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Razones para el amor

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 15: La risa de Lázaro

De todos los personajes que yo haya conocido el que más me impresiona es Lázaro. Sí, Lázaro, el que
Jesús resucitó en el Evangelio. Me he preguntado muchas veces cómo seria su vida después de la
resurrección, qué pensaría de los que le rodeaban, cómo entendería esa segunda vida que le dieron de
regalo. Me gustaría saber qué sentirla al ver de nuevo el sol, al oler las rosas, al acercarse -tal vez
temblando- la cuchara a la boca, preguntándose quizá si esta segunda vida no sería un sueño o si, más
bien, no habría sido un sueño toda la anterior. ¿Seria ahora -al paladear- lo-- más sabroso en su boca el
jugo de las naranjas? Y el tiempo, ¿sería ahora para él. más rápido y voraz o, por el contrario, lo ve- ría
pasar a su lado majestuosamente lento?

No lo sé. Pero de algo estoy seguro: ahora su vida sería distinta, todo tendría sentido, visto, como lo veía,
a la luz de la muerte dejada atrás. ¿O quizá seguiría temiendo la segunda muerte, la definitiva? ¿Y la vería
con terror? ¿Como un descanso definitivo? ¿Como un deseo de paz?

Eugene O´Neill, que, como tantos escritores, ha querido excavar en la vida de este muerto-resucitado,
ponla en labios de Lázaro una risa terrible y compasiva cuando él, ya inmortal o, cuando menos, semi-
inmortal, se volvía a sus pobres conciudadanos que jamás hablan «visto» y les gritaba: «Esa es vuestra
tragedia. ¡Olvidáis! ¡Olvidáis al Dios que hay en vosotros! ¡Queréis olvidar! El recuerdo implicaría el alto
deber de vivir como un hijo de Dios... generosamente, con orgullo, con risa. ¡Esa seria una victoria harto
gloriosa para vosotros, una soledad harto terrible! ¡Es más fácil olvidar, convertirse solamente en un
hombre, en el hijo de una mujer; ocultarse en la vida contra su pecho, lloriquearle vuestro miedo a su
resignado corazón y ser consolado por su resignación! ¡Vivir negando la vida!»

He releído centenares de veces estas palabras, saboreándolas, desmenuzándolas. Porque pocas leí más
verdaderas. Es cierto: tal vez Dios misericordioso nos concedió la morfina de¡ olvido para que no
tuviéramos que pasarnos la vida descubriendo al lado de qué abismos vivimos, qué riesgo es el nuestro, si
perdemos el Dios que llevamos dentro maniatado. El hombre, cada hombre, vive nueve de cada diez
horas dormido. Se acurruca en su mediocridad. Vive como si le sobrara el tiempo y como si sus
despilfarros de horas pudieran recuperarse mañana.

Vivir como el hombre que somos, como el hijo de Dios que somos, sería como tener doce caballos
tirándonos del alma, sin dejarnos practicar el deporte que más nos gusta: sestear, dejarnos vivir,
recostarnos en la almohada del tiempo que se nos escapa. Sí, cada hora muerta es como si nos
arropásemos con nuestra propia losa. Ea, si, bailemos, encendamos el televisor, «matemos» esta tarde.
Vivirla seria mucho más cuesta arriba. Y así, vamos matando y matando trozos de vida, convirtiéndonos
no en hombres, sino en muñones de hombres incompletos. «Murió prematuramente», decimos de quienes
fallecen jóvenes. ¿Y quién no muere habiendo vivido -cuando más- un cuarto de sí mismo?

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