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El individuo como fundamento de la libertad en Un día

en la vida de Ivan Denísovich, de Alexandr


Solzhenitsyn.

Alberto Hernández

Un día en la vida de Ivan Denísovich es el relato sobrecogedor de las condiciones de

vida en un campo penitenciario soviético, en el que Iván Denísovich Shújov cumple una

condena de 10 años acusado injustamente de espionaje. El propio Solzhenitsyn pasó

ocho años en prisiones como esta por referirse a Stalin de manera poco respetuosa en su

correspondencia con un compañero de escuela. Después fue enviado a un ”exilio

vitalicio” en la Repúbica Socialista Soviética del Kazakh.

En su autobiografía, el autor confiesa que durante años estuvo convencido de que nunca

publicaría sus obras, y que tenía miedo de permitir a los amigos más cercanos su

lectura. En 1961, por fin, decidió dar a conocer Un día en la vida de Ivan Denísovich.

No sólo no sufrió las represalias que se temía, sino que consiguió que Aleksandr

Tvardovsky, editor de Novy Mir, publicara la novela un año más tarde.

El revuelo que se produjo fue de pronóstico, puesto que nunca antes se había permitido

la difusión de un texto crítico con la represión estalinista. Con el paso del tiempo, la

obra superó el contexto sórdido del Gulag y su influencia llegó hasta Europa occidental,

donde abrió los ojos a numerosos intelectuales que habían justificado o silenciado los

crímenes de la utopía socialista. Así pues, es preciso tener en cuenta este carácter

seminal en la denuncia para comprender el justo valor de la novela.

A mi juicio, el tema principal es el conflicto entre la aniquilación del individuo que

prentende la dictadura y la lucha del hombre por mantener su dignidad. La dictadura

socialista basa su fuerza en la negación del individuo, puesto que la persona que se

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difumina física y moralmente en la masa deja de ser un peligro para el poder. Para

conseguir este fin, dispone de dos instrumentos: la represión militar y la educación

igualitaria. De esta manera, la persona que conserva la lucidez entre la masa que abraza

sus cadenas (un rasgo de individualidad) calla por miedo a la cárcel, la tortura y la

muerte.

La lectura nos revela que la represión militar no consiste sólamente en la intimidación,

el asesinato y el encierro en condiciones inhumanas. Como se pretende demostrar en

este trabajo, las autoridades de la prisión buscan eliminar al individuo y convertirle en

un miembro más del manso rebaño mediante sus decisiones, sus normas y el trato que le

dispensan. Estos procedimientos se pueden resumir en uno, que es despojar al ser

humano de todo lo que le convierte en un individuo libre: la responsabilidad, la

confianza en los demás y en las instituciones, el ejercicio de un código ético propio y la

propiedad privada.

Así pues, la dictadura socialista busca ir más allá del encierro físico para controlar al

individuo desde su propia mente. Para la tiranía, un prisionero lúcido es más peligroso

que un ciudadano físicamente libre pero aborregado en lo intelectual. Este es, tal vez, el

enlace más íntimo entre Un día en la vida de Ivan Denísovich y 1984. En la novela de

Orwell, Winston Smith pasa de ser un hombre libre (el último hombre en saborear café

auténtico, chocolate, vino; el último hombre en ser consciente de que la dictadura

miente, de que muchos lo saben, pero nadie se atreve a actuar: el último hombre en

Europa) a convertirse en su propio Gran Hermano, puesto que está tan sometido a la

adoración del líder como los demás, y no necesita que le vigilen.

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A continuación, vamos a analizar con más detalles cómo las autoridades soviéticas

prentenden hacer de los prisioneros del campo unos seres sin voluntad ni capacidad de

rebeldía.

La responsabilidad

El individuo se construye sobre la responsabilidad de sus actos, que son los que

permiten medir su catadura moral. Por tanto, sin responsabilidad personal no hay bien

ni mal, libertad ni individuo, sino ciudadanos infantiles, lanares, que no son ninguna

amenaza para el poder. Veamos como ejemplo estas citas1:

[...] los reclusos no tenían derecho a reloj, ya llevaban la hora por ellos los mandos.

