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El Reino de la Paz

Todo comenzó con una pregunta, un muy simple: “¿Querés acompañar a mamá?” Una sola
pregunta que bastó para ubicarme en ese sitio del mapa al que el viajero ordinario, ese que
ordinariamente viaja con la mente, jamás pensó llegar. La respuesta que siguió a la pregunta fue
un sí de esos que se dicen sin titubear. Una pregunta, una respuesta y un par de trámites bastaron
para poner mis pies en esa maravillosa tierra.
Este lugar del que hablo es Medjugorje, un pueblo muy diminuto, enclavado en Bosnia y
Herzegovina, país que en algún momento perteneció a la que era Yugoslavia, un lugar raro, de
esos que sorprenden a cada segundo, enclavado “entre las montañas” como su nombre lo indica.

Este viaje casi místico, como me gusta llamarlo, comienza con un sí rotundo y sigue junto a un
grupo compuesto por muchas mujeres y sólo dos hombres: Daniel, el coordinador y Vicente, el
valiente. El objetivo es viajar a lugares de Europa en los cuales las personas han experimentado
diferentes hechos relacionado con lo místico. La ruta comienza en Roma, sigue en Asís, Loreto
y Ancona, ciudad italiana en la cual tomamos un ferry que cruzará el mar que Jacques Cousteau
consideró alguna vez el menos contaminado del mundo, para arribar 12 horas más tarde a Split,
ciudad costera y gran puerto croata.
El sonido de la campana del barco nos despierta muy temprano, 6 de la mañana, intento
cambiarme lo más rápido posible llevada por los murmullos de la gente que camina por los
pasillos contando de la belleza de los fiordos croatas. Me pongo lo primero que encuentro y dejo
esa habitación extremadamente pequeña, recordando que a pesar de mi odio por los lugares
asfixiantes y simétricos, es la segunda vez que me encuentro en uno de ellos. Me apresuro a
subir un sinfín de escaleras y por fin llego a cubierta. El olor del mar, la niebla que apenas danza
sobre la superficie… estamos realmente en Dalmacia, ese lugar que estudiamos en geografía en
el colegio, al que siempre sentí curiosidad de llegar. Lo impresionantemente singular es que a
medida que nos adentramos, los fiordos son exactamente iguales a los que veíamos y debíamos
ubicar en el mapa del pizarrón.
Ya desde el vamos, las tierras pertenecientes a ese país que alguna vez se llamó Yugoslavia, nos
dan la bienvenida de una manera insuperable, infinita, como diría José Pablo Feinmann.

En Split estamos sólo unos minutos, luego nos dirigimos a tomar el colectivo. El viaje es
agotador, pero el cansancio no se siente porque lo precioso del paisaje agreste y montañoso lo
transforman en edén. Las montañas de los Balcanes bajan al mar Adriático en la costa de
Croacia, como un enamorado que se encuentra con su amada; en una de estas laderas paramos a
desayunar, con el mar de fondo y el rojo de las santa ritas que crecen en el lugar, tan rojas como
la mermelada de frutilla que nos sirve una señora de ojos celestísimos llamada Milva. Seguimos
camino a Bosnia y Herzegovina, antes de cruzar la frontera, el paisaje empieza a mutar en un sin
fin de sierras verdes, y pueblitos que parecen viajeros que llegaron y se quedaron en el lugar
para siempre, estancados en medio de la naturaleza en su estado más puro.

En la frontera con Bosnia se suma al grupo Anka, quien será de ahora en más nuestra guía (casi
espiritual).
- Mir s tobom - dice con una sonrisa más gigante que su propio cuerpo de yugoslava grandota,
como diría mi abuela, y aclara:
- De ahora en más, si quieren sentirse parte de Medjugorje, en lugar de saludar con un hola,
deberán decir mir s tobom: la paz esté contigo.
Ya desde sus primeras frases, Anka se presenta como una guía turística no convencional: no sólo
por su frase inicial, que nos dio la confianza necesaria para hacerle todo tipo de preguntas, sino

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porque desde el primer minuto con nosotros marcó su territorio, digamos que, fiel a la situación
social de su país, a su convulsionada historia, Anka es una mujer de armas tomar. Cualquiera
que se metiera con ella se las vería realmente en figurillas. Vicente fue su primera víctima, al
desobedecer una regla fundamental del turismo con guías: nunca intentes contradecir a un guía
turístico frente a un grupo al que dirige.

