Está en la página 1de 3

Todas las civilizaciones y grupos humanos de todos los tiempos –en mayor medida, por

supuesto, los de la Antigüedad– han investido a sus gobernantes de un rango especial que

implicaba un carácter de nobleza, de alta dignidad e incluso de sacralidad. Este es el caso

del aura divina que rodeaba a los faraones, que se asumían como hijos de Ra, de cuyo

vientre eran engendrados. La regia investidura que ostentaba se manifestaba en todo el

aparato y protocolo que debían observar los faraones mismos, sus ayudantes, los

funcionarios públicos, los sacerdotes y el pueblo mismo, quien salvo escasas ocasiones no

estaba autorizado para interactuar con el sumo gobernante. Su afinidad con los dioses era

tal, que su presencia infundía miedo, su mirada era capaz de escudriñar y sondar en el

ánimo de todos los seres. Su coronación misma implicaba un reajuste del orden cósmico del

universo, el cual había sido alterado por la muerte de su predecesor.

Los egipcios, inscritos en el orbe de la tradición de los grupos semitas por una parte,

y de los africanos por otra, comparten con estos la noción de lo que implica la “realeza” de

un faraón. Pues en general la realeza africana se desarrolla en torno a lo divino, como

enuncia Frazer. Así, el rey ejerce un poder (voluntario o involuntario) sobre la naturaleza,

es considerado una suerte de axis mundi, ya que es el centro dinámico del universo que rige

cósmica y socialmente el mundo, es asimismo hasta tal grado aglutinador del cosmos que

sus acciones y su vida tienen un efecto o una repercusión en el curso del universo, cuya

armonía y regulación están directamente relacionadas con el comportamiento del rey y, en

última instancia, debe ser sacrificado o sustituido.

Así, el rey en las monarquías africanas muchas veces no representa un poder real

sino que es una suerte de “fetiche”, un objeto sagrado que posee cierta fuerza cósmica que

ordena el mundo, cuya posición está legitimada por su origen o linaje.

Entre la rica tradición narrativa que nos ha llegado de los egipcios –en forma de

cuento tradicional o folclórico–, esta la historia del príncipe predestinado, que llama la

atención debido a que se afirma que tiene resonancias en la literatura posterior, pues está
aquí ya presente el germen del tópico que posteriormente aparecerá en el cuento La Belle

au bois dormant de Charles Perrault, cuyos padres, al igual que los del príncipe egipcio

protagonista de la historia mencionada, no podían concebir.

Al leer dicho relato, hay varios puntos que invitan a la reflexión y a su vez a la

duda, ya que en esta historia entra en escena el fatalismo, que equívocamente es

considerado generalmente como parte importante en la literatura occidental (cuya tradición

inicia, obviamente, con los griegos), los cuales tanto en su mitología como en la épica y la

tragedia se valieron de esta suerte de cosmovisión para explicar el mundo en que se

desenvolvían.

Esta concepción fatalista desarrollada por algunos egipcios dio lugar a una primitiva

filosofía moral, como la presente en las Instrucciones a Merikara, texto que constituye un

testamento que instruye sobre cómo debe comportarse el buen hombre (y del rey) en sus

funciones. La importancia del texto reside en que constituye un verdadero manual de

política, antecediendo a los posteriores desarrollos filosóficos y especulatorios que versaron

sobre esta materia entre los griegos (Platón y Aristóteles) y los romanos (Cicerón y

Séneca). El rey debe respetar ciertas pautas para ser graciosamente acogido por la memoria

de los hombres, los cuales memoriosos de la dicha y prosperidad provocada por su

gobernante lo alaban y admiran.

Éste en principio debe dominar la palabra, que es una suerte de espada para los

reyes. La palabra como instrumento es un palmario punto de contacto entre la filosofía

política clásica (griega y romana) y la egipcia, quienes saben que los ingeniosos salen

victoriosos de cualquier combate.

Para que todo marche propiciamente, el rey debe rodearse de nobles y tratarlos bien,

de modo que con su favor y buena disposición se vuelva más poderoso. El tratarlos bien

implica hablar con la verdad en todo momento. Debe asimismo propiciarse y conciliarse a
los soldados con prebendas ni deben hacerse distinciones entre los nacidos de buena familia

y los plebeyos.

Es necesario conservar buenas relaciones con los reinos colindantes o vecinos, y si

existen pactos estos deben ser corroborados con buena fe y renovados, debe a su vez

evitarse la guerra.

Es importante además la popularidad del rey, por lo que este debe provocar la gracia

del pueblo y de sus allegados, mitigando el sufrimiento de los hombres llevándoles bien.

Todas estas características del faraón, en quien además posee un habitáculo la diosa

Maat, encarnación de la justicia humana, divina y cósmica, de la ordenación y el recto

curso del universo, nos muestran que los egipcios estuvieron conscientes de que había que

dirigir en cierto modo los designios y la voluntad del faraón, quien a diferencia de sus

homólogos en el resto de África, ostentaba un poder realmente social y moral entre sus

súbditos, quienes lo servían gustosos si este con buen gobierno verificaba su divinidad.

BIBLIOGRAFÍA

CERVELLO AUTUORI, José, Sobre la formación de la civilización y la monarquía

faraónicas. Un estudio sociológico e histórico-religioso, Barcelona, Universidad

Autónoma de Barcelona, 1998,

CIMMINO, Franco, Vida cotidiana de los egipcios, traducido por M. García Viñó, Madrid,

EDAF, 1991, 313 pp.

LICHTHEIM, Miriam, Ancient Egyptian Literature: A Book of Readings, vol. I, California,

University of California, 1975, 256 pp.

También podría gustarte