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ESCAPADA.
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LA ESCAPADA.
“El hombre necesita pocas cosas para vivir, una de ellas es el fuego”, se repetía a sí mismo
mientras un sol de mil demonios le taladraba las sienes. La idea tonta o vaga de tener una gorra de
las que utiliza cualquier dominguero aficionado al deporte televisivo, que llevan inscritas en la
frente la marca de alguna empresa familiar y el cogote sellado por un velcro, le vino a la cabeza
¿Por qué llevaba la magnum todavía desenfundada? ¿Cuándo se la había sacado de los
pantalones? ¿Había sido tan inconsciente de no guardársela durante todo el camino? Le venía a la
mente la manera en que se había dejado llevar por los consejos que le había dado el hombre de
caderas macizas que llevaba la tienda de armas donde compró la GLOCKER. Primeramente le
había atraído el reflejo del arma en la cristalera bajo el rótulo Tomás Espido Galán. Tienda de
artículos, aunque lo que hizo nada más entrar fue preguntarse a quién pertenecería el nombre de la
tienda, puesto que la muralla que se presentó detrás del cristalino mostrador no parecía gastar tanta
etiqueta –una papada inmensa, unos ojos relajados pero atentos y una pesantez letal en cada uno de
sus movimientos.
“Es estúpido”, pensó, “el nombre de la tienda no tiene por qué ser el reflejo del alma, sino
que más bien es un detalle insignificante. Puede que fuese el tipo que traspasó la tienda al macizo y
a su mujer”. Sin duda, ese prodigio de la naturaleza que había encontrado su propio reflejo en el
mostrador que escondía los cachivaches de fuego, parecía a todas luces un animoso fan de los
cómics de superhéroes de Marvel o DC, por lo que resultaba pura coincidencia su posible conexión
con el mundo armamentístico real. De todas formas, de una manera o de otra, ahora ya sabía, si se
puede llamar saber a eso, que el nombre de la tienda podía no pertenecer a nadie, o pertenecer a
algún cadáver que alguno de los compinches del hombre hormigón se había cargado como arreglo
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de algunas cuentas pendientes. La mujer y los compinches de este eran, claro está, detalles
anecdóticos para cualquiera a quien se le hubiese explicado toda esta historia, o mejor dicho, la
sucesión de pensamientos que se le iban pasando por la cabeza mientras andaba por el terreno
desigual de la loma de La Comadrona, tal y como confesaba el mapa que él mismo llevaba entre las
manos, aunque él sabía que todo ello constituía una historia tan cierta como cualquier otra en esos
precisos momentos. ¿Acaso habría cabido todo esto que estaban viviendo ahora mismo en la más
Me muero de hambre, dijo, pagaría por un pollo asado con patatas. Me parece que no he
echado el hornillo en la maleta, sentenció ella en tono jocoso. Él calló durante unos minutos que a
ella le parecieron infinitos a la vez que inescrutables o insondables pero que al mismo tiempo se le
cristalizaban como pepitas de diamante dentro de la garganta reseca. Ella observaba el paisaje como
un collage hermoso, una sucesión de viñas y de vez en cuando algún que otro olivo como algo
único, como un promontorio solitario en medio de tanta arena. Nunca antes había observado una
monotonía tan policromada. Las tonalidades de los marrones que reptaban por la tierra a esas horas
en las que el sol iba escondiendo la montaña daban al horizonte un aire camaleónico, de animal vivo
en busca de alimento. Ella provenía de otros paisajes, llevaba en la piel y en el recuerdo verdes
colinas y hambrientas cuencas de ríos que poblaban su tímida memoria de infancia, como rémoras
con las que uno sin querer tropezaba. En su pueblo apenas podía observar, cuando andaba a través
de las montañas que le rodeaban, aquello que se encontraba a dos kilómetros del lugar en el que se
encontraba, tal era el desnivel del terreno. Sin embargo, ahora el horizonte parecía una realidad y el
sol no parecía tramposo y una felicidad engañosa fue apropiándose de ella hasta que reparó en lo
desolado que parecía el campo, o más bien en la desolación a la que pertenecían ambos
deambulando por estos paisajes, bajo este calor de muerte. Ni siquiera se habían cruzado con nadie
de por allí.
