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El Doctor se siente satisfecho limpiando la herida de su paciente, una niña campesina de

ocho años que ha caído de rodillas queriendo dominar la bicicleta y le dice: eso es, ya casi
terminamos, otro poco aquí, otro poco acá, listo!. La niña sonríe y el doctor escucha:
gracias señor, gracias. La madre de la niña también agradece al Doctor y le pregunta
cuánto le debe y él replica con un no se preocupe señora y madre e hija salen por la puerta
y él se quita los guantes y comienza a lavarse las manos… mientras el agua corre entre ellas
y el jabón con que las ha untado, mira sus manos, manos de dedos largos, manos que curan,
manos que han tocado muchas heridas, que han ayudado a veces a cortar tejidos para
acomodar órganos, que han abierto cuerpos para encontrar solo materia y más materia
maravillosamente organizada pero ni un rezago de eso que llaman alma… esperó alguna
vez encontrar pensamientos cuando abrió a su primer paciente en la escuela de medicina,
algo así como burbujas de jabón que saldrían volando de la barriga de ese cadáver
encerrando en cada una la imagen de una idea y no, solo estaban las costilas, los
pulmones, el corazón, los intestinos, la vesícula, el hígado y todo eso era tan hermoso, que
se preguntó por qué la gente se desgastaba tanto pensando en el alma cuando esos órganos
tenían una presencia tan sublime, casi sobrenatural, uno dependiendo de otro para mantener
lo que llamamos vida. ¡Un trueno rompe el silencio! Mira por la ventana de su
consultorio. Son ellos, son los subversivos que van disparando a la gente. Se escucha una
explosión y escombros con pedazos de personas vuelan por los aires… ya nada queda del
puesto de Policía, ya nada queda de la gente. El Doctor está sudando, el Doctor tiembla…
es la inminencia de la muerte, es el grito de la violencia que te rasga la sangre, que te cierra
el esófago y que te pone a tragar saliva. Se ha quedado petrificado, los subversivos han
sacado al alcalde a la plaza y lo ajustician de un tiro en la cabeza. Luego sigue el Inspector
de Policía y Don Elías que es acusado de informante. Todos ahí, uno encima de otro,
ahora solo son cuerpos y aunque están llenos de huecos de ellos no salen burbujas de ideas,
solo sangre, sangre y sangre. Han golpeado las puertas de su consultorio e instintivamente
busca el revólver que guarda en la gaveta, escucha un llanto quedo, suavecito e
instintivamente sabe que es la niña de la bicicleta y su madre. Les abre la puerta y les dice
shhhhh. Las hace sentar detrás de la camilla, como si una estructura tan endeble las
pudiese proteger y él se para detrás de la puerta con la pistola bien empuñada para defender
la vida, la suya y la de esas dos inocentes. La madre acaricia a su hija y lágrimas escapan
de sus ojos, mientras la niña tiene los ojos bien cerrados con la cabeza apretada contra el
pecho de su madre. ¡Salgan hijueputas, salgan en nombre de la Revolución Armada! Ha
dicho la voz de un hombre. Está cerca, se siente sus pasos acercarse a la puerta. ¡Que
salgan, que sabemos que están ahí! Ahora la madre tiene los ojos bien cerrados y la niña
ha comenzado a llorar. El doctor pone su dedo índice en la boca en señal de que guarden
silencio y se siente golpes de una culata, patadas y una puerta que ya casi sucumbe y que
termina por abrirse. Ha entrado un hombre con una ametralladora, un pasamontañas viejo
y ropa camuflada y el Doctor ha quedado justo a sus espaldas. Ahora sabe que o son ellos o
es el hombre del camuflado, o es la vida del terrorista o la suya y la de la niña de la
bicicleta y su madre. Pero se siente petrificado, sus brazos parecen no responder,
lentamente alza el revólver y lo pone a la altura de la médula espinal, luego más hacia el
cerebro y mira sus manos empuñando el arma, sus manos que curan y que ahora parecen no
querer apretar el gatillo, manos atadas por quién sabe qué… quizá por su respeto a la vida,
por su juramento hipocrático, por esperar que aparezca algo o alguien que lo salve a él y a
todos de esta encrucijada… pero el hombre de la ametralladora parece haber escuchado los
pensamientos del doctor e Instintivamente voltea para defenderse pero esas manos que
curan se han desatado… ¡pum! ¡pum! ¡pum! Tres tiros que han entrado por la frente, que
han dejado sin oportunidad al terrorista tirado en el suelo y aunque ahora tiene tres agujeros
donde se supone están las ideas, ni una sola burbuja sale, solo sangre. Se oyen disparos y
más disparos en la calle, gente que grita y explosiones, pero el doctor sigue parado detrás
de la puerta abierta de par en par y la niña de la bicicleta y su madre tras la camilla,
esperando, escuchando la sinfonía de las manos desatadas.

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