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M.D.

ROCHA

EL FIN DEL
RETIRO

TERROR
Diseño de Tapa: JAXR3
Copyright © 2007 by Mario Da Rocha Sat.
Derechos reservados.
Edición digital revisada agosto 2007.
1

Hall se volvió hacia el otro costado de la cama, plegando uno de los extremos de la
almohada sobre su oreja derecha. Abrió los ojos a media asta y se dio cuenta que su nombre
no había sido el grito del desgraciado chiquillo del frente, después de haber hecho trizas el
vidrio de la cocina, sino el de su adorada esposa que empezaba de nuevo con ese cuento
sobre la casa.
―Y ahora qué, Martha? ―dijo con voz pastosa.
―Ahí están esos ruidos otra vez, Hall. Ahora vienen del baño.
El hombre se sentó con un gruñido expectorante, mientras se rascaba la cabeza. No
había escuchado nada. Nada que no fuera el aullido del viento en los aleros. Se calzó las
pantuflas y miró la hora en el reloj de la mesita de noche. ¡Demonios...! Eran más de las
tres de la madrugada. Negó con un gesto de su cabeza e intentó aplacarse el cabello cano,
pensando en todo el dinero que gastó en esa casa.
Martha buscaba a tientas la bata de casa que siempre colgaba en la cabecera de la
cama, al costado de un closet de madera y puertas de romanilla.
―¿Hall, te quedaste dormido? ―inquirió ella.
Hall prefirió respirar profundamente antes de demostrarle a Martha lo colérico que se
ponía cada vez que ella se quejaba de la casa o hacía una de esas preguntas estúpidas.
Luego estiró el brazo y encendió la luz de su mesita de noche.
―Espero que esto conteste a tu pregunta, Martha.
―No quería molestarte con lo mal que te pones cuando alguien te despierta a mitad
de la noche, pero escuché ruidos, Hall. Y venían del baño. Creo que pueden ser ratas.
―Iré a echar un vistazo ―dijo―, pero si no veo ni escucho nada, Martha, lo daré por
terminado. ―Hizo un gesto tajante con su mano, pensando que esto era un nuevo invento
de ella para exigir que se mudaran, pero él no lo iba a permitir―. Me he gastado una
fortuna acondicionando esta casa para ti. Y tú lo que haces es quejarte de todo.
Ella se había quedado de pie al costado de la cama, en tanto se abrochaba la bata y
miraba el vago contorno de la espalda desnuda de su marido.
―¿Para mí, Hall? ―preguntó, con un tono de frustración irremediable, mientras
contorneaba la cama y se ponía delante de él―. Pues permíteme recordarte que quien
compró esta casa fuiste tú... Tú, quien no me oyó cuando te dije mis preferencias. Tú, quien
se antojó de remodelar el sótano gastando tres mil dólares. Y de paso, todavía no está listo.
Ahora hay que hacerle no se qué, en las fosas de gas para que deje de oler tan horrible. ¿Por
qué escogiste este lugar? Yo hubiera preferido pasar nuestros años de retiro en Miami, pero
tú, mi querido y terco esposo, escogiste Arcadia, diciéndome que también estábamos en
Florida, y que con sólo tomar el auto, en tres horas estaríamos en la ciudad.
Hall experimentó la sensación de tener un tapón gigantesco en la boca. Martha tenía
razón. Él había escogido esa casa vieja de campo porque estaba a buen precio y porque,
reconocía, que estaba harto le la ciudad y de sus estúpidos líos.
―Martha… ―dijo poniéndose de pie y tomándola delicadamente por los hombros―.
No te pongas así. Sabes que desde que nos casamos he deseado tener una casa de campo.
Este es un sitio bonito y tranquilo. No quise decir que... ―Bostezó―. Bien, estuvo mal
haberte dicho que he gastado una fortuna en arreglar esta casa para ti. De verdad que lo
hago con todo gusto, es nuestro hogar. Mira, sé que la casa no era nueva, pero poco a poco
todo se irá acomodando. Además, mira qué bien te la llevas con los vecinos.
―Oh, Hall, perdóname. No he debido ser tan mal agradecida. ―Se abrazó a su mari-
do―. Pero es que estoy cansada. Todos los días es algo nuevo desde que nos mudamos. Si
no son las tuberías tapadas, entonces es la fuga de gas, y si no es el gas, son las aguas
negras que se desbordan. Y…, ahora esos ruidos, Hall. Parecen venir desde atrás de las
paredes, y por las tuberías. Tiene que ser ratas. De sólo pensarlo, se me coagula la sangre.

Esa misma noche, mientras Martha preparaba unas manzanillas, Hall inició la inspección en
el cuarto de baño. Encendió la luz del fluorescente que había en la parte superior del espejo,
y entonces se paró al lado del lavamanos con los ojos entornados, y mirando de allá para
acá, aguzando el oído al más mínimo detalle. Percibió en seguida la ligera fuga de agua que
había dentro de la cisterna del váter. Pero de resto..., todo era normal. Nada de ruidos. Se
acercó hasta la bañera y rodó la cortina. El grifo y las dos manijas cromadas titilaban bajo
el fluorescente y estiraban sus sombras arriba del hueco del desagüe. Éste estaba tétri-
camente oscuro, y, en ésa oportunidad, le pareció más grande de lo normal, quizá lo
suficiente para que una rata como un conejo saliera de allí. Se erizó y casi estuvo a punto de
echar un paso atrás, pero esos malditos bichos no lo iban amedrentar. Así que se inclinó
sobre los bordes de cerámica de la bañera y acercó la oreja al desagüe. Al principio no
escuchó sino el ronroneo del agua transitando libremente por esos ductos oscuros y
mugrientos que surcaban la casa de cabo a rabo, pero después, escuchó un gruñido que
subió hasta él con eco y un poco de vapor. Algo como un eructo espumoso y cargado de
temperatura.
Hall se asustó. Y se irguió de inmediato, mirando atrás de sí, haber si Martha lo había
visto, pero ella seguía en la cocina; él la podía escuchar arrimando trastos. Sonrió pensando
que aquello podría haber sido los gases de las tuberías. Era una casa vieja.
No obstante, se encorvó para mirar hacia lo hondo del desagüe, y sus ojos se fueron
adaptando a la oscuridad hasta que consiguió ver el incierto resplandor brillante de la
humedad en un palmo de la cañería. Pensó que era ridículo que una rata pudiera pasar por
allí... Entonces fue cuando el brillo del caño desapareció antes su vista como si un guante
negro lo hubiese cubierto desde adentro. Hall respingó de pronto, no sin antes ver cómo la
pupila de un maligno ojo rojo se contraía y dilataba metido en aquella sofocada oscuridad.
Se sujetó de la cortina, buscando equilibrio para pararse, pero la barra se desprendió con un
estrépito metálico similar al de una cascada de pequeñas llaves. Sus pies no lograron
aferrarse lo suficiente y se fue de bruces dentro de la bañera. Pidiendo auxilio, manoteando
y pataleando, como si se estuviera ahogando, encima de la cortina azul celeste de vinilo.

