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Páginas mezcladas

PABLO DE SANTIS
Páginas mezcladas

Historietas:
MAX CACHIMBA
COLIHUE
De Santis, Pablo.
Páginas mezcladas. - 1ª. ed. 4ª reimp. - Buenos Aires Colihue, 2005.
96 p. ; 20xl2cm.- (La movida)
ISBN 950-581-222-1
1. Narrativa argentina. I. Título CDD A863
Director de colección: Pablo De Santis
Diseño de colección y de tapa: Juan Manuel Lima
Ilustración de tapa: Max Cachimba
LA FOTOCOPIA MATA AL LIBRO Y ES UN DELITO

1ª edición / 4ª reimpresión
© Ediciones Colihue S.R.L.
Av. Díaz Vélez 5125
(C1405DCG) Buenos Aires -Argentina
www. colihue. com. ar
ecolihue@colihue.com. ar
I.S.B.N. 950-581-222-1
Hecho el depósito que marca la ley 11.723 IMPRESO EN LA ARGENTINA - PRINTED IN
ARGENTINA

Siempre olvido numerar las hojas y se me confunden. Por eso este libro tiene las
páginas mezcladas. El desorden no siempre es caos. A veces es otro orden.
Pero secreto.
PABLO DE SANTIS

EL día que cumplí 25 años mi padre me llamó por teléfono y me dijo que teníamos
que conversar de algo muy importante. Fui hasta su casa; él esperó que mi madre
me diera los regalos (una camisa cuatro talles más grande, un cinturón que me
daba dos vueltas) y me hizo pasar después a su estudio, en el primer piso, donde
casi nunca dejaba entrar a nadie. Como para subrayar que acabábamos de entrar en
un mundo que no era del todo real, sirvió dos vasos de whisky (yo no tomaba, él
tampoco). Entonces me preguntó si había oído hablar de la editorial del tío
Luis. Luis era su hermano, y había muerto cuatro meses atrás de un ataque al
corazón. Le respondí que alguna vez había visitado la editorial, pero yo era un
chico en ese entonces, y ya no recordaba ni siquiera en qué barrio estaba.
—Todavía existe. Luis dejó varias deudas y la editorial a punto de cerrar. A
menos que alguien se ocupe de sacarla a flote, nos vamos a tener que hacer cargo
de las deudas... yo le salí de garante en dos negocios... —buscó la palabra
exacta que lo salvara de dar explicaciones— desafortunados.
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Que esto quede entre nosotros: tu mamá no sabe nada.
Imaginé los reproches de mamá: "Yo te lo había advertido, ese loco de tu hermano
no hace más que meterse en problemas". Las familias, igual que las series de
televisión, tienen dos o tres modelos de guión, que repiten con algunas
variantes.
La editorial se llamaba "El fuselaje", misterioso nombre cuyo origen el tío Luis
nunca se había molestado en explicar. Por el tono de mi padre, supe que había
sido yo el elegido para la tarea. Mi padre se acercó hasta mí, me miró con la
emoción y el alivio con que se mira a los mártires y apoyó su mano en mi hombro.
Por el significado del gesto, sentí como si tuviera el peso de una columna de
mármol.
—En vos confiamos —la primera persona del plural parecía no referirse sólo a mi
madre y a él, sino a la difusa Humanidad.
Al día siguiente fui a conocer la casa que ocupaba la editorial. En la puerta
había un cartel de chapa, un poco oxidado (Ediciones El fuselaje) y el torpe
dibujo de un avión antiguo. Mi padre me había dado un aro de metal con casi
veinte llaves de distintas épocas: probé una por una hasta dar con la correcta.
Entré a un garaje que servía de depósito. En el suelo se amontonaban paquetes de
libros atados con hilo sisal; los estantes soportaban libros de horóscopos y
novelas policiales con mujeres a medio vestir en la portada, siempre a punto de
ser baleadas o acuchilladas.
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No esperaba encontrar a nadie en la casa, que parecía llevar años desierta. Pero
en la primera sala descubrí a un hombre de unos cincuenta años inclinado sobre
un enorme libro de contabilidad. Llevaba dos pares de anteojos y acercaba su
nariz a la página hasta casi rozarla. Levantó la cabeza pesadamente y me miró a
través de los cristales superpuestos.
—Si viene con intenciones de cobrar, le aviso que la empresa está por el momento
en cesación de pagos.
Cuando le conté que era Darío, el sobrino de Luis Lerú, suspiró aliviado, se
puso de pie, hizo una especie de saludo ceremonial, y se presentó.
—Soy el contador Vilches. ¿Sabía que la editorial está en rojo?
—¿Hay algo que se pueda hacer?
—Voy a conseguirle un hombre que le haga unas cobranzas, así al menos podrá
pagar las deudas más urgentes. Su tío no se molestaba mucho en cobrar las deudas
ajenas ni en pagar las propias. Si usted va a hacerse cargo, empiece a buscar
hoy mismo algo para editar.
Vilches miró con piedad mi cara de desconcierto y demostró que además de
contador podía servir como asesor literario.
—Para esta época del año, su tío mandaba al circuito de los quioscos sus
predicciones astrológicas.
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La editorial se mantenía con eso. Son libros que se venden rápido. El
licenciado Baum es una firma reconocida.
Vilches guardó el libro de contabilidad en un maletín con la promesa de
devolvérmelo en unos días. Quise retenerlo para preguntarle cómo funcionaba la
editorial, pero me explicó que estaba muy apurado, y que si se había acercado
para ver cómo andaban las cosas, era sólo porque había sido muy amigo de mi tío.
Nombró a varios integrantes de una barra que se reunía todas las tardes en un
bar con billares, e hizo alguna mención a la fama de mujeriego de mi tío ("Yo no
podía seguirlo en todas sus aventuras: soy un hombre casado"). También contó
algunas anécdotas que ponían en relieve el ingenio de mi tío (como yo no había
heredado ese ingenio, no las entendí). Vilches se fue dejándome un montón de
papeles para consultar: correspondencia comercial atrasada, cuentas impagas,
cartas de lectores, folletos viejos. Al final de la tarde ya tenía una idea
aproximada de la línea editorial de "El fuselaje" y estaba en condiciones de
hacer un catálogo provisorio de sus libros más importantes:
—Predicciones astrológicas. Por el Licenciado Baum.
—El Cabaret Negro, Perdición de la carne, La vampiresa descalza: novelas
eróticas firmadas por Nelly Champagnat.
—El manuscrito de Ephrom. Por Ezra Ephrom. (Libro postumo trasmitido por el
espíritu de Ephrom a su esposa a través de una médium.)
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—Háblale a tu ángel. Por Mauricio Fenta.
—El ajo, alimento sagrado. Dra. Fuentes.
—Espiritismo sin intermediarios. Profesor Habermas y equipo.
La lista seguía con algunos libros de divulgación científica, consejos
conyugales, y una serie de novelas de terror firmadas por un tal Lamberto Lacruz
de las cuales sólo recuerdo una invasión de babosas gigantes carnívoras y un
enanito de jardín que cobraba vida.
En mi segundo día como director de la editorial fantasma me dediqué a ordenar un
poco los cajones mientras buscaba los números de teléfono de los autores, para
ver si alguno estaba dispuesto a escribir otro libro. Me interesaba
especialmente el licenciado Baum, autor de los horóscopos.
Llamé a Vilches para ver si sabía dónde ubicar a esta gente. El contador empezó
a reírse apenas le mencioné tres o cuatro nombres del catálogo.
—Pero Darío, cómo va a creer un hombre culto como usted en esas cosas... Baum,
Nelly Champagnat, la doctora Fuentes, Ezra Ephrom son imposibles de encontrar.
Ninguno existe.
—¿Murieron?
—Ni siquiera nacieron. Su tío Luis escribió todos los libros de la editorial.
Recordé un sueño recurrente que tenía desde los tiempos del secundario: se
organizaba en el mundo un campeonato de estúpidos, y llegaba a mi casa un
telegrama con la noticia de que me habían dado el primer premio.
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—Entonces se terminó la editorial.
—No desespere. Siga el ejemplo de su tío, que siempre decía: "Nada me deprime,
ni siquiera la depresión". Su dilema es el siguiente: contrata a alguien para
hacer el trabajo o se dedica a escribir usted mismo.
Como no había plata para pagarle a nadie, comencé yo. En algún momento había
tenido ambiciones literarias, y me imaginaba convertido en un novelista famoso,
autor de novelas graves, lentas y profundas, que hablaran de la condición
humana; en cambio, me esperaba un futuro de libros sobre espiritismo, alimentos
milagrosos, interpretaciones caprichosas de las profecías de Nostradamus.
Me tomé unos días de licencia en el colegio donde daba clases de filosofía para
dedicarme a la redacción del primer libro. Llevé algunos víveres a la editorial
y me propuse no abandonar la casa hasta que no tuviera al menos cincuenta
páginas escritas. Seguí el consejo de Vilches y elegí como primer paso las
predicciones astrológicas. Leí la obra maestra del tío Luis y traté de
impregnarme de su estilo. No era fácil reproducir la música verbal del
licenciado Baum, que envolvía cada frase en un aura de misterio, como si
escribiera en una habitación envuelta en niebla.
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Hice lugar en el escritorio para una pesada máquina de escribir y tecleé las
primeras líneas de la introducción. El licenciado Baum era astrónomo además de
astrólogo y comenzaba cada uno de sus libros mirando las estrellas en su
observatorio personal, instalado en la terraza de su casa de La Plata. Primero
meditaba sobre las estrellas, luego sobre la influencia de los astros sobre el
destino de los hombres. "El macrocosmos y el microcosmos parecen alejados, pero
están tan cerca como los lados de un guante" era uno de sus pensamientos más
frecuentes.
La inspiración se cortó cuando sonó el timbre. Afuera había una chica de aspecto
frágil, empapada, que sostenía una bolsa de nailon llena de papeles y un
paraguas averiado. Temblaba. Perdido en la dimensión estelar, no me había dado
cuenta que hacía horas que llovía.
—Soy Greta, la correctora —se presentó mientras hacía un gran esfuerzo para que
sus dientes no castañetearan.
Le conté que era el sobrino de Luis. Greta puso su impermeable a secar junto a
la estufa. El paraguas, que de tan poco le había servido, no cerraba bien. Por
alguna razón que desconozco, los paraguas rotos dan a sus dueños un aspecto que
despierta conmiseración, y que aplasta todo intento de elegancia. Greta miró a
su paraguas con tristeza, pero después, en un ataque de imprevista violencia,
comenzó a retorcerlo y a golpearlo hasta que lo cerró. El aire de pobre chica
desapareció de golpe.
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—Tenía este trabajo para corregir —me explicó mientras sacaba de la bolsa de
nailon la mitad de los papeles—. Había quedado en entregárselo hace tiempo a su
tío, pero como no me pagó el trabajo anterior, le avisé que no se lo iba a
devolver. Después me enteré que murió. Lo siento mucho.
Interrumpió la ceremonia de entrega de los papeles para darme la mano en señal
de pésame.
—Le agradezco que haya traído ese original, pero no sé cuándo habrá plata para
pagárselo. Me acabo de hacer cargo de la editorial... —sentí una puntada en mi
corazón: era mi instinto de editor que estaba despertando— ¿qué es?
—Un manual de cocina.
Lo hojeé. Mi tío no sabía nada de cocina; debía haber escrito el libro copiando
recetas de diarios y revistas. En algunos casos había preferido innovar.
