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La Construccic3b3n Colectiva Del Saber
La Construccic3b3n Colectiva Del Saber
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Todas las citas de las comunidades son frases de un sujeto colectivo que remacha su palabra en las
reuniones del Congreso Nacional Indígena y la Red en Defensa del Maíz en México. Estas citas fueron
recogidas y sistematizadas por el Colectivo por la Autonomía (Coa), la Red en Defensa del Maíz y Ojarasca
en “Herramientas para sembrar autonomía”, cuaderno 31, Biodiversidad, sustento y culturas 64, abril, 2010.
Entender la maraña de relaciones perversas entre dineros, proyectos, políticas y
estafas corporativas o gubernamentales, hace que hoy la gente sea más reticente del
“desarrollo” como un concepto abstracto y universal, y se niegue a un bienestar de corto
plazo. Muchas comunidades saben muy bien que recibir dinero para proyectos por parte del
gobierno, de las agencias nacionales o internacionales, de las corporaciones, puede sumirlos
en una servidumbre (ataduras semejantes a las de las antiguas haciendas) de nivel global.
Dice un viejo proverbio: “el dinero es lo más caro del mundo porque lo paga uno en
dignidad, tiempo y estima propia”. Negarse a recibir dinero y programas es duro, porque las
condiciones son tan extremas, pero la “bala de azúcar”, como le llaman algunas
comunidades indígenas, es la estafa que mata desde fuera muchos esfuerzos —incluida la
idea de la resistencia.
Hoy las comunidades vuelven a la integralidad y saben que con proyectos aislados
no es posible resolver tantos problemas entrecruzados. Buscar la solución a un solo asunto
agrava la maraña y mina los esfuerzos de la gente. Para los pueblos todo está relacionado,
todo tiene que ver con todo: los bosques con el manejo del agua, los suelos, los cultivos
propios, las asambleas, las autoridades. “Los proyectos aislados no sirven”, dice la gente.
“Sólo nos fragmentan más”.
La gente recobra la iniciativa propia. Cuando la gente de una comunidad o una
región se junta para pensar y trabajar, es posible que imagine lo que es necesario para vivir
bien, sin mediadores del gobierno, empresas u ONG.
En esos espacios donde se piensa y trabaja juntos es posible tomar decisiones reales,
en directo y frente a frente, y la vida se acerca porque ya no obedece a decisiones tomadas
fuera, en quién sabe dónde. La gente se reconstituye como colectivo, como personas libres
y organizadas.
“Nosotros conocemos nuestros territorios, sabemos cómo están y cómo cuidarlos.
Tenemos lo necesario para gobernarnos mediante nuestras asambleas, a nuestro propio y
respetuoso modo y tiempos. Ya no podemos permitir tantas normas impuestas, pues
acabaríamos haciendo solamente lo que ellos quieren”, dicen desde muchos rincones.
Una reflexión que resalte las relaciones que privan en el territorio propio, en el
espacio de acción, no sólo reflejará las condiciones actuales, sino las historias individuales
y colectivas de ese territorio. Dicen los mayores: “El territorio es el balance que hemos
logrado en siglos o milenios de relación con la naturaleza”. Cuando llegan funcionarios a
promover políticas ajenas y dicen que le van a ayudar a la comunidad a “reordenar el
territorio” para “expandir las capacidades productivas y ecológicas”, las comunidades
indígenas se ríen. “Eso es lo que hemos venido haciendo por lo menos hace diez mil años”,
contesta la comunidad. El territorio es ya un orden, un equilibrio con todo. “Nosotros
sabemos cómo recuperar los suelos, dónde echar el ganado, dónde cosechar agua y cuidar
nuestros ojos de agua, dónde sembrar, cómo hacer que el bosque viva y se mantenga, cómo
hacer que llegue la lluvia y a dónde”.
“Hay que recordar el origen de nuestra comunidad, de nuestra región, de nuestro
pueblo”, dicen los mayores. “Recordar la historia de las invasiones, de las imposiciones, del
saqueo y la destrucción. Recordar la historia de las luchas de nosotros. Pero también los
saberes de siempre, todo lo que la gente sabe y le ha servido para cuidar las siembras, los
bosques, el agua, los animales. Hay que hacerle caso a los ancianos y a los sabios. Tenemos
que repensar quiénes éramos, por qué nos quieren desaparecer y cómo vamos a
defendernos”.