―¡Hall!... ¡Hall!... ¡Estás bien!


Hall se hallaba ya fuera de la tina, sentado sobre la tapa de váter cuando Martha llegó.
Se frotaba la mandíbula, cubierta de bello hirsuto, como si fuera un boxeador a quien
acaban de mandar a la lona. Algunos faldones de la cortina celeste sobresalían de los bordes
de la bañera.
―No fue nada, Martha ―respondió él, con tono machista―. Sólo que me resbalé y
sin querer me llevé la cortina. Mañana recogeré éste desastre.
―Pero te duele algo, podemos llamar al doctor Braniga...
―Olvídalo. Ya te dije que estoy bien. A cualquiera le puede pasar, ¿no?
Ella se le quedó mirando con ojos impacientes. Dibujando ira en su mente.
―Está bien. Hall. No te insistiré con eso del doctor, Hall.
Él se levantó advirtiendo su mal humor, y echó una mirada de soslayo dentro de la
bañera. Se preguntó si lo que vio no fue un efecto producido por el sueño. Pero
independientemente de cuál que fuese la respuesta, no podía decirle a Martha lo que creyó
ver. Pues si de veras tenían ratas, agregaría otro punto más en la lista de cosas de las cuales
ella se quejaba.
―No vi ratas, Martha ―aclaró―. Esta noche dormiremos en paz. ―La empujó
delicadamente por la espalda para que lo acompañara a la cama.
Pero ella no se movió. Lo miró en el acto, arqueando las cejas.
―¿No me mientes, verdad, Hall?

Hall siempre había querido tener un despacho. Uno donde él pudiera subir los pies sobre el
buró y tener un rato de verdadera intimidad, sin jefes molestos, o personas
interrumpiéndolo con tontas preguntas, o Martha: con el tema de la casa. Y así lo obtuvo.
Quedaba en el sótano. No era muy grande, pero había podido meter un gran escritorio de
caoba, una alfombra acolchada, una voluminosa lámpara Kindi (hecha de trenzas y maderos
tallados con osos) y su famosa cabeza de venado, situada bajo la silla de piel. El
taxidermista le había puesto Bobo, y sus ojos eran negros y centelleantes a la luz del
despacho. Como si miraran, y escudriñaran dentro de la cabeza del que la mirara. Su corna-
menta no era muy grande, pero sí lo suficientemente afilada.
En una esquina de la pared, muy cerca del escritorio, estaba su escopeta de caza. Le
gustaba tenerla a la mano para aceitarla, y, aunque sabía que podía ser peligroso, la
mantenía cargada con cartuchos tres en boca o calibre doce como todo un buen cazador.
Poco a poco el lugar estaba adquiriendo un manso aroma a cuero. Pero había algo que
lo impedía. Se trataba de esas viejas tuberías de cobre que transportaban el gas hacia la
cocina. Cuando Hall remodeló el sótano, había querido eliminar ése sistema y poner una
cocina eléctrica, pero los técnicos le sacaron cuentas y Hall creyó que le estaban
presupuestando la ampliación de Cabo Cañaveral. Para ese entonces, sólo se le ocurrió
solventar las fugas y disfrazar las benditas tuberías con paneles de yeso. Era algo injusto,
pero las cosas eran así. El era un jubilado, y, al parecer, todas las personas que lo rodeaban,
o se creían que tenía mucho dinero o que era un viejo decrépito. Y para colmo había pagado
tres técnicos para que encontraran las fugas, pero eran torpes, y al cabo de unas horas,
siempre volvía ese nauseabundo olor. El último de ellos le había sugerido hacer un estudio
en las fosas subterráneas. Pero, Dios, ya había gastado tres mil dólares y el tipo tenía que
romper el suelo quién sabe hasta dónde. Martha había puesto el grito en el cielo. Su cara se
veía llena de tensión, y Hall creyó que sus arrugas se profundizaban. Era una maldición, no
sabía por qué escogió esa casa, pero jamás podría aceptar ante ella que había metido la pata,
y gastado casi todos los ahorros de sus vidas. No, eso nunca. Ahora tendría que ser como su
padre, un hombre de carácter definido. Arreglaría todo y en poco tiempo podrían dedicarse
a descansar y gozar de no tener horarios.
El técnico mostró un precio generoso para realizar el trabajo, pero con una condición:
que Hall lo ayudara a cavar la fosa. Hall aceptó, era un hombre maduro, de sesenta y cinco
años, pero fornido y lucido. A su edad no tenía esa popular panza que guindaba con mucha
frecuencia en los hombres pasados de los cincuenta, y todavía podía hacerle el amor a su
mujer, quince años menor. Un detalle que lo hacía sentirse fuerte, joven y orgulloso.