—No pruebe el flan "El fuselaje", que lleva huevos de codorniz con cascara —
advirtió la correctora—. Tuve que alterar algunas recetas, como las que incluyen
moldes de metal para hacer en el micro-ondas.
Miré por encima el original mecanografiado. Buñuelos hechos con tal exceso de
levadura que saldrían volando. Mulita a la cazadora, con instrucciones para
fabricar un charango con los restos. Cabeza de vaca al jerez. El estilo del tío
Luis me recordaba a los manuales de medicina forense. Sentí náuseas.
—Estoy escribiendo un libro de astrología. Creo que en un par de días lo
termino. ¿Cuánto cobra por página?
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No me respondió, porque estaba buscando en su bolsa de nailon otros papeles....
—¿Más recetas? —No, una novela. —¿Cómo se llama? Me mostró la primera carilla:
El enigma de París
(novela policial)
—Me la dio tu tío para ordenar y corregir —había decidido tutearme—. Me dijo que
esta vez la novela no la había escrito él. Se le habían caído las páginas y se
habían mezclado. Yo empecé a trabajar, pero como no me pagaba... están todas las
páginas mezcladas, tal como me la entregó.
Miré las páginas sin numerar. Había correcciones a mano, dibujitos, manchas,
tachaduras, mapas... Parecía más un borrador que una edición definitiva.
Desordenado o no era el único libro que tenía.
—Greta, este va a ser nuestro primer trabajo juntos. No sé de dónde voy a sacar
plata para pagarte, pero algo voy a conseguir. Hagamos una reunión el lunes para
poner en orden estos papeles y juzgar si es publicable.
—El lunes tengo clase de gramática. Salgo a las cinco y vengo para aquí.
El paraguas que tanto había costado cerrar, milagrosamente se abrió. Desde la
ventana, seguí el paso de Greta hacia la esquina, donde había una parada de
colectivo.
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Asistí al último combate de la correctora con su paraguas, mientras una ráfaga
se ensañaba con ella hasta arrancárselo de las manos.
Tuvimos que posponer la cita porque Greta me llamó para avisarme que estaba en
cama. El miércoles llegó puntual con una docena de medialunas y un par de
anteojos de marco de carey. Me pareció más bonita que la primera vez, como si se
tratara de una hermana gemela ligeramente más serena, de ojos más grandes, más
difícil de reducir a una anécdota, a un paraguas roto, a una tarde de lluvia.
Yo estaba combatiendo con el signo de libra cuando llegó. Como toda mi familia
nació en octubre, es el signo más difícil. Greta despejó de papeles mi
escritorio, haciéndole lugar a "El enigma de París". Me irritó un poco su toma
de posesión del lugar. Al fin y al cabo era mi oficina.
—¿Algún dato del autor? —me preguntó.
—El contador nunca lo oyó nombrar. Sospecha de mi tío.
En una página había una nota que advertía:
"Pese a las precisiones sobre lugares de París, los hechos y los personajes son
imaginarios. El autor no se hace responsable por las personas o instituciones
que puedan sentirse aludidas."
—Quizás se trate de una novela política —aventuró Greta.
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Saqué mi lapicera para numerar las páginas. Era una pluma que siempre perdía
tinta y me manchaba los dedos de negro, pero le tenía cariño.
—Este es el principio —dijo Greta, mostrándome una página mecanografiada—.
¿Hacemos café antes de empezar a trabajar?
Fui hasta la cocina. Puse la pava en el fuego. Desde allí oí la voz impaciente
de Greta, que comenzaba a leer en voz alta el primer capítulo, sin siquiera
esperar a que yo llegara con el café. "Caía la nieve sobre París. Ivés
Montaner..." Sentí urgencia por volver junto a ella, por mirarla mientras leía.
"...Ivés Montaner, detective privado, miró por la ventana el Sena..."
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Caía la nieve sobre París. Ivés Montaner, detective privado, miró el Sena por
su ventana. Hasta un tiempo atrás los barcos llenos de turistas habían recorrido
el río; pero uno por uno habían naufragado, y ahora sus proas oxidadas o sus
cascos rotos emergían como goletas fantasmas.
Montaner miró con tristeza la mitad izquierda de su cama de dos plazas. Seis
meses atrás Jacqueline, una frágil bailarina que trabajaba en el Teatro de la
Ópera, lo había abandonado, para partir en una gira de años por países remotos.
Al principio había recibido algunas postales, y después nada. Para que su
tristeza fuera aún más perfecta, el invierno era el peor que París había
conocido en los últimos veinte años.
El teléfono sonó como un alarido. Corrió a atender con la esperanza, cien veces
traicionada en los últimos meses, de que fuera un trabajo.
Era la voz de Marie Rose, su secretaria.
—Venga rápido. Hay aquí un señor que quiere hablar con usted...
Ivés se puso su sobretodo y partió. Metió la mano en el bolsillo, revolviendo
con asco su contenido (boletos de metro, un cigarro aplastado, un caramelo
pegajoso) y encontró al fin unos pocos billetes. Sus últimos francos.
Habían pasado tres meses desde su último caso. Aquella vez lo había contratado
el dueño de un circo, preocupado por la posibilidad de que uno de sus artistas
fuera un asesino. El lanzador de cuchillos, un italiano que se hacía pasar por
hindú y que usaba un turbante azul, había matado a su esposa.
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La mujer trabajaba como su asistente; en medio de una función, uno de los
puñales que debían dibujar su silueta se clavó en su corazón. Como no había
pruebas en su contra, la justicia, ante la duda, lo había dejado libre. Sin
embargo, el dueño del circo no estaba tan convencido.
Montaner se hizo pasar por periodista, y así pudo hablar con todo el elenco.
Indagó al domador, a la ecuyére, al trapecista, a un par de ex presidiarios que
trabajaban como payasos, a una hermosa equilibrista que vivía descalza, sin
llegar a ninguna respuesta. Después de diez días de preguntas, el dueño del
circo lo intimó:
—Tiene tiempo hasta mañana, después del espectáculo. Si para ese entonces no
encontró nada, cancelamos la investigación.
Montaner se sentó en primera fila. No era una función común: la sensación de la
noche era el regreso del lanzador de cuchillos. Le habían conseguido una nueva
asistente: una chica que sonreía entre temblores, con lágrimas de terror en sus
ojos enormes. Cuando voló el primer cuchillo, el detective supo la verdad.
Al final de la función se reunió con el dueño del circo.
—El hombre es culpable —dijo.
—¿Qué pruebas tiene?
—Ninguna. Pero un hombre que falla una vez, no puede seguir tirando puñales.
Sólo el que no erró nunca puede continuar.
El dueño del circo aceptó su veredicto y dejó afuera al lanzador de puñales.
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Desde entonces, Montaner había recibido la visita de posibles clientes, que
acababan por pedirle trabajos deshonestos, o imposibles, o simplemente idiotas.
Pero andaba tan mal de dinero que estaba dispuesto a aceptar prácticamente
cualquier tarea. Al salir del edificio, una golondrina congelada cayó muerta a
sus pies.
—¿Te gustan las novelas policiales ? —le pregunté a Greta.
—Sí, pero solamente las de crímenes pasionales.
—Pero recién al final se sabe si el crimen es pasional.
—Es que yo siempre empiezo leyendo el final.
—¿ Y dónde está la gracia ?
—No lo entenderías. Hay dos razas de lectores: los que empiezan por el final y
los que no leerían el final por nada del mundo.
Greta miró las páginas desordenadas.
—Si supiera cuál es la última, la leería primero. Pero ni siquiera sé cuál es la
página siguiente.
Busqué alguna frase que me sonara como la posible continuación de la anterior.
Luego de unos minutos la descubrí: "Su secretaria lo esperaba con una taza de
café con leche con croissants..."
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MONTANER tenía todas las piezas ante sí, pero no lograba armarlas. Aunque había
aclarado el enigma del libro, los asesinatos le revelaban que en realidad no
sabía nada, que estaba de nuevo en el comienzo.
Llamó al teléfono de la agencia de modelos para la que trabajaba Helena Lavan.
Lo atendió un contestador automático. Dejó, con voz nerviosa, un mensaje inútil.
Buscó en la guía el número particular de su representante. Oyó la voz de un
hombre dormido y malhumorado.
—La llaman treinta locos por día, con las excusas más ridículas. ¿Es usted el
loco número treinta y uno?
—La van a matar. Menciónele el nombre de Dubuffet: ella me creerá.
—Hoy llamaron para advertirle que la secuestrarían extraterrestres. ¿De qué
planeta está llamando?
Irritado, Montaner cortó.
Oyó el ruido de la puerta de la oficina al abrirse. Seguramente Leducq se había
dado cuenta de que no se podía averiguar nada en París a esa hora de la noche.
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Pero no era Leducq.
Un puñal se clavó contra un escritorio, muy cerca de Montaner.
—No se mueva—dijo la voz.
El hombre ya no vestía turbante ni túnica roja.
—Casi no lo reconozco sin su disfraz, Abdul — dijo Montaner.
—Ya no soy más Abdul.
—¿No usa más su nombre artístico?
—Desde que usted le dijo al dueño del circo que yo era un asesino, nadie me
contrata. El ambiente circense es muy chico, ¿sabe? Las noticias vuelan.
—Lo hubiera pensado mejor antes de matar a su esposa.
—No quise matarla. Me hubieran creído, de no haber sido por usted.
—Si hubiera sido un accidente, no habría seguido lanzando cuchillos. Un hombre
que se sabe capaz de errar no puede seguir en el negocio.
—Nunca erré.
Abdul lanzó otro puñal. La hoja atravesó la carpeta donde el detective había
reunido las pistas del caso Dubuffet.
—Tiro con los ojos cerrados. Estoy acostumbrado a no dar en el blanco. Algo
ocurrió esa noche. Yo supe que no había sido mi culpa. Algo se había cruzado en
mi camino.
—Mató a su mujer a la vista de todos. Si se hubiera cruzado alguien lo hubieran
visto los demás.
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—Nunca supe cómo había ocurrido hasta que ayer, cuando caminaba por la calle
siguiendo sus pasos, un pájaro pasó volando junto a mi cabeza. El roce casi
inaudible de sus alas me llevó a la verdad.
—¿Le va a echar la culpa a un pájaro?
—Una de las palomas del mago. En el último instante tuve la intuición de que
había algo frente a mí y desvié el puñal. Evité al pájaro, pero le acerté a
Isabelle.
Montaner se sintió abatido. ¿Decía aquel hombre la verdad? ¿Había sido un
accidente y él lo había condenado?
—Si fue un accidente, entonces me equivoqué. Yo...
—No fue un accidente. Fue un asesinato. El mago lanzó a propósito esa paloma. En
ese momento del show me iluminaban con luz negra, para dar a la escena un aire
de misterio. La paloma que soltó el mago era negra, por eso nadie la vio.
—¿Por qué el mago hubiera querido matar a su esposa?
—Isabelle había vivido con él antes de conocerme. Eso fue hace muchos años; yo
pensaba que nos había perdonado. Pero el odio es lento.
Tomó un nuevo cuchillo. Los sacaba de las mangas de su camisa como naipes.
Dijo el hombre que ya no se llamaba Abdul:
—Usted se equivocó. Disparó a ciegas, igual que yo, y como yo, erró.
Otro puñal se clavó cerca de la mano de Montaner.