Entre la belleza del lugar, y los relatos históricos de Anka, empieza a asomar ante nuestros ojos
el pueblo de Medjugorje. Las casas son pequeñas, los hoteles: edificios en gamas de colores que
van del amarillo al salmón, las calles, casi vacías.
- Aquí la gente camina y camina, porque viene aquí para eso, para caminar hacia la paz - Las
palabras de la rechoncha Anka resuenan en mi cabeza, al mismo tiempo que noto que es verdad,
hay muy pocos vehículos circulando. Casi en un pestañeo llegamos al hotel en el que
dormiremos las próximas 2 noches, y recalco la palabra dormiremos porque eso fue casi para lo
único que utilizamos el hotel, dormir, si, dormir pero nunca descansar, porque por los próximos
días, haré más kilómetros que los que me tomarían caminar hasta La Quiaca.
Antes de llegar, Anka enfatiza su enojo con la súbita publicidad que está teniendo el lugar:
- Aquí en Medjugorje (ella lo pronuncia med-iugoré) todos los hoteles son familiares, no hay
grandes infraestructuras, no queremos que este lugar de oración se convierta en un centro
comercial - dice algo ofuscada, cargando su también gordota mochila, ese artefacto que al igual
que lo que decía McLuhan, es realmente una extensión de su piel. La guía representa lo que
piensan los habitantes del lugar, que celosamente protegen cada metro cuadrado del pueblo,
temerosos de que lo conviertan en lo que sabiamente mencionó: un centro comercial.

El hotel en el que nos hospedamos es una gran casa con seis habitaciones, las necesarias para
hospedar al grupo. Al bajar del bus, nos da la bienvenida Iván, padre de familia, y parte
fundamental en el negocio familiar. Intentamos cruzar unas palabras con él sin éxito; “lo que
dice este hombre es croata básico para mí” dice irónicamente Vicente, mientras come una barra
de cereal que sabe es de visnja (cereza) sólo por el sabor. Iván, como la mayoría de los
habitantes del lugar, vive del cultivo de hortalizas, plantaciones de viñedos y desde hace 27
años, del turismo.
En el hotel, toda la familia se reparte las tareas: Iván administra, su mujer Claudia cocina, su
hijo Laszlo se encarga de las tareas menores, y Anja, su madre, se ocupa del lavado y reposición
de toallas y sábanas. La única lengua que salva nuestras vidas es el italiano, hablado por la
mayoría de los “medjugorjenses” dada la cercanía geográfica y turística con Italia, y yo que lo
hablo dada la cercanía sanguínea con Italia (mi padre y mis abuelos son italianos). Cousteau
estaba en lo cierto cuando una vez dijo que la costa este del Mar Adriático era la menos
contaminada del mundo, lo que no imaginó era que miles de italianos emigrarían cada verano en
busca de agua pura y cristalina y arenas blancas y limpias…en fin, de ensueño.
Iván además, habla el italiano porque su mujer Claudia es italiana, más precisamente de la
localidad de Pietrelchina, otro lugar con historia mística, cuna del Padre Pío “de Pietrelchina”.
- Un verano vine a visitar a mi prima Tania a Mostar y nunca más me fui. Iván dice que fue el
destino…yo digo que fue la Madonna - dice Claudia en un italiano que me recuerda a la actriz
Carolina Crescentini, por la pasión en la entonación y las risotadas.

Es tiempo de hacer la primera excursión, que aquí sería más bien, un viaje a lo espiritual.
Emprendemos el camino hacia el monte de las apariciones, lugar en el que el 24 de junio de
1981 hacia las 18 horas aproximadamente, seis jóvenes: Ivanka Ivankovic, Mirjana
Dragicevic, Vicka Ivankovic, Ivan Dragicevic, Ivan Ivankovic y Milka Pavlovic vieron, sobre la
colina Crnica, a algunos centenares de metros sobre un lugar llamado Podbrdo, una aparición
blanca con un niño en brazos, que haciéndoles gestos con la mano los invitaba a aproximarse;
sorprendidos y atemorizados no lo hicieron, pero volvieron al día siguiente sintiéndose atraídos
por esa visión que habían experimentado. Esta vez reconocieron la imagen que se les aparecía
como la de la Virgen María, junto a la cual orarían de ahora en más, en apariciones cotidianas
que experimentarían individual o colectivamente.

