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La figura del hombre, pulcro, elegante y trajeado, atravesó la

puerta de la vieja cantina ganando la calle en la noche oscura y


fría.
Dentro quedaron las flamas de las gimientes velas que
copiaban el andar inseguro de los pocos borrachos que aún
quedaban despiertos. Otros, dormían su forzosa penitencia de
alcohol.
Fue entonces cuando comenzó la historia de …
Fueron esos ojos extraños y no la
Biblia en sus manos ni la gorra ni
el abrigo los que le invitaron a
hablarle.
Sus ojos.
Sus ojos, que también
descubrieron una voz cansada y
sabia, plácida y humilde.
El hombre del traje y el mendigo no
tardaron mucho en entrar en confianza
y a intercambiar historias y anécdotas.
El primero, deseoso de escuchar; el
segundo, de desahogar sus penas.
Fue entonces cuando el mundo se
detuvo y la noción del Bien y del Mal
resbalaba desde su pedestal como un
ebrio cualquiera.
Así, el indigente, comenzó:
-”Yo antes era un soldado, arropado de
uniforme con el color de la impunidad
para matar. Y fui a la guerra …”
“Cosa fea la guerra. Allá matamos gente
que ni conocíamos. Planeábamos
nuestros ataques y los ejecutábamos sin
piedad. Recuerdo que una vez entramos
a una casa en la que debía estar el
enemigo y disparamos hasta que nos
dolieron los dedos. Al disiparse el humo
sólo encontramos los cadáveres de una
mujer y su hija pequeña. A nadie le
importó.
Cuando volví me condecoraron. Fui un
héroe. Todo, por defender una bandera,
un Bien Mayor, decían.
Cuando leía los diarios hasta yo mismo me creía un gran hombre.
Pero un día, por azar, debajo de mi foto guerrera publicaron la de
un sujeto que había sido condenado a muerte”.
“Leí el artículo con atención ya que
describían cómo él, en un arranque de
desesperación, había matado a dos
hombres.
¿La causa?
Antes ellos habían abusado y asesinado
a su esposa y a su pequeña hija, pero la
Justicia los había soltado por falta de
pruebas.
Y recordé mi falso heroísmo, cuando en
la guerra, años atrás, también manché
mis manos con la sangre de inocentes.
Me estremeció descubrir que entre ese desdichado y yo no había
diferencia alguna. O sí. En su soledad, él había defendido un Bien
Menor porque la Justicia no había hecho nada por lo más
preciado que tenía”.
“Cuando quisiera, yo podría comprar
cien, o mil banderas; pero él ni con
todo el dinero del mundo jamás podría
recuperar lo que más amaba y que
nadie defendió.
En su contra y como si fuera un
monstruo adujeron que él planeó el
asesinato, que fue premeditado …
¿Y nosotros soldados? Cada incursión
que realizábamos era meticulosamente
planeada y ejecutada, pero como
ocurría en la guerra estaba bien vista.

Nosotros asesinábamos más y mejor … y éramos héroes por


defender una bandera, un colorinche harapo considerado Bien
Mayor.
“Sin embargo, sobre el reo pesaba la
pena de muerte, pronto sería asesinado
por esa Justicia insensible que no había
hecho nada por defender a su familia, un
Bien Menor”.
Desde entonces vivo con esta Biblia en
las manos. Trato de entender este mundo
y no puedo.
Veo lo que pasa a mi alrededor, veo las
atrocidades que se cometen a diario sin
que la Justicia haga algo. Pero no. Los
poderosos, los que debieran dar el
ejemplo, son los peores.
Veo también cómo el Parlamento en vez de enaltecer un Bien Mayor
como la Patria, pisotea el Bien Menor que es el pueblo. Son
cómplices de esa aberración que llaman Justicia”.
“No hacen nada por el
bien de todos, sólo
por el propio.
Pero creo que ya
encontré al culpable.
En este libro está su
nombre. El nos
enseñó a ser gentiles
con nuestros semejantes, a ser solidarios con el más necesitado, a
compartir el pan y hasta a dar la vida por nuestros hermanos.
El nos mostró un mundo de amor, pero vivimos rodeados de
cerdos egoístas con peligrosas pezuñas pintadas con los colores
de la ley.
Nosotros creímos en su palabra y los cerdos se aprovecharon de
nuestras buenas intenciones. Abusaron de nuestra inocencia como
aquellos dos de la esposa y la niña”.
Fueron esos ojos los
que le hicieron ver la
realidad y no los
suyos.
Fueron esos ojos los
que le hicieron dudar
de la Justicia, de la
igualdad, de la razón.

“A ese hombre también lo asesinaron. Lo sentenciaron a la pena de


muerte en la cruz por defender el Bien Menor.
Sin embargo, Él decía que entregaba su sangre, su último aliento, por
el Bien Mayor, por todos los hombres. Por todos. ¿También por estos
cerdos? Eso es lo que todavía no entiendo. Por eso leo y leo para
comprender. Pero creo que los cerdos no son hombres. Son cerdos,
se juntan en la porqueriza y chillan siempre por más comida”.
“… la noción del Bien y del Mal resbalaba desde
su pedestal como un ebrio cualquiera”.
Resbalaba por el rostro la sangre del
condenado, desde su corona de espinas.
Fueron esos ojos los que le hicieron ver la
realidad y no los suyos.
Los mismos ojos
que juzgarán a los cerdos.

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