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A LA DERIVA

La causa desencadenante fue un sorpresivo terremoto que sacudió a la isla. De eso no cabían
dudas. En lo que no lograban ponerse de acuerdo los científicos era en el modo en que había
ocurrido. Teorías surgieron a montones, unas más atinadas y otras, no tanto. De cualquier forma,
eso no era lo más importante. Lo lamentable era que de pronto el pequeño país se había quedado
sin un lugar fijo en el mapa y que su destino era incierto, porque dependía del rumbo hacia el cual
lo empujaran las fuerzas de la naturaleza.
Los primeros tiempos no hubo problemas. Las aguas eran tranquilas y lo más que hacían era
sacudirlo de un lado a otro, sin alejarlo mucho del sitio original. De manera que con alguna
variación, el sol seguía saliendo por el este y poniéndose por el oeste, y las estaciones
continuaban muy parecidas a las de siempre. Los pobladores hasta llegaron a acostumbrarse. Lo
malo era que esa zona estaba en el camino de los ciclones. Durante una temporada tan activa
como ya no se recordada, y tras el paso de varios huracanes sin intervalos, los habitantes de la
isla se llevaron una gran sorpresa. Al aplacarse la furia de los vientos y la lluvia, el amanecer les
sorprendió con la salida del sol por un lugar totalmente diferente. Y cundió el desconcierto. Hasta
que una intervención de los especialistas por todas las emisoras de televisión y radio
encadenadas despejó la duda. El país se había movido unas doscientas millas náuticas hacia el
oeste, hasta el mismo medio, casualmente, del denominado Paso de los Náufragos, una fuerte
corriente de aguas cálidas que corría con fuerza hasta perderse en las zonas heladas del Polo
Norte.
Sobrevino la alarma. Fueron convocados el ejército, la marina, la policía y todos los más
sobresalientes científicos y pensadores, incluso de otras partes del mundo, para encontrar el
modo de salir del problema. Imposible. Ni se podía anclar la isla al abismal fondo ni se le podía
impulsar para alejarla de la poderosa corriente. Simplemente la nación no contaba con recursos y
energía suficientes y ni siquiera era factible en la práctica. La suerte estaba echada.
¿Resignarse a no hacer nada? —dijeron las máximas autoridades—. Nada de eso. El
presidente declaró al país en pie de guerra. De nuevo se enlazaron las radioemisoras y las
televisoras, esta vez para transmitir en vivo su llamado al pueblo a agotar todos los esfuerzos y
realizar los sacrificios que fueran necesarios, bajo la consigna “Todo por el país”. Y una cosa,
quedaba absolutamente prohibido abandonar la isla en desgracia. A quien intentara hacerlo por
cualquier vía se le consideraría enemigo y se le trataría como tal.
Se elaboró una estrategia de emergencia que tenía dos direcciones. La primera, la más
inmediata: retardar en lo posible el avance. Arrancaron las líneas del ferrocarril y las fueron
empatando para llegar a un fondo que no hallaron. Tomaron las masas de los centrales, los
camiones, los tractores, las locomotoras, los vagones ferroviarios, las torres de las antenas de
radio y televisión y las estructuras de las fábricas, y lo ataron todo para hacer un amasijo que
echaron a las profundidades. Nada. Tomaron los grandes hoteles y edificios cercanos a las
costas, les dinamitaron los cimientos y enteros, con todo adentro, los tiraron también, después de
sujetarlos a los más fuertes árboles de la orilla. Tampoco dio resultado.
Pasaron a la segunda fase, la de impulsar la isla en sentido contrario al de la corriente. Todo
el combustible del país se destinó a sus barcos que se pusieron a empujar hacia atrás. Día y
noche, a toda máquina, y también sin resultados. Entonces tomaron la decisión que les quedaba.
Apagaron la nación y toda la energía eléctrica la destinaron a los motores que llevaron desde
todos los sitios para ponerlos, con propelas construidas con urgencia, a empujar también en la
dirección opuesta. El saldo fue exactamente el mismo. La isla crucero proseguía su peligrosa
marcha rumbo norte.
Como era de esperar, la comunidad internacional no quedó impasible ante la tragedia, y
mediante la ONU se coordinó un plan de ayuda. Lo primario era combustible, alimentos y
medicina, que llegaron enseguida. También se elaboraron proyectos a gran escala como tender
un cable de acero entre dos Islas. Fue desechado, porque no había ninguna en el camino. El de
una explosión atómica, lo mismo. Era un riesgo muy grande y un daño imprevisible para la fauna
marina y el medio ambiente en general. Igual se pensó en coordinar el apoyo de los más grandes
buques cargueros del mundo. Juntarlos era demasiado costoso.
Con el paso del tiempo la ayuda y la preocupación fueron decreciendo, inmersa como estaba
la humanidad en las guerras, los terremotos, las inundaciones, las epidemias y el resto de sus
problemas habituales. Y la islita tuvo que arreglárselas sola, sin industrias de nada, porque todas
se habían desmantelado; ahorrando al máximo los embalses de agua, pues habían dejado detrás
el manto freático y los ríos y los pozos se habían secado por falta de manantiales, en tanto
acertarle con un aguacero, en esas condiciones de movilidad, era imposible para la naturaleza.
Los pozos petroleros también se habían perdido y lo único que podían hacer para obtener energía
era quemar los bosques.
La salvación pareció provenir de una poderosa nación a la que, por suerte, el forzado
itinerario le pasaba relativamente cerca. Su gobierno envió una delegación con un multimillonario y
factible proyecto. Se trataba de fabricar un largo y grueso cable de titanio, el material de la coraza
de sus naves espaciales, para atar una punta firmemente a tierra y con la otra “pescar” la isla
crucero. Por dinero no tendrían que preocuparse los náufragos, porque sus rescatistas asumirían
todos los costos. Una vez capturada, la halarían hasta hacerla encallar y la convertirían en una
nueva provincia.
Ira, protesta, escándalo. Los mediadores casi fueron tirados por la borda. ¡Jamás, jamás,
jamás! ¿Cómo se les ocurría semejante propuesta, conociendo la historia de lucha y sacrificio de
los isleños ahora navegantes? Antes muertos que aceptar renunciar a la soberanía política y
económica. Nunca hablarían otro idioma, a no ser como medio de comunicación con los turistas.
Jamás se convertirían en parte de una nación tan poderosa y peligrosa. De ella nada, ni siquiera
un plato de comida lanzado cuando estuvieran pasando. Es más, si pudieran evitarían hasta
cruzar por sus cercanías.
Y pasaron y siguieron de largo, en efecto, a la deriva, como barco sin timón ni timonel, al
influjo de la fuerte corriente que les llevaba hacia un punto incierto, pero sin dudas frío y desolado,
en los confines del globo terráqueo.

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