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¿Cuántos latidos perdemos a lo largo de la vida?

¿Cuántas pérdidas
somos capaces de soportar?
Anne tenía dieciocho años cuando desapareció durante la madrugada de la
noche de San Juan de 2008, entre fuegos artificiales, hogueras, música y
jolgorio, tras una fuerte discusión con su novio Mikel. Han pasado diez años y
la desaparición de Anne sigue siendo un misterio. No apareció. Ni viva. Ni
muerta.
Pero ahora es Mikel, atormentado por el pasado, quien desaparece dejando en
el aire muchas incógnitas. Antes de esfumarse sin dejar rastro, Mikel le dejó
un inquietante mensaje a su hermana Amaia, quien, dos meses después, deja
atrás su vida en París y regresa a Coaña, Asturias.
Amaia no solo deberá enfrentarse a sus demonios, también a la oscuridad de
los otros, hasta resolver un rompecabezas repleto de muertes, ausencias y
secretos difíciles de asumir, al tiempo que le es imposible sucumbir al encanto
del primer amor.

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Lorena Franco

Así es como empieza la ausencia


ePub r1.0
Titivillus 10-07-2023

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Título original: Así es como empieza la ausencia
Lorena Franco, 2023
Diseño de cubierta: J. Brescó

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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A un viejo amigo.

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Nunca hubiera podido imaginar
que una ausencia ocupara tanto espacio,
mucho más que cualquier presencia.

ANA MARÍA MATUTE

El camino al infierno está hecho de buenas intenciones.


Marina, CARLOS RUÍZ ZAFÓN

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Así es como empieza la ausencia

Coaña, Asturias – París


9 de marzo de 2018

La desaparición de Mikel

Así es como empieza la ausencia:


—Amaia. Amaia, soy yo, Mikel. Oye, tengo que… tengo que irme antes
de que me encuentren. Voy a hacer algo malo, muy malo. Ni siquiera tú vas a
poder salvarme esta vez. Por favor, perdóname. Perdóname y no vengas. No
llames a la policía. No confíes en nadie. Y, sobre todo, no juegues a su juego.
No juegues a su…
La vida se precipitó por una llamada inquietante y delirante interrumpida
abruptamente, que estuvo en las sombras de un contestador automático
durante veinticuatro horas. En casos como este, el tiempo es crucial, y Amaia
y Mikel, los dos hermanos, lo sabían.
Cuando Amaia escuchó la voz rota de Mikel, fue catapultada a un pasado
que se había esforzado mucho en olvidar poniendo miles de kilómetros de por
medio. Sin embargo, hay sucesos que te persiguen y te marcan aun cuando
crees que forman parte del pasado. Al final, la vida te enseña que no existen
verdades sin desenmascarar ni tampoco un final sin un inicio, pero hay finales
tramposos que dan comienzo a algo más peligroso, que se desatan en el
momento en el que creías estar a salvo. Mientras Amaia había huido, con
todas las pérdidas que una huida así conlleva, su hermano Mikel había
decidido que lo mejor era enfrentarse a la tormenta, aun sabiendo que las
descargas eléctricas de según qué tormentas pueden matarte.

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Capítulo 1

Diez años antes

Coaña, Asturias
Madrugada del 24 de junio de 2008 – La noche de San Juan

La desaparición de Anne

Anne tenía dieciocho años cuando desapareció durante la madrugada de la


noche de San Juan, entre fuegos artificiales, hogueras, música y jolgorio.
Tras una fuerte discusión con su novio Mikel, Anne se largó de la fiesta.
Anne lloraba. Un torrente de lágrimas caía por sus mejillas encendidas.
Nadie percibió el incendio sin control que se estaba propagando en su interior.
Su intención era volver a casa.
Volver…
Pero a Anne la devoró la noche.
Nunca llegó a aparecer. Ni viva. Ni muerta.
Y Mikel, a quien llegaron a señalar como sospechoso de la desaparición
de Anne, jamás encontró el perdón, ni el propio ni el ajeno, algo que echaría
su vida a perder.
Cuatro jóvenes, vecinos de Villacondide, que esa noche habían abusado
del alcohol y las drogas y recorrieron los sinuosos caminos de los alrededores
del Arroyo Sarriou para evitar los controles de alcoholemia de las carreteras
principales, tardaron en testificar por miedo a las represalias al haber cogido
el coche en esas condiciones. Sin embargo, eran buenos chicos, conocían a
Anne de vista, de las fiestas, podían eludir el tema del alcohol y las drogas y
querían ayudar. Al cabo de unos días, fueron a comisaría a testificar.
Aseguraron que estuvieron a punto de arrollar a una chica de las mismas
características que Anne. A pesar de la oscuridad y del lamentable estado en
el que se encontraban, los cuatro amigos coincidieron en lo mismo: Anne
estaba ida y tenía la ropa rasgada. ¿Sangre? No recordaban mucho, solo que
Anne (o una chica parecida a ella) corría en dirección a los yacimientos

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Castro de Coaña, donde se la buscó por tierra y aire sin éxito. Tal era el
alcohol y la droga que circulaba en la sangre de los chicos, que no se les
ocurrió socorrerla, pensar que se encontraba en apuros, que si corría haciendo
acopio de las pocas fuerzas que le quedaban era porque huía de alguien.
Las drogas distorsionan la realidad, se lamentaron.
—Es que parecía un fantasma. Una de esas apariciones que te encuentras
en las carreteras secundarias, como en las historias de miedo que se cuentan
delante de una fogata, ¿sabe? —se excusó uno de los chicos temblando por el
recuerdo, por la culpabilidad de lo que podrían haber hecho y no hicieron.

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Capítulo 2

Presente

A 40 kilómetros de Coaña, Asturias


28 de mayo de 2018

Casi tres meses después de la


desaparición de Mikel

«No juegues a su juego».


Amaia tiene esas cinco palabras grabadas a fuego en su memoria. Pero un
SMS como los que se enviaban hace años, antes de la comodidad de
WhatsApp, ha cambiado su visión. Porque, si no juega a su juego, sea cual
sea, no volverá a ver a su hermano Mikel. Es una terrible intuición que la
inquieta desde hace días.
Detiene el coche en un área de descanso con la intención de alargar el
momento de llegar a Coaña. Cuarenta kilómetros la separan del pueblo de sus
veranos más felices, de esas noches estivales de cielos oscuros salpicados de
estrellas titilantes a las que les pides deseos con los ojos cerrados. Veranos
adolescentes de momentos inolvidables que jamás regresarán, no de la forma
que querríamos.
Hace diez años que Amaia no pisa el pueblo. Concretamente, desde el
verano en el que Anne, la novia de su hermano, se esfumó como la niebla y la
gente, cruel, empezó a hablar mal de su familia. Que los genes se heredan,
decían. También la maldad. Aseguraban que tenían un antepasado del que
Mikel y Amaia no sabían nada, al que habían ejecutado por asesinato a finales
del siglo XIX. Podía tratarse de una invención, pura fantasía, leyendas que
pierden su autenticidad por el boca a boca y el paso de los años, tal y como
decían los abuelos, reticentes a hablar al respecto. Pero fue tal la ansiedad y el
bloqueo, que Amaia se prometió romper con todo y no regresar. La situación
la superó. Fueron días difíciles. Había otro motivo de mayor peso que la
incumbía a ella de manera muy personal, pero el fantasma de Anne se

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apoderó hasta de eso. Así que Amaia dejó atrás aquellos veranos inolvidables
que suelen tener nombre de algún chico especial. No obstante, en estos
momentos la distancia se acorta en la que va a ser su última parada. El
trayecto desde París se le está haciendo eterno. Ignorando el dolor que se le ha
instalado en las lumbares, camina hacia el bar de carretera con la mirada fija
en la pantalla del móvil.

SIGO AQUÍ

¿Cómo es posible que dos únicas palabras posean tanto impacto, tanto poder?
El mensaje, recibido hace una semana, procede del número de teléfono
móvil de su hermano Mikel. Pero su hermano Mikel se encuentra en paradero
desconocido desde hace casi tres meses, y ella se había prometido no regresar
a Coaña.
Pasara lo que pasara.
Incluso después de escuchar la voz rota de su hermano en el buzón de voz
a principios de marzo:
«Perdóname y no vengas».
«No juegues a su juego».
«No vengas».
La policía no ha sido capaz de rastrear el móvil de Mikel, un Nokia
antiguo.
¿Pero ese mensaje lo ha escrito él?
¿Desde dónde?
¿Por qué no ha dado más señales de vida?
Las preguntas se amontonaron en su cabeza desde el mismo instante en
que recibió el mensaje. Amaia contestó en cuanto lo leyó: «¿Dónde estás?
¿Qué puedo hacer por ti? Por favor, Mikel, contéstame».
Pero no obtuvo respuesta. Tampoco al último: «Voy para allá» que
escribió hace dos días. El teléfono de Mikel sigue sin dar señal, está apagado
o fuera de cobertura desde que le dejó aquel extraño mensaje en el buzón de
voz.
«Voy a hacer algo malo, muy malo», le había dicho una semana antes de
que denunciaran su desaparición y el agente Artos, de la Policía Local de
Coaña, la llamara.
—¿Tu hermano se ha puesto en contacto contigo?
Fue lo primero que el agente le preguntó.
—No —mintió ella, pensando que es lo que Mikel querría que hiciera,
aun a riesgo de que estuviera en peligro, de que le hubiera ocurrido algo tan

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malo como aseguraba que iba a hacer.
¿Pero qué iba a hacer Mikel? ¿Qué había hecho? ¿De qué o de quién se
escondía? ¿Por qué siempre le decía que no se fiara de nadie, que, quien
menos imaginaba, podía ocultar un monstruo en su interior?
«Paranoico. Estás paranoico», le decía ella con un desprecio del que ahora
se arrepiente, como suele ocurrir cuando ya es demasiado tarde y no estás a
tiempo de pedir perdón.
Mikel, con quien Amaia llevaba años de tensa relación y distancia,
desapareció el 9 de marzo. Las similitudes con la desaparición de Anne son
desconcertantes, pero que Mikel pareciera haber seguido sus pasos no fue
algo en lo que se detuvieron a pensar al principio. El último lugar donde un
anciano aseguró haberlo visto, al igual que cuatro jóvenes ebrios a Anne diez
años atrás, fue en el camino que conduce a los yacimientos Castro de Coaña,
uno de los más emblemáticos de los doscientos cincuenta castros que hay en
Asturias y que data del siglo IV antes de Cristo. Tanto Anne como Mikel
sentían una extraña fascinación por ese lugar que frecuentaban a menudo
cuando no había turistas, algo complicado en la época estival en la que el
pueblo se llenaba de la vida de la que carecía el resto del año.
—Buenas tardes. Un café con hielo, por favor —le pide Amaia al
camarero, acomodándose en un taburete de la barra y observando la
desolación que hay a su alrededor. Las paredes amarillentas necesitadas de
una buena capa de pintura, las baldosas del suelo pegajosas y, en la entrada,
una máquina expendedora de bolas con regalos en su interior que ha perdido
el atractivo que causaba en los niños de épocas pasadas. Tan solo hay un par
de mesas ocupadas por camioneros solitarios que han levantado la vista al
verla pasar.
La vida cambia en un segundo. Pestañeas y ¡puf! Aquello que creías
seguro se desvanece como algunas personas con destino incierto.
Hasta hace un par de semanas, Amaia tenía un buen empleo como
publicista en una prestigiosa agencia de París que decidió, de la noche a la
mañana, prescindir de sus servicios porque les salía muy cara. Desde su
acomodada vida parisina en un apartamento alquilado con vistas a la Torre
Eiffel que, sin trabajo, no puede seguir manteniendo y, con todo su pesar, ha
tenido que dejar, le comunicaron la desaparición de Mikel. Por lo visto,
alguno de los pocos amigos que le quedaban en Coaña denunció su
desaparición después de una semana sin noticias de él. Cuando el agente
Artos la llamó, ella ya llevaba días con un nudo de ansiedad instalado en el
pecho que le dificultaba respirar. La llamada de Mikel la tenía confundida.

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Desquiciada. No sabía qué hacer. Si seguir ajena a los problemas de su
hermano tal y como él le había pedido, o, como siempre hizo él, enfrentarse a
la tormenta.
Mientras le da un sorbo al café, evoca el momento en que la desaparición
de su hermano se hizo oficial y, por tanto, real para Amaia hasta el punto de
hacerla sentir incómoda en una vida que estaba muy lejos de ser perfecta.

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Capítulo 3

Dos meses antes

París
19 de marzo de 2018

Amaia acababa de llegar a su apartamento tras una larga jornada laboral


repleta de reuniones y dolores de cabeza. Esa tarde se había entretenido un
poco. Siempre que necesitaba calma y poner en orden sus pensamientos,
paseaba sin rumbo por las calles de París, cuyo aire olía a castaños en flor, a
pan y canela.
Había llegado hasta el Pont Neuf, el más antiguo sobre el Sena, desde
donde contempló maravillada la isla que en otro tiempo fue el corazón de la
capital francesa, la Île de la Cité. El Sena irradiaba partículas de la luz
procedente de las farolas a lo largo de la orilla, guirnaldas refulgentes que las
olas deformaban.
Nunca se cansaba de París, de descubrir algo nuevo en cada uno de sus
paseos, aunque creyera conocer cada rincón de memoria.
De regreso a casa, se detuvo en su pastelería favorita y compró una caja
de macarons de colores vibrantes y variados sabores, y pains au chocolat, su
perdición. Abrió la puerta de su apartamento, en el sexto piso de la codiciada
Avenue Elisée Reclus. Se descalzó, dejó los zapatos de tacón tirados de
cualquiera manera en el vestíbulo, y fue hasta la cocina, integrada en el salón.
Se sirvió una copa de vino blanco, una costumbre para mantener bajo
control el estrés y los nervios. Tras el primer sorbo que le supo a gloria, sonó
el teléfono. En un principio iba a ignorar la llamada. Dada su poca vida social,
dedujo que sería por trabajo aunque ya estuviera fuera del horario laboral,
pero al ver que la llamaban desde Asturias, el estómago le dio un vuelco.
El agente Artos, de la Policía Local de Coaña, la llamaba para informarle
de que su hermano estaba en paradero desconocido. Alguien había
denunciado su desaparición.
«Vale. Así que está desaparecido. Desparecido, pero no está muerto»,
pensó en aquel momento, aliviada, con esa frialdad a la que se ha acomodado,

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porque así los golpes inevitables que da la vida parece que duelan menos.
—¿Tu hermano se ha puesto en contacto contigo? —le preguntó el agente
Artos.
—No —mintió Amaia, realizando círculos con el dedo índice alrededor de
la boca de la copa de vino.
Artos se quedó en silencio más tiempo del que a Amaia le habría gustado,
como si sospechara de ella o supiera que estaba mintiendo. ¿Tenían en su
poder el móvil de Mikel? ¿El registro de llamadas donde, con total seguridad,
la última que había realizado había sido a ella? Puede que de ahí hubieran
sacado su número de teléfono, no había caído en ese detalle. Pero con la
mentira hay que ir a muerte hasta las últimas consecuencias, igual que con las
negociaciones. Mostrarse implacable, no dar nunca marcha atrás.
—¿No se ha puesto en contacto contigo a lo largo de la última semana? —
insistió Artos, a Amaia le pareció que con un deje de desconfianza en su tono
de voz.
—No.
—¿Sabes si tenía enemigos? ¿Le debía dinero a alguien?
Amaia dejó ir un suspiro.
—Hace meses que no sé nada de Mikel.
—¿Tienes pensado venir a Coaña?
«Perdóname y no vengas».
—No —negó Amaia con el corazón en un puño—. Es que no puedo,
tengo mucho trabajo en París —se excusó—. Por favor, llámame si hay algún
avance.
Después de esa primera llamada del agente Artos, Amaia salió al balcón.
Terminó su copa de vino contemplando los últimos destellos del atardecer
cayendo con su pátina dorada sobre la Torre Eiffel. Privilegios de su
impostada vida parisina que, por aquel entonces, no preveía que estaba a unas
pocas semanas de llegar a su fin.
Esa noche, Amaia soñó con Mikel. Al día siguiente, no recordaría qué le
había dicho su hermano en sueños, solo quedaría la sensación de que su voz
sonaba como vidrios rompiéndose. Era un sonido agudo y entrecortado que
provocó que a Amaia se le helaran las entrañas y se despertara percibiendo un
olor dulce y putrefacto que fue perdiendo intensidad a medida que despuntaba
el alba. Amaia casi nunca recuerda lo que le muestra el mundo onírico, ese
que lo sabe todo de nuestro subconsciente. A pesar de todo, fue a trabajar
como si fuera un día corriente más. Trabajar la mantendría ocupada, pensaba,

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aunque fuera mentira, para dejar atrás el mal presentimiento que se cernía
sobre ella con respecto a la desaparición de Mikel.

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Capítulo 4

Presente

De camino a Coaña, Asturias

Amaia sacude la cabeza como si así pudiera deshacerse del mal agüero. Han
pasado ya dos meses (casi tres) desde aquella llamada del agente Artos. Y
todo el mundo sabe que casi tres meses es demasiado tiempo «sin noticias
de…».
Los finales felices solo existen en los cuentos y la desaparición de Anne,
que todavía sigue siendo un misterio sin resolver, es una prueba irrefutable de
ello. En otras circunstancias, Amaia habría denunciado la huida de su
hermano a la policía. Porque para ella es un fugitivo, aunque todavía no
entienda por qué. Si ha hecho algo malo, el agente Artos no lo sabe. Nadie lo
sabe. Así que Amaia se pone en lo peor. Lo peor que puede hacer un ser
humano, que es terminar con la vida de alguien. Sí, en otras circunstancias,
Amaia mostraría el mensaje que Mikel le dejó en el contestador, con la
esperanza de que puedan ayudarla y obtener respuestas. Y les suplicaría que
lo encontrasen. No se siente con fuerzas para sufrir una pérdida más, conoce
el sentimiento y es un vacío insoportable que te arrastra hacia el abismo, por
muchas capas y escudos con los que intentes protegerte para seguir respirando
con un poquito de normalidad. Pero Mikel le pidió que no llamara a la policía.
Que no confiara en nadie. Y eso es lo que Amaia ha hecho durante estos
meses de ausencia.
Hasta hoy.
Hoy su SMS lo cambia todo.
«Sigo aquí».
«Estoy llegando, Mikel. Estoy llegando».
En un principio, para no alarmarla innecesariamente, el policía zanjó la
llamada diciéndole a Amaia que darían con el paradero de Mikel pronto. Lo
raro es que su coche sigue aparcado delante de la casa que pertenece a su
familia desde hace tres generaciones. Sin coche, no ha podido llegar muy
lejos, a no ser que esté muerto. Tampoco ha habido movimientos bancarios, y

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a Amaia le consta que la cuenta de Mikel estaba bastante saneada gracias a la
herencia de sus padres. Espera que no se lo haya fundido todo en alcohol y
drogas, sombrías compañeras de Mikel en los últimos años. Un año después
de la muerte de sus padres, Mikel se instaló en la casa de Coaña, conocida por
todos como la casa azul, porque decía que Madrid le ahogaba.
Nadie sabe que poco antes de desaparecer, Mikel llamó a su hermana.
Que Amaia tiene información privilegiada que, por el momento, es mejor no
desvelar. Puede ser un as bajo la manga. ¿Qué habría ocurrido si hubiera
podido contestar a la llamada de Mikel? ¿Qué demonios estaba haciendo ella
en aquel momento? No lo recuerda. El caso es que Mikel no aparece. Como
Anne. Ni vivo. Ni muerto.
Pero toda desaparición tiene una explicación, ¿no?
La gente no desaparece así como así.
Tan acostumbrada estaba a una vida sin su hermano, que no se siente del
todo extraña aun sabiendo que ahora pertenece al temido archivo policial de
personas desaparecidas y de que algo grave ha debido de pasar. Amaia, ahora
que no tiene obligaciones ni un puesto de trabajo al que acudir cada mañana y
ni siquiera cuatro paredes a las que llamar hogar, siente el peso de la culpa
trepando por su espalda.
Termina el café. Toca ponerse en marcha. Y lo más difícil: superar el
temblor que se ha apoderado de sus rodillas al saber que, en una hora, volverá
a estar en el punto de partida.
Paga la cuenta y, ante la atenta mirada de los camioneros y el camarero,
sale al exterior de vuelta a su coche para recorrer los últimos kilómetros que
la separan del lugar donde, supone, sigue Mikel.
«Sigo aquí», repite para sus adentros esperanzada.
«Aquí debe de ser Coaña. No puede ser otro lugar».
La esperanza es lo último que se pierde. Eso dicen.
Tal vez estas eternas semanas de incertidumbre no han sido más que una
broma pesada para llamar su atención, como siempre hacía Mikel cuando era
pequeño y ella, la hermana mayor, no le hacía caso.

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Capítulo 5

Coaña, Asturias
En el bar de Alejandro

Alejandro, quien en el pasado llegó a tener grandes aspiraciones que


incluían salir del pueblo, nunca se imaginó comprando una casa en ruinas
para reformar, ni que terminaría regentando el bar de su padre en Coaña.
Su vida social se reduce a las mismas caras de siempre, salvo cuando
llegan veraneantes y turistas a visitar los yacimientos, el atractivo de la zona,
y no hay una sola mesa que quede libre. El resto del año se aburre bastante, a
menudo piensa que no podría haber elegido una vida más anodina, más fácil.
Al menos huele mejor que las vacas y los cerdos de las explotaciones
ganaderas que hay a las afueras, se consuela mientras prepara una infusión
para Adela, la vecina del pueblo poco agraciada y eternamente enamorada de
él.
Son las siete de la tarde y el sol de finales de mayo aún brilla tras las
montañas, cuando Jaime, Ricardo y Xoan entran directos a la barra y piden
unas cervezas después de saludar a Adela con el recurrente:
—Qué pasa, Adelita, ¿no tienes casa o qué?
Adela, a quien consideran una repelente desde niña, pone los ojos en
blanco y les da la espalda al grupo de hombres que, aun habiendo cumplido
los treinta, parece que sigan anclados en la pubertad.
—¿No han corrido las noticias por aquí, Alejandro? —pregunta Jaime,
apoyando los codos encima de la barra, mientras Alejandro saca tres
botellines de cerveza de la nevera.
—¿Qué noticias?
—Hay un BMW de la hostia aparcado en la casa azul —empieza a decir
Xoan, al tiempo que Alejandro lucha por contener la sacudida que se apodera
de su vientre.
Todos en Coaña saben de quién es la casa pintada de azul que, antaño,
presumía de una gran colección de macetas de barro con geranios. De eso
hace mucho, cuando los abuelos de Mikel y Amaia vivían todo el año. Ahora
esa casa de entrada solemne y ventanas de estuco blancas que destacan sobre
el azul de su fachada, está necesitada de cuidados, de volver a albergar vida

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en su interior. Aunque Mikel, antes de esfumarse, la habitó durante un año, no
le prestó demasiada atención y la tenía bastante descuidada.
—Amaia ha vuelto al pueblo —resuelve Ricardo con una sonrisa
maliciosa al ver que Alejandro se ha quedado del mismo color blanco que
lucen las paredes del bar.
—Ya era hora —interviene Adela, si bien la idea de que Amaia haya
vuelto no sea de su agrado. Ella cree, equivocadamente, que Alejandro la
desea en secreto, que si la ignora es por culpa de los zopencos de sus amigos
y que, tarde o temprano, le pedirá la ansiada cita que lleva esperando media
vida. La llegada de una ex puede hacer peligrar ese sentimiento. Amaia podría
confundirlo. Tuerce el gesto y añade, ocupando el silencio—: Llevo la cuenta,
y hace casi tres meses que Mikel desapareció, parece que ni a su propia
hermana le preocupa en qué líos anda metido. Yo siempre he pensado que
Mikel mató a Anne y la enterró por ahí, que volvió al pueblo para que su
secreto se mantuviera a salvo, que Amaia lo sabía y…
—Baxai una[1], Adela, haz el favor de cerrar el pico —le sugiere Jaime,
interrumpiendo su discurso delirante y defendiendo a capa y espada al que un
día consideró su amigo.
Si Mikel no está ahí para defenderse, ya está Jaime para hacerlo por él.
Siempre ha sido así. Él fue el primero en alarmarse y en denunciar su
desaparición al no verlo por el pueblo ni en el bar, su segunda casa, donde
hacía temblar las reservas de whisky cada vez que tenía un día malo. Y
parecía que, para Mikel, todos los días desde que Anne se evaporó eran
malos. Desde aquella madrugada de San Juan de hace diez años, Mikel no
había vuelto a ser el mismo. Tampoco ayudó que lo acusaran de cometer un
crimen y la gente hablara mal de él a sus espaldas. Ahora que han transcurrido
casi tres meses desde que no saben nada de él, Jaime y el resto se temen lo
peor. Han dejado de esperar que Mikel aparezca por la puerta del bar con sus
desvaríos. Han asumido que, tal vez, jamás se descubra qué le ha ocurrido.
Alejandro, absorto en su propio mundo tras la noticia, traga saliva con
fuerza, frenando la tentación de cerrar el bar y conducir hasta la calle More
que tantas veces recorrió en el pasado, para ir a buscar a Amaia, su primer (y
único) amor.

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Capítulo 6

Coaña, Asturias
María Luisa

María Luisa, con la excusa de que el verde de los prados cercados por
muros de piedra que tiene como vistas la relajan, se pasa el día entero
mirando por la ventana con el único sonido de fondo de los pajaritos y el
mugido de las vacas. Cuando llega el buen tiempo, no hay quien la saque de
la silla de mimbre que coloca en el porche, pero se aburre rápido, pues, salvo
en verano, apenas pasa gente por este camino que no conduce a ninguna parte.
No hay vecinos a su alrededor. Ya no. Los que tenía los perdió, murieron o se
fueron a la ciudad. La casa azul de enfrente está vacía desde que Mikel se
volatilizó. Eso dicen. Que está vacía. Y que Mikel se volatilizó. El chico
siempre la saludaba, nunca le ha tenido miedo, pero hay un remedio infalible
para hacer desaparecer el miedo que nos paraliza y nos impide vivir: que ya te
haya ocurrido lo peor que te podría ocurrir. Quizá, a Mikel no le daba miedo
María Luisa porque también tenían miedo de él. Miedo por lo que creen que
hizo. Hablaba con ella. Le preguntaba… cosas. Cosas que solo alguien con
toda una vida vivida y una intuición muy desarrollada sabe responder.
A veces, de madrugada, María Luisa observa desde su ventana cómo las
luces de la casa azul se encienden y una sombra cruza la estancia. A los pocos
segundos, las luces se apagan. Luego, se vuelven a encender. Y así hasta que
lo que sea que pase en la casa azul se cansa y se vuelve a sumir en la
penumbra. Hay un espíritu cabreado ahí dentro.
A María Luisa la llaman loca por ver cosas que no debería ver. Las ve
desde que tiene uso de razón y, por mucho que cierre los ojos, esas cosas
siguen acechándola aunque la gente diga que no existen. Por eso no se casó ni
tuvo hijos, por ser la rara, la loca, la apestada en un pueblo donde todos se
conocen y se habla mucho, y ahora, a sus setenta y ocho años, es una vieja
solitaria e infeliz que le da de comer a los gatos callejeros.
Hoy, sin embargo, tiene una corazonada. Algo va a ocurrir. Ese algo, al
menos el inicio de lo que está por llegar, ocurre en forma de coche de alta
gama recorriendo con lentitud el camino de tierra y entrando por la ligera
pendiente que conduce al terreno de la casa azul. Aparca el coche detrás del

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de Mikel que, de vez en cuando y de hurtadillas, María Luisa limpia para que
no se vea abandonado ni sucio. Y es que María Luisa odia la suciedad, y más
si le enturbia su preciado campo de visión.
La mujer, con la boca entreabierta, pega la cara contra el cristal de la
ventana y ve salir a una mujer alta, bien vestida, de cabello castaño recogido
en un moño y ojos grandes que, aunque desde la distancia es incapaz de
distinguir, sabe que son del color de un tarro de miel cuando miras el sol a
través de él. Se parece mucho a Mikel. Ambos heredaron el atractivo de la
madre, en paz descanse, porque el padre era más bien feúcho, de facciones
toscas y poco harmoniosas. Hay que ver las desgracias que ha sufrido esta
familia, parece que les cayera una maldición desde lo de Anne.
Amaia, sintiéndose observada, levanta la cabeza y la ve. María Luisa, a
pesar de percibir cómo se le tensa el rostro, desconoce que su presencia le
provoca un escalofrío a la joven, así que levanta la mano a modo de saludo.
Pero no es correspondida. Amaia opta por ignorarla y abre el maletero del
coche. Saca una maleta de color rojo que parece muy pesada y una caja de
zapatos. Seguidamente, se acerca al coche de Mikel, mira por la ventanilla
ahuecando las manos contra el cristal, entra en casa y enciende la luz.
—¿Lo ves, Mikel? Amaia ya está aquí. Te dije que volvería. Ha tardado,
pero yo sabía que volvería al pueblo. Del pasado, aunque le pongas empeño,
es imposible escapar. Tarde o temprano te acaba encontrando.

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Capítulo 7

Coaña, Asturias
En la casa azul

Esa mujer, empeñada en asustar a todo aquel que pasara cerca de su casa,
despertó en Amaia una especie de aversión injusta hacia las personas
mayores. Para ella, María Luisa siempre fue vieja. Aunque no lo fuera en
realidad. No solo su aspecto y su forma de vestir, siempre de negro, como las
brujas, le provocaba antipatía, también las historias que contaba sobre Coaña
y cómo las contaba. El otro mundo que aseguraba que existía y que se abría
ante los mortales en fechas señaladas. Y cómo miraba, con esos ojos tan
claros que, lejos de atraer, resultan turbadores. No obstante, María Luisa no
ha sido la causa por la que Amaia ha recorrido los últimos kilómetros con las
manos en tensión apretando con fuerza el volante.
En cuanto ha salido del coche y ha cogido la maleta y la caja de zapatos
donde conserva algunos de los recuerdos más bonitos de su vida en forma de
postales y cartas, ha echado un vistazo al coche de Mikel. Le ha sorprendido
lo limpio que está por fuera. En su interior, ha alcanzado a ver un paquete de
tabaco Lucky Strike y un mechero. Está segura de que Mikel pensaba regresar.
No se iba a ninguna parte sin sus cigarrillos.
La casa la recibe fría, aunque siente alivio al ver que todo, pese al polvo
acumulado y la suciedad, está tal y como lo recordaba. Le da la sensación de
que el tiempo se ha congelado entre las paredes de la casa donde veraneaba
desde que nació. También siente la pena del abandono. Los diez años que ha
estado sin venir, como si del pasado se pudiera escapar, caen sobre ella.
El salón tiene los mismos muebles antiguos y las mismas fotografías
familiares enmarcadas. Habría que cambiar el papel floreado de la pared, que
empieza a desprenderse por los bordes y se asemeja a pedazos de piel
colgante. Nadie ha cancelado los suministros de la casa, así que hay luz, agua
y gas. Mikel, antes de que Amaia le dijera aquello que ahora le quema por
dentro, corre con los gastos, domiciliados en su cuenta bancaria, que va
menguando cada mes de forma automática, ya que hace tiempo que no trabaja
y no tiene ingresos.

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Amaia deja la maleta y la caja de zapatos en la entrada. Qué poco espacio
ocupa una vida. Con la palma de la mano, arrastra el polvo de la mesa donde
se sentaban todos juntos a comer y a cenar durante los días estivales. Los
abuelos, sus padres, Mikel, ella… Poco a poco, todos, de una manera u otra,
se fueron yendo, dejándola sola, haciéndole creer que está maldita, pero mejor
no pensar en eso.
Primero se fue el abuelo, de un infarto fulminante mientras veía la
televisión que ahora Amaia contempla sin parpadear dudando de que aún
funcione. Siete meses más tarde, la abuela, de un cáncer de páncreas que se la
llevó en poco tiempo a la tumba, sus padres en un accidente de coche hace
dos años y Mikel… sea lo que sea lo que le haya pasado a Mikel.
La desolación de la ausencia también cabe en una casa, una casa que una
vez fue un hogar y ahora es una extraña. La cuestión es que Amaia no siente a
su hermano ahí dentro, en los latidos del corazón, agitado porque las personas
a las que más quiso ya no existen.
En el salón y en la cocina no hay rastro del tiempo que su hermano habitó
entre estas cuatro paredes, tiempo muerto, le dijo antes de que ella le soltara
aquellas palabras terribles que tensaron su relación. Solo hay un par de
botellas medio empezadas de Jack Daniel’s que siguen ahí para recordarle el
problema que Mikel tenía con la bebida. La nevera está vacía. Si había algo
ahí, se lo llevaron para que no se pudriera.
—¿Mikel? —lo llama, por si es verdad que está aquí, que sigue aquí, tal y
como indica el SMS que es incapaz de sacarse de la cabeza. Pero no tarda ni
un minuto en sentirse idiota. Ingenua e idiota.
Mikel no está aquí. Ni en ninguna parte que ella conozca. No sabe por
qué, pero se siente estafada, como si hubiera caído en una trampa que la ha
conducido hasta el lugar al que se prometió no regresar.
A pesar de todo.
Entonces, si no fue Mikel, ¿quién le escribió ese mensaje? ¿Quién tiene su
número de móvil? ¿Quién ha querido hacerle creer que su hermano sigue con
vida? Es retorcido. Retorcido y cruel.
Sale a la terraza que da a la parte de atrás, a salvo de la mirada indiscreta
de María Luisa. Desde aquí, hay unas vistas privilegiadas de la montaña.
Respira aire puro y cierra los ojos, embelesada por la suave brisa del atardecer
acariciándole la cara. De niña, le encantaba contemplar las estrellas desde esta
terraza que ahora le parece mucho más pequeña. Fue su abuelo quien le dijo
que, cuando miramos las estrellas, en realidad estamos viajando en el tiempo,
porque atisbamos su pasado, el brillo de épocas pasadas.

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¿Por qué todo parece más grande cuando somos niños? ¿Por qué todo
parece más bonito cuando lo hemos perdido?
Es la primera vez en este día eterno y agotador en el que Amaia siente un
poco de paz. Deja las puertas abiertas para que la estancia se ventile y
desaparezca este olor a cerrado y a humedad. Coge la maleta y la caja de
zapatos y sube las escaleras hasta la segunda planta de techos abuhardillados.
Vista desde fuera, no parece grande, pero alberga tres dormitorios y un cuarto
de baño. La puerta que abre, porque de momento no se ve con coraje para
abrir las puertas que dan a los dormitorios de sus abuelos y sus padres, es la
del dormitorio que compartía con Mikel cuando venían a pasar los veranos.
Ahí siguen las dos camas, la de la izquierda por hacer, porque a Mikel
siempre le pareció absurdo hacer la cama si por la noche había que volver a
desarmarla. Es un dormitorio austero sin apenas pertenencias personales,
como una vida que no llega a vivirse con plenitud, pero cuántas confesiones
adolescentes se han quedado ancladas en este espacio.

—«Mikel, ¿te gusta Anne?


—Mucho. La verdad es que me gusta mucho.
—Yo creo que a ella también le gustas. Lánzate y díselo, que el verano
pasa volando y luego…
—¿Y si me dice que no?
—Pues si te dice que no, no pasa nada, el mundo no se acaba. Y no te
quedarás con la duda».

Amaia tiene la seguridad de que Mikel durmió aquí. Podría haber dormido en
la cama de matrimonio de sus abuelos o en la de sus padres, más cómodas y
amplias que esta, que seguro que se le quedaba pequeña, pero eligió esta
habitación, la que compartía con ella.
Sabe que la policía estuvo en casa cuando Mikel desapareció. Uno de sus
amigos, Amaia aún no sabe quién, tiene una copia de las llaves y les abrió.
Deduce que peinaron la habitación de cabo a rabo, algo que ahora ella hace
con el corazón en un puño, especialmente cuando abre el armario y
comprueba que Mikel se dejó la ropa. Hay jerséis en las baldas, camisetas,
tejanos, un par de abrigos colgados en dos perchas y unas botas de montaña
con las suelas manchadas de barro. En los cajones, calzoncillos y calcetines

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revueltos; quizá la policía buscó algo en este cajón y no lo volvieron a
ordenar.
—¿Dónde te has ido sin ropa? —le pregunta al vacío, tropezando con una
tabla de madera suelta y cayendo encima de la cama que pertenecía a Mikel.

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Capítulo 8

Coaña, Asturias
En el bar de Alejandro

Alejandro lleva toda la mañana raro e irascible. No atina con la máquina de


café, se ha cortado dos veces con el cuchillo al preparar unos bocadillos,
jamás había dicho tantas veces seguidas «joder», y devuelve el saludo a los
pocos clientes que han venido a desayunar con un gruñido. No ha pegado ojo
en toda la noche, así que a las cinco y media de la mañana, cuando aún no
había amanecido, ha salido a correr por el monte. Los cuatro cafés que se ha
tomado para mantenerse despierto y activo, no han hecho más que ponerlo
nervioso.
Anoche, después de cerrar el bar, condujo hasta la casa azul para
comprobar si es cierto que Amaia ha vuelto. Lo quería ver con sus propios
ojos, lo necesitaba como el aire para respirar. Lo que no esperaba era verla,
aunque no fuera de cerca. Detuvo el coche a pocos metros de distancia para
no ser visto. Apagó el motor y las luces y se quedó más de diez minutos
observándola, hasta que otros ojos indiscretos, los de María Luisa desde su
ventana, lo vieron a él, haciéndole sentir un acosador.
Amaia estaba en la terraza de la parte de atrás de la casa, mirando en
dirección al cielo estrellado y a las montañas engullidas por la noche. Cada
dos por tres, como si tuviera un tic nervioso, se apartaba un mechón de pelo
que le caía en la cara. Alejandro tiene muchos recuerdos con Amaia en esa
terraza. Era su lugar favorito de la casa. Por lo visto, lo sigue siendo. La vio
de perfil, pero la reconocería hasta de espaldas pese al tiempo transcurrido.
—¡Ahí está la doble A!
Así era como los llamaban. La doble A. Amaia y Alejandro, Alejandro y
Amaia, inseparables desde el primer verano que se conocieron, a la tierna
edad de ocho años. Donde estaba uno, estaba siempre el otro. Almas gemelas
con una conexión especial, única. Alejandro prefería jugar con Amaia antes
que con sus amigos, a los que tenía muy vistos el resto del año, haciendo caso
omiso de sus burlas y de las canciones de enamorados que les tarareaban para
sonrojarlos.