Esa tradición libertaria parte de un principio crucial: somos iguales porque somos
diferentes. Todo rincón es un centro. Y es sorprendente y misterioso el tejido de los saberes
de cada rincón. Sólo desde el centro de nuestra propia experiencia adquiere su sentido
pleno lo que sabemos, lo que compartimos y ejercemos, para cuidar la vida. Y eso es lo que
somos. Todo rincón es un centro: nuestra condición, nuestro entorno, nuestras
circunstancias, nuestra historia y nuestros procesos actuales, son sólo nuestros, de quienes
compartimos el lugar donde existimos. Tales circunstancias propias nos hacen diferentes de
los demás pero al mismo tiempo nos hermanan con los otros porque a cada persona,
familia, comunidad o colectivo, le ocurre lo mismo que a nosotros.
Ese tejido de saberes, vivencias, experiencias y visiones compartidas de rincón en
rincón, viene desde el fondo de la humanidad, desde siempre, desde que la memoria
recuerda la memoria de la memoria.
Dice Raimon Panikkar: “La auténtica tradición no consiste en la transmisión de
fórmulas muertas o costumbres anacrónicas, sino en pasar la antorcha de la vida y la
memoria de la humanidad”. Pero el paso de la antorcha, para los pueblos indios por lo
menos, implica lo que en el pensamiento andino y mesoamericano por igual se conoce
como crianza mutua, esa relación indisoluble entre uno y lo otro, siempre entre dos
“sujetos” que comparten y cuidan. Así, los saberes encarnan, crecen y se reproducen porque
son pertinentes al entorno social, natural y sagrado que los creó y sigue creando. Pueden ser
técnicas de cacería, pastoreo, ordeña y métodos de siembra, limpieza, recolección, pesca,
hilado, alfarería, cocción, herrería, costura, selección de semillas o su cuidado ancestral.
Formas más abstractas como cosechar agua, equilibrar torrentes, convocar lluvias,
recuperar manantiales, curar los suelos, desviar los vientos, curar nostalgias, pérdidas,
malos sueños, dar a luz o restañar heridas. Son actitudes de dignidad y de respeto, pero
también el empeño de no dejarse oprimir. Son modos de la querencia pero también modos
de equilibrar el daño, la culpa y la zozobra. Son también formas de organización y de hacer
claro el trabajo y la vida social compartida, son formas de lucha y resistencia contra el
olvido.
Pero en el mundo moderno, el monopolio más total e impositivo es aquel que
propone que todo método, toda práctica, todo razonamiento deben obedecer a una lógica
industrial, aunque vaya contra las estrategias comunes que durante milenios resolvieron la
vida de la gente. Esto, que se reconoce poco, es una de las opresiones más profundas que
sufrimos, como lo señaló Iván Illich en su momento.
Por esa lógica, el modo industrial suplanta todo quehacer, experiencia, inventiva,
experimento y reflexión compartida que no siga la lógica de escala gigante y producción
masiva —dañando inmensamente las escalas naturales del quehacer humano. Los métodos
de la industria y las imposiciones de los técnicos, los políticos, los educadores, los
legisladores, las ideologías y los empresarios, son una barredora que puede arrasarlo todo
en un suicidio planetario que no reconoce la importancia de ninguna relación, salvo la del
dinero.
Y como el dinero sustituye todas las otras relaciones, la lógica industrial convierte
todos los saberes en mercancía para hacer uso de ellos como partes de alguna producción
en serie.
Tratar los saberes como mercancía es hacerlos cosas y tornarlos vacíos y ajenos. Es
despojarlos del impulso creativo y comunitario de donde surgieron. Los saberes
mercantilizados, como bien señaló Illich, se tornan “conocimientos” enseñados por los
“profesores”, certificados grado a grado por los “expertos” en el sistema oficial
“educativo”, “económico”, “científico” o “asistencial”, hasta quedar desligados de la
comunidad de donde surgieron. Entonces los controladores de empresas y gobiernos a nivel
local, nacional y mundial pueden condicionarlos a su antojo, y utilizarlos contra la gente
que antes les iba dando forma libre.
