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La minificción como clase textual transgenérica

Graciela Tomassini
Stella Maris Colombo
Universidad Nacional de Rosario
Rosario, Argentina

Una opción escrituraria de creciente auge en el ámbito de la literatura hispanoamericana


actual la constituye el arte de encapsular ficciones en un espacio textual de brevísima
dimensión, donde se ponen en juego múltiples operaciones de condensación semántica y
síntesis expresiva responsables de su cariz de provocativa incompletud.

Las formulaciones en prosa que rinden tributo a la brevedad han sido inventariadas en la
literatura de todos los tiempos y de variadas tradiciones culturales: fábulas, parábolas,
aforismos, leyendas, mitos, y otros, cuyas matrices formales y temáticas son
reconocibles como el basamento de muchas de las variantes que asume la ficción
brevísima en nuestros días. En el marco de la literatura hispanoamericana hallamos los
primeros antecedentes del tipo de escritura que nos proponemos examinar hacia fines
del siglo XIX y principios del XX: pensamos en ciertas páginas en prosa de comprimida
factura debidas a la maestría de Rubén Darío (“La resurrección de la rosa”, 1892; “El
nacimiento de la col”, 1893; “Palimpsesto I”, 1893) o de Amado Nervo (“El obstáculo”,
“El engaño”, “Un crimen pasional”, cuentos breves publicados en 1895)1. Más
próximos aún son el texto “A Circe” del mexicano Julio Torri (1917), que Edmundo
Valadés no duda en considerar como el hito fundacional del cuento brevísimo moderno
en hispanoamérica, así como los “Cuentos en miniatura” del chileno Vicente Huidobro,
aparecidos en 1927. No obstante, estos exponentes constituyen muestras aisladas de una
praxis que recién comenzará a ser objeto de un cultivo intenso a mediados de la presente
centuria. En este sentido cabe destacar el carácter precursor de las aportaciones del
argentino Enrique Anderson Imbert y el mexicano Juan José Arreola, quienes
jerarquizaron esta práctica no sólo con la calidad estética de sus miniaturas verbales
sino también con la dedicación sostenida que le prodigaron.

De 1946 datan los primeros textos de Anderson Imbert inscriptos en esta línea creativa:
se trata de una serie de ‘casos’ —como el propio escritor gusta denominar a este tipo de
escritura— que incluye en el contario Las pruebas del caos (1946). También en su
colección de cuentos titulada El grimorio (1961) incorpora un conjunto de brevísimas
composiciones narrativas; pero su emprendimiento de mayor relevancia vinculado con
la ficción brevísima lo configura la vasta constelación de microtextos reunidos en El
gato de Cheshire (1965). De su parte, Arreola se inicia en esta praxis con los textos de
la serie “Bestiario” editada en Punta de Plata en 1958 y luego recogidos en
Confabulario total (1962), donde también reúne un grupo de textos breves de
problemática filiación genérica, bajo el título de “Prosodia”.

Las sucintas composiciones literarias tempranamente acuñadas por estos dos


infatigables narradores sientan las bases de un tipo de escritura —aún insuficientemente
atendido por la crítica—2 que desde entonces no han cesado de conquistar adeptos ni de
plurificarse en una rica gama de vías expresivas. Es así como en la actualidad se dispone
de un nutrido caudal de volúmenes que acogen ficción brevísima ya sea de modo
excluyente o en alternancia con otras formas literarias de mayor extensión y estatuto
genérico más preciso como, por ejemplo, cuentos. Un volumen que revela esta última
pauta organizativa es Guirnalda con amores (1959) del argentino Adolfo Bioy Casares,
libro donde conviven lo que su autor denomina ‘series de brevedades’ (integradas por
aforismos, cuentos brevísimos, fragmentos de tinte autobiográfico) con historias de
dilatado desarrollo, vinculadas con aquellas en virtud de cierta isotopía temática
recurrente. De dicha reunión resulta un volumen acentuadamente heterogéneo desde el
punto de vista de la configuración de las piezas que lo integran, caracterizado por el
propio Bioy como una “despreocupada miscelánea”, rótulo bajo el cual cabría
encolumnar —asimismo— gran parte de las colecciones donde campea la ficción
brevísima, producidas en las últimas décadas.

En nuestra referencia a Guirnalda con amores no podemos soslayar el pronóstico


favorable que Bioy Casares arriesga por entonces en el ‘Prólogo’, a propósito de este
tipo de escritura: “Evidentemente, hay que ser harto ambicioso para suponer que
nuestras dilatadas narraciones (y otras obras sistemáticas) serán favorecidas por
espontáneos lectores del futuro”3, pensamiento que se revela en consonancia con un
cúmulo de ideas posteriormente barajadas por los teóricos de la posmodernidad quienes
—como es sabido— coinciden en señalar entre los rasgos conspicuos del espíritu de
nuestro tiempo, la decadencia de los grandes sistemas ideológicos fuertes, la pérdida de
la totalidad y el ocaso de los grandes relatos.

En la década del ‘60 la minificción asoma en páginas de El Hacedor (1960) de Jorge


Luis Borges, Historias de cronopios y de famas (1962) de Julio Cortázar, Fabulario
(1969) de Eduardo Gudiño Kieffer. Poco después Marco Denevi las prodiga en
Falsificaciones (1966) y Augusto Monterroso en La oveja negra y demás fábulas
(1969).

En los años ‘70 el corpus se enriquece con Indicios pánicos (1970) de la uruguaya
Cristina Peri Rossi, Rajatabla (1971) del venezolano Luis Britto García, Epifanía cruda
(1974) del chileno Alfonso Alcalde, Movimiento perpetuo (1972) de Augusto
Monterroso, Vagamundo (1975) de Eduardo Galeano, Libro de los casos (1975) del
argentino Ángel Bonomini.

Finalmente, entre los hitos fundamentales de los ‘80 y lo que va de los ‘90, cabe
mencionar Memoria del fuego, vols. I (1982), II (1984) y III (1986), de Eduardo
Galeano; El libro de los abrazos (1989) debido al mismo autor; La sueñera (1992) de la
argentina Ana María Shúa, Los ancianos y las apuestas (1990) y Fábulas sin Esopo
(1992), debidos a los argentinos Javier Villafañe y Carlos Loprete, respectivamente.

