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III Congreso de Psicoanálisis de las Configuraciones Vinculares, 2012

PARENTALIDADES: EXPERIENCIAS INSTITUYENTES

HILDA ABELLEIRA

Hablar hoy de parentalidades en tanto experiencias instituyentes, desde el Psicoanálisis Vincular,


supone plantear algunas cuestiones teóricas básicas que transforman nuestra mirada y nuestras
intervenciones, en el trabajo con las diversidades familiares que habitan nuestra época.

Hay dos cuestiones que el Psicoanálisis Vincular, con los aportes de la Teoría de la Complejidad y de
otras disciplinas, se ha planteado y que implican un cambio radical en la aproximación a la clínica familiar. Por
un lado la caída de la idea de centro que dominó la manera de pensar durante mucho tiempo y que en relación
a la familia suponía pensarla desde el Edipo freudiano. Esto no significa el desalojo del Edipo, pero si su
descentramiento como única explicación del funcionamiento familiar. Correrlo del lugar hegemónico que ha
ocupado, para pensarlo en relación a todo lo nuevo que aporta lo vincular para pensar los vínculos familiares.
En estrecha relación con ello el abandono del binarismo, basado en el predominio de una lógica de las
oposiciones y sostén básico de la idea de centro (bueno/malo; hombre/mujer; dominador/dominado;
fuerte/débil; maduro/ inmaduro; inocente/culpable).

Las diversidades familiares actuales, representan un apasionante desafío a pensar lo nuevo. En efecto,
junto a la familia tradicional de la modernidad, coexisten y nos consultan: las complejas familias que se
construyen después del divorcio, las familias monoparentales, las familias integradas por parejas
homosexuales, transexuales. Todas ellas nos enfrentan a modos diversos de ejercicio de la parentalidad, que
suponen un desafío a lo establecido y pensado desde viejos patrones de pensamiento.

¿De qué hablamos cuando decimos parentalidades? Nos referimos al vínculo que construyen los
progenitores en relación a sus hijos, cada uno por si y en conjunto entre ellos, cuando integran alguna de las
familias mencionadas.

Aludimos a una co-construcción compleja y permanente entre los que ejercen la función de padres,
como decíamos por sí y en conjunto con el otro y con el hijo, proceso en el cual todos son sujetos activos.

Considerar la parentalidad nos lleva al concepto de funciones, tal como las pensamos hoy. Es decir, no
ya adscriptas a los lugares de madre y padre (función materna y función paterna como las nombrábamos en las
décadas del 60, 70 y 80) sino funciones de sostén y amparo y de discriminación y corte, despegadas de un
lugar y asumidas alternativamente por los que ejercen la parentalidad, circulando entre ellos, e incluso
compartidas por otros familiares u otros del entorno social, según cada familia y cada tiempo de cada familia.

Esta forma diferente del ejercicio de las funciones, está muy ligada a los cambios epocales en relación
a las variaciones en los posicionamientos femeninos, masculinos y de las diversidades sexuales que van
conformando las familias de nuestro tiempo.

Esta distinta manera de funcionamiento, nos obliga a pensar más allá del triángulo edípico, que por si
solo no da cuenta hoy del complejo entramado vincular al que advienen los sujetos.

También se torna necesario pensar de otro modo la denominación que usábamos al referirnos al vínculo
parento-filial como vínculo asimétrico. Fue formulado desde la categoría binaria de un vínculo entre alguien que

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sabe y puede, con su subjetividad supuestamente constituida y otro, el hijo: que no sabe, no puede, es débil y
está en proceso de construcción de su subjetividad.

Sin dejar de reconocer la innegable asimetría en la parentalidad, no podemos ya concebirla desde un


binarismo extremo. En efecto, sabemos que en ese vínculo, el hijo si bien necesitado de cuidado y amparo
para susbsistir y constituirse como sujeto, no es un ser pasivo y neutral. Por el contrario, dentro de sus
posibilidades, es un activo co-constructor de ese vínculo y en ese proceso contribuye al modo en que los
padres van accediendo a serlo. Estos a su vez, se van acercando al reconocimiento de que en ese proceso
paulatino y muy complejo, no son los dueños de la verdad (no se nace padres) sino que aprenden ellos
también de esa experiencia y que es necesario escuchar al hijo en sus distintas maneras de formular y
expresarse, según la etapa evolutiva que transcurre.