A la mañana siguiente, Martha despertó a Hall trayéndole el café a la cama. Se había


levantado temprano, realizando los quehaceres con la idea de darle una oportunidad a su
nueva casa. Tenía la confianza, renovada, de que su esposo al fin dejaría todo como nuevo.
Y no olvidaba que esta mañana vendría el técnico del gas para comenzar a revisar las fosas.
Ése detalle le desorganizaba su vida. Teniendo que, el día anterior, pedirle el favor a
su vecina, la señora Alice Hunton, para que hoy la dejara hacer el almuerzo en su cocina,
pues se suponía que cerrarían el gas mientras cavaban en el sótano. La señora Hunton no le
permitió eso. Sino que los invitó almorzar. Martha estaba muy agradecida y eso le levantó
el ánimo.
―¿Qué tal está el café, querido? ―preguntó.
―Oh, Martha, no te hubieras molestado. Yo..., anoche... me comporté como un
patán.
Ella le quitó la taza vacía de las manos y lo miró sin resentimientos, parecía un niño;
ya le conocía desde hace muchos años. Los Payne eran todos así.
―Vamos, Hall, no tienes porqué disculparte ―dijo―, todos tenemos días difíciles.
Ahora levántate, el hombre del gas está por llegar. Y ya sabes que le prometiste...
―Que lo ayudaría —la interrumpió, terminando la frase.
Se levantó y le dio un beso a su esposa en la frente. Después se volvió a sentar en la
cama y contempló la habitación, con las cortinas corridas y las ventanas abiertas dejando
que el sol penetrara oblicuamente, cargando de haces polvorientos la estancia. Afuera, las
hojas secas se arrastraban por los jardines, acumulándose en los rincones y en la escalera
del zaguán, avisando que el octubre otoñal estaba por terminar y que el invierno
comenzaría.
―Hall, necesito pedirte un pequeño favor. ..
―Lo que tú digas, querida.
―Para el almuerzo con los Hunton, me comprometí en llevar algunos víveres y dos
botellas de vino. Cuando me levanté escribí la lista ¿Podrías ir de compras mientras tiendo
la ropa que lavé?..., es que hace un sol espléndido.

Cuando Hall regresó, ya el hombre del gas se encontraba esperándolo. Se llamaba Ben
Reed, y estaba echado en la mecedora del zaguán de la casa moviendo sus pies sobre las
hojas secas como si fuera un niño. Reed era un tipo alto, con una aparente panza de
mecánico que le caía sobre el cinturón. Estaba vestido con el mismo mono de trabajo, verde
militar y de fondillos lustrosos, con que vino la primera vez.
―Veo que es usted muy puntual, señor Reed —le dijo Hall, mientras subía por las
escalinatas del zaguán, haciendo crujir las hojas bajo sus zapatos, y cargando dos bolsas de
papel marrón repletas de víveres.
El hombre se levantó perezosamente de la mecedora, sonrió y después tiró un poco de
los fondillos de su mono de trabajo. Luego se acercó a Hall.
―Mi padre era un hombre rudo, señor Payne —contestó jovialmente―, y cuando me
decía que estuviera a una determinada hora en algún sitio, había que obedecerle. Porque la
zurra era tan grande que con algo de suerte me podría sentar en una semana.
Hall se detuvo frente a la puerta con la boca tan apretada que parecía que no tuviese
labios, sino una pequeña línea blanca.
―Pero descuide, señor Payne —continuó Reed abriéndole la puerta mosquitera―, no
le haré lo mismo a mis hijos... no señor. Tengo dos. Una hembra y un varón. Y sé que esos
tratos pueden traumatizarlos, y yo los amo. Sabe, hoy la pequeña amaneció resfriada y no
fue al colegio por eso. Quizá vaya a verla a la hora del almuerzo. Pero después volveré.
―Espero que se mejore, señor Reed. Los niños siempre se recuperan más rápido que
nosotros los adultos. —Recostó las bolsas en el marco de la puerta ayudándose con una
rodilla―. Martha y yo nunca tuvimos hijos, pero mi hermano Don, sí. Y ya es costumbre
que pesquen una gripe en la escuela. Pero a los días... se levantan como si nada. Así que no
se preocupe, vaya a verla a la hora del almuerzo, pero, ojo, regrese a terminar el trabajo.
―Ésa última frase la dijo pensando en Martha y con un tono de irremediable angustia.
Reed asintió, y ambos entraron.
Martha ayudó a Hall con las bolsas y Reed siguió por las escaleras, derechito hacia el
sótano. Recordaba con algo de preocupación que cuando llegó, y la señora Martha le dejó
entrar para que llevara sus cosas allá abajo, había escuchado ruidos que venían desde el
suelo. Bueno..., tampoco era para tanto, se dijo, siempre se consiguen ratas o bichos
repugnantes en las casas de campo. Sonrió y bajó el último peldaño. El lugar estaba medio
oscuro, pero desde arriba, los haces de luz polvorientos caían por las escaleras como
afluentes de aguas mansas, incidiendo en la cabeza del venado que guindaba arriba de la
silla de piel. Sus ojos centelleaban y la cornamenta estiraba su sombra hacia la esquina,
entretejiéndose sinuosamente, creando el dibujo trisado de un enebro seco. Reed sintió un
escalofrío que le corrió por su espalda, caminó hasta el escritorio y tiró de la fina cadena
que pendía de la voluminosa lámpara Kindi. La luz se encendió. Apareció entonces la
intimidante escopeta recostada en la pared, mirándolo con su único ojo oscuro, y con los
broches cromados de la correa de cuero, titilantes a la luz. Reed se dijo que estaba ante el
arma homicida del pobre venadito. Negó con su cabeza y observó a su alrededor pensando
que algún día ese tipo de gente, como Hall, sabría qué se siente ser cazado por un animal
superior.
El despacho se veía ahora mejor, pero iba hacer falta algo más que la luz de la
lámpara para ver las tuberías en la tierra. Sus herramientas estaban a unos metros del
escritorio, dentro de una caja de hierro pintada de azul metalizado que proyectaba su
sombra nítida a un costado del piso de madera, como si fuera un rectángulo de alfombra
negra, y junto a un pico y una pala como del tamaño de un atizador, atados con cinta
plástica roja. A continuación se agachó a un lado de la caja de herramientas y comenzó a
ordenarlas al borde de sus botas: una linterna, un destornillador, un teste para medir el gas...
Mientras hacía esto, escuchaba que Hall, arriba en la cocina, le decía a su esposa que el
trabajo entre los dos (Reed y él) se haría más fácil y que para la noche debían de estar muy
adelantados... (Ten fe hermano, pensó Reed.) La esposa le respondió que ojalá Dios le
escuchara, y terminó por decirle que sólo le faltaba tender las sabanas, y que de inmediato
se iría a preparar el almuerzo en casa de Alice Hunton.

