Se levantó muy temprano. Había esperado este día por años.
El día en que por fin su vestido
estaría listo para poder ir al gran baile que todos los años se celebraba en su pueblo. Mayra se paró de la cama y la arregló, cosa que no hacía nunca (literalmente). Tardó 10 minutos en terminarla. No paró hasta que la cama quedó lisa como una tabla. Quedó satisfecha con su trabajo y fue al baño. Se miró en el espejo y se dio cuenta que ahora traía un nido en la cabeza, no ese lindo peinado en el que tanto trabajó para la fiesta de ayer. Agarró el peine y logró aplacar su cabello hasta que quedó liso en su espalda y puso hacerse una trenza. Le llegaba a media espalda pero ya no le molestaba, se había acostumbrado a ella después de mucho tiempo. Se lavó los dientes y salió. Se puso una falda, una blusa y unas chanclas que encontró debajo de la cama. No se tomaría más tiempo en buscar, necesitaba llegar pronto con el sastre para por fin recoger su vestido azul de lentejuelas. ¡Oh! Ese sí que era un bello vestido. Mientras le ponía salsa de la tía Lencha al machacado con huevo que le había hecho la abuela pensaba en él. A lo largo de su vida había cambiado muchas veces el estilo de ese vestido. Largo, corto, con holanes, con tejido, en picos, de tul, que cubriera hasta sus pies, abierto de lado…se lo llegó a imaginar de todas las formas que pudiera haber y en todas las telas que conocía. Eso sí, a pesar de haber cambiado miles de veces de color estaba segura que en el fondo siempre lo quiso azul como el primer vestido que se imaginó o como el que por fin recogería esta mañana. “Cuidado con ese tenedor…” Volteó a su izquierda y alcanzó a ver a mamá pasar hacia la sala con una taza de café en la mano. Entonces miró su tenedor y se dio cuenta que el último pedazo que pensó en comer seguía en el tenedor resbalando hacia su falda como en un intento de recordarle que debía terminar de desayunar antes de salir corriendo de la casa. Terminó en los siguientes cinco minutos. Pasó a la sala donde mamá y la abuela veían la tele y les dijo que se iba, que volvería al rato. “Las quiero.” Les dijo antes de salir. Ellas respondieron que la querían más, pero ni se fijó en eso. Estaba concentrada en lanzar la puerta lo más fuerte que pudiera fuera de su paso. Corrió por el malecón para sentir la brisa del mar en su cara. El camino era un poco más largo, pero la expectación y los nervios le gustaban. La emocionaban más, por lo que descargó todas esas energías corriendo por la banqueta llena de la arena de la tormenta de anoche. La arena seguía húmeda, por lo que sus chanclas dejaban marcas de sus pasos. No le importó llenarse los pies de arena. Ni siquiera lo sintió. La brisa alborotó su trenza y le soltó algunos mechones, pero ella solo era anhelo y esperanza de lo hermosa que sería esa noche en ese hermoso vestido azul de lentejuelas. Llegó al final del malecón y fue al centro del pueblo. Llegó ante la vieja casa del costurero y tocó la puerta. La tocó de nuevo. Y la volvió a tocar. ¿Qué sucedía? Tocó, tocó, tocó. Volvió a tocar cada vez con más fuerza. Se asomó por las 2 ventanas que había al frente de la casa. Se saltó la reja para pasar al patio y asomarse por todo hueco que encontró pero no había nadie. Regresó a la puerta y se sentó frente a ella a pensar donde demonios estaría el hombre y su vestido. “Se fue temprano. Dijo que si venías por aquí pasaras a la tienda de Cenizo. Que ahí te esperaría con tu vestidazo, muchacha.” Le dijo la vecina del costurero que barría su banqueta. La sonrisa volvió a cara de Mayra y salió disparada a la tiendita. Sólo 6 cuadras. Ahora 5...3…aquí. Se paró frente a la tienda y entró. “Buenos días…” Dejó la frase a medias. Don Cenizo le dirigió una mirada de muerte. “¿Está bien…?” Preguntó Mayra. “¡Ese desgraciado pasó por aquí con tu vestido! Dijo que me iba a pagar la semana pasada todo lo de la tela que le traje de la ciudad. ¡Hoy! ¡Y no me trajo