El texto ficcional breve también ha encontrado un canal de difusión idóneo en revistas y


suplementos literarios, medios desde los cuales incluso, se ha incentivado su producción
a través de la convocatoria a certámenes, como los organizados por El Cuento (México)
y Puro Cuento (Argentina). Se sabe, asimismo, que esta clase de escritura constituye
una práctica muy frecuentada en talleres literarios, muchas veces como ejercicio
preparatorio al cultivo de formas narrativas de mayor extensión como el cuento o la
novela. Al respecto cabe esperar que dicha dinámica de trabajo no esté orientada por el
convencimiento ingenuo de que brevedad y facilidad han de ir necesariamente
aparejadas, lo cual podría redundar en un incremento cuantitativo no siempre asociado a
un alto nivel de excelencia artística.

Conscientes de que nuestras reflexiones calan en un terreno de límites borrosos y aún


insuficientemente caracterizado, hemos intentado acotarlo mediante la referencia a una
serie de volúmenes donde detectamos la presencia de la ficción brevísima.

El corpus considerado como muestra (sin mengua de la existencia de otros textos quizás
igualmente representativos) está investido de una gran diversidad. ¿Qué es entonces lo
que legitima la inclusión en una misma clase textual de piezas tan heterogéneas entre sí
—en ciertos aspectos— como los iniciales ‘cuentos en miniatura’ de Anderson Imbert
(de estructura centrípeta, inobjetablemente ceñida a un escueto esquema narrativo) y
composiciones de estructura laxa, de bordes imprecisos (en las cuales lo relevante suele
ser, por ejemplo, el juego con las implicaciones de cierta idea en lugar de la sucinta
exposición de un suceso interesante)? Antes de procurar responder a esta pregunta,
creemos oportuno recordar que en el incipiente metadiscurso crítico suscitado por esta
clase de escritura —resistente a los intentos de definición— circulan múltiples
denominaciones. Minificción, minicuento, microrrelato, cuento brevísimo (sudden
fiction y four minutes fiction, en el ámbito anglosajón) son algunos de los nombres que
se les asigna, los cuales —a nuestro juicio— no son estrictamente co-extensionales,
como explicaremos más adelante. Ahora nos interesa puntualizar que, sin perder de
vista la heterogeneidad inherente al material explorado, es posible detectar una serie de
rasgos comunes que legitiman la intuición de su posible pertenencia a una misma
especie literaria.

Muchas de tales marcas están acertadamente insinuadas en las diversas metáforas que
tanto creadores como teóricos han forjado en el intento de aproximarse a esta
escurridiza forma textual: ‘cuento relampagueante’, ‘cápsula de ingenio’, ‘señales de
humo’, así como también en designaciones tales como ‘caso’, ‘cuentos en miniatura’,
‘brevedades’. Brevedad, despojamiento, concisión, instantaneidad, hibridez, levedad,
son los principales atributos entrañados en tales aproximaciones. El primero de ellos es,
obviamente, el rasgo más ostensible de este tipo de textos y configura, en consecuencia,
uno de los argumentos fundamentales a la hora de emprender su caracterización. Si bien
resulta difícil establecer con rotundidad una frontera en relación con la cual sea posible
decidir la pertenencia de un texto al registro de la minificción, puede considerarse
orientador el criterio seguido a este respecto por Juan Armando Epple en su antología
del microrrelato hispanoamericano4, donde reúne piezas cuyas dimensiones se
encuadran entre un umbral inferior representado por una línea única de desarrollo
textual y un tope superior establecido aproximadamente en torno a las trescientas
palabras. Dentro de dichos parámetros parecería quedar definido el espacio virtual en el
cual se inscribe una clase de escritura característica de nuestro tiempo (y que, como
explicaremos más adelante, reclama una modalidad específica de lectura) de la cual son
representativos textos que ostentan una inusual exigüidad como el ampliamente
difundido “El dinosaurio” de Augusto Monterroso, el “Cuento de horror” de Arreola5 o
algunas de las minúsculas composiciones que integran Guirnalda con amores, pero
también textos que rondan el límite de extensión máxima sugerido, como el inquietante
microrrelato “Ciervo” incluido en el Fabulario de Gudiño Kieffer.

En la tarea de comprimir ficciones en un ínfimo segmento discursivo desempeñan un rol


preponderante las estrategias retóricas basadas en operaciones de ‘omisión’, detectables
en los diferentes estratos de la estructura textual, así como también a nivel de las
‘superestructuras’ o esquemas textuales globales6 inherentes al tipo de discurso
preeminente en cada minificción (narrativo, descriptivo, argumentativo).

La ‘elipsis’ señorea en estos relatos: troquela sus bordes recortando toda excedencia en
relación con el eje semántico vertebrador de su desarrollo, o se manifiesta bajo la forma
de huecos informativos que ponen a prueba la competencia del lector para restituir los
contenidos escamoteados. La supremacía de tales estrategias redunda en el ya aludido
aspecto de incompletud característico de este tipo de escritura, así como en un radical
despojamiento de lo accesorio que invita a hacer extensivo como atributo específico de
esta clase textual el subtítulo con el cual Anderson Imbert distinguiera a una de las
series incluidas en El gato de Cheshire: “Esquemas de lo posible”. Esquemas, eso sí,
cuya esencial desnudez resulta acrecidamente compensada con la expansión semántica
que experimenta la base textual explícita de estas composiciones en virtud de los juegos
basados en presuposiciones e implicaciones, así como de los múltiples mecanismos de
alusión activados en este terreno ficcional.

Admitido que la brevedad se imponga sobre los demás rasgos por la fuerza de su
percepción inmediata, corresponde señalar que es su interacción con las demás marcas
singularizadoras mencionadas lo que determina la especificidad de una clase textual
imposible de asimilar en plenitud a ninguna de las matrices genéricas disponibles en
nuestro horizonte literario.