Los saberes no son cosas, son tejidos de relaciones. Son procesos. Si seguimos
viendo los saberes locales como cosas nos quedamos en la nostalgia de lo que se nos pierde
o nos privatizan con propiedad intelectual. Si reivindicamos con fuerza comunitaria los
saberes y estrategias que construimos colectivamente —la visión que vamos compartiendo
en el trabajo común desde nuestros rincones que son centros— será más probable la
defensa. Éste es otro punto de encuentro entre las actuales bolsas de resistencia y el
pensamiento de Illich de hace ya más de cuarenta años: el saber no puede ser individual y
sólo se logra en colectivo (un colectivo que no es masa sino algo más que la suma de las
partes). Esto no es fácil reconocerlo sin una revolución en el “ámbito educativo” que no
significa una logística ni una economía más refinadas de la educación, ni una apertura del
menú educativo, ni ámbitos cotidianos de instrucción o capacitación “no escolar”
igualmente certificadora, sino una cultura desescolarizada que reconozca el valor intrínseco
de lo diverso y del continuo de saber que construimos juntos.
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Hace unos cincuenta años, desde sus cuidadosas lecturas de numerosas fuentes (de
Marx a los filósofos medievales, pasando por la experiencia compartida de personas,
comunidades y colectivos), Iván Illich ya proponía la crítica profunda de lo que él llama “el
monopolio radical del modo industrial de producción” y que había que detallar la
devastación inherente a esa lógica industrial que violenta las escalas y los límites naturales
de las dimensiones críticas de la vida.
Así, la sobreproducción y la acumulación desmedida de bienes y servicios, de
instrumentos, es decir, de procesos concatenados, tenían efectos catastróficos para el cuerpo
social, y esto ocurría porque la lógica inherente era “ejercer un control exclusivo sobre la
satisfacción de una necesidad apremiante excluyendo en ese sentido todo recurso a las
actividades no industriales”.
Esto impide el ejercicio (y hasta la imaginación) de alternativa alguna, al punto de
que la gente duda de su propia capacidad para resolver por sí misma su tejido de
necesidades y propuestas. Lo industrial monopoliza toda la producción, incluso el
pensamiento y la imaginación. Tal monopolio es tan radical, decía Illich, que llega un
momento en que a nadie en el mundo se le ocurre que haya otras maneras de pensar, otras
maneras de idear las situaciones, otras maneras de solucionar problemas o de proceder en el
mundo. El único modo es lo industrial, y en lo industrial está todo: la ciencia, la medicina,
la educación, el derecho, la epistemología, el intercambio, la organización del espacio y el
tiempo, sin lugar para lo sagrado.
El imperio de una misma lógica para idear, conceptualizar, instrumentar, normar y
reproducir, representa una erosión y una opresión brutales (poco reconocidas) en casi todos
los ámbitos. Dice Illich: “En la etapa avanzada de la producción en masa, una sociedad
produce su propia destrucción. Se desnaturaliza la naturaleza: el hombre, desarraigado,
castrado en su creatividad, queda encarcelado en su cápsula individual. La colectividad
pasa a regirse por el juego combinado de una exacerbada polarización y de una extrema
especialización. La continua preocupación por renovar modelos y mercancías produce una
aceleración del cambio que destruye el recurso del antecedente como guía de la acción. El
monopolio del modo de producción industrial convierte a los hombres en materia prima
elaboradora de la herramienta. Y esto ya es insoportable. Poco importa que se trate de un
monopolio privado o público, la degradación de la naturaleza, la destrucción de los lazos
sociales y la desintegración del hombre nunca podrán servir al pueblo”(2006). Es ésta la
dimensión vertical de la globalización, que llamaremos enormidad: un altísimo y
entreverado edificio de procesos producidos sin freno por el capitalismo y su lógica
industrial; un tramado de mediaciones institucionales, disposiciones y dependencias que
disloca decisiones y estrategias, que desplaza personas y comunidades de la centralidad que
debían tener para incidir en su propia vida, en sus relaciones íntimas y en su posibilidad de
transformación concreta —pero también imaginativa y abstracta— de su circunstancia.