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Por otro lado, siguió pensando, el hecho de no haberse cruzado con ningún labrador durante
las tres horas que llevaban caminando juntos era algo que, en principio, debía hacerles sentir
afortunados, puesto que lo que querían por encima de todo era no tropezarse con miradas o
preguntas (¿acaso no eran lo mismo en esos momentos?) inoportunas. Tan sólo deseaban encontrar
una madriguera en la que esconderse, a ser posible junto a otra gente, pero en la que pudiesen
sentirse como completos desconocidos entre más desconocidos con los que comenzar una relación
Dijo que las pistolas GLUCKER combinaban seguridad, eficacia y precisión, algo que a él
le sonó a chino, al chino al que suenan los anuncios de detergente. El caso es que para él eficacia y
precisión en una pistola venía a ser lo mismo que cada vez que el dedo apretase el gatillo la bala iría
directamente a incrustarse allí donde el ojo se había posado antes. La ecuación “donde ponga el ojo
ponga la bala” hubiese sido el slogan justo para una pistola que mezclase eficacia y precisión. Sin
embargo, el problema venía de la parte de la seguridad, puesto que para él esta era simplemente
mantenerse a salvo de lo que pudiese ocurrir en el radio de acción de cualquier pistola o arma de
fuego. Es decir, si hubiese querido anunciar seguridad a granel, o que una chacha (de esas de los
anuncios de detergente en polvo) vendiese seguridad a todas las madres de este país, lo que le
habría hecho prometer sería algo así como que sus hijos pasarían el resto de sus vidas en un barril
de formol, en el que aislarse del resto de materia viva o inerte, sin duda potencialmente peligrosa en
grados diversos. Solidifique una bonita y resplandeciente sonrisa segura. Tal hubiese sido la letra
del anuncio. Pese a todo esto, el vendedor aseguraba, a través de su perilla perfectamente delineada,
en contraste completo con la caída de la papada en medio de su cara seria e inocua, una cara que
parecía estar contándote el secreto último de la humanidad, que en las pistolas GLUCKER se
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El hombre medio necesita pocas cosas para vivir. Una de ellas es el fuego, aunque antes
¿para qué?
Otear la tierra arremolinada y seca en las lindes del camino le trae a la cabeza el recuerdo de
su padre. En el fondo sería una caricia complaciente permitirse el lujo de imaginarle, sentado en el
sillón, con la cabeza recostada en las orejas del mismo y un libro apoyado sobre la barriga, como si
lo estuviese leyendo con el estómago. Tiene gracia, piensa ahora, un libro masticado o tragado o
digerido directamente, sin más, aunque al fin y al cabo un mundo sin el mundo que le rodea. Piensa
en esta imagen apacible de su padre, ya que no puede pensar en él como un salvaje orinando en las
fachadas de su morada, tal vez porque siempre que él fue un salvaje, lo fue con ella de su lado.
La pistola GLUCKER 14 (que en ese momento se estaba deslizando a través de los dedos de
él), tan sólo tiene 34 piezas y ni un sólo tornillo, a lo que el vendedor soltó un resoplido como si el
hecho de llevar algún tornillo hubiese supuesto algo lamentable para la estabilidad del trinomio de
oro. El armazón de polímero, continuó diciendo con una rotundidad que en cierto momento le hizo
un material que resulta en un 86% más liviano que el acero. Se puede exponer a temperaturas
extremas sin ninguna precaución, así como al agua salada, a los golpes, al barro o a la arena sin
inquietud alguna. Esto último, accedió a reconocer tartamudeando, si es que se puede tartamudear
en pensamientos, en verdad le hizo pensar en las temperaturas que iban a padecer durante su
aventura, aunque también es verdad que la aventura de antes, es decir, aquella que él había más o
menos planificado, a la que se había entregado con esmero de constructor de maquetas, hacía
tiempo que había eclosionado por todos los ángulos de su poliédrica forma y se había convertido en
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otra nueva en la que ellos habían pasado de ser los directores a ser los actores perdidos en medio de
No me gusta tanta tranquilidad. Aquello de allí, esa polvareda diminuta que parece ascender
por la otra cara del horizonte no me gusta. Antes hemos visto unos cuantos remolinos de viento y
arena, pero eso no se le parece. Por aquí, a estas horas, con el calor que está apretando no debería
haber ningún trabajador que saliese a observar el estado de sus viñas, de sus olivos, de sus trigales o
de sus barbechos –tener tierras en las que cultivar era sobre todo poder disponer de una ínsula vacía
sobre la que construir habladurías, amurallar una buena imagen entre los amigos, arracimados en
Eso que acababa de ascender por el otro lado de lo que era el horizonte de ambos, la pista
por la que trazaban su huída como dos serpientes flacas en las que ya se empezaban a vislumbrar las
marcas del hambre y de la sed, se revelaba como un tractor pesado que venía hacia ellos haciendo
eses por el camino, una máquina borracha que parecía tener intención de tragarlos.