Estrechamente vinculada con una serie de prácticas típicas de esta cultura


hegemonizada por el imperio de la imagen, tales como el spot publicitario, el slogan
político, el flash informativo, la historieta, el video clip, la minificción comparte con
tales expresiones no sólo una serie de estrategias basadas en la ‘omisión’, sino también
la naturaleza fulmínea e intensa de los efectos que son capaces de ejercer sobre el
receptor. La contundencia con que una ficción brevísima nos sacude guarda íntima
relación con una táctica de elevada frecuencia en estos mensajes cifrados en emisiones
de mínimo aliento: el golpe final sorpresivo o “final de puñalada”, según la expresión de
Edmundo Valadés. En el caso de la minificción dicha dinámica entraña casi siempre un
gesto transgresivo orientado a desautomatizar percepciones estereotipadas de la realidad
o a subvertir —ironía mediante— creencias de hondo arraigo en nuestra cultura.

La imprevisibilidad de los desenlaces se sustenta por lo general en el súbito


desencadenamiento de figuras de ‘permutación’ y ‘sustitución’, paradigmáticamente
dinamizadas en las abultadas series de microtextos dedicados a reescribir y reinterpretar
mitologemas de la tradición grecolatina. Anderson Imbert y Denevi son pródigos
cultores de esta variedad escrituraria como lo atestiguan las series que incluyen en El
gato de Cheshire y Falsificaciones —respectivamente— acuñadas con evidente
intencionalidad lúdicra y en las cuales se complacen en explorar el revés de las tramas
conocidas, sometiéndolas a transformaciones múltiples.

Si, como señala Omar Calabrese, uno de los rasgos característicos de los fenómenos
culturales de nuestro tiempo (inscriptos en un horizonte estigmatizado por “el exceso de
historias” o la convicción de que “todo se ha dicho ya, todo se ha escrito ya”) consiste
en exhibir una articulación interna basada en operaciones de repetición y variación7, es
preciso reconocer que la minificción no es ajena a dicha marca. Antes bien, series como
las antes mencionadas, consistentes en la reelaboración de mitos clásicos —así como—
el nutrido reservorio de minificciones desarrolladas a expensas de alguna fábula,
leyenda, estereotipo lingüístico, postulado científico, idea filosófica o religiosa, creencia
o refrán atesorado en el saber popular, atestiguan la relevancia de aquella estrategia. Al
servicio de la misma, los creadores de ficciones brevísimas ponen en juego un vasto
despliegue de operaciones transtextuales, a las que dedicaremos nuestra atención en la
segunda parte de este trabajo.

Otro rasgo inherente a la minificción contemporánea es cierto carácter híbrido que, en


algunos textos, es la consecuencia de un trabajo escriturario capaz de poner en jaque los
límites —de por sí problemáticos— entre poesía y prosa. En otros, la hibridez deriva de
la amalgama de diferentes tipos de discurso en el desarrollo de una misma minificción,
con incierto predominio de alguno de ellos por encima de los restantes.

Habida cuenta de que la recurrencia de las marcas textuales interactuantes hasta aquí
consideradas dotan de cierta homogeneidad al corpus focalizado, no debemos eludir la
diversidad que —no obstante— entraña. Dicha heterogeneidad atañe,
fundamentalmente, al nivel de las superestructuras textuales: es decir que estos
mensajes literarios típicos de nuestro tiempo, vinculados por la brevedad, la
instantaneidad, el efecto sorpresivo, la hibridez, difieren de modo notorio entre sí, según
se articulen conforme a un esquema narrativo, argumentativo, descriptivo, o adopten
alguna forma mixta.

Ya sea que una minificción tome en préstamo los moldes de la fábula, la parábola, el
caso, la leyenda, el mito, el cuadro de costumbres, el retrato, la epístola, el aforismo, la
sentencia, el informe científico, el aviso publicitario —como suele acontecer— acusará
la preeminencia de diferentes tipos de discurso, hecho que explica las dificultades
asociadas a la especificación genérica de esta forma escrituraria. Es por esto que
sugerimos considerarla en términos de categoría transgenérica, como estrategia capaz
de conferir legitimidad a la intuición de que tanto un texto de estructura
predominantemente argumentativa como “El azar de la genética” de Hernán Lavin
Cerda8, o un texto fiel al esquema narrativo canónico (aunque adelgazado a su mínima
expresión) como “La montaña” de Anderson Imbert9, u otro que anticipa desde su título
su adecuación al patrón de las instrucciones de uso, como “Instrucciones para subir una
escalera” de Julio Cortázar10, pertenecen a una misma clase textual a pesar de su
evidente diversidad estructural.

Un factor que, a nuestro entender, obstaculiza el discernimiento de la especificidad de


esta escritura es la circulación de un conjunto de denominaciones que —como ya
anticipamos— no recubren estrictamente idénticos campos conceptuales y que, sin
embargo, suelen emplearse como términos intercambiables.

Resulta obvio que los términos ‘minificción’ y ‘ficción brevísima’ colocan el énfasis en
la brevedad y en el estatuto ficcional de las entidades que designan sin hacer alusión a
una clase de superestructura discursiva determinada. De otra parte, las expresiones
‘minicuento’, microcuento’ ‘microrrelato’, ‘cuento brevísimo’ (o simplemente
‘brevísimo’) así como ‘cuentos en miniatura’, comparten semas que justifican su
empleo como designaciones equivalentes para aludir a un tipo de texto breve y sujeto a
un esquema narrativo. Queda claro que el término ‘minificción’ recubre un área más
vasta en tanto transciende las restricciones genéricas. Al usar como equivalentes
‘minificción’ y ‘minicuento’ —por ejemplo— se soslaya el hecho de que sólo un
subgrupo (seguramente el más nutrido) del corpus de la ficción brevísima está integrado
por minicuentos, es decir, por textos minúsculos que comparten una superestructura
narrativa. En efecto, existen numerosas manifestaciones de este tipo de escritura en las
que resulta forzado (aunque no imposible)11 catalizar un esquema de tal naturaleza, si
bien parecen formar parte de una misma categoría textual en virtud de responder a
ciertas pautas de producción y recepción estética concomitantes.

En consecuencia, proponemos identificar como minificción12 (o ficción brevísima) a la


categoría transgenérica abarcadora de las múltiples variantes configurativas asumidas
por la clase de escritura que estamos examinando y, de otra parte, reservar el término
minicuento (o sus sinónimos) para aludir a la fecunda subárea integrada por aquellos
microtextos donde resulta verificable la presencia de un esquema narrativo subyacente.

