Becerril
de
Campos,
Jueves
Santo,
21
de
abril
de
2011
El
evangelio
de
san
Lucas,
cuando
narra
la
última
cena,
añade
unas
palabras
que
el
evangelio
de
san
Juan,
que
acabamos
de
escuchar,
no
recoge:
“He
deseado
ardientemente
celebrar
esta
Pascua
con
vosotros”.
Jesús
quiere
celebrar
con
sus
amigos
un
acontecimiento
tan
importante
como
la
cena
pascual,
con
la
que
Israel
conmemora
la
liberación
de
Egipto.
Pero
en
esa
ocasión
tiene
para
el
Señor
un
significado
muy
especial.
No
se
trataba
solamente
de
recordar
unos
acontecimientos
sucedidos
al
pueblo
de
Israel
hace
muchos
años;
Jesús
sabía
que
la
Pascua
se
iba
a
renovar
esta
vez
en
su
persona;
que
dentro
de
unas
horas,
el
Cordero
inmolado
no
sería
ya
un
cordero
lechal
sino
él
mismo,
que
entregaría
su
vida
en
la
cruz
por
la
liberación
de
la
Humanidad.
Por
eso,
más
que
nunca
en
estos
momentos
intenso
y
angustiosos,
Jesús
quiso
estar
cerca
de
los
suyos.
Por
eso
estas
palabras,
“deseo
celebrar
ardientemente
esta
Pascua
con
vosotros”,
también
nos
las
dirige
a
nosotros,
hoy,
aquí,
al
inicio
de
este
Triduo
Sacro.
No
nos
pregunta:
“¿Quieres
celebrar
la
Pascua
conmigo?”
No.
Es
Él
quien
se
adelanta
y
nos
expresa
su
deseo
ardiente
de
estar
con
nosotros,
de
hablarnos,
de
salir
a
nuestro
encuentro.
Es
él
quien
se
hace
pobre
y
nos
pide
con
su
mirada
un
poco
de
nuestro
tiempo,
de
nuestro
afecto,
de
nuestra
compañía,
de
nuestra
amistad,
para
ayudarle
a
vivir
estos
momentos.
Pero
la
realidad
es
otra:
es
él,
Jesús,
Dios
hecho
hombre,
el
que
sale
a
nuestro
encuentro,
el
que
toma
la
iniciativa,
el
que
no
se
cansa
de
buscarnos,
de
tendernos
la
mano,
el
que
está
deseando
estar
con
nosotros,
el
que
nos
mira
hoy
a
cada
uno
de
nosotros,
nos
llama
por
el
nombre
y
nos
pregunta.
“¿Quieres
tú
también
celebrar
esta
Pascua
conmigo?”
En
esta
última
cena,
Jesús
realiza
de
un
modo
visible
y
a
través
de
símbolos
lo
que
más
tarde
realizará
de
un
modo
definitivo
en
la
cruz.
Ya
sabíamos
que
Jesús
había
amado
a
los
hombres,
se
había
compadecido
de
los
enfermos,
se
había
acercado
a
los
marginados.
Ya
conocíamos
su
amor.
Lo
que
ahora
nos
revela
son
las
características
este
amor:
es
un
amor
fiel,
entregado
y
humilde.
Es
un
amor
fiel
y
entregado:
Jesús
podía
haber
dicho:
Tenéis
mi
recuerdo,
tenéis
mis
palabras,
tratad
de
ser
buenos
como
yo
he
sido
bueno
con
todos.
Pero
no.
Él
dice:
“Este
es
mi
cuerpo,
esta
es
mi
sangre,
que
se
entregan
por
vosotros”.
Son
las
mismas
palabras
que
repetiremos
en
unos
momentos
en
la
consagración,
que
se
repiten
en
cada
eucaristía.
Jesús
ha
hecho
lo
imposible
por
quedarse
con
nosotros,
de
una
manera
real
y
concreta,
por
seguir
alimentándonos.
Se
ha
hecho
pan,
que
es
el
alimento
básico
y
fundamental,
y
vino,
que
es
la
bebida
que
da
alegría.
Ese
pan
y
ese
vino
son
medicina
y
sostén
para
nuestra
pobre
vida:
curan
las
enfermedades,
nos
liberan
del
pecado,
nos
alivian
de
la
angustia
y
de
la
tristeza.
Nos
hacen
más
semejantes
a
Jesús,
nos
ayudan
a
vivir
como
Él
vivía,
a
desear
las
cosas
que
Él
deseaba.