Ella le preguntó qué era eso. Él le respondió que no sabía, aunque unos segundos después le
dijo la verdad, que le parecía el tractor de algún campesino loco que habría ido a echar una meada al
campo y, de paso, vigilar las cepas. Ella se inquietó. Él lo notó y le acarició suavemente, por detrás
de la cintura, con la mano con la que todavía sostenía la pistola, de tal manera que podía notar con
las puntas de sus dedos las costillas que a ella se le notaban, como los trazos de la piel rugosa de la
serpiente que empezaban a ser, una marca de dureza y de elasticidad que a él le gustaba. Su dedo
resbalaba en el sudor con la seguridad de un patinador experto, con la certeza de que, aunque
dibujase figuras irreconocibles, sus dedos se movían guiados por una especie de guión. Será mejor
que la guardes, dijo ella, con tono dulce, haremos como si estuviésemos paseando por el campo,
añadió, cosa que a ella no dejaba de resultarle un tanto extraña puesto que nadie se arroja al fuego
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del mediodía por estos caminos de tierra cruda sin sombrero ni mochila ni gafas de sol, alejándose
Ella no dijo nada, aunque pensaba o deseaba de todas sus ganas muchas cosas. Se secó el
sudor de los ojos con la camiseta negra y le dijo “dame la mano”. Él le apretó los dedos sólidamente
y llevándose la cara posterior de los dedos a la boca los besó tranquilamente, como quien no piensa
en lo que hace. Notó entonces cómo el olor del sudor, mezclado con el que despedían sus hormonas,
El monstruo metálico zarandeaba su rugido cada vez más cerca de ellos. Para un automóvil
circulando por plena carretera estos bichos suponen un estorbo, son lentos y no permiten ver nada
puesto que ocupan todo el ancho del carril, a menos que vayan echados hacia un lado, pero sin
embargo, para una persona que camina, estos armatostes suponen una especie de prodigio de la
naturaleza, un mecanismo que combina velocidad y agilidad al mismo tiempo que solidez. Se iba
acercando. Él, pensando ya en el después, se dijo que les iba a dejar un bonito regalo con la
polvareda que dejaba ver a sus espaldas. Fueron adivinando gradualmente los faros, que parecían
encendidos, aunque bien podía ser debido al reflejo del sol en ellos, el total de la carrocería, más
adelante las ruedas, las delanteras y las traseras, estas sobresaliendo por el ancho de aquellas, la
cabina que al principio se hacía invisible a sus ojos pero que poco a poco fue apareciendo como una
cuerda fina, una hebra verde deshilachada del resto de la carrocería que parecía dibujar el marco en
el que se inscribía la figura de una persona centrifugándose con pequeños saltitos que la
Se echaron a un lado del camino Ella pensó “qué cerdo paleto”. Él no le miró, mantuvo la
mirada al frente y rápidamente, cuando se hubo asegurado de que el del tractor ya no les veía, se
llevó las manos a los ojos para quitarse cualquier motita de arena que le hubiese entrado. Calor y
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polvo, lo que faltaba, dijo, mientras ella adormecía su ceguera pensando simplemente que ojalá no
les hubiese reconocido. El horizonte se iba deshaciendo en ramales de cepas que conformaban el
conjunto de viñas fragmentadas que les cercaban. Apenas hay una sombra donde detenerse, donde
descansar un poco, aunque tampoco queda mucho tiempo para parar y pensar, no, lo que menos se
puede hacer ahora es pensar, que es como decir que lo único que podían hacer era sobrevivir. El
rugido del tractor tardaba en desaparecer a sus espaldas. Los dos podían imaginarse cómo la
lavadora de hojalata se mecía al son de su garganta metálica. La sensación que les quedaba a ellos,
o que mejor dicho comenzaba a roerlos, era como esas sensaciones que se arrancan del fondo del
estómago cuando uno vierte algún líquido en él sin haber comido algo antes, un abismo dentro de
uno mismo; la preocupación de que les hubieran descubierto comenzaba a gatear sola por sus
cabezas.