Todavía sigo usando asimetría para referirme a este vínculo, tal vez con alguna adjetivación, como
suele ocurrir con lo nuevo. Es más fácil adjetivar que encontrar un nuevo nombre. Por ahora hablo de asimetría
variable o funcional.

Teorizar acerca de la parentalidad también nos aproxima al tema del ejercicio del poder en los vínculos
y en relación a él, a la posibilidad de reconocimiento o no del hijo como sujeto con derechos.

La parentalidad es ejercida por sujetos significativos para el niño, en el contexto de vínculos


indispensables para su supervivencia. En cada encuentro el adulto va transmitiendo una modalidad particular
de reconocimiento de ese niño como sujeto. O por el contrario la tendencia a ubicarlo en el lugar de objeto, sin
reconocerle derechos, el primero de todos a ser respetado en su singularidad. Como es dable suponer, entre
un extremo y el otro de ambas modalidades de ejercicio de la parentalidad, pueden darse una multiplicidad de
diferentes aproximaciones al niño en crecimiento, tal vez tantas como vínculos familiares se instalen.

Lo importante a considerar es que el cuidado y protección del niño guarda estrecha relación con las
posibilidades desde los que ejercen la parentalidad, de que privilegien en su aproximación al sujeto niño, el
hacerlo desde el lenguaje.

Dice Francoise Dolto en “La causa de los niños” (1991) …” Respetar la libertad de un niño es
proponerle modelos y dejarle la facultad de no imitarlos. Un niño sólo se puede crear a si mismo diciendo no”.

En efecto, si una madre, un padre o quienes ejerzan la parentalidad tiene presente y claramente
incorporado, que engendrar (concreta o simbólicamente), criar, cuidar y amar a un niño supone, (además de
todas aquellas acciones necesarias para alimentarlo, vestirlo, higienizarlo, cuidar su salud, su educación,
enseñarle normas, etc.) la habilitación de un espacio para el diálogo ( aún cuando el niño no se exprese
verbalmente) abierto a explicar, a ayudarlo a pensar, a interrogarse, a reflexionar sobre lo que siente, lo que le
pasa, lo que le asusta, lo que desea, los infinitos y diarios desafíos que un niño debe enfrentar en el proceso de
constituirse como sujeto, ese hijo contará con ciertas garantías de poder ejercer sus derechos.

Este posicionamiento adulto tendrá que ver con aspectos del funcionamiento psíquico de cada uno, con
el niño que ha sido y lo que se le ha transmitido en los vínculos primordiales y en lo que haya podido construir
en cada vínculo significativo a lo largo de su vida, en especial en la pareja con la que comparte la parentalidad,
pero fundamentalmente con cómo se ubique en ese lugar de poder que la asimetría de la parentalidad confiere
al adulto.

Puede ubicarse usando ese poder para el ejercicio de sus funciones en el proceso de co-construir con
el hijo el vínculo o puede abusar de ese poder, no propiciando el proceso de construcción vincular conjunta.

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Y este es uno de los ejes desde el cual el adulto se instala en el vínculo con el hijo con la posibilidad de
reconocerlo como sujeto: que pueda sentir, disfrutar y sostener que ese vínculo es una co-construcción en la
cual, si bien él lidera por su lugar y función de adulto las operatorias que hacen al cuidado del niño en todos los
sentidos, así como a la transmisión de las normas y límites indispensables para que ese hijo se pueda ir
constituyendo, debe hacerlo sin olvidar que quien recibe sus cuidados y normas es un ser diferente a él, con
sentimientos, deseos, necesidades y derechos que irá descubriendo si se lo permiten. De no ser así ejercerá,
de algún modo, abuso de poder, que marcará al hijo y obstaculizará su proceso de subjetivación.

La renuncia a la tentación de considerar al hijo como propiedad privada, como prolongación de si mismo
o como aquel que va a ser lo que él no pudo ser, se torna indispensable para el ejercicio de una parentalidad
responsable, parentalidad que no implica, queremos aclarar: consultar o delegar en el hijo decisiones sobre lo
que se debe o no se debe hacer.

