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(La Prisa y la Alegría)

Fue en ese preciso momento. Me quedé atónito ante el


descubrimiento. Mi asombro fue tal, que mis pupilas sufrieron
una profunda dilatación mientras mi pulso se apresuró de un
modo repentino. Una imprevista aspiración detuvo por un
instante el flujo de aire en mis pulmones y no se reanudó hasta
que mi consciencia asimiló la magnitud de la evidencia.
Me bastaron tres palabras coloreadas por la voz de la inocencia
de un niño. Tantos años de minuciosa introspección y de
prolongados periodos de observación de conducta fueron
insuficientes para asimilar la sencillez de esa lección.Con tres
palabras esa criatura me advirtió de la irresponsabilidad que
suponía someterse a la precipitación y del peligro que
comportaba ignorar tal exceso.
La sabiduría se desarrolla ante el interés y la atención de las
personas, y es compartida por todo aquel que la reconoce. Por
ende, no me resultó dificultoso acercarme a ese chico y,
después de darle las gracias con mi más rotunda sinceridad, le
otorgué la razón. Él asintió cerrando los ojos como si de un
maestro se tratase, y es que a fin de cuentas, así lo era para mí.
Sus tres palabras eran de uso común pero su mensaje ocultaba
una gran riqueza esencial.
La frase que el chaval pronunció fue suscitada por una persona
apresurada, una persona que corre sin demora mirando al
infinito con algún objetivo efímero que cumplir.
Yo pertenecía, quizás, de ese tipo de personas, era inconsciente,
una persona deseosa de alcanzar el destino sin gozar del camino
y sedienta de visualizar el Después sin deleitar el Ahora.

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Al escuchar esa simple oración, más bien dicho, esa enorme
lección, me di cuenta de la importancia que tiene saborear la
serena compañía del tiempo.
Desde entonces, el tiempo es mi fiel compañero. Él y yo
actualmente compartimos un mismo espacio y juntos
degustamos pacientemente las delicias del mundo en
convivencia. Valoro su presencia y reconozco su sabiduría
milenaria y la cortesía que me impulsa a alabarlo surge de una
consciente decisión propia.
No es que desee dedicarle la mayor parte de ¶mi tiempo· a mis
cosas, no!, dado que el tiempo no es mió. Ahora le dedico la
mayor parte de mí, al tiempo.
Si hoy le presto atención mañana me concederá buenaventura.
El tiempo me acompaña y le agradezco las experiencias
brindadas en el pasado así como sus enseñanzas presentes.
Además no arriesgo si de antemano le agradezco también el
devenir de mi insospechado futuro. En un arrebato de
entusiasmo el Tiempo me invitó a sentarme con él en un banco
cercano.

Me contó la historia de un aldeano conocido. Una historia


basada en el contradictorio anhelo de un aldeano corriente. Por
un lado quería trabajar mucho para conseguir el dinero
suficiente para mantener dignamente a su familia y por otro
lado quería permanecer junto a su mujer y sus hijos el máximo
tiempo posible.

¶Tenía un huerto de considerable extensión y un conocimiento


abrumador de la agricultura autóctona. Conocía las mejores
técnicas agronómicas y producía mediante azarosos
procedimientos las mejores hortalizas de la comarca. Elaboraba
sabrosos frutos altamente nutritivos, dotados de un aspecto y
de una exquisitez inimaginable. Vendía algunos excedentes a

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sus vecinos pero la gran mayoría los conservaba en la despensa
en forma de mermeladas y conservas de todo tipo. Tenía todo
lo que podía pedirle al cielo. Incluso con sus ahorros había
podido comprar una cría de buey que él mismo vio crecer. El
buey era enorme, tiraba del arado y le ayudaba en sus tareas más
laboriosas así el aldeano tenía más tiempo libre para dedicárselo
a su mujer y sus hijos.
Un día se encontró una pequeña moneda de oro y quedó
asombrado ante el amarillento esplendor del metal dorado. Vio
que con esa moneda podía comprar gran cantidad de objetos
preciosos y su hogar se empezó a perfumar con una fragancia
codiciosa. Empezó a vender más excedentes hasta dejar de
hacer conservas e incluso llegó a tal punto que vendió su propia
producción y se alimentó del cultivo de los vecinos por resultar
más rentable. Ya que el suyo era de una calidad superior mas
preciada. Poco a poco comenzó a comprar más tierras y a hacer
gran cantidad de viajes comerciales. Ganaba muchísimas
monedas de oro. Compró otra casa más grande y entonces tenía
ya cincuenta trabajadores a su cargo. Tardó casi una década en
conseguir todo ese patrimonio. Por fin tuvo todo el oro que
podía imaginar pero había perdido otras cosas quizás más
valiosas. Había perdido diez años de su vida para conseguir
unos cuantos sacos de monedas de oro y lo más triste fue que
había perdido la compañía de su familia durante todo ese
tiempo. Él ya se había hecho mayor casi no podía trabajar y
cuando estaba en el lecho de muerte le aconsejó a su hijo que
no siguiera sus pasos, que creara una familia y que fuera
humildemente feliz y virtuoso como había sido él años atrás. Le
recomendó que no cometiera el mismo error que su padre. Por
fin se había dado cuenta que el tesoro más preciado que había
tenido jamás era el tiempo que había malgastado. Murió
después de susurrar al oído de su hijo las siguientes palabras ¶El
tiempo es oro.·