Siguieron caminando toda la tarde. El sol parecía decirles adiós entre oleadas naranjas. Ellos
otro observaba el atardecer y pensaba en cómo se iban quedando aislados como dos planetas en una
galaxia olvidada, imperceptible para el telescopio humano. Él, mientras apartaba la mirada del
horizonte, preguntó cómo dormirían. “No lo sé”, dijo ella. “Quizá en aquella casita de allí, si
logramos echar abajo la puerta”. “No creas que esta gentuza debe preocuparse mucho por los
cerrojos de sus casas de campo”, añadió él. “Además, la noche no parece que vaya a ser fría”, dijo
ella dulcemente mientras le miraba. Fue entonces cuando vio su cabeza alineada con el sol o con los
restos que de él aún quedaban por encima de su cogote. Él sintió un estremecimiento al chocar con
la otra mirada, puesto que pocas veces la había visto así, con esa expresión que naufragaba entre la
ternura y la incredulidad, y que quizás no era sino una expresión que denotaba perplejidad, aunque
en realidad no escondiese otra cosa que miedo. Miedo ante aquello que pudiera pasar, sazonado con
las ganas de que ese día algo pasara. Él pensó que su propia mirada era como una ola tonta que
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chocaba contra un espigón de rocas afiladas, antes de deshacerse en frágiles chorreones de espuma
que caerían vencidos al lomo de la roca. Esos jirones de tierna masa no conseguían asediar las
costas de la ciudad, porque la ciudad, lo que era la ciudad, permanecía anclada en la arena, como un
castillo que uno construye un día y que espera encontrar al día siguiente tal y como lo dejó.
Se acordó entonces, quizás empujado por el deseo de pensar algo que no fuese un pastiche
meloso, de los Cubanos Postizos y de Marc Ribot, el guitarrista al que no paraba de escuchar antes
Miró el sol. Los destellos eran como los guitarrazos del Marc entre la niebla de los acordes
que les dejaba el contrabajo, el órgano, la batería y las congas. Una niebla que endulzaba cada
latigazo meticuloso de la uña que se dejaba crecer. Había en ello un todo que no se descomponía. El
sonido que parecía hacer vibrar las arterias, los músculos, los huesos de esos cinco músicos y que
parecía despeñar por un vértigo insondable, era el mismo que él repetía una y otra vez, en silencio,
mientras visionaba en su cabeza el video mil veces pasado por la computadora. A cada orden de
Marc Ribot -que daba sentado en una vieja banqueta, de espaldas a los músicos- le correspondía un
movimiento sonoro de la orquesta que se enhebraba en su dedo puntiagudo con el que sostenía la
púa mientras dirigía la música. “No necesitamos más música. Todo lo que queremos es un respiro”,
tarareaba él ahora que la música se había ido. Todo lo que querían era un respiro, un respiro como el
que él y ella estaban teniendo en esos precisos instantes, en esos minutos que parecían pender de
una despreocupación irresponsable, pero que les daba algo de vida con que poder hacerse con la
noche. Agarró la mano de ella. Ella le siguió el juego y le apretó aún más. Se soltaron y se rodearon
el cuerpo con los brazos, él apoyó su palma en su cadera, ella dejó que su brazo cayera detrás de la
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nebulosa, de una manera fugaz pasaba por su cabeza, o por su recuerdo, como quien pasa rápido por
temor a decir algo equivocado. No lo sabía. Tenía la certeza de que un día había sentido algo
parecido al amor. El amor entonces, otras veces, se había parecido mucho al temor de que él o ellos
se fuesen con otras, encamándose con todas y cualquiera de las mujeres de la ciudad. Sin embargo,
cuando comenzó a estar con él y empezaron a frecuentar los bares del otro extremo de la ciudad,
cuando ya empezaron a andar juntos por el estómago de callejuelas del casco antiguo, la
culminación del amor fue encontrar dentro de ella misma o por su superficie, como un parásito
feliz, la risa tonta que le provocaban sus propios chistes, y confirmar así que con él se divertía.