Ya hemos anticipado que las figuras de ‘omisión’ reinan en este tipo de textualidad y
que no sólo afectan las estructuras discursivas sino también las superestructuras o
esquemas textuales globales. En el caso del minicuento, se podría afirmar que
constituye una regla de producción difícilmente eludible el expediente de dejar
implícitas algunas de las categorías básicas de la superestructura narrativa, como por
ejemplo el ‘marco’ del ‘suceso’ relatado13. Tales omisiones no hacen sino acrecentar el
relieve del núcleo de acción que permite distinguir a ciertas minificciones como
auténticos minicuentos, es decir, como especie narrativa sui generis. Es imposible
negar, empero, que ese meollo anecdótico reducido a su mínima posibilidad de
manifestación suele constituir tan sólo un tenue soporte sobre el cual se erige una
apretada construcción especulativa, un vertiginoso juego verbal, una visión satírica de la
realidad o grajeas de un discurso intimista donde prevalecen elementos pictórico-
descriptivos de acusada sugestividad.

Pero incluso en estos casos creemos que el minicuento se recorta nítido frente a otros
tipos de minificción en las cuales no se cumple, ni siquiera de modo subsidiario en
relación con otros fines, el requisito básico de toda narración, cual es el de referirse a
acciones y que las mismas sean en cierto sentido ‘interesantes’ como coinciden en
señalar T. van Dijk y Umberto Eco en sus respectivas teorizaciones acerca del texto
narrativo en general14. Conforme a la explicación del primero cabe agregar que las
‘acciones’ o ‘sucesos’ dan cuenta de una ‘modificación’, o como señala Anderson
Imbert en relación con el cuento, que una condición básica de toda narración es “partir
de un punto y llegar a otro”15. En el minicuento existe siempre una mínima unidad
narrante, donde se verifica aquel movimiento, aunque la mayoría de las veces le
corresponde al lector reconstruir mediante su participación activa alguna de las fases
que puedan haber quedado implícitas o estar débilmente aludidas16.

II

La minificción, o ficción brevísima, cuya abigarrada variedad de formulaciones


textuales y principios constructivos rehuye, a la hora de su caracterización de conjunto,
el “viejo lenguaje de géneros y formas” del que se ha servido la crítica, puede
considerarse como una clase textual definida de acuerdo con tres criterios: a) según la
extensión y el modo de su manifestación discursiva; b) como una textualidad cimentada
sobre una retórica de la omisión y la condensación; c) por el tipo particular de
interacción que su lectura promueve, esto es, por un modo de lectura cuya naturaleza no
es ajena a la dinámica de los mass media en la cultura de nuestra época. Examinados los
dos primeros aspectos en la sección anterior, encaramos a continuación el tratamiento
del tercero.

Es cierto que toda textualidad es función de una práctica social que cabe llamar su
medio17. La literatura acusa y desborda todo cambio producido en la red mediática
característica de cada estadio cultural: la primera revolución de la imagen, la irrupción
del cine, aporta técnicas narrativas, nuevas concepciones de la perspectiva, una retórica
de la inmediatez y la simultaneidad de los efectos; éstas pueden verse como señales de
una determinada forma de producción artística.

Sin soslayar formas de escritura inscriptas en la tradición como la literatura aforística,


los cuentos poemáticos del modernismo, los ‘casos’, las ‘greguerías’ y otros, la
minificción contemporánea constituye una clase textual notoriamente comprometida
con el modo de producción discursiva en la era massmediática. Sus rasgos textuales
-brevedad, concisión, hibridez genérica, incompletud, densidad de las operaciones
transtextuales, explotación lúdicra de fenómenos lingüísticos como la polisemia,
homonimia, paronimia, lexicalización, son señales de un tipo específico de cultura y de
la tecnología que le es propia. Esta textualidad supone (trabaja con) ciertas formas de
aprehensión puestas en vigencia por los medios de comunicación de masas, aunque el
modo de lectura propuesto se orienta hacia la desautomatización de estos estereotipos.

Para precisar estos conceptos examinemos en forma somera algunos rasgos típicos del
discurso mediático y las formas concomitantes de lectura que éste convoca. En la
información canalizada a través de medios como la radio y la televisión (noticieros,
programas de opinión, cortos publicitarios, y otros) la referencialidad (o relación con la
realidad fáctica) se instaura preferencialmente por la ‘mención’. La mención de lugares
geográficos, hitos histórico-políticos, tratados económicos, convenciones
internacionales, instituciones, siglas referidas a organismos públicos, y otros, supone un
receptor inmerso en un flujo informativo constante aunque fragmentario, insistente
aunque frecuentemente vacío de definiciones conceptuales.

El “flujo total”18 en el que la televisión comercial sumerge a sus receptores tiene como
notas distintivas la saturación informativa —y, concomitantemente, su
desjerarquización— la continuidad entre discurso ‘serio’ (no-ficcional) y texto ficcional
(telenovelas, filmes de largometraje, series) —que sugiere su homogeneidad—, la
fragmentación de las secuencias narrativas por la irrupción de pausas comerciales19.

La lectura del discurso massmediático progresa a saltos, se enhebra precariamente


sorteando profundos huecos en la enciclopedia del receptor, quien se encuentra impo-
sibilitado de llenarlos a causa de la velocidad del flujo informativo. En cambio, la
reiteración cíclica de los mensajes, obligatoria en los medios audiovisuales (es decir,
“fluidos”) propicia la fijación de los estereotipos, convertidos así en modelos
interpretativos20.

La minificción contemporánea, como clase textual inscripta en la serie literaria, a un


tiempo asimila las marcas de la textualidad massmediática y procura desestructurar los
modos de lectura por ella impuestos. A la tácita confianza en la autoridad de los medios
opone un trabajo de ruptura de los estereotipos que produce un efecto de incomodidad.
Problematiza los preconceptos sobre los que descansa la vida contemporánea o los
destruye con un solo golpe de efecto, poniendo así de relieve su fragilidad. Ofrece a los
ojos una superficie verbal supremamente condensada, a veces captable en un solo golpe
de vista, pues reemplaza el detalle por la evocación de lo familiar. No aspira a brindar
una imagen global ni coherente de la realidad, sino más bien una serie de atisbos:
pantallazos que iluminan fragmentos de mundos posibles cuya forma total es, la
mayoría de las veces, irrelevante. Como los géneros massmediáticos del video clip y el
corto publicitario, descansa sobre una red de presuposiciones que la ligan a los saberes
contemporáneos, desde los idola de la sociedad consumista hasta los discursos que los
interpretan, desde los estereotipos de la tradición cultural (mito, leyenda, historia oficial,
sentencia, creencia religiosa, y otros) hasta los textos sacralizados como ‘alta literatura’.
Nada escapa al mecanismo que por excelencia caracteriza a la ficción brevísima: aludir
omitiendo, sugerir ocultando, supremo juego de complicidades que exige un lector tan
sumergido en el continuum de la cultura cuanto dispuesto a dejarse sorprender por la
ectopía, la paradoja, la constante desestabilización de los estereotipos interpretativos.

