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EL PERDÓN

Por. Astrid León Camargo

Era de noche. El hombre llegó al pueblo vestido con una raída chaqueta gris,
muy grande para su complexión. A simple vista se notaba que había viajado
muchos kilómetros y sus ojos permitían ver un dolor, solo posible en aquellas
personas que expían una culpa muy grave. Su sombra se reflejaba en las
calles húmedas y un cercano ladrido de perro anunciaba su presencia.

Más pasos, más calles y pronto llegaría a su casa. El olor de las rosas
plantadas en el pequeño parque que adornaba su cuadra, le recordaba muy
bien el lugar y los hechos acaecidos diez horas antes, de visita en la ciudad
capital. El frío característico de aquella ciudad y la luna llena le permitieron
estar de buen humor. Nunca había estado allí, pero conocía muy bien la
dirección. Su método practicado durante años, le permitían tener una memoria
fotográfica. Le bastaba con ejecutar el mismo juego mental que durante años,
lo habían colocado como el mejor en su actividad profesional. Sin embargo, no
se enorgullecía de ello.

Tocó la puerta de madera. Insistió, y una señora mal vestida abrió con cierta
dificultad la puerta envejecida. La mirada de la señora trajo consigo dolorosos
recuerdos de su niñez, cuando la pervertida lo obligaba a beber aguardiente
junto con su perro. El pobre animal murió alcohólico y de cirrosis. No se lo
podía perdonar a la vieja. Se armó de valor y le preguntó a la mujer si se
encontraba el marido. Ella asintió, no sin antes preguntar quién era el sujeto
parado en la puerta de su casa. Él no respondió, pero le hizo ver su pistola. La
señora llamó con urgencia al marido. El aludido contestó y rápidamente bajó
las escaleras para cumplirle a su esposa. De inmediato, casi sin darse cuenta,
recibió dos balazos justo en su corazón. Murió instantáneamente. De eso él se
dio cuenta. Sabía con exactitud cuando una persona estaba muerta sin
necesidad de tocarlo. Después de tantos años, ya debería saberlo.

Tenía una habilidad natural para matar a la gente, herencia que provenía de
sus genes. De hecho, su padre purgaba una condena de 48 años por haber
violado y matado a 45 niños. Y aunque escasamente lo conoció, la fama de su
padre lo persiguió en el colegio, en su barrio e incluso en la iglesia.

En cierta ocasión en plena misa, el sacerdote habló de Herodes para señalar


que en la historia bíblica existía otro famoso asesino de niños como su padre. A
partir de allí, se prometió así mismo no volver a la iglesia. Su madre,
conocedora de tal promesa, usaba las visitas a la misa para castigar al niño.
Allí conoció la madre al padrastro. El maldito que jugaba con él todas las
noches, llevándose consigo su inocencia.
El ladrido se intensificó. Sabía que estaba próximo a su casa. No se permitió
recordar más. No valía la pena auto flagelarse. Abrió la puerta y con alegría
abrazo al perro. Se duchó pensando en la nueva vida que le esperaba. Su
dolor le ayudaría a limpiar su culpa. También se prometió que después de la
misa no sentiría más sufrimiento, convencido que Dios lo había perdonado.
Cogió el Crucifijo y abrió la Biblia en el sermón del día "honra a tu padre y a tu
madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te
va a dar (Ex.20,12)”. Acto seguido llamó al acolito para que lo ayudara a
vestirse. ♦♦

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