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El camino hacia el monte de las apariciones es pedregoso y empinado, casi descriptivo de la
frase de Fito Páez de que “lo importante es el camino”, porque se presenta a muchos peregrinos
como la primer prueba de fe. En mi caso, se nos presentaría como la primer prueba del dolor de
rodillas crónico, dado que venía de sufrir una tendinitis diagnosticada por un médico, rótula
izquierda inestable por otro y dislocamiento de rótula por el último, un quiropráctico al que
recordaré siempre por “el hombre que solucionaba todo con una cinta blanca”. La Marcha de la
Paz que muchos eligen hacer descalzos, yo, sin posibilidad de elección tuve que hacerla con la
bandita blanca en la pierna izquierda.
Al llegar a la Cruz Azul, por fin podemos sentarnos. Comienzan los rezos, a la espera de los
videntes Iván y Vicka que se unirán con nosotros. Después de rezar en tres idiomas, con la cola
y las rodillas en estado de emergencia, llegan los videntes y todos se arrodillan. Lo demás que
ocurrió me lo cuenta mi madre porque yo me quedo automáticamente dormida, hecho que más
tarde le atribuirán a lo espiritual, a “dormirse en el espíritu”. Yo se lo atribuiré al cansancio, a
“dormirme en el cansancio”, de horas de caminata y rezo en mil idiomas.
- Vi a la Virgen y al sol bailando en el horizonte dice Ani - con más alegría en su rostro que la
que sentí cuando me obsequiaron “Las 1001 películas que hay que ver antes de morir”.
- Yo también vi el sol bailando - dice Cristina
Y Anka, con una sonrisa que rebalsa de su rostro exclama:
- Mir, Mir, Mir, como dice la Virgen - (Paz, Paz, Paz)

En el camino de vuelta Anka nos sigue contando la historia de los videntes (que había
comenzado en el colectivo), de cómo fueron perseguidos después de las apariciones, de cuantos
estudios psicológicos y físicos se les hicieron para comprobar que gozaran de buena salud, y de
cuantos interrogatorios les hizo la policía. De haber vivido algunos siglos atrás, seguramente la
hoguera hubiera sido su más próximo destino.
En la mesa del hotel nos esperaría minestra con “deditos” de sémola preparados por Claudia,
seguidos de albóndigas y alcauciles y flan de postre. Aunque, si me dieran a elegir, me hubiese
quedado con la expresión en el rostro de Iván cuando le dije que no quería sopa de sémola:
-Pero, la preparó la mía moglie - me dijo con un semblante tan triste que hizo que me tome no
uno sino dos platos de deditos.

El reloj marca exactamente las 6 de la mañana, y el gallo del patio de atrás del hotel lo confirma
con un grito. El destino de hoy es otra vez el monte de las apariciones, pero esta vez, llegar a la
cima, hasta la cruz de 14 metros de la cima. En el desayuno sobresalen el café riquísimo, la
mermelada casera de frutos del bosque y los chistes de Daniel, elementos necesarios quizás,
para empezar otro día, que la rodilla me hará recordar para siempre.
La escalada a la cima comienza bien, hasta que el sol empieza a pegar en la espalda, la cabeza y
los brazos, a eso no olvidemos sumarle la mochila con todos los víveres (hasta mi osito Cachico
enganchado, como testigo infaltable) que pesa una tonelada, y la cantidad de rosarios que uno
ha ido comprando y colgándose en el cuello, como si con uno no fuese suficiente.
Empezamos a ascender la misma colina de la noche anterior (en la que llegamos sólo hasta la
Cruz Azul, en el pie de la misma). La senda por la que subimos está señalizada por unos bajos
relieves de bronce que representan los misterios gozosos y dolorosos del rosario, ubicados allí
en 1989. Nos detenemos en cada uno mientras rezamos.
A mitad de camino a la cima, se erige una gran cruz de madera, que señala el lugar donde, el
tercer día de las apariciones, la Virgen hizo su primer llamada a la paz por medio de Marija
Pavlovic. Es justo aquí donde me ocurrirá algo que marcará mi vida para siempre…