Considerada desde los marcos teóricos aportados por la pragmática y la teoría de la


lectura, la textualidad inherente a la minificción contemporánea es función de su propia
incompletud.

Hemos caracterizado estructuralmente al minicuento (como forma de la ficción


brevísima) por la presencia de una superestructura narrativa, aún cuando una o varias de
las categorías de dicha superestructura no registran manifestación verbal; es decir, se
encuentran implicadas por el co-texto o presupuestas como condiciones del contrato de
lectura. El ‘suceso’, categoría básica de la narración, no se desarrolla como acción
sostenida: se presenta ya descarnado y abierto, ya implicado en su desenlace, ya
meramente mencionado como huella de una historia in absentia aunque presupuesta por
su posición en la enciclopedia u horizonte cultural que se requiere del lector. Por ello el
brevísimo es, frecuentemente, una literatura de segundo grado, apela a operaciones
transtextuales, pone en juego enunciados literales (sentencia, refrán, lexicalizaciones
varias) desestabilizándolos, invirtiéndolos, completándolos en clave irónica o paródica,
multiplicando lúdicramente sus interpretaciones posibles.

En todo caso, la minificción produce una forma de textualidad parásita, o mejor, si se


nos permite el préstamo terminológico, saprófita. Esta denominación no implica aquí
connotación derogativa: saprófita es la vida que se nutre de la descomposición orgánica;
así también este tipo de escritura prospera a expensas del légamo residual de la cultura,
sometido a un reciclaje que puede o no importar reorientación axiológica. Así, pues, la
serie “Prosodia” de Arreola21, algunas de las Historias de cronopios y de famas de
Cortázar22, o más contemporáneamente, Los ancianos y las apuestas de Javier
Villafañe23, por ejemplo, destruyen los estereotipos culturales que subyacen a los
microtextos con la mediación de un interpretante crítico respecto del patrón cultural
hegemónico. En cambio, las Falsificaciones de Denevi24, los calambures de Shúa en La
sueñera o en la serie “Otras posibilidades” de Casa de geishas25, algunas de las
antifábulas de Monterroso en La oveja negra26, son juegos textuales (“un amable retozar
con las palabras”, diría Monterroso)27, donde la desestabilización del estereotipo no
parece proceder de un ideologema alternativo determinado.

Al considerar las operaciones transtextuales28 que cimientan la productividad del


microtexto, conviene preguntarse por la índole del material de base sometido a tales
manipulaciones.

Por lo general, no es un ‘texto original’ el que subyace bajo la superficie verbal del
microtexto, sino más bien un material degradado, reiteradamente ‘usado’, filtrado por
sucesivas interpretaciones, tergiversado, simplificado, reducido, traducido, asimilado a
la dinámica y polimorfa red de la cultura massmediática. Si se define el hipertexto (una
de las operaciones transtextuales posibles) como transformación de un hipotexto
determinado, singular y ‘original’, lo que encontramos con más frecuencia en el
brevísimo es, más bien, una hiper-hipertextualidad: transformaciones de
transformaciones, versiones de versiones, en una serie de imposible reconstrucción. Si
existe en algún punto algo así como un ‘texto original’, éste se ha disgregado en una
maraña de interpretaciones y usos. En este material reciclado, recubierto por una densa
costra de sedimentos culturales de diversa naturaleza, el ‘texto original’ sólo subsiste
como huella29, señal que lo invoca (alude) pero que a veces sólo evoca cierta forma
genérica30, cierto tipo de discurso, cierto modo narrativo. La cita textual ha sido
sustituida muchas veces por la cita de la propia forma de la fábula o del apólogo
(Arreola, Monterroso), del chiste o malentendido verbal (Shúa), del mito (Denevi,
Anderson Imbert), del comentario, el aforismo, la sentencia (Monterroso, Denevi): sólo
queda una impronta de su connotación original. Considérese a guisa de ejemplo: “El
diamante” de Arreola31, donde un comienzo formulario (“Había una vez”) actúa como
señal de género (cuento popular tradicional), los predicados antropomorfizan al sujeto
del enunciado (“el diamante cumplía su misión de rueda de molino con resignada
humildad”), como es de rigor en la fábula, pero el final deceptivo quiebra la orientación
axiológica que la fábula incluye como categoría superestructural (‘moraleja’). Lo que
era señal ideológica en el género de referencia, queda neutralizado o reducido a rasgo
inherente a una forma, ha perdido relieve para fundirse en la llaneza del estereotipo a
destruir. Personajes literarios como Edipo, Lady Macbeth, Mme. Bovary y la Celestina,
la Cenicienta, el príncipe-sapo, los enanos de Blancanieves, el zorro, el mono, el burro y
la fauna ejemplar de la fábula clásica quedan nivelados con imágenes o signos que
conllevan la memoria de sus usos e interpretaciones precedentes. Empleando un término
propio del lenguaje publicitario, Jameson llama ‘logotipos’ a estas piezas desgajadas de
un buen número de textos básicos de la cultura. Los ‘logos’ son, de acuerdo con su
descripción, como “señales taquigráficas” de un tipo especial de narrativa, o de un
procedimiento narrativo concreto32. En el espacio reducido del microtexto los logos se
hibridan, entrecruzan, “establecen nuevas jerarquías de tal modo que cada uno de los
signos se convierte en el material sobre el que trabaja el otro”33. Como resultado,
ninguno conserva el tópico que en la tradición cultural lo identificaba.

