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YASUNARI KAWABATA

LA ABUELA

Traducción de José Dimayuga

Este relato de precisión notable y de un contenido lírico que late en las palabras
para expresar la épica de lo cotidiano es un buen ejemplo de la maestría del gran
narrador Yasunari Kawabata. El retrato de la abuela, fuerte y calva, contiene la
emoción y la nostalgia del nieto salvado por la valerosa anciana. "Fue la voluntad
de la abuela la que consiguió que me apegara un poco a la vida", dice el autor de
estos recuerdos rescatados del olvido y del estruendo de los días. Mi abuela se
llamaba O-Kané. ¿Con qué ideograma se escribía su nombre? Lo ignoro. Murió
cuando yo estaba en el primer año de la escuela primaria. Desconozco la edad que
tenía ella en esa época, pero como era cinco o seis años mayor que mi abuelo,
debió morir alrededor de los setenta años.

En mi familia, mi padre, mi madre, mi abuela, mi hermana y mi abuelo


murieron uno tras otro. Como yo no tenía aún siete años en el momento de la
muerte de mi abuela, conservo pocos recuerdos de ella. No obstante, sin que yo
sepa el porqué, me quedan dos bien definidos.
Por una razón cualquiera, hice enojar a mi abuelo y él se puso de pie para
golpearme, algo que hacía muy raramente. Yo quise escapar. Para mí era fácil, pero
me daba lástima mi abuelo ciego que me perseguía golpeándose contra los pilares
y desgarrándose los shojis (naturalmente, el abuelo conocía todos los rincones de la
casa, pero alterado no sabía hacia dónde dirigirse). Entonces, me acuclillé en una
esquina de la habitación. Justo en el momento en que él me iba a atrapar, la abuela
vino a protegerme. El abuelo, ignorando que se trataba de la abuela, se puso a
golpearla. Arrinconada, ella tiró una mesita, volcó un hervidor y mojó la parte
inferior de su kimono. Después, cayó al suelo lanzando un grito. El abuelo, de pie,
quedó petrificado mientras yo continuaba en cuclillas. Entonces los tres nos
pusimos a llorar.En esa época éramos frágiles y llorones. Pero después de que
murió la abuela, el abuelo ya no tuvo fuerzas para llorar.
Los tres vivíamos en una casa grande bastante apartada del mundo, pero
felices. Mis abuelos, que perdieron a sus hijos, me amaban profundamente. El
abuelo, consciente del amor ciego de la abuela, parecía querer de vez en cuando
liberarse de él, pero siempre se dejaba atrapar también.
Otro de mis recuerdos se refiere a algo que pasó el día en que murió mi
abuela. Muy friolenta, ella estaba postrada, toda acurrucada, delante del altar de
los ancestros. Hacía un año que sufría de escalofríos y de disentería, y al verla
adormecida así, no nos extrañó en lo particular.
Se había levantado para desayunar y no se aguantó las ganas de comerse
una sandía, luego se volvió a acostar. Yo permanecí allí, cerca de su almohada,
cuando me dijo que deseaba ponerse sus calcetas. Tomé un par de color blanco y
se las puse. Veo todavía sus pequeños pies con los dedos arrugados. Después, la
abuela quitó su colchón del lugar donde se encontraba, cerca del altar búdico, para
meterlo al dormitorio y me pidió que le pusiera un cobertor sobre los pies.Yo, que
fui extremadamente mimado, solía atormentar a la abuela, pegarle y darle de
patadas. Inútil es decir que mis abuelos, ni él ni ella, nunca me pidieron que los
cuidara; e incluso, si lo hubieran hecho, por supuesto que no los habría obedecido.
A pesar de todo, cuando le puse sus calcetas a la abuela y cuando le tendí la cobija
sobre sus pies, no me conmoví en realidad; sin embargo, algo pasó en mí. Lo
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comprendí después, cuando murió, dos o tres horas más tarde. Yo, que era tan
joven, cambié bruscamente. Más tarde, no hablé con nadie, y ahora, cuando pienso
en ella, me alivia haber conservado este recuerdo.
La abuela se extinguió a las dos de la tarde. El abuelo, enloquecido, salió de
la casa, dio vuelta hacia la derecha y llegó cerca de un gran limón:
"¡O-Mito! ¡O-Mito!...", gritó de una manera aguda y dolorosa.
O-Mito era una amiga de la casa que venía a vernos con frecuencia. Vivía
frente a la antigua vivienda de una vieja familia del pueblo, a dos cuadras de
nuestra casa. (Del dolor del abuelo por la muerte de la abuela, no me acuerdo más
que de su voz.) O-Mito llegó. Dos veces, la abuela hizo un movimiento
imperceptible del codo. O-Mito no nos dijo una palabra.
El día del entierro llovió muchísimo. Mi hermana, criada en casa de unos