Dos señoras mayores se acercan a mí, una de ellas, una ancianita no vidente vestida de azul y
con una especie de chinelas con medias negras cuyo rostro parece hablarme. La otra señora
intenta preguntarme, casi por gestos, si puedo acompañar a su amiga hasta la cima, dado que el
camino empieza a ser cada vez más empinado, y quizás ella no tenga la fuerza suficiente para
llevar de la mano a alguien que no puede ver. Sin dudar y recordando lo del “buen samaritano”,
tomo del brazo a la señora y juntas subimos, sintiendo por momentos que es demasiado, que ya

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no puedo, que quiero dejar todo acá, entre las piedras hirviendo por el sol, el aire mediterráneo
pero espeso y el olor a transpiración de la ancianita.
Llegamos a lo más alto, donde se encuentra la estatua de la Reina de la Paz, ubicada en ese
lugar en el año 2001, en honor al 20º aniversario de la primera aparición. La otra mujer viene a
buscar a la señora de azul y se la lleva, mientras tanto yo me uno al grupo. En un momento
dado, mientras el sol seguía quemando y mis piernas ya casi se vencían, siento que alguien me
toca la espalada. Me doy vuelta y noto que es la viejita de las chancletas que sin decirme
absolutamente nada, me regala una barra de chocolate de un tamaño nunca inéditamente visto
en mi vida. Yo fijo mi mirada en ella y me quedo helada, congelada debajo del sol tajante, sin
saber qué decir, temiendo que cualquier cosa que diga suene tonta, porque cualquier gesto en
ese momento no podría superar el de la mujer no vidente.
En ese momento, mientras la miraba alejarse en silencio, sentí que nada más en el mundo podía
ser más valioso que ese gesto, que esa demostración de afecto, de humanidad me atrevo a decir.
En un mundo en el que nadie hace nada sin pedir a cambio, en el que todos quieren recibir sin
dar, en el que nadie agradece, el gesto de esta anciana vestida de azul, me reconforta hasta la
última porción del cuerpo.

El día de encuentros cercanos del tercer tipo no terminará ahí.


El sol parece no querer irse, ya en tierra plana, emprendemos camino al hotel para tomarnos un
baño. Al cruzar la plaza nos encontramos con un hombre vestido sólo de trapos, pedazos de tela,
en fin, cosas raras que le cubren el cuerpo. Nos pregunta por qué estamos en Medjugorje, y casi
sin darnos tiempo a responder nos cuenta su historia.
- Yo trabajaba de empleado en una empresa textil de Italia, tenía un puesto alto - enfatiza el
hombre de barba insólita y cómicamente larga llamado Vico.
- Y ahora ¿qué haces? - pregunta Nuri, una de las integrantes del grupo, entre indignada y
burguesamente asombrada.
- Mi vida la guía el viento, el día a día, lo que Dios depara para mí cada segundo. Hoy puedo
estar acá y mañana en cualquier parte- dice mientras prende un cigarrillo que le regala un turista
al pasar. El asombro colectivo comienza a ser moneda corriente…

“Galija es el lugar donde hacen la mejor lasaña”, nos dice un vendedor de estatuas religiosas
en una mezcla bizarra de italiano y español. Allí es donde nos dirigimos con mamá y Cristina.
La lasaña no sólo es la mejor del pueblo sino, creo yo, del mundo. Dejando la exageración de
lado, el plato típicamente italiano, servido en una vasija de barro, posee un encanto que
moviliza todos y cada uno de los sentidos.
Tenemos unas horas libres que aprovechamos para comprar algunos souvenirs entre los que
obviamente se destacará el bastón que compra mi madre para llevarle a mi abuelo, del que nos
acordaremos durante lo que resta del viaje, inclusive arriba del avión… ¿adónde puede
guardarse un bastón de más de un metro?
De vuelta al hotel, le pregunto a Iván donde puedo conseguir una computadora para mandar
unos mails. A pesar de que uno intente ser apocalíptico, cuando está tan desconectado del
“mundo”, de las redes sociales, se siente un vacío casi existencial. Ignorando mi visión
apocalíptica (que nadie ya a esta altura compra), no sólo me indica, sino que insiste en llevarme
en su auto….acción de la que no logro hacerlo desistir. En el trayecto me doy cuenta de que el
correo, el único lugar en el que hay servicio de Internet, está a sólo 4 cuadras. Lo miro
asombrada y le agradezco, pero como si le pagaran para insistir, Iván me espera en su coche.
El correo es pequeño, muy azul (todo es azul en este pueblo) y las únicas dos PCs son casi una
reliquia, sexagenarias las pobres. Mientras abro el MSN, chequeo los mails y escribo otros
tantos, me percato de que Iván sigue afuera, hecho que aumenta mi nerviosismo. Ni la media
hora que estuve conectándome con la civilización hacen que el hombre desista.
Sigo pensando lo mismo que desde el momento en que Anka apareció en el bus: esta gente me
sorprende, mejor dicho, no para de sorprenderme.