Por ejemplo, en “Los animales del Arca”, de Denevi34, el hipotexto se transforma por
remotivación realista35 desde el momento en que el logo de procedencia bíblica (Arca)
es interpretado por un logo de extracción teórico-científica (selección natural); el
cambio temático producido por la mutua renarrativización de los elementos narrativos
previos (degradación del mundo por oblación de los hermosos a los poderosos) no es
previsible ni derivable de ninguno de aquéllos por separado (Logo 1: Arca: regeneración
del mundo tras la purificación; Logo 2: supervivencia del más apto: mejoramiento de las
especies).

Esta transformación implica una reescritura de una forma de narrativización en función


de otra: cada una de estas formas atañe a contextos histórico-culturales sumamente
alejados entre sí, y por tanto a modelos interpretativos divergentes. Esta
incompatibilidad, puesta de manifiesto por un discurso dialógico (según la terminología
de Bajtín, del tipo “polémica interna”) supone una paradójica versión racionalista-
cientificista del mito bíblico del diluvio y al mismo tiempo una suerte de parodia, no ya
del hipotexto bíblico sino más bien de sus metadiscursos. Este procedimiento es muy
frecuente en las Falsificaciones (casi diríamos que es una de sus operaciones
constructivas más relevantes) como así también en otras series de microtextos de
carácter hipertextual. Ana María Shúa, especialmente en la sección “Versiones” de su
último libro Casa de geishas, ensaya estos juegos de renarrativización en series de
minicuentos donde un mismo motivo o logo sufre transformaciones sucesivas y
diversas. Un átomo narrativo (por ejemplo, “la pérdida del zapatito de cristal” por parte
de Cenicienta), más que implicar el hipotexto (cuento de Perrault) lo señala , y éste
persiste como imagen estereotipada. Si bien constituye una huella de la forma ‘cuento
tradicional maravilloso’, el estereotipo citado ha perdido su significado; es decir, ser un
objeto mediador de la función del donante es, en su nuevo contexto, una imagen tan
habitada de usos precedentes (cartoons, largometrajes de animación, avisos
publicitarios, versiones paródicas, y otros) que podría pensársela ya como vacía de
contenido. Por añadidura, el logo es renarrativizado tres veces en función de otros,
portadores de tópicos francamente incompatibles con la forma narrativa evocada. En la
serie “Cenicienta”, el hipotexto es un estereotipo referido a un mundo posible
maravilloso que se estrella contra un cuadro común propio de la cultura contemporánea
(“Cenicienta I y II”) o contra una estrategia narrativa propia de la ficción fantástica
contemporánea (circularidad del relato: “Cenicienta III”).

Las seriaciones, frecuentes en los volúmenes de minificciones, revisten funciones


diversas en relación con esta peculiar clase textual. La serie suscita en el lector una
impresión de homogeneidad (varios microtextos hilvanados por la recurrencia de un
mismo hipotexto, cuadro intertextual, tema). Dada la brevedad de los textos, la serie
produce el efecto de un marco general donde se engarzan fragmentos heterogéneos de
una totalidad mentada por los títulos.

Efectivamente, en una obra tan especial en su índole como la de Eduardo Galeano


(especialmente, El Libro de los abrazos, 1989)36, la homogeneidad temática de los
microtextos está indicada por títulos que se ordenan en series ya continuas, ya
discontinuas. En este caso, la diversidad de formas y códigos de género, la
fragmentariedad inherente al volumen de minificciones no obstaculiza la
constructividad textual que se verifica a lo largo de la obra, asegurada por fuertes
indicadores temáticos que constituyen, al mismo tiempo, otros tantos signos ideológicos
destinados a preservar la homogeneidad de sentido.

En otros casos, en cambio, esta impresión de homogeneidad bien pronto se revela como
superficial, pues la transformación operada en el proceso de renarrativización suele
importar más que la recurrencia de los elementos pre-textuales. La variedad de
versiones de un mismo hipotexto resulta entonces más bien ectópica que isotópica: se
trata de la acumulación de lo diferente y no de una seriación con continuidad de sentido.
Las citas textuales de autores diversos (sobre el tema de la mosca) que alternan con los
textos de Monterroso en su obra Movimiento perpetuo37, igual que el logo gráfico
insistentemente repetido en casi todas las páginas del volumen, cumplen esta misma
función, es decir, producir un simulacro de unidad en lo que es, en realidad, misceláneo
y diferente; otorgar un marco o límite arbitrario a lo disperso y variado.

Por frágil que sea esta homogeneidad, crea un contexto esbozado por la alusión o por la
huella sobre la que se construye la naturaleza transtextual de la minificción y la que
hace posible su rasgo más definitorio, esto es, la economía verbal. Así, pues, el arte de
la ficción brevísima se nutre del sobreentendido, pone en juego las implicaciones de
ciertas ideas cristalizadas en el lenguaje para hacerlas estallar mediante diversas
operaciones destinadas a burlar la habilidad anticipatoria del lector.

Sin el ánimo de agotar la riqueza de posibilidades abiertas a esta clase textual todavía en
ascenso, hemos podido detectar algunas de estas operaciones, que consignamos aquí
como punta de lanza para ulteriores desarrollos investigativos:

1. Quiebra de un lugar común ideológico mediante la paradoja, cuya enunciación adopta


los moldes discursivos de la sentencia, el refrán, el aforismo, que la tradición ha
investido de autoridad (saber popular, ‘sabiduría de los ancianos’)38. Un ejemplo
paradigmático de este tipo de procedimiento lo brinda la serie “Pensamientos del señor
Perogrullo”, incluida en las Falsificaciones de Marco Denevi.

2. Explotación lúdicra del doble sentido, que pone en juego relaciones de homonimia,
polisemia, paronimia, sinonimia, antonimia.

2.1.Explotación narrativa de un calambur39. La introducción de un núcleo de acción


vincula dos estructuras contextuales donde un mismo lexema es empleado con distinto
sentido; el ‘suceso’ es, entonces, producto de un súbito cambio en la selección del
semema. Este mecanismo se verifica con harta frecuencia en los minicuentos fantástico-
humorísticos de Ana María Shúa en La sueñera y Casa de geishas40.

2.2. Desautomatización de clisés por restitución del sentido propio a expresiones


lexicalizadas (acuñaciones metafóricas, metonímicas, sinecdóquicas, hiperbólicas).
También en este caso, el desarrollo narrativo de la polisemia vincula —
inquietantemente— dos paradigmas o series interpretativas: el chiste lingüístico y el
cuento de horror41.