Aparentemente, Reed no percibió el olor a gas en el primer momento que bajó al sótano, sin
embargo su teste empezó a pitar enloquecido, mientras lo apuntaba hacia la fosa de tierra,
de medio metro de profundidad, que habían hecho en una esquina donde baja el techo.
―Entonces usted tiene razón —dijo Hall en una exhalación, secándose el sudor con
el antebrazo y apoyándose de la pala como si fuera un bastón.
―Como le dije la primera vez, señor Payne, es en la unión subterránea en donde se
encuentra la fuga. ―Apagó el teste y volvió a tirar de los fondillos de su mono de
trabajo―. Ya falta poco para llegar a la tubería principal. Creo que después de almuerzo
podremos seguir.
Hall quería terminar de una buena vez, pero Reed se veía cansado, con el surrealista
aspecto de tener ochenta años. Y sus ojos estaban un poco rojos, como alérgicos. Tenía las
mejillas sucias de hollín y tierra. Hall suponía que su cara debería estar igual.
―Creo que tiene razón, Reed, vayamos almorzar —dijo, y se recostó de la pared,
pensando que debería de mostrar más gratitud con éste hombre, por no ser tan imbécil
como todos los técnicos anteriores―. Oiga, Reed..., desea algo: agua, comida... ¿Un
cigarrillo, quizá?
Reed, que en ese instante alumbraba con su linterna hacia la fosa umbría, se volteó
hacia Hall, como si unas enormes manos lo hubieran girado violentamente.
―¡No se le ocurra acercar un cigarrillo aquí, hombre! ―Sus ojos parecían
desorbitados y sus manos crispadas―. ¡Volaríamos hasta la luna! ¡Ni siquiera piense en el
fuego!
―Lo lamen… lo lamento —se disculpó, meneando la cabeza de lado a lado. La
respuesta que le dio Reed, lo había hecho sentir como un viejo decrepito e ignorante―.
Es... es que estaba un poco distraído. Descuide, ya tome nota de esto. ―Lo miró con ojos
de ternero degollado―. Bueno... ¿Desea subir y almorzar con nosotros?..., mi esposa está
preparando un rico estofado en casa de los vecinos, seguro que habrá un plato de más.
Reed se dio cuenta que tenía la linterna encendida, y la apagó.
―No se preocupe, señor Payne, traje almuerzo. ―Fue hasta la caja de herramientas y
sacó un bocadillo envuelto en papel encerado―. Esta es la mejor forma de guardar un
bocadillo de jamón. El gas es capaz de atravesar hasta el plástico.
Hall sintió repugnancia, pero de igual forma asintió.

Hall se secaba las manos mientras veía por la ventana de la cocina. Pensaba en el papel de
ignorante que había hecho frente a Reed, pero qué se iba hacer… a veces se distraía tanto
con banalidades absurdas que olvidaba lo elemental y lo prioritario.
Afuera el viento soplaba con una brisa fresca que levantaba las hojas secas del césped
e inflaba las sábanas y toda su tanda de camisas, fundas y ropa interior que pendían de tres
cuerdas atadas a dos árboles, y que su esposa había bautizado cómo el tendedero. A la
derecha del patio, se alzaba una valla de tablones blanqueados por el sol, que separaba su
propiedad de la vecina. El chico de los Hunton jugaba en el jardín comunal con un
descosido y viejo guante de béisbol, lanzando al aire una pelota de goma. El niño parecía
un angelito, pero Hall sabía que era un hijoputa desgraciado y meapilas. Desde que se había
mudado había roto dos vidrios, se había cagado en su adorada cochera, y hubo una vez que
casi incendia el jardín de ambas casas. Había que tenerle cuidado.
El chico recogió la pelota del césped y se fijó que Hall lo miraba a través de la
ventana. Allí está el vegete narciso.
―¡Hola, señor Payne!... —lo saludó, y se encaminó hacia allá, pasando entre la carga
de sábanas henchidas por el viento que aleteaban constantemente sus esquinas, hasta que se
detuvo ante a el cristal, con sus manos a los costados de sus sienes y pegando su nariz en él,
formando un ovalo blanco―. Hay algo que casi se me olvidaba decirle, señor ―empañó el
cristal con su aliento―, su esposa me pidió el favor de avisarle que venga a comer. Mi
madre dice que el estofado está delicioso..., pero a mí me parece que apesta.
Hall dejó caer el trapo en el piso, y cerró sus puños con tal fuerza que sus nudillos se
pusieron blancos esqueléticos. Pero se calmó; iría a comer en su casa.
―Muy bien, chico. Podrías decirle a mi esposa que... ―Pero no terminó de decir lo
qué iba a decir, porque chico se fue por donde vino y se quedó jugando entre los árboles,
lanzando la pelota al vacío y atajándola a continuación con su guante.

