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LOS SILENCIOS DE UNA COPA

Advirtió el calor de sus manos envolviendo la más fina y frágil parte de su

cuerpo; sus correosos dedos deslizándose sobre sus caderas e incluso llegando a rozar

con las yemas de aquéllos más alargados la parte más baja de su cintura. Ella se dejó

llevar.

La botella de cava yacía abierta, náufraga en el mar de un hielo pilé bañado en sal que

cedía sus encantos estalagmíticos a la calidez de la situación. Él rescató a la transparente

ampolla de su naufragio, y casi acariciándola, la acercó poco a poco hacia ella,

inclinándola hasta que el ondulado vidrio quedó totalmente horizontal y a un suspiro de

su boca, dejando caer sobre sus labios un fino hilo del venéreo elixir, del fluido del

placer, de la pócima del deseo. Una sucesión de perlas burbujeantes que decidieron

escaparse resbalaron por su cuello y, aprovechando la desnudez de su cuerpo, corrieron

por la cristalinidad de su piel, disfrutando de la magia de su torso, sorteando la

profundidad de sus curvas, y llegando a la intimidad de su ser, donde él, percibiéndolas,

las recogió con su dedo corazón para luego llevárselo a su boca.

La botella regresó a su propio mar para dejarles solos de nuevo. La luz de las velas era

irrelevante, y también el vinilo de Louis Armstrong, que rodaba como la aguja de un

reloj a la que nadie presta atención a pesar de ser la dueña del tiempo; la inexistencia de

efectos lumínicos y acústicos no habría hecho perder un ápice de sensualidad, de pasión

a aquel momento. Ellos eran, estaban, existían. Todo lo demás, no.


Ella había sido alzada como Psique lo fue de su sueño eterno. Y él, su Eros, su ser del

amor, del deseo, de la atracción fatal, estaba situado a tan solo unos centímetros de su

boca. Ella se preguntaba cuánto tiempo ocuparía ese espacio entre ellos dos, y si la

extensión de dicho espacio equivaldría en valor a una millonésima parte de ese conjunto

de tiempo de hechicerías y encantamientos.

Sintió la vibración de unos labios nerviosos rozando la diafanidad de sus redondeados

bezos. Advirtió que la suavidad con la que la mano derecha de él mantenía aun cogida

su cintura había desarrollado una brusquedad enigmática que la hacía tambalearse y

levitar como en un sueño. Podría incluso jurar que sentía todo su cuerpo colocado a la

misma altura, horizontalmente, volando como si de un avión de papel se tratase.

Los gruesos buces de él no vacilaron más, y de repente ella notó todo su ser dentro suyo

a la vez que sintió cómo ella misma se adentraba en él; cómo toda su esencia pasaba a

formar parte de sus sentidos; cómo llenaba todos y cada uno de los resquicios del

interior de su cuerpo. Poco a poco fue vaciándose para llenarlo del mismo elixir con que

él la había llenado a ella minutos antes sirviéndose de la botella de cava que descansaba

en la cubitera.

La besó fuertemente, con ojos menguantes y lengua resbaladiza. No la dejó separarse

hasta que sació su sed, y cuando ambos necesitaban darse un respiro –el estrictamente

necesario- , él aprovechaba para coger de nuevo la botella de cava y volver a bañarla a

ella de esa espumosa sustancia que a ella se le presentaba cada vez más afrodisíaca, y

que después pasaba de su boca a la de él. Juegos de enamorados…


Las velas ya habían consumido la cera, y Louis Armstrong había desaparecido

sin despedirse –debió dar cuenta de la necesaria ininterrupción que exigía el momento-.

La botella de cava, colocando su cabeza bajo el derretido hielo de la cubitera y

aprovechando el húmedo lito a modo de sábana, ya había conseguido conciliar el sueño

después de unas horas de auténtico derrame de pasión entre los dos amantes. Él estaba

sentado en un taburete, con los codos apoyados sobre la mesa, y mirándola fijamente,

sin perder ni un solo momento el camino marcado por su mirada. No mediaba palabra

alguna. Ella, delante de él, se consideraba querida, amada, y participaba de ese

intercambio de miradas propio de un cuento de hadas plagado de fragmentos erótico-

sensuales –o quizás, un cuento erótico-sensual acaecido en el mundo de los sueños y las

hadas-.

- Te quiero. –Acabó diciendo él, con un considerable espesor en los lagrimales.

Ella se estremeció. Tanto que su equilibrio se vio en peligro seriamente y estuvo a punto

de caerse de la mesa, donde se encontraba apoyada.

De repente, él se levantó, y zarandeándose rodeó la mesa y cogió un marco de fotos que

se hallaba justo detrás de ella. Miró la foto que el marco adornaba, y llorando caminó

hacia la ventana. Allí, mirando hacia el infinito de la noche, volvió a repetir “te quiero”

entre sollozos.

Fue entonces cuando ella se sintió sucia, humillada. Se sintió una más; como ese

pañuelo gastado por la consolación; como ese segundo plato ya frío; como esa copa de

cava relamida por la ebriedad de la pena.

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