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A los catorce llegó el primer y ansiado beso bajo una caseta del auto de
línea repleta de carteles que anunciaban las ajetreadas agendas de las fiestas
de verano de los pueblos vecinos. Estaban sentados juntos, muy juntos, algo
habitual. Alejandro extendió su mano y rozó con torpeza el muslo de Amaia.
Ella, con la respiración irregular, lo miró con intensidad, se levantó y se sentó
a horcajadas encima de él. Le rodeó el cuello sin percibir el temblor en las
rodillas de Alejandro, aproximó lentamente su cara a la de él como había
visto cientos de veces en las películas románticas, cerró los ojos y se desvivió
para que el primer beso fuera inolvidable. Y lo fue. Desde ese momento, no
pudieron dejar de besarse, sus bocas eran como imanes. Se necesitaban, se
deseaban, se volvieron adictos al contacto de sus labios y a esa sensación
efervescente en la que te falta el aire.
Pero nada es perfecto. Y nada dura para siempre.
A finales de junio, cuando terminaban las clases, Amaia y su hermano
viajaban a Coaña. Qué bien les sentaba abandonar Madrid durante tres meses
y medio. Por aquel entonces, no había distancia que consiguiera separar a
Amaia y a Alejandro. Durante el año, se enviaban postales y cartas que ambos
han conservado en cajas de zapatos que guardan debajo de la cama. Esas
cartas y postales sumadas a las innumerables fotografías, la muestra
irrefutable de cómo pasa el tiempo y de cómo las personas cambian más que
los lugares, es lo único tangible que queda de lo que hubo entre ellos.
Y luego pasó lo de Anne, y a la distancia se le sumó el tiempo y el dolor,
aunque no el olvido, que terminó en una fingida indiferencia.
Diez años sin verse. Sin saber nada el uno del otro.
Diez años de promesas incumplidas, de un amor profundo y real, que
pudo ser pero no fue. Y ahora Alejandro no se la puede sacar de la cabeza.
Amaia siempre fue su talón de Aquiles. Lo malo, lo que le ha estado
atormentando a Alejandro estos últimos años, es que Amaia le hizo creer que
él también era su debilidad. No dista mucho la desaparición de Anne y la de
Mikel con la de Amaia. La única diferencia es que la vida siempre te da la
oportunidad de regresar a los lugares de los que renegaste y donde aún queda
gente que te piensa y te quiere.

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Capítulo 9

Coaña, Asturias
María Luisa

En cuanto María Luisa, que lleva toda la mañana vigilando la casa azul, ve
que Amaia sale por la puerta, desciende las escaleras y sale a la calle con una
agilidad que ya quisieran muchas de treinta.
—¡Amaia! —la llama, al tiempo que abre la verja—. ¡Espera, Amaia, no
te vayas!
Amaia, a punto de subir a su coche, duda si ignorarla y salir corriendo o
esperar, a ver qué tiene que decirle. No quiere ser antipática pese al rechazo
que le provoca la presencia de la mujer, pero es posible que sepa algo de
Mikel y, si ha venido hasta aquí, es, sobre todo, para encontrar respuestas.
—¿Has visto a Mikel? —le pregunta María Luisa, sin llegar a cruzar el
umbral que separa la calle del terreno de la casa azul, por lo que Amaia, para
escucharla mejor, es la que se acerca y se sitúa frente a ella.
—Mikel desapareció en marzo —contesta Amaia con una punzada de
dolor, deduciendo que la mujer debe de tener demencia senil o sabe menos de
lo que hasta hace un minuto esperaba.
—No, no —niega María Luisa muy segura de sí misma—. Él sigue aquí.
Has tardado mucho en venir. ¿Por qué?
«Porque él me pidió que no viniera».
Amaia se muerde la lengua y se le humedecen los ojos. Es inevitable. En
el momento en que le da la espalda a María Luisa para evitar que la vea llorar,
esta la agarra del brazo obligándola a detenerse.
—Tú y yo no somos tan distintas, Amaia. Las personas a las que
queríamos desaparecieron. Las dos estamos solas, pero yo soy capaz de ver lo
que es invisible a los ojos y te repito que Mikel sigue aquí, que te ha estado
esperando todo este tiempo. ¿Acaso no recuerdas lo que te dice en sueños?
Tienes que estar más atenta —la amonesta frunciendo el ceño.
«Sigo aquí».
Amaia, paralizada, traga saliva con fuerza sintiendo el miedo trepando en
su interior. ¿Quién es esta mujer? ¿Por qué, de repente, sus palabras cobran
tanto sentido?

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—Ten paciencia, Amaia. La verdad os terminará encontrando. Solo la
verdad os salvará.
Dicho esto, María Luisa es ahora quien le da la espalda de regreso a su
casa, donde se pasará buena parte del día espiando tras los visillos
almidonados de la ventana.
«Solo la verdad os salvará», repite Amaia mentalmente, aun siendo
consciente de que hay verdades que es mejor mantener enterradas.
—¡¿De qué verdad me está hablando?! —pregunta Amaia a gritos, cuando
María Luisa cruza la verja de su casa esbozando una sonrisilla de satisfacción,
dedicándole una última mirada extraña que parece encerrar todas las
respuestas del universo.

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Capítulo 10

Coaña, Asturias

A Amaia se le ha quedado mal cuerpo después de la rara y escueta


conversación con la vecina. Hace horas que no prueba bocado, el estómago le
ruge de hambre, así que antes de acercarse al colmado, aparca frente al único
bar de Coaña para tomar un café que la despeje y comer un bocadillo. Es el
bar de los padres de Alejandro, otra de las razones por las que cruzó el letrero
que da la bienvenida al pueblo temblorosa como un flan. Pero ha pasado
mucho tiempo. Duda que Alejandro siga aquí. En esta era digital es fácil saber
de la vida de los otros con solo teclear su nombre en Facebook, Twitter o
Instagram; sin embargo, Alejandro no tiene nada de eso. Él no cree que tenga
nada interesante que mostrar al mundo. Y Amaia, quien se ha pasado media
vida trabajando en la publicidad de grandes marcas y apoyando sus redes
sociales, las aborreció hasta tal punto, que no quiere dejar su huella digital.
Solo tiene una cuenta de Instagram anónima que no llega a doscientos
seguidores, en la que comparte de vez en cuando obras pictóricas, una de sus
pasiones. No hay museo en París que Amaia no haya visitado. No obstante, la
obra que más se repite en su cuenta de Instagram desde todos los ángulos
posibles, es el óleo con laminillas de oro y estaño sobre lienzo del pintor
austríaco Gustav Klimt, El beso, que se expuso por primera vez en mayo de
1908 en Viena. Amaia, siempre tan ocupada, nunca ha encontrado el
momento de viajar a la ciudad de la música para ir a la galería Belvedere a
contemplar en directo la obra que tanto le entusiasma y le recuerda a la pasión
que vivió con Alejandro.
El caso es que parece que ninguno de los dos quieren ser encontrados,
pero nadie es más fuerte que su destino.

En el bar de Alejandro

Cuando Amaia abre la puerta del bar, reconoce a Alejandro, que está de
espaldas a ella detrás de la barra preparando un café, aunque no hay ningún

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cliente al que servir. Tan absorto está en su mundo, que no se percata de su
presencia y Amaia titubea, pensando en retroceder de vuelta al exterior. Si lo
hiciera, Alejandro no se daría cuenta. ¿Pero va a poder estar en Coaña sin
verlo? ¿Sin coincidir? ¿Va a ser capaz de evitarlo o, tarde o temprano, si su
estancia se alarga, tendrá que enfrentarse a él, a su mirada, esa que desde
siempre le ha cortado la respiración?
«Las tiritas, cuanto antes se arranquen, mejor. Duele menos», le decía
siempre su madre, y parece que visualizar su sonrisa como si volviera a
tenerla delante dándole todo su amor, le da valor.
No esperaba encontrárselo. Una parte de ella quería, pero la otra…
Alejandro siempre decía que Coaña se le quedaba pequeño, que algún día
saldría de aquí, estudiaría Arquitectura y recorrería el mundo entero. A la
vista está de que al tiempo se le da bien romper sueños. Y Amaia está cansada
de huir, de sentirse una cobarde y de evitar a la gente que en su momento le
importó.
Alejandro aún le importa. A su manera.
Este momento tenía que llegar, estaba escrito, y, cuanto antes suceda, más
liviana será la carga. Si bien no se siente preparada por lo inesperado de la
situación ni sabe cómo va a reaccionar Alejandro, un «hola» ahogado brota de
sus labios, momento en que vuelve a ver, después de diez años, la mirada del
que fue su primer (y único) amor.
Alejandro no reacciona.
Su rostro es un mapa indescifrable.
Impasible, se la queda mirando.
Es difícil asimilar tanto de golpe. Los pensamientos son un remolino
incontrolable que, de manera inevitable, les catapulta a todo lo que vivieron y
fueron juntos. Ambos se reconocen el uno en el otro pese a haber cambiado,
no solo físicamente. Más hombre, más mujer, distinta manera de vestir, gestos
parecidos a los de la tímida adolescencia, misma mirada, piensa Alejandro,
cuando Amaia, colocándose un mechón de pelo detrás de la oreja, se acerca y
se acomoda en un taburete de la barra.
Están nerviosos, indecisos, asombrados por cómo la vida se encarga solita
de resolver las rendijas del pasado. Alejandro, quien pensó que, llegado este
momento, sería incapaz de mirarla a la cara, ahora no puede apartar los ojos
de ella. Le tiembla la mano cuando recoge la taza de café y la deja encima de
la barra, frente a Amaia.
—¿Con leche?

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—Sí, por favor —contesta ella, logrando relajarse un poco dada la
cotidianidad de la situación.
Alejandro calienta la leche y la sirve. Inspira hondo mientras Amaia
espolvorea el azúcar y la disuelve con la cucharilla en el café, al que da un
primer sorbo que la revitaliza hasta el punto de sentirse capaz de hablar sin
que se le quiebre la voz.
—No esperaba verte.
—Ni yo a ti.
—Diez años…
—La vida.
—La vida —repite Amaia, asintiendo con la cabeza. Tanto a ella como a
Alejandro, se les humedecen los ojos, se les nubla la visión por la emoción
del instante. Los dos saben que, si se lo proponen, son capaces de leer el
código de barras interno del uno y del otro. Aunque el vuelco en el estómago
inicial se ha disipado, el nudo atenazándoles la garganta es persistente—. ¿Me
vas a dar un abrazo o tengo que entrar en la barra y obligarte a hacerlo?
«No puede ser tan fácil, Amaia, joder. No puedes llegar después de diez
años y pensar que te lo voy a poner tan fácil», se muerde la lengua Alejandro,
a pesar de las ganas, dedicándole una mirada que a Amaia le parece fría y
distante.
—Desapareciste —le recrimina Alejandro al cabo de un rato. Sostiene su
mirada en la de Amaia y algo que debía estar estático en su interior se agita
—. Te llamé cientos de veces. Tu madre siempre decía que no estabas en
casa, pero estabas, ¿verdad? No querías hablar conmigo. También te escribí.
¿Crees que para mí fue fácil asumir que te había perdido? Yo siempre te
defendí. No te hice nada malo. Nunca. No había ningún motivo para que… —
De pronto, hablar supone un esfuerzo enorme. Alejandro se detiene, tensa la
mandíbula, añade entre dientes—: Para que te fueras de esa manera, sin decir
nada, sin decir adiós. Defendí a tu hermano, defendí a tu familia, pero me
ignoraste como…
Amaia tuerce el gesto y termina por él:
—Como a Mikel. Quieres decir que te ignoré como he ignorado a Mikel
desde que nuestros padres murieron.
Algo se agita dentro de Amaia al recordar a sus padres y las trágicas
circunstancias que los arrastraron a un final tan inesperado como devastador.
Alejandro no le dio el pésame. Y se enteró. Porque todo el pueblo de Coaña
se enteró y aquí las noticias corren como la pólvora. Ni un mísero wasap, y
sabe que a Alejandro no le habría costado conseguir su número, pero, después

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de todo, ¿qué le va a echar en cara? Nada. No puede. Ahora la culpa, la
maldita culpa, se la lleva ella por alejarse de él, aun teniendo motivos.
—Pero tú no sabes nada, Alejandro —añade Amaia con una rabia
contenida—. No tienes ni idea del infierno en el que he vivido.
«Yo habría ido al infierno por ti», piensa Alejandro.
A veces, nos definen más las palabras que no decimos que las que sí. Los
silencios pueden llegar a ser más reveladores.
—Llegué a pensar que, en cuanto te enteraras de la desaparición de Mikel,
volverías. Pero no sé en quién te has convertido, porque parece que no te
importa nada.
¿Qué esperabas, Amaia? ¿Qué te recibirían con flores y una alfombra
roja?
—Él… —Amaia carraspea para aclararse la voz, que parece que se le
haya quedado atascada en la garganta con tanta discordia. Está a punto de
decirle que Mikel le dejó un mensaje en el contestador. Que no viniera, le
suplicó. Que no viniera, que iba a hacer algo malo, muy malo… que ni ella
podría salvarlo esta vez. Y su reciente SMS diciéndole que sigue aquí. Aquí.
Y por eso ella, muy a su pesar, ha regresado a Coaña. Pero, al final, opta por
preguntar—: ¿Mikel venía mucho aquí?
—Más de lo que debería, teniendo en cuenta que lo llegué a considerar un
buen amigo.
—No estaba bien.
—No, no lo estaba.
—Vale… —suspira Amaia, encajando el golpe y terminando de un sorbo
el café. Se le ha pasado el hambre de golpe. Introduce la mano en su bolso,
saca el monedero y deja dos euros sobre la barra, un euro más de lo que
cuesta el café que se acaba de tomar. Quiere largarse cuanto antes de aquí,
alejarse de la mirada hostil que le dedica Alejandro, después de todo lo que
compartieron y de lo impensable que era que la vida los distanciara de esta
forma—. Adiós, Alejandro —se despide Amaia en un murmullo.
Alejandro no dice nada, pero, con una mirada que parece condensar toda
la tristeza del mundo, sigue la trayectoria de Amaia hasta que sale por la
puerta y la pierde de vista. Se cruza con Adela, a quien Amaia ni ve, y esta,
por primera vez en años, entra en el bar sin la sonrisa que le provoca
Alejandro, a quien ve desencajado y reprimiendo las ganas de llorar. Eso le
encanta de él. Que es un hombre de apariencia fuerte, pero, tras esa coraza, se
esconde un gran corazón, sensible y humano. Lo que no le encanta tanto a
Adela, es que la razón por la que lo encuentra tras la barra más hecho polvo

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que cuando saltaron las alarmas por la desaparición de Mikel, es que el
motivo no sea otro que el regreso de Amaia.

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Capítulo 11

Coaña, Asturias
En las dependencias de la Policía Local

Amaia, sobrecogida por su frustrante encuentro con Alejandro, aparca frente


al Ayuntamiento de Coaña, donde se encuentran las dependencias de la
Policía Local. Ahí pregunta por el agente Artos, el mismo que le dijo que
seguro que darían con el paradero de Mikel pronto para no preocuparla.
Aunque Artos la esperaba a los pocos días de la desaparición, cuando
todavía había alguna posibilidad de encontrar un rastro de Mikel, la recibe
amable y la invita a pasar a una sala donde poder hablar con privacidad. En
las paredes hay más de una grieta y está iluminada por una ventana de vidrios
esmerilados que no se puede abrir. A Amaia le da la sensación de encontrarse
en uno de los purgatorios de la vida, esos lugares donde uno no querría entrar
nunca: centros de rehabilitación, urgencias médicas, despachos de aduanas en
aeropuertos…
—Al fin podemos hablar en persona.
Artos pone énfasis en las dos últimas palabras. Amaia no contesta.
¿Cuándo se irá la culpabilidad? ¿El miedo, ese miedo que lleva arrastrando
media vida? ¿Cuándo será capaz de perdonarse a sí misma? Lo que piensen
los demás debería darle igual, pero tiene ganas de gritar a los cuatro vientos
que si no vino fue porque Mikel se lo pidió expresamente. Desapariciones sin
resolver y asesinatos son cosas que ocurren en otras familias, a otras personas.
Puede tocarte más o menos de cerca, como el caso de Anne, pero que tu
propio hermano se volatilice así, de la noche a la mañana, resulta impensable
y frustrante. Ante el silencio, el agente Artos sigue hablando:
—Después de este tiempo sin saber nada de Mikel, no sé qué decirte,
Amaia —empieza a decir el policía con una sinceridad que encubre su falta de
profesionalidad. Amaia sopesa que al policía le quema por dentro no haber
dado con el paradero de Mikel. Eso parece. Artos conoce a Amaia de cuando
venía a Coaña en verano. Al igual que Mikel, era bastante popular, y él es
solo cuatro años mayor, pero ella no lo recuerda. Es un tipo corriente y
discreto que pasa desapercibido cuando va vestido de paisano—. No hay
muchos sucesos en Coaña, por lo que he tenido tiempo para revisar el caso

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una y otra vez con ayuda del inspector Castaño de la comisaría de Oviedo, y
así asegurarme de que no se nos haya pasado algo importante. Sabrás, por el
caso de Anne, que en los concejos pequeños como este no tenemos muchos
efectivos. Aun así, no hemos encontrado nada. Ni una sola pista que nos
conduzca a Mikel tras su paso por las cercanías de los yacimientos, tal y como
aseguró un vecino, que tampoco es un testigo del todo fiable dada su
avanzada edad.
—¿Registrasteis la casa? —quiere saber Amaia, aun teniendo la seguridad
de que sí lo hicieron.
—Sí. La llave nos la facilitó Jaime, tiene una copia. También fue él quien,
además de denunciar la desaparición de Mikel, nos facilitó tu número. Tu
hermano se lo dio.
—¿Mikel le dio mi número a Jaime?
—¿Conoces a Jaime?
—Sí, claro. Hace diez años que no vengo a Coaña y tampoco tenía mucho
contacto con él, pero lo recuerdo.
—Podrías quedar con él. Es un buen tipo y es el mejor amigo de Mikel.
Bueno, al menos desde que vino a vivir hace…
—Un año. Mikel vino a vivir aquí un año después de que murieran
nuestros padres —aclara.
—Siento la muerte de tus padres. Eran buena gente.
—Lo eran, sí. Fue inesperado, a mi hermano le afectó mucho —declara
Amaia, conteniendo la emoción y tratando de apartar de su pensamiento las
últimas palabras que le dedicó a Mikel, las palabras que son como el veneno
que todo lo corroe y que ahora, como si el karma le viniera de vuelta en busca
de venganza, la están destrozando.
No han pasado ni veinticuatro horas desde que Amaia ha llegado a Coaña,
y ya piensa que igual no ha sido tan buena idea regresar, enfrentarse a sus
demonios, a los fantasmas del pasado. Igual tendría que haberse quedado en
París y tirar de contactos para conseguir un buen puesto en otra agencia. Con
los ahorros que tiene, podría haber subsistido durante un año sin problemas y
ofertas nunca le han faltado, incluso cuando tenía trabajo. Igual se ha rendido
demasiado pronto. Quizá, en el fondo, deseaba estar en Coaña y el SMS
procedente del móvil de Mikel haya sido el empujón que necesitaba para
tomar la drástica decisión de dejar atrás una vida que, si bien no era plena ni
feliz, no estaba tan mal.
Al ser humano lo definen sus abundantes contradicciones, pero sin ellas,
perderíamos nuestra esencia. Amaia saca el móvil ante la expectante mirada

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de Artos. Entra en la bandeja de mensajes y se lo tiende:
—Hace una semana recibí este SMS. Procede del móvil de Mikel, pero sé
que no lo pudisteis rastrear.
—«Sigo aquí» —lee el policía con el ceño fruncido—. ¿No hay nada
más?
—Como ves, respondí, pero no me ha vuelto a escribir —continúa Amaia,
ocultando el mensaje en el buzón de voz. Desde el principio tuvo claro que el
SMS podía ser clave y no cree que tenga ningún problema al mostrarlo, pero
la llamada de Mikel, reconociendo que iba a hacer algo muy malo, no. Podría
ir en su contra y su intención es protegerlo. Ella, aun sin estar presente,
siempre ha querido proteger a su hermano pequeño—. También le he
llamado, pero me salta el contestador, apagado o fuera de cobertura —añade
—. En un principio, pensaba que era Mikel y vine con la esperanza de que…
de que estuviera en casa. —A Amaia se le apaga la voz y sigue hablando en
un tono bajo, casi sin fuerza—: Pero no está. Está toda su ropa, su coche y
él… No sé qué esperaba, la verdad.
—Si esto no lo ha escrito Mikel, alguien tiene su móvil —deduce Artos
con gravedad.
—Y no hay ninguna probabilidad de localizarlo. Al principio pensé que
podía ser él, era lo que necesitaba pensar, pero ahora estoy segura de que esto
no lo ha escrito mi hermano.
«Desde que llegué ayer y me instalé en el lugar donde ha estado viviendo
todo este tiempo, no lo siento en el corazón —se calla—. Ahí donde debería ir
su latido, hay un vacío que, como todos los vacíos, terminan consumiendo por
mucho que trates de ignorarlo y seguir con tu vida como si nada».
—¿Pero para qué te lo han mandado? ¿Es una broma?
Amaia mastica la respuesta, dejando el suspense en el aire. Inspira hondo
y, con la misma gravedad con la que habla el policía, contesta:
—Para que vuelva. Si no ha sido Mikel, alguien me ha mandado este
mensaje para que yo también vuelva a Coaña.
A veces parece que la vida se confabule para hacerte terminar en el lugar
del que tantas veces has renegado. Si la agencia no la hubiera despedido,
¿habría regresado?
Entonces, recuerda su encuentro con María Luisa, la vecina, y sus
inquietantes palabras: «La verdad os terminará encontrando. Solo la verdad os
salvará».
—Por cierto, ¿hablasteis con María Luisa, la vecina de la casa de
enfrente?

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—Sí —confirma Artos—. Siempre ha sido una mujer bastante excéntrica.
Peculiar… No fue de mucha ayuda, la verdad. Nos dijo que apenas se
relacionaba con Mikel. Vecinos que se saludan con un gesto cuando se ven y
poco más.
—El caso es que hoy me ha dicho algo muy raro. Que la verdad nos
terminará encontrando. Que solo la verdad nos salvará.
—¿Nos salvará? ¿En plural?
—¿A lo mejor se refería a Anne? —tantea Amaia, escudriñando con
atención el gesto confuso del policía—. Tal vez podrías volver a hablar con
ella, a ver qué te dice a ti.
—Sí, claro. Claro, lo haré. Yo aún no era policía cuando Anne
desapareció, pero es curioso que ambas desapariciones nos conduzcan a los
yacimientos Castro de Coaña, ya lo comentamos una vez por teléfono. Fue el
último lugar donde se les vio a los dos antes de desaparecer, a Anne en peores
condiciones que a Mikel, según las declaraciones de aquellos chicos que iban
en coche y se cruzaron con ella.
—Era ahí donde María Luisa situaba sus historias —rememora Amaia con
inquietud.
—¿Sus historias?
—Sí —asiente Amaia, distraída, sacando a la luz algo que creía haber
olvidado—. Cuando era niña, le gustaba mucho meternos miedo a Mikel y a
mí. Decía que ahí, en los yacimientos celtas Castro de Coaña, se abría un
portal a otro mundo en fechas señaladas.
—La noche de San Juan, por ejemplo —agrega Artos con suspicacia—.
¿No creerás en serio en esas cosas, no?
—Solo sé que Anne y Mikel no han aparecido. Ni vivos. Ni muertos. Que
Anne desapareció durante la madrugada de San Juan de hace diez años. Y que
toda desaparición tiene una explicación. La gente no desaparece así como así,
¿no, agente?
El policía chasquea la lengua contra el paladar y aparta la mirada de
Amaia, disfrazando el desdén de preocupación.

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Capítulo 12

Coaña, Asturias
Agente Artos

Cuando Amaia se marcha dejando la estela de un perfume exquisito que al


agente Artos, Antonino para los más allegados, le recuerda a los campos de
lavanda de Brihuega que visitó de niño, se esconde en su claustrofóbico
despacho y se sirve una copa de whisky.
Que Amaia haya vuelto a Coaña no le da buena espina. Él mismo intentó
disuadirla de que viniera, y ella lo tranquilizó al no parecer estar por la labor,
aunque se tratara de la desaparición del descarriado de su propio hermano.
Que haya recibido un mensaje procedente del móvil de Mikel, la razón por la
que finalmente ha decidido regresar a Coaña, le provoca urticaria. Porque el
teléfono móvil de Mikel no apareció. Porque Mikel debería estar muerto y,
sin embargo, lo subestimaron hasta el punto de dejar que se saliese con la
suya. Hay mucho en juego. No pueden permitirse ni un cabo suelto más.
Extrae una llave escondida en el fondo del lapicero. Abre el tercer cajón y
saca un móvil desechable con el que realiza una llamada que tiene que
permanecer en las sombras. Al cuarto tono, una voz contesta al otro lado de la
línea:
—¿Qué pasa?
—Amaia ha venido.
—Ya. No se habla de otra cosa en el pueblo.
—Ha recibido un mensaje que procede del móvil de Mikel, lo he visto con
mis propios ojos. Le ha escrito que sigue aquí.
—Joder. ¿Eso quiere decir que Mikel sigue vivo?
—No sé. Pero no… no creo, no es posible que sobreviviera, había mucha
sangre. Amaia no entra dentro del plan. No tendría que haber venido. Ella no
debería estar aquí.
—Todo pasa por algo. La presencia de Amaia nos puede venir bien. Es la
única que nos puede traer de vuelta a Mikel, ya sea vivo o muerto, él haría lo
que fuera por su hermana. No puede quedar ni un puto cabo suelto más,
¿entiendes?

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Artos se lleva la mano al entrecejo, donde presiona con fuerza para
deshacerse del dolor de cabeza que le ha entrado de repente.
—Nos puede traer problemas —murmura Artos entre dientes.
—¿Registraste bien la casa?
—Eh… sí. Sí, eso creo.
—Pues no tienes nada de qué preocuparte, Antonino.
—Mikel no se nos tendría que haber escapado, hostia. La cagamos.
—No me incluyas. La cagaste tú, no lo olvides. No hagas nada más,
Antonino, el juego sigue su curso. Llama a la vieja, a ti te hace caso. Con lo
loca que está, seguro que tiene controlada a Amaia.
El policía cuelga la llamada. Vuelve a esconder el móvil desechable y
coge el suyo, el habitual. Se avergüenza de su tía María Luisa. Siempre fue la
extravagante de la familia. La rara, la incomprendida, la loca, la que estuvo
interna en un manicomio por oír voces, por ver cosas que… Bah. Tonterías.
Tendría que haberle dicho a Amaia el parentesco que lo une con su vecina, a
quien interrogó para no levantar sospechas cuando Mikel se le escapó sin que
esta tuviera mucho que decir. Será raro si Amaia se entera por su cuenta que
María Luisa es su tía, hermana de su madre. No se lo ha dicho hoy, que ha
tenido ocasión, aunque se consuela pensando que aquí en Coaña todos son
familia, que no es un detalle relevante por el que pueda desconfiar de él.
Levanta el auricular y marca el número de teléfono fijo de su tía tras
buscarlo en la agenda del móvil. María Luisa, a quien ha pillado metiendo un
pitu de caleya en el horno, contesta con la respiración agitada:
—¿Dígame?
—María Luisa, soy Antonino.
—¡Hijo! ¡Dichosos los oídos!
—Tengo que preguntarle algo.
—Adelante.
—¿Por qué le ha dicho a Amaia que la verdad los encontrará? Que solo la
verdad los salvará. ¿De qué habla, tía? ¿A quiénes salvará? ¿Sabe algo que no
me haya contado cuando la interrogué por la desaparición de Mikel Vila? —
presiona, más desesperado de lo que quería sonar, pensando en la última vez
que vio a Mikel con la cabeza tan empapada de sangre que era imposible que
siguiera con vida.
—Anda, ¿yo he dicho eso? Pues no recuerdo, hijo. Te tengo que dejar,
Antonino, que se me quema el pitu.
El agente Artos pone los ojos en blanco. No le ha dado tiempo ni a
preguntarle sobre esas historias que contaba de los yacimientos Castro de

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Coaña cuya atmósfera, especialmente de noche, cuando la niebla engulle el
paraje, puede resultar tan atrayente para algunos como terrorífica para la
mayoría. Bien lo sabe él, que no ha vuelto a cruzar el territorio celta desde
aquella madrugada de San Juan de 2008 que, por odio, por venganza, por
pasar el rato, por la borrachera que los volvía agresivos, tarumbas e
inconscientes, por vete a saber qué más, se les fue de las manos,
convirtiéndolos en el temido monstruo que anida en el interior de cada uno de
nosotros.

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Capítulo 13

Coaña, Asturias
En los yacimientos Castro de Coaña

Después de llenar la nevera, comer poca cosa y poner en orden la casa,


Amaia conduce hasta los yacimientos Castro de Coaña, a menos de tres
kilómetros del pueblo. Es uno de los yacimientos más emblemáticos del
noroeste peninsular por ser uno de los más grandes y el primero en ser
estudiado en el siglo XIX. Situado en el margen izquierdo del río con un
paisaje verde e incomparable a su alrededor, está rodeado por una gran
muralla sobre la colina.
Los elementos más trascendentales del asentamiento son la acrópolis, un
recinto de planta triangular rodeado por una muralla, cuyo acceso estaba
protegido por un torreón desde donde se realizaban labores de vigilancia, un
elemento más del poblado, del que se deduce que hubo edificios termales
protohistóricos del año 10 antes de Cristo al 140 después de Cristo, hasta el
abandono del territorio en época romana.
En el castro, dividido en barrios y formado por ochenta cabañas bajo la
muralla del acrópolis, la mayoría de casas de planta circular, se calcula que
llegaron a habitar entre 1500 y 2000 celtas.
Antes de subir al coche, Amaia se ha instruido un poco sobre el mundo
feérico. Y lo ha hecho con incredulidad. Quizá María Luisa se refería a eso
cuando hablaba del otro mundo que habita bajo tierra de los yacimientos, algo
que Amaia ha leído con interés pero con su parte racional muy despierta.
En internet se compara a las criaturas que pueblan el folclore de los
pueblos celtas de las Islas Británicas con los de la mitología asturiana. Se
trata, pues, de un mundo inmanente y paralelo al de los hombres, que se
manifiesta en lugares específicos o en determinadas fechas como la noche de
San Juan, la víspera del 1 de mayo o la de Todos los Santos, el 1 de
noviembre. Son fechas que constituyen puntos de conexión entre el mundo de
los mortales y el mundo feérico, también conocido como mundo de las hadas
o universo mágico, donde habitan seres mitológicos como duendes hadas,
gigantes, enanos, ondinas, ninfas, sirenas, elfos, trolls…
—Pura fantasía —ha murmurado Amaia para sí misma.

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Tampoco cree en el mito más popular de la mitología asturiana, la de la
xana, de la que tanto le gustaba hablar a su abuela cuando Mikel y ella eran
niños y aún creían en la magia. Decía que cada parroquia asturiana dispone de
una o más fuentes habitadas por xana, este ser sobrenatural a cuyos hijos,
según el folclore, se les llama xaninos. La leyenda cuenta que, como sus
madres no podían encargarse de ellos, los endosaban a las aldeanas,
cambiándoles su verdadero hijo por un xanín cuando estas iban a lavar al río.
Las madres empezaban a sospechar del cambio, porque a la criatura le crecían
todos los dientes en solo unos meses. La manera de comprobar la naturaleza
humana o sobrenatural del bebé era mediante un ritual: ponían pucheros y
cáscaras de huevo en la lumbre y, si resultaba que la criatura era un xanín,
este exclamaría: «Fai cien años que nací y nunca tantos pucheros na llume
vi», cuya traducción sería «Hace cien años que nací y nunca tantos pucheros
en la lumbre vi». La madre, entonces, acudía a la fuente donde vivía la xana
para que esta le devolviera a su verdadero hijo. Es prácticamente el mismo
folclore que el de las Islas Británicas, con leyendas similares en las Tierras
Altas de Escocia y rituales en Irlanda, con la diferencia de que ahí, a los hijos
de las hadas, se les llaman changelings, fuente de inspiración para escritores y
artistas, destacando la obra El sueño de una noche de San Juan, de William
Shakespeare.
Amaia detiene el coche y se adentra, como si de un viaje al pasado celta
del occidente se tratara, en los yacimientos Castro de Coaña, cuyas piedras
musgosas acaricia, al tiempo que ve cómo el cielo se vuelve gris. Orbayu,
como decía su abuelo, asturiano de pura cepa, refiriéndose a la llovizna casi
imperceptible e inesperada que, aunque no lo parezca, acaba calándote hasta
los huesos.
Siglos de historia, excavaciones y hasta pruebas del Carbono 14 realizadas
en un laboratorio de Florida, aseguran que el origen de Castro de Coaña es
prerromano.
Es cierto que el paraje desprende un aura especial, magnética, piensa
Amaia, aspirando el olor intenso a tierra, pero aun así, sigue sin creer que las
desapariciones de Anne y Mikel tengan algo de sobrenatural. Los trolls no
mandan SMS. Las xanas no rasgan las ropas de una chica ni la hacen temblar
de miedo. La mente humana siempre busca explicaciones y patrones ante la
tragedia, y por eso somos víctimas de cuentos de hadas y tonterías.
—¿Qué tenía este sitio de especial para Anne y para Mikel? —le pregunta
al vacío, contemplando el paisaje velado por la neblina.

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Amaia se sienta encima de una piedra que en su día sustentó una de las
casas de planta circular. Dirige la mirada al cielo, del que empiezan a caer las
primeras gotas de lluvia. Cierra los ojos, los párpados tensos, apretados.
Piensa que aquí tendría que sentir algo, el latido de su hermano que hace
meses que no siente, como aquel latido que perdió hace diez años como si
hubiera sido el castigo que merecía por escabullirse de la tragedia. Y que
también aquí, podría visualizar a Anne y a Mikel como aquella jovencísima
pareja a la que le gustaba recorrer los yacimientos fantaseando con que eran
los habitantes celtas a los que nunca conocieron. Pero lo único que consigue,
ya lo decía su abuelo, es pasar frío y subirse al coche calada en el momento en
que el viento se despierta furioso moviendo la maleza. Este ha sido uno de
esos días de canícula que terminan con el cielo de color betún y una tormenta
cargada de olor a asfalto ardiente. Los árboles comienzan a agitarse, es como
si la naturaleza se rebelara contra Amaia por haber tenido la mala idea de
venir hasta aquí. Ahora llueve a mares y las gotas golpean el techo del coche
como mazas sobre latas de metal. Conduce hasta la casa azul con precaución;
parece que todo a su alrededor vaya a echar a volar.

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Capítulo 14

Coaña, Asturias
María Luisa

María Luisa, a pesar de estar acostumbrada al clima imprevisible de


Asturias, odia la lluvia y el viento. Es contradictorio, ya que el agua mantiene
verdes y frescos los prados que tanto le relaja contemplar. Sin embargo, todas
las desgracias de su vida han ocurrido en días de lluvia. La muerte de uno de
sus hermanos con solo dos añitos. La de sus padres. El día en el que
enterraron a Enrique, un hombre casado del que siempre estuvo enamorada en
secreto, hace más de cuarenta años. Qué joven murió, el pobre, se lamenta
María Luisa a diario, evocando la mirada esquiva que le dedicaba, un quiero y
no puedo, un sí pero lo nuestro nunca sucederá.
En cuanto la mujer ha visto los primeros nubarrones grisáceos
apoderándose del cielo, ha dibujado una cruz de sal en el lado derecho de la
puerta de entrada, el famoso ritual para ahuyentar la lluvia.
—Que aguanten la lluvia los gallegos —ha murmurado al incorporarse,
quedándose quieta debajo del alero de la entrada, al oír el motor de un coche
aproximándose—. Anda, mira, Amaia. ¿La ves, Mikel? ¿La estás viendo?

Amaia ve a María Luisa hablando sola en susurros. Solo espera que no la


intercepte; no está de humor para aguantar tonterías.
¿Qué es esa cruz blanca que hay en el lado derecho de su puerta? Prefiere
no saberlo. Si es cierto que existen las brujas, lo que le falta ahora es que
tenga a una como vecina.
Sale del coche y echa a correr bajo el aguacero, al tiempo que saca las
llaves. Al introducirla en la cerradura, le extraña que abra a la primera sin
necesidad de dar dos vueltas. No le da importancia porque ha salido de casa
con la cabeza en mil asuntos, hasta que ve una figura sentada en el mismo
sillón orejero donde su abuelo falleció hace ocho años mientras veía la
televisión.

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Capítulo 15

Coaña, Asturias
En el bar de Alejandro

—¡ Hostia, la que está cayendo! —exclama Xoan, exaltado, dando grandes


zancadas hasta resguardarse en el bar de Alejandro.
Ricardo va detrás de él, camina un poco cojo.
—¿Y Jaime? —pregunta Alejandro, sacando dos botellines de cerveza. Le
extraña que no haya venido con Ricardo y Xoan. Los tres, socios de una
empresa de construcción y reformas y solterones empedernidos, son
inseparables. Es la primera vez en mucho tiempo que uno de los tres falta. Se
acostumbraron a la ausencia de Mikel, que, sabiendo la hora exacta a la que
los tres amigos llegaban, se unía a ellos hasta que Alejandro bajaba la
persiana. La tarde, lluviosa y oscura, ha disuadido a que la gente salga de sus
casas, incluida Adela.
—Dice que tiene cosas que hacer —contesta Ricardo sin darle
importancia, encogiéndose de hombros y sentándose pesadamente en el
taburete—. Joder las lumbares, qué dolor… —suelta.
—¿Qué te pasa en la cara, Alejandro?
—¿Qué me pasa de qué?
—Estás como agrio —espeta Xoan con humor, dándole un sorbo ávido a
la cerveza con sus manazas callosas del duro trabajo diario.
—Amaia ha estado aquí esta mañana.
—¿Y qué pasó? —se interesa Ricardo, burlón, colocando la mano bajo la
barbilla y pestañeando repetidas veces.
—Pues nada, ¿qué va a pasar?
Alejandro ha revivido el momento cien veces en su cabeza. Ha sido
decepcionante. Doloroso. Regresan las mismas ganas de ayer, cuando le
dijeron que Amaia había vuelto a Coaña, de conducir hasta la casa azul. Pero
esta vez armado de valor para llamar al timbre y entrar. No obstante, el
pasado pesa más. El pasado siempre pesa. Y no le perdona que se esfumara de
su vida sin explicaciones. La desaparición de Anne no le vale, ella no tenía
nada que ver a pesar de ser la novia de Mikel. Tampoco le perdona que haya
tardado diez años en regresar. Que para venir a Coaña, hayan tenido que

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transcurrir casi tres meses de la desaparición de su hermano, aunque se
distanciaran, algo de lo que Mikel nunca quiso hablar.
¿A qué ha venido Amaia en realidad?
¿Por qué ahora?
—¿Y Adela? —se interesa Xoan—. Si ya es raro que Jaime no esté aquí,
lo de Adela habría que mandarlo a Cuarto Milenio —ríe, con la guasa que lo
caracteriza.
—Esta mañana no la he tratado demasiado bien —reconoce Alejandro,
cabizbajo, rascándose la nuca.
—¿Y eso? ¿Qué le has hecho?
—En realidad, nada. Ha tropezado con Amaia y, bueno, ya sabéis cómo es
Adela. Se ha puesto un poco pesada, ha hecho preguntas, y yo no tenía ganas
de hablar. Se la llevan los demonios si me ve hablando con otra.
—No, con otra no, con Amaia, ojo. Amaia no es cualquiera —aclara
Ricardo—. ¿Te acuerdas, Xoan, la tragedia que teníamos que aguantar cuando
el verano acababa y Amaia volvía a Madrid? Cojones, Alejandro, llorabas por
todos los rincones.
—Exagerado —resopla Alejandro.
Pero Ricardo no miente ni exagera. Alejandro tachaba los días en el
calendario a medida que el verano expiraba, con una aflicción que no ha
vuelto a sentir ni por Candela, una mujer de Oviedo con quien estuvo saliendo
durante tres años. Parecía que iba a terminar en boda, pero, al final, Alejandro
se sinceró y le dijo que había otra mujer. Una mujer que, pese a estar ausente,
no podía arrancársela de dentro, y Candela merecía algo mejor, ser el único
universo de un hombre, algo que con él jamás podría conseguir por mucho
que se esforzara. Al corazón no se le puede mandar, va a su aire. No podemos
forzar a que los amores que vienen después del primer amor tengan la misma
intensidad; en la mayoría de los casos, acaban convirtiéndose en réplicas. Y
una réplica, por muy bien hecha que esté, jamás va a sustituir al original.