(página 44)

El jefe de brigada lo es todo en el campo: uno bueno es media vida, pero uno que no

valga te manda al otro barrio. (70)

Durante una época, el comandante había dado orden de que ningún preso de

desplazara solo dentro del campo y que siempre que se pudiera las brigadas

marcharan en formación. Y cuando no fuera posible llevar a toda una brigada, como

para ir a la enfermería o a las letrinas, había que formar grupos de cuatro o cinco y

nombrar a un responsable que los condujera formados, esperara a que acabaran y

volviera a traerlos también en filas. (176)

1
Las citas están extraídas de la edición traducida y prologada por Enrique Fernández
Vernet para Tusquets en 2008.

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El narrador enumera a continuación las situaciones cotidianas en las que es imposible

aplicar estas ley, como acudir al almacén de provisiones, a la sección cultural o pasearse

entre los barracones. El comentario que esto le suscita es significativo:

Con aquella orden, el comandante había querido arrancar a los reclusos su última

voluntad, pero le había salido el tiro por la culata, al gordinflón. (177)

Los presos se hallan completamente sujetos a decisiones ajenas sobre su comida, su

ropa, su trabajo. Sin embargo, frente a esta alienación del individuo algunos personajes

oponen su deseo vehemente de sentirse hombres, esto es, personas independientes con

valor propio y capacidad de decidir. Bajo este punto de vista se justifica la larga escena

en la que Shújov, Kildigs, Klevshin y el jefe de brigada Tiurin levantan una pared.

Pocas cosas habrá tan inútiles como un muro en mitad de la estepa siberiana, pero estos

hombres mal alimentados, mal vestidos y dirigidos por unos incompetentes aplican su

oficio con celo a pesar de los veintisiete grados bajo cero:

Quien hubiera levantado esa parte del muro no conocía el oficio o era un chapucero.

Ahora Shújov se familiarizaba con ese muro como si fuera suyo. (127).

A unos les faltaba una esquina, otros tenían el canto mellado o habían quedado con

una rebaba. Shújov lo advertía enseguida y veía también qué lado pedía cada ladrillo y

cuál era su sitio en la pared. (130)

Ahora que habían comenzado la quinta hilera había que dejarla terminada. Y nivelada.

(139).

Para él cada cosa y cada trabajo tenían su valor y no podían desperdiciarse. (144).

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¡Menuda vista, lo mismo que un nivel de agua! ¡Todo recto! Aún tenía la mano firme.

(145).

Durante la construcción, los presos recuperan el control de sus actos y son capaces de

demostrar cuál es su valía personal. En otras palabras, vuelven a ser individuos. No es

casual, por tanto, que se produzcan en este momento situaciones impensables en la vida

diaria del campo. Por ejemplo, cuando el cobarde e inútil Der llegar para quejarse, el

jefe de brigada le amenaza:

- ¡Ya se acabaron los tiempos en los que podíais echarnos condenas, piojos!¡Una sola

palabra, sanguijuela, y no vivirás para contarlo! ¡Que no se te olvide! (136)

Se comprueba en este momento que el hombre que ejerce su responsabilidad recupera

su condición de individuo y se convierte en un peligro para el represor. En la prisión,

todas las decisiones se toman lejos, por lo que los errores son siempre culpa de alguien

ausente. Por tanto, este desastre que mantiene las obras paralizadas no es sólo el

resultado de la planificación socialista, sino un medio deliberado para borrar en el

individuo el sentido de la responsabilidad y la amenaza al poder que su ejercicio

conlleva.