—En un principio, pensé en matarlo. Ahora cambié de opinión. Quería que supiera
la verdad.
Desclavó los cuchillos.
—Me los llevo. Todavía los necesito.
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—¿Sigue tirando?
—Pero nunca más a ciegas. Ahora abro los ojos.
El hombre se alejó con paso ligero.
Montaner trató de olvidar al lanzador de cuchillos para volver a su
investigación. Pero ahora que el miedo había pasado, llegaba el sueño. Se
derrumbó sobre el colchón de Leducq.
Cuando despertó, el detective sonámbulo estaba frente a él. Sus otros colegas
comenzaban a llegar a la oficina, con el diario bajo el brazo.
—Averigüé algo sobre Balthazar —dijo Leducq—. Compra sus especias en una casa
que se llama "El pez negro".
"Es el mejor de todos" pensó Montaner al mirar al despojo humano de Leducq. "Es
el único al que la ciudad acepta decirle sus secretos al oído".
—¿Cómo llego hasta allí?
—Hay que seguir derecho por Linneo. En la estatua de Julio Verne se abre un
pasaje: en el fondo verás un cartel con la imagen de un pez.
Me estaba quedando dormido; Greta puso la página con el dibujo del pez delante
de mis ojos.
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El Museo de Historia Natural le hizo recordar a Montaner su pasión infantil por
los mamuts. De chico lo había impactado la historia de unos exploradores rusos
que encontraron en Siberia, a orillas de un río, un mamut congelado. A pesar de
que la especie llevaba extinguida 10.000 años, los exploradores descongelaron la
carne y se comieron al animal.
Caminó rápido entre arañas gigantes, mamíferos embalsamados, fósiles de
dinosaurios, hasta encontrar la escalera que descendía a la Sala de Taxidermia.
En los inmensos sótanos del Museo los taxidermistas embalsamaban los cadáveres
enviados por los zoológicos de Francia.
La sala parecía una catedral subterránea. Bajo las enormes bóvedas se extendían
largas mesas de madera oscura. Una de ellas estaba ocupada por un oso polar. En
una caja de madera con cientos de compartimientos numerados había ojos de vidrio
de todos los tamaños y colores. En otra vitrina había cuernos y dientes de
repuesto. Un hombre con el delantal cubierto de manchas pardas clavó con fuerza
una jeringa en el lomo de un pez espada. Ivés Montaner sintió náuseas inspiradas
por los mil olores fétidos que se mezclaban en el aire del sótano.
El hombre lo miró con fastidio. Sus guantes de goma brillaban como pulpos
amarillos. Señaló la escalera de salida, pero se detuvo, perplejo, para mirarlo
mejor:
—¿Ivés? ¿Eres tú, Ivés?
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Montaner estaba seguro de no tener ningún amigo en la Sala de taxidermia del
Museo. Pero la cara del taxidermista se abrió paso en su memoria como un
vendedor ambulante en un atestado vagón de ferrocarril. Tuvo que retroceder
hasta los más remotos archivos de su mente... y vio a un niño de diez años. Era
Luc Spinel.
Se estrecharon en un abrazo. Ivés Montaner olería a formol y a pez espada muerto
durante el resto del día.
Montaner y Luc Spinel habían sido compañeros de colegio. En una excursión al
Museo de Historia Natural Luc había desaparecido. Nadie pudo volver a
encontrarlo. Como era huérfano y vivía en el colegio, las autoridades pensaron
que se había escapado a su pueblo natal. Durante los años siguientes, no pasaba
una semana sin que Montaner se preguntara qué había sido de Luc. No podía creer
que aquel enigma tuviera por fin una respuesta. Y a pesar de que el taxidermista
era con seguridad Luc, Montaner sintió que de alguna manera era un impostor.
Comparado con el que fue de chico, todo adulto es un impostor, pensó.
Ivés oyó el resto de la historia.
—Cuando la profesora de ciencias naturales, la flaca Rigot, dio la orden del
volver al ómnibus, me escondí detrás del esqueleto de un elefante. Después,
cuando quedaban pocos visitantes en el museo, me oculté en las salas secretas
donde se guardan los verdaderos huesos de los dinosaurios. Ahí pasé la noche.
Durante los días siguientes vagué por el museo aprovechando las visitas
escolares para robarle a los otros chicos la merienda. Yo estaba decidido a
quedarme a vivir en el museo.
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Pero mi situación era muy insegura, porque podía llamar la atención: entonces me
ofrecí en el departamento de taxidermia como cadete. El señor Fux me contrató de
inmediato.
—¡Fux! A él vine a buscarlo. ¿Dónde lo puedo encontrar?
Luc miró con sorpresa.
—En la morgue.
—Un cadáver, por fin —dijo Greta—. Esto me despierta el apetito.
Pedí una pizza por teléfono. Llegó rápido, en manos de un motociclista de
tendencias suicidas.
—Pensé que la casa había quedado desierta —me dijo el muchacho.
Le pregunté si había traído encargos antes.
—Claro. Todos los sábados a la noche. Se oía la música desde lejos. ¿No era una
sala de baile?
—No. Era y sigue siendo una editorial.
—Es lo mismo —dijo el motociclista.
Apenas se alejó le advertí:
—Es contramano.
—Mejor, así veo los autos de frente y no me toman de sorpresa.
No seguimos leyendo hasta que acabamos con todas las porciones. Me gustaba ver
comer a Greta, con apetito feroz.
—Recién encontré la página y la volví a perder —tiró el carozo de la última
aceituna—. Había un dibujo de un oso hormiguero.
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SU secretaria lo esperaba con una taza de café con leche con croissants. En
realidad Marie Rose no era secretaria sólo de Ivés Montaner, sino de catorce
hombres más. Los últimos detectives de la ciudad habían fundado el Sindicato de
Detectives Privados, cuya única función, antes de clausurarse por falta de
presupuesto, fue reunirlos a todos en un mismo edificio y conseguirles una
secretaria, con el fin de reducir los gastos. Marie Rose, una mujer de cincuenta
años que jamás se había permitido una sonrisa, tenía la difícil tarea de atender
los llamados y las citas de los quince hombres. A menudo equivocaba los
mensajes, enviando a los detectives a casos ajenos y a peligros insospechados.
Ivés Montaner paseó la mirada por el enorme piso donde trabajaban (y donde
algunos también vivían) sus catorce compañeros y suspiró. Pestagnac dormía y
hablaba en sueños junto a una botella de ron. Lavoisier arrojaba naipes contra
su sombrero, sin poder embocar ninguno. Leducq, aquejado de una depresión
crónica, permanecía tirado en el piso, mirando el techo. Vial fumaba un
cigarrillo tras otro hasta quemarse los dedos; Simonelli aporreaba su máquina de
escribir Underwood, en el triste simulacro de redactar el informe de un nuevo
caso.
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Todos sabían que no hacía más que escribir una y otra vez sobre el mismo
asesinato: la aparición del cadáver del banquero Juillet en el Sena cinco años
atrás. Había sido su último caso, y no había podido resolverlo. Los otros...
mejor no preguntarse dónde estaban o qué hacían. "No quiero terminar como ellos
—pensó Ivés—. Quiero algo distinto. Retirarme a tiempo, por empezar. Y luego,
una pequeña casa en el campo. Una mujer cariñosa, que sepa disculpar mi caótico
pasado. Una vaca. Algunas gallinas. Un oso hormiguero. Un subsidio para
productores rurales incapaces. Un tractor 0 km. ¿Qué más puedo necesitar para
ser feliz?"
El visitante, y posible cliente, ya se había marchado, pero le había dejado a
Marie Rose una tarjeta. Montaner leyó:
Maurice Grimaldi
Biblioteca Nacional
Antes de partir tomó una taza de café fuerte. Marie Rose le ajustó el nudo de la
corbata y le arregló las solapas del saco. Ahora que estaba a punto de conseguir
un caso, el mundo se veía distinto.
El guardia de la Biblioteca Nacional intentó cortarle el paso a Ivés Montaner
reclamándole el pago de una entrada, la presentación de un carnet y otras
cosas que el detective no se preocupó por escuchar.
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Sacó del bolsillo interior de su sobretodo una de sus numerosas identidades
falsas: una tarjeta a nombre del experto en literaturas orientales Herbert
Dinken. Franqueado el portón, Ivés se perdió en un laberinto de escaleras y
corredores hasta llegar a una sala de exposiciones donde se exhibía una muestra
titulada: "Cosas encontradas en los libros devueltos a la Biblioteca". Como era
un hombre lleno de inquietudes, en lugar de ir directamente en busca de Grimaldi
se detuvo a observar los objetos expuestos en las vitrinas. Boletos de tren,
cartas de amor olvidadas, estampitas de la Virgen, cascaras de naranja, un
programa para un concierto de Charles Aznavour. Reconoció, en la multitud de
objetos recogidos a través de los años, una foto de él y de Jacqueline tomada
cuando apenas se conocían.
Preguntando aquí y allá logró llegar hasta la oficina de Maurice Grimaldi. Por
la placa de bronce clavada en la puerta del despacho, Montaner se dio cuenta de
que Grimaldi había omitido, por modestia, mencionar en la tarjeta su verdadero
cargo: era el director de la Biblioteca Nacional de París. Entonces recordó
perfectamente el nombre de Grimaldi: era un funcionario que había mantenido su
figura en la sombra hasta el día en que anunció a la sociedad que había comprado
para la biblioteca una colección de cráneos de filósofos y escritores. Para
conseguir los trofeos, había enviado agentes secretos, durante años, a los
rincones del mundo.
34
Los cráneos de Descartes, de Balzac, del marqués de Sade, del profesor Murray —
cuya cabeza había sido reducida por los jíbaros— y una colección de 18
escritores chinos de la dinastía Ming se exponían en los sótanos de la
Biblioteca. Gracias a esa muestra permanente, Grimaldi se había convertido en
una celebridad de la cultura francesa. Y ese mismo hombre —el hombre que
controlaba miles de empleados, millones de libros y 54 cráneos— era quien había
llamado pidiendo su ayuda.
Greta tomó mi lapicera y numeró los dos capítulos que ya habíamos encontrado.
Después buscó el siguiente y lo encontró antes que yo.
Sintió algo húmedo en la yema de su pulgar y se miró la mano. Estaba manchada de
tinta. Insultó a la lapicera con palabras excesivas; me sentí indirectamente
aludido.
Sobre el ángulo de la página siguiente había quedado impresa la forma de su
pulgar.
35
PÁGINAS PERDIDAS, obra postuma de André Dubuffet, apareció en marzo, con un
prólogo del mismo Ivés Montaner.
La novela de Dubuffet había provocado tres asesinatos; su sencilla trama, sin
embargo, prescindía de violencias.
El señor Fabbro es el dueño de una enorme editorial. Ha hecho su fortuna en base
a una serie de novelas baratas, de trama romántica, que siempre despreció. A
pesar de que las novelas de amor le han dado millones, nunca leyó una sola
línea. Una noche, solo en su enorme oficina, Fabbro se pone a leer una de las
novelas. La trama lo atrapa: más adelante se descubre con los ojos húmedos
frente a los besos furtivos, los mensajes en clave, la despedida a la luz de la
luna. Afiebrado, comienza a leer una tras otra algunas de las miles de novelas
publicadas por él.