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Capítulo 16

Coaña, Asturias
En la casa azul

—¿ Quién eres? —pregunta Amaia, sobrecogida, en el momento en que


enciende la luz y no reconoce al hombre, que se levanta del sillón como un
resorte.
—Perdona. Perdona, no quería asustarse. Es que estaba lloviendo, tenía
las llaves y… Perdona —repite azorado—. No ha sido buena idea, tendría que
haberte esperado dentro del coche. Soy Jaime.
—Ah. Jaime. Qué cambiado estás, no te había reconocido —cae en la
cuenta Amaia, observándolo con más atención. Es la barba que le puebla la
cara, más rechoncha que antaño, lo que ha hecho que no lo identifique como
aquel chaval de dieciocho años de ojos hundidos, poco vello facial y delgado
como un palo—. Fuiste tú quien denunció la desaparición de Mikel y quien le
abrió la casa a la policía para que registraran sus cosas.
—Sí.
—El agente Artos me ha dicho que podría hablar contigo.
—Bueno, he… he venido para darte la copia de las llaves —titubea Jaime,
mirando a Amaia con los ojos entornados. Siempre fue guapa, la veraneante
más guapa de Coaña, pero los años han potenciado su atractivo, otorgándole
una gran distinción.
—Vale.
Amaia, desde la distancia, tiende la mano y Jaime le devuelve las llaves.
No le hace gracia que cualquiera pueda colarse en la casa cuando se le antoje,
como ha sido el caso, provocándole un susto de muerte.
—¿Mikel le dio una copia a alguien más? —quiere saber Amaia, tratando
de ocultar la angustia que eso le causa.
—No, tranquila, solo a mí. Me dijo que solía perder las cosas y que no es
de los que dejan llaves debajo de macetas, así que se sentía más seguro si
alguien de confianza se las guardaba.
—¿Quieres tomar algo? No tengo nada de alcohol, pero té, café…
—No te molestes, gracias. Supongo que querrás hablar de Mikel.

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—Claro. No entiendo… —Amaia, incómoda, se detiene. Su mente es un
torbellino desde que pisó la casa azul. Una parte de ella creía que Mikel
estaría aquí y que su secreto, el extraño mensaje que le dejó en el buzón de
voz, nunca sucedió. Tampoco sabe hasta qué punto puede fiarse del tipo que
tiene delante—. No entiendo nada. No entiendo cómo alguien puede
desaparecer sin dejar rastro —resuelve, pensando en Anne, porque eso es lo
que ocurrió con ella.
—Nadie entiende qué pasó, Amaia. Como ocurrió con… ya sabes, con
Anne —rememora, inquietando a Amaia, como si le hubiera leído el
pensamiento—. Mikel me dijo de pasada que teníais una relación distante,
pero no hablaba mucho del tema ni de ti, parecía que le dolía. Vives en París,
¿no?
—Hasta hace dos días vivía en París, sí. Ya no. Me han despedido del
trabajo y he dejado el apartamento. Llegué ayer, no tengo ningún otro lugar al
que ir —confiesa Amaia, sentándose en el sofá que hay frente al sillón orejero
donde se vuelve a acomodar Jaime.
—A todos nos extrañó que no vinieras cuando denuncié la desaparición de
Mikel y le di tu contacto a Antonino. —Amaia lo mira con extrañeza.
«¿Quién es Antonino?», inquieren sus ojos. Jaime recapitula y precisa—: Al
agente Artos.
—Ah.
—No soy nadie para juzgar, no me malinterpretes. Denuncié su
desaparición a la semana, a lo mejor demasiado tarde, y me siento culpable
por ello, sobre todo porque su coche seguía aquí, su ropa y sus cosas y…
—Como si tuviera pensado volver —deduce Amaia.
—Exacto. Mikel tenía problemas, a veces desaparecía un par de días,
tres… por eso al principio no le di importancia. El viejo que lo vio aseguró
que estaba bien, que lo saludó y todo parecía normal. Antonino ha deducido
que el viejo confundió fechas, que se cruzó con Mikel días antes de su
desaparición, porque era bastante asiduo a visitar los yacimientos.
—Sí, me ha dicho que no es un testigo fiable.
—Exacto. Tan poco fiable que lleva un par de semanas en una residencia.
Demencia senil. Tiene noventa y dos años.
—Y a Anne la vieron cuatro chicos.
—Borrachos y drogados —apunta Jaime.
—Ya… Testigos poco fiables.
—Sí, también.
—¿Sabes si Mikel continuaba grabándolo todo?

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—¿Grabando? ¿A qué te refieres? —se extraña Jaime.
—Quería ser cineasta —rememora Amaia con una media sonrisa—. Lo
grababa todo, tenía varias cámaras. Me acuerdo de que a Anne la tenía harta,
odiaba que la grabaran y le hicieran fotos, pero a Mikel le encantaba verlo
todo a través de un visor. Decía que quería inmortalizar cada instante porque
la memoria a veces falla, mientras que las imágenes que se perpetúan siempre
son fidedignas —le cuenta a media voz.
—No… no tengo ni idea. Por no tener, Mikel no tenía ni cámara de fotos
en el móvil. Era uno antiguo, un…
—Un Nokia, lo sé. Uno de los motivos por los que he venido ahora, es
porque recibí un mensaje de su número. Un SMS que decía: «Sigo aquí».
Jaime frunce el ceño.
—¿Un SMS desde el número de Mikel? —pregunta incrédulo.
—¿Sabes quién puede tener su móvil?
—Daba por sentado que desapareció con él.
Amaia endurece el gesto escudriñando con atención la reacción de Jaime,
igual que ha hecho esta mañana con el agente Artos. Le da la sensación de
que la gente sabe más de lo que dice, que no le cuentan toda la verdad, como
si ella fuera frágil como una muñeca de porcelana. O puede que esté
empezando a ver fantasmas donde no los hay, sugestionada por la vecina y su
extraño encuentro de esta mañana.
—Si no fue Mikel quien me mandó el mensaje, alguien tiene su móvil —
elucubra Amaia al cabo de un rato—. No me ha vuelto a escribir, está
apagado o fuera de cobertura, pero, por lo que parece, y en el caso de que no
se confundiera con las fechas, el anciano que lo vio paseando por los
alrededores de los yacimientos no fue la última persona que lo vio.
Jaime no dice nada. Se siente incapaz. Por no poder, no puede ni mirar a
Amaia a los ojos. Quien persigue con ahínco la verdad, está destinado a
encontrarla, y Amaia no parece ser de las que se achantan ni se rinden
fácilmente, inconsciente de que por no mirar hacia otro lado, su vida pueda
estar en riesgo. Tarde o temprano, darán con el paradero de Mikel. Jaime está
convencido de ello.

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Capítulo 17

Coaña, Asturias
María Luisa

A María Luisa nunca le ha gustado Jaime. Le genera desconfianza. No le


gusta cómo mira o, más bien, cómo no mira, porque casi siempre tiene la vista
clavada en el suelo, igual que los mentirosos.
Lo ve salir de la casa azul cabizbajo y meditabundo, yendo en dirección a
su coche, que ha dejado estacionado en el camino. Pero bueno, tampoco le
hagamos mucho caso a María Luisa, porque a ella no le gusta el noventa y
nueve por ciento de los jóvenes. Tampoco se fía de Ricardo ni de Xoan o
Alejandro, y mucho menos de los maleantes de Rufus y Edgar, que cumplen
condena en prisión y que siempre andan trapicheando con las drogas como si
creyeran que el apacible pueblo de Coaña es Colombia. Su sobrino Antonino
o agente Artos, como ahora exige que le llamen hasta los que son de la
familia, el muy petulante, ha hecho más de una vez la vista gorda. Y es que
igual Antonino se mete de esas cosas, sopesa María Luisa, pensando en lo
alelado que está a veces y en lo incompetente que es como policía, mientras
ve pasar el coche de Jaime a toda velocidad bajo esta llovizna fina que, por
mucha cruz de sal en el lado derecho de la puerta, no se larga a Galicia.
No tiene sueño, así que se queda veinte minutos más mirando por la
ventana. Sigue con la mirada la silueta de Amaia moviéndose inquieta por la
casa.
Espera, quién viene por ahí.
Anda. Otro coche.
Desde que Amaia está en la casa azul, esto parece la M-30.
El coche se detiene, pero no el parabrisas, con su movimiento hipnótico y
frenético. El conductor apaga las luces; no quiere ser visto. Es Alejandro. A
María Luisa no le cabe la menor duda. El joven se queda en el coche diez
minutos, como la noche anterior, hasta que la pilla mirándolo como un
espectro cotilla. Es entonces cuando Alejandro arranca y se marcha. Menuda
guardiana está hecha María Luisa, no se le escapa nada.
—Este lo que quiere es volver a tirarle los trastos a tu hermana, Mikel.
¿Tú qué opinas? ¿Es bueno para ella? Apuesto es un rato largo, ya habría

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querido yo que un mozo así me cortejara en mi juventud, ¿pero es bueno o,
como todos, también tiene secretos que no se contaría ni a sí mismo?

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Capítulo 18

Junio, 2018

Coaña, Asturias
En la casa azul

Amaia lleva tres días sin salir de la casa azul. Ha puesto todo patas arriba.
Cajones, armarios, zócalos sueltos donde su hermano solía esconder sus
juguetes más preciados… no se ha dejado ni un solo hueco sin examinar salvo
el sótano que tanto temía de niña. De hoy no pasa, se ha dicho. Hoy bajará.
Ya es adulta, no hay nada que temer, los fantasmas no existen. A ver qué
encuentra ahí, aunque tampoco cree que mucho. Mikel también sentía
aversión por el sótano, así que duda que bajara alguna vez durante el tiempo
que vivió aquí.
Amaia no ha perdido la esperanza de dar con un lápiz de memoria, una
cámara sin batería o incluso alguna vieja cinta de vídeo con algún mensaje
revelador de su hermano hablando a cámara. Habría sido tan sencillo para
entender su llamada, su mensaje, su huida, qué es eso malo que iba a hacer o
ha hecho… Pero la vida real no es una película ni los misterios se resuelven
con tanta facilidad. Lo único que ha encontrado, y le ha parecido simbólico,
ha sido un papel arrugado con un nombre y un número de teléfono que no ha
dudado en marcar. Pero ese número está apagado o fuera de cobertura. Como
el de Mikel. El nombre le suena vagamente. Gonzalo. Si no está equivocada,
Gonzalo era un chico del pueblo que rondaba su edad, pero ni el agente Artos
ni Jaime lo han mencionado, por lo que es probable que ya no viva aquí.
Alejandro no tiene Facebook. Si lo tuviera, habría buscado entre sus
contactos, por si, con un poco de suerte, daba con el tal Gonzalo. Busca a
Antonino Artos. Tampoco tiene redes sociales. ¿Es que el siglo XXI no ha
llegado a Coaña? ¿Y cómo se apellida Jaime? Amaia, frustrada, deja el móvil
en el salón.
Va a la cocina y prepara una taza de café en la Nespresso que se trajo de
París. Por un momento, su característico aroma flotando en el aire la
transporta a la rutina de su apartamento parisino. Al café engullido con prisas

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para no llegar tarde al trabajo. El propietario no habrá tardado en encontrar un
nuevo inquilino pese al precio desorbitado del alquiler. Se pregunta quién
contemplará ahora la Torre Eiffel desde el que durante años fue su balcón.
Echa de menos las comodidades. La bañera de porcelana en la que podía
pasarse horas relajándose al finalizar el día. Aquí, cada vez que se ducha, las
tuberías emiten un golpeteo que le pone los pelos de punta, especialmente
cuando sube de intensidad y se convierte en un gemido grave, como si un
monstruo atrapado en las paredes acechara, gritando para salir. Pero lo que
más echa de menos son las vistas. La copa de vino blanco saboreado a sorbos
pequeños, el placer del día que obraba el milagro de hacer desaparecer el
estrés. Y los atardeceres tiñendo de oro la capital francesa. A menudo,
imaginaba que la Torre Eiffel, lo último que veían sus ojos antes de sucumbir
a los brazos de Morfeo, era el faro que la guiaba. Ahora, cuando apenas atisba
luz ni vida a su alrededor, se siente un poco perdida. En un lugar donde no se
oye nada, cualquier mínimo sonido puede llegar a perturbar, y más sabiendo
que el sonido viaja de formas extrañas. No obstante, Amaia se dice a sí misma
que son solo paranoias de alguien que lleva demasiado tiempo viviendo en la
ciudad, en la que los ruidos lo llenan todo. Y, cuando de repente solo hay
silencio, es casi más angustioso que el propio bullicio. Ramas que se
quiebran, perros que aúllan, búhos que ululan. Tan diferente al zumbido de
los coches a los que estaba acostumbrada cuando vivía en París.
Trata de visualizar a Mikel en la casa. Qué hizo en ella durante el tiempo
que habitó aquí. El televisor no funciona. Hay dos libros de bolsillo en el
estante en el que también ha encontrado la llave del coche de Mikel. Café en
mano, mira los libros como se mira a un extraño del que desconfías. Coge
uno, Causa justa, de John Grisham, pasa las páginas, por si de alguna de ellas
se escapa algo, una nota, una frase marcada, lo que sea.
Nada.
Coge el otro, La campana de cristal, de Sylvia Plath, y, de este,
concretamente de la página ciento treinta y siete, se escapa un papel
decepcionante en el que no pone nada. No hay misterio; Mikel lo usó de
punto de libro. No terminó de leerlo. Amaia recoge el papel del suelo y lo
coloca donde estaba. Si Mikel regresa y retoma la lectura, que no se pierda,
piensa, con un nudo estrujándole la garganta y un ligero temblor en el
mentón.
Termina de un trago el café. Deja la taza en la encimera de la cocina.
Tiene pensado salir de casa y llamar al timbre de la vecina por si recuerda al
tal Gonzalo. Que su hermano tuviera anotado su nombre y su número de

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teléfono debe de significar algo. A lo mejor estuvo implicado en la
desaparición de Anne y Mikel escarbó demasiado hasta el punto de hacer algo
malo y tener que esfumarse como la niebla tras las montañas.
Amaia no sabe qué le inquieta más. Si desconocer sus acciones o su
paradero. Lo único seguro, y pondría la mano en el fuego, es que sea lo que
sea lo que le haya ocurrido a su hermano, tiene que ver con la desaparición de
Anne. Porque nunca la olvidó. A medida que la esperanza de encontrarla se
fue desvaneciendo, creció la rabia, la impotencia, la misma que ahora siente
Amaia por no tener respuestas. Tan ensimismada está en su mundo que,
cuando suena el timbre, se sobresalta y da un respingo.
—¿Quién es? —pregunta de camino a la puerta, pero nadie contesta al
otro lado.
Amaia, precavida, mira por la ventana antes de abrir. Ve a una mujer alta
y muy delgada cuyo cabello negro le cubre media cara como una aparición
fantasmal.
—¿Quién es? —insiste, esta vez levantando la voz.
La mujer se gira despacio y clava sus ojos saltones de color miel en
Amaia. Con una sonrisa que está lejos de resultar amable, contesta:
—¿No te acuerdas de mí?

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Capítulo 19

Coaña, Asturias
María Luisa

María Luisa, asomada como de costumbre a la ventana porque con este


clima absurdo de nubarrones y llovizna constante es imposible salir, mira con
desagrado a la chica que espera tras la puerta de la casa azul.
—Anda, mira la Adela. Qué rara ha sido siempre. Y dicen de mí, ¡ja! Esa
está más cucú que yo, que ya es decir. Y encima es mala. Muy mala y muy
dañina… Pero eso tú ya lo sabes, ¿verdad, Mikel? ¿Qué hago? ¿Salvo a tu
hermana de Adela o que se apañe solita?

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Capítulo 20

Coaña, Asturias
En la casa azul

—¿ Debería acordarme de ti? —la reta Amaia, abriendo la puerta y


apoyándose en el marco para obstaculizarle el paso.
—Tú, como siempre, tan engreída. Tú, tú y solo tú, ¿verdad, Amaia? ¿Te
crees el ombligo del mundo? Eres como Anne. Las dos igual de zorras.
Amaia tarda en reaccionar. Perpleja y sin saber a cuento de qué esta mujer
ha llamado a su puerta para insultarla y escupir cosas sin sentido, la mira de
arriba abajo. Le desagrada su vestimenta invernal a pesar de estar a principios
de junio, la falda con estampado escocés que le llega hasta los tobillos, la
blusa blanca de lino con botones dorados y la chaqueta con aspecto de
provocar urticaria del mismo color verde que los prados.
—No tengo ni idea de quién eres. Y no sé con qué derecho vienes a mi
casa a insultarme, así que ya puedes dar media vuelta y no volver.
—Soy Adela.
Tanta gente, tantos nombres… diez años. Diez malditos años sin venir y
no recuerda ni a la mitad.
—Claro, para ti solo existía Alejandro. El resto éramos sombras sin
importancia, por eso no te acuerdas de mí. Pero yo de ti sí me acuerdo…
La tal Adela tiene una cara peculiar que no pasa desapercibida, y, aun así,
a Amaia le cuesta ubicarla por mucho que bucee en su memoria para rescatar
algún recuerdo que la una a la susodicha. Porque la mujer tiene razón. A
Amaia el resto del mundo le daba igual si estaba con Alejandro. Hasta que
pasó lo que pasó y se asustó y prefirió vivir el infierno en soledad antes que
arrastrar a Alejandro al abismo con ella. Tuvo miedo de sí misma. De lo
mucho que le sobrepasaba sentir tanto por alguien. Tuvo miedo de la vida.
Del amor. Fue una cobarde. Y al miedo le da lo mismo que paralices tu vida
por él.
Ahora se fija en esta desconocida que la mira como si tuviera la lepra.
Además de tener los ojos saltones, destaca la nariz aguileña y los labios tan
finos que parecen inexistentes. No solo su ropa le desagrada, Amaia no se
considera tan superficial, si bien en París no parecía haber una sola mujer que

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vistiera mal, algo que influyó en su impecable gusto a la hora de elegir
indumentaria. Todo en esta mujer resulta desagradable y perturbador;
desprende mala energía.
—Lo siento, pero no te ubico, no…
—Mi visita va a ser rápida —la interrumpe Adela de malas formas—.
Aléjate de Alejandro, ¿entiendes? No vuelvas al bar, no hables con él. Te
olvidó. No tienes que venir a remover el pasado. ¡No le hagas más daño! ¡Tu
momento pasó! —le grita, y Amaia se aparta componiendo una mueca de
asco al ver saltar partículas de saliva de esa boca infame.
—¿Pasa algo, jovencitas? —interviene María Luisa, con los brazos en
jarra, esquivando primero el coche de Amaia y luego el de Mikel, recorriendo
a paso de tortuga la ligera pendiente que conduce a la escalinata donde se
encuentran Adela y Amaia—. ¿Qué problema tienes ahora para venir a
molestar a la muchacha, Adela?
—Métase en sus asuntos, vieja loca —escupe Adela, dándole la espalda a
Amaia y bajando las escaleras, al tiempo que María Luisa pone un pie en el
peldaño con la mirada fija en Amaia.
—Uy, uy, uy, nos hemos levantado de mal humor, señorita. ¿Tu madre no
te ha enseñado modales, Adela? ¿Desde cuándo eres tan mal educada, tan
macarra? ¿Desde cuándo le haces a los demás lo que no querías que te
hicieran a ti, eh? —inquiere María Luisa con segundas intenciones, que Adela
capta al vuelo y que Amaia ignora.
María Luisa mira en dirección a su ventana y guiña un ojo. Adela, tan
obcecada en sí misma y en lo que ha venido a hacer, que no ha sido otra cosa
que hacer el ridículo, no se da cuenta. Pero Amaia sí, y da un par de pasos al
frente y levanta la mirada en dirección a la ventana donde María Luisa ha
guiñado un ojo. Percibe un movimiento de cortina minúsculo, casi
imperceptible, pero no ve a nadie detrás. Será que la vieja está loca de verdad.
Adela, llena de rabia, vuelve a enfrentarse a Amaia, que todavía tiene la
cabeza levantada en dirección a la casa de la vecina, y le dedica unas últimas
palabras:
—No te lo quiero repetir más, Amaia. No te acerques a Alejandro.
—Anda, muchacha, anda, vete a casa con tus culebrones y cállate un mes
—le suelta María Luisa riendo y barriendo el aire con la mano, como
espantando a un moscardón.
—Vieja loca —murmura Adela entre dientes, sacudiendo la cabeza como
si tuviera un tic nervioso, alejándose bajo la intermitente llovizna sin que
parezca que le importe empaparse.

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—¿Te ha molestado mucho? —pregunta María Luisa, subiendo las
escaleras y situándose frente a Amaia que, en otras circunstancias, ya habría
cerrado la puerta, pero justamente iba a hacerle una visita para preguntarle por
Gonzalo, un simple nombre escrito en un papel arrugado, que quizá sea
relevante en lo que sea que le haya ocurrido a Mikel. Por el momento, es lo
único que tiene.
—No, para nada. Ni siquiera sé quién es. ¿Quiere pasar?
La pregunta pilla desprevenida a María Luisa, que entra mirando a su
alrededor. Sonríe.
—Cuánto tiempo, casa azul. Cuánto tiempo…
—¿A quién le ha guiñado un ojo?
—¿Cómo?
—La he visto guiñar un ojo en dirección a la ventana de la segunda planta
de su casa desde donde me espía.
—Uy. ¿Que yo te espío? No, no, Amaia, no te des tanta importancia. Yo
miro el paisaje. Me gusta contemplar el paisaje, que bien bonito es. ¿A ti no?
Entiendo que eches de menos tu apartamento con vistas a la Torre Eiffel, pero
más de uno querría estas montañas y respirar este aire puro cada día.
Apreciemos lo que tenemos, aunque sea poquito, que cuando nos falte, nos
arrepentiremos de no haberlo valorado a tiempo…
Amaia la mira extrañada. ¿Cómo sabe esta mujer que vivía en París? ¿Que
su apartamento tenía vistas a la Torre Eiffel? ¿Que hasta que esa mujer tan
rara, Adela, ha irrumpido en su casa para insultarla, estaba pensando en su
apartamento, en el balcón, en el vino blanco, en sus atardeceres en soledad
dorados e hipnóticos?
—¿Quiere café?
—No, gracias. El café me descompone la flora intestinal y luego no voy
bien de vientre.
—Ah. Bueno, me gustaría…
María Luisa se sienta en el sillón orejero donde murió el abuelo de Amaia.
Acaricia el reposabrazos y compone un gesto afirmativo repetidas veces con
los ojos cerrados.
—La energía de tu abuelo sigue aquí. Suele ocurrir. Nunca abandonamos
los lugares donde hemos amado la vida y, oh, sí, tu abuelo amó mucho la vida
desde este sillón.
—María Luisa, por favor, yo no creo en…
—Ya, ya, no crees en fantasmas ni en energías ni en almas que siguen
vagando por el mundo en busca del rayito de luz. Pero crees en los latidos de

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tu corazón. Dime, Amaia, cuando tus padres tuvieron aquel accidente de
coche, ¿qué te ocurrió? —Amaia traga saliva, no contesta—. Que te caíste. Te
torciste el tobillo en el mismo instante en que los corazones de tus padres
dejaron de latir. Tu corazón se ralentizó. Intuiste que había ocurrido algo
malo. Deberías hacer más caso a tu intuición, la tienes más desarrollada de lo
que crees.
—¿Pero usted cómo sabe todo eso?
—Porque sé ver. Yo no miro. Yo veo. Y ahora, ¿por quién quieres
preguntarme?
—Por… —Amaia titubea, mira a la mujer con miedo, recelo, respeto. A
lo mejor no está tan loca. A lo mejor tiene un don y, después de todo, ¿quién
es ella para no creer? Si la mismísima policía acude en ocasiones a médiums
y videntes para resolver casos, es que algo existe, algo que escapa a toda
comprensión lógica, aunque le aterre y no le guste lo más mínimo que la
mujer que tiene delante la pueda descifrar en su totalidad—. Gonzalo.
—Ah… Gonzalo. Sí, sí, me acuerdo de él. Hace años se fue a vivir a
Madrid. Encontró un buen empleo y se llevó a la madre con él, siempre han
estado muy unidos, que es lo que pasa cuando una mujer cría sola a los hijos.
Amparo también estaba un poco amargadilla en el pueblo.
—¿Sabe su apellido?
—Como para olvidarlo. Es un apellido muy curioso. Su padre era un
historiador francés que vino a ver los yacimientos celtas. Se enamoró de la
guapa de Amparo, que era muy amiga de tu madre cuando eran mozas.
Vivieron un amor de verano y ella se quedó en cinta. Aunque el historiador,
que estaba muy bien posicionado, reconoció a Gonzalo como hijo, le dio su
apellido y les mandaba cada mes la manutención hasta que cumplió la
mayoría de edad, nunca llegó a vivir con ellos. No volvió por el pueblo.
María Luisa se detiene y vuelve a cerrar los ojos. Sonríe, sacude la
cabeza, como si la invadieran los recuerdos o estuviera invocándolos adrede.
—En fin… a mi edad pesa más el pasado que el futuro, ya lo entenderás
algún día. No sé qué es peor.
—Pero ¿cuál es el apellido de Gonzalo? —se desespera Amaia, sin querer
entrar en debates filosóficos.
—Ber-ge-ron. B, E, R…
—Sí, sí. No hace falta que me lo deletree. Conocí un Bergeron en París.
—Eso es. Gonzalo Bergeron. Y ahora, si no me necesitas para nada más,
que diría que no, me marcho, que tengo un pitu de caleya en el horno y no
quiero que se me queme.

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Capítulo 21
Buscan a Gonzalo Bergeron, desaparecido desde el 9 de marzo. Una cámara registró
su última imagen en una gasolinera de Tres Cantos, Madrid. Allí se le pierde la pista.

No hay rastro de Gonzalo Bergeron desde la noche del 9 de marzo. Tampoco se ha


encontrado su coche, un todoterreno negro marca Opel Grandland con matrícula
4903-KXZ. Todas las hipótesis están abiertas.

V
« oy a hacer algo malo, muy malo», piensa Amaia mientras sigue leyendo
la noticia, con la voz de su hermano incrustada en el cerebro, porque recuerda
con exactitud el día en que le dejó el mensaje en el contestador.
Fue el viernes, 9 de marzo.
En una semana se cumplirán tres meses. Aún lo tiene guardado y lo
escucha de vez en cuando, por si desentraña algo nuevo que no haya sabido
ver, especialmente referente a lo de «no juegues a su juego».
¿El juego de quién?
Por más vueltas que Amaia le haya dado a esa expresión, retrocediendo
incluso a la infancia que vivió con Mikel, para ella no tiene ningún sentido. Y
ahora sabe que Gonzalo Bergeron, el nombre que escribió su hermano en un
papel, lleva desaparecido desde el mismo día que él.
Lo busca en Facebook, donde no le es difícil localizarlo. Lo consigue a la
primera. Su muro está inundado de buenos deseos, de incertidumbre, de dolor,
desde los más escuetos hasta los más religiosos y de consuelo a su madre,
aunque Amaia comprueba que Amparo no tiene perfil en la red social.

«Vuelve pronto, Gonzalo».


«Te queremos».
«Te echamos de menos».
«Amparo, mucha fuerza para estos duros momentos. Aparecerá. Seguro».
«Cada noche enciendo una vela y le pido a Dios que estés bien. Que vuelvas sano y
salvo».

Amaia pulsa sobre su fotografía de perfil. Gonzalo le sonríe abiertamente al


objetivo de la cámara que inmortalizó el momento. Parece feliz, relajado. Al
igual que todos en Coaña, su cara le suena vagamente; en diez años la gente
puede cambiar mucho. Los que un día fueron adolescentes desgarbados sin un

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solo pelo en la cara se dejan crecer barba, se rapan para disimular la calvicie,
engordan, adelgazan, se musculan, maduran, necesitan gafas graduadas…
Adela tiene razón. A Amaia solo le importaba Alejandro, el resto eran
sombras, gente con la que no se esforzó lo más mínimo en conectar durante
sus veranos en Coaña. No recuerda si llegó a hablar con el adolescente que
fue este hombre, en paradero desconocido, que la mira desde una fotografía
publicada en el verano de 2017. Parece estar hecha desde un yate con el mar
brillante de fondo y un cielo azul sin una sola nube que lo enturbie.
Lee los comentarios. Ninguno relevante ni amenazador. No parece haber
una mujer en la vida de Gonzalo que, en estado civil, indica que está soltero.
No hay información sobre su puesto de trabajo. Busca entre sus amigos, el
perfil de Gonzalo es bastante transparente, y, entre los tres Jaime que hay, le
sale el amigo de Mikel. Jaime Artime. El mismo tipo que se coló en su casa
para devolverle la copia de las llaves y que se largó dejándola con una mala
sensación. Ni siquiera puede estar segura de que realmente fuera el mejor
amigo de su hermano. Su perfil en la red social no dista mucho del que no
tiene Alejandro. O bien Jaime valora mucho la privacidad, o la única
publicación que ha hecho fue en 2016 y no tiene mucha validez, porque se
trata de su fotografía de perfil subida el mismo día en que se creó la cuenta.
En ella, se ve a Jaime de lejos posando en los yacimientos Castro de Coaña en
una actitud chulesca, apoyado sobre las piedras de una de las estructuras de
planta circular.

Página 63
Capítulo 22

Coaña, Asturias
En el bar de Alejandro

El bar de Alejandro se ha quedado vacío. Cerrar tarde no le sale a cuenta,


pero no soporta lo solo que se siente cuando llega a casa. El vacío, el frío. Allí
hace siempre mucho frío. Nunca imaginó que su vida fuera así, tan gris, tan
triste. A los treinta años, Alejandro se había visualizado con mujer y un par de
críos, y, aunque oportunidades no le han faltado, ninguna mujer era la
correcta.
Ninguna mujer era Amaia.
Pero una cosa es lo que crees que harás y tendrás con treinta cuando tienes
quince, y otra es la hostia de realidad que nos depara el futuro.
Son las siete de la tarde, llueve a cántaros, pero confía en que Jaime,
Ricardo y Xoan estén al caer y le entretengan lo que le queda hasta bajar la
persiana. Últimamente no paran, se están haciendo de oro. Parece que a todo
el mundo le ha dado por hacer reformas en casa. Sin embargo, quien entra no
es la tropa, sino Amaia, como si de tanto pensar en ella la hubiera invocado.
Lo mira de soslayo, lo saluda con un gesto de cabeza y se entretiene en el
umbral de la puerta porque el paraguas se ha rebelado en su contra y le cuesta
cerrarlo.
—¿Necesitas ayuda? —pregunta Alejandro, socarrón, desde detrás de la
barra.
Transcurren dos minutos hasta que Amaia consigue dominar y cerrar el
paraguas. Lo deja en un cubo mojado que hay al lado de la puerta.
Seguidamente, se sienta en un taburete de la barra y le pide a Alejandro una
copa de vino blanco. Por un momento, se miran como si se fueran a devorar,
conscientes de la atracción que existe entre ambos. Pero controlan los nervios,
la sacudida en el vientre que se provocan mutuamente, la sensación de que no
ha transcurrido una década desde la última vez que se vieron, y tratan de
mantener una conversación cordial aprovechando que no hay nadie en el bar.
—Sé por tu hermano que vives en París —empieza a decir Alejandro.
—Vivía —aclara Amaia, sin saber cuántas veces más tendrá que contar lo
mismo—. Me despidieron de la agencia de publicidad en la que llevaba

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trabajando cuatro años hace una semana. No creo que vuelva. Ahora mismo,
no tengo ningún otro lugar al que ir.
Lo que es una desgracia para unos, a veces es una alegría para otros.
Alejandro oculta la felicidad que le causa la percepción de haber retrocedido
en el tiempo y de volver a tenerla aquí, tan cerca, como si fuera capaz de dejar
atrás el rencor que siente hacia ella por haberse ido de su vida sin un adiós y
sin darle explicaciones. La madre de Alejandro, al verlo destrozado, le dijo
que una persona que no es capaz de entender el amor termina huyendo incluso
de sí misma. Y esa fue la excusa, si bien Alejandro aún se pregunta qué fue lo
que impulsó a Amaia a no regresar, cuál fue el detonante. No obstante, no se
atreve a formular la pregunta por si la respuesta le hiere más de lo que le hirió
creer que no volvería a verla. Al final, los años pasan tanto como pesan. A
Alejandro le metieron ideas en la cabeza a base de escuchar diversas
opiniones que no tenían por qué ser ciertas. Que Amaia se largó y se distanció
no por no quererlo, sino por no entender qué sentía, por la paranoia y el miedo
que se apoderó del pueblo cuando Anne no aparecía, por las habladurías
respecto a su familia y, sobre todo, por la juventud. Amaia era demasiado
joven, cualquiera en su lugar habría querido largarse y no volver a saber nada.
—Bueno, todo saldrá bien —le dice Alejandro al cabo de un rato,
esbozando una media sonrisa—. Encontrarás algo pronto. Sea donde sea.
—No tengo prisa. Primero quiero saber… ya sabes.
—Dónde está Mikel.
—¿Crees que le ha pasado algo? ¿Que, como Anne, no va a aparecer? —
Alejandro se encoge de hombros sacudiendo la cabeza. No sabe qué contestar.
Mikel es un tipo complejo, con muchos problemas, pero no quiere angustiar
más a Amaia. No le diría nada que ella no sepa, aunque, según Mikel, habían
perdido el contacto desde que sus padres murieron y apenas sabían nada el
uno del otro. Alejandro no le llegó a preguntar por qué, aun muriéndose de
curiosidad—. El caso es que, aunque aún me falta bajar al sótano, he estado
buscando por casa algo que me diera alguna pista —sigue hablando Amaia
con voz queda—. Lo único que he encontrado ha sido un papel arrugado con
el nombre de Gonzalo y su número de teléfono. He llamado, pero está
apagado o fuera de cobertura.
—¿Gonzalo? ¿Gonzalo Bergeron? —se extraña Alejandro.
—El mismo.
Amaia se calla que, de no ser por María Luisa, aún estaría dándole vueltas
al apellido y no tendría en su poder la información que la inquieta.

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—Hace años que no sé nada de él. Se fue a Madrid hace siete u ocho años,
y no ha vuelto ni de vacaciones.
—El caso es que Gonzalo se encuentra en paradero desconocido desde el
9 de marzo. —Alejandro traga saliva con fuerza—. Igual que Mikel.
—No. La desaparición de Mikel fue más tarde. Jaime la denunció una
semana después, no me preguntes qué día, pero el 9 no fue.
—Mikel… —Amaia ve el desconcierto en la mirada sombría de
Alejandro. Solo ella sabe que las fechas coinciden, que el 9 de marzo fue el
día que Mikel la llamó. Aunque denunciaron su desaparición una semana más
tarde, sabe que Mikel y Gonzalo desaparecieron el mismo día, por lo que, de
algún modo, lo que sea que les haya ocurrido tiene que estar conectado.
—Mikel no estaba bien —sentencia Alejandro, en vista de que Amaia se
ha quedado muda, decidiendo si hablarle de la llamada desesperada de su
hermano o no—. Bebía demasiado, se drogaba… no sé, andaba metido en mil
líos, Amaia. También se veía con Rufus y Edgar, conocidos como los
camellos de Coaña que cumplen condena en prisión. A lo mejor se metió con
quien no debía y tuvo que desaparecer. Sin más. Gonzalo está en Madrid, su
desaparición no tiene nada que ver con lo que sea que le haya pasado a Mikel
—zanja, con fingida despreocupación.
—Te importa una mierda lo que le haya pasado a mi hermano, ¿verdad?
¿Tanto me odias? Estoy convencida de que pagaste los platos rotos con él. Lo
que tendrías que haber hecho es no servirle bebida. Ayudarlo a superar sus
vicios. Eso es un amigo, no lo que tú has…
—Eh —la frena Alejandro, colocando su mano encima de la de Amaia,
que la retira como si le hubiera dado un calambre—. Mira, esto no es
Alcohólicos Anónimos, Amaia, esto es un bar. Un negocio —replica,
señalando la caja.
—Un negocio. Claro. Eso era Mikel para ti. Un negocio.
—Amaia… —intenta resolver Alejandro, pero Amaia ya se ha levantado
y se aleja con decisión hacia la salida, en el momento en que Jaime, Ricardo y
Xoan entran formando el barullo de siempre. Se cruzan con Amaia que, de tan
enfurecida como está, sale por la puerta sin dignarse a saludarlos.
—Ya la has cabreado —comenta Xoan, esbozando una risilla.
Jaime mira a Alejandro con gravedad mientras Ricardo, ausente, se
acomoda en un taburete llevándose la mano a las lumbares.
—Joder, este cuerpo ya no es el que era —se queja Ricardo, sacudiéndose
el polvo de los pantalones.
—¿Qué ha pasado? —se interesa Jaime, dirigiéndose a Alejandro.

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—Que soy gilipollas, eso es lo que ha pasado —se frustra Alejandro,
sirviendo tres botellines de cerveza y recogiendo la copa de vino que Amaia
se ha dejado a medio beber.
—Ese es su paraguas, ¿no? —se percata Xoan—. Se lo ha dejado. Ya
tienes una excusa para ir a hacerle una visita y hacer las paces —resuelve,
divertido, guiñándole un ojo.

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Capítulo 23

Coaña, Asturias
Agente Artos

La casa azul no le cae de paso, pero cada noche desde que Amaia llegó a
Coaña, el agente Artos pasa por delante con la esperanza de que su tía no lo
descubra escondida tras el visillo. No llamará a la puerta de Amaia, que sabe
que apenas ha salido de casa porque las luces siempre están encendidas, hasta
que no tenga alguna noticia que darle. Está deseando que Mikel aparezca
muerto y ser él quien le dé la noticia. Se empalma con solo imaginarlo, tan
nítido en su cabeza que hasta parece un momento real.
Nadie sobrevive a un golpe como el que él mismo le propinó. Nadie. Si en
estos meses no han sabido nada de él, debe de estar muerto. Mikel empezó a
indagar, a escarbar en un pasado que tenía que dejar tan muerto como Anne, y
descubrió la verdad. Descubrir la verdad nunca trae cosas buenas, y él seguirá
haciendo lo que sea para ocultarla. Aun así, ¿cómo logró escapar? ¿Dónde
cojones está Mikel? Y, si sigue vivo, ¿dónde han quedado las ansias de
venganza? ¿La justicia que intentó tomarse por su mano con fatales
consecuencias?
¿Es que el chaval que fue no tenía derecho a equivocarse? El policía daría
lo que fuera por retroceder en el tiempo. Por decirle al idiota que anida en su
interior que la obsesión nunca trae nada bueno. Que si te dicen que no es que
no. Que no hay que forzar nada. Que la violencia y la sangre termina
llamando a más violencia y a más sangre. Mucha más.
—Así no hay quien viva, joder —murmura Artos, pagando su frustración
contra el volante al que le propina un par de golpes, en el momento en que
deja atrás la casa azul en la que, cuatro minutos después, va a detenerse otro
coche en la furtividad de la noche.