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La noche, también nos sorprenderá con una misa en el altar exterior de la Iglesia Santiago
Apostol, un altar construído en 1989 con capacidad para 5000 personas sentadas. A pesar de que
la misa es oficiada por curas de nacionalidades muy diversas, la lengua es una sola: croata,
aunque, deteniendo mi paso veloz y poniéndome a pensar un poco, (porque si hay algo que
descubrí que me diferencia de los habitantes de Medjugorje es que ellos van a paso de mula y
mientras que yo por momentos siento que conduzco una ferrari en una autopista), me pongo a
pensar que, a pesar de que seguramente la mayoría de los que estábamos allí presentes
proveníamos de lugares y culturas diferentes, había algo que nos unía, que unificaba el
sentimiento, una sensación que flotaba en el aire, casi como la imagen que los videntes decían
experimentar.
Como representación de esto se escucharon dos frases, una al comienzo y la otra al final de la
ceremonia: “Mir s tobom” y “Amen”, frases que simbolizaron al principio y al final lo que
sentíamos todos. Ni siquiera la mejilla que me quedó en el aire al saludar a unos europeos detrás
mío (porque ellos no acostumbran a besarse para dar la paz, en cambio se dan la mano) pudo
opacar esa energía que se reflejaba en el cielo azul, si azul, ahora más azul que nunca.

El gallo vuelve a cantar, el sol vuelve a asomar…otra jornada está por empezar.

El Krizevac (la “Colina de la Cruz”) nos espera desde bien temprano. Hasta allí llegamos en taxi
(aunque sea muy diminuto, en Medjugorje hay taxis). Casi sin dejarnos tiempo para
acomodarnos, el taxista nos relata la historia de los videntes y de cómo el pueblo se volvió
desde ese día de Junio del 81, un lugar especial.
-Parecería que la virgen eligió este lugar por alguna razón…El pueblo yugoslavo ha sufrido
siempre guerras, ocupaciones, matanzas- dice con congoja, mientras toca la imagen de la virgen
que le cuelga del espejito. –Esta imagen está pintada de acuerdo a lo que el vidente Iván
describió- exclama con orgullo, como enamorado de una estampa.
El compromiso de la gente de Medjugorje es con la que ellos llaman “njegova djevica”: “su
virgen” es realmente ya parte de su lazo social, de su cultura.
Todo lo que acontece en el pueblo es vivido por todos como una fiesta, de la que todos son
parte. Exactamente a las 5 de la tarde se reza el rosario en cada rincón de este lugar sagrado, y el
mismo taxista cuenta que el lo va rezando mientras maneja, acompañado por la Radio local Mir
que lo transmite.

La Colina de la Cruz tiene 520m, los cuales hay que atravesar caminando y escalando, para
llegar así a la gran cruz de cemento de 8.5m en la cima, que construyeron los parroquianos el 15
de marzo de 1934, en la que pueden leerse las siguientes palabras: « A Jesucristo, Redentor de
la humanidad, como signo de nuestra fe, de nuestro amor y de nuestra esperanza, y en memoria
del 1900 aniversario de la Pasión de Jesús».
Desde abajo se ve la gran cruz, iluminada por el sol radiante, el gran protagonista de estas
jornadas. La cruz parece llamarnos, casi nos interpela, nos reta a subir, es como si más allá de su
cuerpo de cemento, nos tuviera algo guardado, reservado para nosotros.
De las tres ascensiones que hicimos hasta ahora, esta es quizás, la que demanda el mayor
esfuerzo físico: aquí también hay senderos, no angostos como los del monte de las apariciones,
pero tal vez, más peligrosos. El camino parece una infinita escultura, es una especie de obra de
Gaudí enclavada en la montaña. Es irregular, accidentado, de una piedra tan patinosa y
traicionera como una gran cáscara de banana bien madura. En el camino a la cima, veo que
pasan a mi lado personas muy ancianas, padres con niños con problemas motrices, familias
enteras, sacerdotes, monjitas.