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Saqué algunas conclusiones de esa historia y en el aire quedaron
suspendidas muchas otras preguntas de respuesta eludida.
¿Qué misterioso parentesco mantenían el oro y la prisa?
¿Quizás la moneda era una falsa unidad de tiempo que se puede
almacenar de manera acumulativa? Si lo que quería era el
tiempo, ¿para que lo canjearía por monedas y no lo
aprovechaba directamente saltándote todo el arriesgado
procedimiento? ¿Quizás todos esos sacos de oro no
significaban otra cosa que un montón de horas perdidas?
De todos modos me vi reflejado en ese aldeano. Por un motivo
u otro yo había tenido una etapa parecida y por fortuna la pude
esquivar.
Anteriormente a esa reflexión, caí ciego por el porvenir
alejándome involuntariamente de mi gran amigo Tiempo.
Deslumbrado por el brillante reflejo de un futuro incierto, caí
en las fauces de su peor enemiga. Ella trabaja vestida de paisano
y actuaba con premeditación y alevosía y su único cometido era
captar adeptos para a su ilícita asociación clandestina. Su
nombre de pila es Prisa y embaucó a tantísimos hombres que
en muy poco tiempo formó el mayor imperio jamás conocido.
Yo fui durante un periodo de inconciencia uno de los soldado
de su ejército.
Usando todo tipo de artimañas me logró cautivar inyectándome
su veneno, un veneno útil para aliviar el dolor y el sufrimiento
que conlleva ser víctima de su secuestro atroz.
El sistema económico y social vigente estaba de su lado.
Imperante y demoledor, como una apisonadora avanzaba
aplastando cualquier individuo que obstaculizara la celeridad de
su engranaje. La prisa presidía la capital y parecía obligatorio
rendir culto a sus urgentes imposiciones. ¿Qué hacer ante tan
poderoso enemigo?

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Escapé de la tortura casi por casualidad. Era una época donde
mi arrepentida ignorancia rehuía del amparo de la veracidad y
mi completa ceguera me manteuvo invalidado para hacer frente
a esa actitud indiscutiblemente dañina, pero gracias a un
afortunado encuentro accidentado regresó la lucidez de mi
cordura.
Una mañana dispuesto a alimentar el pernicioso sistema, salí a
la calle sin dejar de mirar al suelo. Iba resolviendo un
rompecabezas imposible padeciendo extrañas sensaciones de
vacío vital. Llevaba días con esa sensación, quizás meses,
parecía estar inmerso en un desierto de sequedad ideológica.
Como siempre, llegaba tarde a ningún lugar.
Apresurado, corría con fogosidad, atravesando las calles de un
cementerio de almas donde divisé, a lo lejos, mi tumba con una
fecha cercana. Desatendí el espejismo persiguiendo la voz de la
prisa y continué mi inalterable camino hacia la nada hasta que
tropecé. Tropecé con el chico que me sacó de un espiral
infinito de perdición, aquel que tenía el antídoto para poner fin
al hechizo originado por una bruja hechicera llamada Prisa.

Topé de frente con él, dañé mi pierna, caí en la acera. Tres


segundos después, pedí un perdón protocolario y reanudé mi
marcha sin ver siquiera la apariencia del chico en cuestión. Fue
entonces cuando escuché su voz por primera vez:

-¿Te han dicho alguna vez que ¡La Prisa Mata!?

El silencio imperó entonces. Un silencio roto por el eco


imaginario de sus tres últimas palabras rebotando en mi cabeza
con una reiterada perseverancia. («La prisa mata, la prisa mata,
prisa mata, mata, mata, ata,«.)

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-¿Perdona?-pregunté acercándome prudentemente, aunque ya
había entendido perfectamente sus palabras.
-Disfruta de tu tiempo- me dijo de otra manera, con una voz
más relajada.
Durante la asimilación del mensaje quedé absorto. Después de
concederle la razón y de agradecer su sabio consejo no tuve
nada más que decir. Luego sentí alivio, volví a sonreír, volví a
sentir el sabor del bienestar.
Dejé a un lado los absurdos menesteres del día y hojeé mi
agenda en busca de una sola fecha con una actividad
enriquecedora. Al no encontrar ninguna, arrojé a la papelera esa
molesta libreta que me esclavizaba. Me deshice también del
reloj y de la chaqueta y encontré un lugar cercano donde
tumbarme y disfrutar del maravilloso día soleado que emergía.
La resurrección fue reconfortante. Retomé las riendas de mi
conducta y volví a asociarme con mi gran amigo. Me preguntó
acerca de mi reciente paradero y confesé haber estado abducido
por un ente de innoble procedencia. Extensa conversación tuvo
lugar entonces.
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