Desde los adultos discriminar lo que es una actitud firme de una actitud tiránica o abusiva y sostenerla
con coherencia a través del proceso de crianza, es tal vez la mejor garantía de que los hijos crezcan siendo
respetados como sujetos de derecho y pasen a integrar ellos la infinita cadena de generaciones en la que,
como adultos transmisores de lo que recibieron, ayuden a garantizar el cambio hacia una sociedad más justa,
responsable y respetuosa de los derechos de todos, en especial de los más débiles.

Este es un problema de todos. Como tal, las disciplinas que nos ocupamos del hombre y sus vínculos,
deberíamos trabajar conjuntamente en la instrumentación de acciones de prevención que destruyan el mito de
que padre o madre se nace. Y esto no para culpabilizar a los futuros padres, sino en el sentido de prevenir
desde el origen de la vida del ser humano el surgimiento de la amplia gama de situaciones de violencia hacia
los niños, que dramáticamente demandan nuestra intervención cuando ya instaladas, resulta más arduo y
complejo ayudar a cambiarlas.

En la cínica con familias, un momento crítico en el ejercicio de la parentalidad y en el que el criterio de


asimetría a secas se torna insostenible, es la adolescencia de los hijos.

Es reiterativo en la consulta, el problema que se genera en el ejercicio de la parentalidad para reconocer


a ese ajeno en que ha devenido el hijo adolescente. Este conflicto genera con frecuencia diferentes formas de
violencia mutuas entre padres e hijos, así como fracturas o enfrentamientos en el ejercicio de la parentalidad
entre los padres.

Un padre, J, de dos hijas adolescentes L y M de 15 y 17 años respectivamente, consulta angustiado y


muy enojado, casi furioso, por la conducta transgresora y desafiante de la hija mayor. Refiere que no le hace
caso, no lo respeta, le grita y pierde el control, le oculta información, sale con amigas cuyos padres a él no le
merecen confianza y de todo su relato parece desprenderse además de la percepción de una joven con serios
problemas de conducta, su deseo de que su hija permanezca en la casa, bajo su control y le cuente todo lo que
piensa.

Dice que enviudó hace unos años (su esposa fallece en poco tiempo a raíz de un cáncer) y eso fue una
tragedia para ellos ya que era una madre muy dedicada, en la que él se apoyaba mucho. Para él ha sido y
sigue siendo una tarea de enorme exigencia la educación de sus hijas en soledad.

Entrevistada la familia y las hijas por separado, luego de algunos encuentros la menor se niega a
seguir con las entrevistas, no así la mayor. M es una joven muy inteligente, estudiosa y responsable en sus
estudios, que añora mucho a su madre y que está muy enojada con su padre, por quien se siente controlada,
criticada todo el tiempo y no escuchada y al que responde con enojo y enfrentamientos permanentes, pero con

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mucha angustia. El vínculo fraterno es distante. Si bien es evidente el afecto entre ellas, las constantes peleas
padre-hija mayor, dificultan la inclusión y el acercamiento de L.

Planteamos un tratamiento de M alternando con entrevistas familiares. En el primer tiempo de


tratamiento, las sesiones eran una batalla padre-hija mayor, de la que era espectadora angustiada la hija
menor.

El padre iniciaba los encuentros con quejas y enojo hacia M seguidas de lo que ella llamaba
“sermones”, que eran interminables indicaciones acerca de lo que debía hacer para ser una persona normal.

Lentamente empezaron a poder escucharse. Las sesiones dejaron de ser un campo de batalla, y muy
cautelosamente el padre pudo comenzar a escuchar a la hija mayor, que ante esta actitud pudo hablarle sin
agredirlo e ir explicando lo que hacía y pensaba y por qué lo hacía. Su hermana empezó a participar, a
incluirse y opinar desde una mirada crítica a veces, otras compartiendo la mirada de la hermana o del padre,
pero que descentraba el conflicto padre/hija mayor.

En una de las sesiones el padre dice mirándome: “No sé si Ud. me autoriza o si está bien, pero después
de escuchar todo este tiempo a M y a las dos., yo las entiendo, estoy más tranquilo, pero sigo pensando
distinto y no quiero dejar de decírselo a las dos” A lo que M responde: “Por supuesto Papá, vos tenés que
decirnos lo que pensás porque eso a mí me ayuda mucho. Sos mi papá y yo te respeto y necesito saber lo que
pensás, porque te insisto, eso me ayuda aunque yo piense distinto. Siento que si bien a veces sos de dar
discursos o sermones vos y mamá nos han dado principios que nos guían.

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