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Capítulo 24

Coaña, Asturias
María Luisa

Hay una regla básica en el arte de espiar durante la noche, esa que nos
convierte en sombras escurridizas que pocos perciben, con el falso
convencimiento de estar a salvo en el calor de sus hogares o en las calles
aparentemente desiertas. Si el que espía ve al espiado, el espiado puede ver al
que espía, salvo que el espía tenga práctica y sepa que tiene que tener todas
las luces apagadas y esconderse tras las cortinas, cuanto más tupidas mejor,
usando un solo ojo para ver. Por eso Antonino nunca ve a su tía, que no usa la
misma táctica con quien sí quiere que la descubran fisgando, como Alejandro,
que, indeciso, sale del coche con un paraguas y se dirige a la casa azul. Está a
punto de llamar a la puerta, cuando María Luisa sacude la cabeza pensando
todavía en su sobrino y en la costumbre que tiene últimamente de aminorar la
marcha cuando pasa por delante de la casa azul. Esta calle no le cae de paso a
nadie, y menos a él, que vive en la otra punta del pueblo.
—Qué animal es. Qué animal más malo, más bruto… Qué fuerte te dio en
la cabeza, Mikel, qué fuerte. Pero quién me va a creer a mí, si piensan que
estoy loca, si cuando ocurrió lo de Anne yo estaba en el manicomio porque
aseguraba ver cosas y oír voces y predije lo que al final sucedió. Tranquilo.
Tranquilo… Porque no hay paz para los malvados. Nunca encuentran la paz,
los muertos no olvidan y les acosan en sueños. Pero, ya lo sabes, las personas
más peligrosas son las que están llenas de miedo. Son capaces de todo… —
murmura con tono lastimero, emitiendo un profundo suspiro cuando Amaia
abre la puerta y, tras unos segundos de confusión, permite que Alejandro
entre en su casa.
Ay, esos dos… cómo acabarán, se pregunta la parte romántica que aún,
pese a la vejez y a la falta de oportunidades, queda en ella. A María Luisa le
gustaría ver de cerca cómo se miran, saber qué se dicen, qué van a hacer…
bueno, hay cosas que es mejor dejarlas en la intimidad, no es necesario verlo
todo. A ella le gusta controlar el exterior, la calle, el campo, de un verde
intenso por estos días grises con una fina llovizna que no cesa, y de puertas
para adentro, quién sabe lo que está a punto de suceder.

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Capítulo 25

Coaña, Asturias
En la casa azul

Amaia acaba de cenar con desgana un sándwich de pollo. La pena no se le


va. Debería subirse al coche y volver a desaparecer de Coaña. Regresar a
Madrid o a cualquier otra ciudad donde nadie la conozca y pueda pasar
desapercibida.
Pero Mikel… Es posible que Mikel la necesite aquí.
En el momento en que va a salir a la terraza con una copita de vino para
intentar encontrar algo de paz en medio de tanta angustia, alguien llama a la
puerta. Son las diez y media de la noche. ¿Quién viene a visitarla a estas
horas? Mira por la ventana tal y como ha hecho esta tarde cuando Adela ha
irrumpido con sus amenazas, y atisba en la oscuridad el perfil de Alejandro
con la mirada fija en el felpudo.
Amaia traga saliva con fuerza, las pulsaciones se le disparan.
Después de la breve discusión que han tenido en el bar de donde ella ha
salido enfurecida, ¿cómo va ahora a mirarlo a la cara?
El enfado ha pasado, solo un poco, pero sigue ahí, como una espinita
clavada que, al igual que la tristeza, no desaparece. No obstante, sabe que
Alejandro es quien tiene más derecho a estar enfadado que ella, pero ahora,
diez años más tarde, ¿qué sentido tendría contarle por qué desapareció?
¿Cómo va a entender que esa chica de veinte años que fue, estaba tan asustada
que prefirió echarlo de su vida antes que enfrentarse a algo que, en realidad,
nunca existió?
Amaia inspira hondo antes de abrir la puerta. La noche es tan negra que
no hay luna, los nubarrones la ocultan. Esta oscuridad proyecta sombras sobre
el rostro de Alejandro que endurecen sus facciones harmoniosas, la mandíbula
marcada, la nariz recta, los labios carnosos más apetecibles si cabe bajo una
barba descuidada de cuatro días que potencia su atractivo. Sus ojos de color
pardo se enfrentan a los de Amaia como si fuera la primera vez que se ven.
—Pasa —dice Amaia en un bisbiseo, y Alejandro, cabizbajo, entra
tendiéndole el paraguas que se ha dejado en el bar—. Me he ido tan nerviosa

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que ni me he dado cuenta. Gracias por traérmelo, pero no hacía falta, creo que
está roto.
Le da la impresión de que las palabras se le atascan, porque sí era
necesario que Alejandro viniera. Y volver a estar a solas con él. Mirarlo a los
ojos y entender que nunca lo ha olvidado. Que su presencia lo era todo para
ella. Todo. Quizá hasta demasiado. Que ha echado de menos sus besos,
intensos y adictivos. Lograr perdonarse a sí misma por lo que hizo para, tal
vez, poder seguir hacia adelante sin rencores. Sin más culpabilidad
machacándole la espalda, porque ahora parece que sus problemas son una
nimiedad en comparación con lo que de verdad importa, con lo que la ha
traído hasta aquí: dar con el paradero de Mikel. Averiguar qué fue lo que lo
destruyó hasta el punto de hacerle cometer algo malo, tan malo, que se vio
obligado a desaparecer.
«Sigo aquí».
Alejandro mira a su alrededor. Cuántos recuerdos entre estas cuatro
paredes, dicen sus ojos entornados. La terraza con la puerta medio abierta.
Amaia iba a salir, deduce, al atisbar una copa de vino sobre la mesa.
—¿Quieres? —le pregunta Amaia, señalando la copa que Alejandro se ha
quedado mirando.
—Sí, gracias.
Alejandro no se pierde ni un solo movimiento de Amaia, que va hasta la
cocina y sirve una copa de vino. Está tan guapa como siempre. No, para qué
engañarse, está aún más guapa. Los años se han portado bien con ella.
Inconscientemente, a Alejandro se le escapa un suspiro. Amaia sale de la
cocina y le da su copa de vino. Sus dedos se rozan durante una milésima de
segundo, suficiente para que a ambos les atraviese una corriente eléctrica que
los transporta al pasado, a las noches estrelladas que parecía que no iban a
terminar nunca entre besos, caricias y abrazos que tenían el poder de hacer
que el mundo se desvaneciera, porque el mundo, entonces, consistía en ellos
dos. Con qué poquito se conformaban entonces. Hay sensaciones que, de tan
bonitas como son, tendríamos que poder embotellarlas, e instantes que
deberían congelarse para revivirlos una y otra vez.
—¿Salimos? —pregunta Amaia señalando la terraza.
Alejandro asiente con una timidez que a Amaia le recuerda al chico que le
costó horrores dar el primer paso para aproximarse a ella y besarla. Es como
si pudiera notar sus labios enredados en los suyos, aun cuando se mantienen a
una distancia prudencial apoyados en la barandilla de la terraza con vistas a

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las montañas negras, siniestras a estas horas de la noche en la que a duras
penas se percibe el contorno de sus sinuosas formas.
—¿Has dejado a alguien en París?
Amaia sonríe, baja la mirada. Niega con la cabeza.
—No hay nadie. Después de ti… bueno, algunos, pero nada serio. Al mes
me cansaba. ¿Y tú? —pregunta con miedo a la respuesta y un ligero temblor
en la voz fruto de los nervios. Alejandro comprime los labios y también niega
—. Hoy ha venido Adela. No me acuerdo de ella. ¿Puede que saliera poco de
casa? No sé. El caso es que me ha pedido que no me acerque a ti. Que no
vaya al bar. Que no remueva el pasado y no te haga más daño.
Alejandro esboza una risa seca y breve.
—Ni caso. Está como un cencerro.
—Está enamorada, que viene a ser lo mismo.
—Amaia… —«No he sido capaz de olvidarte, de arrancarte de mí. Y
ahora, si me dejas, quiero besarte. Te quiero. Aún te quiero. Quédate conmigo
y volvamos a…»—. Siento lo de antes.
—Ya… yo también. He exagerado, últimamente parezco una lunática y…
y no han sido las formas correctas, perdona. Además, soy la menos indicada.
Me distancié de Mikel, apenas hablábamos. Tendría que haberlo ayudado y
no hice nada.
—Me sabe mal —murmura Alejandro inspirando hondo, agobiado de
repente, porque el orgullo se impone y no le permite hacer ni decir lo que de
veras querría. Sabe que ha llegado el momento de irse en el preciso instante
en que desea extender la mano y acariciarle la mejilla—. Será mejor que me
vaya, Amaia.
—Pero si aún no has probado el vino.
—Ya. Pero tengo que conducir y… —se excusa, saliendo de la terraza
donde de repente le ha faltado el aire. Deja la copa de vino encima de la mesa.
—Vale. Pues ya nos veremos —se despide Amaia con un nudo en la
garganta, al percatarse de la última mirada que le dedica Alejandro antes de
cerrar la puerta tras él. Tiene los ojos brillantes, le escuecen por los recuerdos,
por todo lo que ella, pese al tiempo transcurrido y la distancia, le hace sentir.
Pero Amaia no lo sabe. Ella cree que Alejandro la detesta. Tienen tantas
conversaciones pendientes, tantas verdades sin desvelar, que verlo irse así le
rompe el corazón.
—Sí. Ya nos veremos por ahí —se despide él.
Alejandro sale de la casa azul ante el escrutinio secreto de María Luisa
escondida tras el visillo. Hoy no quiere que Alejandro la vea. La vecina está

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decepcionada porque solo han transcurrido veinte minutos desde que entró. O
bien no ha ocurrido nada o es eyaculador precoz. Oh. Qué decepción.
Alejandro se sube al coche y cierra de un portazo cargando su frustración
contra la carrocería. Apoya la frente en el volante y sacude la cabeza repetidas
veces diciéndose a sí mismo que es un imbécil, antes de arrancar y alejarse
calle abajo en dirección a su casa sin alma vacía y fría. Siempre tan fría…

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Capítulo 26

Coaña, Asturias
En casa de Carmen, la madre de Anne

Como si Amaia tuviera la rara sensación de que en el sótano hay algo


esperando a ser descubierto, retrasa un día más el momento de bajar y
conduce hasta la casa de Anne. Solo queda Carmen, la madre. Pascual, el
padre de Anne, falleció hace poco más de un año de un cáncer de hígado que
se lo llevó en dos meses. El cáncer estaba muy avanzado, se lo detectaron
tarde. No había nada que hacer, salvo intentar que sufriera lo menos posible.
Carmen vive en una finca rodeada de campo alejada del pueblo, en una
casa de piedra antigua con tejado de pizarra a dos aguas. Hay un sauce llorón
en la entrada cuyas ramas desfallecidas parecen darle la bienvenida a Amaia
con su vaivén al son del viento.
Recorre los últimos metros hasta plantarse frente a Carmen, que la espera
en el quicio de la puerta y la recibe con un abrazo que la pilla por sorpresa.
—Qué mayor estás, Amaia —murmura, acariciándole el cabello y
haciéndola sentir incómoda pese a pensar, al mirar los ojos tristes de Carmen,
que su madre tendría ahora la misma edad que ella de no haber muerto—. Mi
hija ahora sería como tú. Toda una mujer —añade, y Amaia calla que su
madre también sería como ella. Carmen se separa y apoya las manos en sus
hombros. Recorre el rostro de Amaia con suma concentración, fijándose en
las pequeñas arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios
que Anne nunca llegó a tener, suspendida eternamente en los dieciocho—.
Pasa, por favor. He preparado café.
—Gracias.
La casa, tan sombría y dejada como su propietaria, huele a café y está
repleta de retratos de Anne. No hay ninguna fotografía en la que aparezca
Pascual, su marido, la otra ausencia de Carmen; aquí solo hay espacio para la
hija perdida. En una de las fotografías enmarcadas en una mesita al lado del
sofá, Anne aparece junto a Mikel. Ese instante, Amaia lo recuerda bien, se
inmortalizó unos días antes de su desaparición. Fue Amaia quien hizo la foto
en As Covas da Andía, donde las jóvenes parejas fueron a pasar el día. A su
lado estaba Alejandro, que se reía y animaba a Mikel a que agarrara más

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fuerte a Anne, como si se le fuera a escapar, y ella, que odiaba posar para las
fotos, aparece con los ojos achinados y la lengua fuera.
—No saber qué le pasó a mi niña es terrible. Terrible. No hay nada más
desolador que alguien a quien quieres no aparezca. Ni viva, ni… —Carmen
sacude la cabeza. No puede decir la palabra «muerta», aunque ya habla de
Anne en pasado. Lo suyo le costó, pero era eso o cortarse las venas de las
muñecas, donde Amaia dirige una mirada disimulada al ver las cicatrices, los
trazos inexactos de heridas superficiales que no condujeron a Carmen al
hospital, pero sí quedaron marcadas para recordarle a diario lo cobarde que es
para abandonar la vida—. ¿Se sabe algo de Mikel? —pregunta, sirviéndole a
Amaia una taza de café.
—Nada. No se sabe nada.
—Dios mío. ¿Pero qué pasa aquí? ¿Acaso estamos malditos? Lo he
pensado muchas veces.
—No, Carmen, las maldiciones no existen —replica Amaia con serenidad.
—Sí, Amaia, sí existen y te voy a contar algo que yo nunca he reconocido
delante de nadie y tu madre, en paz esté, tampoco.
Amaia la mira interrogante, con curiosidad por la mención a su madre. Le
da un sorbo al café con leche espumoso, excesivamente dulzón.
—Yo no quería hijos —declara con la voz entrecortada—. No quería tener
a Anne. Me quedé embarazada por accidente. Y tu madre… tú eras su niña
bonita, no quería más hijos, ella solo te quería a ti, pero se quedó embarazada
de Mikel. Los nuestros fueron embarazos no deseados, accidentales, y ahora,
Anne y Mikel no están. No están porque, aunque cuando nacieron los
quisimos con toda nuestra alma y se convirtieron en nuestra razón de ser,
cuando eran del tamaño de un garbanzo en nuestro vientre no los
queríamos… No los queríamos, Amaia… Y esa ha sido nuestra maldición.
Carmen se lleva las manos a la cara y empieza a llorar. No hay consuelo,
sigue destrozada, sin respuestas. El tiempo no mitiga el dolor, lo intensifica.
Hay sucesos que jamás se superan, ni aunque lo intentes con todas tus fuerzas.
Amaia, optando por el silencio, el mejor aliado en estas situaciones, coloca
una mano en la espalda encorvada de Carmen, y, entonces, entiende por qué
su madre aceptó sin dramas acompañarla a una clínica especializada en
abortos.

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Capítulo 27

Diez años antes

Madrid
Agosto, 2008

Fue el verano más duro para Amaia y su familia. El más confuso. Y


terrorífico. A la desaparición inexplicable de Anne, se le sumó la angustia que
Amaia se tragó ella sola al percatarse de que hacía dos meses que no le venía
la regla. Al principio pensó que era por los nervios y la inestabilidad de esos
días, por las interminables vigilias en las que, junto a Mikel y Alejandro,
participó en los grupos de rescate. Medio pueblo, en solidaridad con los
padres de Anne, se unió a la búsqueda para encontrarla. Y entonces, cuando
habían transcurrido veinticinco días sin rastro de Anne y la policía no tenía
más hilos de los que tirar tras varios interrogatorios, empezaron las
habladurías. Las miradas de reojo, los cuchicheos. La desconfianza hacia
Mikel, quien no tenía una coartada sólida y, pese a la falta de pruebas que lo
incriminaran, la gente había visto cómo Anne y él discutían en plena verbena
de San Juan. Elucubraban, pero no sabían nada. La gente habla, habla mucho,
pero nunca sabe nada.
Amaia le dijo a su madre que quería irse a Madrid, que no aguantaba más
en ese pueblo, que no quería volver nunca. Se lo dijo entre lágrimas y con el
cuerpo encogido por los horribles pinchazos que se habían apoderado de su
vientre hinchado. Últimamente no hacía más que vomitar todo cuanto ingería,
dormía mal, tenía pesadillas y se levantaba por las mañanas pálida y mareada.
—Amaia, ¿desde cuándo no te viene la regla? —se preocupó su madre.
Amaia tragó saliva con fuerza y solo fue capaz de componer un gesto
negativo con la cabeza. Enterró la cabeza en el pecho de su madre como
cuando era pequeña y tenía miedo del monstruo que aseguraba que se
escondía debajo de la cama. Un test de embarazo hecho con prisas y a
escondidas confirmó lo que madre e hija ya sabían. Amaia estaba
embarazada. No entendía cómo había podido ocurrir, por qué a ella, si

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siempre iban con mucho cuidado. Leyó que el riesgo de embarazo usando
bien el preservativo es más o menos de tres por cada cien.
—A lo mejor el preservativo se rasgó y no os disteis cuenta —trató de
tranquilizarla su madre, que nunca le echó nada en cara.
Al día siguiente, Amaia y su madre se fueron a Madrid sin dar
explicaciones a nadie, ni siquiera a los abuelos ni al padre, que supusieron que
lo que le había ocurrido a Anne, fuera lo que fuera, las había agobiado hasta
el punto de necesitar largarse del pueblo. Amaia ni siquiera se despidió de
Alejandro. Él se enteró de que había vuelto a Madrid por Mikel, quien no
dedicaría ni un segundo de su pensamiento a su hermana, puesto que Anne no
aparecía y era lo único que le atormentaba, llevándolo a una obsesión
enfermiza que arrastraría hasta el fin de sus días.
Cuando llegaron a Madrid, la madre buscó información sobre clínicas de
interrupción del embarazo, que era lo que Amaia le pidió, y eligió la que
mejores opiniones tenía, que era Sergine Médica, en la calle Toledo, no muy
lejos de donde vivían. Llamó y concertó cita para al cabo de tres días.
—¿Estás segura de que es lo que quieres? —le preguntó la madre la noche
anterior a la cita en la clínica. Amaia estaba tumbada en la cama en posición
fetal incapaz de conciliar el sueño. Se sentía peor que nunca, aterrada por la
intervención—. A mí no me desagradaría ser abuela, de verdad. Y creo que
Alejandro… bueno, no pongo la mano en el fuego por nadie, pero es un buen
chico y te adora. Creo que sería un buen padre y podrías seguir estudiando, te
ayudaríamos en todo. También creo que Alejandro merece saberlo… Tienes
veinte años, ya no eres una niña y…
La madre se calló de golpe al ver la cara desencajada de su hija, la tez
pálida, los ojos vidriosos, las ojeras oscuras. Le pareció que Amaia miraba a
través de ella. No había nada detrás de esa mirada. Desde que habían llegado
a Madrid, Amaia no había contestado ni a una sola de las llamadas de
Alejandro, confuso porque se hubiera ido sin decirle nada, sin tan siquiera
despedirse. La madre se había quedado sin excusas que darle al chico y
habían optado por no coger el teléfono. Ella era la que llamaba a su marido
para averiguar cómo iban los avances respecto a la búsqueda de Anne. Nada,
no había nada nuevo, le contaba él con voz queda, y Mikel está cada vez más
hundido, más desesperado, añadía.
—Tendrías que estar aquí con Mikel. Nos necesita a los dos —le decía. El
padre tampoco entendía por qué su mujer se había ido a Madrid con Amaia,
por qué los habían abandonado así, de la noche a la mañana.

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Fue en la sala de espera de la clínica cuando Amaia, acariciándose el
vientre de manera inconsciente, abrió los ojos y pensó en cómo sería su vida
con un bebé. Imaginó su carita, su olor… incluso lo visualizó, influenciada
por sus fotografías de pequeña y las que la madre de Alejandro le enseñaba de
él, amontonadas en un grueso álbum de piel marrón. Las preguntas no
tardaron en invadir su mente: ¿Se parecería a Alejandro o a ella? ¿De qué
color tendría los ojos? ¿Y el cabello? ¿Sería diestro o zurdo? ¿Niño o niña?
Miró a su alrededor y sus ojos se entrelazaron con los de una chica de no
más de quince años que también iba acompañada de su madre. Ambas, por
solidaridad o empatía, se dedicaron una sonrisa triste, la más triste que Amaia
había visto en sus veinte años de vida. Y entonces, apartó la mirada de la
chica y miró a su madre, que hojeaba una revista del corazón para dejar la
mente en blanco, consciente de que no decirle nada a su marido sobre el
embarazo de Amaia que estaban a punto de interrumpir, abriría una brecha
entre ellos.
—Mamá.
—Dime, cariño.
—Voy a tener el bebé. Vámonos de aquí, no quiero abortar. Cuando me
sienta preparada, llamaré a Alejandro y tendremos a este niño. O niña. Vas a
ser abuela, mamá.
La madre abrió los ojos con sorpresa y su sonrisa se ensanchó.
—¡Voy a ser abuela! —gritó emocionada, levantándose como un resorte
ante las miradas contenidas de la adolescente y su madre, llevándose a su hija
de ese lugar al que no querría haber ido nunca.
Pero la alegría duró solo tres días, suficientes para hacer mil planes, mirar
ropita de bebé y accesorios, pensar en nombres.
Ocurrió en el mismo momento en que Amaia se acercó al teléfono
sintiéndose preparada para hablar con Alejandro, cuando empezó a sangrar y
a sentir un dolor muy intenso en el vientre, como si le estuvieran clavando
cientos de agujas. Aterrorizada y sin moverse, llamó a su madre, que acudió
enseguida, y al ver la sangre que empapaba las sábanas floreadas, supo que
algo iba mal.
Fueron al hospital. De entre toda la palabrería técnica y sin alma que
Amaia fingía escuchar desde la camilla en la que estaba tumbada con las
piernas abiertas, solo retuvo tres: «No hay latido».
Lo ocurrido a lo largo de esa última semana de agosto quedaría entre
Amaia y su madre. Nadie lo sabría. Jamás. El día en que el bebé murió dentro
de su vientre, la Amaia que fue, la que amó con locura a Alejandro, también

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murió. Pensó que el alma de ese bebé, que no había llegado a alcanzar el
tamaño de un limón y quienes no entendían cómo se sentía lo llamaban feto,
se marchó de su interior para colarse en el vientre de una madre que sí lo
había deseado desde su concepción.
Culpabilidad y dolor por haber estado a punto de deshacerse de él,
llenaron a Amaia de amargura. Rompió con todo, y ese todo incluía a
Alejandro y sus veranos en Coaña. Solo sobreviviría el recuerdo, y, aunque en
ese momento no sabía cómo, aprendería a mantenerlo bajo control para que
no irrumpiera en su día a día y así poder seguir hacia delante sin mirar atrás.
Sin embargo, y aunque el primer latido que pierdes es el que más te destroza
y te cambia por dentro, nunca sabes qué caminos te obligará a recorrer la
vida. Anne no apareció. Murieron sus abuelos. Murieron sus padres.
Desapareció Mikel.
¿Cuántos latidos perdemos a lo largo de la vida?
¿Cuántas pérdidas somos capaces de soportar?

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Capítulo 28

Presente

Coaña, Asturias
El secreto del sótano de la casa azul

No ha sido buena idea visitar a Carmen. Se han despertado viejas heridas en


Amaia que creía superadas, sin caer en la cuenta de que las heridas no se
superan, sino que uno aprende a vivir con ellas. Empieza a entenderlo, el
pasado remueve. Vuelve a sentirse indefensa, desprotegida ante los caprichos
del destino.
Entra en la casa azul echando terriblemente de menos a su madre, si bien
una parte de ella agradece que esté muerta, porque duda que pudiera soportar
como le toca soportar a ella la desaparición de Mikel.
Está sola. Se siente sola. Más que nunca.
¿Cómo habría sido la vida si no hubiera perdido el latido de su bebé? ¿Y
cómo habría sido Mikel si Anne jamás hubiera desaparecido?
El sol se ha puesto. Solo se filtra un leve destello azul por las ventanas. La
hora azul, la llaman, procedente de la expresión francesa l’heure bleue que
tanto ha oído a lo largo de estos últimos años viviendo en París, cuando la luz
residual del sol adquiere una tonalidad azul eléctrico y tiñe la parte del mundo
que anochece de ese color. Y es durante la hora azul en la casa azul cuando
Amaia, sin posponer más el momento, baja al sótano asqueada por la cantidad
de telarañas que se le pegan en el pelo en su descenso.
Atraviesa el arco, alumbra con una linterna el sótano de paredes
desconchadas, negras por la humedad y el abandono. El techo con vigas vistas
es de dos niveles y Amaia tiene que agacharse en el primer tramo hasta llegar
al centro de la sala cuadrada. Aquí se despiertan todos y cada uno de sus
sentidos. Desde el sótano, se puede oír el funcionamiento interno de la casa:
el agua circulando por las tuberías, la llama de la estufa de gas, el ronroneo
del extractor. A su alrededor, intuye el contorno de los trastos viejos. Baúles,
cajas amontonadas, mobiliario viejo, roto, desfasado, y una muñeca de

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porcelana polvorienta sentada en un catre que su abuela dejó ahí hace años
porque a la niña que fue le provocaba terrores nocturnos.
Levanta la cabeza en dirección al techo y tira de la cadena para comprobar
si la bombilla desnuda, que oscila como un péndulo, funciona. Una luz tenue,
al principio inestable, se activa crepitando y llenándolo todo de sombras,
incluida la de Amaia, que se alarga hasta la pared donde hay un conjunto de
ventanas con cristales biselados por donde de día los rayos del sol se filtran
dándole un brillo brumoso a la estancia.
Y es ahí, hacia esa pared, donde Amaia acude al percibir una tonalidad
distinta que no tiene nada que ver con las manchas de humedad. Con la
linterna aún activada, se acerca. Un escalofrío le recorre la espalda al
percatarse de que hay una mancha marrón y reseca. Conduce la mano y la
arrastra, acercándosela seguidamente a la nariz. No huele a nada, pero sabe
que es sangre. Que, tiempo atrás, habría percibido su olor metálico. Y,
además, hay dos pelos castaños incrustados que bien podrían ser de Mikel.
También de Gonzalo, cuyo cabello, según su fotografía de perfil de Facebook,
es más oscuro que el de su hermano, aunque es posible que la sangre lo haya
aclarado.
El peor suceso retumba en la imaginación de Amaia como si de verdad
hubiera ocurrido, como si lo pudiera visualizar a modo de flashback. Es tan
solo una intuición, pero un terror profundo se instala en su pecho agitando su
respiración.
Le da la espalda a la mancha, repara en un par de colillas en el suelo,
signo inequívoco de que Mikel, fumador empedernido, estuvo aquí, y abre las
cajas y el baúl, en busca de… ¿de qué?, se pregunta, temblorosa, pasando
hojas y más hojas amarillentas con los bordes rotos de documentos antiguos
de compra venta de terrenos y ganado de finales del siglo XIX y principios del
siglo XX, con las letras desdibujadas. También hay fotografías en blanco y
negro y color sepia que no le dicen nada. No conoce a nadie, si acaso
identifica a su abuela de niña acompañada de dos mujeres vestidas de negro y
con delantal, que crían malvas desde hace tiempo.
Echa un vistazo debajo de la cama ignorando la mirada muerta de la
muñeca de porcelana, pero no encuentra nada. Si había algo de cierta
relevancia, ya no está. Si Mikel le había dejado algo, un vídeo, una carta, lo
que sea, alguien se ha encargado de eliminar pruebas. O a lo mejor nada de
eso ha existido y Amaia está tan paranoica que quiere ver conspiraciones
donde no las ha habido nunca. La respuesta tiene que ser más simple, puede

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que aparezca cuando ya no la busque, como los objetos que pierdes y un día,
cuando ya no piensas en ellos ni te preocupan, los encuentras, y aun así…
—Mikel… —murmura mirando a su alrededor en busca de una señal. Las
palabras le arañan la garganta y, de pronto, se siente deshidratada, con una
sed urgente—. Mikel, qué hiciste… ¿Supiste qué le pasó a Anne? ¿Has tenido
algo que ver con la desaparición de Gonzalo? —le pregunta a la nada
desatando sus conjeturas, consciente del eco de su propia voz, mientras clava
los ojos en la mancha marrón de la pared. Sangre, es sangre. No le cabe
ninguna duda de que el sótano ha sido testigo de algún tipo de violencia
iniciada, seguramente, por su propio hermano, de quien, muy a su pesar,
empieza a sospechar. Es probable que, en esta ocasión, Mikel no sea una
víctima e, internamente, le aliviaría, porque eso significa que, tarde o
temprano, volverá a ella su latido. Mikel está vivo. Tiene que estarlo. No
puede dejarla sola. Él no, no así, sin haberle dado tiempo a pedirle perdón.
Ya en el salón, está a punto de marcar el número de teléfono del agente
Artos. Quiere preguntarle si registraron el sótano, aunque lo duda, porque
habrían encontrado la sangre y no le comentó nada de eso. Pero algo la hace
cambiar de opinión. Al levantar la cabeza en dirección a la ventana desde
donde siempre cotillea su vecina María Luisa, ve, con la misma turbación que
la otra vez, cómo el visillo se mueve sin que, visiblemente, haya nadie detrás.
Porque María Luisa no está ahí. La mujer, aprovechando que hoy no llueve,
está sentada en una silla de mimbre en el porche delantero, disfrutando como
una niña del atardecer y de un vaso de limonada que sorbe por una cañita de
color rosa fosforito.

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Capítulo 29

Coaña, Asturias
María Luisa

— María Luisa —la llama Amaia acelerada, con el móvil en una mano y las
llaves de la casa azul en la otra. María Luisa, sorbiendo de la cañita la
limonada, levanta la cabeza y la mira como si no la conociera—. María Luisa,
sé que el agente Artos le hizo preguntas después de que mi hermano
desapareciera, pero ¿vio algo raro? ¿Vio a alguien? A… ¿A Gonzalo
Bergeron?
—¿Por qué me lo preguntas? ¿Has bajado al sótano, verdad?
—¿Cómo lo sabe? —se asusta Amaia, observando a la mujer como si
fuese un rompecabezas que trata de resolver.
María Luisa se echa a reír y la señala.
—Porque tienes telarañas en el pelo. Anda, maja, ve a darte una duchita,
que a lo mejor esta noche tienes visita y no querrás que te vea con estas pintas
—sigue riendo la mujer, ante el desconcierto de Amaia.
—María Luisa, por favor, vio algo o…
—Shhh… ¿Lo oyes?
—¿El qué?
—El silencio —murmura la mujer—. Mientras el silencio nos acompañe,
no tienes nada de qué preocuparte, Amaia… Mikel sigue aquí. Está más cerca
de ti de lo que crees.
—¿Cerca? ¿Dónde? —recela Amaia, alzando la voz más de lo que debería
sin que la vecina, que parece saber más de lo que dice, se inmute.
—Tú no lo puedes ver, claro, pero yo sí. Sigue aquí —repite con
indiferencia, volviendo a centrarse en el verde de los campos que hay enfrente
mientras sigue sorbiendo de la cañita.
—Usted no estaba aquí cuando Anne desapareció —cae en la cuenta
Amaia—. ¿Dónde estaba?
María Luisa se encoge de hombros y su mirada esquiva se vuelve opaca.
—¿Dónde estaba? —insiste Amaia.
—En el infierno —zanja María Luisa entre dientes y con voz ronca, dando
muestras de cuánto le molesta hoy la presencia de Amaia. Termina la

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limonada sorbiendo ruidosamente y se pone en pie para encerrarse en casa sin
tan siquiera despedirse.

Media hora más tarde, María Luisa empieza a hablar frente al televisor donde
emiten Pasapalabra, su programa favorito, el único con el que logra
desconectar y acallar las voces. Hoy no tiene ganas de estar de pie mirando
por la ventana. No, hoy no está de humor, y eso que ha dejado de llover. Está
cansada, inquieta. Se le han hinchado las varices de las piernas, más que de
costumbre, presagio de que algo malo va a ocurrir. Si por ella fuera, que el
mundo llegue a su fin, que bien poco le importa.
—Hay que ver, Mikel, tu hermana es como un grano en el culo. No la
recordaba yo tan apasionada, tan… tan… Vamos, que casi prefería a la Amaia
que me tenía miedo y no se me acercaba, a esta que no tiene respeto ni por los
muertos, carajo.

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Capítulo 30

Coaña, Asturias
En el granero de los hermanos Arruza

Rufus y Edgar, los maleantes de Coaña, han salido esta mañana de prisión
después de haber estado encerrados durante noventa días por sus habituales
trapicheos con las drogas. Y aun así, no escarmientan. La cárcel es un buen
lugar para hacer contactos, se acabaron los negocios de poca monta. El
próximo desafío los conducirá a A Coruña, donde se encuentran los
narcotraficantes más poderosos de toda Galicia, con quienes los hermanos
siempre han deseado codearse. Ellos dos son peleles aficionados, pero de todo
se aprende, especialmente de los errores, y ya llevan unos cuantos a cuestas.
Sus deseos por escalar peldaños en el mundo oscuro de la droga y hacerse de
oro no cesan tras años de intentos fallidos y varias entradas y salidas breves
de prisión.
Estacionan el coche, un destartalado Seat de los años 90, frente a un
granero que usan como almacén a las afueras de Coaña rodeado de bosques,
campos de cultivo y privacidad. Todavía persiste el olor a vacas que
antiguamente habitaron ese espacio cuando vivía el padre, muerto de un
infarto fulminante por el que la madre de Rufus y Edgar, antes de retirarles la
palabra y echarlos a patadas de casa, les culpó por los disgustos que le daban.
Pero en esta ocasión, nada más abrir el portón de madera con la pintura roja
descascarillada, no es el olor a vacas el que inunda sus fosas nasales, sino
algo más turbio y putrefacto por el que, pese a estar acostumbrados a todo,
tienen que contener una arcada.
Rufus es el primero en atisbar el cadáver putrefacto, en avanzado estado
de descomposición e irreconocible, que yace sobre un montón de paja. La piel
ha empezado a desprenderse y a adquirir una tonalidad verdosa que a Rufus le
parece una visión asquerosa de la muerte que nadie debería ver. Alrededor del
cuerpo revolotean moscas y el vientre ha sido escarbado por gusanos y otros
insectos.
Debe de llevar meses pudriéndose.
Lo dejaron ahí poco después de que los hermanos ingresaran en prisión
sabiendo que, salvo ellos dos, nadie entra nunca aquí. Es la conclusión a la

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que llegarán los hermanos cuando sean capaces de pensar con claridad.
Edgar, detrás de Rufus, abre tanto los ojos que parece que se le vayan a
salir de las órbitas.
—Hostia puta.
—Tenemos un problema —masculla Rufus, conteniendo la respiración y
creyendo, por un momento, que no es real. Es por las drogas, que le han
consumido las neuronas provocando que vea cosas que en realidad no existen,
se dice, o está soñando, se trata de una pesadilla dantesca. Sí, eso es, es una
pesadilla fruto de los nervios por la salida de prisión. Aún no ha salido de la
cárcel. No, no está aquí, no hay un jodido cadáver descomponiéndose en el
granero. Pero su hermano, tan impresionado como él, también lo está viendo,
así que tiene que estar pasando—. Joder, joder, joder —masculla entre
dientes, dando vueltas y llevándose las manos a la cabeza.
—¿Quién es? —pregunta Edgar, llevándose la mano a la boca y a la nariz
abotargada que le partieron hace una semana en una pelea en el patio de la
cárcel.
—¿Y yo qué cojones sé, Edgar? —se cabrea Rufus, saliendo del granero a
toda prisa para despejarse y respirar aire puro—. Es repugnante, es… tiene la
cara destrozada, tío, ¿has visto los sesos? ¡Se le veían los sesos, joder! Podría
ser cualquiera.

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Capítulo 31

Coaña, Asturias
En el bar de Alejandro

Como Amaia no quiere volver a pisar el bar de Alejandro, al menos de


momento, tira de contactos para conseguir su número. Llama a Carmen, la
madre de Anne, y esta, a su vez, se pone en contacto con la madre de
Alejandro, que le facilita el número móvil de su hijo.
Qué manera de complicarte la vida, Amaia.
Amaia piensa entonces que le encantaría visitar a los padres de Alejandro.
Siempre la trataron con mucha amabilidad, la hacían sentir una más en la
familia.
Alejandro sirve tres cervezas a Jaime, Ricardo y Xoan, que hablan de la
puesta en libertad de Rufus y Edgar, ignorando a Adela, en la otra punta de la
barra tomándose un té verde. Como de costumbre, está absorta en su mundo,
solo ella decide cuándo salir de su burbuja extraña.
—La volverán a liar —predice Jaime.
—A ver si se largan y la lían en otra parte —espeta Xoan.
—En un mes vuelven a estar en la cárcel —augura Ricardo con seguridad.
—¿Creéis que Rufus y Edgar tuvieron algo que ver con la muerte de
Anne? —interviene Adela, escudriñando a los tres amigos y a Alejandro, que,
desde detrás de la barra secando un vaso con un paño, se queda parado como
si el tiempo y según qué instantes se pudieran congelar.
—¿Con la muerte de Anne? —reacciona Alejandro al cabo de un rato en
el que Jaime, Xoan, Ricardo y él se han mirado entre ellos con extrañeza—.
Anne no apareció, Adela, ¿cómo estás tan segura de que está muerta?
—A ver, diez años sin aparecer… no hace falta mucho para deducir que
está muerta, ¿no? —resuelve Adela con calma, sorbiendo escandalosamente
el té—. ¿Qué hacían esos dos aquella noche? ¿Vosotros lo sabéis? —insiste.
—¿Y qué hacías tú, Adela? —se le encara Ricardo—. Ya está bien de
culpar a todo dios, hostias. Que si Mikel, ahora Rufus y Edgar… —zanja,
resoplando y poniendo los ojos en blanco, sin ocultar la antipatía que siente
por Adela. Ha sido así desde que eran críos. Si Adela muriera mañana, en su
opinión no sería una de esas personas a las que se echan de menos.

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—Yo solo digo que esos dos son mala gente, lo peor que ha visto Coaña
en años, y que no se les investigó como es debido.
—¿Qué te ha dado últimamente con el tema? Han pasado diez años —
argumenta Xoan.
—Como si han pasado treinta, Xoan —se pone a la defensiva Adela—.
¿Y Mikel? ¿Qué esconde Mikel para desaparecer así, de la noche a la
mañana? ¿Y por qué Amaia ha vuelto, si tanto ha parecido renegar del pueblo
y de su hermano durante los últimos años? —sigue preguntando, desvariando
para sí misma sin lograr su propósito, que no es otro que el de llamar la
atención.
—A Amaia déjala tranquila —le advierte Alejandro elevando la voz—.
Me he enterado de que has ido a su casa a increparla y a decirle tonterías.
—Porque no quiero que te haga daño, Alejandro. Eso es todo… —dice
con tono melifluo, ignorando las risas contenidas de los idiotas que la miran
como si le faltara un tornillo—. ¡¿De qué os reís?! ¡Madurad ya! Panda de
inútiles… —masculla, haciendo un amago de levantarse para finalmente
quedarse sentada en el taburete, cuando el móvil de Alejandro vibra encima
del congelador.
—¿Sí? —contesta Alejandro ante la atenta mirada de todos, especialmente
de sus amigos, que vuelven a reírse al ver cómo se sonroja. Hasta Adela
adivina que quien le ha llamado es Amaia, y su cara se congestiona en una
mueca amarga que, vista desde fuera, denota la malicia que corre por sus
venas.