La confianza

La confianza en las instituciones y en los demás es un pilar en la construcción del

individuo libre. No extraña, por tanto, que la desconfianza sea uno de los principios que

rige la vida en el campo. El hambre y la escasez empujan a los presos a robarse unos a

otros comida, material de trabajo o tabaco. Por tanto, los individuos no sólo están

presos por la autoridad comunista y por los soldados, sino que cada uno está preso de

sus compañeros y obligado a desconfiar:

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¿Quién es el principal enemigo del preso? Pues otro preso. Si los reclusos no se

pelearan entre sí, los mandos no tendrían ningún poder sobre ellos. (164)

En esta situación, el individuo no puede establecer lazos con los compañeros, lazos que

serían naturales en otras situaciones y que en la prisión serían peligrosos para las

autoridades:

Además, de Fetiúkov se podía esperar que le hubiera birlado alguna patata mientras le

guardaba la comida. (38)

Así es la vida del recluso. Shújov ya estaba acostumbrado: siempre con los ojos bien

abiertos para que nadie se te eche al cuello. (55)

No eran presos del montón sino enchufados bien instalados en el campo. Cerdos

redomados que no salían jamás del recinto. Para los trabajas eran menos que mierda

(y ellos les tenían un aprecio recíproco). Carecía de sentido reñir con ellos. Los

enchufados estaban todos conchabados entre sí y eran carne y uña con los guardianes.

(174)

Volvemos a encontrar aquí un punto de unión con 1984. En la distopía orwelliana, las

personas viven con el terror de ser delatadas por un vecino e, incluso, por sus propios

hijos. Por otro lado, la policía del pensamiento consigue que las personas se vigilen a sí

mismas y que, como en el caso de Parsons, acaben delatándose a las autoridades si

notan que su compromiso con la autoridad flaquea.

Otra manifestación de la desconfianza como menoscabo de lo más íntimo del hombre es

la incertidumbre ante la ley. En el campo de prisioneros la ley es flexible, esto es, sólo

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se cumplen las normas que facilitan la vida al de arriba. Cuando Shújov acude a la

enfermería, le dicen que no pueden darle de baja, aunque esté enfermo de verdad:

- [...] La lista de enfermos ya está en planificación.

[...] De todos modos, sólo estaba facultado para dispensar como máximo a dos

hombres cada mañana y ya había dos exentos. (43)

Esto contrasta con la búsqueda de prendas no permitidas que se describe en la página

59. Cuando Buinovski se enfrenta a los soldados y grita:

-¡No tenéis ningún derecho a hacer desnudar a la gente con este frío! ¡No conocéis el

artículo noveno del Código Penal!

una voz narrativa sarcástica, la voz de un veterano, le responde:

Derecho sí tienen. Y el artículo lo conocen. Eres tú el que no se entera todavía, chaval.

Al soliviantado Buinovski le caen diez días de arresto, sin más justificación que el

límite de la paciencia de Volkovoi. Esta escena desvela el que, tal vez, sea el atropello

más descorazonador de los que sufren los presos, cuyas penas son siempre de diez o

veinticinco años, se aplican en bloque y se prorrogan sin motivos ni aviso. Semejante

comportamiento implica la destrucción de un principio fundamental para la existencia

de una sociedad libre: la ley ha de ser previsible e igual para todos las personas. En el

campo penitenciario, sólo las condenas son las mismas, metáfora de la equivocada

concepción de la igualdad en las ideologías de izquierda: igualdad de resultados

mediante la ley, en lugar de igualdad de posibilidades y ante la ley.

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En el pasado de Shújov se acumulan injusticias de este jaez. Basta recordar la ausencia

de investigación sobre su supuesto delito y de juicio posterior:

[...] De haber sido listos hubieran dicho que habían estado dando tumbos por los

bosques, y no les habría pasado nada. Pero en cambio dijeron francamente que habían

escapado de los alemanes. ¿Conque prisioneros? ¡Me cago en vuestra madre! ¡Espías

fascistas, eso es lo que sois! Y los encerraron. Si hubieran estado los cinco, tal vez

habrían cotejado sus declaraciones y les habrían dado crédito; pero siendo dos… ¡no

había nada que hacer! ¡Los muy canallas se habían inventado esa historia de la fuga!

(98)

En cada brigada había al menos cinco espías, pero eran de mentirijillas, imaginarios.

En los sumarios constaban como espías, pero no eran más que simples prisioneros de

guerra. Shújov era uno. (152)

La historia de Tiurin presenta un caso parecido. Los mismos superiores que le

expulsaron del ejército por ser hijo de un campesino deportado fueron fusilados con

posterioridad. Si personas que sirven en la jerarquía están sometidas al capricho

represor del poder, nadie puede vivir con la tranquilidad necesaria.