Días más tarde se entera de que sufre una grave enfermedad y decide legarle la
editorial a un sobrino al que ha visto pocas veces. Sabe que el muchacho,
solitario y melancólico, no ha descubierto aún a la mujer de su vida; confiado
en la experiencia que le ha dado su reciente afición a las novelas románticas,
decide ayudarlo en secreto.
36
Rescata de entre sus papeles una novela policial que escribió en su juventud;
para reunir a su sobrino con la mujer que le ha elegido, concibe un trabajo en
común: ordenar las páginas de ese manuscrito. Apenas pone en marcha el
mecanismo, el editor muere.
Su sobrino y la chica se reúnen en los lujosos salones de la editorial para
trabajar en el ordenamiento de las páginas. El capítulo cuarto se detiene, ya
ordenada la novela, en el primer beso.
¿Existía un quinto capítulo en poder de Grimaldi? ¿Había previsto Dubuffet los
crímenes del director de la Biblioteca Nacional, y era ése, entonces, fuera del
papel, su quinto capítulo? Montaner cerraba su prólogo con estas dudas. Terminar
un libro, escribió, es tan difícil como terminar un caso: uno archiva los
papeles pero tiene la sensación de que en la historia siempre hay un secreto
continuará. Por eso nunca se puede escribir sin un temblor la palabra
FIN
Vilches tomó su lapicera, numeró la última página y la ubicó con el resto.
—Como no leí más que el final, no entendí nada —se puso el sobretodo—. ¿Me
perdonan si los dejo solos ?
Greta no dijo nada. Yo tampoco. No sé por qué, pero evitamos mirarnos.
37
Acompañé a Vilches abajo. Tenía miedo de que Greta bajara también, pero se
quedó.
—Me alegro de que hayan puesto cada página en su lugar. A su tío le hubiera
gustado saberlo —miró el caos de libros viejos que lo rodeaba—. Quería poner un
poco de orden antes de marcharse.
Se alejó tiritando pero aliviado, como un hombre que ha cumplido una misión.
Arriba me esperaba Greta, con la novela en sus manos. Unos segundos después las
páginas cayeron al suelo y volvieron a mezclarse.
FIN
38
LUC Spinel le mostró la página de un diario amarillista donde las noticias
policiales ocupaban la mayoría de las páginas. La nota estaba ilustrada por esta
imagen:
—¿Por qué pusieron esa figura?
—A Fux lo mataron aquí mismo. Lo golpearon en la cabeza con un oso hormiguero
embalsamado. Después pusieron el cuerpo en una de nuestras gigantescas cámaras
frigoríficas. Tardamos cinco días en encontrarlo.
—Hablemos afuera —rogó Montaner. El formol lo mareaba.
39
Pasearon por los jardines que rodeaban los pabellones del museo.
—¿Mencionó Fux alguna vez su pasión por Dubuffet?
—Sí, todos los días. Me traía libros, insistía en que los leyera. Yo se los
devolvía diciéndole que me habían gustado mucho, pero en realidad nunca leí
ninguno.
Montaner le habló de la SAAD y de su visita a Helmut.
—Algunas vez vinieron sus amigos a visitarlo. Recuerdo a un loco de cabeza
rapada, a una mujer gorda, a una flaca...
—Son la misma persona...
—También a otros dos hombres, pero no recuerdo cómo eran.
Uno era Balthazar, pensó Montaner. El otro, el misterioso quinto integrante.
Ivés despidió a Spinel con un sobrio apretón de manos para evitar otro pestífero
abrazo. Antes de irse, le pidió la dirección de Fux.
Era casi de noche cuando llegó al edificio. Como era habitual en París, no había
ascensor. La ausencia de ascensores había hecho que las clases sociales en lugar
de distribuirse por zonas, como en otras ciudades del mundo, se repartieran por
alturas. En la planta baja y primer piso vivía la aristocracia; en los pisos
siguientes los profesionales. En los últimos, las clases bajas y los inmigrantes
ilegales.
El departamento de Fux estaba en el cuarto piso. Una faja de papel colocada por
la policía decía: Prohibido pasar.
40
Montaner buscó en el bolsillo de su pantalón una ganzúa recogida en uno de sus
casos. Abrió la puerta sin dificultad.
El departamento era un templo dedicado a la memoria de Dubuffet. Estaban todos
sus libros, sus reportajes enmarcados cubrían las paredes. También había páginas
manuscritas: listas de compras para el supermercado, mensajes dedicados a la
señora de la limpieza... Montaner revolvió los cajones. Había muchos cuadernos
en los que abundaban los diagramas de cuerpos de animales destripados. Uno de
esos cuadernos estaba dedicado a las actas de la Sociedad de Admiradores de
André Dubuffet.
Montaner leyó la lista con los nombres de los cinco integrantes... Como si
fueran una organización clandestina, habían elegido nombres en clave.
—Encontré la lista con los alias —dijo Greta—. Formal debe ser Fux...
41
GOLPEÓ la puerta pero no oyó ninguna voz invitándolo a pasar. Entonces abrió.
Inclinado sobre un libro gigantesco, un códice del siglo XIV, un hombre
descifraba en voz alta un latín oscuro.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Soy Ivés Montaner. Mi secretaria me dio su tarjeta.
Al oír el nombre Grimaldi cerró de un golpe el incunable sin notar que había
dejado en su interior un vaso descartable lleno de café.
—El resto de los detectives privados son hombres ignorantes, que vienen de
empleos bajos. Ex espías, como Lavoiser. Ex policías, como Vial. Ex políticos,
como el ex vicepresidente de la República Francesa Víctor Pestagnac. Yo necesito
un hombre culto. Un bibliófilo. Sé que usted llegó a su actual profesión después
de haber fracasado en ocupaciones intelectuales. Fracasó como académico, como
librero, como escritor, como editor, como vendedor de la Enciclopedia Británica,
como....
Montaner hizo un gesto para que se callara. Era modesto, y no sabía qué cara
poner cuando otros repasaban su curriculum.
—Necesito que encuentre un libro —dijo Grimaldi—. Usted es el único que puede
hacer el trabajo.
42
—¿Qué libro es?
—Nadie sabe cómo se llama. Es la obra postuma de André Dubuffet. Pero... ¿por
qué pone esa cara, señor Montaner? ¿He dicho algo malo? Sus ojos se han llenado
de lágrimas. ¡No me diga que he llamado a la persona equivocada!
—Excelentes medialunas.
—Y pésimo café. Sólo tu tío hubiera podido superarte. Tenía una receta secreta.
—¿Cómo era?
—Usaba como filtro las hojas de los libros viejos.
Nos habíamos propuesto evitar la tentación de corregir las páginas por esa
noche; ya bastante trabajo era poner el libro en orden. Pero Greta, acostumbrada
a leer con la lapicera en la mano, llenó de marcas de corrección los márgenes de
la página siguiente.
43
Querida Noemí:
No quiero que mis lectores piensen que soy un ratón de biblioteca, por eso
mañana voy a escalar el cerro Tartaria. Después de haber ejecutado mi secreta
obra maestra, tengo un derecho a un descanso.
Te adora
André

—SE nota que su esposo estaba enamorado —dijo Montaner. Noemí Nadal, viuda de
Dubuffet, se rió.
—Qué iba a estar enamorado ese canalla. Ni siquiera escribió la carta: se la
dictó a una mujer. Odiaba escribir a mano.
Cuando Montaner tomó el tren de las 8:35 rumbo a aquel pueblo de las afueras de
París esperaba encontrar a una amable viuda dedicada a entronizar la memoria de
su marido.
44
En cambio, descubrió a una mujer que odiaba a tal punto a su difunto esposo, que
había colgado de la pared una lámina con la imagen del cerro Tartaria, donde su
marido había sufrido el accidente fatal. El detective tuvo que insistir largo
tiempo para que la viuda aceptara mostrarle la buhardilla donde Dubuffet
acostumbraba a trabajar.
En sus tiempos de juventud, Montaner no hubiera osado ni soñar con visitar aquel
templo: nada menos que la guarida de su maestro. La vieja máquina de escribir.
El cenicero. Un pocilio de café que guardaba restos de sustancia reseca. Todo
estaba como Dubuffet lo había dejado. Arañas. Polvo. Moscas muertas. Una camisa
sucia colgando de una silla. Sus transitadas pantuflas.
La viuda se resistió a mostrar más cartas. Montaner le explicó que si encontraba
el libro, a ella le correspondería un porcentaje de los derechos de autor. Eso
la entusiasmó; pero las otras cartas no agregaron ningún indicio sobre el libro
postumo.
—¿Qué hará ahora? —le preguntó la mujer.
Montaner se encogió de hombros.
—A lo mejor los locos del SAAD sepan algo —aventuró Noemí Nadal.
—¿Qué es eso?
—La Sociedad de Admiradores de André Dubuffet. Antes venían por aquí, pero yo no
los dejaba entrar. Son fanáticos insoportables. Me consideran una enemiga: creen
que mi marido les pertenecía sólo a ellos, y aún más después de muerto.
45
—¿Sabe dónde puedo ubicarlos?
—Alquilan una oficina, donde hacen sus reuniones —anotó en un papel la dirección
—. Encuentre el libro, señor Montaner. Le prometo una bonificación.
Montaner se despidió y tomó el tren hacia París.
Greta fue a preparar más café. A pesar de sus convicciones, no le quedó otra
opción que usar como filtro la página 53 de la novela Me están devorando las
termitas, de Lamberto Lacruz. Mientras tanto, yo había encontrado la página
siguiente. Cuando Greta volvió con las tazas de café, tropezó con la máquina de
escribir que yo había dejado en el suelo. Algunas gotas de café cayeron sobre
aquel fragmento del plano de París.
46
El escándalo Dubuffet
La obra de André Dubuffet quiere ser original y resulta simplemente pedante. Su
último libro, Todas mis postales, que reúne los textos de las 543 tarjetas que
el escritor envió en los últimos cuarenta años, resulta una nueva prueba de su
languideciente talento. Cuando comenzó su carrera algunos críticos se mostraron
esperanzados de que alguna vez escribiera algo verdaderamente original; le
festejaron todas sus gracias, con la promesa, siempre postergada, de un libro
auténticamente revolucionario. Pero ese libro no llegó nunca. Yo pregunto:
¿debemos resignarnos a los ostentosos ademanes de este viejo vanguardista que
quiere una vez más disfrazarse de joven rebelde? La respuesta es NO. Ya es el
momento de olvidar para siempre a Dubuffet.
La nota estaba firmada por Paul Sadoul, un crítico que había castigado
encarnizadamente a Dubuffet durante toda su carrera. El ato de sobres que los
socios de la SAAD habían dejado abandonado contenía varias notas semejantes.
47
En los tiempos en que su admiración por Dubuffet era incondicional, Ivés
Montaner había llegado a odiar a Sadoul. Pero después de la burla que el
escritor había hecho a sus poemas, había sentido que en cada una de sus notas
Sadoul lo vengaba.
Decidió hablar con Sadoul. Nadie —excepto los de la SAAD— sabían tanto sobre
Dubuffet como él.
Lo llamó al diario donde trabajaba. Sadoul aceptó la entrevista. Lo citó a las
17 al pie de la Torre Eiffel.
Montaner llegó puntual; el crítico, quince minutos tarde. Sadoul tenía en sus
manos un cucurucho de papel de diario lleno de castañas calientes. Montaner le
entregó una de sus tarjetas verdaderas.
—No creo que ese sea su nombre, señor Montaner. Todos los detectives usan
nombres falsos —señaló Sadoul con un gesto de suspicacia.