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Capítulo 32

Coaña, Asturias
Mismo momento, en la casa azul

— Necesito hablar contigo, Alejandro —le pide Amaia—. No puedo con


tanta carga yo sola y… y la única persona en la que confío es en ti.
Amaia oye barullo de fondo. Risas. Se tensa ante el silencio que se
prolonga en la línea seguido de un suspiro profundo.
«Ahora confías en mí. Ahora», se lamenta internamente Alejandro, que
querría dejar a Amaia tan atrás como ella lo dejó a él sin que hiciera nada para
merecerlo.
—Vale —acepta Alejandro en voz baja, susurrante, y lamenta que haya
personas como Amaia con la capacidad de romperte el corazón para luego
recomponerlo con su mera presencia, haciéndote sentir alguien imprescindible
—. Cuando cierre el bar voy para allá.
—Aquí te espero.
A la sangre seca en el sótano y a los dos pelos incrustados que podrían ser
de Mikel, se le une su último descubrimiento: una grabadora en la que la voz
de su hermano se entrelaza con otra que no reconoce, pero que supone que se
trata de la de Gonzalo, grave y profunda, con un deje de amargura, miedo e
irritación.
Esta segunda revelación del día, del todo inesperada, ha ocurrido cuando
Amaia ha subido al dormitorio que compartía con su hermano. La tabla de
madera con la que tropezó la tarde en la que llegó, cayendo de bruces en la
cama de Mikel, se ha partido en dos crujiendo estrepitosamente y dejando al
descubierto una grabadora antigua, de esas reliquias que funcionan con
casetes y que había pertenecido a su padre. No estaba muy sucia, cubierta por
una capa de polvo como cabría esperar, por lo que Amaia ha deducido que no
debe de llevar mucho tiempo ahí escondida. Con el corazón en la garganta y
el convencimiento de que daría con algo importante que poder presentarle al
agente Artos, Amaia se ha agachado y ha cogido la grabadora. Le ha dado al
PLAY, rebobinando y avanzando varias veces, pero no ha tardado en
comprender que, o bien la grabación se inició a media conversación, o alguien

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se ha encargado de borrar una parte, lo cual tendría sentido por el ruido
blanco que se oye al principio y al final.

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Capítulo 33

Tres meses antes

Coaña, Asturias
9 de marzo de 2018

Desde el momento en que Gonzalo recibió la llamada de Mikel, sabía que


estaba perdido. Lo había descubierto. O casi. ¿Cómo? No tenía ni idea.
Pensaba que Antonino, desde su posición de Policía Local en Coaña, lo tenía
todo controlado; sin embargo, hacía tiempo que Gonzalo había aprendido que
el ser humano no tiene el control sobre absolutamente nada, aun cuando
necesita creer que sí para mantenerse cuerdo.
No había un solo día desde aquella madrugada de la noche de San Juan de
hacía diez años, que el arrepentimiento no viniera a visitar a Gonzalo. El
rostro de Anne se le presentaba en sueños difuso y monstruoso. Sus ojos
grises, esos por los que Gonzalo había suspirado tanto en la adolescencia, se
volvían rojos de ira haciéndole sentir dentro de su incontrolable mundo
onírico, en el mismo infierno que ella vivió.
Él no era un mal chico. No se había convertido en un mal hombre. Eso
creía, que no había un ápice de maldad en él, hasta que aquella noche se le fue
de las manos y el deseo lo convirtió en el mismísimo diablo.
Desde entonces, Gonzalo cree en la posibilidad de que energías oscuras se
apoderan de tu ser y que un lugar como los yacimientos Castro de Coaña, con
ese halo magnético que todo lo envuelve, es un lugar propicio a que suceda
algo malo.
Nada más colgar la llamada, dispuesto a conducir hasta el pueblo y verse
con Mikel en la casa azul, pensó que merecía saber la verdad pese a haber
verdades que, a según qué personas, les conviene mantener enterradas. Él era
el primer interesado en que jamás se supiera lo que había ocurrido, pero tal
vez había llegado el momento de pagar por lo que hizo, después de diez años
de silencio, amargura y remordimiento.
El crimen no había prescrito, por lo que Gonzalo ya se veía entre rejas
compartiendo celda con matones que lo violarían en las duchas metiéndole un

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jabón por el ano, si es que esas leyendas son ciertas, desangrándose por
apuñalamiento con un punzón hecho con prisas en el patio, o humillado en el
comedor con comida pastosa en bandejas de plástico que no engullirían ni los
perros. Su aspecto no era el de alguien que termina cumpliendo condena, y,
de ser así, no duraría ni veinticuatro horas entre rejas. Él era un respetable
banquero con amigos médicos, abogados, psicólogos, arquitectos… y que,
como a todos los madrileños, le gustaba conducir hasta las playas de
Valencia, alquilar un yate, tostarse al sol, alojarse en los mejores hoteles y
comer paella en las terrazas de los chiringuitos ubicados en el paseo marítimo,
donde la brisa marina te acaricia la piel y los rayos del sol te dan de frente en
la cara.
La vida iba bien, hasta que Mikel lo encontró y los recuerdos se avivaron.
Tendría que haberle hecho caso a Antonino. Jamás debió abrirse una red
social con la estúpida idea de presumir de estilo de vida.
Antes de salir de casa, un adosado en el barrio de Salamanca, Gonzalo
abrió el armario empotrado de su dormitorio. Apartó la tabla que ocultaba un
doble fondo y pulsó el código que abría la caja fuerte. En ella guardaba dinero
en efectivo, documentos importantes y… la tarjeta de memoria de la primera
cámara de vídeo que tuvo. Esa tarjeta que llevaba diez años acumulando
polvo y cuyo contenido solo se había atrevido a ver una vez, ahora podría ser
su seguro de vida.
Mikel no era el único al que le gustaba inmortalizar momentos detrás del
objetivo de una cámara.
Gonzalo condujo las seis horas que lo separaban de Coaña sin decir nada a
nadie, ni siquiera a su madre, con quien estaba muy unido, tanto, que ninguna
mujer parecía ser lo suficientemente buena para él. Pensaba regresar a
Madrid, claro. Esposado, seguramente. Aunque, si caía él, caerían todos;
Gonzalo ya les había amenazado más de una vez. No sería el único idiota que
pagaría los platos rotos de los demás, de eso ni hablar, porque, por sí solo,
jamás habría hecho lo que hizo. Ellos tuvieron la culpa de que el diablo se
apoderara de él y le destrozara la vida. Vivir con la culpa no es vivir
plenamente. Ellos, ellos fueron los que lo arrastraron a hacer lo que hizo.
Al fin, Gonzalo llegó a Coaña. Por petición de Mikel, dejó el coche
aparcado lejos de la casa azul, en un descampado.
—Ni se te ocurra aparcar delante de casa —le había advertido, y el tono
amenazante de Mikel casi provoca que diera media vuelta de regreso a la
capital.

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Pero sería inútil. Mikel volvería a encontrarlo. Gonzalo percibió que
Mikel no solo quería saber qué le ocurrió a Anne o dónde dejaron su cuerpo
ultrajado y destrozado. También tenía sed de venganza. Y Gonzalo no quería
más muertes. Por eso, no quería que Antonino ni nadie se enterara de que
regresaba a Coaña para redimirse y confesar la verdad. Una verdad que, tal
vez, a Mikel no le gustaría oír, porque, detrás de lo que le ocurrió a Anne,
había algo más. Algo que, Gonzalo estaba convencido de ello, solo sabía él.
Gonzalo recorrió a pie el kilómetro y medio que lo separaba de la casa
azul sintiendo que no había pasado el tiempo. Que en cualquier momento iba
a verse a sí mismo haciendo botellón con sus amigos con la espalda recostada
en los muros de piedra que flanqueaban los senderos de tierra de donde
sobresalían moras silvestres que engullían como golosinas, jugando al
futbolín en el bar de los padres de Alejandro o saliendo a pasear en bicicleta
con los veraneantes que se unían a los del pueblo. Ojalá poder regresar al
pasado, a una vida sencilla sin más problemas que los típicos de la juventud y
los amores no correspondidos, sin remordimientos de conciencia ni actos
terribles para los que, una vez cometidos, no hay vuelta atrás.
Con el corazón latiéndole a mil, Gonzalo llamó a la puerta de la casa azul
desvaída por el paso del tiempo. Atrás había quedado el azul intenso de la
fachada que lucía años atrás, cuando los abuelos de Mikel vivían.
Mikel no tardó en abrir. Le estaba esperando. A Gonzalo le costó
reconocerlo, parecía que le habían caído veinte años encima. Había
adelgazado mucho desde la última vez que se vieron, en una de esas eternas
noches en las que, linterna en mano, buscaban a Anne por los bosques junto al
resto de vecinos de Coaña, y unas profundas ojeras oscuras bajo sus ojos, tan
inyectados en sangre que la esclerótica había dejado de ser blanca, indicaban
que llevaba días sin dormir. Apestaba a alcohol, a sudor y a algo más. Puede
que marihuana. A duras penas sostenía un cigarrillo entre los dedos
manchados de nicotina. Lo primero que el banquero pensó, pese a estar fuera
de lugar, fue que, si Anne siguiera con vida, jamás se habría fijado en un tipo
como Mikel. A lo mejor, ahora, él se habría llevado a la chica, como si esta
no fuera más que un trofeo para lucir delante de los amigos.
—Gonzalo —empezó a hablar Mikel con voz ronca. Daba la impresión de
que al hablar se le estuvieran desgarrando las cuerdas vocales—. Pasa. Cierra
la puerta.
Gonzalo, por si las moscas, dejó la puerta entreabierta, sin sospechar que
estaba cometiendo el peor de los errores.

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El interior de la casa azul desprendía un tufillo insoportable a rancio. No
fue el desorden ni la suciedad lo que impactó a Gonzalo, sino el olor, que se
coló por sus delicadas fosas nasales, provocándole una arcada que contuvo
llevándose la mano a la nariz.
—¿Cerveza, whisky…? Tengo de todo.
—No quiero nada, gracias.
—Bien. Vamos al sótano a hablar.
Gonzalo desconfió. ¿Al sótano? ¿Para qué quería Mikel bajar al sótano?
—Podemos quedarnos aquí —propuso Gonzalo, señalando los dos
sillones.
—No. Aquí nos pueden oír —deliró Mikel—. En el sótano no nos verá
nadie.
—¿Quién nos va a oír aquí? —se resistía Gonzalo. ¿Mikel iba fumado?
¿Drogado, tal vez?
—Va, Gonzalo, no te hagas el tonto. Tú también estás metido en el ajo.
Todos estáis metidos en algo muy gordo, me lo ha dicho Anne. En sueños.
Ella viene a verme en sueños y os señaló. Ella os señaló —siguió
desvariando, dándose golpecitos en la sien con el dedo índice—. Sabes que
van a por mí, que han puesto micrófonos por toda la casa menos en el sótano.
Ahí no se atreve a bajar nadie. Está maldito.
—Mikel, no…
—Me lo debes —sentenció Mikel sin darle otra opción.
Gonzalo inspiró hondo, agachó la cabeza y lo siguió. Mikel avanzaba en
dirección al sótano encorvado y tambaleante, al tiempo que Gonzalo, echando
un vistazo rápido a sus pantalones raídos, por si de la cinturilla o de los
bolsillos traseros sobresalía un arma, pensó que no tenía nada que hacer
contra él. Mikel iba borracho y drogado, con un solo golpe podría tumbarlo.
No le ocurriría nada. No había nada que temer.
Afortunadamente, el sótano no olía tan mal pese a su aspecto lúgubre.
Mikel encendió la bombilla pelada del techo y el espacio se llenó de sombras.
Tiró el cigarrillo al suelo, lo aplastó y se encendió otro. Tras dar una calada
honda, miró desafiante a Gonzalo, en alerta cuando Mikel se llevó la mano al
bolsillo. Pero, en lugar de una navaja o una pistola, armas mortales que la
imaginación de Gonzalo había fabricado, Mikel extrajo una inofensiva
grabadora, que alzó arqueando las cejas.
—Me lo debes —repitió. Gonzalo, dispuesto a confesar, a redimirse de la
culpa que lo asfixiaba como si una culebra le retorciera el pescuezo, asintió
con resignación. Mikel puso en marcha la grabadora y empezó a hablar—:

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Parecías tan inocente, Gonzalo. Nos engañaste a todos con tu cara de niño
bueno. Te uniste al grupo de rescate para encontrar a Anne, aun sabiendo
dónde estaba, qué le había pasado. Es algo más normal de lo que la gente
cree. Los asesinos acuden a los entierros de sus víctimas. Hablan con los
periodistas. Salen en televisión. Incluso lloran. Se lamentan. Putos mentirosos
compulsivos. Psicópatas que no merecen vivir. Se unen a los vecinos y se
pasan la puta noche buscando… ¿buscando qué? ¿Cómo se puede buscar a
alguien si ya sabes dónde se encuentra? ¿Cómo se puede fingir tan bien? Y no
lo supe ver. No lo supe ver. Yo… yo quiero saber dónde está —se rompió
Mikel, emitiendo un sollozo que más que humano parecía animal—. Quiero
saber dónde está… qué pasó aquella… qué pasó… por qué ella… por qué —
se derrumbó. Apenas era capaz de vocalizar.
—Mikel, siento ser yo quien te lo diga, pero tú no conocías a Anne como
la conocíamos nosotros. Tú solo venías en verano, nosotros estábamos con
ella durante todo el año y no era buena. No era buena… Anne era pura
maldad. Se metía con todos. Se reía de todos. Si supieras lo que te hizo… la
de cuernos que llevabas a cuestas, Mikel… Era una…
—¡No digas esa palabra! ¡No la digas! —se le encaró Mikel, amenazante,
avanzando un par de pasos en dirección a Gonzalo y señalándolo con el dedo
—. ¿Eso os dio derecho a hacerle lo que le hicisteis? Dónde está…
—Si hubieras estado con ella nada de esto…
—¡No me vengas con mierdas, Gonzalo!
Gonzalo, quien entendió que, por muchos kilómetros que pongas de por
medio es imposible huir del pasado, quería preguntarle cómo había llegado a
la conclusión de que él también estaba implicado en la desaparición de Anne.
¿Lo había puesto a prueba por ser el más débil de todos y le había salido
bien la jugada?
¿Había alguien más que sabía lo que le hicieron aquella noche a Anne?
¿Pero por qué ahora? ¿Por qué después de diez años?
No le dio tiempo a averiguarlo. Arriba se oyó un ruido. Instintivamente,
Gonzalo y Mikel levantaron la cabeza en dirección al techo, atentos a los
pasos inquietantemente lentos que recorrían el salón.
Mikel, sin quitar ojo a Gonzalo, apagó la grabadora para que esta no
captase ningún sonido de lo que la voz en la cabeza le dictaba que hiciera.
Matarlo.
Mikel quería matar a Gonzalo, estrangularlo con sus propias manos y
vengar a Anne, a pesar de no haberle sonsacado dónde la habían enterrado.
Primero caería él. Después, el resto. Por su parte, Gonzalo, mientras los pasos

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se escuchaban cada vez más cerca, se llevó la mano al bolsillo trasero de los
tejanos, sacó una tarjeta de memoria, y se la tendió a Mikel.
—Ten —le dijo con urgencia—. Esconde la tarjeta. Escóndela. Aquí está
todo. Se grabó todo… Nadie sabe que esto existe. Nadie lo sabe, Mikel… Ahí
tienes la verdad de lo que le pasó a Anne, nosotros no…
Mikel, perplejo, guardó la tarjeta en el bolsillo de su pantalón e
interrumpió a Gonzalo.
—¿A quién le has dicho que venías aquí? ¡¿Es que no has cerrado la
puerta, joder?! —inquirió Mikel.
—A nadie, no se lo he dicho a nadie. Te lo juro —contestó Gonzalo,
acobardado y con voz temblorosa, apartando la mirada de Mikel para
enfocarla en la figura aún sin rostro situada tras el arco por el que se accedía
al sótano.

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Capítulo 34

Presente

Coaña, Asturias
En la casa azul

Después de escuchar la breve grabación, con casi tanto silencio como


palabras acusadoras, Alejandro, inquieto, mira interrogante a Amaia.
—¿Y esto es todo? ¿No hay más? —Amaia niega torciendo el gesto. Le
da un sorbo a la copa de vino, aparta la mirada de Alejandro y la fija en el
cielo estrellado—. Lo que dice Gonzalo no tiene mucho sentido. Vale que yo
no estuviera pendiente de la vida de nadie, pero si Anne le era infiel a Mikel,
yo se lo habría dicho. Era… —recapitula, se muerde el labio inferior y
prosigue, negándose a hablar de él en pasado—: es mi amigo. Le habría
advertido de lo que pasaba en el pueblo en su ausencia para que decidiera si
seguir con ella o no. Y eso de que era pura maldad… joder, no sé. Se reía de
Adela, sí, pero todos se ríen de Adela, incluso ahora, y ya no tenemos quince
años… Y de los chicos pasaba, no vi nunca que se metiera con ellos…
¿Por qué mientes, Alejandro?
—De todas formas, eso no da pie a que Gonzalo…
Alejandro sacude la cabeza. No puede ser, algo no cuadra, le suena muy
loco. Gonzalo siempre fue un buen chico, el más tranquilo y pacífico de
todos, pero, claro, nadie lleva un cartel pegado en la frente advirtiendo que es
un asesino y hasta el que parece más inocente puede mentir. Un psicópata no
tiene cara de psicópata ni se comporta como tal en público.
—No me entra en la cabeza que Gonzalo la matara y la enterrara o la
escondiera vete a saber dónde, por lo visto muy bien, porque en diez años no
se ha descubierto nada —zanja Alejandro con voz queda.
—Mikel habla en plural. Le dijo a Gonzalo: «Eso os dio derecho a hacerle
lo que le hicisteis…». Gonzalo no es el único asesino de Anne, hay más,
seguramente los ves a diario, Alejandro. «Voy a hacer algo malo, muy malo»,
me dijo mi hermano —murmura Amaia, quien, antes de permitir que
Alejandro escuchara la grabación, le ha hablado de la última llamada de

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Mikel y de la desaparición de Gonzalo, noticia que no ha trascendido en
Coaña, y ahora tiene un debate interno sobre si presentar todas estas pruebas
al agente Artos, guardarlas, o eliminarlas definitivamente para seguir
protegiendo a su hermano—. ¿Qué pasó cuando apagó la grabadora? ¿Por qué
no hay más? Alejandro, ¿crees que mi hermano fue capaz de matar a Gonzalo
cuando reconoció el crimen?
Alejandro clava sus ojos en los de Amaia y aún puede ver a aquella chica
de veinte años asustada por la desaparición de la novia de su hermano. Trata
de ponerse en la piel de Mikel. Si en lugar de Anne hubiera sido Amaia, a él
no le habría temblado el pulso a la hora de matar al culpable. Hay quien tiene
un sentido de la justicia equivalente al que comete el mal, algo que, tal vez,
no ocurriría si las leyes fueran más duras, rápidas y, valga la redundancia,
más justas.
—Sí. Sí lo creo —contesta al fin, y Amaia se echa a llorar, al tiempo que a
Alejandro le rompe por dentro verla así.
Titubeante, Alejandro pasa un brazo por la espalda de Amaia. Está
temblando. La arrima a su pecho y ella, estremecida por el íntimo contacto
que la devuelve a un pasado más tierno que el presente incierto, le revela algo
que nadie sabía hasta hoy:
—Creo… creo que fui la última persona que vio con vida a Anne —dice
Amaia.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de que aquella noche te dije que tenía frío, que iba a
acercarme a casa a buscar una chaqueta? —Alejandro asiente, aunque no lo
recuerda, porque donde iba uno siempre iba el otro y a él le extraña que no la
acompañara. Ha pasado tanto tiempo, que es normal confundir fechas,
noches…—. Vi a Anne. Hablé con ella. Nunca se lo dije a nadie, ni siquiera a
Mikel. No me atreví y tenía otras cosas… —Amaia inspira hondo. No, para
esa íntima revelación todavía no está preparada—. Tenía otras cosas en la
cabeza. Y luego… luego nada. Podría haberla acompañado hasta su casa.
Pero, entonces, podría haberme pasado a mí. Podría haberle pasado a
cualquiera, a no ser que tuvieran a Anne en el punto de mira y solo la
quisieran a ella. El miedo a que algo así ocurra, ahora que intuimos por la
grabación que Gonzalo fue uno de sus verdugos, no desaparece nunca. Porque
ocurre a diario, en todas partes, por culpa de descerebrados que se creen con
derecho a todo. Le pasó a Anne y estoy segura de que, además de aquellos
chicos de Villacondide que conducían borrachos y drogados, yo fui la última
persona que la vio con vida. ¿Cómo te perdonas algo así? ¿El hecho de pensar

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que podrías haber evitado una tragedia y no hiciste nada? ¿Cómo podía saber
yo que esa sería la última vez que la vería?

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Capítulo 35

Diez años antes

Coaña, Asturias
La noche de San Juan de 2008

Amaia aún era capaz de fingir que no tenía preocupaciones de ningún tipo.
La ignorancia también da la felicidad, cuando no piensas que la vida puede
cambiar en un solo segundo mostrando su peor cara. Ante Amaia, se
presentaba un verano más junto a Alejandro. Uno de esos veranos idílicos en
los que la fiesta, la diversión y la tan ansiada intimidad entre ambos parecían
no tener fin, hasta la temida llegada del mes de septiembre con su
correspondiente bofetada de realidad.
Todo empezaba con la verbena de la noche de San Juan. Amenizaba la
fiesta una orquesta en un descampado cedido por el Ayuntamiento y, en el
centro, una fogata por la que los más atrevidos saltaban, provocando risas
histéricas entre la multitud.
Amaia y Alejandro, abrazados como si fueran lapas, como si no
concibieran la vida sin poder tocarse, lo observaban todo desde la distancia.
Él iba un poco pasado, se había excedido con los cubatas, mezcla de ron con
Coca-Cola que Xoan, Ricardo y Jaime guardaban en el maletero de un coche.
Emborracharse así era más barato que acercarse a la barra del bar móvil.
En un momento de la fiesta, cuando el reloj marcaba la medianoche,
Amaia se percató de que algo iba mal entre su hermano y Anne. Hablaban en
voz baja, susurrante, no se les oía, pero sus gestos eran violentos. Amaia
conocía el fuerte temperamento de su hermano, su impulsividad, su mala
costumbre de soltar por la boca palabras hirientes.
Anne se largó. Cabizbaja y llorando.
Mikel se quedó en la fiesta con la mirada clavada en el fuego, como si en
cualquier momento fuera a atravesarlo.
Amaia se acercó a su hermano.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué le has dicho para que se vaya así de cabreada?
—No lo quieras saber, Amaia.

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—¿El qué?
Mikel miró a su hermana y fue como si ella pudiera ver a través de él. En
esa mirada de ojos acuosos por el alcohol y los dos porros que Mikel se había
fumado, fue como si Amaia le hubiera leído el pensamiento.
—No puede ser.
—Sí, Amaia. Sí…
—¿Estás seguro?
—Sí.
Parecían hablar en código. Los hermanos se entendían. Amaia inspiró
hondo, llena de rabia, fue hacia Alejandro y le dio un beso en los labios. Él,
mirándola desde la embriaguez, pensó en la buena suerte que tenía. Estaba
con la chica más guapa de la fiesta.
—Empiezo a tener un poco de frío, voy a casa a por una chaqueta y ahora
vuelvo —le dijo Amaia al oído.
—Acércate a la hoguera.
—El fuego me da miedo, ya lo sabes —murmuró Amaia, mirando a su
hermano, perdido en alguna parte, solo entre la multitud.
—¿Te acompaño?
—No, no hace falta, está aquí al lado. Ahora vengo.
Amaia salió corriendo con la esperanza de encontrar a Anne por el
camino. Sí, tenía frío. Pero su intención era hablar con Anne. Si es que las
palabras no se le atragantaban en la garganta.
Amaia encontró a Anne a pocos metros de su casa, la casa azul, con todas
las luces apagadas. Sus abuelos ya dormían pese al alboroto de la verbena
sonando a lo lejos, y sus padres habían salido a cenar con unos amigos y
llegarían tarde.
—¡Anne! —la llamó para que se detuviera. Pero Anne no se detuvo—.
Anne, espera —insistió hasta alcanzarla. Anne no quería que Amaia la viera
llorar—. ¿Qué ha pasado?
—Se acabó, Amaia. Tu hermano es… algo no va bien.
—Pero si hace dos días se os veía genial.
—Mikel y yo no somos como Alejandro y tú, Amaia. No somos almas
gemelas, no estamos hechos el uno para el otro. Yo no tengo la necesidad de
estar las veinticuatro horas con él, empieza a agobiarme, ¿entiendes?
—¿Te gusta alguien? Hay alguien que…
—Amaia, déjame, tú no entiendes nada. No tienes ni puta idea de cómo es
el pueblo cuando se acaba el verano y nos quedamos los de siempre. Es una
mierda. Y tu hermano no está bien, deberíais llevarlo a un psicólogo.

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Anne suspiró, se deshizo de las lágrimas, pero de sus ojos brotaban más y
más… no podía parar de llorar, mientras Amaia la contemplaba sin emoción.
—Bueno, me voy —dijo Anne—. Tengo ganas de llegar a casa.
—¿Estarás bien? —se preocupó Amaia.
—Claro. Claro, sí, no te preocupes.
Amaia la abrazó. Ahora, la que quería echarse a llorar era ella. Anne,
tensa, dejó los brazos a ambos lados de su cuerpo sin corresponder al cariñoso
abrazo de su amiga. Unos metros más adelante, alumbrada por las escasas
farolas del camino, Anne atisbó a Adela, a quien Amaia no conocía. Era la
chica rara del pueblo, la que no caía bien ni se relacionaba con nadie.
Aseguraban que le faltaba un tornillo, que le faltó oxígeno al nacer, algo que
Anne se había encargado de destapar para pagar su frustración contra alguien.
Adela apenas salía de casa, especialmente en verano, cuando el pueblo se
llenaba de vida. Decía que no le gustaba la gente, pero, en realidad, a la gente
no le gustaba Adela, y ella lo sabía.
—Mira, por ahí va la imbécil de Adela —espetó Anne en un arranque de
ira que no había mostrado nunca delante de Amaia.
—¿Quién?
—Bah, nadie, una loca —contestó Anne con desprecio—. Pero al menos
me hará compañía en lo que me queda de camino hasta llegar a casa.
—Vale, descansa. Mañana lo verás todo con más claridad.
Fue lo último que Amaia le dijo a Anne, sin sospechar todavía que no
habría un mañana. Que para Anne no volvería a salir el sol. Y que faltaban
escasas horas para que saltara la alarma de que Anne no había regresado a
casa. Empezó la búsqueda. El verano, la época más esperada del año, se
volvió fría y sombría. Todo llegó a su fin antes de tiempo.

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Capítulo 36

Presente

Coaña, Asturias
En la casa azul

— Le estuve dando muchas vueltas a esa conversación que, poco a poco, la


vida y sus obligaciones fueron disipando. Sé que mi hermano podía ser
violento a veces… abusaba de las drogas del alcohol y comprendo que Anne
se cansara. Secretamente, me dio por pensar que había sido él quien le había
hecho algo a Anne. Quería decirles que buscaran en los yacimientos, que
igual ahí podrían dar con ella, que mi hermano tenía obsesión con ese lugar,
pero es sagrado, así que a nadie se le ocurriría enterrar un cuerpo ahí, ¿no? Lo
visitan cientos de personas al año, sería arriesgado, una locura.
—Y dices que Anne te dijo que Adela andaba por ahí.
—Sí. Doy por sentado que es la misma mujer que vino a casa a
insultarme.
—No hay ninguna otra Adela en el pueblo —comenta Alejandro
extrañado. Sus recuerdos sobre aquella época reviven y la imagen de Anne
metiéndose con Adela y riéndose de ella en público por algo tan banal como
sus atributos físicos, le hace dudar—. ¿Y Anne se fue con ella?
—Eso dijo Anne.
—Pero Adela apenas salía de casa. ¿Qué hacía a esas horas por ahí?
Amaia, indiferente a ese nombre, a esa mujer desagradable con lengua
viperina pero de apariencia endeble, se encoge de hombros.
—¿Crees que es importante? ¿Qué Adela sabe algo?
—Joder, claro —cae en la cuenta Alejandro—. Tú no fuiste la última
persona que vio a Anne con vida y no puedes seguir culpándote por eso ni por
no haberlo dicho. No creo que tenga importancia, de verdad, pero si Adela
andaba por ahí, fue ella.
—Entonces, crees que Adela…
—No, no, me refiero a que Adela fue la última persona que vio a Anne y
no lo dijo. No creo que Adela le hiciera nada. Vamos, imposible —niega

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tajante Alejandro—. Pero lo que me extraña es que Anne dijera que se iba a
casa con ella. A no ser que no quisiera continuar hablando contigo y fuera una
manera de escabullirse. No se llevaban bien. Anne era bastante cruel con
Adela por ser como… bueno, ya sabes, por ser como es.
—No me hizo falta mucho para hacerme una idea, pero Anne no era cruel.
No lo era en verano, cuando estaba con Mikel… siempre fue muy agradable
con nosotros.
—Anne tenía una doble cara. Lo que Gonzalo le dijo a Mikel, que en
realidad no conocía a Anne, es verdad —dice Alejandro señalando la
grabadora—. Esto cada vez me huele más raro, Amaia.
—Yo tengo una opresión en el pecho que no me deja respirar, Alejandro
—confiesa en un murmullo—. Porque mi hermano… no sé si está vivo, si
está muerto, si se cargó a Gonzalo, si se le ha ido la cabeza del todo, o si…
—Intento recordar algo de aquella noche, aunque es difícil. Iba bastante
borracho —le interrumpe Alejandro con voz grave—. Mikel se quedó un rato
en la fiesta después de que Anne se largara. No lo recuerdo hablando con
nadie. Y luego se largó a casa. Pero no estoy seguro.
—Sí… creo recordar que, cuando volví al descampado, Mikel seguía ahí.
Luego tú y yo nos fuimos… Y al llegar a casa y entrar en la habitación, él ya
estaba dormido. Había un bulto en la cama, yo qué sé, no sería la primera vez
que colocaba una almohada para que pensaran que estaba ahí. Pero a saber
qué hora era, ha pasado mucho tiempo… No me acuerdo.
—Bueno, tú y yo solíamos quedarnos hasta tarde por ahí, sí —evoca
Alejandro con una media sonrisa que desarma a Amaia y provoca que, por un
momento, el pasado que los une se imponga a la turbación de los últimos
acontecimientos, a la oscuridad que ha envuelto su conversación, que dura ya
dos horas. Por eso, sin pensar, como por inercia, Amaia levanta la mano y la
conduce a la mejilla rasposa de Alejandro, que inclina un poco la cabeza para
sentir con más intensidad su contacto. Inspira hondo, se muere por besarla,
pero…—. No creo que sea el mejor momento para… Ya sabes.
—Contigo siempre lo es, Alejandro. Eso no ha cambiado. Y nunca
cambiará. Seguimos siendo tú y yo —le dice, susurrante, cerca, cada vez más
cerca, tanto que sus alientos se entremezclan y la suave brisa les acaricia al
mismo tiempo—. Nunca te he olvidado. Nunca te he dejado de querer —
confiesa entre lágrimas, notando las manos de Alejandro en la nuca para
atraerla hacia él, hasta que sus labios se rozan y, tras reconocerse de hace
años, de otras vidas, se funden desatando una pasión que tenían reprimida
hasta hoy. Hasta ahora. Que todo parece cobrar sentido aunque no lo tenga.

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Las palabras ahora sobran. Alejandro y Amaia se funden en esta noche en
la que las estrellas deben de vernos tan diminutos como nosotros a ellas. No
somos nada para este universo infinito; sin embargo, Alejandro y Amaia lo
son todo el uno para el otro, todo lo que importa, siempre ha sido así y con
eso debería bastar.
Amaia es quien toma la iniciativa después de tantos años deseando un
momento como este. Sin poder despegar sus labios de los de Alejandro y sin
poder dejar de tocarse y acariciarse, suben de la mano hasta la planta de
arriba. Ahí, en mitad del pasillo, es cuando una duda la acecha. ¿Dónde
deberían hacerlo? Porque va a pasar. El anhelo siempre nos precipita.
Finalmente, Amaia abre la puerta que conduce a la habitación donde dormía
con su hermano cuando los veranos eran normales y felices y la casa azul
estaba rebosante de vida. Pero ahí donde tendría que haber un vacío, está
Mikel, de brazos cruzados, y la mira fijamente con una ceja levantada y una
sonrisa burlona. Amaia se sobresalta y grita, asustando a Alejandro.
—¿Qué pasa?
Amaia, sintiendo el corazón en las sienes, mira a Alejandro con los ojos
muy abiertos dejando entrever el terror que la atenaza, y, seguidamente,
vuelve a mirar hacia la cama donde hasta hace escasos segundos habría jurado
que estaba Mikel.
Pero su hermano no está. Nunca ha estado ahí.
Su imaginación le ha jugado una mala pasada, o tal vez haya sido el vino,
que se le ha subido a la cabeza. No obstante, la excitación del momento se
apaga y Alejandro se muerde las ganas pero se muestra comprensivo.
—Amaia, demasiadas cosas en muy poco tiempo. Tenemos la cabeza
hecha un lío. Será mejor que me vaya.
—No. No, por favor, quédate conmigo. Quédate esta noche. No puedo
estar sola… no puedo quedarme aquí sola, entre tantos fantasmas.

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Capítulo 37

Coaña, Asturias
En el granero de los hermanos Arruza

Cuando Rufus llama al agente Artos, este ya conoce el motivo. Lleva


semanas preparándose para este momento. Hace un esfuerzo por contener la
risa ante el tartamudeo del maleante, que no atina con las palabras. Verás lo
bien que se lo pasa haciéndoles creer que sospecha de ellos. El abuso de poder
que puede ejercer contra esos peleles le pone cachondo.
—Antonino, soy Rufus. Es… es urgente.
—Para ti soy el agente Artos, que no se te olvide. ¿Qué pasa?
—Un ca-ca-cadáver. Hay un…
—¿Un cadáver? ¿Dónde? Tranquilízate, que así no hay quien te entienda.
—Va-va-vale… mi hermano. Y yo. Estamos. Estamos aquí. Estábamos en
la cárcel, nos encerraron allí un porrón de días por unas historias en Vigo, y
hemos llegado a-a-aquí, donde mi padre tenía las vacas, ¿sabes? Pues sí, aquí.
Y hay un… hay un jodido cadáver.
—¡Y huele que da asco! —interviene Edgar a gritos, para que el policía lo
oiga al otro lado de la línea.
Tras emitir un resoplido, el agente Artos espeta, con toda la tranquilidad
de la que es capaz:
—Voy para allá. No toquéis nada.
Antes, por supuesto, el ritual de siempre. Es demasiado orgulloso como
para verlo, pero es solo un mandado, un títere en manos de quién mueve los
hilos en las sombras. Extrae la llave escondida en el fondo del lapicero. Abre
el tercer cajón y saca el móvil desechable, sin sospechar que en poco tiempo
pasará de estas formalidades. Hoy tarda más en cogerle el teléfono, ¿qué
estará haciendo?
—Qué.
—Han encontrado el cuerpo.
—Ya sabes lo que tienes que hacer.

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Capítulo 38

Coaña, Asturias
Agente Artos

Artos estaciona el coche de servicio detrás del de los hermanos Arruza, que
han perdido peso durante su estancia en prisión. La confusión, el tartamudeo
y el asco no han desaparecido de sus caras feas, desencajadas por la visión del
cadáver encima del montón de paja. Parece que el brazo derecho, lo primero
que se ve, esté a punto de descolgarse del cuerpo. Es una visión terrible,
incluso para Artos, que ha visto de todo y nada bueno.
—A ver, ¿qué tenemos aquí? —pregunta el policía nada más salir del
coche.
—Pa-pasa… y… y mira… —balbucea Rufus, aunque el agente Artos
diría que es Edgar. No hay manera de distinguir a los hermanos, si hasta
hablan y se mueven con la misma torpeza.
Los pasos decididos con los que el agente Artos entra en el granero se
vuelven erráticos cuando el olor fétido de la muerte atraviesa sus fosas
nasales. Un olor así quedará impregnado en el lugar durante mucho tiempo.
Artos retrocede sin dejar de mirar el cuerpo sin vida, cuyos ojos han
localizado con rapidez, porque fue él mismo quien lo dejó ahí. Pronto se
cumplirán tres meses de aquel día.
«Con qué rapidez empeoran los cadáveres, carajo», piensa, sacudiendo la
cabeza.
Por otro lado, Rufus y Edgar son tan zopencos que no se han dado cuenta
de que Artos, antes de entrar, ya sabía hacia dónde mirar.
—¡Joder! —se le escapa. Y es real. Lo más real que Artos ha soltado por
la boca en estos últimos días, desde que Amaia llegó a Coaña con ojillos
tristes y desesperación por dar con el paradero de su hermano, el desgraciado
de Mikel—. ¿Qué cojones habéis hecho?
A los hermanos Arruza les cambia la cara, que adquiere una tonalidad
blanquecina como la leche de las vacas que habitaron hace años el lugar. Al
policía le divierte cómo lo miran con ojos de cordero degollado y
tartamudean, nerviosos, buscando una excusa plausible para dejar claro que
ellos no han sido. Hace años, el propio Artos cambiaba de acera si tropezaba

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con ellos, con miedo de que le robaran o le dieran una paliza. Pero claro, qué
sentido tendría haber escondido el cadáver de vete a saber quién en su propio
territorio y después, mucho tiempo después, porque debe de llevar meses ahí,
llamar a la autoridad de Coaña.
—Repito. ¿Quién es? ¿Qué coño habéis hecho?
—Rufus, tranquilo —trata de manejar la situación Edgar—. Antonino…
—Agente Artos.
—Perdón. Agente Artos, hemos estado en la cárcel noventa días. Hemos
salido hoy. Al llegar, nos hemos encontrado al pájaro ahí. El forense
determinará el tiempo que lleva muerto y eso nos desvinculará del crimen.
—Coño. ¿De dónde has sacado tú eso? —se extraña Rufus, que de repente
siente un profundo respeto por el intelecto de su hermano.
—De CSI.
—Ah.
—Lo mismo puede llevar ahí más de noventa días —carraspea Artos,
fingiendo desconfianza.
—No tenemos nada que ocultar —alega Edgar.
—No os mováis de aquí. Voy a hacer unas cuantas llamadas. Esto se
llenará de policías, hay que peinar el lugar que, desde ahora, queda
acordonado. No os quiero perder de vista, ¿me oís? Y no toquéis nada.
—S-s-sí… —sigue tartamudeando Rufus.
«Joder, qué cachondo me he puesto», piensa Artos, recolocándose el
cinturón y esbozando una sonrisa afilada, mientras se aleja de los hermanos
Arruza para realizar las primeras llamadas que darán comienzo a un juego que
espera que no se les vaya de las manos.