En concordancia con esta idea, la autoridad es arbitraria en todas sus decisiones. En el

reparto de pan, el prisionero se espera que le roben parte de lo que le corresponde:

¡Vasil Fiódorich! Me la han pegado en el reparto, ¡los muy canallas! Tenía cuatro

pares de novecientos gramos, y ahora sólo hay tres. ¿A quién vamos a dejar ahora sin

(sic)? (27)

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[...] siendo honrado con el peso no durabas mucho en el despacho del pan. A cada

ración le sisaban algo, la cuestión era saber cuánto. Así que la examinabas dos veces

al día para apaciguar tu conciencia. Quizás hoy no me hayan escamoteado tan

descaradamente. Quizás esté casi entera… (48).

Por otro lado, los presos nunca saben cómo va a reaccionar un soldado:

No era cuestión de quedarse en Babia, había que procurar que jamás un vigilante te

pillara a ti solo, siempre había que ir en grupo. Vete a saber si andaba buscando a

alguien para un trabajo o para descargar su mal humor. (41)

Por supuesto, la autoridad es también corrupta en todos sus niveles. Por ejemplo, la

ración de comida depende del soborno que ha recibido el que reparte.

Un jefe de brigada necesita mucho tocino. Para los de planificación y para llenarse la

propia panza. (52)

Valgan como ejemplo los paquetes que recibe César, vecino de catre de Shújov. Le

sirven tanto para comer como para comprar un trato de favor por parte de soldados,

médicos, etc.

Por último, en lo que respecta a la confianza, leamos el pasaje que describe el

funcionamiento del comedor. Es relevante porque compendia los comportamientos

inicuos de las autoridades.

Sonó una sirena. Los jefes de brigada llegaban uno tras otro y el cocinero les pasaba

las escudillas por una ventanilla. El fondo de las escudillas estaba cubierto de gachas.

Cuánto de ese cereal era tuyo, no lo ibas a saber ni reclamar jamás. Si abrías el pico,

te lo cerraban a bastonazos.

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El viento sopla sobre la estepa desnuda…; seco en verano, helado en invierno. Aquí

nunca ha crecido nada, menos aún entre cuatro alambradas. Las hogazas salen todas

del despacho del pan, y la avena no brota sino en la despensa. Por mucho que

arrastres el espinazo o que arrastres el vientre por el suelo, no vas a sacarle a esta

tierra nada de comer. No vas a tener más de lo que te quieran dar los mandos. Y ni

siquiera eso, pues primero vienen los cocineros, luego los recaderos y después los

enchufados. Roban aquí, roban en la obra y, aun antes, en el almacén. Y ninguno de los

que roban pega ni golpe. ¡Y tú, en cambio, a trabajar y a comer lo que te den! Y quítate

de la ventanilla.

El pez grande se come al chico. (103)

Nótese, además, el parecido entre la cantina penitenciaria y el comedor del Miniver en

1984: la misma sopa insustancial, la misma hambre constante.

El ejercicio de un código ético propio

Una de las consecuencias de lo analizado en la sección anterior es la renuncia por parte

de los reclusos a un código personal de comportamiento. La ley no fomenta el bien ni

protege a quien lo hace, por lo que personas que nunca delinquirían en circunstancias

normales roban y matan empujados por las brutales circunstancias.

No obstante, destaca a este respecto el esfuerzo de Shújov por seguir siendo un hombre

digno en semejantes condiciones. Es uno de los rasgos de grandeza de este personaje,

dignidad comparable a la de Winston Smith en su modesto pero admirable desafío a la

dictadura. Veamos algunos intentos del cautivo siberiano por mantener su código ético:

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Y Shújov, que ya llevaba cuarenta años en el mundo, que había perdido media

dentadura y empezaba a quedarse calvo, jamás había sobornado ni aceptado dinero.