—Le aseguro que es el verdadero —se defendió Montaner.
—No me tome por idiota. Seamos sinceros o no vamos a tener ninguna conversación.
Como Sadoul persistía en su infundada desconfianza, a Montaner no le quedó más
remedio que entregarle una tarjeta que decía:
Charles Aznavour
Cantante
—Bien, eso me gusta —dijo Sadoul, satisfecho—. Las cartas sobre la mesa, como
digo siempre. Montaner sintió un chirrido sobre su cabeza. Le
daba vértigo mirar la torre desde abajo.
48
Hacía tiempo que no la visitaba: como todo parisino auténtico, consideraba que
era una diversión para turistas y evitaba pasar a su lado. La recordaba hermosa,
resplandeciente. Ahora estaba oxidada y decrépita.
—Uno de estos días se viene abajo —dijo Sadoul—. Hay operarios que le ajustan
las tuercas, pero no dan abasto. Es la humedad lo que la destruye. Qué va a ser
de París sin su torre Eiffel. Pero no es para hablar de la torre que estamos
aquí. ¿No es verdad, señor Aznavour?
—Estoy buscando la última obra de Dubuffet. Por eso necesito encontrar a los
socios de la SAAD. Creo que usted los conoce bien...
—Ojalá no fuera así... Pero por desgracia sé muy bien quiénes son esos
psicópatas... En una época se les dio por llamarme a las tres de la mañana para
amenazarme de muerte. Un día, cansado de sus arrebatos, les propuse hacer una
reunión. Yo me comprometí a no criticar los libros de Dubuffet; ellos, a dejarme
en paz.
—¿Los recuerda bien?
—Claro, perfectamente. Eran cinco, pero sólo cuatro se reunieron conmigo. El
presidente se llamaba Balthazar; en ese momento era cocinero en el restaurante
Maxim's. Helena es una modelo de la casa Dior, famosa por sus bruscos aumentos
de peso y sus mágicas reducciones. Helmut, el simpatizante nazi, trabajaba de
portero en un casino: encontraba en las obras de Dubuffet una exaltación de la
raza aria. Me falta uno... ya recuerdo: Fux, un taxidermista que es empleado
del Museo de Historia Natural.
49
—¿Y el quinto?
—Nunca supe su nombre. Ya tenía bastante con esos cuatro.
Ivés se sintió algo molesto por los chirridos que hacía la torre. Una tuerca
cayó a sus pies. Un turista japonés la levantó velozmente y se la llevó de
recuerdo. Montaner decidió comprarle a Sadoul otro cucurucho de castañas en el
puesto de un vendedor ambulante.
—Gracias. Y ojalá que encuentre esa obra de Dubuffet. Estoy ansioso por
destruirla —Sadoul se alejó con su cucurucho. A pesar del frío, Montaner decidió
ir hasta el Maxim's caminando. El corazón se le aceleró con esa sensación única
que sienten los detectives cuando encuentran, en el medio del caos que los
rodea, una pista.
—Ni siquiera el desorden mantiene su orden —dijo Greta—. El próximo capítulo
está inmediatamente después.
50
EL Maxim's era uno de los restaurantes más famosos del mundo. Presidentes,
príncipes, estrellas de Hollywood, el Papa y deportistas de nivel internacional
llenaban sus mesas. Debían hacer las reservas con varios meses de anticipación;
sin reserva hecha, ni el mismo Presidente de la República Francesa encontraba
una silla disponible. Los comensales eran tan célebres que, si entraba alguien
desconocido, de inmediato llamaba la atención.
El menú estaba redactado en varios idiomas, menos en la lengua que hablaba el
que quería leerlo. La casa se reservaba ese derecho, para conseguir que la gente
no supiera qué estaba pidiendo. Detrás de los 1200 platos de nombre complicado
se escondía casi invariablemente el faisán.
Ivés Montaner intentó hablar con el maitre, pero dos robustos porteros lo
empujaron a la calle. En el instante previo a su vuelo hacia la vereda, alcanzó
a espiar por la puerta entreabierta la escena más lujosa que había visto en su
vida. Las mujeres llevaban tantas joyas que a pesar de que el local se iluminaba
con lamparitas de poco voltaje, los diamantes multiplicaban la luz hasta
encandilar. Todos los hombres estaban de riguroso smoking;
51
Montaner se alegró de que no lo hubieran dejado entrar: con su impermeable
maltrecho, habría parecido un mendigo entre aquellas celebridades.
Montaner estaba hundido en un sueño provocado por esa visión de lujo y placeres
exquisitos; caminó como un sonámbulo por el callejón que nacía a la izquierda
del restaurante y que llevaba a la cocina. El callejón estaba lleno de mendigos
que esperaban las sobras del restaurante. Se pasaban de mano en mano una carpeta
de cuero; cuando llegó hasta él, Montaner vio que era un viejo menú. Los
mendigos jugaban a elegir la comida. No tuvo tiempo de leer más que unas pocas
palabras; de inmediato le arrancaron el precioso objeto de las manos.
A empujones llegó hasta la puerta de la cocina. Cuando entró, pensó que se había
equivocado de lugar; pero los sucios delantales de los cocineros decían con toda
claridad: Maxim's. Los tachos de basura llenos de verduras podridas y huesos de
ave bloqueaban el paso. Las ollas hervían lentamente dejando derramar una
sustancia viscosa y burbujeante que nadie se preocupaba por limpiar. Detrás de
los hornos se asomó un cocinero gigantesco armado con una cuchilla de carnicero.
—Busco a Balthazar —explicó Montaner.
De nada sirvió. Dispuesto a echar al intruso, el cocinero siguió avanzando con
paso firme por la alfombra de lechugas, piel de pollo, tomates fermentados,
cascara de naranjas... El detective retrocedió hasta chocar contra una de las
heladeras. El gigante levantó la cuchilla para lanzarla; pero un ruido lo
distrajo.
52
Un faisán se abrió paso entre los tachos de basura, chillando desesperado
mientras huía de un cocinero de rasgos orientales. Montaner atrapó al faisán, se
lo puso bajo el impermeable, y saltó hacia la puerta. Tuvo que abrirse paso
entre los mendigos a codazos.
Corrió varias cuadras, hasta estar seguro de que el cocinero no lo seguía.
Cuando recuperó el aliento, sacó al faisán, medio asfixiado, de su impermeable.
No sólo no tenía ninguna pista: además había agregado un nuevo problema a su
complicada vida.
—Lo que le falta a este libro es un poco de amor. No hay una sola mujer... —dijo
Greta.
—¿Cómo que no? ¿YJacqueline?...
—Pero eso pasó hace tiempo.
—No hay nada que odie tanto en las novelas como la sensiblería. Pero la
salvación del faisán le da un aire de ternura a un héroe tan duro.
—Más que ternura me da hambre —Greta miró el reloj. Eran las siete y media—. Un
poco temprano para cenar. ¿Seguimos?
—Recién vi una página con instrucciones...
—¿Para cocinar un faisán ?
—Para criarlo. Un hombre como Montaner jamás se comería un faisán que acaba de
salvar de la muerte.
54
MONTANER CAMINO PERDIDO POR OSCUROS PASILLOS, CRUZÓ DEPÓSITOS DE MAPAS Y DE
MANUSCRITOS, Y BAJÓ POR ANGOSTAS ESCALERAS DE CARACOL HASTA LLEGAR A UN ENORME
SALÓN. EL SUELO ESTABA OCUPADO CASI TOTALMENTE POR LIBROS DE TODAS LAS ÉPOCAS,
MANCHADOS, ROTOS, SIN TAPAS, ENVUELTOS EN TELARAÑAS. EN ALGUNOS RINCONES LA
HUMEDAD HABÍA CONVERTIDO A LOS LIBROS EN UN BLOQUE ÚNICO DE CIENTOS DE MILES DE
PÁGINAS.
AVANZÓ PRIMERO ENTRE LOS LIBROS, QUE SE LEVANTABAN EN COLUMNAS, Y LUEGO SOBRE
ELLOS. EL DEPÓSITO TENÍA MÁS DE CINCUENTA METROS de largo y era el más profundo
de varios subsuelos. Lo hizo toser el polvo que flotaba. Un manual de botánica
se deshizo bajo sus pies. Tropezó, cayó por una corta pendiente y chocó con
algo. Al incorporarse, alcanzó a tocar una mano helada. Se puso de pie de un
salto.
El hombre estaba tendido boca abajo. Tenía la cabeza cubierta por pesados libros
encuadernados. A su lado estaba la torta-libro que había sido uno de los cien
mejores platos de Europa, pero que ya no era sino un epitafio.
55
Sobre la superficie de la torta Montaner leyó el capítulo dos de la novela
postuma de André Dubuffet.
Le fue fácil adivinar cómo había muerto. Desde un puente colgante que cruzaba el
depósito el asesino había dejado caer sobre la cabeza del cocinero aquellos
pesados volúmenes.
Montaner levantó la cabeza y vio la repetición de la escena: cinco tomos de la
Historia de la Aviación Francesa venían hacia él.
Alcanzó a saltar hacia un lado. Los tomos levantaron una nube de polvo.
Montaner corrió a esconderse en un rincón oscuro del salón.
Una bala hendió la oscuridad y se perdió entre las páginas muertas. Oyó la voz
del hombre que había disparado, oyó sus pasos en la escalera de metal.
—Mire alrededor. Libros perdidos, cientos de miles de libros perdidos. Los que
no podemos clasificar van a parar aquí. Y también los que no necesitamos, los
repetidos, los que los estudiantes olvidan. Nadie buscará nada en este sótano,
hasta que llegue el día de la gran fogata. Mire bien lo que lo rodea, Montaner:
es su sepulcro.
Grimaldi tosió mientras caminaba hacia él.
—No me haga esperar. ¿No ve la alergia que tengo?
Montaner trató de huir hacia una de las puertas laterales. La encontró cerrada.
Grimaldi disparó desde lejos. La bala se incrustó en la puerta.
56
Montaner se echó abajo y se escurrió hacia un montón de revistas apolilladas.
Cubrió su cuerpo con papeles. Los insectos que comían el papel empezaron a
desfilar por sus brazos y su piernas, festejando la llegada del visitante. Todo
el cuerpo empezó a picarle. Había dejado al descubierto sólo un ojo: vio que
Grimaldi sostenía una pequeña pistola de plata. Caminaba hacia él, evitando
pisar las zonas iluminadas. El detective lo oyó estornudar a pocos pasos.
Grimaldi hizo cuatro disparos contra las pilas de papel. Cuando una bala pasó
cerca, Montaner se sobresaltó. Supo que Grimaldi lo había oído.
—¿Qué es eso?, ¿una rata? Es una suerte que usted sea el único detective de
París que no va armado.
Montaner tanteó a su alrededor buscando algún libro pesado que pudiera arrojar.
Pero el papel carcomido se deshacía entre sus dedos. Hurgó en su bolsillo.
Grimaldi puso en la pistola un nuevo cargador y avanzó hacia el rincón que
ocultaba a Montaner.
El detective arrojó el frasco de vidrio a la cabeza del director.
Grimaldi disparó a ciegas; la bala destrozó el frasco. Montaner pensó que estaba
perdido, hasta que oyó un estornudo. Y otro y otro.
Rodeado por una nube de pimienta verde, ahora Grimaldi tosía sin parar. Su
cuerpo se convulsionaba. Sus ojos se habían llenado de lágrimas. Ya no se
preocupaba por Montaner: ahora tenía otro enemigo , el aire.