Él la invitó al bar del Japo para tomar unas cañas con unos colegas. Ella accedió, sabedora
de que algo tramaba. Aspiraron juntos el aliento de la ciudad mientras atravesaban, en lo alto de su
moto, el laberinto de calles del casco, a menudo por direcciones prohibidas. El bar del Japo era un
antro que llevaba un japonés que hablaba perfectamente español y que no paraba de mirarla de una
manera provocadora. Permanecieron apoyados en la barra del bar durante todo el tiempo, flotando
por encima de la alfombra de colillas que había debajo de ellos y que se desparramaban ante un
simple movimiento de los pies. Bebieron una caña tras otra, mientras ella se dio cuenta de que el
reloj del Japo destilaba un brillo dorado alarmante. El brillo dorado, la cerveza amarilla, todo le
pareció en perfecta sintonía, aunque pasara por alto en mitad de su borrachera cosas como el
mármol frío del mostrador. El mármol en el que la espuma vertida de la cerveza burbujeaba por
última vez hasta convertirse en un chorro de líquido incoloro. No dejaron de charlar ni un solo
momento. Ella sabía que él iría a meterla mano a la más mínima, pero de alguna forma lo esperaba.
A menudo pasaba alguno que otro, gente del barrio, a tomarse una caña o un pacharán. Permanecían
en silencio como si estuviesen tomándose una tregua con el mundo, con las manos en los bolsillos y
la mirada perdida en algún lugar al otro lado de los ventanales. No había mayor movimiento. El
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El hombre necesita pocas cosas para vivir. Una de ellas es el fuego. Pero necesita habituarse.
Pensaba en ello aliviado por la caída del sol en su tumba de ramaje de tierra detrás del horizonte.
Mañana sabía que tendrían que acostumbrarse al sol, pero mañana no sabía si seguirían vivos. La
muerte de un hombre es algo grave, sobre todo si ese hombre es como el personaje secundario de
una película, alguien que ni siquiera figuraba en el reparto, pero que, si uno comete la torpeza de
adentrarse en las marismas y preguntarse si tendría familia, mujer, sueños, si habría leído algún
libro que tú hubieses ojeado, etc, entonces uno acababa fundiéndose en el fondo de la culpa y del
temor. Por ello que no quisiera preocuparse por más que lo que estaba sucediendo aquella misma
noche, porque el momento presente tenía la cualidad de agarrarles a la certeza de algo real.
