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Entre insurgentes, emperadores e inquisidores: La “Güera” Rodríguez

Parte II
Por: Patricia Díaz Terés
“Ser independiente es cosa de una pequeña minoría, es el privilegio de los fuertes”.
Friedrich Nietzsche
Común es que las grandes personalidades susciten a su alrededor todo tipo de comentarios, siendo
por unos alabados y admirados o criticados y odiados por otros, lo cierto es que memorables han sido los
andares de aquellos personajes quienes como María Ignacia “La Güera” Rodríguez, han logrado plasmar
su nombre en los anales de la Historia.
Dentro estaba aún “La Güera” de su matrimonio con José Jerónimo López de Peralta, cuando en
1803 encontró a otro famoso hombre con quien entablaría una curiosa relación que exaltaría también los
celos de su irascible marido, hablamos aquí del Barón Alexander Von Humboldt, famoso viajero y
científico, quien quedó al instante cautivado por la bella dama que a la sazón contaba con 25 años.
Siendo ella muy diestra en el arte de escuchar y muy dado el docto aventurero a hablar
interminables horas sobre las diferentes ciencias que le interesaban, curiosa pareja hicieron Rodríguez y
Von Humboldt; sin ser obvia la pasión entre ellos como lo había sido anteriormente la de Bolívar y “La
Güera” –dicen incluso algunas fuentes que esta relación se dio más por conveniencia para ambos,
queriendo ella ascender en el escalafón virreinal y él ser bien recibido por la aristocracia mexicana- lo cierto
es que ambos encontraron en el otro un singular complemento para sus distintos caracteres.
De fácil palabra, gráciles modales y desbordante alegría, “La Güera” Rodríguez hacía el
contrapeso perfecto para el agrio y retraído humor de Von Humboldt, a quien ciertamente atraían más las
estrellas o la plantas exóticas, que las delicadas damas que asistían a las meriendas en casa del Virrey; de
esta manera en breve tiempo partió de la Nueva España el que sería recordado –y sin especial nota de
cariño- por María Ignacia sólo como “el viajero universal”.
Suficiente tuvo entonces José Jerónimo –“ilustre” miembro de la Orden de Calatrava- con las
numerosas y poco discretas aventuras de su esposa, por lo que comenzó a dar rienda suelta a su terrible
temperamento, dando a su mujer espantosas golpizas para remediar su conducta. Con su indómito
carácter, “La Güera” soportaba el maltrato, pero recibió de muy buena gana la propuesta de su marido
para separarse legalmente, cosa que se hizo a través de un nutrido documento en el cual se especificaban
a detalle todas las razones que empujaban al “caballero” a tomar tal decisión.
Al mismo tiempo de realizar la solicitud, López de Peralta fue destacado con su regimiento a
Querétaro, en donde en poco tiempo enfermó de gravedad y falleció en 1805 –algunos dicen que de pena-.
Libres al fin de tan terrible infierno, María Ignacia, sus hijas –conocidas también como “la Venus y
las Tres Gracias”, debido a que las jovencitas habían heredado la belleza de su madre- y su hijo José
Jerónimo pudieron continuar tranquilamente con sus vidas, hasta que “La Güera” conoció al
septuagenario Don Mariano Briones, a quien inmediatamente conquistó y, viendo ella que este caballero
podía cuidar muy bien de ella y su familia, consintió rápidamente en su segundo matrimonio.
Este enlace poco duró ya que Don Mariano falleció de una enfermedad respiratoria originada –
según se dice- en un descuido de su esposa quien, sin querer, apartó de su esposo las necesarias cobijas
durante una fría noche, dejando al anciano desprotegido de las inclemencias del tiempo.
Viuda nuevamente –y después de dar a luz a una bebé a quien nombró Victoria, pero que vivió sólo
unos cuantos meses-, “La Güera” Rodríguez retomó sus ambiciones y actividades políticas. Estando al
tiempo fraguándose el movimiento de Independencia, la dama optó por unirse discretamente a este bando,
apoyándolo principalmente de manera económica, ya que compartía las reaccionarias ideas de Don Miguel