58
Un golpe en la nuca lo hizo caer de rodillas. Montaner levantó un grueso tomo y
repitió el golpe, hasta que Grimaldi se derrumbó.
Montaner sacó una lapicera, buscó entre los libros muertos un cuaderno en blanco
y transcribió el texto de la torta-libro, el capítulo de la historia que
faltaba. Cuando hubo escrito la última palabra, supo que su trabajo había
terminado.
—Última página —dijo Greta. —¿Puedo levantarla yo ? —preguntó Vilches. —
Adelante.
Se agachó para levantar la hoja y leyó en voz alta el título del libro perdido
de André Dubuffet.
59
DUBUFFET no era en absoluto un nombre desconocido para Ives Montaner. En su
juventud lo había idolatrado. Tenía su póster (la divulgada imagen del escritor
tripulando una motoneta Ciambretta) pegado en la pared de su cuarto. En su
biblioteca no faltaba ninguno de sus libros: sus revolucionarias novelas, sus
ensayos, los tomos de su autobiografía... Dubuffet ocupaba un lugar de
prestigio en las letras francesas gracias a su novedoso método de convertir
cada escrito de su vida cotidiana en una obra literaria: alegatos judiciales
contra sus ex esposas, declaraciones de impuestos, instrucciones a las
profesoras de sus hijos, y su serie epistolar: Carta a mi padre, Carta a mi
hermana, Carta a mi tío Philip. (Cada carta era un libro entero.) Sus libros sé
convirtieron en texto obligatorio en las escuelas de toda Francia; los maestros
más innovadores utilizaban sus complicadas frases (a menudo bastante subidas de
tono) para enseñar a los niños las primeras letras. Dubuffet había sido íntimo
amigo del general de Gaulle, a pesar de lo cual rechazó la oferta de hacerse
cargo del Ministerio de Cultura (lo que dio origen a un volumen de 300 páginas
titulado Mi renunciamiento histórico).
60
Después de admirarlo durante años en secreto, Montaner tuvo la oportunidad de
conocer a Dubuffet personalmente durante unas charlas que el escritor dio en La
Sorbona. Montaner se acercó tímidamente con unos poemas mecanografiados para que
el gran escritor diera su veredicto. Y a él, al gran hombre, le bastó con leer
unas pocas líneas para estallar en feroces carcajadas. "Mejor que se dedique a
otra cosa", sentenció Dubuffet. Montaner obedeció: nunca más volvió a escribir
una sola línea. Pero se deshizo de todos los libros del escritor. Y cuando,
muchos años después, leyó en el diario que el escritor había muerto en un
accidente de esquí en el cerro Tartaria, sintió una inconfesable alegría.
—Tenemos pistas de que Dubuffet dejó una obra postuma —explicó Grimaldi—. En las
cartas dirigidas a su última esposa, Noemí Nadal, menciona como al pasar un
proyecto que lo consagraría en el panorama de las letras francesas. La viuda
conserva esas cartas. Vaya a echarles un vistazo.
Grimaldi puso un fajo de billetes sobre el escritorio. Montaner guardó el
dinero.
—Si el libro existe, en una semana lo tendrá en su escritorio —prometió.
—Antes de irse, ¿no quiere conocer mi colección de cráneos célebres?
—Otro día, señor Grimaldi.
Montaner se alejó por el pasillo.
—¡Mi colección se agranda día a día! —gritó Grimaldi desde su oficina—. Tengo
veinte personas trabajando para mí en países remotos.
61
¡Pronto conseguiré el cráneo del mismo Dubuffet!
Comencé a leer una página equivocada; Greta me señaló una hoja que empezaba con
un texto escrito a mano.
—No parece la letra de mi tío —dije.
—Puede haberle pedido a otra persona que lo ayude. Quizás a una de sus amigas.
Recordé la fama de mujeriego de mi tío.
—¿Quién te habló de sus amigas?
—Vilches, el contador.
—Todos parecen conocer a mi tío más que yo. Lo veía muy de vez en cuando, en
Navidad o en algún cumpleaños, y hablábamos un poco por compromiso, nada más. Y
ahora me toca hacerme cargo de todo.
Miré a mi alrededor. Sentí el peso de los libros marchitos, las cuentas impagas,
las páginas extendidas sobre la mesa. De nada servía apurarse: había que avanzar
página por página, problema por problema, como si la editorial también fuera un
libro para ordenar.
62
ULTIMO momento:
Helena Lavan: Figura sorpresa del desfile Dior.
A Montaner le temblaron las manos, como ocurría siempre que surgía una pista de
improviso.
—Lo dejo, Grimaldi. Tengo que alquilar un smoking.
—Póngalo en la cuenta de los gastos.
Dos horas más tarde Ivés Montaner atravesaba la multitud reunida frente a las
puertas del gran hotel Lyon. Infinidad de periodistas y famosos trataban de
entrar. Pero con la la noticia de que Helena Lavan estaría presente, el gran
motivo de atracción ya no era ni la actriz Elizabeth Taylor, ni los nuevos
modelos en arpillera del diseñador japonés Tetsuo.
Helena Lavan hacía sólo un desfile por año: allí exhibía sus 50 kilos
maravillosamente distribuidos en su metro ochenta de estatura. Pero entre un
desfile y otro engordaba hasta pesar 120 kilos... Durante sus meses de gordura,
Helena Lavan no se dejaba ver. Cientos de leyendas corrían alrededor de sus
bruscos aumentos y pérdidas de peso: decían que usaba magia negra, que el
responsable de todo era un acupunturista chino, que de pequeña había recibido
una fuerte radiación, que todo formaba parte de la campaña publicitaria de un
milagroso medicamento... Pero nadie había obtenido nunca de Helena ni una sola
declaración.
63
Montaner se presentó en la entrada del hotel con una tarjeta que decía: Giacomo
Tucci, diseñador de calzado. El portero le señaló sus zapatos: gastados en la
punta, sin cordones y de pares distintos. No sabía qué excusa dar a su estúpido
error, pero el portero lo salvó:
—Siempre es igual —bromeó—. Los grandes genios de la moda son desaliñados al
vestir.
Montaner le dio la razón y se apuró a pasar. Se sentó en la primera fila, junto
a la esposa del vicepresidente.
En cuanto empezó el desfile, se distrajo mirando a las modelos y olvidó la razón
que lo había llevado allí. Era tan esmerado en sus falsas identidades que sintió
que realmente era un diseñador de calzado. Sus exquisitos comentarios
profesionales llamaron de inmediato la atención de quienes estaban en las
butacas vecinas.
—Las diferencias entre el derecho y el izquierdo no van más. Los dos zapatos
deben ser exactamente iguales —proclamó.
—Pero nos dolerán los pies —exclamó la mujer del vicepresidente.
—No importa. La moda es tirana.
Le gustaron mucho unos vestidos de noche fabricados con neumáticos de autos,
latas y desechos industriales (que costaban 50.00 dólares cada uno) y unos
atractivos tapados de piel.
64
Para evitar los ataques de los grupos ecologistas, estos tapados de piel
natural simulaban estar hechos con tejidos sintéticos que imitaran la piel
natural.
Cuando apareció Helena Lavan el murmullo que acompañaba a cada modelo dejó lugar
a un absoluto silencio. El vestido se le pegaba al cuerpo como el rocío nocturno
al mármol de las estatuas.
—Seguro que son dos mujeres distintas. Nadie puede hacer un régimen semejante —
dijo la esposa del vicepresidente.
Montaner se concentró en aquella leyenda viviente de la moda. Miró su bellísimo
rostro, su peinado, sus aros de plata. Había algo en los aros que lo despertó de
su falsa identidad, convirtiéndolo de nuevo en un detective. El de la izquierda
era una letra A, el de la derecha una D.
Pero había algo más. Observó los dibujos azules que cubrían el vestido blanco y
se dio cuenta de que aquellos trazos conformaban una escritura...
Pensó en las palabras que repetía Helmut, en el mensaje en la espalda de Fux, en
las letras del vestido...
Ya era hora de empezar a leer.
Greta limpió sus lentes.
—Es hora de terminar de leer —dije.
66
—El libro esconde un secreto. Estoy segura.
— ¿ Un secreto ?
—El autor. Aunque no lo haya firmado, tiene que haber una huella, una marca.
—Yo ya tengo mi sospechoso.
—¿Quién?
—Vos.
—Nunca escribí nada —dijo Greta—. Cuando ocurra, lo voy a anunciar a los cuatro
vientos. Además, no sé guardar un secreto.
Le acerqué la página siguiente, encabezada por una serie de nombres y números
romanos.
67
VIAJÓ en metro nasta la estación République. La SAAD (Sociedad de Admiradores de
André Dubuffet) funcionaba en el edificio Pétain, la mayoría de cuyos
departamentos estaban habitados por relojeros, modistos y compradores de oro. El
ascensor no funcionaba. Montaner subió diez pisos por las escaleras. Golpeó la
puerta; cuando le abrieron no pudo decir nada: le faltaba el aire. Sólo atinó a
mostrar una de sus tantas tarjetas falsas, que la mujer no se molestó en leer.
Cuando recuperó el aire, preguntó por los inquilinos.
—Esos locos se fueron hace dos meses. Me dejaron el departamento lleno de
porquerías. Ya tiré casi todo... Quedaron debiendo dos meses de alquiler. ¿Usted
viene a pagar?
—También a mí me deben dinero —mintió Montañer—. ¿No dejaron un teléfono, una
dirección?
68
La mujer entró en el departamento y volvió con varios sobres de papel madera
atados con hilo sisal.
—Es lo único que se salvó. No lo vi antes porque estaba debajo del placard. Si
se lo lleva me hace un favor.
Montaner bajó corriendo los diez pisos y volvió a su oficina. Despejó su
escritorio de cuentas impagas, folletos sobre armas y sofisticados artefactos
destinados a los detectives y se dispuso a estudiar el contenido de los sobres.
Encontró notas periodísticas sobre Dubuffet, recibos por el alquiler del
departamento, cuentas de teléfono y de electricidad, pero ningún nombre propio,
ni dirección donde ubicar a los miembros de la SAAD.
Una voz de ultratumba lo distrajo.
—Ivés, ¿puedo ayudarte?
Leducq, el detective deprimido, había hablado por primera vez en los últimos
doce días.
—Todavía no. Pero ya te pediré ayuda. Por ahora estoy perdido.
Leducq le tendió un paquete envuelto en papel de regalo.
—Dejaron esto en tu escritorio.
—¿Quién lo dejó?
—No sé. Entra tanta gente a esta oficina...
Montaner abrió el paquete con la esperanza de que fuera alguna pista para su
caso. Encontró un cuchillo sin ningún mensaje. La hoja era triangular: era un
puñal para lanzar.
69
—Sigo esperando un crimen —dijo Greta.
—Hay novelas policiales en las que no matan a nadie.
—Ya sé, pero a mí me gustan las otras. Agatha Christie sabía hacerlo: un cadáver
aquí, otro a las treinta páginas... En las novelas policiales, los muertos son
como señales en el camino. Sin asesinatos, el lector no sabe hacia dónde va.
Bostezó con un alarido, mientras se desperezaba. El movimiento brusco del brazo
desparramó varias páginas por el suelo. Fijé mi atención en una que comenzaba
con lo que parecía un artículo periodístico sobre Dubuffet.