Reed volvió a alinear sus herramientas al costado de la caja, y, desenvolviendo el bocadillo


de jamón, se fue hasta los márgenes de la fosa, donde se sentó, hundiendo la suela de sus
botas en la tierra. Allí seguían las emanaciones del gas a pesar que habían cerrado la llave
de paso. Era curioso, después de todo, pero Reed asumió que quizá fuera el remanente que
seguía atrapado allí, al igual que el olor a humedad y a tierra que surgía a oleadas por
encima de la fetidez del gas. De pronto pensó en Hall… si alguien encendía una cerilla en
ése sótano... Bien, no quería ni pensarlo. Suspiró entrecortadamente y le dio el primer
mordisco a su almuerzo.
Mientras masticaba, notó que se le había olvidado el termo del agua. ¡Diablos!, excla-
mó, siempre se me olvida algo. Se paró, dejando el bocadillo al borde de la fosa y sobre el
antiguo envoltorio de papel encerado. Pensó que iría a la cocina, tomaría un poco de agua
del grifo y, más tarde, le contaría al señor Peyne su atrevimiento.
Pero no llegó a subir el segundo peldaño de la escalera, cuando escuchó que atrás de
sí, allí en la fosa oscura, hubo un gruñido gorgoteante, seguido de un pequeño
desmoronamiento de tierra. Reed sintió que algo lo vigilaba. Era el clásico sentimiento de
asecho que muestran en las películas de suspenso. Fue hasta la caja de herramientas y tomó
la linterna. No era que estuviera totalmente oscuro, pero si había un bicho rondándolo, tenía
que tener ventaja. Así que la encendió en dirección a la fosa, las partículas de polvo
flotaban libremente entre los haces de luz, pero no vio nada. Se dio la vuelta y alumbró
hacia todos los rincones, hasta que de pronto posó el pequeño círculo de luz amarillenta
sobre la silla de piel que estaba detrás del escritorio y luego sobre la cabeza de Bobo. El
venado lo miraba fijamente desde arriba, con un brillo centelleante y vivo, igual a como si
estuviera frente a una hoguera. Reed contuvo el aliento por un segundo y le dijo que no lo
mirara así, porque él no le había quitado la vida. Y sin más apagó la linterna y la alineó con
las otras herramientas.
Poco después, subió a la cocina. Allí, tomó uno de los dos vasos que se encontraban
en el escurridor de platos, abrió la llave del grifo y lo llenó de agua. Se acercó a la ventana
y contempló el patio. El viento hacía un rumor espaciado y espectral al revolver las hojas
secas al pie de los árboles. Las sábanas del tendedero iban y venían... iban y venían con
sonidos lánguidos y aleteantes, proporcionándole una sensación sedante.
El chico de los Hunton mantenía su guante de béisbol plegado bajo el brazo, en tanto
escarbaba con los pies, entre las hojas muertas, buscando la pelota de goma.
Reed se sonrió pensando en sus chicos, y fue al sótano.

10

Cuando terminó de bajar el último peldaño de la escalera, se paralizó, sus ojos se desorbita-
ron y su rostro se había vuelto pálido, con la sombra del pánico en sus facciones.
Algo devoraba su bocadillo de jamón con la mitad del cuerpo apoyado sobre una de
las orillas de la fosa de tierra. No tenía cabeza propiamente, sino un especie de
protuberancia, un bulbo húmedo, brillante y de color dorado, de donde emergían dos puntos
rojos, reducidos a cavidades brillantes en la oscuridad. Era como una anguila recién salida
del agua, y a la vez se parecía a un roedor sin patas ni pelos, sólo con escamas babosas.
La cosa dejó de masticar, y la parte inferior del bulbo, se partió en dos, mostrando un
puñado de dientes tan largos como dedos índices, llenos de restos de pan.
Hubo un crujido de vidrios. Reed no se dio cuenta, pero había apretado el vaso con
tanta fuerza que lo había roto. Y el agua escurría sobre sus botas de obrero, mezclándose
con las gotas de sangre. Se tiró de los fondillos de su mono, en un acto nervioso e
inconsciente, mientras la cosa dirigía, como proyectiles, sus ojos hacia él. La sensación fue
umbría, macabra y de pesadilla. Trataba de pedir ayuda, pero su voz era inaudible, todo su
ser estaba inmóvil, anclado al piso, y un sudor frío le corría sobre el labio superior y bajo
las axilas.
El bicho abrió sus fauces, pero no como antes, sino de una manera irreal, capaz de
tragarse la cabeza de un hombre de un solo bocado. Y dio un chillido ululante, cargado de
vapores calientes, un grito que dejó el eco palpitante en todos los rincones de la casa.
Reed se volvió hacia el rincón, cogió la escopeta, la traqueteó y... disparó... ¡Pum!
¡Pum!... ¡Pum!... La cosa voló hecha pingajos brillantes soltando fragmentos de dientes y
dejando una nubecilla de vapor sangriento que se mezclaba con el olor a gas. Reed era un
héroe. Vino Hall, su esposa, toda una cuadra de vecinos, y hasta salió en los noticieros. Él
los había salvado a todos de un bicho de otros mundos que venía a colonizar la tierra y...
Aquello ocurrió en un instante infinitesimal, y sólo en la mente de Ben Reed.
Mientras la cosa contorsionaba la cola, dando la impresión que saltaría para zampárselo, él
subió corriendo por las escaleras, dando traspiés en los peldaños, aullando como un lobo
bajo la luna llena y sintiendo cómo el aire bullía y siseaba en su pecho. Sus botas
repiquetearon en cada escalón dejando en sus pies un hormigueo espasmódico. Y por fin
desembocó en la cocina y salió por la puerta que daba al jardín, casi arrancándola. Se
encontró a fuera. Corriendo. Mirando por encima del hombro, a ver si eso lo seguía, y se
tropezó con una raíz de un árbol tapada por hojas. Cayó, y se levantó con el culo lleno de
tierra. Volvió a mirar hacia atrás, se volvió a caer, y se levantó nuevamente despavorido,
corriendo con sus brazos extendidos hacia adelante, llevándose de por medio las sabanas
que se encontraban tendidas al sol.
El chico de lo Hunton fue el único que escuchó sus gritos, y olvidó la pelota que hace
rato buscaba entre las hojas secas, para concentrarse en aquello que parecía un espectro
errante y que corría cubierto con un manto blanco al final de la colina.