Illich impugnó la cultura del progreso y las seudo-soluciones institucionales con sus
esquemas, estándares y modelos de desarrollo económico, y rechazó toda privatización de
los ámbitos y bienes comunes de la humanidad.
Planteó la necesidad de redefinir las herramientas —no en función de sacralizar la
productividad industrial sino para entender qué herramientas nos desligan del cuerpo social
y cuáles nos potencian la creatividad social y los lazos de convivencia.
Entre los muchos ámbitos que investigó (como la tecnología, el transporte, el
derecho, la energía) ejemplificó su crítica general cuestionando la medicina y la educación.
Para Illich, la institución médica definió primero cuáles eran las enfermedades, quiénes
eran los enfermos y quiénes podían ejercer la curación, y terminó inventando “modalidades
de vida y muerte aparejadas a la invención de nuevas normas y nuevos tratamientos”.
Terrible es entonces también la enfermedad de no imaginar que las personas y los
colectivos pueden curarse de otras formas y por cuenta propia, mientras que “la protección
de una población sumisa y dependiente se convierte en la preocupación principal, y el gran
negocio, de la profesión médica”.
Antes, todo mundo era potencialmente alguien que curaba a los demás. En las
sociedades más antiguas la gente se curaba una a la otra. Durante mucho tiempo la gente no
fue alguien especial por ser curandero. La gente curaba y hacía, además, todas sus otras
tareas. Saber sanar era parte de lo que cotidianamente la gente ejercía. De pronto alguna
persona era más hábil para algunas cosas y entonces la gente la consultaba y a lo mejor
lograba cierto reconocimiento pero nada más; eso no les confería un poder absoluto sobre la
vida de los demás, como ahora a los médicos, las enfermeras, los trabajadores sociales, los
terapeutas.
En realidad, Illich señalaba con su crítica las renuncias paulatinas que las
corporaciones y los gobiernos, con sus mediaciones, fueron imponiéndole a más y más
capas sociales de la población: en el momento en que renunciamos a la relación donde nos
podemos curar unos a otros, le entregamos a las corporaciones la posibilidad de atender
nuestros problemas y nos ponemos a disposición de esos especialistas. Renunciamos así a
una potestad. Hoy tal vez tengamos que reinvidicar esa potestad como derecho.
Igual ocurre con el derecho mismo, o los derechos. El derecho es a la justicia lo que
el dinero es a la comunidad, es decir un sustituto. Cuando la relación está rota y cuando no
podemos lograr justicia invocamos un derecho, como cuando sustituimos la comunidad con
el dinero. Uno invoca derechos cuando ya no hay posibilidad de tener una relación real. En
una comunidad que funciona bien nadie invoca derechos porque todo mundo está junto con
los otros tratando de entender, auténticamente, y si hay algún problema lo resuelve el flujo
mismo de reflexionar juntos lo que debe hacerse. No hay corazón más desnudo y estricto de
lo que llamamos justicia que arribar al entendimiento compartido de una circunstancia, con
el señalamiento consensado de quiénes son los responsables de alguna acción o acciones
que entrañan un agravio, cuáles son estas acciones, cuáles son los efectos de las mismas
sobre los agraviados, y cuál podría ser el mejor modo de reparar el agravio.
Si sustituimos las relaciones sociales con dinero, en ese momento restringimos al
mínimo la relación y simplemente intercambiamos dinero; eso pasa también con la
educación y con la medicina: le pagamos a alguien para que nos atienda o nos instruya. En
ambos casos pagamos para que nos enseñen a obedecer y por ende, para que nos erosionen
nuestra capacidad de pensar alternativas.
Por eso el término autogestión es tan sugerente. Porque las instituciones gestionan
nuestro tiempo y nuestras acciones (nos administran, dosifican, y nos hacen depender de
ellas). La autogestión en cambio entraña que nosotros mismos nos hagamos responsables y
solventemos nuestros problemas, nuestras necesidades y nuestro entendimiento general.