Hidalgo, Don Ignacio Allende y los hermanos Aldama, aunque por su parte tenía además una especial
animadversión con el monarca español Fernando VII.
Esta distanciada participación en el Movimiento Insurgente, siendo denunciada por un cobarde
espía de nombre Juan Garrido, llegó a oídos de la temible Inquisición, por lo que María Ignacia fue citada
a la “casa de la esquina chata”, como se conocía a la sede de tan obscura institución.
Acompañada por su buen amigo y abogado defensor –y habiendo previamente solicitado la ayuda
de su amigo el Arzobispo Don Francisco Javier de Lizana y Beaumont-, Miguel Ángel Velázquez de
León, María Ignacia compareció el 19 de octubre de 1810 ante los inquisidores, vestida en un hermoso
vestido de fina seda y luciendo como siempre sus exquisitas joyas; al llegar al lugar se encontró con que
quienes pretendían juzgarla eran Don Isidoro Sáenz, Don Bernardo de Prado y Ovejero y Don Juan
Sáenz de Mañozca.
Pero más tardó el Inquisidor Mayor –Don Isidoro- en comenzar a enumerar las acusaciones que
pesaban sobre María Ignacia, sobre su participación en el movimiento insurgente, sus herejías y conductas
licenciosas, que ella en callarlo desafiante acusándolo de haber sostenido una impura relación con un
novicio de nombre Lope Díaz de González; mientras que a Prado y Ovejero lo increpó con la relación que
sostenía con la famosa meretriz que se hacía llamar Marquesa de la Gayola o Estela de Lassaga.
Estupefactos ante tal exposición de sus más oscuros secretos, los inquisidores no tuvieron otra
opción que dejarla ir, imponiéndole un “castigo” según el cual debía exiliarse en la ciudad de Querétaro
durante los siguientes tres meses, lo cual comparado con las cámaras de tortura que tenía entonces la
1
“Señora de la Vela Verde” , resultaron un descanso –aunque aburrido- en la agitada vida de “La Güera”.
Pero el amor de su vida –o al menos al parecer- surgiría poco tiempo después, cuando conoció al
insurgente Don Agustín de Iturbide –casado con Ana María Huarte-, en quien despertó tal pasión que el
día que éste –para culminar el proceso de Independencia- entró triunfante al mando del Ejército Trigarante
en la Ciudad de México, aquel 27 de septiembre de 1821 –después de que Iturbide y un desconfiado
Vicente Guerrero (también líder Insurgente) llegaran a un acuerdo de paz y cooperación simbolizado en el
Abrazo de Acatempan el 10 de febrero de 1821-, en lugar de rendir homenaje a su mujer, fue directo al
balcón de “La Güera Rodríguez”, a quien envió una de las emblemáticas plumas tricolores que adornaban
su sombrero, con la cual la señora tuvo a bien hacer en su persona sugestivas caricias que dejaron ver a la
sociedad mexicana la naturaleza de su relación con quien sería nombrado Emperador de México.
Pero tras el derrocamiento de Iturbide y su exilio a Italia, “La Güera” decidió vivir los últimos años
de su vida en puro y tranquilo matrimonio con un hombre a quien apreciaba en gran medida –Don Juan
Manuel de Elizalde- concluyendo sus días ya no como la “mujer notable” que fue en tiempos pasados, sino
como un noble miembro de la Tercera Orden de San Francisco, dedicada por completo a las cosas de Dios.
Y así, la mujer que según una leyenda incluso al mismísimo Satanás podía tentar, después de una
vida llena de agitadas intrigas políticas y tórridos romances, falleció apaciblemente acompañada de su
amante esposo el Día de Todos los Santos de 1850, dejando tras de sí la imagen inmortal de una dama
que, cautivando por igual al más pobre campesino y al más soberbio emperador, poseía por igual belleza,
talento, inteligencia, gracia y una poco reconocida generosidad.

FUENTES:
“La Güera Rodríguez”. Aut. Artemio de Valle-Arizpe. Ed. Diana. México, 1977.
“El Águila en la Alcoba”. Aut. Adolfo Arrioja Vizcaíno. Ed. Grijalbo. México, 2005.
“La Güera Rodríguez”. Aut. Karina Velasco. La Crónica de Hoy. 21 de agosto 2010.

1
Sobrenombre con el que se conocía a la Santa Inquisición en la Nueva España durante el siglo XIX.

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