11

El chico irrumpió violentamente en el comedor de su casa. Sin embargo, le dio la impresión


que nadie lo tomaba en cuenta, pero ahí se equivocaba, pues Hall sí le había visto, y a pesar
que el chico tenía los ojos brotados como huevos fritos y sus mejillas pálidas como la leche,
no quiso prestarle atención y siguió riendo junto a Martha y la señora Hunton.
Ellos estaban hablando de cómo hacía Hall para mantenerse en forma a sus sesenta y
cinco años. Reían por el efecto del vino, con sus orejas cálidas y un rubor sobre sus
mejillas. Mientras almorzaban, no habían dejado de entrar y salir de esas conversaciones
vanidosas, que a Hall le disgustaban, pero que a fin de cuentas, el tema lo envolvió como si
lo atrapara un gran guante de seda china, haciéndolo sentir muy cómodo.
El chico apretó sus puños tomando sus nudillos blancos, y se acercó a la mesa,
todavía controlando su respiración, después de tan espeluznante susto en el jardín. Tiró del
bulto que formaba el vestido en el hombro de su madre, y le dijo:
―¡Mamá...!, ¡mamá!, un fantasma salió corriendo de la casa de los Payne...
La madre se sacudió el hombro y le hizo un gesto con la mano, mientras seguía
hablando, riendo y bebiendo vino. De las dos botellas que Hall había comprado, no
quedaba ya si no el remanente que había en las copas. Y lo que corría por sus torrentes
sanguíneos.
El chico intentó una y otra vez, pero las risas se hicieron más fuertes y él cada vez
más diminuto ante la mesa. La señora Hunton había pensado que ahora su hijo debía que
esperar, pues tenía horas llamándolo para que viniese a comer, pero como no le hizo el
menor caso, se cansó, y esperaría a que llegara su padre para que lo metiera en cintura.
El chico miró por última vez a cada uno de los tres adultos; los miró de uno en uno,
deseando que ese vino los hiciera cagar y cagar durante horas sin poder parar de tirarse
pedos, luego salió de la casa, olvidando lo que había visto correr por el campo; su estado de
ánimo era una rabieta apoteósica contra su madre, y contra Hall. Ese viejo comemierda que
se cree Elvis.
De modo que se fue hacia el patio y se sentó bajo un árbol desnudo, entre los
dispersos rayos del sol, estrujando las hojas secas con las manos y mirando hacia la casa de
los Peyne.