Pensó en la guitarra de Marc. Se imaginó al lado de él, siguiendo los movimientos de sus
dedos rápidos. Llevaba la pistola agarrada en el pantalón, con la imprudencia suficiente para herirse
el moflete del culo mientras movía las piernas al son de las congas. Las puntas de las zapatillas iban
dando poco a poco en la tierra seca, impulsadas por el sonido de Marc que repiqueteaba dentro de
su cabeza. Ay, el remordimiento, se dijo. “Qué humano y sincero remordimiento”, se cantó como si
fuera la letra de un viejo son o de una charanga popular. “Matar a un hombre. ¿Para qué? Ahora lo
habían hecho”, cantaba mientras ella le miraba sonriente. Hubo muchas veces en las que,
humanamente, quiso asesinar a alguien, sin que su voluntad le dibujase la manera de llevarlo a
cabo, por lo que había entendido que realmente nunca lo quiso hacer, que realmente no quería arder
bajo el sol de la culpa o del remordimiento. Apenas pensaba tener remordimiento mientras
caminaba en busca de un poco de fresco y de algo de vientecillo que le alegrasen las horas de tarde
póstuma. Él sólo quería deshacerse de todo aquello que le perseguía en esos instantes. Él que
compró un arma y balas únicamente por el hecho de llevar algo con lo que atemorizar a la gente,
con lo que hacerla huir, caer, arrodillarse como si la aldaba de cualquiera de sus movimientos fuese
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Iba siendo hora de encontrar un sitio para dormir. La tierra no está muy dura en esta viña,
podremos echarnos sobre ella, dijo él. Hizo ademán de abrir la mochila, pero él le dijo que esperase
a encontrar un sitio cómodo. Él vio un hueco claro que se dibujaba entre tres cepas que
configuraban un triángulo. Barrió la tierra con el lateral de la zapatilla de manera que saltaron,
como burbujas que exhala el mar y que explotan en su superficie, las piedras que se escondían
La besó nada más llegar y la abrazó con ambas manos como si ella no estuviese tumbada
boca arriba en la tierra y no fuese casi imposible pasarle el brazo por detrás. Le quitó los pantalones
una vez que ya estuvo encima de su cuerpo tibio y se agachó sobre su clítoris. Le gustaba respirar la
mezcla de sudor y hormonas de la misma manera que reunía, cuando era pequeño, especias en el
mortero y las removía para ver el olor que despedían; el contacto de sus narices con los labios de su
clítoris comenzaba a formar un organismo con vida propia, él saboreaba la fresquilla tierna, jugosa,
y en ella resonaban los impulsos que él transmitía a su tierno durazno. El líquido que succionaba lo
iba absorbiendo con lengüetazos firmes y largos. Algo más tarde la penetró acordándose de los
movimientos del Marc mientras contemplaba las caras placenteras del resto de la banda; los
latigazos que propinaba a las caderas de su guitarra, introducidos entre dos silencios en los que su
dedo se movía sigiloso en el aire repleto de notas, parecían ser los que conmovían las piernas de
ella, que abrazaban su cabeza, depositando sus oídos, sus labios, sus sienes en un colchón de
almohadones tiernos. Gritaron como gritan dos locos al borde de una noche helada, desnudos,
olvidados.
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III
Él ahora sentía una quemazón que le recorría todo el cuerpo, y lo más curioso no era eso,
sino que lo realmente curioso o escalofriante era que no recordaba haberse despertado. ¿Cómo se
enfrenta uno a la realidad cuando proviene del sueño? ¿Cómo sabe uno que lo que está viviendo en
esos momentos pertenece al mundo salvaje de los animales que pueden herirle en cualquier
instante? Para Hume todo lo que había que hacer es comprobar si existía algún tipo de continuidad
entre lo que se acababa de vivir y lo que en esos instantes acaecía. Una vez se lo explicó un amigo
al calor de una tarde en verano, la situación es la siguiente: si uno sueña con una mujer que danzaba
realidad. El problema en su caso era que antes él había estado deambulando bajo el sol y a menudo
había tenido la sensación que se le habían presentado diferentes alucinaciones, por lo cual tal
inspección le parecía abocada de antemano al fracaso. Ladeado como estaba, sólo tenía la
percepción de que algo espeso le colgaba de la ceja, la gota de un líquido que no dejaba de resistirse
a caer y revelarse. Hizo ademán de llevarse la mano hacia la gota que en esos momentos estaba
estancada entre los pelos de la ceja, pero se encontró con que sus brazos no respondían, cosa que le
dejaba en muy mal lugar. Estancado en su tálamo, debajo de unas cuantas hojas de pampa,
esperando a que ella despertara y se diese cuenta (y le diese cuenta también) de qué era lo que
estaba pasando.
Intentó llamarla sigilosamente para no alarmarla, puesto que ya había vivido anteriormente
parálisis parecidas. Alguna noche se había despertado con el brazo dormido porque se había
acostado justo encima de él, sin que el estertor de sangre que llamamos corazón pudiese bombear
Intentó llamarla, sin encontrar respuesta alguna. Lo volvió a intentar. Su palabra volvió a
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caer en el vacío del que parecían pender todas aquellas vides que les rodeaban. Sin poder girar la
cabeza hacia arriba era imposible observar con nitidez aquello que parecía correr también por la
tierra seca y rota que se encontraba justo por encima de la línea de visión que él dominaba.