70
1. ALIMENTE al faisán con granos de maíz y lechugas frescas.
2. No trate de que aprenda palabras de memoria. No es un loro.
3. No lo enjaule. El faisán morirá de tristeza.
4. Es un ave vistosa, pero no un pavo real. No lo pinte de colores.
5. Póngale un nombre. El faisán se criará más alegre.
6. Practique el vegetarianismo. Aumentarán las posibilidades de supervivencia
del faisán.
Ivés Montaner cerró su libro Aves del mundo y contempló a su nueva mascota, que
paseaba feliz por el departamento. Decidió construirle un pequeño corral en la
habitación de huéspedes para que no ensuciara toda la casa.
71
Pensó en un nombre: Maxim. Después de comprar una bolsa de cinco kilos de maíz y
dejarle a Maxim agua y alimento, Montaner fue hasta su oficina.
Le había encargado a Leducq que consiguiera algún dato de Helmut, el miembro
nazi de la Sociedad de Admiradores de André Dubuffet. Lo había hecho más por
sacar a Leducq de su depresión crónica que por tener alguna esperanza en los
resultados.
Para su sorpresa Leducq estaba animado. En lugar de caminar por las cornisas, se
había sentado frente a su escritorio y redactaba un informe.
—¿Encontraste algo? —preguntó Montaner.
Leducq le mostró las páginas que había escrito.
—La policía lo tenía fichado. Atentados, manifestaciones, amenazas telefónicas.
Helmut está internado en un centro psiquiátrico, en las afueras de la ciudad.
—¿Loco?
—Un caso perdido.
Montaner dedicó cinco minutos de charla a levantar el ánimo de Leducq. Le dijo
que su descubrimiento era lo más importante que había ocurrido en la historia de
la investigación detectivesca. Leducq sonrió; hacía tanto que no lo hacía que le
dolieron los músculos de la cara.
Dos horas después Montaner estaba frente a la puerta de hierro del
neuropsiquiátrico Cerletti. Presentó en la entrada una tarjeta que decía:
Doctor Ivés Montaner
Especialista en trastornos del sueño
72
Una enfermera lo guió hasta la habitación donde se encontraba Helmut. La mujer
lo dejó solo frente a un hombre de cuarenta años, demacrado, la cabeza rapada.
Tenía la vista fija en el jardín nevado.
Helmut murmuraba algunas palabras. En ningún momento miró al detective. Estaba
perdido en algún día del pasado, o hundido en un pozo donde el tiempo no
existía.
Montaner se acercó al paciente. Notó que tenía una esvástica tatuada en el
cráneo.
—¿Se acuerda de la Sociedad de Admiradores de André Dubuffet?
Ninguna respuesta.
—¿Dónde vivía antes de que lo internaran? ¿Lo visitan sus amigos?
Helmut seguía con la mirada fija en el jardín. Allá afuera, un interno había
hecho un muñeco de nieve con ayuda de un gorro, una pipa, una bufanda, y otro
paciente que estaba en el interior.
Helmut volvió a recitar sus palabras en alemán. Montaner sacó su grabador de
bolsillo. Trató de identificar algún nombre en el flujo de palabras
desconocidas. Nervioso por aquella letanía indescifrable, comenzó a buscar en la
habitación algún objeto personal del paciente. En el ropero encontró una caja de
zapatos con un montón de papeles y algunos frascos de remedios. También había un
paraguas: Montaner desenroscó el mango y encontró una afilada cuchilla. Era un
paraguas Ural, un modelo utilizado por el ejército alemán.
74
Oyó los pasos de la enfermera por el pasillo. Apenas tuvo tiempo de guardar un
manojo de papeles en el bolsillo de su pantalón. La enfermera no se dio cuenta
de nada:
—Doctor, ya que lo tengo aquí le quería hacer una consulta. Como especialista en
trastorno del sueño, ¿qué me recomienda para el insomnio?
—Un vaso de leche caliente con algunas gotas de cognac. O un vaso de cognac
caliente con algunas gotas de leche —respondió Montaner mientras buscaba la
salida.
Sentado en el tren que lo devolvería a París, Montaner revisó los papeles que
había encontrado. Había proclamas neonazis, un acta de la SAAD donde no aparecía
el nombre de ninguno de los integrantes, y una entrada al Museo de Historia
Natural de París. Había perdido la pista de Balthazar, Helmut no podía
responder, pero Fux, el taxidermista, no se le escaparía.
—Mi abuelo aprendió taxidermia en un centro de jubilados —dijo Greta—. Cada vez
que alguien de la familia cumple años, le regala una de sus obras. Abrimos los
paquetes con terror.
Tomé una hoja, pero ella me golpeó suavemente la mano. Señaló en otra, en la
primera oración, la palabra mamuts.
75
I: FUX. II: ? III: Helena IV: Helmut. V: ?
Montaner había descubierto una parte del misterio.
Había estado trabajando todo el día con tijera, lápiz y papel.
Primero compró todas las revistas y diarios donde habían aparecido las fotos de
Helena Lavan. Cada foto mostraba su vestido desde un punto de vista distinto,
pero al unir unas imágenes con otras, había conseguido obtener la totalidad del
mensaje.
En la inmensa oficina donde trabajaba con sus colegas, no había una sola máquina
de escribir que funcionara bien. Cuando consiguió una Rémington cuya única falla
era la ausencia de mayúsculas, transcribió el texto del vestido. Después lo
comparó con quince hojas mecanografiadas a un espacio que contenían las palabras
de Helmut y con el texto del tatuaje de Fux. No se dio cuenta de que ya era de
noche y que se había quedado solo.
Leyó aquellas páginas varias veces, hasta que descubrió la verdad y dio un grito
de triunfo que resonó en la oficina desierta.
Había comprendido que los textos no eran pistas sobre el libro.
76
Eran el libro.
André Dubuffet siempre había querido sorprender con la forma de sus libros,
pero la repetición de su ingenio había cansado a críticos y lectores.
Al final de su vida imaginó una obra cuya forma fuera tan insólita que causara
verdadero asombro.
El libro estaba formado por cinco capítulos. Cada capítulo estaba encarnado en
uno de sus seguidores fanáticos.
Helmut había aprendido de memoria el capítulo cuatro.
Helena exhibía en su vestido el tercero.
Fux se había tatuado en la espalda el comienzo de la novela.
Faltaban los capítulos dos y cinco, correspondientes a Balthazar y al integrante
secreto (cuyo nombre en clave era Petit Larousse).
Siempre que se acercaba a la resolución de un caso, Montaner se ponía a caminar
de un lado a otro, arrastrado por sus nervios. Atravesó la oficina varias veces,
hasta tropezar con Leducq, que dormía en un colchón tendido en el suelo, entre
dos escritorios. Montaner decidió aprovechar el encuentro fortuito.
—Despierta, Leducq. Quiero que me consigas para mañana toda la información
posible sobre un cocinero llamado Balthazar. En la asociación de chefs deben
conocerlo.
Leducq se puso los zapatos, se acomodó un poco su arrugado traje y partió. De
nada sirvió que Montaner le dijera que era muy tarde, que mejor investigar a la
mañana. Leducq parecía vivir en su propio tiempo, sin mañana ni noche.
77
Sonó el teléfono. Montaner se sobresaltó.
—¿Doctor Montaner? —preguntó una voz de mujer vagamente conocida.
Montaner trató de recordar en qué lugar se había hecho pasar por médico.
—Sí, soy yo.
—Le hablo del neuropsquiátrico Cerletti. Soy la enfermera Torino. Seguí su
consejo, y ahora duermo perfecto. Pero lo llamaba por otra razón.
—¿Novedades de Helmut? ¿Recuperó la conciencia?
—No. Lo asesinaron.
—¿Otro interno?
—Un desconocido entró en su cuarto ayer a la noche y lo acuchilló con la hoja
que escondía el mango de un paraguas.
—Cómo se hicieron esperar los asesinatos —dijo Greta.
—Todo a su tiempo. ¿Dejamos acá ?
—No. Quiero ver cómo termina.
La mayoría de las páginas ya estaban ordenadas. Pusimos las que faltaban
extendidas por el suelo, para tener una visión de conjunto.
Greta señaló con el pie una página, dejando la huella de su zapatilla.
78
Morgue de París . Caso Fux .
Observaciones: El cadáver presenta un curioso tatuaje en la espalda. Es un texto
que comprende unos dos mil caracteres . Dado el tamaño minúsculo de las letras,
podemos afirmar que ha sido realizado por un experto. Recomendamos guardar
documentación para el Museo de medicina forense. Se adjunta fotografía.
Las letras eran tan pequeñas que en la fotografía del cuerpo no se podía leer el
texto.
Después de tomar su primer café del día frente a la morgue de París, Montaner
llevó la fotografía hasta la Place de la Concorde.
Caminó hasta encontrar a un viejo que vestía un traje negro arrugado y una
boina. Armado con una cámara de fuelle y un flash de tungsteno, fotografiaba a
las parejas que posaban entre las palomas. Todo en realidad era una fachada: el
viejo Bresson tenía el más completo laboratorio de París, y durante años la
policía y los investigadores privados habían usado sus servicios.
Bresson no hizo ninguna señal de haber reconocido a Montaner, pero tomó con
disimulo la foto que el detective le tendió.
—¿Una ampliación?
—Tan grande como sea posible.
79
—Va a ser difícil. Es una foto de mala calidad. Salió movida, a pesar de que el
modelo está muerto.
Bresson guardó la fotografía en el bolsillo. Una pareja de novios esperaba la
señal para decir whisky.
—No sonrían —ordenó—. Odio las fotos con gente sonriendo.
Desde un teléfono público Montaner llamó a la Biblioteca Nacional para
encontrarse con Grimaldi. Una hora después Montaner entró a un pequeño café a
tres cuadras de la biblioteca.
Grimaldi le tendió la mano, con una sonrisa esperanzada.
—¿Cómo van las cosas, Montaner? ¿Sabe al menos si el libro postumo de Dubuffet
existe?
—Estoy siguiendo algunas pistas, pero no sé cómo interpretarlas. Es el caso más
extraño en el que he trabajado. De los cinco integrantes de la Sociedad de
admiradores de André Dubuffet, uno está loco y otro fue asesinado. Al cocinero
lo perdí de vista, la modelo no sé dónde está, y el quinto integrante mantiene
su identidad en secreto.
—¿En qué punto de la investigación está?
—Mandé traducir las palabras que Helmut repetía en alemán. También estoy a punto
de descifrar el mensaje que Fux llevaba tatuado en la espalda.
—Tenga cuidado. Quizás alguno de los integrantes mató a Fux, porque sabía dónde
estaba el libro.
—Eso es lo que creo. Lo primero que tengo que hacer es encontrar a la modelo,
Helena.
Un vendedor de diarios entró en el café. Montaner dio un salto y le arrancó un
periódico de las manos.
80
—Una noticia de último momento —dijo Greta—. Acabo de ver la página y ahora no
la encuentro.
—A lo mejor habría que publicar el libro con las páginas así mezcladas, y que
los lectores se arreglen.
—No, sería una crueldad.
82
CINCO, cuatro, tres, dos, uno. Montaner llegó agotado al último escalón y
corrió por el pasillo hasta la oficina de Grimaldi.
Encontró la puerta cerrada. Una secretaria de lentes lo detuvo, mientras
ensayaba una sonrisa profesional.
—¿En qué puedo servirlo?