12

Como a eso de dos horas, Hall decidió ir a su casa, seguro Reed estaría trabajando solo, y
aquello era una falta de moral, aunque le estuviera pagando. Su palabra era su palabra. Así
que cuando se sintió un poco más aplomado y sin tanto calor en sus orejas, se despidió de
Martha y la señora Hunton, quien ya había sacado una nueva botella de vino de su alacena
y tenía la intensión de seguir charlando hasta que se le agotaran los recuerdos.
Cuando entró en su casa, notó, entre el ligero mareo que todavía le rondaba en la
cabeza, que algo no estaba en su sitio. La puerta mosquitera estaba un poco desquiciada,
como si alguien hubiese tirado de ella con extrema fuerza. Y algo, que no sabía qué era
exactamente, faltaba en el jardín. Había un vacío en la casa, pero se lo atribuyó al alcohol.
Bajó al sótano, esperando ver a Reed trabajando, no obstante, el sitio estaba vacío.
Hall sintió que una pizca de rabia le quería subir por el esófago, pero se relajó al recordarse
que Reed estaría con su hija, a lo mejor la chiquilla se había complicado. Entonces dio dos
pasos en dirección a la fosa, y algo crujió bajo sus mocasines. Se fijó, echándose para atrás
y levantando un pie como si hubiese pisado caca de perro, y vio las astillas de vidrio y el
(medio evaporado) charco de agua. Luego dirigió su atención hacia la fosa. En el borde
estaba el papel encerado, arrugado, con el cual Reed traía envuelto su bocadillo. Las
migajas de pan aparecían regadas en todas direcciones como si el hombre despedazara el
bocadillo con las manos y luego se lo hubiese echado a las palomas.
Hall podía exigirle muchas cosas a Reed, pero no tanto como para exigirle que apren-
diera a comer. Los buenos modales se aprenden en casa. Pero cuando regresara..., Reed ten-
dría que explicar el vaso roto y el agua derramada. Se acercó a la fosa con un gesto
bravucón en su mandíbula, y cogió una pala. Empezaría a cavar para adelantar el trabajo,
Martha hoy no fastidiaría con eso de la casa, pero mañana, cuando se le pasara la curda y
viera que el trabajo todavía no estaba listo... ¡ay, no quería ni imaginárselo!
Durante media hora estuvo cavando sistemáticamente, hasta que sus brazos marcaron
la señal de vacío. Y ni rastros de las malditas tuberías. Soltó la pala a un costado de la fosa
y se sentó con sus piernas guindado hacia el hoyo. El sudor le escurría sobre su frente, pero
estaba tan cansado que ni siquiera se molestaba en secársela, la sensación le pareció
placentera. Su vista se perdió en el fondo lóbrego de la fosa, como ido, recuperando el
aliento y reconociendo que los años no pasan en vano. Entonces fue cuando vio que entre la
tierra húmeda, aparecían manchas blancas, algo que se parecía mucho a un trozo redondo
de plástico brillante. La sensación de curiosidad fue tanta que no pensó en el desagradable
olor a gas, ni en las lombrices que deberían juguetear por allí, y escarbó y escarbó con sus
dedos, sintiendo la mugre incrustarse en sus uñas, hasta que logró desenterrar aquello que
seguro era obra del alcohol.
Lo que vio lo dejó desconcertado. Su respiración comenzó a ser más rápida y sonora
que antes, su boca estaba seca y abierta. Tenía sobre las palmas de sus manos un huevo
como el de un avestruz. Grande, completamente redondo, y blanco. Le faltaban solo las
costuras rojas para parecerse a una pelota gigante de béisbol ¿Diablos, qué demonios es
eso?
De pronto, bajó violentamente su rostro, y sus ojos, ya casi desorbitados,
escudriñaron en lo profundo de la fosa. Allí hubo un crujido, casi como el del vidrio al
romperse bajo sus mocasines, pero más leve. Algo hacía que las paredes de tierra se
desmoronaran y aparecieran más cosas blancas, pero esta vez, en forma de trozos de
cascaron. Al principio creyó que lo que ahora reptaba entre los fragmentos blancos eran
lombrices, no obstante vio pequeñas anguilas del tamaño de su antebrazo, de ojos rojos,
chillando con la boca abierta, mostrando unos dientes tan afilados como anzuelos, y que
vadeaban la tierra hacia él con la mirada encendida.
Se echó para atrás, resbalándose sobre la tierra, y se tropezó con el borde del piso, ca-
yendo sentado sobre los listones de madera. Sus manos todavía estaban ahuecadas, con la
forma de sostener el huevo, pero ahí sólo tenía un cascaron vació y resquebrajado. Lo que
antes crecía dentro, ahora le subía por el cuello dejándole un tacto frío y viscoso, con el
movimiento musculoso y circular de una serpiente. Intentó agarrarlo con sus dos manos,
pero la piel era lisa, con escamas babosas, igual a un pescado descompuesto. Y no tuvo
tiempo de detener su avance, porque sintió que sien agujas al rojo vivo se le fundían en la
oreja derecha. Gritó. Gritó y gritó sin poder escucharse hasta dejar su garganta ardida, sin
voz, arrugando su rostro de una forma irreal y girando su cabeza lunáticamente de un lado a
otro mientras tiraba del tentáculo, que se agitaba y zarandeaba dando latigazos en su
mandíbula.
De repente, Hall consiguió arrancarse al pequeño monstruo, y lo sostuvo ante su
rostro durante un segundo. Su cola se agitaba demencialmente dando fuetazos en el aire.
Sus fauces se abrían y se cerraban sangrientas, y entre sus dientes se encontraba su oreja,
hecha pingajos de piel y crujiendo con sonidos cartilaginosos.
Hall bramó con un tono animal, aterrador, y lanzó a la cosa contra la pared con el
mayor dolor y miedo del mundo. El bicho y la oreja saltaron en direcciones diferentes, y en
la pared quedó una mancha sangrienta parecida a un signo de interrogación. El muñón de su
oreja palpitaba punzantemente y escupía sangre cálida. Sus manos se sentían engarrotadas.
No le dio tiempo para pensar en lo horrible que se vería su rostro sin una de sus
orejas, para cuando brincó de la fosa con un montón de bichos enroscándosele en sus
zapatos. Agarró la pala y comenzó a aplastarlos frenéticamente hasta que pudo retroceder lo
suficiente para pensar en aferrar el pasamano de la escalera y subir. Pero al darse la vuelta,
se petrificó, como si sus pies hubieran echado raíces, sintiendo cómo su sangre, tibia y
grumosa, chorreaba por su cuello formando una extraña rosa de color carmesí en el hombro
de la camisa.
En la mitad de la escalera estaba uno de los bichos. Era tan grande y espantoso que
Hall lo identificó de inmediato como el progenitor. Su mirada roja y brillante expresaba un
desafío. A muerte. Sus fauces abiertas y llenas de dientes como los de un lagarto: Apetito.
En seguida Hall pensó en Martha, la escuchó decir: Te lo dije Hall, yo quería vivir en
Miami, pero fuiste tú quien... Eso lo enfureció enormemente. Elevó la pala como si fuera un
bate de béisbol y la apretó con tal fuerza que sus uñas y nudillos palidecieron.
―¡Ven aquí maldito bicho! ―gritó―. ¡Ven aquí!...
La cosa se contorsionó y saltó hacia Hall, con las boca abierta y chillando como un