(68 y 69)

Shújov tenía mucha prisa, pero respondió con respeto. (47 y 48)

Al tener ahora la vista desocupada miró de reojo las escudillas de los demás. En la del

preso a su izquierda no había más que agua. ¡Los muy canallas! ¿Cómo podía un

preso hacerle eso a otro? (187)

Aun después de ocho años de trabajos comunes no se había convertido en un chacal, y

cuanto más tiempo pasaba más resuelto estaba a no serlo. (195)

Shújov se tumbó nuevamente de espaldas, arrojando la ceniza con cuidado por detrás

de la cabeza, entre la litera y la ventana, para no quemarle las cosas al capitán. (214)

Incluso ciertos detalles cotidianos se convierten en heroicidades:

Por más frío que hiciese, Shújov no se permitía comer con gorro. (38)

Cabe comentar, por otra parte, que esta actitud carece de osamenta religiosa, como se

comprueba en sus burlas ante la esperanza religiosa de los baptistas en la conversación

que mantienen al acostarse (página 211 y siguientes).

Es menester reconocer, sin embargo, que Shújov no es un héroe monolítico. El hambre

le aleja, en ocasiones, de su código de conducta, cuando se arrastra ante César para

recibir una ración extra o unas hebras de tabaco, o cuando abusa de un preso más débil

para llevarse la bandeja, por ejemplo. Son, sin duda, los momentos más desencantados

de la novela, mas no es reprobación lo que suscita el protagonista, sino compasión.

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Como vemos, el atribulado Shújov flaquea en algunos momentos, pero el ideal ético

como esencia del individuo permanece en el personaje de Y-81, “un anciano de gran

estatura” que Shújov observa en la cantina. La magnitud de este personaje no está en su

esperanza de recobrar, algún día, la libertad, sino en su lucha por mantener la dignidad

entre la miseria y la cobardía de los presos. Su condena es una abitrariedad de la

dictadura, su liberación depende del albur de un burócrata a miles de kilómetros… En

definitiva, sabe desde hace años que va a morir en el campo, mas no renuncia a ser la

persona que siempre ha sido. Para él, lo más fácil sería abandonar sus principios,

convertirse en un rufián despreciable, pero esto sería rendirse ante el poder injusto que

le mantiene encerrado. En el bellísimo pasaje que lo retrata, nos conmueve la

admirable, a la par que atribulada sencillez de un hombre heroicamente corriente:

Ahora Shújov tenía ocasión de verle de cerca. Entre todas las espaldas encorvadas de

los presos, la suya era la única erguida, tanto que visto tras la mesa daba la impresión

de que había puesto algo en el banco para sentarse encima. Hacía ya tiempo que no le

rapaban la cabeza: con la buena vida había perdido todo el cabello. Los ojos del

anciano no vagaban por el comedor, sino que miraban absortos, sin ver siquiera, por

encima de la cabeza de Shújov. Comía serenamente su sopa aguada con una

destartalada cuchara de madera, sin inclinar la cabeza sobre la escudilla, como hacían

todos, sino llevándose la cuchara a la boca. No le quedaban dientes, ni arriba ni

abajo; en su lugar, masticaba el pan con sus endurecidas encías. Tenía el rostro

completamente ajado, pero no estaba demacrado como el de los lisiados consumidos,

sino que parecía tallado en piedra oscura. Sus grandes manos, negruzcas y agrietadas,

dejaban claro que en todos estos años poco había holgado como enchufado. Pero no le

habían doblegado, no claudicaba: no ponía sus trescientos gramos de pan sobre la

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mesa sucia y pringosa como los demás, sino sobre un pequeño paño requetelavado.

(189)

En este párrafo extraordinario, cada frase nos transmite la dignidad férrea de Y-81: él

no es como los demás, es más alto, su espalda es la única erguida, su vista se eleva

sobre los otros presos, no se inclina para comer la sopa, no le quedan dientes pero sigue

masticando, su rostro no está demacrado, nunca ha sido un vago, cuida la higiene panal;

todo esto se concentra en la que es, a mi parecer, la frase mollar de la novela: “Pero no

le habían doblegado, no claudicaba”. Esta tenacidad es el verdadero motor de la novela.

Al describir a Y-81, Solzhenitsyn confiesa que su única esperanza contra la tiranía

reside en el hombre que no renuncia a su individualidad: mientras Y-81 siga

conduciéndose de esta manera, la dictadura no habrá vencido.