Entonces sintió una desazón inmensa al verse allí, en medio de nada, inmovilizado a pesar de estar
en pleno aire libre, palideciendo en mitad de la austeridad de la mañana que caía sobre ellos. Notó
otra vez el calor, resopló ante la perplejidad de poder mover sus labios, no oía nada; tenía la certeza
de haber pronunciado algún sonido por las vibraciones que había notado en su garganta y su cabeza,
y sin embargo no oía nada, ni siquiera el viento, no notaba el tintineo de las hojas en el aire ni el
Notó cómo algo o alguien le tocaba tímidamente la mano que quedaba justo en el lado
contrario de sus ojos; a pesar de estar echado en el suelo, había tres cuartas partes de su cuerpo que
no conseguía ver.
Ella se despertó, o quizás sería más acertado decir que le pareció oír un ruido embrutecedor
y abrió los ojos. Lo primero que logró distinguir fue un reflejo cegador de luz, una especie de
explosión de amarillo blanquecino, ¿dónde estaba?, cuando el destello de luz se deshizo pareció ver
una espalda compacta que había caído justo frente a su mirada, ella no exploró su cuerpo antes de
nada, sino que esperó, nada más reconoció el cuerpo que yacía al lado suyo, intentó tocarlo;
entonces sí que notó cómo su brazo y su mano se resistían ante cualquier movimiento por pequeño
que fuese, y con las fuerzas mejor calculadas, logró poner su mano en marcha, reptando por encima
de la tierra dura en busca de su espalda avistada. Las piedras le fueron magullando las partes
blandas de la mano, aquellas que ella tenía en mejor consideración puesto que eran las que él
alababa sin saberlo cuando le hablaba de la poca pero latente carnosidad de su cuerpo.
Consiguió tocarle cuando menos posible lo creía. Su dedo se clavó justo en medio de su
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espalda, a lo que siguió, o tal vez fue imaginación suya, un espasmo que sacudió el cuerpo rígido
que hasta entonces tenía por una cepa más de la viña que había acunado su sueño. Intentó hablar,
pero a lo máximo que llegó fue a articular una especie de mugido que si se desgranaba
cuidadosamente parecía esconder un “¿estás bien?”. Después del espasmo la espalda se había
quedado en permanente latido, articulando pequeños movimientos que iban a un lado y a otro, sin
resultar nada importantes. El sonido, el cual ella repitió una y otra vez, no parecía haber despertado
nada en la espalda. Si lo hubiera escuchado habría movido la cabeza en dirección hacia la voz, mi
voz, pensó. Tras repetir varias veces ese ¿estás bien? dedujo que nadie la escuchaba. La espalda era
llegando antes de que ella pudiese buscarles un hueco dentro de su cabeza, se solapaban unos con
otros, se mordisqueaban, reñían, se gritaban como los residuos de un inmenso vertedero. Ella no
podía darles forma, no sabía, tenía que esperar a que ellos mismos encontrasen su propio lugar,
¿Qué hacer hasta entonces? Aparte de la espalda, de su espalda, no veía sino el hueco de tierra
endurecida que les separaba, y un trozo de cielo. El sol se había aparcado en otro sitio desde el cual
no molestaba tan de lleno su mirada. La espalda, en cambio, parecía refulgir tras la camiseta negra.
¡Claro!, reparó, la camiseta negra. Es Él. Suyos eran los espasmos, suyos los pantalones vaqueros
polvorientos que oteaba. Era él quien posiblemente se encontraba chorreando de sudor tras la
negrura de su camiseta. Ahora que parecía que iba recobrando el conocimiento poco a poco vio
como unas pocas hojas de pampa se le revelaban justo por encima de la silueta de la espalda que
ardía bajo ese sol de mil infiernos. Parecían unos sonajeros burlones que un tímido viento, que ella
ni siquiera sentía, les hacía bailar. No sabe si antes o después de ver los sonajeros fue cuando una
digestión.
Ahora recordaba que andaban por el camino polvoriento de tierras que se enconaba hacia el
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centro.
Vino el hombre que simulaba estar masturbándose mientras conducía el tractor. Era extraño.