murciélago. Él la bateó y la despidió hacia el rincón detrás del escritorio.
Un súbito dolor salvaje lo hizo aullar con un timbre alto y entrecortado. Uno de los
pequeños bichos le había mordido la pantorrilla desgarrándole un pedazo del pantalón.
Él le asestó un golpe cortante con el filo de la pala y lo separó de su pierna llena de
sangre. La cosa se revolcaba y revolcaba con un trozo de carne guindando, bufando y
siseando de dolor.
Hall emitió una carcajada histérica y lo terminó de triturar con el pie. La cosa sonó
como cuando se aplasta a una cucaracha, y la suela de su mocasín se puso resbalosa.
Un momento después, algo se movió viscosamente detrás de su escritorio, y su
escopeta se precipitó al piso de madera con un golpe seco. Conque allí había ido a parar el
bicho pone huevos. Quiso aprovechar la oportunidad y descalabrarlo con la pala, ahora que
estaba atontado, pero algo distrajo su atención. En la fosa hubo un ruido semejante al
anterior. Y cuando Hall bajó la vista hacia allá, vio que el bicho estaba allí, enroscando su
cola, con las fauces abiertas y con una virulencia marcada en sus ojos rojos.
¡No!... No había nada en el mundo lo suficientemente rápido para llegar de un sitio al
otro de semejante manera. ¡Dios, tienen que ser dos! ¡Son dos! Lo estaban cazando. Esta
vez él era la presa, no el cazador. Y sintió que la mirada de Bobo se incrustaba en él
cáusticamente emitiendo su juicio. El condenado venado se estaba divirtiendo. Hasta lo
escuchó reír. Pero con las carcajadas del chico de los Hunton.
Hall, aturdido, le atestó la pala en la cornamenta y luego intentó avanzar hacia allá,
con la idea irreal de buscar el arma de caza, pero... ¡oh, maldita sea!, ya la otra cosa había
subido a su escritorio. Y la escopeta, su aceitada escopeta, ¡lejos de sus manos!
El bicho que estaba en la fosa fintó hacia él. Hall saltó hasta la hilera de herramientas
de Reed y tomó un destornillador y el teste de medición del gas. Las criaturas comenzaron
acosarlo por ambos extremos chillando a dúo, chillidos tan altos y perturbadores que no le
dejaban pensar ni trazar un plan. Sin embargo miró a cada uno de los bichos y constató que
el animal de la fosa estaba más cerca de él, y entonces le arrojó el destornillador.
El maldito lo esquivó y reptó un poco hacia la izquierda del borde, parecía divertirse
con Hall. Pero él no dio tiempo a que se siguiera divirtiendo y le lanzó el teste, y esta vez sí
dio en el blanco. ¡Sí!... El bicho se tambaleó sobre su tentáculo con un ronquido y después
se hundió en el hoyo oscuro con los ojos cerrados como si lo hubiesen desenchufado.
A partir de allí, todo sucedió en segundos.
Se giró impacientemente. Pero el otro bicho ya no estaba sobre el escritorio. Hall se
lo imaginó escapando por algún rincón. No podía correr riesgos, ahora sí buscaría la
escopeta y lo fulminaría, luego le sacaría los ojos y haría un llavero. Pero su ímpetu fue tan
brusco que no se percató que la caja de herramientas estaba atravesada ante él, y sus pies
trastabillaron y se fue al piso chocando con sus codos y cerrando los ojos. Cuando por fin
los abrió, se encontró mirando hacia el rincón del escritorio, donde hace segundos... su
escopeta se hallaba recostada.
Hall se petrificó, con la impotencia en la cara, la mirada sin foco, las pupilas
transmutadas a dos bolas negras brillantes. Su escopeta estaba levemente inclinada hacia
arriba apoyada en una de las patas de la silla de piel, y el cañón, con su único ojo oscuro, lo
apuntaba. La cosa estaba a un costado con la cola enroscada entorno al gatillo, los ojos
rojos abiertos más de lo normal, reflejando el rostro deformado por la furia sin medidas de
Hall.
Extemporáneamente, Hall soltó una carcajada lunática y le hizo una grosería con el
dedo medio de su mano, recordando las palabras de Reed: ¡No se le ocurra acercar un
cigarrillo aquí, hombre! ¡Volaríamos hasta la luna! ¡Ni siquiera piense en el juego!
Si hubiese podido remembrar lo último qué vio en esta vida, sólo hubiese podido
contar cómo la cosa esbozó una aparente sonrisa y contrajo su cola en el gatillo.
La explosión no fue tan grande como para volar por completo toda la casa de los
Peyne. Pero sí lo suficientemente poderosa para desaparecer el ala Este, donde estaba la
cocina.
El chico de los Hunton sólo levantó la cabeza, con el rostro maravillado, y contempló
cómo el techo se deshizo en una nube negra llena de materia incandescente que emergía de
las bases de la casa formando un grotesco hongo. Las ventanas de la cocina se perdieron en
el espacio convertidas en una lluvia de vidrio pulverizado. El marco de la puerta se deformó
en una esvástica alemana que giraba enloquecida hacia el sol, haciendo un ruido de hélices,
un ¡SUT! ¡SUT! ¡SUT!... decreciente. Seguidamente hubo otra explosión estallante, y de entre
las llamas, volaron una serie de objetos inflamados que describían espirales de humo negro.
El chico sintió que un fogonazo paso bufando muy cerca de su oído, y se levantó de
pronto sin darse cuenta que entre sus manos estrujaba un puñado de hojas secas.
En seguida comenzaron a caer más cosas humeantes del cielo. Caían y caían siseando
entre las hojas marchitas, haciéndolas saltar como si fueran gotas de agua. De pronto, algo
que venía trazando un arco mortal bajo las nubes, cayó en sus zapatos con un sonido
esponjoso. El chico sintió su calor y sin pensarlo dos veces lo pateó, pero tratando de dar
forma a eso que era como un trozo de cochino calcinado que todavía burbujeaba y
desprendía unas perezosas trenzas de humo blanco. Una parte irónica de su mente intentó
preguntarse si de verdad no se daba cuenta que aquello era la mitad de un brazo
chamuscado que aún permanecía haciendo una grosería con el dedo medio. Quiso gritar y
llamar a su madre, pero las nauseas se apoderaban de su boca. De todas maneras no le hizo
falta llamarla. Ella había corrido por el camino de lozas de la entrada y se detuvo al lado de
Martha que, de una forma casi impensable, ya se encontraba al lado del chico, parada como
una estaca, con una mueca atormentada, y con la cabeza hacia un lado en un ángulo
demencial.
El aire pasaba caliente cargado de cenizas, trayendo un olor dulzón, el sol del
atardecer brillaba desde el cielo como si estuviera detrás de una lupa y reverberaba en los
cristales de la cocina de los Hunton y en los montículos de hojas acumulados en el jardín.
Hubo un ruido que se camuflaba con el crepitar de las llamas. El chico desvió su
atención del fuego y volteó hacia un costado de su casa, donde el reflejo de la luz titilaba en
las pequeñas ventanas rectangulares del sótano. Las hojas secas crujían en esa dirección,
pero no por el empuje de la brisa, algo reptaba viscosamente por debajo de ellas, creando
lomos que subían y bajaban como olas brillantes de mar.

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