nada ese infeliz! Pero deja que me lo encuentre con el machete en mano… ¡Entonces sabrá lo que se merecen las bestias como él!” Mayra caminó hacia atrás lentamente y cuando salió de la tienda y se dio cuenta que Don Cenizo estaba ya refunfuñando consigo mismo corrió. Corrió de nuevo y se preguntó cuántas veces más tendría que hacerlo. Pasó frente a la relojería. Se le hacía tarde. ¡Ah! Siguió sin rumbo y se detuvo frente al parque. Un joven pintaba un cuadro de un vestido azul igual al suyo. “Ese vestido es…” “Igual al tuyo. Un hombre pasó con él por aquí hace unas horas y me enamoré del vestido. Era hermoso y como jamás me habría imaginado que pudiera existir uno. Así que decidí pintarlo para jamás olvidarlo.” Mayra vio la cara que el chavo ponía al hablar de su vestido. Se identificó con él (de alguna extraña manera) y metió la mano al bolsillo de su falda. Sacó un pedazo de la tela del vestido. Era suya y se la había quitado al rollo de tela con el que harían su vestido, pero le gustó tanto que no le preocupo y solo la tomó. “Toma.” Le tendió el pedazo al chavo que lo agarró, lo examinó y volvió la cara hacia ella. Sus ojos estaban húmedos y tenía cara de perrito a medio morir. “Gracias…no sabes cuánto significa…” “No importa, solo quería que la tuvieras.” Se sonrieron por un momento y en ese instante Mayra supo que el sería parte de su vida para siempre, de alguna u otra manera, y siempre estaría para ella como ella estaría para él. “Se fue hacia la estación de camiones.” Mayra se lo agradeció y después de una última sonrisa corrió a la estación de camiones. Para acortar el camino cruzó por el mercado. Esquivó panes, pescados, reses colgantes y cestos de verduras. Una que otra maldición de señoras estresadas por el movimiento de un mercado abarrotado se lograba escuchar detrás de ella, pero estaba demasiado apurada como para detenerse a darles su debida contestación. Aparte se dio cuenta que se merecía todas y cada una de ellas después de tirar la olla de agua de horchata de uno de los pescadores del pueblo. Luego la repondría, pero ahora no. Salió y corrió cinco cuadras más. Llegó a la estación y se paró en seco. No había camiones. Se acercó a la señorita malhumorada que vendía los boletos. “Disculpe, el costurero del pueblo…” Empezó a preguntar y luego la señorita bajó su revista para contestar en con su voz de pito. “Se fue en el camión de hace una hora para la ciudad y llevaba tu vestido azul en la mano. Antes que se fuera me senté a platicar con él. Me cayó gordo, pero me dijo que se iba con él. Supongo que no quería que lo tuvieras por que le faltaban como 6 lentejuelas al frente. ¡Bah! Ni sé ni me importa, pero vete si no me vas a comprar nada por los clientes esperan chamaca pedorra.” Estaba tan impactada por lo que salió de boca de esa mujer que no reparó en la última frase. Se llevó su vestido. Se lo llevó por seis malditas lentejuelas. ¡¿Qué?! Su corazón se detuvo y caminó lentamente a la orilla de la banqueta donde se sentó y lloró. Lloró una vida de esperanzas en el vestido. Una vida de sueños en esa noche con su vestido perfecto donde nada sería como se lo imaginó, sino mejor. Una vida de planear lo que pasaría, la pareja que la llevaría, el color, la forma, el largo, el peinado. Una vida de trabajar por encontrar la tela perfecta, por encontrar todo lo que haría esa noche mágica y a ese vestido ‘el’ vestido. Sus brazos caían a sus lados. Su barbilla tocaba su pecho y el azul de su falda se oscurecía ahí donde las lágrimas tocaban. No podía moverse. No había fuerzas más que para llorar. Después lo que pareció horas alguien tocó su hombro. Miró hacia arriba y ahí estaba mamá con un pañuelo en la mano. “Me dijeron donde encontrarte mi hijita. Pero la verdad es que tus llantos los sentía hasta la casa y tuve que venir por ti. Anda, vamos a ponerte guapa para esta noche.” La levantó y la abrazó. El abrazó duró tanto como fue necesario para Mayra