Carlos es un abogado que vive en México DF y que escuchó de la historia de la Virgen de


Medjugorje de casualidad:
- Un día haciendo zapping veo en Infinito un programa sobre los milagros de la Virgen de
Medjugorje. Recuerdo que me impresionó tanto que le consulté sobre esto al Padre Fermín, un

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sacerdote amigo- dice mientras carga consigo la silla de ruedas con su esposa Rosa, una mujer
de unos treinta años, a quien un accidente de auto dejó paralítica.
- Cuando vuelvo a casa, noto que me han dejado debajo de la puerta un aviso de una empresa
turística que hace viajes de “tono religioso”, y veo el aviso de Medjugorje. Fue ahí que pensé,
esto no es inocente - clama Carlos, recordándome por momentos a los oradores de los
programas que pasan tarde por América TV. Su mujer Libia lo mira anonadada, como si
escuchara el testimonio por primera vez, y mientras seguimos ascendiendo agrega:
- Libia se había accidentado hacía poco, justamente un 24 de junio, y yo no creo en las
casualidades. Así que hoy venimos a ofrecer nuestro esfuerzo, y a pedir por su recuperación.
El mexicano Carlos detiene su marcha y bebe un poco de agua, mira hacia arriba y sigue
adelante, Libia, mientras tanto, sentada en la silla, sin muchas opciones, comienza a rezar el
rosario.

La rodilla me vuelve a recordar que estoy forzándola demasiado, casi me recrimina que me
abusé de ella sin avisarle, me siento exhausta, con la garganta seca y un poco mareada. Ya en la
cima, además de sacar fotos y chusmear lo que decía la cruz, Daniel me dice con mucha
sabiduría:
- Mirá bien el paisaje, tomá una foto mental, asegurate de no olvidarte de esta vista nunca más
en tu vida.
Daniel estaba en lo cierto, porque la imagen del pueblo, de la iglesia con el gran altar externo,
de los caminos y las montañas que rodeaban este pueblo “entre montañas” ha quedado grabada
tan fuertemente en mi mente, que me recuerda a lo que decía una gran amiga: “lo mejor de la
vida son los viajes, porque son experiencias que no sólo te enseñan, te hacen conocer otras
culturas, sino que quedan grabados en tu mente para siempre”. Romina estaba en lo cierto.

Ya es el último trayecto, al volver al hotel a armar las valijas, nos damos cuenta que todos
tenemos el mismo sentimiento de emoción desmedida, es como si este último ascenso hubiese
sido la gota que rebalsó el vaso de la felicidad.
Llegando al hotel la vemos a la abuela Anja sentada afuera, solita y en silencio rezando el
rosario. Anja es chiquita, es como una pulgarcita, tiene un pañuelo anaranjado en la cabeza que
me recuerda a las mujeres griegas e italianas de principio de siglo XX, que yo recuerdo del cine.
Ni siquiera nuestro barullo la saca de su absoluta concentración.

Nos despedimos de Iván y Claudia, prometiendo algún día volver, sobretodo para comer su tarta
de manzanas, la vedette de las comidas de su petit hotel.

Emprendemos el viaje de vuelta, haciendo escala en dos lugares.