Eso es totalmente subversivo. Resulta obvio hoy que el socialismo “realmente
existente” intentaba sustituir una institucionalidad por otra. La institucionalidad del
mercado la sustituyeron por la institucionalidad del Estado y las grandes burocracias, con
una misma lógica de trastocamiento de escalas e instauración de dependencias.
Romper este edificio de procesos y mediaciones, de remiendos y dependencias es
quizá el impulso más concreto que mueve a los pueblos a buscar un camino propio, de
autogobierno y autonomía.
Iván Illich también dejó muy en claro que “la redefinición del proceso de
adquisición del saber, en términos de escolarización”, rompió los vínculos mediante los
cuales la gente aprendía mutuamente, lo que subordinó el saber a la obediencia —al aceptar
a una autoridad “superior” que dictamina y certifica si la enseñanza se cumplió o no. Esto
terminó santificando en general toda “superioridad”, como si ésta fuera algo “natural”,
creando la ilusión de subsanar una necesidad cuando en realidad se provocaba “una nueva
forma de la marginación y una perversión epistemológica de la percepción social de la
estructura del sistema”. Dice Illich: “El individuo escolarizado sabe exactamente el nivel
que ha alcanzado en la pirámide jerárquica del saber y conoce con precisión lo que le falta
para alcanzar la cúspide. Una vez que acepta ser definido por una administración, según su
grado de sus conocimientos, acepta después, sin dudar, que los burócratas determinen sus
necesidades de salud y que los tecnócratas definan su falta de movilidad. Una vez
moldeado en la mentalidad de consumidor-usuario, ya no puede ver la perversión de los
medios en fines, inherente a la estructura misma de la producción industrial tanto de lo
necesario como de lo suntuario. Condicionado para creer que la escuela puede ofrecerle una
existencia de conocimientos, llega a creer igualmente que los transportes pueden ahorrarle
tiempo o que en sus aplicaciones militares, la física atómica puede protegerlo”.
En realidad, la industrialización de las necesidades “reduce toda satisfacción a un
acto de verificación operacional”, por eso la tecnología está tan entrampada en sus propias
premisas tautológicas y pretende incluso suplantar a la ciencia y sus métodos de
investigación Así: “El servicio educación y la institución escuela se justifican mutuamente.
La colectividad sólo tiene una manera de salir de ese círculo vicioso, y es tomando
conciencia de que la institución ha llegado a fijar ella misma los fines: la institución
presenta valores abstractos, luego los materializa encadenando al hombre a mecanismos
implacables. ¿Cómo romper el círculo? Es necesario hacerse la pregunta: ¿quién me
encadena, quién me habitúa a sus drogas? Hacerse la pregunta es ya responderla. Es
liberarse de la opresión del sinsentido y de la falta, reconociendo cada uno su capacidad de
aprender, de moverse, de descuidarse, de hacerse entender y de comprender. Esta liberación
es obligadamente instantánea, puesto que no hay término medio entre la inconsciencia y el
despertar. La falta [la carencia], que la sociedad industrial mantiene con esmero, no
sobrevive al descubrimiento que muestra cómo las personas y las comunidades pueden ellas
mismas satisfacer sus verdaderas necesidades.”
Lo importante son las relaciones sociales pertinentes, en donde todos los implicados
aprendemos —en la situación donde ocurren los problemas y donde está realmente la
posibilidad de solucionar los asuntos. Se trata de responder de una manera sabia, con
aprendizaje y construcción colectiva, a las situaciones y problemas, a veces terribles, que se
presentan. Situaciones naturales de enseñanza en que, como dirían los sufíes, nadie sabe
quién es el maestro y quién es el alumno: creatividad social que promueve la creatividad de
todos.
En el fondo, cualquier planteamiento radical en la educación cuestiona centralmente
las relaciones entre quienes aprenden y quienes dicen enseñarlos. La escuela como espacio
resume el sistema que literalmente representa: y hay que deconstruirla. El intento es
reconstruir la responsabilidad de enseñar y aprender —sin dejarse medir por otros.
Aquellos maestros que ya rompieron con su papel de transmisores de la cosificación
y el requisito, asumen un papel de promotores de la autogestión en su sentido más profundo
y amplio, e intentan deshacerse del poder que hoy encarnan.