Ese
pan
y
ese
vino
hacen
surgir
en
nosotros
sentimientos
de
bondad,
de
servicio,
de
afecto,
de
ternura,
de
amor,
de
perdón.
El
corazón
humano
tiene
hambre
y
sed
de
tantas
cosas…
un
hambre
y
sed
de
felicidad
y
amor
que
nos
empujan
y
nos
mueven,
y
que
a
veces
tratamos
de
saciar
en
lugares
equivocados.
Pero
la
fuente
de
la
que
mana
la
vida,
el
alimento
que
sacia
el
hambre
más
profundo
del
hombre
lo
tenemos
ahí,
escondido
y
silencioso
en
el
pan
de
la
eucaristía,
a
nuestro
alcance
cada
día,
en
el
sagrario.
Es
un
amor
humilde:
A
san
Pedro
le
desconcertó
el
gesto
de
Jesús
de
arrodillarse
y
lavar
los
pies
a
los
discípulos.
Esa
era
una
tarea
reservada
a
los
sirvientes.
Pero
fue
el
gesto
elegido
por
Jesús,
en
aquella
tarde
tan
especial,
para
explicarles
no
con
palabras,
sino
con
el
ejemplo,
cómo
era
el
amor
de
Dios
por
nosotros,
cómo
debía
ser
el
modo
de
amar
de
los
cristianos:
un
amor
no
sólo
entregado
sino
humilde.
También
a
Judas,
que
le
iba
a
entregar.
También
a
Pedro,
que
no
entendía
nada.
También
a
los
demás,
que
iban
a
quedarse
dormidos
en
Getsemaní
e
iban
a
huir
y
esconderse
mientras
las
crucifixión.
A
todos
lavó
los
pies.
Un
amor
servicial
y
humilde.
Pedro,
a
pesar
de
haber
acompañado
a
Jesús
durante
tanto
tiempo,
aún
no
había
entendido
que
para
los
cristianos
la
grandeza
no
está
en
el
quedar
siempre
por
encima
de
los
demás,
sino
en
servir
humildemente.
Es
la
última
gran
lección
de
Jesús;
una
lección
que
Él
es
el
primero
en
poner
en
práctica.
Los
cristianos
debemos
de
lavarnos
los
pies
los
unos
a
los
otros,
empezando
por
los
más
débiles.
Todos
necesitamos
afecto,
comprensión,
cariño,
detalles
de
amor,
necesitamos
que
alguien
nos
lave,
nos
purifique,
nos
perdone
y
nos
ayude
a
recomenzar;
es
lo
que
Jesús
hace
en
este
gesto,
y
por
eso
nos
pide
que
lo
hagamos
también
nosotros
con
los
demás.
Por
eso,
también,
recordamos
hoy
de
un
modo
especial
la
labor
de
Cáritas,
porque
eso
al
fin
y
al
cabo
es
lo
que
hace
Cáritas
diariamente
en
las
parroquias
y
en
la
sociedad
española.
Al
acabar
la
última
cena,
Jesús
se
dirige
al
Huerto
de
los
Olivos
para
rezar,
y
vive
momentos
de
profunda
angustia.
A
los
discípulos
que
le
acompañaban,
Jesús
les
pide
que
recen
y
estén
vigilantes.
Hoy
el
Señor,
que
desea
celebrar
ardientemente
esta
Pascua
con
nosotros,
nos
pide
también
que
le
acompañemos,
que
le
demostremos
nuestro
afecto
y
amistad.
Con
palabras
o
con
el
silencio
de
la
presencia.
Aprovechemos
estos
días
de
la
Semana
Santa
para
caer
en
la
cuenta
del
deseo
ardiente
de
Jesús
de
estar
con
nosotros.
Aprendamos
en
su
escuela
a
amar
como
él,
de
un
modo
generoso,
fiel,
humilde
y
entregado.
Acompañémosle
en
el
sagrario
y
en
Getsemaní;
sirvámosle
en
el
hermano
más
necesitado.
Dejémonos
lavar
los
pies
y
purificar
por
él.
Apoyemos
nuestra
cabeza
sobre
su
pecho,
como
Juan,
para
que
nuestro
corazón
y
el
suyo
latan
al
unísono
y
se
parezcan
cada
día
más.
Dejemos
que
su
pan
sea
el
único
alimento
que
nos
llena
y
satisface.
Y
que
el
testimonio
supremo
de
su
amor
transforme
nuestro
corazón
de
piedra
en
un
corazón
de
carne.
Así
sea.