parientes, regresó al pueblo. Fuimos hasta el cementerio. A mí me sostenían
Tanekichi y Nihira (el esposo y el hijo de O-Mito), y a mi hermana algún otro. Es el
único recuerdo que conservé.
Creo que la abuela murió al inicio del otoño, ya que aún no se ponía sus
calcetas y la estufa no estaba encendida, y no puedo olvidar la silueta del abuelo,
parado debajo del limón, aquel árbol tan sombrío y solitario en el que maduraban
los frutos amarillos, semejantes a los ojos humanosÊde mirada nostálgica.
Al día siguiente de los servicios funerarios, fuimos a recoger los huesos.
Cayeron hechos cenizas porque los quemaron durante mucho tiempo.
Después de la muerte de la abuela, me volví cada vez más caprichoso. O-
Sono, una de nuestras parientas, vino a encargarse de nosotros. Yo salí sin hacer
ruido al jardín situado al oeste de la casa, me apoyé perezosamente en el muro y
miré largamente al abuelo que cantaba sutras búdicos. Un día, traté tímidamente
de abrir la puerta del altar de los ancestros donde ardía una lamparita. Delante se
encontraban dos pantallas blancas que me recordaron inmediatamente a mi abuela.
Su nombre póstumo estaba allí caligrafiado: "Koanin Tomyoji Rakuhozenjo ni."
Para abrir y cerrar las pantallas, se giraba con el dedo una pequeña manija
de metal que estaba allí fijada. Contemplé la lámpara del altar. Me sentí triste
porque las manos habían manchado el contorno de la cerradura, ahora toda
ennegrecida.
Hundido en mis reflexiones, algunos jirones de recuerdos me llegaron a la
memoria.
En nuestra casa había en la planta baja dos retretes. Para hacer uso de uno
de ellos, se debía bajar al jardín, abrir una pequeña puerta a un lado del cuarto de
los condimentos (que ya no se utilizaba) y pasar por un camino sombrío y húmedo.
No sé por qué, pero yo me veía allí mimadoÊpor la abuela y pegado a sus faldas.
Recientemente, la casa fue vendida a un tal Iwajiro; mientras ordenaba
algunas cosas en el desván descubrí, en el primer piso, una caja llena de gorras de
gasa negra. Al punto pensé que pertenecían a mi abuela, y me sentí un tanto
nostálgico. He querido evocar su cara, pero se confunde con la del abuelo y no
consigo diferenciarlas. La abuela se puso calva mucho antes que él y llevaba con
frecuencia gorros. Confundía también la cabeza de la abuela con la de mi tía abuela
de Kamimura, aún con vida, pero que no había vuelto a ver desde hacía mucho
tiempo; y vi bajo mis ojos dos gorros flotar en el vacío.
Antes de que yo entrara a la escuela primaria, la abuela me enseñó los
silabarios y dispuso al lado mío de muchos norimaki, lo cual me hacía muy feliz. De
constitución débil, no conseguía comer y me gustaban mucho aquellos sushis
picantes enrollados por una laminilla de pescado macerado en salsa de soya.
Nacido prematuramente de padres con mala salud, nadie creía que yo
pudiera vivir y crecer. De niño, mi aspecto físico era lamentable. No recuerdo que
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haya tomado alimentos con regularidad antes de la edad de ocho años. Fue la
voluntad de la abuela la que consiguió que me apegara un poco a la vida. Con
frecuencia escuché decir que los vecinos criticaban los grandes cuidados que me
prodigaba y que me debilitaron aún más. Con todo, fue gracias a su atención que
no estoy muerto. Cuando entré a la escuela primaria, resfriado como siempre, con
los cabellos largos, todos me veían con expresión de disgusto.
El abuelo y la abuela entonces se preocupaban mucho porque, aparte de
ellos, yo no conocía nada del mundo exterior. Cuando volví a casa después de
pasar el examen de admisión de la escuela, ellos me ofrecieron una buena comida.
O-Mito, quien me acompañó, les dijo que muchos niños se pusieron a llorar, menos
yo. Lo cierto es que lloré en el salón de exámenes.
A menudo me fingía enfermo para faltar a la escuela. El abuelo y la abuela
me acostaban de inmediato y me daban medicamentos. Los niños se iban en filas a
la escuela bajo la dirección de un vigilante. Cuando mi ausencia duraba mucho
tiempo, ellos venían a buscarme a la casa. Terminaban por abrir a la fuerza la
puerta corrediza y nos lanzaban piedras. Permanecíamos en casa hasta muy tarde,
a puerta cerrada. Después de que se iban, podíamos ver las numerosas pintas que
dejaban tras de ellos.
Sin duda, no era necesario dejar por escrito todos estos recuerdos; de ahora
en adelante, no corro el riesgo de olvidarlos, pero ¿son lo suficientemente
importantes como para que quiera olvidarlos?

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