2.3.Redefinición, o definición apócrifa de un lexema, por su introducción en un


contexto anisotópico42.

2.4.Invención de palabras (neologismos) cuyas resonancias evocan mundos posibles


fantásticos o de ciencia-ficción, que inmediatemente se trivializan por su introducción
en cuadros comunes o intertextuales familiares43.
3. Desautomatización de cuadros intertextuales hipercodificados (o ‘logos’ que
funcionan como marcas de género según nuestro análisis precedente), por cambio
abrupto de mundo posible; por ejemplo, un ‘logo’ propio del fantástico o de la
fantaciencia recontextualizado en el mundo de la experiencia cotidiana por atribución de
predicados y relaciones que consideramos pertenecientes a la realidad pragmática (muy
frecuente en Shúa).

4. Desautomatización de formularios textuales (o hipercodificaciones retóricas y


estilísticas) tradicionales como la fábula, el apólogo, el bestiario, y otros, por
transformación (inversión, sustitución, omisión) de las relaciones axiológicas que
generalmente invisten los actuantes y los predicados de acción en estos tipos de textos
(ejemplo: las antifábulas y antiapólogos incluidos en Confabulario de Arreola y en La
oveja negra y demás fábulas de Monterroso).

5. (Per)versión, (in)versión, (re)versión de textos social y culturalmente investidos de


valor y ejemplaridad (pertenecientes a la mitología, a textos fundacionales de las
religiones como la Biblia, el Corán, y otros, textos filosóficos, literarios). La versión,
tan cara a un creador de minificciones como M. Denevi, entre muchos otros, supone:

5.1. Operaciones hipertextuales donde el hipotexto (como hemos dicho, ya degradado


por el continuo reciclaje cultural) sufre transformaciones44 temáticas (parodia),
estilísticas (travestimiento), cambio de mundo posible (transposición diegética),
modificación del curso de la acción (transformación pragmática), adición de motivos
(sobremotivación), sustracción de motivos (desmotivación), mezcla de motivos de
distinta procedencia hipotextual (contaminación), modificación del estatuto axiológico
explícita o implícitamente atribuido al suceso (transvaloración), con efecto burlesco
(lúdicro) o satírico.

5.2.Operaciones metatextuales como el comentario metanarrativo de un texto objeto


sólo mencionado, o aludido a través de alguno de sus elementos, que generalmente
importa un cambio temático y una transvaloración de aquel. Notablemente, los títulos de
las minificciones suelen conllevar este estatuto metatextual al funcionar como
indicadores temáticos cuyo enunciado adopta la forma discursiva de una generalización
sentenciosa, con función ya paródica, ya burlesca, ya satírica, respecto del texto
correspondiente.

Las operaciones que hemos enumerado y descripto someramente suelen converger en el


condensado espacio de un texto de minificción.