Nótese, por otro lado, el contraste entre el anciano asendereado y Klevshin:

Senka Klevshin era un pobre hombre. Se le había perforado el tímpano en el 41. Cayó

prisionero, se evadió tres veces, volvieron a pillarle y lo metieron en Buchenwald,

donde escapó a la muerte de milagro. Ahora cumplía su condena resignadamente. El

que planta cara, se deja la piel, solía decir. (página 77)

He aquí un hombre que sí se ha rendido, uno de esos con la espalda encorvada, de los

que se inclinan para comer su sopa y de los que dejan su pan encima de la mugre

adherida a su mesa. Su sordera simboliza la dignidad perdida. Klevshin es, en resumen,

“un pobre hombre”.

La propiedad privada

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Como afirma Carl Menger, la propiedad privada es inherente al individuo. No es un

derecho adquirido, sino una libertad esencial sin la cual el individuo no existiría. Esto lo

sabe muy bien el comunismo y, por esta razón, lo primero que hacen al tocar poder es

eliminarla. Este principio se aplica hasta el límite en la prisión: cualquier elemento que

distinga al individuo debe desaparecer. Así pues, el mismo atentado contra el individuo

que hemos visto en las secciones precedentes se perpetra contra la propiedad de la

persona. Por ejemplo, los encargados del correo pisotean lo privado con un donaire

irritante:

Guardaban cola con zurrones y bolsas. Detrás de la puerta – el propio Shújov jamás

había tenido paquete en aquel campo, pero lo sabía de oídas – te abrían la caja con

una hachuela y el vigilante lo sacaba todo para examinarlo. Cortan, parten, vacían y

manosean. Todo lo que sea líquido, en botellas o en tarros, lo abren y te lo vierten, en

tus propias manos o en una toalla, pero el envase no te lo puedes quedar, por alguna

razón les da miedo. Si hay alguna tarta o dulces que se salgan de lo corriente, o bien

embutido o pescado ahumado, el vigilante le pega un bocado sin más contemplaciones.

(Tú protesta, y verás como te echa un discurso sobre lo que está prohibido y lo que no

se permite y se quedará con todo. Empezando por el vigilante, el que recibe un paquete

tiene que andar repartiendo a diestro y siniestro.) Y aún después de que te hayan

hurgado todo el paquete, la caja no te la entregan. Recógelo todo del mostrador y

guárdalo en tu zurrón, o llévatelo en los faldones de la zamarra…, y lárgate ya, que le

toca al siguiente. A veces te meten tanta prisa que se te olvida algo ahí encima. Pero ni

te molestes en volver a buscarlo, porque ya no estará. (171, 172)

La adjudicación de un número a los presos, medida común en toda política

penitenciaria, es otro instrumento para destruir al individuo. Por otro lado, la ropa que

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llevan los prisioneros no tiene bolsillos, excepto uno, inútil, en la rodilla. Detrás de esta

medida de seguridad está el afán por uniformizar a todos. Sin bolsillos no hay

posesiones personales que distingan a un individuo de otro. Cuando Shújov se cose un

“un bolsillito de tela blanca” para guardar el pan, vemos en este gesto mucho más que

un truco práctico. Los valores simbólicos del pan y del color blanco corroboran lo

trascendental de este punto.

En resumen, el conflicto entre el individuo y el poder totalitario es recurrente en la

literatura universal, puesto que toca un pilar de la condición humana: la justicia y los

efectos devastadores de su ausencia. Hemos intentado demostrar que la noción de

individuo es inherente a la justicia, y que su eliminación es una herramienta de

sometimiento tan efectiva como la represión mediante la violencia. A mi juicio, Un día

en la vida de Ivan Denísovich conmueve al lector con la sutil elaboración literaria de un

material en extremo repugnante, mientras que logra denunciar los métodos de la

ideología más asesina del siglo XX (el comunismo a la sazón prestigioso en ciertos

círculos occidentales), razones bien cumplidas para justificar la nombradía de la que

aún hoy disfruta.

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