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Capítulo 39

Coaña, Asturias
En el bar de Alejandro

Dormir en la casa azul, tan cerca de Amaia, que se quedó dormida


enseguida debido a lo cansada que estaba, ha sido una especie de tortura para
Alejandro. Ahora, detrás de la barra del bar, intenta pensar en otra cosa que
no sea en sus besos. En el cielo encapotado que augura lluvia, por ejemplo.
En las estrellas que esta noche, aunque estén, no se verán. En la noche de San
Juan, tan próxima, y en la llegada de los veraneantes. En la contratación de un
par de camareros en el bar para la temporada alta en la que el bar no suele
estar como está ahora, tan solo, tan triste y tan poco rentable. En que están a
punto de cumplirse diez años de la desaparición de Anne.
«No, no pienses en eso. Ahora no», inspira hondo Alejandro, mirando a su
alrededor.
Hoy Adela no ha venido. Jaime, Xoan y Ricardo entran por la puerta
mustios, sin el cachondeo habitual. Parece que regresen de un entierro.
—Vaya, qué cara traéis. ¿Ha pasado algo? —se preocupa Alejandro,
sacando tres botellines de cerveza de la nevera.
—Rufus y Edgar, cómo no. Los hermanos Arruza vuelven y Coaña se
llena de problemas —empieza a decir Xoan. Alejandro lo mira sin entender.
—Han encontrado un cadáver en el granero, el que era de su padre y ahora
usan para sus mierdas —cuenta Jaime componiendo un gesto de
preocupación.
—Joder. Es…
—No se sabe quién es, tío —se encoge de hombros Xoan torciendo el
gesto—. No sueltan prenda, pero, por lo visto, el cuerpo llevaba bastante
tiempo ahí.
—Joder —repite Alejandro en una exhalación, sin saber qué decir,
pensando en Amaia, en la posibilidad de que el cuerpo sin vida que han
hallado sea el de Mikel—. Perdonad, tengo que hacer una llamada.
—¿A Amaia? ¿Qué tal anoche, le devolviste el paraguas? —se interesa
Jaime.

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—¿Eh? ¿El paraguas? Ah, sí —contesta distraído Alejandro, buscando el
contacto de Amaia en el móvil.

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Capítulo 40

Coaña, Asturias
María Luisa – En la casa azul

—¿ Qué? ¿Como que han encontrado un cadáver?


—Tranquila. Si se tratara de Mikel, Artos te habría llamado —trata de
apaciguarla Alejandro, fingiendo una seguridad que en realidad no siente.
Ahora mismo, nada le gustaría más que estar con ella, mirarla a los ojos,
abrazarla, ser el hombro sobre el que se desahogara y pudiera llorar si eso es
lo que necesita—. Oye, cerraré el bar antes. En media hora estoy contigo,
¿vale?
Amaia es incapaz de hablar, pero asiente, como si Alejandro la pudiera
ver.
A los pocos minutos, Amaia sale de casa y camina en dirección a la de
María Luisa. Llama al timbre con determinación. La mujer no tarda en abrir la
puerta, pero no la invita a entrar. Parece estar de tan mal humor como ayer.
—Ayer por la tarde me dijo que Mikel seguía aquí, conmigo. ¿Está
muerto? Usted puede ver… ¿usted puede ver a los muertos?
A Amaia le sorprende estar haciendo esa pregunta, ¿pero qué más puede
ser? Esta mujer es tan extraña que no sería tan descabellado que tuviera algún
tipo de poder que escapa a toda lógica. María Luisa podría contestar a esa
pregunta. Claro que podría, si ella fue quien contestó a las preguntas de Mikel
cuando invocaron a Anne, algo que nadie comprendería ni aceptaría, y menos
un juez, pero, en lugar de eso, deja más confusa a Amaia volviendo a repetir
las palabras de ayer:
—¿Hay silencio, Amaia? ¿Escuchas el silencio? Cuando dejes de
escucharlo, preocúpate. No merece la pena vivir angustiada por el pasado. Ni
por el futuro. Ni por lo que no ha sucedido aún. Céntrate en el presente, es lo
único que tenemos seguro. Y ahora, si me permites, estoy liada, que tengo un
pitu en el horno.
María Luisa le cierra la puerta en las narices.
¿En qué momento han intercambiado los papeles?
Amaia recorre los pocos metros que la separan de casa con el móvil en la
mano buscando el contacto del agente Artos. En el momento en que cruza la

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pendiente que la conduce a la casa azul, ve que no será necesario llamarlo. Su
coche aparca frente a la valla, las pulsaciones de Amaia se disparan, su
imaginación se desata. Tendemos a visualizar catástrofes en todas partes por
el miedo innato que tiene el ser humano de perder a quienes más quieren.
Accidentes de tráfico, enfermedades graves, muertes súbitas,
desapariciones… normalmente, es un sufrimiento sin sentido por algo que no
llegará a ocurrir, pero a Amaia no le ha hecho falta imaginar nada de eso. A
ella sí le ha ocurrido. Y ha tenido que aprender a seguir hacia delante con
cada una de esas tragedias. La destrucción trae consigo la transformación. En
ocasiones, a uno no le queda más remedio que derribar las estructuras que lo
rodean para descubrir la verdad, para hallar la fuerza central y conocerse a sí
mismo. Y aun así, cuando el agente Artos baja del coche, ella lo espera en la
entrada temblando como una hoja arrastrada por el viento. Llora antes de que
al policía le dé tiempo siquiera de darle las buenas tardes. Los latidos, esos
que se han disparado en una milésima de segundo, de pronto se ralentizan. Y
uno se apaga. El de Mikel.
—Es Mikel, ¿verdad? —se adelanta Amaia con la voz entrecortada,
cuando el agente Artos se sitúa frente a ella con expresión grave—. Han
encontrado el cadáver de Mikel.
—¿Puedo entrar?
Amaia abre la puerta. No es capaz de mirar al policía a la cara, no quiere
oír lo que tiene que decirle.
—No, no es Mikel. El cadáver que han encontrado es de Gonzalo
Bergeron, no sé si te acuerdas de él. Lo han encontrado en el granero Rufus y
Edgar, más conocidos como los hermanos Arruza, seguro que te suenan.
«Voy a hacer algo malo, muy malo».
Ruido. Ruido. Ruido.
Alivio. Angustia. Mucha angustia. Y luego otra vez el alivio. Los latidos
recuperan su ritmo habitual. Aún hay esperanza de que Mikel siga vivo. Sí,
todavía la hay, pero…
«Voy a hacer algo malo, muy malo».
—Gonzalo vivía aquí, en Coaña. Se fue con su madre a Madrid hace años.
Denunciaron su desaparición hace tres meses, justo cuando Mikel también
desapareció. Es la fecha aproximada en la que se cometió el crimen que ha
acabado con la vida de Gonzalo. Su cuerpo estaba en un estado de
descomposición bastante avanzado. Muy desagradable, Amaia. Mucho. He
venido para avisarte de que vamos a registrar la casa. Traigo una orden de
registro.

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El agente Artos saca el documento del bolsillo trasero del pantalón y se lo
tiende a Amaia, que lo mira como si hubiera perdido la capacidad de leer.
—Pero ya registrasteis la casa, ¿no?
—No a fondo, me temo, solo para buscar alguna pista que nos condujera
al paradero de Mikel. Esto es distinto.
—Porque crees que Mikel fue…
—Tranquila. —El agente Artos coloca la mano sobre el hombro de
Amaia. A ella ese gesto la repulsa, aún más cuando la mano se mueve en un
intento de caricia torpe. Amaia se aparta con brusquedad para que le quite la
mano de encima—. Seguramente no encontraremos nada. Mira, en confianza,
ahora mismo todo son elucubraciones, incluida la de que Gonzalo podría
haber sido el responsable de la desaparición de Anne y, por eso, Mikel buscó
venganza. No de la mejor manera, Amaia. Como entenderás, uno no puede
tomarse la justicia por su mano. Con Gonzalo muerto y Mikel desaparecido,
lo de Anne sigue siendo un misterio. Se han abierto varías vías de
investigación, pero no hay nada claro. ¿Has recibido algún otro mensaje
procedente del móvil de Mikel?
—No.
—¿Me estás ocultando algo, Amaia? —recela Artos. Amaia lo mira con
desdén y vuelve a negar, pensando en la sangre reseca del sótano que debería
haber limpiado, aunque en caso de que utilicen luminol, sabrían que ese fue el
escenario del crimen, el lugar donde, con total probabilidad, murió Gonzalo
—. ¿Sabes si Mikel tenía una pistola?
—¿Una pistola? —A Amaia se le corta la respiración y empieza a temerse
lo peor. Si Mikel disparó a Gonzalo, lo sensato es que el arma desapareciera
con él—. No, claro que no. Y aquí no vais a encontrar ninguna pistola. Mi
hermano no es un asesino. Cómo… ¿qué le pasó a Gonzalo?
—Un tiro en la frente, a la altura de la ceja. El calibre del arma, con un
diámetro de 6,35 milímetros, era tan pequeño que a priori apenas se apreciaba
el orificio y en un principio se creyó que había muerto a causa de un golpe
traumático. —En vista de que Amaia es incapaz de hablar, Artos emite un
suspiro y zanja—: Bien. Los compañeros deben de estar al caer. Puedes
quedarte o irte, como veas.
—Necesito… necesito salir de aquí —balbucea Amaia, ante la repentina
falta de aire. El agente Artos asiente, parece estar pensando que es lo mejor.
Amaia se da la vuelta y sale al jardín. Inspira una profunda bocanada de
aire.

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No quiere ver cómo una decena de desconocidos invaden la casa de su
familia y revuelven sus pertenencias, las pocas que sus abuelos, sus padres o
Mikel, dejaron aquí. Pero entonces, cae en la cuenta de que en el dormitorio
está la grabadora con la conversación de Mikel y Gonzalo. Tiene que ir a por
ella. No pueden encontrarla.
—Perdona, tengo que subir a la habitación a por una chaqueta.
—No hace frío. Estamos a principios de junio, Amaia, esto es Asturias,
ya, pero hoy no hace frío —recalca con insistencia.
—Es que soy muy friolera.
—De acuerdo. Adelante —le da permiso el agente Artos, señalando la
escalera con complejo de duque del siglo XIX.
Amaia sube hasta la segunda planta, por poco no tropieza en el último
escalón de los nervios. Entra en el dormitorio, mira en dirección a la cama de
Mikel esperando no volver a tener una visión como la de anoche, truncando
su velada romántica con Alejandro. Abre el primer cajón de la cómoda y coge
la grabadora. La mete en el bolso, que tiene encima de la cama. Aprovecha el
poco tiempo que sabe que tiene antes de que el policía sospeche, y busca la
pequeña pistola que terminó con la vida de Gonzalo. Por si acaso. Introduce la
mano en la tabla de madera rota donde había la grabadora, alarga el brazo lo
máximo que puede y busca a tientas, pero no halla más que pelusa.
—Aquí no hay nada. Nada con lo que te puedan culpar, Mikel —murmura
para sí misma, deseando con todas sus fuerzas que así sea, que no encuentren
nada con lo que poder incriminar a Mikel por el asesinato de Gonzalo.
Coge una chaqueta cualquiera y se la pone. Mala idea. Estos nervios le
provocan unos sofocos de mil demonios y llevar encima una prenda más hace
que la sensación de ahogo se intensifique.
Finalmente, sale del dormitorio y baja las escaleras aparentando calma y
normalidad, aunque no puede controlar el temblor que se ha apoderado de su
mano izquierda.
—Voy a dar una vuelta —le dice al agente Artos, que mira la hora en la
pantalla del móvil y asiente—. Por favor, no desordenéis mucho.
—Haremos lo que se pueda.
No le gusta la mirada que el policía le dedica desde el quicio de la puerta
de entrada cuando sube al coche y arranca el motor. Da marcha atrás con
cuidado de no equivocarse de pedal. No querría golpear el coche de su
hermano, que ha acumulado polvo desde que María Luisa no sale a limpiarlo.
En cuanto se aleja de la casa azul, Amaia llama a Alejandro por el manos
libres.

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—Dime —contesta agitado, como si hubiera corrido una maratón para
contestar la llamada, justo cuando Amaia estaba a punto de colgar.
—No vayas a casa, se va a llenar de policías. Tienen una orden de
registro… te espero en los yacimientos y te cuento.
—Vale. Estoy recogiendo, salgo en cinco minutos.

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Capítulo 41

Coaña, Asturias
María Luisa

María Luisa, que lo ha observado todo desde la ventana de la planta


superior de su casa, sacude la cabeza.
¿Por qué Amaia se ha ido?
¿Qué es lo que pasa?
¿Han encontrado al muerto?
No tardará en enterarse; pese a lo poco que María Luisa sale de casa, la
noticia está a punto de correr como la pólvora.
Antonino es un inútil, piensa, cuando lo ve entrando en la casa. ¿Cómo es
posible que Amaia lo haya dejado solo campando a sus anchas?
—De ese no te puedes fiar, niña.
Tendría que advertirla. Pero está cansada. Teme que la devuelvan al
manicomio del que algunos dicen que jamás debió salir. Si ahora se mete con
el policía, no saldría indemne, por muy familiar suyo que sea. Si la propia
madre de Antonino, que es la hermana pequeña de María Luisa, la encerró
hace años por creer que padecía esquizofrenia, ¿qué no haría el policía, ese
desgraciado que lleva el mal en la sangre? Menudo dilema. No quiere volver
a relacionarse con los locos, la volvían más loca aún, provocaban que sus
visiones y las voces desaparecieran, cuando ahora, más que nunca, a María
Luisa le interesa conservarlas. Y, sin embargo, están tan calladitas… tanto,
que María Luisa se teme lo peor.
Al cabo de pocos minutos, María Luisa, escondida tras la cortina, ve a
Antonino cruzar uno de los dormitorios de arriba. Parece que está mirando a
su alrededor. ¿Eso que lleva en la mano es una pistola? En un principio no le
extraña, pero está convencida de que no la ha extraído de la cinturilla donde
tiene su arma reglamentaria. No. Esta no es su arma reglamentaria, juraría
María Luisa, a quien los años no le han afectado la visión y, aun así, le es
inevitable perder de vista a su sobrino cuando este se agacha.
—¿Qué puñetas hace? —pregunta María Luisa en voz alta, en el momento
en que un par de coches y un furgón aparcan delante de la casa azul, que no
tardará ni un minuto en llenarse de extraños—. Empieza el ruido. Las voces

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están a punto de regresar. Ahora sí tenemos que empezar a preocuparnos,
Mikel. Ahora sí. Está a punto de volver a pasar.

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Capítulo 42

Coaña, Asturias
En los yacimientos Castro de Coaña

Los yacimientos Castro de Coaña están envueltos en bruma. No hay tregua


para el norte de España, siempre tan frío, lluvioso e impredecible, aunque sea
junio.
Pronto va a anochecer; Amaia espera que Alejandro no se retrase. No
quiere estar aquí sola cuando la noche engulla el paraje, cuya energía
procedente de las piedras que cobijaron a los celtas la hace sentirse observada,
paranoica.
Cualquier ruido la sobresalta.
Ahora mantiene los nervios bajo control, pero la pena, el miedo, la
incertidumbre, la culpa… no, eso no se va, esos sentimientos son más difíciles
de controlar. Ha perdido la cuenta de las veces que ha escuchado el mensaje
que Mikel le dejó en el contestador. También las voces de la grabadora: la voz
de un muerto y la de un desaparecido, su propio hermano, que puede que ya
no esté en este mundo, por cómo la vecina habla de él.
¿Qué ocurrió cuando Mikel detuvo la grabación?

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Capítulo 43

Tres meses antes

Coaña, Asturias
9 de marzo de 2018

«¿Cómo me ha descubierto? ¿Cómo ha sabido que vendría para poner en


riesgo el secreto que nos ha unido durante diez años? ¿Habrá visto mi
coche?».
Fue lo que Gonzalo se preguntó cuando Antonino, que efectivamente
había visto su coche aparcado a un kilómetro y medio de la casa azul y ató
cabos, atravesó el arco y se adentró en el sótano, desvelando su rostro
cubierto de sombras.
Todo sucedió muy rápido. Tanto, que Gonzalo y Mikel no tuvieron
tiempo de reaccionar.
Gonzalo creyó que le había advertido a Mikel del peligro, que se girara,
venga, rápido, que huyera, aún había tiempo, pero quizá la voz no había
emergido de su garganta. El miedo lo paralizó. Como aquella maldita noche
de hacía diez años. Ese es uno de los efectos del miedo, empequeñece y
debilita a las personas.
Gonzalo presenció lo que ocurrió a continuación con estupor, como si
estuviera dentro de un mal sueño y fuera incapaz de moverse del sitio.
Antonino se acercó a Mikel por la espalda y, sin que este pudiera defenderse,
le propinó un fuerte golpe en la cabeza con la empuñadura de la pistola. Mikel
cayó al suelo de cemento como una marioneta rota y la sangre no tardó en
manar de su cabeza corriendo en oscuros regueros. Antonino le propinó una
patada en el bajo vientre. No reaccionaba.
«Está… joder, ¿lo ha matado?», temió Gonzalo para sus adentros.
Antonino apartó a Mikel como si fuera un bicho molesto pegado a la suela
del zapato. Seguidamente, con movimientos lentos, se agachó y le arrebató la
grabadora de la mano inerte. Al tiempo que Artos se incorporaba, guardó el
arma reglamentaria en la cinturilla, gesto que alivió a Gonzalo, quieto contra

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la pared, justo debajo de las ventanas con cristales biselados que apenas
dejaban pasar la luz del sol de media tarde.
—¿Qué voy a encontrar en esta grabadora? —preguntó el policía.
—Nada que te incrimine. Ni a ti ni a…
—Pero ibas a contárselo… todo.
—Merece saber la verdad. Y nosotros merecemos pasarnos el resto de
nuestra puta vida en la cárcel —se le encaró Gonzalo, sin sospechar las
consecuencias que su repentina valentía iba a acarrearle.
Antonino no movió ni un solo músculo facial. Su expresión era difícil de
descifrar, todo un misterio. Gonzalo era consciente de que, si se hubiera
quedado en Coaña, ya estaría muerto.
—Vamos. Salgamos de aquí. Se va a cabrear contigo.
—¿Sigues permitiendo que te controle? ¿Hasta cuándo? —pregunta
Gonzalo sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué? Más amor propio, Antonino. Es
lo que necesi…
Antonino lo calló de golpe y para siempre con un arma pequeña distinta a
la reglamentaria que Gonzalo, con los ojos fijos en Mikel mientras se pasaba
de listo, no vio venir.
La bala le dio de lleno en la ceja derecha, atravesándolo y reventándole
los sesos, provocándole la muerte en el acto. La sangre de Gonzalo quedó
derramada en la pared, mientras que la que seguía manando sin control de la
cabeza de Mikel no tardaría en ser eliminada del suelo de cemento.
—Para ti soy el agente Artos —espetó, observando el cadáver de Gonzalo
con la misma frialdad con la que se despidió de Anne.

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Capítulo 44

Presente

Coaña, Asturias
En los yacimientos Castro de Coaña

Aún no ha anochecido cuando Amaia, atenta a cualquier mínimo ruido que


rompa este silencio denso y claustrofóbico en el que no ha dejado de sentirse
vigilada, ve aparecer a Alejandro entre la niebla. Alejandro sonríe, pero no es
una sonrisa esbozada con ganas, sino con pena, la misma pena que se aferra a
ella, y no parece que vaya a soltarla.
—¿Qué ha pasado? —le pregunta, tensándose de repente porque no sabe
cómo saludarla. Si con dos besos formales, si con un beso en la boca después
del acercamiento de ayer o con un abrazo. Un simple abrazo bastaría, se dice,
pero ninguno de los dos da pie a que haya ningún acercamiento. Lejos quedan
los años en los que ella, enérgica, la viva imagen de la felicidad, corría hacia
él y él, entre risas, la agarraba en volandas. Ahora parecen dos desconocidos
incómodos, la preocupación invadiendo sus mentes confusas.
¿En qué momento la vida se convirtió en un asunto serio?
—El agente Artos ha venido a casa con una orden de registro —empieza a
decir Amaia—. El cadáver que han encontrado es el de Gonzalo Bergeron, ya
te dije que habían denunciado su desaparición en Madrid… Sospechan de mi
hermano. Ahora, seguramente, estarán poniendo la casa patas arriba para
encontrar el arma del crimen.
—¿Y la grabadora?
Amaia rebusca en su bolso y extrae la grabadora como si fuera un trofeo.
Se la tiende a Alejandro, que, componiendo un gesto de extrañeza, la coge.
—Guárdala tú. Escóndela. No pueden encontrar la grabación. Estos
fueron los últimos instantes de Gonzalo, estoy segura.
—Crees que Mikel lo mató. —No es una pregunta, es una afirmación.
Amaia se encoge de hombros, reprime las lágrimas—. No, joder. Mikel estaba
mal, pero es incapaz de matar a una mosca.

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—Eso quiero creer, pero después del mensaje que me dejó en el
contestador… creo que Mikel mató a Gonzalo. Eso significaría que sigue vivo
y es algo que me alivia, la verdad. Esta grabación iría en su contra, lo que me
parece raro es que la escondiera debajo de una tabla rota, como si quisiera que
alguien la encontrara, en lugar de llevársela a donde sea que haya ido. Pero no
me fío de Artos, no podemos decirle nada de esto, ¿vale?
—Antonino siempre fue un poco raro. Creo que se hizo policía y se quedó
en Coaña para imponer y para que le hicieran un poco de caso.
—Pues parece que está deseando encontrar algo con lo que incriminar a
mi hermano. Lo he visto en sus ojos. Pero igual, si Mikel es sospechoso de
asesinato, espabilan y dan con su paradero. Solo quiero que esté vivo,
Alejandro, por raro que parezca, me da igual lo que haya hecho. Si Gonzalo
mató a Anne, pues… no sé, ¿quiénes somos para juzgar si no nos hemos visto
en esa tesitura? ¿Qué haríamos contra alguien que nos arrebata de la peor de
las maneras a la persona a la que más hemos querido? Yo no puedo soportar
ni una sola pérdida más, no puedo perder a Mikel —zanja, derrumbándose, y
ahí donde normalmente Amaia ha encontrado el vacío a lo largo de estos
últimos años, los brazos de Alejandro la arropan envolviéndola en un cálido
abrazo.
Transcurren los minutos, la hora azul ha dado paso a la noche. A
Alejandro le parecen segundos. Cerca de Amaia, el tiempo no es más que
humo.
—Alejandro… —murmura Amaia, deseando a Alejandro en silencio tanto
como él la desea a ella. Pero, para que ocurra algo entre ambos, si acaso
existe esa posibilidad, tiene que ser sincera. Revelarle lo que lleva años
quemándole y él merece saber—. Me gustaría hablarte del verano en el que
yo también desaparecí. No es justo que no sepas por qué te dejé de la noche a
la mañana sin respuestas. Por qué no contesté a tus llamadas ni a tus cartas.
Por qué no volví a Coaña.
—Amaia, han pasado diez años y ahora no es el momento de…
—Déjame hablar, por favor. Déjame soltar lastre y luego… luego ya
veremos. Necesito ausentarme durante unos minutos de Mikel, de lo que sea
que hizo y pensar en mí. En nosotros. Porque te veo y aún veo un nosotros,
Alejandro, aunque, a lo mejor, cuando lo sepas todo, eres tú el que quiere
desaparecer y no volver a saber nada de mí.

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Capítulo 45

Coaña, Asturias
En la casa azul – Agente Artos

—¡ Hemos encontrado algo!


La voz procede del piso de arriba. El agente Artos, que se encuentra en el
salón revuelto con la vista clavada en la casa de su tía María Luisa, se relame
los labios y espera paciente a que le muestren la pequeña pistola enfundada en
una bolsa de pruebas que él mismo ha dejado en el hueco de una tabla de
madera rota donde hace tres meses también dejó la grabadora que, por el
momento, no han hallado. Eso significa que Amaia la ha descubierto y que,
con la excusa de ir a buscar una chaqueta, se la ha llevado. Artos la ha
subestimado. Gonzalo, sin saberlo, hasta le hizo un favor permitiendo que
Mikel grabara su escueta conversación. Parece, exactamente, lo que les
interesa que parezca. Hablan en plural, pero no mencionan a nadie, podría
haber sido cualquiera, algún veraneante que babeaba por Anne y que, junto a
Gonzalo, hicieron desaparecer a Anne. Y Mikel mató a Gonzalo. Eso es
exactamente lo que parece, sí, lo que Artos tiene que hacerles creer.
Que Amaia se quede con la grabadora no es malo, al contrario, no la
necesita, y eso hará que crea todo cuanto él le diga. Cuando lleven la pistola a
balística, determinarán que fue la que mató a Gonzalo. Y que en ella se
encuentran las huellas de Mikel. Solo las de él, incluso en el gatillo, apretado
firmemente con el dedo índice de su mano derecha cuando parecía estar
muerto. Artos ha tenido mucho cuidado y no ha permitido que durante este
tiempo se haya contaminado. Así es como funciona el juego y así debe seguir,
hasta el punto de enloquecer a Amaia. Y si es a ella a quien ahora quiere, pues
se la servirá en bandeja. No puede quedar ni un solo cabo suelto, aun cuando
Mikel, el hilo conductor más poderoso, siga en paradero desconocido.
Artos piensa que, mientras él se escabulló de la casa azul a esperar a que
se hiciera de noche para que nadie lo viera y así recorrer libremente cada
estancia dejando pruebas por aquí y por allá y eliminando otras además de
llevarse los cadáveres, Mikel logró levantarse y huir. Pero con el golpe en la
cabeza que le propinó, lo más probable es que, después de un rato aturdido,
cayera muerto en algún barranco y fuera pasto de los animales salvajes que

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habitan los bosques. Por eso no lo han encontrado. Sí, eso fue lo que ocurrió,
se convence cada noche para poder conciliar el sueño, pese a levantarse
empañado en sudor a las tres, siempre a las tres de la madrugada. Mikel está
tan muerto como Gonzalo. No hay nada que temer. Nada. También saldrán
ilesos de esto; el presente tiene la capacidad de ensombrecer el pasado,
aunque todavía haya gente que lo recuerda como si hubiera ocurrido ayer. Esa
gente… esa gente que se empeña en meterse donde no los llaman o en
cometer estupideces solo para perdonarse a sí mismos, termina con un balazo
incrustado en la masa encefálica apagándoles la vida con la misma rapidez
con la que un soplo extingue la llama de una vela.

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Capítulo 46

Coaña, Asturias
María Luisa

Durante el tiempo que María Luisa estuvo interna en el centro psiquiátrico,


amenazaba al resto de locos con que, si le hacían algo, conseguiría su rifle y
les volaría los sesos. La agresividad que mostró en ocasiones, a espaldas de
los empleados, la ayudaron a sobrevivir en un lugar en el que muy pocos
tienen algo que perder. Por eso les llaman locos, aunque ellos no sepan que lo
están.
Ahora que la casa azul se ha quedado vacía, baja las escaleras y entra en
la cocina. Abre el horno y lo apaga. Que no se le queme el pitu. Camina en
dirección a la despensa, cerrada con llave, porque no es alimento lo que ahí
guarda, sino un rifle con más años que las pirámides. Una reliquia que había
pertenecido a su abuelo, quien le enseñó a utilizarlo siendo muy niña, como si
presintiera que algún día tendría que usarlo. Ese día, cree María Luisa, está
cerca, aunque espera no tener que apretar el gatillo. Pero tiene que estar
preparada. Está convencida de que su abuelo también tenía el don, aunque
jamás lo compartió con ella, quizá para no llenarle la cabeza de ruido, un
ruido que llegó de todas formas y se intensificó cuando cumplió los dieciocho
y él ya no estaba ahí para ayudarla a comprender por qué veía y sentía lo que
el resto no. Era la única persona en la familia que la comprendía, y ella, a su
vez, era su ojito derecho que nunca supo gestionar bien el don de la
clarividencia y pecó de no ser discreta. Qué pena ir perdiendo a tantas
personas por el camino. Personas buenas que cumplen con su ciclo vital y
tienen que abandonarnos, dejándonos expuestos a un destino incierto y poco
favorecedor. Recuerda las palabras de su abuelo en el lecho de muerte cuando
ella tenía dieciséis años:
—Hasta que nos volvamos a encontrar, querida…
… en ese otro plano dimensional que el abuelo, como si se tratara de una
fábula infantil, siempre le aseguró que existía. Las almas a las que hemos
amado en el plano terrenal, están destinadas a volver a encontrarse.
Pero cuánto duelen las ausencias pese a la confianza de creer en ese otro
mundo en el que todos, tarde o temprano, nos volveremos a reunir, ya sin

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forma física ni dolor ni preocupaciones, solo nuestra alma libre del caparazón
y la paz y el bien que hayamos cosechado en vida. Y cuánto daño hacen
según que presencias, se lamenta, pensando en Antonino y en el infierno y en
el vacío que le espera, mientras acaricia el rifle como si fuera el amante que la
vida nunca le presentó.

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Capítulo 47

Coaña, Asturias
En los yacimientos Castro de Coaña

Alejandro, incapaz de pronunciar una sola palabra, se muestra impactado


por lo que Amaia le acaba de contar. Es noche cerrada, apenas se ven las
caras y ha refrescado, la temperatura ha bajado un par de grados de repente.
Amaia se abraza a sí misma no solo para entrar en calor, sino para intentar
temblar menos. Le da la sensación de que lleva días temblando,
conteniéndose y esforzándose en controlar su propio cuerpo de la revolución
que ha supuesto regresar a Coaña. Le gustaría estar en cualquier otro lugar
antes que aquí, en los yacimientos, donde la noche y la bruma lo convierten
en un paraje fantasmal.
Por ocupar la mente, se pregunta si Artos y el equipo que haya ido a la
casa ya han finalizado el registro y se han largado. Si habrán cerrado bien la
puerta. Si lo habrán dejado todo muy desordenado. El corazón se le acelera al
visualizar cajones abiertos, camas deshechas, colchones y muebles
volcados… las camas donde dormían sus padres y sus abuelos…
Entendería que Alejandro se marchara. A fin de cuentas, no solo ella
perdió el bebé. Él también. Y se lo ocultó sin darle opción a decidir nada.
Alejandro piensa que ahora podría tener un hijo o una hija de diez años y que
su vida sería muy distinta a la que tiene y que la casa en la que vive no estaría
tan triste ni sería tan fría.
Piensa, piensa, piensa… piensa que no estaría en Coaña. Que,
seguramente, viviría con Amaia en Madrid. Que habría estudiado
Arquitectura. Que a lo mejor habrían tenido otro hijo. Y un perro. O un gato.
Que se habría esforzado en ser un buen padre. El mejor. Y que nunca habrían
tenido la necesidad de intentar olvidarse ni encontrar lo que tuvieron en otras
bocas que no les saciaron lo suficiente y todo les habría ido bien.
—Alejandro…
Alejandro levanta la mano y se tambalea hacia atrás, como si el peso de lo
que le acaba de contar le hubiera golpeado en el pecho. Una parte de él
querría abrazar y proteger a la Amaia de veinte años que perdió a la criatura.
Decirle que todo iría bien, que él siempre estaría con ella. Pero la otra parte,

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una pequeña a la que se resiste, detesta que le ocultara la verdad partiéndole el
corazón en dos y haciendo que se pasara años preguntándose qué hizo mal
para que ella se largara, el motivo real de su ruptura, si es que a lo que ocurrió
se le puede llamar ruptura. En realidad, lo que habían tenido nunca terminó.
Se rompió, sí, pero jamás terminó.
«Espera —le quiere decir Alejandro—. Espera, no estoy preparado».
Pero antes de que le dé tiempo a hablar, el teléfono de Amaia rompe el
silencio.
—Es Artos.
—Cógelo.
—¿Sí? —contesta Amaia, sin dejar de mirar a Alejandro que, cabizbajo y
envuelto en sombras, parece que esté asumiendo una derrota.
—Amaia, el registro ha finalizado —contesta el policía—. Tengo malas
noticias. Sé que es tarde, pero ¿puedes acercarte al cuartel?
—Voy contigo —decide Alejandro cuando Amaia, aturdida, cuelga la
llamada.
—No hace falta, no…
—Quiero ir. Quiero estar contigo —dice al fin, con todo el significado
que esas tres palabras entrañan, con los ojos brillantes y el corazón hecho
trizas por la vida que nunca existió.

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Capítulo 48

Coaña, Asturias
En las dependencias de la Policía Local

El agente Artos le ha pedido a Alejandro que se quede en la sala de espera.


Este ha aceptado a regañadientes. Antonino nunca ha sido santo de su
devoción; por suerte, no es cliente habitual del bar.
—Te espero fuera. Cuando salgas, estaré aquí —le ha prometido a Amaia,
antes de que el agente Artos la condujera hasta una sala con un espejo espía
donde la espera un inspector de mediana edad que se ha presentado como
inspector Pelayo, al mando de la investigación. Amaia, que jamás habría
imaginado que hubiera una dependencia así en el cuartel del pueblo, está
nerviosa, se le nota en cómo se retuerce las manos sobre la mesa, gesto que
observa Pelayo y, por eso, ella trata por todos los medios de detener.
—¿Un café, Amaia?
Es todo cuanto el agente Artos dice y dirá en los veinte minutos que va a
durar el interrogatorio. Ella niega con la cabeza. Artos y Pelayo toman
asiento.
El inspector Pelayo deja encima de la mesa una grabadora similar a la que
usó Mikel para grabar el intento de confesión de Gonzalo. El hombre, con la
boca apuntando en dirección al micro, deja constancia de la fecha y la hora en
la que se inicia el interrogatorio. Sigue hablando, más para la grabadora que
para Amaia, que escucha con atención sintiendo el pánico creciendo dentro de
ella conforme Pelayo avanza:
—Tras el registro de la propiedad conocida como la casa azul sita en la
calle More del pueblo de Coaña, Asturias, se ha hallado una pistola de
idénticas características a la que terminó con la vida de Gonzalo Bergeron,
una 6,35 milímetros bastante antigua. La desaparición del señor Bergeron, en
adelante la víctima, fue denunciada por su madre en Madrid la noche del 9 de
marzo de 2018. Después de realizarle la autopsia, se sabe que el asesinato se
cometió hace tres meses, presuntamente el mismo día en que desapareció.
Señorita Vila, ¿cuándo fue la última vez que vio a Mikel Vila, su hermano?
—En el funeral de nuestros padres, hace dos años.

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—¿Hablaban a diario? —Amaia niega con la cabeza—. Hable, por favor
—le ordena.
—No —niega, clavando la mirada en la grabadora.
—El agente Artos me ha comentado que su hermano le mandó un SMS en
el que le decía: «Sigo aquí», motivo por el que usted ha regresado a Coaña, y
del que no ha obtenido más respuestas. Pero ¿cuándo fue la última vez que
hablaron por teléfono?
Amaia inspira hondo, trata de serenarse, lo intenta con todas sus fuerzas,
pero es posible que la estén espiando. Que, tras ese espejo que le devuelve un
reflejo exhausto y triste, a lo mejor se esconde un especialista que está
analizando cada uno de sus movimientos. Y va a saber que miente. Que omite
información, lo que la convertiría en cómplice. Por lo tanto, está encubriendo
a Mikel y eso también es delito. Podría ir a la cárcel.
Amaia chasquea la lengua contra el paladar y ladea la cabeza antes de
decir:
—No me acuerdo.
—¿Tenía Mikel Vila problemas con la bebida?
—Sí.
—¿Con las drogas?
—Sí.
—¿Considera a su hermano un hombre agresivo?
—No. Tiene un carácter fuerte, es impulsivo, pero… no, Mikel no es
agresivo.
—¿Lo cree capaz de asesinar a un hombre?
La pregunta la pilla tan desprevenida, las maneras del inspector son tan
bruscas, tiene tan poco tacto, que Amaia se queda muda y, de pronto, evoca la
última vez que vio a Anne. A la voz de Anne se le acopla la de Mikel, como
si fuera cierto que ambos pertenecen a un plano superior que no se puede ver,
dictándole las palabras que tiene que escuchar:
«Ni siquiera tú vas a poder salvarme esta vez».
«Pero lo voy a intentar, Mikel. Lo voy a seguir intentando», dice para sus
adentros con todo su empeño, como si hubiera creado un mundo interior solo
para Mikel y ella. Una burbuja indestructible en la que nadie más puede
entrar.
—Repito, señorita Vila —rompe el silencio el inspector Pelayo, esta vez
con severidad—. ¿Cree a su hermano capaz de asesinar a un hombre? —
repite, masticando cada palabra.

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—No, claro que no —contesta al fin con un hilo de voz. Ahora preferiría
estar en los yacimientos sola, de noche, sin luna que alumbre el paraje de
película de terror, antes que aquí—. Mi hermano ha desaparecido y dudo que
haya sido por voluntad propia. A mi hermano le han tendido una trampa,
inspector —se rebela Amaia, mirando intencionadamente al agente Artos, que
tensa la mandíbula e inspira tan hondo que se le inflan las aletas de la nariz.
—¿Y quién cree que ha podido tenderle una trampa? —inquiere el
inspector mirándola con desconfianza.
—El verdadero asesino de Gonzalo Bergeron.
—El verdadero asesino… —repite Pelayo curvando los labios hacia abajo
—. Parece tenerlo muy claro, señorita Vila.
Amaia lucha por estabilizar su respiración. Siente como si la sala se
inclinara y brillara de forma cegadora. Piensa en la expresión «cegada por la
ira» y la entiende. Entiende que la furia produce un fuego en tu interior que te
hace perder el mundo de vista.
—Porque mi hermano no es ningún asesino —logra decir con dificultad,
como si las palabras se le atragantasen. Su mirada ahora está borrosa por las
lágrimas que intenta contener—. Mi hermano es un hombre roto por la
desaparición de su novia de juventud hace diez años en este maldito pueblo.
¿Y qué hizo la policía? ¿Qué hizo, inspector? Han transcurrido diez años y no
se ha vuelto a saber nada de lo que le ocurrió a Anne. La gente olvida rápido,
pero mi hermano no. Mi hermano trató de buscar la verdad. Pasarán diez años
más y el caso habrá prescrito, pero, para sus compañeros, prescribió en cuanto
vieron que eran unos incompetentes que solo son capaces de poner multas por
exceso de velocidad.
—Señorita Vila, ese caso no nos acontece. Ahora nos…
—Sí, ahora lo que nos acontece es el asesinato de Gonzalo Bergeron. Y a
mí lo único que me importa es encontrar a Mikel. Mi hermano no tiene nada
que ver, pero si por fin os vais a esforzar un poquito en encontrarlo por la
suposición de creerlo culpable, adelante, culpadlo. A ver si ahora dais con su
paradero —los reta, envalentonada, dejando atrás a la mujer asustada y
deshecha—. ¿Dónde han encontrado el arma?
Ahora la que se muestra recelosa es Amaia y vuelve a mirar al agente
Artos con premeditación. El inspector Pelayo comprime los labios y asiente.
Lee el documento que tiene delante:
—En la segunda planta, habitación número 3, la de las dos camas. Debajo
de una tabla de madera rota en el suelo.