dejar de llorar. Y sirvió. En ese abrazo sintió todo el cariño y amor que su mamá ponía en cada día de su vida. Sintió su fuerza, su valor, su entrega y dedicación a una vida que no eligió pero que jamás negó. Y entonces supo que esa negación jamás vino por que sabía que Mayra la necesitaba. Mayra entendió que todas esas fuerzas y esas ganas las tenía por ella así como ella se paró por que la sola presencia de mamá le daba fuerzas. Dejó de llorar y devolvió todos esos años de amor y dedicación, ejemplo y formación de mamá en una sonrisa. Una sonrisa en la que mamá se encontró y en la cual renovó sus esperanzas del mañana. Caminaron juntas de vuelta a casa mano en mano. Cuando llegaron la abuela no estaba en la sala. Se detuvieron en la entrada viendo hacia la sala y mamá llamó a la abuela. Entonces ella apareció con un vestido azul aún mejor que el que ella misma había mandado hacer. Era hermoso y al tocarlo sintió los frutos de una vida llena de dolor y penas. Sintió los frutos de la fuerza que tuvieron, del valor que mostraron y de la unión que jamás dejaron flanquear entre ellas. “Gracias.” Y la conmoción de Mayra en esa simple palabra fue suficiente para hacer a la abuela y la madre sentirse del mismo modo que ella y llorar de felicidad al darse cuenta de todo lo que habían logrado hasta entonces. Mayra subió a su cuarto y se cambió. Se puso el vestido azul y sus zapatillas altas. Bajó y le pidió a mamá y la abuela que la llevaran a arreglarse. La abuela indicó a la estilista como sería el peinado, y Mayra la dejó porque confiaba en ella. Y mamá indicó a la maquillista exactamente qué colores usar y cómo usarlos en los ojos y cómo debía quedar el resultado en cara de Mayra, y ella la dejó porque confiaba en ella. Cuando terminaron y se vio en el espejo no lloró, pero se sintió orgullosa de lo que era, de aquellas mujeres que eran sus respaldo y de lo que sabía haría esta noche. Y las tres juntas tomadas de la mano volvieron a casa. Esperaron unos minutos y entonces llegó el joven pintor. Mayra se extrañó de encontrarlo en la entrada de la puerta. “Le dije a Miguel que yo te llevaría al baile. Sé que no tenía derecho, pero en verdad quería ser yo quien te llevara.” Mayra vio a sus ojos y sabía que era sincero. El muchacho entró y saludó a mamá y la abuela. Se despidieron y después de darle un beso a cada una, Mayra y el chavo salieron. Subieron al chevy rojo del muchacho y se fueron al baile. Al pasar por el malecón Mayra bajó la ventana y dejó la brisa entrar y despeinarla un poco. Se sentía feliz y completa y sabía que no necesitaba nada más en la vida. Estaba segura de lo que haría esta noche. El joven la vio mirar al mar. Vio su mirada y cómo se suavizaba y tomaba fuerza como las olas que daban en la orilla. Llegaron al gran salón y bajaron. Ella se veía hermosa. El azul era su color y ella lo sabía. Ella era una persona azul. Y cuando iban a entrar el costurero llegó a ellos. Traía la tela en una mano y las lentejuelas en otra. Miró a Mayra con el arrepentimiento en los ojos y una lágrima cayendo por su mejilla. “Lo siento Mayra… No quería pero no pude, no sé cómo pero pasó. Espero que me entiendas mi cielo, jamás quise. Entonces esperaba entendieras porque…” Mayra lo hizo callar con un ademán de la mano. “No me interesa. Lo resolví con mamá y la abuela y la noche es demasiado perfecta. No quiero que arruines ni una noche más. Ya no.” Entonces soltó el brazo que la había conducido del carro hasta ese lugar y plantó piso frente al costurero que había intentado dar una explicación como las que siempre le daba cuando le fallaba. Mayra estaba harta y estaba decidida a lo que haría esta noche. No habría más angustias, no habría más rencor, no habría más odio que sazonara la felicidad que vivía con las personas que amaba por culpa de este hombre. Él no arruinaría más su vida, porque ella lo sacaría y por más que le doliera no lo dejaría dañarla más. Ya no.