El primero es la iglesia donde se encuentra el Padre Jozo Zovko, llamado por muchos “el
séptimo vidente”, el cura franciscano que era párroco de Medjugorje cuando la virgen se
apareció a los videntes, y a quien entre 1981 y 1982 el régimen comunista encarceló por
defenderlos.
Recorremos la iglesia y luego Anka nos lleva a una gran galería con un jardín en el centro lleno
de bancos y pérgolas enredadas por enredaderas.
- Aquí solía venir a rezar y a veces me escondía en la época de la guerra - dice posando sus ojos
negros en la nada, como recordando aquellos sucesos.
- Nadie estaba a salvo en la guerra, todos éramos culpables de algo que ni sabíamos. Culpables
de ser croatas, de ser serbios, de ser bosnios, de ser cristianos - y agarra fuertemente la cruz de
madera que cuelga de su cuello.
- Eso los debe haber marcado para siempre - le digo, intentando romper el hielo, la pista de
hielo, el iceberg que se había hecho en el patio. En estos momentos me vuelvo a sentir chiquita,
como en ese episodio que recuerdo del Pato Donald y los tres sobrinos. Siento que tantas veces
me sentí mal por pavadas, y esta gente sí que vivió la pesadilla en carne propia.
- La gente aún sigue con miedo, con una sensación de desprotección, quizás por eso nos
aferramos tanto a nuestra madre, María. Los jóvenes casi no salen de noche por estas tierras…la
juventud sufre las secuelas, las heridas, el dolor de vivir el terror, de ver cómo matan a tu

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vecino- A Anka se le caen unas lágrimas. Nadie se atreve a decirle nada, ¿qué se puede decir?
Nada sería suficiente.
Llegamos hasta una piecita muy pequeña, toda revestida en madera y pintada en tonos de azul,
en la que una cruz en la pared se lleva toda mi atención. Está al revés, como acostada. Anka nos
cuenta que es una cruz musulmana. Pensando que mi capacidad de asombro no se termina
nunca, en un momento siento que alguien toca mi cabeza por unos segundos y se va.
Efectivamente el Padre Jozo había entrado silenciosamente y bendecido a cada uno de los
presentes. Todo esto ocurrió sorpresivamente y la culpable era nada más y nada menos que
Anka, ya a esta altura, nuestra guía psicológica, cultural y espiritual.

Al salir paseamos por el inmenso, verde, y fresco jardín, otra vez me encuentro con las santa
ritas, esta vez rojas y fucsias; recorremos además los senderos entre los que se encuentran las
tumbas de los estudiantes del seminario y párrocos asesinados durante la guerra.
Emprendemos la retirada haciendo una escala breve en Mostar, ciudad medieval, hermosísima,
colorida y con un tinte más alegre, a pesar del paisaje urbano de edificios decorados con hoyos
de municiones…otra herencia de la Guerra de los Balcanes.
En la ciudad recorreremos el barrio musulmán, el Puente Viejo sobre el turquesa río Neretva, el
más impresionantemente bello río que vi en mi corta vida, y la catedral, víctima de las guerras
infinitamente interminables que azotaron a esta porción de Planeta Tierra.
Fue destruida e incendiada tres veces, pero cuentan que durante la última destrucción, en medio
de fuego, un hombre entró a salvar la gigantesca estatua de la virgen, y pudo cargarla en brazos
el solo. Este hecho es para muchos un milagro, ya que normalmente la estatua debía ser cargada
por al menos 5 personas.
Dentro de la catedral hay una gran galería de estremecedoras fotos en blanco y negro de la
última destrucción. El horror no tiene límites.

Después de Mostar vendrían Dubrovnik, ciudad amurallada fantástica en la costa croata, y luego
Italia otra vez y París. Pero ya a esta altura, las murallas medievales, el ferry a Italia casi en
condición de exiliada, las iglesias que restaban ver, la Torre Eiffel, el Sacre Cour, Notre Dame,
el Louvre y el Arco del Triunfo, nada de eso importaba. Las construcciones que había realizado
el hombre eran interesantes pero no ya relevantes en este viaje, porque de ahora en más,
Medjugorje, con sus habitantes, sus cantos, sus gallos, su sol radiante, sus montañas, sus flores y
su fe en que a pesar de las dificultades cotidianas, es posible seguir adelante, y que además, lo
importante son siempre las cosas más simples como decía Sábato, ya habían hecho de mi viaje
algo valioso e inolvidable, dichoso de ser recorrido una y mil veces.

Porque sé que esa tierra elegida por lo sobrenatural es realmente un lugar sagrado, un lugar que
una vez más, me recuerda que Fito tenía razón: “lo importante es el camino”.

María Eugenia Del Zotto

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