echaron a los hijos
nonatos al fango antes de pisotearlos y enterrarlos bajo el lodo.
De alguna manera, Dondarrión lo veía todo. Sus gritos de dolor se convirtieron en esquirlas que
desgarraban su corazón, sus lágrimas provocaron una lluvia como la región no había visto en siglos. Y, de
repente, el odio tomó forma. Una forma oscura y formidable.

-¿Buscas venganza?-Dijo alguien desde algún lugar. Las tinieblas tomaron forma y la Duk'Zarist apareció,
tirada como un despojo, en el centro de un fastuoso salón del trono. Un ser de alas corvinas se sentaba
sobre éste, observándolo con dos ojos que eran dos pozos de tinieblas.-¿Buscas poder?
El Segador se impulsó sobre la plataforma, que se iba hundiendo lentamente en la realidad. Su rugido de
rabia llenaba todo. La guadaña tomó la forma de una gigantesca espada de oscuridad, tan pura y tan viva
como su odio. Los recuerdos pasados se agolpaban en su mente.

-¡LORD MALEKITH!-Gritó como mil años atrás, mil años olvidados por la humanidad.-¡BUSCO PODER!
¡BUSCO A MI HIJO!

María observó como el esqueleto volaba hacia ella, con lágrimas en las cuencas de sus ojos. Vio como se
acercaba, vio como todo, lentamente, se apagaba. No iba a perder. No iba a perder tras haber llegado tan
lejos. Tras haber perdido a sus amigos, a sus compañeros, a sus salvadores. Tras haber perdido la dignidad.
Tras haberla recuperado ¡No iba a perder tras volver a sentirse fuerte y realizada de nuevo!

-¡Santa María!-Elevó su espada a la vez que imitaba el movimiento de su adversario. El filo ébano brilló
como el sol a la vez que el movimiento dejaba tras de sí un rastro de plumas prístinas, un huracan de luz
celestial.-¡Ruego que nos perdones!

Ambas potencias chocaron en pleno aire, haciendo temblar lo poco que quedaba íntegro de la sala. El cristal
se volvió polvo, el polvo se volvió aire. El aire se volvió nada. La sangre brotó y los huesos se rompieron en
una violenta vorágine de luces y sombras. La propia Vigilia se estremeció por la fuerza de voluntad que
ambas figuras demostraban. Fuego infernal y luz celestial trataban de devorarse mutuamente, una espiral
de odio y autodestrucción que giró y giró, buscando el infinito.
La última ilusión se hizo añicos y los fragmentos del sueño fueron llevados por el viento. La cruz de cristal
se convirtió en un recuerdo. De repente, todo dejó de significar algo. Esa ingente energía escapó en todas
direcciones, repartiéndose como un incendio a la velocidad de la luz.

Y María abrió los ojos.

Se incorporó con cuidado desde donde estaba, le dolía todo el cuerpo. Miró a su alrededor, sin comprender
qué ocurría. Dónde estaba.
Se encontraba en una posada. Pero, para su horror, las paredes de madera estaban teñidas de sangre
humana fresca y presentaban arañazos casi demoníacos. En el suelo tres mujeres yacían muertas, con
violentos tajos y quemaduras por todo el cuerpo. La tormenta rugía fuera con ira. Las campanas tañían su
nefasta y extraña melodía. Los cuervos graznaban aun pese a la lluvia; y ella... Ella sujetaba en las manos a
su pequeño. Lo miró. Él le devolvió la mirada... Y reparó en la cruz negra invertida de su vientre. Reparó en
los ojos rojizos y casi sobrenaturales, reparó en que aquel pequeño, pese a ser humano, no lo era del todo.

Y su dolor y su llanto ahogaron los de la rugiente tormenta.

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