(¿Qué hacía aquí?), pero a pesar de serlo no produjo en ellos extrañeza alguna, sino una sensación
de temor. ¿Por qué temieron al ver a aquel hombre? Algo habían hecho. Ella lo estaba mirando. Él
sostenía el arma y andaba nervioso. Siempre esos malditos espasmos. Miraba a un lado y a otro.
Ella estaba sorprendida. ¿Llevaba ella también la media en la cara? No recuerda. ¡No siente su cara
contraída por la suavidad de la media! ¡No pudo ser tan incauta de permitir que cualquiera le mirase
a los ojos! Él gritaba, aunque sólo escuchaba un murmullo parecido al que ella era capaz de
articular. No logra entenderlo. Ah, sí. “Sentados y quietecitos, ladrones”. No. “Sentados y
quietecitos, cojones”. ¿Pero quién más había en esa habitación? Las paredes están acristaladas y
ellos habían entrado a las tres. El sol entra por ellas y abrasa todo lo que encuentra a su paso. Hace
calor. El hombre necesita pocas cosas para vivir; una de ellas es el fuego- sí, lo había leído en algún
momento de su apresurada vida. Ya los ve. La cadena de montaje se trastoca y su coherencia lógica
trastabilla y muta. Están ahí tirados, con cara de miedo o de temor o de impasibilidad. Ya lo ve. Con
esos espasmos es inútil mostrarse fiero y arrogante. No te creen. Él no lo oye. No te creen. Habían
pasado al banco a las tres, aunque la hora de entrada en un principio era de las tres y cuarto. Habían
esperado la cola. Una vez en la ventanilla, ella pidió el extracto para hacer una transferencia. Él
sacó el arma, realizó un disparo -no, dos o tres- al techo ¡Atento! Se está levantando. El señor que
no te tomaba en serio viene hacía ti. ¡No te toman en serio! Ella le decía algo así a él en ese tiempo
que ahora recuerda como si fuera la prehistoria de la prehistoria, una especie de marisma en la que
los días, las horas, los minutos y los segundos van siendo tragados por un molusco lento en el fondo
del océano. Un océano de tiempo que no deja de engullirse insaciablemente. No les ves, porque
estás demasiado ocupado en remover aquello que haya dentro de ese maldito cajón. Mierda. Quiere
moverse, alcanzarle. Le toca con el dedo otra vez. Él vuelve a agitarse desde una lentitud inmensa
Ella se siente como la que alumbra sus espasmos. Siente el tejido árido de la tela de su camiseta y
va más allá. Esta vez no se conforma con mugir a sus espaldas. Toca su columna empapada en
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sudor, imagina cómo dentro bulle la carne. Intenta rascarle con la uña y siente cómo él anda
demasiado ocupado rascando el fondo del cajón para ver si hubiese algún fajo de billetes. Los oídos
se le taponan durante unos segundos, veinte o quizás treinta. Tal vez un minuto. Habla
apresuradamente, pero es incapaz de saber si se la escucha. Suenan tres disparos y tres hombres se
desploman, aunque únicamente uno de ellos estaba realmente de pie. La mano de ella se ha agitado
parará durante horas, la caída del hombre que iba hacia él tiene un sabor a almendra amarga, sin que
pueda ser escupida porque se ha desintegrado en un millón de pedazos dentro de su boca. Apenas se
produce ningún sonido, como si un martillo de goma golpease el tronco de un árbol. Nada suena,
aunque las hojas bailotean al compás del choque. El hombre del tractor es como esas hojas, ha
quedado bailoteando después del golpe; les reconoce, va con dos policías, él se había puesto la
media en la cara y dijo que le esperara ahí; “no te muevas” y la besó. Ella no siente el acero tibio en
su espalda, él se lo ha llevado, ha saltado por encima de las cepas y acto seguido se ha desplomado,
como un grumo de uvas que cae suspendido para rebotar mullidamente en el suelo; ella salió
aturdida, sin saber dónde estaba, y otra vez las uvas estrellándose contra el suelo y desintegrándose
Él recuerda cómo el señor de la tienda le dice algo… “El cañón, con estrías hexagonales le
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