NOTAS

1. Véase Rubén Darío, Cuentos completos. México: Fondo de Cultura Económica, 1958 y Amado Nervo, Obras
completas, Tomo I “Prosas”, Madrid: Aguilar, 1951.
2. Remitimos a los siguientes artículos sobre el tema: Juan A. Epple. “Brevísima relación sobre el minicuento”,
Introducción a su Antología del Micro-cuento hispanoamericano, Chile: Mosquito, 1990, 11-19. Del mismo autor
véase también “Brevísima relación sobre el minicuento en Hispanoamérica”, Puro Cuento, nº 10, Buenos Aires,
mayo-junio 1988, 31-33. Edmundo Valadés. “Ronda por el cuento brevísimo”, Puro Cuento nº 21, Buenos Aires,
marzo-abril 1990, 28-30. Graciela Tomassini y Stella Maris Colombo. “Aproximación al minicuento
hispanoamericano: Juan José Arreola y E. Anderson Imbert”, Puro Cuento, nº 36, Buenos Aires, septiembre-octubre
1992, 32-36.
3. Buenos Aires: Emecé, 1959. Véanse 9-10.
4. Referencias en nota nº2.
5. En Puro Cuento, nº 13, Buenos Aires, 1988, 19. También recogido en la citada antología de Juan A. Epple.
6. Empleamos el término ‘superestructura’ de conformidad con el sentido que le asigna Teun van Dijk. En el
capítulo 5 de La ciencia del texto (Barcelona, Paidós, 1978), explica: “Denominaremos superestructuras a las
estructuras globales que caracterizan el tipo de un texto” (142) Y más adelante: “una superestructura es un tipo de
esquema abstracto que establece el orden global de un texto y que se compone de una serie de categorías cuyas
posibilidades de combinación se basan en reglas convencionales” (ibid., 144).
7. Veáse La era neobarroca. Madrid, Cátedra, 1989, capítulo 2, esp. pp. 62-63.
8. Recogido en la citada antología de Juan Armando Epple, 48-49.
9. De El gato de Cheshire, incluido en En el telar del tiempo. Narraciones completas, Tomo 1, Buenos Aires:
Corregidor, 1988, 329.
10. De Historias de cronopios y de famas. Buenos Aires: Sudamericana-Planeta, 2a. ed., 12-13.
11. Si nos atenemos de modo estricto al postulado de Umberto Eco según el cual “es posible actualizar una
fábula, o sea, una secuencia de acciones también en textos no narrativos” (Lector in fabula, Barcelona, Lumen,
1981, Trad. Ricardo Pochtar, 150-152), seguramente podríamos catalizar una pequeña historia en la mayoría de las
minificciones. Pero no es menos cierto que un requisito de índole pragmática inherente a toda narración es, como
señala T. van Dijk (véase op. cit. 154) el de cumplir con el criterio de interés, y que en muchos microtextos donde
podría detectarse una fábula embrionaria pese a no exhibir una estructura narrativa evidente, esta no siempre reúne
tal condición sino que lo interesante suele precisamente estar desplazado hacia otras zonas textuales.
12. Susana Reisz de Rivarola, basándose en aportaciones de J. Landwehr y F. Martínez Bonati entre otros, ha
aportado certeras precisiones acerca del concepto de ficción literaria. Sostiene que “ficcionalidad designa (...) la
relación de una expresión (...) con los constituyentes de la situación comunicativa, a saber, el productor, el receptor
y las zonas de referencia, a condición de que al menos uno de estos constituyentes sea ficticio, esto es,
intencionalmente modificado en el modo de ser que normalmente se le atribuye” (Véase Teoría y análisis del texto
literario, Buenos Aires: Hachette, 1989, capítulo V).
13. Designamos las categorías de la superestructura de la minificción con los términos empleados por van Dijk en
el esquema textual que propone para toda narración (Véase op. cit., 153-158).
14. Véase T. van Dijk, op. cit., 154 y Umberto Eco, op. cit., 153-158.
15. Teoría y técnica del cuento, Buenos Aires: Marymar, 1979, capítulo 11, esp. pp. 175-176.
16. A propósito del ‘cuento’, Anderson Imbert distingue la unidad narrante máxima constituida por el cuento
completo de las sub-unidades narrantes (que copian la estructura tripartita de aquélla: apertura, desarrollo y
clausura). Nos interesa destacar que para precisar el concepto de sub-unidad narrante dice textualmente: “son como
microcuentos”, con lo cual indirectamente aporta una definición del mismo (Véase op. cit., 176).
17. Un género como la épica podría describirse en función de la práctica social que pone en juego la transmisión
de la memoria colectiva o la inscripción en ésta de una incipiente (pero urgente) noción de nacionalidad. Más
modernamente, el folletín por entregas ejemplifica paradigmáticamente la sujeción del texto a pautas y limitaciones
impuestas por el medio en función de constricciones de tipo cultural (valoración de la intriga de suspenso),
económico (asegurar la venta de la entrega siguiente), social (necesidad de identificación con modelos), y otros.
18. Véase Fredric Jameson, “Leer sin interpretar: la posmodernidad y el videotexto”, en Culler, Derrida et. al., La
Lingüística de la escritura, Madrid, Visor, 1989 (Actas del Congreso “La Lingüística de la escritura”. Universidad
de Strathclyde, 4-6 de julio de 1986), 207-229. Jameson toma el concepto de “flujo total” de Raymond Williams,
vid. nota 1 en p. 209.
19. Jameson singulariza dos rasgos caracterizadores del modo de lectura que esta textualidad de los medios
audiovisuales supone: a) obsoletización de la distancia crítica, ya que el ‘flujo total’ informativo no sólo sustituye la
captación directa de la realidad externa sino también se impone como confiable en virtud de la “autoridad atribuida a
los medios”; b) exclusión estructural de la memoria en tanto fundamento de la actividad lectora (que consiste en la
construcción de la historia por reelaboración de la trama discursiva) y por lo tanto, eliminación de su función de
búsqueda y construcción de sentido.
20. Mucho más habría que decir, por ejemplo, del recorte y distribución del énfasis informativo como resultado de
la interacción entre el discurso oral y el discurso de las imágenes, pero este análisis excede los propósitos del
presente trabajo.
21. Juan José Arreola, “Prosodia”, incluida en las sucesivas ediciones de Confabulario, a partir de la de 1961.
Manejamos la edición de México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1966.
22. Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas, Buenos Aires: Sudamericana-Planeta, 1986 (1a. ed., 1962).
23. Javier Villafañe, Los ancianos y las apuestas, Buenos Aires: Sudamericana, 1990.
24. Marco Denevi, Falsificaciones, Buenos Aires: Corregidor, 1984 (Tomo IV de Obras Completas). Primera
recopilación: Buenos Aires: Eudeba, 1966.
25. Ana María Shúa, La sueñera, Buenos Aires: Minotauro, 1984 y Casa de geishas, Buenos Aires:
Sudamericana, 1992.
26. Augusto Monterroso, La oveja negra y demás fábulas. Barcelona: Seix Barral, 1983.
27. Véanse las postulaciones de la literatura como juego, divagación, acto redundante, en Augusto Monterroso,
Viaje al centro de la fábula, Barcelona: Muchnik editores, 1990 (1a. ed., México, 1981).
28. Para la clasificación y definición de estas operaciones seguimos a Gérard Genette, Palimpsestos. La literatura
en segundo grado, traducción de Celia Fernández Prieto, Madrid: Taurus, 1989 (1a. ed. Paris, 1982).
29. Por ejemplo, en “Como Ulises” (Ana María Shúa, Casa de geishas, 66), el personaje “se parece un poco a
Kirk Douglas”, en alusión no ya al texto épico original sino a la versión de Hollywood, protagonizada por este actor.

30. En la misma minificción, el perro que reconoce a Ulises “vuelve a recibir una de aquellas épicas patadas”.
31. En “Prosodia”, Confabulario, 39.
32. Fredric Jameson, art. cit., 221.
33. Ibid., 222.
34. Falsificaciones, 84.
35. Gérard Genette, op. cit., 410.
36. Eduardo Galeano: El libro de los abrazos, Madrid: Siglo XXI, 1989. Lo mismo podría decirse del
recientemente aparecido Las palabras andantes, Madrid-México-Buenos Aires, 1993.
37. Augusto Monterroso, Movimiento perpetuo. México: Joaquín Mortiz, 1972.
38. Véase Fernando Lázaro Carreter, “Literatura y folklore: los refranes”, en Estudios de lingüística, Madrid,
Crítica, 1980, 213 ss. También, Algirdas J. Greimas, “Los proverbios y los dichos”, en En torno al sentido. Ensayos
semióticos, Madrid: Fragua, 1973, 361.
39. Véase Catherine Kerbrat-Orecchioni, La connotación, versión castellana de S. Vasallo y E. Villamil, Buenos
Aires: Hachette, 1983, 152 ss.
40. Por ejemplo, “Te tapa los ojos”, de Ana M. Shúa (Casa de geishas, 220): “Te tapa los ojos y te pregunta quién
soy. Tiene las manos y la voz de tu hija menor. Ahora quiere también tus ojos”.
41. Shúa, en La sueñera, juega incesantemente con lexicalizaciones como “la pata de la mesa”, “las manchas
rebeldes”, y otros.
42. Véanse las minificciones nº 96, 98 y 107 de La sueñera.
43. Véase Ibid., nº 21.
44. Véase Gérard Genette, op. cit. Nuestro análisis se funda en su clasificación y definiciones.

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