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«Mienten. La pistola no estaba ahí cuando yo la he buscado esta misma
tarde, hace apenas unas horas. Ahí no había más que pelusa y polvo».
Pero se tiene que tragar las palabras. Aceptar que sí, que tanto a Mikel
como a ella les han tendido una trampa y que ahora tiene la seguridad de que
su hermano no apretó el gatillo que segó la vida de Gonzalo.

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Capítulo 49

Coaña, Asturias

Amaia, angustiada por Mikel, por lo que podría haber hecho, por no saber si
está bien, si está mal o si ya no existe, sale al frío exterior, donde una
corriente de aire pese a estar a principios de junio la azota en la cara. Parece
que el verano nunca vaya a llegar a este rincón del mundo.
Alejandro la espera apoyado en al capó de su coche. Sus miradas se
entrelazan durante unos segundos que caen sobre ellos como piedras.
—No hacía falta que me esperaras.
—Nos queda una conversación pendiente.
—Ahora no puedo hablar de eso. No me han creído. Creo que algo no les
ha cuadrado y van a ir a por mí. A por mi móvil, por ejemplo, donde hay
constancia de que he mentido, de que, aunque Mikel y yo lleváramos tiempo
sin hablarnos, se puso en contacto conmigo antes de que se lo tragara la tierra.
Antes de su «Sigo aquí» que Artos leyó —le cuenta en un susurro—. Eso,
sumado a que sus huellas estén en el arma que han encontrado en casa, son
pruebas de que Mikel mató a Gonzalo. Y es una trampa, Alejandro. Es una
trampa porque esa pistola no estaba donde me han dicho que la han
encontrado cuando yo he salido de casa. Alguien la ha dejado ahí.
—No tiene sentido. Si alguien la ha dejado ahí para incriminar a Mikel,
significa que él no mató a Gonzalo. Y, lo más inquietante, Amaia, es que su
asesino ha estado esta tarde en tu casa.
A Amaia se le corta la respiración solo de pensarlo.
—Pensaba que estarías furioso conmigo. Por haber tardado diez años en
contarte lo que pasó. Porque sé que habrías estado conmigo. Pero se me juntó
todo de golpe, no supe gestionarlo bien y lo más fácil fue huir. Es una excusa
muy mala, lo sé, y ojalá retroceder en el tiempo porque ahora haría las cosas
de manera distinta… Pero en ese momento necesité huir también de ti, aunque
no del recuerdo. Del recuerdo es imposible huir y he tenido que volver y verte
para darme cuenta de que el sentimiento sigue intacto. Lo que tuvimos fue…
no, no fue, es. Sigue siendo muy especial.
Amaia percibe una tempestad en los ojos de Alejandro. En su interior se
está librando una batalla por la distancia que ha habido entre ellos, una brecha

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que, aunque lleva años dando muestras de su existencia, se inició la mañana
en la que ella fue al bar esperando encontrarse con su padre y no con él, y
que, poco a poco, se ha ido deshaciendo a lo largo de estos días. Porque hay
imanes imposibles de separar. Alejandro y Amaia son esos imanes. Podrían
pasar veinte, treinta, cincuenta años… y la llama seguiría viva. Ambos lo
saben, a pesar de que las circunstancias que han traído hasta aquí a Amaia no
sean las más halagüeñas para que puedan volver a vivir su amor en paz.
Alejandro, pensativo, se frota el mentón, baja la guardia y sus ojos
condensan una tristeza insondable. Amaia se acerca a él, pero Alejandro
retrocede cuando ve a Artos salir del Ayuntamiento, escudriñándolos sin
disimular como el cotilla que es.
—Vamos a tu casa —le dice con la voz entrecortada.

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Capítulo 50

Coaña, Asturias
Agente Artos

Hay algo que al agente Artos le inquieta, y es la desconfianza hacia él que


ha percibido en Amaia. No es la primera vez que piensa que la ha
subestimado, que hay algo en ella que le hace temblar, pero no debería
preocuparse por nada. No ha errado. Ha seguido cada paso con suma
meticulosidad. El juego sigue en marcha. Atisba el triunfo al final de la
partida. Todas las pruebas están en contra de Mikel, es lo único que importa.
Que esté vivo o muerto ahora es lo de menos. En el caso de que esté vivo, si
es inteligente seguirá escondido y no volverá a ser el grano en el culo en el
que se convirtió cuando empezó a colarse en lugares prohibidos escuchando
conversaciones privadas y haciendo demasiadas preguntas a quien no debía.
Con la seguridad de que Gonzalo está muerto, su cuerpo tendido en una
camilla de metal en el depósito, el secreto sigue a salvo. Y así es como tiene
que seguir hasta el fin de sus días.
Aparca el coche frente a la casa familiar. Su madre lo espera en la puerta.
Siempre sabe que su hijo está a punto de llegar antes siquiera de que dé la
curva.
—Qué tal, mamá —la saluda con desgana.
—Bien, hijo. ¿Y tú? Trabajas demasiado. ¿Te caliento la cena?
—No tengo hambre. Me voy a dar una ducha.
—Bueno, pero algo tendrás que cenar, que te me estás quedando en los
huesos. Te he lavado el uniforme de repuesto. Lo tienes planchado y doblado
encima de la cama —le dice, elevando la voz, mientras Artos, sin prestarle
atención, sube las escaleras.
—Gracias, mamá.
Cuando Artos abre la puerta de su dormitorio, la aparición de Anne se le
presenta con una risa histriónica cargada de maldad. Era puro veneno cuando
vivía, los trataba mal, más que mal, como si fueran basura. Hay cosas que ni
la muerte cambia. Mientras él ha envejecido y engordado, aun cuando su
madre sigue viéndolo como aquel chico delgaducho y débil que fue, ella se ha
quedado anclada en los bellos dieciocho.

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—Gracias, mamá —se burla el fantasma malicioso de Anne. Para Artos,
cada visión, que no es más que una creación de su mente enferma
atormentada por lo que le hicieron, es tan real que le hace pensar que está
loco, tan loco como su tía María Luisa—. Qué vergüenza. Qué vida tan
deprimente. ¿Es que no te das cuenta? A tu edad y viviendo con tu madre, que
te lo hace todo. Tú no sabes ni freír un huevo frito. ¡Inútil! ¡Inútil! ¡Vago!
¡Inútil! ¡Inútil! ¡Vago! ¡Inú…!
Artos se sienta en un rincón de la habitación y empieza a gimotear, hasta
que la voz de la aparición que lo atormenta se va desvaneciendo.
—Cállate. Cállate, eres una zorra, merecías desaparecer. ¡Lo merecías!
Nos tenías a todos hartos, ¡hartos! No eras más que una calientapollas sin
escrúpulos.
—Antonino, ¿con quién estás hablando? —le pregunta la madre desde el
otro lado de la puerta, sin atreverse a invadir la intimidad de su hijo.
No puede más. Artos no puede más. Si tuviera valor, abriría la ventana y
se lanzaría al vacío, pero es cobarde hasta para matarse.
—Con nadie, mamá. Con nadie… —murmura, con los ojos rojos de
cansancio y de tormento, mirando el vacío de su dormitorio decadente de
techos abuhardillados que no ha cambiado desde que tenía doce años.

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Capítulo 51

Coaña, Asturias
En la casa azul

—¡ Cómo lo han dejado todo!


Amaia se lleva las manos a la cabeza en la que está siendo la noche más
larga de su vida. Tiene ganas de llorar. Todo le duele. Todo. Especialmente la
incertidumbre y darse cuenta de que el ser humano no tiene el control de
nada.
—Tranquila, te ayudaré a recoger —se ofrece Alejandro con tono
conciliador—. Pero antes, ¿qué te parece si me acerco a Navia a buscar unas
pizzas y una botella de vino? En el Sotanillo cocinan de maravilla, tienes que
probarlo.
—No te molestes, no tengo hambre.
—Son solo diez minutos de coche, Amaia, no es molestia, y tienes que
comer para recuperar fuerzas. Iré llamando para que vayan preparando las
pizzas. Volveré enseguida, ¿vale?
—Gracias. Por ser tan bueno.
Alejandro sacude la cabeza, clava la mirada en el suelo, intimidado por
Amaia. Quiere soltar todo lo que lleva dentro, porque ambos saben por
experiencia que mañana puede ser tarde, que el mañana podría no existir y no
quiere quedarse con las ganas:
—Yo tendría que haber luchado más por ti, Amaia. Tendría que haber ido
a Madrid, plantarme delante de tu puerta hasta que me abrieras y me contaras
qué pasaba y no rendirme con tanta facilidad. Porque me acomodé, me
resigné y me quedé aquí. Tú hiciste las cosas mal, pero yo también. —Ahora
lo comprende. Ahora, cuando parece que la desaparición de Mikel lo llena
todo y da la sensación de que el mundo que conocían se derrumba, es cuando
se da cuenta de lo fácil que es hablar desde el corazón—. Teníamos veinte
años. Si ahora con treinta a veces dudamos de nuestras decisiones, imagina
con veinte. No sabíamos nada. Y lo que pasó fue… fue demasiado, sobre todo
para ti. Nos superó. Y lo entiendo y te perdono, aunque no hay nada que
perdonar. Ya no.

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—Las mentiras, por pequeñas que sean, acaban ocupando demasiado
espacio —reflexiona Amaia componiendo una mueca de dolor.
—Exacto. Y quién sabe… Si te hubieras quedado conmigo, a lo mejor en
algún momento nos habríamos separado, pero ahora… —Alejandro titubea,
es solo un segundo, porque tiene tan claro que quiere estar con Amaia, que la
ve y sigue sintiendo cosas que jamás ha sentido por nadie, que no duda en
continuar hablando con la intención de no volver a perderla—: Todo es como
debe ser. Quiero dejar atrás el pasado y enamorarme de la Amaia que eres
ahora y que tú te enamores de quien soy yo ahora. Somos distintos. Ya no
somos los mismos que hace diez años; la vida te cambia. —Amaia asiente
emocionada—. A lo mejor nos hemos idealizado, suele pasar con el primer
amor. Cuando hay distancia de por medio y los años pasan, empiezas a pensar
que cualquier tiempo pasado fue mejor, ¿no? Pero ahora, si es lo que quieres,
tenemos una nueva oportunidad. Y sabremos si lo nuestro va hacia delante o
se quedará como una bonita historia del pasado. La mejor.
—La mejor… —repite Amaia, cabizbaja, conforme con cada palabra que
ha pronunciado Alejandro con miedo y con dulzura, y aunque no saber qué
depara el destino siempre impone, quiere arriesgarse. También quiere
recuperar lo que perdió, como si Coaña tuviera la capacidad de recomponer
los pedazos rotos que creyó dejar por el camino y abrirle los ojos.
Alejandro la mira con el rabillo del ojo y asiente inspirando profundo. Ya
está todo dicho. Se siente satisfecho por haber sido capaz de sincerarse; él,
que es de pocas palabras y le cuesta abrirse. Apenas le ha dado tiempo a
asimilar que Amaia ha regresado, que está aquí y por tiempo indefinido,
aunque este no sea su lugar y solo se haya resignado a quedarse hasta
descubrir qué le ha pasado a Mikel. Dónde está. Quién sabe si esta vez
volverá a romperle el corazón. Habrá que correr el riesgo, piensa, de camino
al coche, al tiempo que Amaia, atenta y desde el interior de la casa, no mueve
ni un solo músculo hasta que oye el motor alejándose calle abajo. Es entonces
cuando sube las escaleras precipitadamente y abre puerta por puerta
maldiciendo a la gente que ha estado poniendo patas arriba su casa con el
mismo poco tacto con el que le ha hablado el inspector Pelayo. Ha dejado su
dormitorio y el de Mikel para el final, y, por segunda vez en el mismo día, se
agacha e introduce la mano en el hueco, ahí donde se partió la tabla de
madera, que han dejado apoyada contra la pared.
Es imposible. Imposible.
No hay más hueco en el que buscar, así que ahora no le cabe la menor
duda de que la pistola no estaba ahí cuando ella subió a coger la grabadora,

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ahora en manos de Alejandro.
Una idea empieza a asentarse en su cabeza. Solo ha podido ser el agente
Artos. ¿Pero por qué? ¿Qué tiene que esconder? ¿Acaso él…? No. No, no
puede ser. Ha debido de ser otra persona, piensa, con la cabeza a mil
revoluciones. ¿Cuánta gente habrá entrado hoy en casa? Podría haber sido
cualquiera. Un policía es justo, busca la verdad, aunque la verdad termine
tragándose a las personas.
Antes de abandonar el dormitorio, Amaia mira por la ventana. Otra vez la
cortina de la ventana de la segunda planta de la casa de María Luisa
moviéndose ligeramente, sin que ahí parezca haber nadie. Siente un escalofrío
recorriéndole el espinazo como una serpiente trepando por ella hasta
afianzarse en la nuca.
Mientras baja las escaleras, unos golpes en la puerta le hacen dar un
respingo. Todavía no han transcurrido ni cinco minutos desde que Alejandro
se ha ido, no puede ser él. ¿Se habrá dejado la cartera o el móvil y se ha dado
cuenta a medio camino? Confiada, abre la puerta. Al otro lado no está
Alejandro, sino Jaime, que la mira con expresión sombría.
—Hola, Amaia. ¿Puedo pasar?
—Son las once de la noche, Jaime.
—Ya, perdona, tendría que haberte avisado de que vendría. Es que… he
venido antes, en cuanto la policía se ha ido, pero no me ha abierto nadie, así
que me he ido a dar una vuelta y ahora, al ver tu coche aparcado, pues…
—Pasa —se rinde Amaia, invitándolo a sentarse en el sillón. Ella se
acomoda frente a él, que observa el desorden que hay a su alrededor
sacudiendo la cabeza y pensando, deduce Amaia, en lo enrarecido que está el
ambiente desde que Mikel desapareció hace tres meses, el mismo tiempo que
Gonzalo lleva muerto, su cadáver abandonado en el granero de los hermanos
Arruza.
—Qué fuerte todo, ¿no? —Amaia comprime los labios y asiente—.
Gonzalo… joder, era un buen tío, no sé para qué vino aquí.
—Jaime, ¿qué recuerdas de la noche en la que Anne desapareció? —
pregunta Amaia con intención.
Jaime tuerce el gesto.
—Poco, muy poco. Creo que yo estaba con Ricardo y Xoan. Con
Alejandro cuando lo dejabas libre —comenta con cierto retintín que crispa los
nervios de Amaia.
—¿Crees?

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—Sí. Era habitual perdernos a lo largo de la noche. Que si uno iba a mear
al prado, que si otro tenía suerte y desaparecía por ahí con alguna chica… el
botellón hacía estragos —ríe, rascándose la nuca.
—Estragos, ya.
—Bueno, sé que esa noche Mikel y Anne discutieron. Es lo que dice todo
el mundo.
—¿Y Gonzalo? ¿Qué recuerdas de Gonzalo?
—Nos relacionábamos poco con él. Él iba más con Antonino… o sea, el
agente Artos. Y con dos tíos más mayores que ya no viven aquí. Asier y Fede.
A Amaia no le suenan esos nombres. Siempre había tanta gente en
verano… el pueblo se llenaba de vida, es imposible acordarse de todos.
—Y luego están los hermanos Arruza que han sido los que han
encontrado el cadáver de Gonzalo —apunta Amaia.
—Esos dos, sí. El día que salieron de prisión, Adela, no sé si conoces a
Adela, comentó que Rufus y Edgar le parecían sospechosos. Que podrían
haberle hecho algo a Anne.
—Conozco a Adela. Por desgracia.
—Ya. Últimamente, no sé qué le ha dado con el tema, pero está cada dos
por tres buscando culpables. Que si primero Mikel… —Jaime baja la mirada
y sacude la cabeza—. Luego los Arruza… Si te sirve de consuelo, yo nunca
pensé que Mikel le hiciera nada a Anne. La quería mucho. Y tampoco creo
que haya matado a Gonzalo.
—¿Anne era buena persona, Jaime? —pregunta Amaia, dispuesta a
exprimirlo al máximo.
—Sé que no es lo que te gustaría oír porque os llevabais bien, pero no,
Anne no era buena persona. Era algo que solo sabíamos los de aquí. Lo hablé
con Mikel cuando vino a vivir a Coaña. Pensé que saber que Anne le había
sido infiel con varios tíos de algunos pueblos de los alrededores ya no le haría
daño después de tantos años, pero pareció enloquecerlo un poco más.
—¿Enloquecerlo?
—Desquiciarlo. Perdona. No atino mucho con las palabras, y menos a
estas horas, que estoy reventado del trabajo. Anne odiaba Coaña. Nos odiaba
a todos. A todos menos a Alejandro, al que llamaba cariñosamente cuñado.
Luego, cuando llegaba el verano, se convertía en otra Anne, en la Anne de la
que Mikel estaba enamorado hasta las trancas.
—Nunca habría dicho que Anne fuera tan…
—Maliciosa. Sí, maliciosa. Esa es la palabra. Se metía con todos, pero con
Adela era con quien más se pasaba. Le hizo la vida imposible y creo que, si

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Adela es como es, buena parte de culpa la tuvo Anne. Le hacía la zancadilla
provocando que se cayera en mitad del pasillo del colegio, delante de todos.
La insultaba. La humillaba. Escribía cosas sobre ella en las baldosas del baño,
en el espejo… la llamaba bruja. Loca. Rara. Adela la Rara era el mote que
más usaba contra ella, incluso delante de los profesores. Y un día, en el patio,
tendríamos catorce o quince años, Anne empezó a tirarle piedras sin que nadie
hiciera nada por evitarlo, hasta que la directora la detuvo y la expulsó una
semana. Si ves a Adela, fíjate en la cicatriz que tiene en la frente. Es pequeña,
pero se ve. Un recuerdo de aquel día en el que terminó con la cara
ensangrentada y llorando a lágrima viva. El mote Adela la Rara fue sustituido
por Carrie. La gente se reía. Nadie ayudó nunca a Adela. Temían a Anne y no
querían convertirse en el blanco en el que volcara su frustración. Con los
años, te das cuenta de que una persona así hace lo que hace por inseguridad
—aclara, encogiéndose de hombros.
—Pero si Anne era muy dulce, no lo entiendo…
—Se comentaban cosas… cosas que han caído en el olvido.
—¿Cómo qué?
—Que su padre abusaba de ella desde que era una niña. Y que su madre
miraba hacia otro lado.
—No —niega Amaia—. No, eso es imposible. Su madre era amiga de la
mía. Y mi madre sabía ver a las personas.
—Bueno, quién sabe lo que pasa de puertas para adentro, Amaia —
reflexiona Jaime—. A veces, cuanto más brilla una persona, más oscuridad
anida en su interior.
—Eso te ha quedado muy raro, Jaime.
—Es lo que pienso. Anne os mostró su mejor cara a Mikel y a ti. Pero
también tenía fisuras. Taras. Llámalo como quieras. Vuestra presencia le iba
bien, creo que Anne solo era feliz en verano, porque su padre trabajaba fuera.
De junio a septiembre se iba a trabajar a Francia, y eso, sumado a la presencia
de Mikel, hacía desaparecer toda la amargura que la acompañaba. El resto del
año no, y era tan déspota, que, si ella estaba mal, el resto teníamos que pasarlo
peor —añade, y esta vez parece que cada palabra ha escupido un odio
desmedido hacia Anne, aun habiéndolo disimulado delante de Amaia—. En
fin, el pasado, en el pasado se queda, ¿no crees?
Amaia no dice nada. Mira a Jaime con atención, aunque tiene ganas de
que se vaya, perderlo de vista y que no vuelva a irrumpir en su casa. Esta es la
segunda vez que se presenta de noche. Y no le gusta. Menos mal que ya no
tiene la copia de las llaves.

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—Será mejor que me vaya —murmura, cabizbajo, adivinando los
pensamientos de Amaia.
—Espera. Una pregunta más…
—Tú dirás.
—¿Crees que en los yacimientos pasan cosas extrañas? ¿Que ese lugar
tiene algo sobrenatural? —Jaime, tenso, abre mucho los ojos. Parece no
entender por dónde van los tiros. Amaia no sabe cómo formular la pregunta
que le ronda al mencionar el lugar en el que Jaime aparece posando en su
fotografía de perfil de Facebook, detalle que omite—. Anne y Mikel
discutieron y ella se largó. A los dos, antes de desaparecer, testigos poco
fiables los vieron por los alrededores de los yacimientos… era un lugar
especial para ellos, lo frecuentaban bastante.
—Ya. Mikel visitaba los yacimientos a menudo… pero era por Anne. Era
Anne quien estaba obsesionada con ese lugar.
—¿Anne?
—Brujería. Anne creía en la brujería y ese era uno de los motivos por los
que sentía tanta aversión hacia Adela. Pensaba que, si no se metía con ella y
le infundía miedo, Adela le haría algo y se quedaría calva, en Babia para
siempre o peor aún…
—Muerta.
—Que es lo que terminó pasando —se lamenta Jaime, visiblemente
incómodo, poniéndose en pie.
Amaia querría decirle a Jaime que no lo saben. Porque el cuerpo de Anne
nunca apareció. Pero se limita a callar porque las esperanzas de que siga viva
se esfumaron hace muchos años.
Amaia acompaña a Jaime hasta la puerta pensando seriamente en volver a
visitar a la madre de Anne para intentar averiguar si lo que le ha dicho es
cierto, si su padre abusó de ella, algo que le pone los pelos de punta al
recordar a Pascual como un buen hombre, tranquilo y trabajador.
En el momento en que Amaia abre la puerta para que Jaime se largue,
aparece Alejandro con una caja de pizza en una mano y una botella de vino
tinto en la otra. Mira confuso a Jaime. Se ven a diario, se consideran amigos,
pero, por un momento, el cambio de escenario desubica a Alejandro. Le
extraña. Que Jaime estuviera en la casa azul cuando estaba Mikel, era normal.
Jaime era con quien mejor se llevaba, pero ¿qué pinta con Amaia, con quien
apenas cruzó unas pocas palabras cada verano que ella venía?
—¿Qué haces tú aquí?

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Y, de repente, Alejandro siente rabia. Rabia porque recuerda lo mucho
que Amaia le gustaba a Jaime antes incluso de que ellos empezaran a salir. Es
posible que siga gustándole ahora; no hay manera de que Jaime encuentre a
alguien que le llame la atención. A eso se le llama celos, Alejandro, los
mismos que siente Adela por Amaia, porque se lleva toda tu atención.
—Ya me iba, Alejandro. He venido para ver si todo va bien.
—Va bien —acierta a decir Alejandro—. Yo estoy con ella —añade,
pasando por su lado y dejando la pizza y la botella de vino encima de la mesa.
—Ah. Anda. Bien, bien… La doble A ha vuelto —dice Jaime, sin perder
el humor a pesar de todo, algo más propio en Xoan o en Ricardo que en él,
que a veces, por culpa de su negatividad, se ofusca y parece que le haya
pasado una apisonadora por encima—. Ya nos veremos, Amaia —se despide,
con un pie puesto en el exterior—. Hasta mañana, Alejandro. Nos vemos en el
bar.
—Claro, ahí estaré.

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Capítulo 52

Coaña, Asturias
Jaime

Jaime camina en dirección a su coche. No tendría que haber venido. Se le


nota demasiado. La conversación con Amaia ha adquirido tintes raros que, al
igual que a ella, a él también le ha dejado mal cuerpo.
Antes de subir al coche, ve una figura a unos metros de distancia. Unos
ojos que lo observan, que se le clavan en la nuca. Podría irse. Hacerle caso a
la intuición, esa que falla pocas veces. Pero la curiosidad siempre puede más.
—¿Quién hay ahí?
Nadie contesta. La figura no se mueve. Pero Jaime, cuya respiración
agitada es el único sonido que rompe el silencio del paraje, sí. Decidido, va
hacia ella, convencido de que no está confundiendo a una persona con el
tronco de un árbol. De ser así, se reiría de su propia estupidez, de sus miedos,
de su paranoia.

Mientras tanto, las luces de la planta baja de la casa azul siguen encendidas.
Alejandro y Amaia salen a la terraza, dan un sorbo a sus respectivas copas de
vino, un primer mordisco al trozo de pizza de queso de cabra, nueces y miel.
Es la primera vez que Amaia prueba esta combinación que, al principio, por la
miel, le ha parecido un tanto extraña para una pizza, pero que ahora tiene
todos los números de convertirse en su favorita.

Jaime avanza por el camino apretando con fuerza las llaves del coche por si
tuviera que utilizarlas como arma contra quien sea que esté ahí. Son solo unos
metros de distancia, pero, como si estuviera dentro de una pesadilla, el
camino parece estirarse cual goma de mascar y no tener fin. Sube la pendiente
con pesadez, acercándose cada vez más y más a la figura que sigue inmóvil,
protegida por la noche y por este rincón donde no hay ninguna farola que
desvele su identidad. Parece que los pies de quienquiera que sea han criado

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raíces en el asfalto. Cuando por fin consigue identificarla, quien se queda
petrificado es Jaime.
—Adela, ¿qué coño haces aquí?
—Shhh… que nos van a oír.
—¿Quién?
—Quienes… —lo corrige—. Los fantasmas de la noche —ríe Adela.
A nadie le sorprendería ver a Adela aquí, en mitad de la noche, porque
bien es sabido en Coaña que le falta un tornillo, pero a Jaime no deja de
impresionarle su actitud. Parece que no haya crecido. Adela se ha quedado
estancada en los diez años.
—Anda, vete a casa, que te puede pasar cualquier cosa aquí fuera.
—A mí no me puede pasar nada. Me protegen los espíritus de la noche.
—«Joder. Está peor de lo que pensaba», se calla Jaime—. Oye, Jaime, hay
que separarlos. A Alejandro y a Amaia. Sé que ella te gusta, y yo llevo toda la
vida enamorada de Alejandro. Podríamos haber tenido algo, pero ha tenido
que venir… la muy zorra ha tenido que venir y…
—Adela, Alejandro no siente nada por ti —la interrumpe antes de que
siga fantaseando, aunque Jaime sabe que a la locura es imposible hacerla
entrar en razón—. Nunca ha sentido nada por ti.
—¡Mientes! —le grita, con la cara roja de ira, metiendo la mano en el
bolsillo de su falda y extrayendo una muñeca pequeña hecha de tronquitos.
Tiene alfileres clavados en el vientre. Jaime empieza a sospechar que no es la
primera ni la única noche que Adela viene aquí, que se oculta tras un árbol
cerca de la casa azul sin ser vista, para hacer lo que sea que haga con ese
esperpento.
—¿Eso es una muñeca vudú?
—No eres tan tonto como pensaba.
—Estás loca, tía.
Jaime le da la espalda de regreso a su coche, atento a cualquier ruido o
movimiento que Adela, imprevisible, pueda hacer. Pero ella sigue quieta y ríe
mientras vuelve a clavar alfileres en el vientre de la muñeca. Lo hace con
saña, como si creyera que funciona y que en este momento Amaia pudiera
estar teniendo retortijones o algo peor, una úlcera, un cáncer… a saber cuál es
la verdadera intención de Adela.
A lo mejor Anne tenía razón, sopesa Jaime. A lo mejor, pese a opinar que
abusar del débil es una acción abominable, si no le hubiera infundido miedo a
Adela, esta la habría destrozado. Jaime no cree en brujería ni en magia negra
o artes oscuras. Anda ya. Esto es el norte de España, corren muchas leyendas,

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pero él, racional, solo cree en la maldad de las personas de carne y hueso. Lo
que palpa, lo que ve, es lo único que existe. Jaime cree también en las
acciones. En las palabras. Y en las malas decisiones impulsadas por el enfado,
la rabia, los celos… qué peligrosos son los celos.
—¡No dirás lo mismo cuando Amaia caiga rendida a tus pies!
—¡Estás para que te encierren, Adela! —le devuelve el grito Jaime,
desgarrando el silencio sepulcral de la noche, acelerando sus pasos y
subiéndose al coche para alejarse cuanto antes de aquí. No sospecha que hay
otro par de ojos que lo observan todo desde la ventana.

María Luisa, que ha visto cómo Jaime se ha encarado a la perturbada de


Adela, podría ser la persona que está buscando para cerrar el círculo que
inició la desaparición de Anne.
—Tengo una idea, Mikel, te la voy a contar, a ver qué te parece.

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Capítulo 53

Coaña, Asturias
En la casa azul

Poco a poco, la angustia ha ido desapareciendo de Amaia. Desde fuera, da la


sensación de que nada le preocupa. Que su día a día está libre de dolor. La
compañía de Alejandro, lo que se han dicho o, más bien, lo que él ha dicho, la
pizza, que estaba deliciosa, y la cantidad ingente de vino, ayuda a que se
sienta, por primera vez en mucho tiempo, relajada y ligera. Es solo una farsa
momentánea, una pequeña tregua que da el instante presente, pero funciona.
Los nubarrones se han ido disipando, dando paso a una visión preciosa del
cielo: las estrellas titilantes alrededor de una luna menguante que Amaia, en
silencio, contempla. Alejandro, sin embargo, solo tiene ojos para ella y
recorre su rostro como si intentara memorizarlo, hasta que una duda le asalta:
—¿Qué habría pasado entre tú y yo si el embarazo hubiera seguido
adelante?
—Que habríamos sido unos padres desastrosos.
Esa no es la respuesta que esperaba, pero le sirve. Ojalá haber tenido la
oportunidad de ser un padre desastroso. Ojalá… Pensar que perdió al bebé en
el instante en que Amaia descolgó el teléfono para contactar con él y que
nunca pudo llegar a hacerlo, le rompe por dentro. No imagina cuánto debió de
sufrir. Ahora sabe que a ella también le dolió. Que Amaia podría haber hecho
las cosas de manera distinta o él podría haber viajado a Madrid y no rendirse
hasta que le hubiera dado una explicación, pero es pasado. Y ahora están aquí,
juntos de nuevo, hablándose sin necesidad de palabras, porque una sola
mirada basta para entender que el sentimiento es mutuo, que nunca
desapareció por mucho que lo intentaran, y Amaia también está pensando en
recuperar el tiempo, si acaso eso es posible, porque hay cosas que nunca
vuelven, como la confianza.
—¿Dónde se va la vida que no vivimos? —pregunta Amaia, echándose a
reír por lo absurda que ha sonado su pregunta, fruto de haber bebido un par de
copas de más—. Vaya, sonaba mejor en mi cabeza.
—Creo que lo mejor es vivir el presente y no comerse tanto el tarro. Las
posibilidades de las vidas que podríamos haber tenido son infinitas, Amaia. El

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progreso de la física cuántica y la búsqueda de la teoría cuántica de la
gravedad, sumado al desarrollo de la teoría de las cuerdas, han hecho entrever
la probabilidad de la existencia de múltiples universos paralelos conformando
un multiverso. Busca información, es de lo más interesante.
Amaia se queda callada y Alejandro, que se arrepiente en el acto del
monólogo pedante que ha soltado sobre el multiverso, respeta su silencio. Ella
nunca ha fantaseado con la posibilidad de que hubiera otra Amaia en un
universo paralelo a este que hizo las cosas mejor. Piensa en otro mundo, en
otra vida en la que tuvo el bebé, en la que sus padres no murieron y a Mikel,
propenso a las adicciones y a un carácter autodestructivo, no se le fue la
cabeza. Entonces, se da cuenta de que todo empezó con Anne. Ella fue la
primera ficha de una especie de efecto dominó, provocando una reacción en
cadena de otros acontecimientos igual de turbios.
—Uy, Alejandro, estamos empezando a filosofar…
—Como en los viejos tiempos.
—Sí. En los viejos tiempos filosofábamos y luego…
—Luego…
Alejandro se agacha un poco hasta quedar a la altura de Amaia. Enmarca
su rostro con las manos. Hay algo aún mejor que un beso, y son esos
segundos previos a la promesa palpitante de la colisión. Clava los ojos en su
boca entreabierta, deseosa por acogerlo, pero Alejandro, haciéndola sufrir,
resistiéndose a romper la emoción del antes de…, tarda un poco más, atrapado
en la pregunta de si los labios de Amaia sabrán a vino afrutado como el que él
nota en el paladar.
Se puede viajar al pasado de distintas formas. Repitiendo momentos,
temas de conversación, miradas, emociones a flor de piel deseosas por
emerger que te habían abandonado, aunque, ¿quién abandona a quién? ¿Las
historias a uno o uno a las historias?
Amaia y Alejandro están como antes, igual que hace años, como cuando,
después de debatir y filosofar, se pasaban horas devorándose sin que pareciera
que pudieran hartarse nunca el uno del otro. Da la sensación de que nunca se
han separado, de que el tiempo se ha congelado… de que siguen siendo los
mismos que hace una década.
Al fin, Alejandro presiona sus labios contra los de Amaia; al principio es
un roce suave, delicado, que les hace flotar. Poco a poco, el beso aumenta de
intensidad. El deseo se intensifica. Las emociones explosionan con la fuerza
de una supernova. Amaia entrelaza su mano a la de él y lo conduce al
dormitorio. En esta ocasión, no hay fantasmas que la espanten aguardando en

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la cama con una sonrisa cínica. La estancia está vacía. Todo cuanto importa es
lo que está ocurriendo. El ahora. Nada ni nadie va a interrumpir este
momento en el que Alejandro se quita la camiseta al tiempo que Amaia le
desabrocha el cinturón, arrimándolo a su cuerpo y excitándola al palpar su
erección. Él jadea en su oído, le muerde suavemente el lóbulo de la oreja, la
desviste con prisas, no puede esperar. Caen en la cama entre risas nerviosas y
gemidos roncos sin dejar de besarse, Alejandro encima de Amaia cubriéndola
con todo su cuerpo, como si fuera el escudo con el que poder enfrentarse a un
mundo que en los últimos años ha sido un desierto. Un vuelco en el estómago,
como si muchas mariposas estuvieran revoloteando en el que dicen que es el
segundo cerebro que influye en nuestro estado de ánimo y regula nuestras
emociones, se apodera de la pareja cuando él se hunde en su interior. Son
tantos los sentimientos que despiertan en un segundo… tanto el calor
placentero, el anhelo resuelto, la necesidad de volver a ser quienes fueron…
—Te quiero —le susurra ella, enredando las manos en su pelo y
olvidando, por un momento, el olor a muerte de estos últimos días infernales
y la ausencia que tanto duele. Esa ausencia…
—Te quiero —le corresponde él, sintiendo que, por un momento, han
vuelto a convertirse en un solo ser, profiriéndole una caricia en la mejilla y
descansando la cabeza en su pecho tras un orgasmo que los ha catapultado a
las estrellas, esas que siguen brillando, aunque nadie les preste atención.

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Capítulo 54

Coaña, Asturias
En la casa azul

Alejandro duerme profundamente. Su respiración es pausada. Solía decir


con humor que ni una banda de cornetas y tambores pasando por su calle
serían capaces de despertarlo. Parece tan relajado… tan feliz. Pese a la
inconsciencia, sus labios se curvan ligeramente hacia arriba dibujando en su
rostro una sonrisa. Juntaron las dos camas, como hacían Mikel y Amaia
cuando eran pequeños, y han tenido espacio de sobra para descansar.
Amaia no sabe qué hora es, cuando un ruido procedente del exterior la
desvela. Se incorpora con pesadez, con agujetas en partes de su cuerpo que no
creía posibles y una sonrisa boba que se esfuma en cuanto el ruido se
intensifica y la realidad de su estancia en Coaña vuelve a su mente llenándolo
todo. Es difícil dejar espacio para algo más, aunque ese «algo más» sea
Alejandro.
Amaia se levanta poco a poco y sin hacer ruido, contemplando el
amanecer desde la ventana. Hace frío y una bruma ligera, gris y lechosa, que
dentro de un rato se teñirá de rosa y de naranja, envuelve el paisaje
difuminando el contorno de las cosas. No debe de faltar mucho para que
amanezca, piensa Amaia.
A medida que desciende las escaleras hasta el piso de abajo, el ruido se
convierte en algo más real y cercano. Lo ubica detrás de la puerta de entrada.
Amaia no pregunta. Anoche no cerraron la puerta con llave, por lo que abre
de sopetón sorprendiendo a María Luisa, que no cae al suelo de puro milagro.
En una mano sujeta un recipiente de cristal con aceite y en la otra una brocha.
La madera de la puerta de la casa azul brilla y huele… huele raro. ¿Estaba
María Luisa untando la puerta con aceite?
—Es un aceite especial —aclara María Luisa, como si embadurnar de
aceite las puertas de los vecinos a las seis de la mañana fuera de lo más
normal—. Estoy untando tu puerta con este aceite especial —recalca— para
repeler a posibles enemigos.
Amaia cierra los ojos. Inspira hondo una, dos, tres veces… No quiere
hablarle mal a la mujer que, a la vista está, necesita ayuda psicológica. Intenta

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ver más allá de una mente que desvaría, de una mujer mayor e indefensa a la
que se la ha tachado de loca y de rara desde siempre, porque nunca ha tenido
reparo en reconocer que ve cosas que los demás no ven. La vida no ha debido
de ser fácil por ser como es, intuye Amaia, mirándola en silencio y
recordando la cruz de sal que tenía en el lado derecho de la puerta de su casa
hace unos días. Aún se pregunta para qué.
—María Luisa, sé que son días raros, difíciles… pero no necesito este tipo
de ayuda. Se lo agradezco, de verdad, pero no es necesario que me llene la
puerta de… de aceite.
—Un aceite especial —apunta María Luisa, levantando la mano con la
que sujeta la brocha empapada de aceite cayendo en las baldosas grises del
suelo. Lo está ensuciando todo.
—Vuelva a la cama. Es muy temprano…
—Déjame terminar. Me falta el marco. El marco es lo más importante.
—Como quiera… —se rinde Amaia, cerrando la puerta con delicadeza.
Ya en el salón, frunce el ceño y mira a la vecina desde la ventana,
mientras busca en Google para qué sirve dibujar una cruz de sal en el lado
derecho de la puerta.
—Así que es para ahuyentar la lluvia —lee Amaia divertida.
Mientras tanto y sin que Amaia le quite el ojo de encima, María Luisa,
concentrada, como si lo que estuviera haciendo fuera de vital importancia,
sigue embadurnando la puerta de aceite. Contra más empapada, mejor,
aunque con solo rozarla los dedos queden pringosos.
¿Qué componente llevará ese aceite para que sea especial?
Cinco minutos más tarde, la mujer baja las escaleras y contempla la puerta
desde la distancia. Parece conforme, satisfecha con el trabajo realizado.
Finalmente, cuando Amaia la ve alejándose en dirección a su casa, se retira de
la ventana. Desvelada por completo, empieza a preparar café. Quiere que,
cuando Alejandro se despierte, calcula que en una o dos horas para abrir el
bar, la casa azul huela a hogar. A un lugar del que no querrías salir jamás,
como cuando sus abuelos vivían y la abuela se desvivía por todos. A café
recién hecho y a tostadas. A mermelada casera. A instantes sencillos, los más
valiosos, a pesar de las cosas malas que pasan y seguirán pasando ahí fuera y
que ningún aceite untado en una puerta como quien unta mantequilla en una
tostada, va a poder evitar.