—Llame ahora mismo a Grimaldi —dijo Montaner entre jadeos.
La mujer no le entendió.
El detective abrió la puerta de la oficina del director. Estaba vacía.
—No puede entrar aquí —como vio que Montaner no le hacía caso, amenazó—: Voy a
llamar a seguridad.
Montaner trató de abrir los cajones del escritorio, pero estaban cerrados con
llave. Miró los libros en la biblioteca, las fotos de las paredes, los papeles
que cubrían el escritorio. La mujer había levantado el teléfono y llamaba a
vigilancia.
—Deje eso. Quiero ver a Grimaldi, trabajo para él.
La mujer no le hizo caso.
—Hay un loco en dirección —alertó. Y luego le dijo al detective—: El señor
Grimaldi no puede recibirlo.
83
Está muy ocupado, en los sótanos de la biblioteca. Pero ya vendrá a atenderlo
el cuerpo de seguridad.
La mirada de Montaner se había detenido en una de las fotos que colgaban de la
pared.
Era la más pequeña de todas. El resto de las fotos mostraba a Grimaldi junto con
grandes figuras de la literatura mundial. Pero ésta, más humilde, era un
recuerdo personal.
Mostraba a un joven disfrazado de libro, en alguna propaganda editorial de
principios de la década del sesenta. El joven, cuya cara apenas emergía del
enorme traje acolchado, era Grimaldi. La sonrisa era forzada, porque niños
pequeños lo sacudían sin piedad. En la portada del libro se leía: Diccionario
Petit Larousse.
Ya se oían en el pasillo los pasos de los hombres de seguridad. Montaner bajó a
los saltos las escaleras, en busca del quinto hombre.
Oímos golpes en la puerta.
—¿Es aquí? —preguntó Greta.
—¿Quiénpodrá ser?
De noche la editorial se convertía en un sitio sombrío. Me parecía oír el
susurro de los libros que hablaban entre sí. Bajé la larga escalera y crucé el
garaje convertido en depósito. Cuando pregunté quién era, me tembló la voz.
84
—Vilches, el contador.
Abrí la puerta. El contador se restregaba las manos, muerto de frío.
—Vivo aquí cerca, y como vi luz... Quería saber si era usted. ¿Trabajaba... a
esta hora1? ¿Interrumpo?
Lo invité a pasar. Quería estar a solas con Greta, pero no podía dejar a Vilches
afuera, tiritando. Lo invitaría con café, y enseguida se iría.
Le presenté a Greta, pero ya se habían visto, alguna otra vez.
—Veo que están trabajando duro.
No sé si lo dijo con doble intención. Greta, inocente y didáctica, le explicó el
asunto de la novela.
—¿ Usted oyó hablar de este libro ? —pregunté.
—No, no sé nada. Su tío andaba en tantas cosas distintas... No se molesten por
mí, sigan trabajando. Termino el café y me voy.
El escritor, arrastrado por la pasión que despiertan los finales, no se había
dado cuenta de que se le había trabado la tecla de las mayúsculas.
85
1) FORMOL
2) Ofelia
3) Coq au vin
4) Adolf
5) Petit Larousse
Montaner transcribió los cinco sobrenombres en una libreta, y al lado de cada
uno puso los nombres verdaderos: Fux, Helena, Balthazar, Helmut... Sólo le
quedaba una incógnita por despejar.
Siguió buscando en los cajones otra pista. Encontró más papeles referidos a
Dubuffet (revistas literarias, artículos de periódicos) y también publicaciones
sobre taxidermia. Le extrañó hallar veinte números de una revista titulada El
perdurable mundo del tatuaje. ¿Había tenido Fux un gran interés en esta
disciplina? Sólo había un lugar donde podría averiguarlo.
La morgue de París siempre le había resultado a Montaner un sitio deprimente,
pero tenía al menos una ventaja: estaba a salvo del turismo. Cuando encontró en
el cuarto subsuelo a una pareja de alemanes con una cámara fotográfica, cambió
de opinión.
En la puerta de la sala de autopsias lo recibió el forense Emil Von Marheim,
vicedirector de la morgue de París.
86
—Doctor, necesito ver el cadáver de Fux.
El doctor Von Marheim consultó una carpeta negra.
—Imposible. Está dentro de la categoría "Reservado". El juez dictó secreto de
sumario y caución del cuerpo.
Montaner insistió.
—Usted me ayudó mucho hace tres años, cuando investigué el caso de la cabeza
hallada en una valija. ¿Recuerda?
—Me acuerdo muy bien, pero esta vez no puedo hacer nada. Tengo las manos atadas.
El médico guardó la carpeta negra en el escritorio, cerró con llave el cajón y
entró a la sala de autopsias. Montaner se alejó hacia el ascensor, arrastrando
los pies. Apenas se aseguró de que no hubiera nadie volvió al escritorio.
El cajón estaba cerrado con llave, pero el de arriba no. Al sacar el cajón
superior, pudo llegar hasta la carpeta negra. Una vez que la tuvo en sus manos
la hojeó en busca del nombre de Fux. Sacó las páginas del informe, con la
intención de devolverlo una vez que tuviera fotocopias de todo. También separó
una foto del cadáver.
A pesar de que había visitado muchas veces el edificio, no lo conocía del todo.
Perderse en la morgue era una de sus peores costumbres. Después de tomar un
ascensor y subir por una escalera angosta, se encontró en un largo pasillo
helado.
87
Caminó hacia el fondo. No sabía si estaba en la superficie o si seguía bajo
tierra. Oyó pasos a sus espaldas, pero al girar la cabeza no vio a nadie.
El corredor se curvaba hacia la derecha. Sobre una camilla vio un cuerpo tendido
y sintió un escalofrío al pasar a su lado. Oyó con nitidez los pasos a sus
espaldas. ¿Habría advertido Von Marheim la desaparición del informe?
En el fondo lo esperaba un ascensor. Aceleró el paso.
Las ruedas de la camilla rechinaron. Nadie aceita nunca las camillas que
transportan a los muertos.
Dio vuelta la cabeza. La camilla había desaparecido.
Por primera vez en su carrera lamentó ser el único detective privado que nunca
llevaba un arma.
Antes de que Montaner llegara al ascensor, la camilla lo embistió. El detective
cayó contra la reja del ascensor. Un puñal, arrojado desde diez metros, se clavó
en el cadáver que yacía en la camilla. Montaner vio a lo lejos la silueta del
atacante que huía. No podía perseguirlo, el miedo le había quitado el aire.
La función, por el momento, había terminado.
—Ya es muy tarde —le dije a Greta—. ¿Seguimos otro día?
—No, tenemos que terminar esta misma noche. Mañana te esperan otras
obligaciones: el telescopio, los astros y los signos.
—Entonces sigamos con la página del informe forense.
88
MONTANER vio el cartel a lo lejos:
Hasta allí llegaba el olor de las especias mezcladas. Por momentos, dominaba la
canela; pero también sintió las pimientas, las hierbas, la nuez moscada, el
comino.
El local era oscuro y angosto. Una mujer alta, joven, molía albahaca en un
mortero, mientras repetía el estribillo de una canción. Como vio que Montaner
miraba a su alrededor, le preguntó:
—¿Indeciso? Puedo darle una mezcla que sirva para todo: pastas, carnes, aves o
pescados.
—Si sirve para todo no me sirve. No me gusta que todo tenga el mismo sabor. Por
eso vine. Un cocinero llamado Balthazar me recomendó este lugar, hace ya unos
meses.
—Justo ayer estuvo aquí.
89
—¿Estaba preparando algún plato?
—La torta-libro. Es su obra maestra. Apareció el año pasado en la selección de
los cien mejores platos de Europa que publica la revista Cheff.
—¿Y cómo es?
—La receta es secreta. Tiene un toque de pimienta maorí roja que sólo vendemos
aquí. Cuesta trescientos dólares los cien gramos.
—Creo que voy a llevar pimienta verde y alguna cosita más.
Montaner no sabía nada de cocina. Llevó algunos frasquitos de especias ya
envasadas, que eligió por los colores de las etiquetas.
—Me imagino que si alguien le encargó ese plato a Balthazar, debe ser para una
fiesta muy importante.
—Sí, un acto oficial. Creo que en la Biblioteca Nacional.
La canción de la radio terminó. El locutor dio las noticias del día: nuevas
medidas económicas, problemas con los inmigrantes ilegales... La mujer iba a
cambiar el dial, cuando el locutor anunciaba: "Extraña muerte de un
ilusionista".
—Espere un segundo —pidió Montaner.
El mago había aparecido muerto en su casa, mientras practicaba un truco con
espadas. Los investigadores no estaban seguros si había sido un crimen o un
accidente. La misma espada que había herido al mago, había atravesado a una
paloma negra.
—Es peligrosa la magia —reflexionó la mujer, mientras buscaba en el dial una
canción que le gustara.
90
—La alta cocina también —dijo Montaner, pensando en Balthazar.
Montaner pagó su compra y caminó apurado hasta la Biblioteca.
Greta hizo más café, mientras yo acercaba la página a sus ojos.
—Faltan pocas. Iniciamos la cuenta regresiva. —Montaner también.
91
Pablo De Santis nació en Buenos Aires en 1963. Es Licenciado en Letras (UBA). Ha
publicado en esta colección las novelas La sombra del dinosaurio, Pesadilla
para hackers, Astronauta solo y Enciclopedia en la hoguera. También en Ediciones
Colihue han aparecido Transilvania express, Invenciones argentinas y
Rompecabezas. Sus novelas para adultos La traducción, Filosofía y Letras y El
teatro de la memoria han sido traducidas a cinco idiomas.
OTROS TÍTULOS DE ESTA COLECCIÓN:
La sombra del dinosaurio
Pablo De Santis / Historietas de Fabián Slongo
Las botas de Anselmo Soria
Pedro Orgambide / Historietas de Oscar Estévez
Pesadilla para hackers
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Un crimen secundario
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Las llaves del tiempo
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Los miasmas del Plata
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Derrotado por un muerto
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Las líneas de la mano
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Astronauta solo
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Celebración
Pedro Orgambide / Historietas de Osear Estévez
El fantasma del Teatro Municipal Enrique M. Butti / Historietas de Cuk
El sistema de huida de la cucaracha Gonzalo Carranza/Historietas de Pez
Vodka con limón
Aldo Tulián / Historietas de Gabriela Forcadell
Amorosos fantasmas
Paco Ignacio Taibo II /Historietas de Adrián Montini
El ropero
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Un veneno saludable
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Enciclopedia en la hoguera
Pablo De Santis / Historietas de Max Cachimba
Festival con variaciones
Aldo Tulián / Historietas de Gustavo Damiani
Un profesor cobarde
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Costumbres de los muertos
Fernando Sorrentino /Historietas de Gustavo Damiani
El secreto de Marlene Rochoell Betina Keizman/Historietas de Maus
Aventuras en borrador
María Cristina Alonso / Historietas de Max Cachimba
Alrededor de las fogatas
Beatriz Actis / Historietas de Ottoyonsonh
El manuscrito de Dinamarca
Miriam Lewin / Historietas de Max Cachimba
Sin cabeza y encapuchados
Enrique M. Butti / Historietas de Pablo Zweig

Esta edición
de 2000 ejemplares
se lerminó de imprimir en
A.B.R.N. Producciones Gráficas S.R.L.,
Wenceslao Villafañe 468,
Buenos Aires, Argentina,
en diciembre de 2005.

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