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Capítulo 55

Coaña, Asturias
Amaia

El asesinato de Gonzalo Bergeron no ha tardado en salir a la luz. Y lo ha


hecho con detalles de lo más escabrosos. Su fotografía de perfil en Facebook
en una pose relajada y sonriente desde un yate, copa los titulares de todos los
periódicos del país ligado al pueblo de Coaña donde ni siquiera su madre, en
pleno ataque de histeria al recibir la noticia de la muerte de su hijo, sabía qué
había ido a hacer.
«En un lugar tranquilo con poco más de tres mil trescientos habitantes
donde nunca pasa nada y todos se conocen…».
«¿Que nunca pasa nada?», se indigna Amaia recordando a Anne.
El nombre de Mikel Vila va asociado al de Gonzalo como su presunto
asesino. A Amaia le duele en el alma que mancillen de esta forma el nombre
de su hermano y que desconocidos de todo el mundo critiquen desde el
anonimato unos actos que ella duda que cometiera. Supuesto, presunto e
hipotético, son las tres palabras que más han usado los periodistas en cada una
de las noticias que Amaia ha leído con el corazón en un puño en diversos
portales de internet.
El agente Artos y el inspector Pelayo no la han vuelto a molestar,
apartándola de los resultados que han confirmado que la pistola hallada en la
casa azul es la misma de la que salió la bala que acabó con la vida de
Gonzalo, y que las únicas huellas dactilares que hay en ella pertenecen a
Mikel, detenido en el pasado por delitos menores, hurtos y escándalos en la
vía pública. Por culpa de su mala cabeza, sus datos constan en la base policial
y las coincidencias no invitan a ninguna discusión. A ojos de todos, Mikel es
culpable. Fue quien, teóricamente, asesinó a Gonzalo y, sabiendo que los
hermanos Arruza cumplían condena en prisión y tardarían en descubrir el
cuerpo, lo escondió en el granero antes de huir. Solo Amaia sabe que alguien
puso el arma debajo de la tabla rota de la habitación, que el arma no estaba
donde Pelayo le dijo que la encontraron cuando ella salió de la casa azul. Que
a Mikel han querido incriminarlo en algo que, tal vez, porque Amaia ya no
pone la mano en el fuego por nadie, él no hizo.

Página 152
Cuando Amaia lee que, tras la autopsia, el cuerpo de Gonzalo será
trasladado a Madrid y que el funeral se celebrará en dos días, piensa en la
posibilidad de ir. Jaime le dijo que cuando Gonzalo vivía en Coaña solía salir
con un par de tipos más mayores que también se fueron del pueblo, Asier y
Fede, si mal no recuerda sus nombres. Seguro que irán al funeral, elucubra,
esperanzada por la posibilidad de hablar con ellos.

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Capítulo 56

Cinco meses antes

Coaña, Asturias
Enero, 2018

Incontables eran las ocasiones en las que Mikel y María Luisa hablaban de
Anne. Y no solo de Anne y su desaparición, sino de mucha otra gente que
desaparecía a diario y la prensa se hacía eco. La mujer se quedaba embelesada
mirando sus fotografías en los informativos o en los periódicos que Mikel le
compraba, e intuía dónde estaba esa gente. Qué le había ocurrido. Cómo
habían sido sus últimos instantes. Ella veía esas cosas, aunque la clarividencia
iba debilitándose con la edad y no era tan efectiva como le gustaría cuando el
caso le tocaba de cerca y se convertía en algo más personal. Con Mikel podía
hablar sin tapujos; él la creía. Con el resto de la gente… no, con el resto no
podía compartir su don, aunque cuando era jovencita pensaba que sí, que era
algo bueno que podía ayudar a la gente. Como en tantas otras cosas, María
Luisa se equivocó. Confiar en quien no debes, aplaca el poder que te otorga el
don de poder ver más allá.
A menudo, María Luisa pensaba en el Triángulo de las Bermudas, el lugar
donde no solo la gente desaparece, también barcos y aviones. ¿Cómo es
posible perder gente así, de la nada? ¿O hasta un barco y un avión? ¿Tiene el
mundo una especie de borde o de barranco, y si caes en él te pierdes para
siempre?
—He visto algo, Mikel —le dijo María Luisa una tarde de tormenta en la
que Mikel fue a su casa a tomar café.
—Y yo, María Luisa. Veo a Anne por todas partes —confesó. No era la
primera vez—. No sé si fue buena idea regresar aquí, si me estoy volviendo
loco… Es muy duro. Mucho. No puedo sacármela de la cabeza.
—Ella te está llamando. Me faltan datos, porque, como bien sabes, cuando
algo me toca de cerca me cuesta ver con más claridad, pero Anne reclama tu
atención ahora que has vuelto, lo ha hecho siempre. No descansa en paz, los

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culpables siguen libres. Pero sus caras se me siguen apareciendo difusas,
deformes como el diablo, y no soy capaz de identificarlos.
—¿En plural?
María Luisa asintió compungida.
«Podría ser cualquiera. Podrías estar hablando con ellos a diario y no
saberlo», se mordió la lengua para no meterle más delirios de los que ya tenía.
No quería que Mikel también tuviera ruido en la cabeza, si es que acaso algo
así se puede contagiar igual que la gripe.
Luego, quieta y con los ojos cerrados como si estuviera en trance, María
Luisa escondió el pulgar y el meñique en la palma de su mano y formó el
número tres con los dedos sobrantes. El dedo meñique parecía querer salir
también, como si una mano invisible lo empujara para que María Luisa
formara el número cuatro en lugar del tres, pero tampoco fue capaz de
levantarlo del todo, así que no le dio importancia. Tres… Tres habían sido los
culpables de la desaparición de Anne que, desde siempre, había sido muerte,
pero nadie se atrevía a formular la palabra.
—Tres —murmuró Mikel.
—Podríamos ir a los yacimientos —propuso la mujer—. Es un lugar con
una energía especial, tú lo sabes. Se abren portales a otros mundos en fechas
señaladas y es ese lugar el que veo, el que se me presenta cuando pienso en
Anne. Soy, por así decirlo, su conducto, pero no me muestra todo lo que
debería mostrarme para descubrir qué ocurrió, como si para su espíritu
también fuera confuso. Como si una parte de ella, de la energía que se ha
quedado anclada en el mundo terrenal, no supiera que está muerta. —A Mikel
se le erizó el vello de la nuca. María Luisa siguió hablando—: Castro de
Coaña. Es muy significativo para vosotros, ya lo hemos hablado varias veces.
—Sí. Anne y yo paseábamos mucho por allí cuando no había turistas. A
ella le obsesionaba un poco el lugar. Nos gustaba estar solos entre las ruinas,
respirar la calma que transmite… en cada ruina se percibe su historia. Las
vidas pasadas que albergó. Tenías razón cuando decías que desprendía una
energía única, María Luisa.
Mikel la miró con ternura. Sentía pena por la mujer, por una vida marcada
por la soledad y las desdichas. La sociedad no está preparada para la gente
que es diferente, especial. La repudia, la margina sin piedad. Entonces, pensó
en las miradas de desprecio que él mismo recibía en el pueblo, los cuchicheos
a sus espaldas. El veraneante alcohólico y drogadicto que se había vuelto loco
y había matado a su novia de juventud, deshaciéndose tan bien del cuerpo que

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ni siquiera una decena de sabuesos habían sido capaces de dar con sus restos.
Muchos lo pensaban todavía.
—Yo nunca he creído que fueras una perturbada, María Luisa —dijo con
sinceridad tras un silencio cómodo y natural—. Me gustaba hablar contigo.
Antes y ahora. Siempre me gustaron tus historias. Decían que era fantasía,
invenciones, leyendas… pero yo sé que eran reales. Que lo son, que hay otros
mundos… otros mundos mejores que este en los que no hay violencia ni
maldad.
—Mikel, regresemos a Castro de Coaña e invoquemos a Anne, a ver qué
puede contarnos su espíritu. Solo así obtendremos las respuestas de lo que le
ocurrió aquella noche. Aquí nadie te dirá nada, de poco sirve seguir a los tipos
de los que desconfías ni intimar con ellos. Te quedarás sin respuestas por
muchas visitas que hagas al cuartel o por muchas conversaciones que intentes
escuchar en las sombras, ¿entiendes? Todos tienen sus secretos y se protegen
los unos a los otros. Y estás llamando demasiado la atención, Mikel, me da
miedo que te hagan daño —sentenció, zanjando la conversación y recogiendo
las tazas de café, una manera sutil de decirle a Mikel que estaba cansada y
que lo mejor era que se largara de su casa. El joven le llenaba la cabeza de ese
ruido del que siempre había tratado de huir. Tenía visiones feas, tan feas…
cada vez que Mikel se presentaba en su casa con la buena intención de hacerle
compañía, lo veía con la cabeza llena de sangre. Sangre corriendo en regueros
oscuros por su rostro cada vez más demacrado, sangre entrando por sus labios
y saliendo a borbotones, sangre en los ojos, sangre manando de su cabeza
destrozada… Cada vez que Mikel llamaba a la puerta, María Luisa lo veía
muerto. Muerto como Anne.

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Capítulo 57

Presente

Coaña, Asturias
Amaia & Alejandro

Cuando Amaia le cuenta a Alejandro su intención de ir a Madrid para acudir


al funeral de Gonzalo e intentar hablar con Asier y Fede sin tener la seguridad
de que vayan a estar presentes, él intenta disuadirla:
—No me parece buena idea. ¿Y si su madre te reconoce? No creo que le
guste la presencia de la hermana del que cree que ha matado a su hijo.
—Ya, pero dudo que me reconozca. Yo no me acuerdo de ella, no me
acordaba ni de Gonzalo. Que yo sepa, no tenía relación con Mikel, nunca vino
a casa. En verano Coaña se llena de gente, tú lo sabes mejor que nadie, y
después de tantos años… no, es imposible que me reconozca —insiste.
—Bueno, Gonzalo no era de nuestra pandilla. Cuando éramos pequeños
jugábamos juntos porque íbamos al mismo curso, lo normal, pero él siempre
prefirió ir con gente más mayor y a los catorce o quince nos distanciamos.
Aun así, lo más probable es que Gonzalo también perdiera el contacto con
Asier y Fede. Me acuerdo de ellos. Creo que se fueron a vivir a Bilbao. Eran
problemáticos, estilo Rufus y Edgar pero elegantes. Más discretos. Vamos,
unos jetas de manual. Con los de Coaña no se metían, pero siempre buscaban
problemas con chavales de otros pueblos.
—¿Y si fueron ellos, Alejandro? Si Gonzalo iba con Asier y Fede, lo más
lógico es que ellos tres…
—No sé, Amaia —duda Alejandro—. Si te empeñas en ir, te acompaño.
—¿Y el bar?
—El primo de Xoan viene a echarme una mano de vez en cuando. Lo
contrato en verano, cuando hay más gente. Le diré que me cubra y, si puede,
voy contigo a Madrid.
—Gracias. Es muy importante para mí.
—Lo sé. Decidas lo que decidas, no te voy a dejar sola.

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Hay algo de resquemor en sus palabras, en su mirada esquiva, pero Amaia
prefiere pasarlo por alto. Para qué echar más leña al fuego, piensa, porque
nadie mejor que ella sabe lo importante que es dejar el pasado atrás, donde
nadie lo recuerde ni lo encuentre. Quizá pecó de querer ser demasiado sincera
con él en vista de que el fuego entre ambos no se había extinguido. Puede que
Alejandro hubiera sido más feliz en el desconocimiento, aunque eso habría
supuesto esconder uno de los motivos por el que ella, a su manera, como
Anne y como Mikel, también desapareció.

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Capítulo 58

Coaña, Asturias
Adela

¿Que se van a Madrid? ¿Juntos, como una pareja?


No.
No lo puede permitir.
¡Será zorra!
¿A cuento de qué se van a presentar en el funeral de Gonzalo? ¿Es que
esta mujer no tiene vergüenza?
Amparada por la oscuridad de esta madrugada sin luna, Adela se acerca
sigilosa a la casa azul. No hay luz. Mira en dirección a las ventanas de la casa
de María Luisa. No percibe que nadie la observe. Esa vieja cotilla siempre tan
atenta a todo…
Son las tres de la madrugada, hasta las brujas malas duermen, ¿no? Ella
sabe cuándo la ven y cuándo no. Lo percibe. Y sabe que ahora no la está
viendo nadie.
Se agacha, invisible tras el lateral del coche de Amaia.
«¿A qué se dedicará?», se pregunta, admirando la carrocería
resplandeciente de lo que parece un coche carísimo con matrícula francesa.
Ella no entiende de estas cosas, pero debe de costar un pastizal. Aunque
viendo cómo viste, igual que las parisinas que Adela solo ha visto en las
películas, deduce que tiene dinero.
¿Por qué a las malas personas les sale todo bien?
Levanta el cuchillo que ha traído con la premeditación de quien sabe qué
va a hacer, y pincha una rueda. No contenta con reventar una, va hasta la
siguiente y la apuñala con saña, riéndose por lo bajini del ruido que hace,
porque le recuerda a un pedo.
Sin intuir peligro alguno de ser descubierta, se incorpora y va hasta el otro
lateral. Pincha las otras dos ruedas. La gente solo tiene una de recambio, así
que ha jodido a Amaia a base de bien. Ahora las cuatro ruedas emiten un
silbido al unísono que rompe el silencio denso de la noche y la carrocería se
derrumba unos centímetros en el asfalto. Sin embargo, a Adela le falta algo
para que Amaia tenga ganas de tirarse de un puente. Coge con fuerza el

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mango del cuchillo y se desahoga de lo lindo rayando todo el lateral de la
parte del conductor, desde el capó hasta el maletero. Contempla su obra de
arte.
—Aquí falta algo —musita, dándose toquecitos en la barbilla con la punta
afilada del cuchillo.
Camina hasta el otro lateral y escribe en letras mayúsculas: ZORRA.
«¿Me estaré delatando?», se preocupa, cuando ya está hecho y no hay
vuelta atrás.
Termina de escribir la letra «A» y llega a su fin el martirio que produce en
sus oídos el chirrido del metal, con el riesgo que eso conlleva al haber sido
tan escandalosa.
Se le ha ido por completo de las manos.
Pero entonces la casa azul cobra vida. Se ha encendido la luz de una
ventana de la planta superior. Adela, con el corazón desbocado como cuando
era niña y cometía una trastada por la que su madre, rozando el maltrato, la
castigaba encerrándola dos días en su dormitorio sin comer, guarda el cuchillo
en el bolso y sale corriendo siguiendo la misma trayectoria que recorrió junto
a Anne diez años atrás.

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Capítulo 59

Coaña, Asturias
En la casa azul

—¿ Qué es ese ruido? —se sobresalta Amaia, levantándose como un resorte


de la cama.
Alejandro ni se inmuta, duerme profundamente y no ha oído nada. En un
par de horas sonará el despertador, ya lo tienen todo preparado para
emprender el viaje hasta Madrid para acudir al funeral de Gonzalo, que se
celebra por la tarde, a las seis.
Amaia echa un vistazo por la ventana. A simple vista, no ve nada extraño.
Ni a nadie. Ninguna figura merodeando por los alrededores con la mirada fija
en las ventanas de su casa. Hasta la casa de María Luisa está completamente a
oscuras; esta noche la cortina no se mueve. Pero está segura de que ha
escuchado algo, de que el ruido ensordecedor y chirriante ha sido real. Ha
ocurrido. Como metal… metal quebrándose.
Inquieta, baja las escaleras, abre la puerta y sale a la calle en pijama y
descalza. Va hasta el coche de Mikel maldiciendo las piedrecitas que se le
clavan en la planta de los pies desnudos. Está en perfecto estado. Sin
embargo, cuando se detiene frente al lateral de su BMW, lee con un vuelco en
el estómago la palabra ZORRA escrita con saña en la carrocería, más baja de
lo normal porque las cuatro ruedas están pinchadas. Han sido acuchilladas sin
piedad.
—Jo-der.
Amaia entra en casa sin tan siquiera cerrar la puerta, sube las escaleras y
vuelve al dormitorio.
—Alejandro. Alejandro, despierta.
—Mmmm…
—Alguien ha pinchado las ruedas de mi coche —le dice en una
exhalación, sacudiéndolo suavemente por el hombro—. Y me ha escrito en un
lateral «ZORRA».
—¿Eh?
Alejandro, confuso, se despereza lentamente y mira a Amaia como si aún
estuviera dentro de un sueño. Emite un gruñido y, seguidamente, como si le

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supusiera un esfuerzo equivalente a levantar cien kilos de peso, se levanta de
la cama. Baja las escaleras tambaleante y sale a la calle mirando con la misma
incredulidad que Amaia la rayada de la carrocería de su coche y las ruedas
pinchadas. Un nombre se le atraviesa y se le atraganta.
Adela. Esto lo ha hecho Adela.
¿Pero por qué? ¿Para qué?
—¿Quién ha sido? —se pregunta Amaia, más para sí misma que para
Alejandro. La existencia de Adela es tan insignificante para ella, tan poquita
cosa, que no la tiene en cuenta.
—Adela.
—Zorra… —murmura Amaia, recordando que esta es la palabra que
utilizó para definirla, no solo a ella, también a Anne.
«¿Te crees el ombligo del mundo? Eres como Anne. Las dos igual de
zorras», le dijo.
—No te preocupes. Iremos en mi coche. Y, cuando volvamos de Madrid,
llamaré al mecánico para que lo venga a buscar —la tranquiliza Alejandro—.
Va, tranquila… volvamos a la cama.
—Bueno, después de todo lo que ha pasado últimamente, un coche
destrozado es lo de menos —se consuela Amaia, mirando al frente y a ambos
lados de la calle, por si Adela sigue merodeando cerca, al tiempo que roza con
la yema de los dedos el contorno de las letras grabadas con inquina en la
carrocería.

Z. O. R. R. A.

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Capítulo 60

Diez años antes

Coaña, Asturias
Madrugada del 24 de junio de 2008 – La noche de San Juan

—¡ Zorra! ¡Puta zorra, ven aquí! —escupían al unísono.


A lo lejos, fuegos artificiales.
Y risas.
A lo lejos… tan lejos…
Anne se sentía cada vez más débil. La ropa rasgada, sucia, la piel sucia…
y sangre… sangre que procedía de los arañazos que tenía en los brazos, en las
manos, en las piernas…
No podían volver a alcanzarla. Porque si lo conseguían… si lo volvían a
conseguir, ya no tendría fuerza para librarse de ellos.
¿De dónde salía tanta sangre? ¿Cómo había llegado a esta situación?
Había niebla en su cerebro. Tenía las rodillas raspadas de tanto tropezar y
caer a causa de los nervios y del camino pedregoso, sangre del puñetazo que
le habían propinado en la nariz, del golpe en la cabeza, del forcejeo salvaje…
Había podido escapar, pero ¿por qué la seguían? ¿No se habían cansado?
¡¿Qué más querían hacerle?! ¡¿Por qué no la dejaban en paz?! ¡¿Por qué no
paraban y la pesadilla llegaba a su fin?!
Ella solo quería llegar a casa. Tumbarse en su cama, esa cama que ahora
le parecía tan inalcanzable como volver a ver salir el sol.
Lo sabía. Sentía en las entrañas que su fin estaba cerca. Era cuestión de
minutos, horas… la vida se le estaba escapando. No cesarían hasta atraparla.
No podían arriesgarse a que al día siguiente Anne fuera al cuartel a poner una
denuncia.
Un coche pasó por su lado. Iban dos o tres chicos, la vista nublada por las
lágrimas le impedía verlos con claridad.
¿Había gritado?
¿Les había pedido ayuda?
¿Se había esforzado lo suficiente para que se detuvieran y la ayudaran?

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Pasaron de largo ignorando unas súplicas que no llegaron a emerger de su
garganta. Tenía tanto miedo… parecía una pesadilla en la que no podía gritar,
pedir ayuda, luchar, y pronto, muy pronto, se quedaría sin fuerzas hasta para
seguir corriendo.
No podía ser real. No podía estar pasándole a ella.
Las fuerzas le empezaban a fallar mientras las pisadas tras ella
retumbaban en sus oídos cada vez más fuertes, más amenazantes, más cerca.
Maldecían a gritos con una violencia desmedida, seguros de que no había
nadie que pudiera desenmascararlos ni impedir lo que estaba a punto de
ocurrir. El resto del mundo celebraba la noche de San Juan. No existía nada
más que eso, nadie aparecería de la nada para salvarla.
Anne habría querido ser sorda para no oír los gritos, el odio visceral con el
que querían darle caza, envalentonados por la ingesta de alcohol y el consumo
de droga. Cualquiera diría que no podían tenerse en pie, pero sabían bien lo
que hacían. Lo sabían. La habían pillado desprevenida. Y a eso se le sumaba
la agitación de haber encontrado al fin el momento, desatando la cólera que
anidaba en el interior de cada uno de ellos, la misma cólera que los había
empujado a actuar, a desear cometer un crimen abominable.
—Lo siento —murmuró Anne entre lágrimas. No le salía la voz, que
sonaba como un graznido—. Lo siento mu-mucho… —repetía entre sollozos,
toda ella temblando de puro terror, en un intento por acallar sus voces y
encontrar su perdón por años de mala conducta que, al final, habían
desembocado en una locura transitoria para la que no estaba preparada.
Para la que no había escapatoria.
—¡Zorra! ¡Ven aquí! ¡No podrás esconderte!
Estaba llegando. Ya casi estaba llegando. Su única esperanza era que en
los yacimientos Castro de Coaña se abriera un portal a otro mundo que se la
llevara lejos de la locura de este. Un mundo paralelo al que conocemos más
benévolo, en el que podría estar a salvo. Las leyendas tienen que tener algo de
verdad, ¿no? Anne recordó a su madre contándole las leyendas de los
yacimientos desde que era una niña.
«Mamá no miente nunca, Anne», le decía.
Por eso tenía que ser verdad.
«El portal me salvará. El portal es mi única esperanza».
Bendita inocencia, Anne…
Los cuentos para niños no son más que eso. Cuentos.
Y luego estaba Mikel, ya no eran niños que creían en la magia, pero él le
aseguraba que…

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… durante la noche de San Juan, se abren portales a otros mundos. Es una
noche mágica en la que puede pasar de todo. De todo, no hay límites. Porque
quien cree en la magia, está destinado a encontrarla.
Mikel era el único que, desde niño, le había prestado atención a su vecina
María Luisa, la rarita del pueblo, la loca, ahora interna en un centro
psiquiátrico. Solo ahí, donde habitaron los celtas hace siglos, Anne podría
encontrar un lugar seguro donde estar a salvo y que nadie volviera a verla
nunca más.
Solo necesitaba creer.
Creer para poder ver.
Si creía con todas sus fuerzas, vería…
En momentos como ese de consternación, la esperanza, aunque se mezcle
con la paranoia que nos hace creer en quimeras, es lo único que puede
salvarnos.

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Capítulo 61

Presente

Viaje a Madrid

Falta hora y media para llegar a Madrid, donde ya tienen reservada una
habitación en el céntrico Hotel Santo Domingo para pasar la noche.
—¿Te parece si paramos? Necesito café en vena —propone Alejandro,
mirando con el rabillo del ojo a Amaia, perdida en sus pensamientos.
—Claro, vamos con tiempo de sobra.
El restaurante de carretera, con una gasolinera a pocos metros y varios
camiones estacionados en el aparcamiento, no se distingue del bar donde se
detuvo Amaia cuando le faltaban pocos kilómetros para llegar a Coaña. De
eso solo hace dos semanas. Mayo se evaporó ante sus ojos sin que su
presencia en el pueblo la haya aproximado a su hermano. Junio ha llegado
con la promesa de un clima cálido y la proximidad de las vacaciones de
verano, pero sigue sintiendo a Mikel lejos de ella.
Alejandro pide un par de cafés con leche en la barra y se sienta a la mesa
frente a Amaia, mirándola con ojos escrutadores como dos polígrafos. Ella
sonríe, aunque no tenga ganas. Tiene sueño y está cansada.
—¿Qué os pasó?
—¿Cómo?
Amaia no entiende la pregunta de Alejandro. La camarera les trae los
cafés, que ambos agradecen con un gesto de cabeza, y Alejandro vuelve a la
carga:
—A Mikel y a ti. ¿Qué os pasó?
Aunque es un tema que a Alejandro no le incumbe de manera personal, a
Amaia le fue más fácil contarle por qué se fue de Coaña sin un adiós. Esto es
algo entre Mikel y ella, algo que no llegaron a remediar, y que, si él no
aparece, se convertirá en uno de tantos asuntos sin resolver que quedan entre
los vivos y los muertos por dejarse engullir por el orgullo y no saber perdonar
a tiempo.

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Capítulo 62

Dos años antes

París
15 de abril de 2016 – 14.15 h

Amaia había quedado para comer con Gabriel, un atractivo propietario de


una de las inmobiliarias de lujo más prestigiosas de París. No vendían una
casa o un apartamento cuyo precio no fuera superior al millón de euros.
Amaia llegaba quince minutos tarde a su cita, aun sabiendo que la agenda
de Gabriel era de lo más apretada. Pero prisas, las manos llenas (móvil, bolso,
documentación…), escaleras de piedra empinadas y tacones de aguja de doce
centímetros, no es una buena combinación. En el último peldaño de la
escalera de piedra del edificio en el que se encontraban las instalaciones de la
agencia de publicidad, Amaia resbaló y cayó. Se torció el tobillo derecho, que
se puso rojo y empezó a hincharse de manera alarmante. Dar dos pasos
seguidos resultaba un suplicio. Peor que un dolor de muelas. A duras penas
llegó al restaurante, ubicado a la vuelta de la esquina, donde Gabriel, pese a
su tardanza, la esperaba con una sonrisa. Amaia le gustaba mucho. Con un
poco de suerte, sería la mujer a la que le pediría mano con un anillo que había
pertenecido a su familia desde principios del siglo XX.
—Tendrías que haberme llamado. Vamos al hospital a que te miren el
tobillo —le dijo con preocupación.
—No, no, estoy bien. Vamos en taxi a mi casa, solo necesito una bolsa de
guisantes congelada y un masaje —propuso Amaia sugerente, antes siquiera
de haber terminado el postre.
Así hicieron. Gabriel, quien no se cansaba de halagar el apartamento de
Amaia, decorado con un gusto exquisito y unas vistas a la Torre Eiffel de lo
más codiciadas, la ayudó a quitarse las medias y los zapatos de tacón. Sin
embargo, el tobillo, que ya no podía hincharse más, era lo que menos le
apetecía tocar.
—Coge una bolsa de guisantes del congelador, por favor —le pidió
Amaia, tumbándose en la cama y cerrando los ojos con la intención de vaciar

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la mente y no pensar tanto en el dolor.
Pero Gabriel, poco acostumbrado a que le dieran órdenes, ignoró la bolsa
de guisantes y el tobillo y se tumbó con cuidado encima de ella. La miró con
picardía. La empezó a besar. En los labios, en el lóbulo de la oreja, en la
clavícula. Bajó con sutileza el cuello de la blusa, luego el sujetador, y siguió
besando sus pechos y la línea de su vientre, hasta llegar al ombligo. En el
momento en que Amaia entró en su juego, con la espalda arqueada dejándose
llevar por el placer, sonó el teléfono.
Eran las cuatro y media de la tarde.
—Debería contestar, puede ser del trabajo y… —murmuró, intentando
incorporarse, pero Gabriel fue más rápido y la sujetó de las muñecas,
impidiendo que se levantara.
—Ahora no…
Los labios de Gabriel se acercaban a su sexo cuando el teléfono dejó de
sonar e, inmediatamente, quienquiera que hubiera al otro lado de la línea
volvió a insistir.
—Gabriel, para… debe de ser algo importante.
Gabriel compuso un gesto de fastidio, pero dejó que Amaia, descamisada
y despeinada, se levantara a contestar la llamada. El nombre de su hermano
Mikel centelleaba en la pantalla. A Amaia le extrañó. Tenían una buena
relación, se veían siempre que ella viajaba a Madrid y él vino a visitarla a
París y se quedó en su apartamento dos semanas, pero no era habitual que la
llamara. A Mikel no le gustaba hablar por teléfono, siempre decía que él era
más del cara a cara.
—Mikel —contestó Amaia con la respiración acelerada, no solo porque
Gabriel la había puesto a mil, sino por lo mucho que le costaba dar un paso
sin que el tobillo no le doliera.
—Amaia…
La voz de Mikel se quebró. Amaia supo enseguida que algo malo había
pasado y el corazón empezó a latirle tan frenético que creyó que iba a
explotar. Sí. Había pasado algo malo, muy malo, uno de esos sucesos que tu
imaginación catastrófica fabrica pero que casi nunca ocurren… hasta que
ocurren y los recibes como si te cayera encima un jarro de agua helada.

Cuenca
15 de abril de 2016 – 12.05 h

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Mikel apenas recordaba cómo había llegado a Cuenca. La noche se le había
ido de las manos, no era la primera vez que le ocurría. Solo tenía la seguridad
de que había salido con Pedro y de Pedro ni rastro.
A las ocho de la mañana, la Guardia Civil lo detuvo por exceso de
velocidad. Fue tal el nerviosismo y la confusión de Mikel, que condujo unos
cuantos kilómetros más sin detenerse, tal y como le advertían las luces del
coche policial que iba detrás. La persecución por las calles de Cuenca
agravaron el delito de conducir bajo la influencia de estupefacientes y con un
nivel de alcohol en la sangre que casi dispara el sensor del alcoholímetro. Por
si eso no fuera poco, Mikel se encaró con los dos agentes, que no se lo
pensaron dos veces a la hora de esposarlo y llevarlo a las dependencias
policiales, donde tenía derecho a realizar una llamada.
Ya había cumplido los veintiséis, pero se sintió como un crío de tres años
necesitado de papá y mamá para que lo sacaran del apuro.
—Tranquilo, Mikel, llamo a tu padre para que venga y vamos para allá —
le dijo su madre, quien llevaba tiempo ocultando la pena y la angustia que
sentía al ver cómo la vida de su hijo se descarriaba sin que ella pudiera hacer
nada por evitarlo.
Pero los padres de Mikel y Amaia nunca llegaron a las dependencias
policiales de Cuenca, donde el hijo los esperaba sollozando, muerto de sueño
y de cansancio, con los ojos rojos y el alma partida en mil pedazos, a medida
que la euforia de las drogas se iba disipando y fue capaz de verlo todo con
más claridad, derrumbándose en el acto.
—Qué he hecho… qué he hecho —lloriqueaba Mikel, ante la mirada de
desprecio de los agentes y las risas de un par de presos, acostumbrados a
entrar y salir de comisaría como quien entra y sale de un bar.
Mikel no tardó en enterarse de que había habido un accidente de tráfico en
la A-3 a la altura del término municipal de Villares del Saz. Y que los dos
ocupantes del vehículo que habían fallecido en el acto a causa de una fuerte
colisión, eran sus padres. El corazón de ambos, atrapados bajo el amasijo de
hierros en el que se había convertido el coche, se detuvo alrededor de las dos
y cuarto del mediodía, justo en el mismo instante en que, a poco más de mil
trescientos kilómetros, Amaia resbalaba en el último peldaño de unas
escaleras de piedra empinadas y se torcía el tobillo.

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Capítulo 63

Presente

Viaje a Madrid, en un bar de carretera

Cuando Alejandro se enteró del fallecimiento de los padres de Mikel y


Amaia, era tarde. El funeral ya se había celebrado. Habría viajado a Madrid,
aunque temía volver a ver a Amaia, y más en esas trágicas circunstancias. Así
que Alejandro se limitó a escribirle un mensaje a Mikel que jamás contestó.
Con Amaia no sabía cómo contactar. Lo único que sabía de ella era que vivía
en París porque algo oyó por el pueblo, pero no tenía su número. Podría
haberlo conseguido, pero… en fin.
La vida.
Ahora, sentado frente a Amaia, que tiene los ojos vidriosos a causa del
recuerdo, puede sentir la herida con la que tendrá que convivir y el
arrepentimiento por todo lo que le dijo a Mikel en el cementerio, delante de
todos los asistentes, cuando los operarios introducían los ataúdes en sendos
nichos, uno al lado del otro.
—Le dije que él los había matado. Que estaban muertos por su culpa, por
su mala cabeza, por su egoísmo. Fue como despertar después de estar un par
de días en coma, como si no fuera yo quien estuviera viviendo esa desgracia.
Le pegué. Empujé a Mikel, cayó al suelo. No derramó ni una lágrima. No se
resistió ni se defendió. Solo me… me miró con lástima, una lástima que no
pude soportar y… Me abalancé encima de él y seguí golpeándole, mientras le
gritaba que era un asesino. Tuvieron que sujetarme y apartarme, porque, en
ese momento, lo habría matado. Se me fue la cabeza. Se me fue… —
rememora Amaia entre lágrimas, frenando en seco su relato para darle un
sorbo breve al café. La camarera, desde detrás de la barra, mira mal a
Alejandro pensando lo que no es, que él está rompiendo con ella, que le ha
sido infiel, o a saber qué película se estará montando dentro de su cabeza para
ocupar el rato muerto en el que no ha entrado ningún otro cliente—.
Obviamente, nuestra relación se acabó. Arreglamos el tema de la herencia y
volví a París. Mikel se quedó en Madrid, en el piso de nuestros padres, hasta

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que un año después volvió a Coaña. Me llamó para decírmelo y para
preguntarme si me parecía bien que alquilara el piso de Madrid a una pareja
que estaba interesada. Le dije que me importaba una mierda lo que hiciera
con el piso, con la casa de Coaña y con su vida. Colgó. Y luego, en marzo,
llegó el mensaje en el buzón de voz. Y a finales de mayo, pocos días antes de
que yo volviera a Coaña, el mensaje: «Sigo aquí».
—¿Por qué te dijo que no ibas a poder salvarlo esta vez?
—Supongo que dijo eso porque al final fui yo quien lo tuvo que sacar de
las dependencias policiales de Cuenca. Antes de llamarme para comunicarme
el accidente, lo destrozó todo. Pegó a un par de presos. Le rompió la nariz a
un agente. Tuvo suerte de que no lo denunciaran, de que diera con gente
comprensiva que en su lugar también habrían tenido un momento transitorio
de locura. Le permitieron llamarme cuando se calmó. Al día siguiente fui a
recogerlo y estaba ido y yo desolada… Aún no podía creer que mis padres
estuvieran muertos, ni siquiera sabía qué hacían todos en Cuenca, pero Mikel
balbuceó algo así como: gracias por salvarme. Lo repitió un par de veces.
—Joder, Amaia. Siento todo lo que…
—Ya, ya está. —Amaia barre el aire con la mano y sacude la cabeza. Lo
que menos necesita ahora es compasión. Odia que se compadezcan de ella,
odió a Gabriel por esa misma mirada compasiva que ahora le dedica
Alejandro—. Me he repetido tantas veces que fue un accidente, que mis
padres tenían su destino final escrito en ese momento y en ese lugar, al que
habrían acudido por otros motivos ajenos a Mikel, que ha empezado a doler
menos. Ya no lo culpo. No sé en qué momento dejé de culparlo y de sentir
rencor, simplemente pasó y ya está, pero pensar que es posible que Mikel
también esté muerto, me mata. Porque no pude hacer las paces con él. Decirle
que le quiero, que es mi hermano, que siento mucho lo que le hice en el
cementerio… Que… que siento mucho lo que hice. —A Amaia la voz se le
quiebra poco a poco hasta doler. El nudo atenazándole la garganta aprieta,
aprieta cada vez más fuerte, más intenso…—. Que él no tuvo la culpa… no,
no la tuvo, solo estaba enfermo… solo necesitaba a alguien que le tendiera
una mano para salir del pozo en el que se había metido.
De nuevo la asalta la certeza de que la desaparición de Anne fue el suceso
que lo desencadenó todo. Que Mikel enloqueciera, que sus padres murieran,
que ella se alejara de Coaña, del amor, de la vida que no se permitió elegir…

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Capítulo 64

Coaña, Asturias
María Luisa

—¿ Estás de acuerdo, Mikel? Porque, cuando lo haga, no habrá vuelta atrás.


Todo se va a precipitar y no sé… en realidad, no sé si es lo que quieres.
María Luisa inspira hondo y murmura muy bajito:
—Que se callen las voces, que se callen. Que vuelva el silencio, que
vuelva. Que todo termine. Que quien hizo daño pague las consecuencias. ¿Sí?
¿Eso es lo que quieres, Mikel? ¿Seguro? Pues allá que voy. Vuelvo en un
rato.
María Luisa sale de casa y se detiene frente a la casa azul. No hay vida en
su interior, poco queda del brillo del aceite especial con el que bañó la puerta
de entrada, y a la mujer le parece volver a ver a Antonino tras la ventana de
una de las habitaciones del piso superior haciendo de las suyas.
Pero no, en la casa azul hoy no hay nadie.
Amaia y Alejandro han salido temprano hacia Madrid, lo raro es que
María Luisa no se haya enterado.
—Antonino… qué bruto, qué monstruo, qué fuerte te dio en la cabeza,
Mikel, qué fuerte…
Baja la calle More a paso de caracol.
María Luisa, eres ágil, pero ¿quién volviera a tener las piernas de una de
veinte, eh?
Gira a la derecha, avanza despacito bajo un sol de junio abrasador
ignorando a los vecinos que encuentra a su paso y que la miran como siempre
la han mirado, como si no fuera más que una chiflada que habla sola y oye
voces y ve cosas que no existen. Y entonces, María Luisa piensa en Adela,
pobre Adela, en que solo ella sabe cómo se siente la joven.
Deja atrás la Parroquia Santa María de Coaña donde unas ancianas
congregadas cuchichean sobre María Luisa en cuanto la ven pasar, y se mete
por un camino de tierra flanqueado por campos donde pastan las vacas que
conduce a la calle Real. Y ahí, cuatro casas más adelante, se detiene frente al
buzón con la pintura verde descascarillada de la casa de Jaime.

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—Que se callen las voces, que se callen… —sisea María Luisa,
asegurándose de que no haya nadie cerca que pueda estar viéndola, al tiempo
que introduce la mano en el bolsillo del delantal y extrae la tarjeta de
memoria de una cámara que ya no existe y que perteneció al muerto, Gonzalo
Bergeron—. Ahí va, Jaime. Mikel dice que sabrás qué hacer con esto. Espero
que tenga razón.

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Capítulo 65

Madrid
En el funeral de Gonzalo Bergeron

Después de dejar las maletas en la habitación del hotel, Amaia y Alejandro


han comido en Casa Ciriaco, restaurante mítico situado en la calle Mayor
cerca de la Catedral de la Almudena, donde han degustado sus famosos callos
a la madrileña. Luego, han regresado al hotel a darse una ducha y a cambiarse
de ropa.
Hacía años que Alejandro no se ponía un traje chaqueta y mucho menos
una corbata que le ha tenido que anudar Amaia, cuyos ojos han recorrido su
cuerpo imaginándolo así, tan guapo, esperándola en el altar. Ha emitido un
suspiro sin que Alejandro haya adivinado qué se le pasaba por la cabeza en
esos momentos. Y, lo que ha sido un día relajado en el que Amaia y
Alejandro han paseado por las calles de Madrid cogidos de la mano como una
pareja más, se convierte en un torbellino de emociones al llegar a las puertas
de la iglesia y mezclarse con los familiares y amigos de Gonzalo Bergeron.
A lo lejos, han visto a Amparo, la madre, deshecha y aturdida bajo los
efectos de algún tranquilizante, sin poder apartar la mano de la tapa del ataúd
donde reposan los restos de su hijo. Lo que no esperaban, es que hubiera
periodistas esperando en el exterior de la iglesia.
El funeral de Gonzalo Bergeron, el banquero asesinado en su pueblo natal,
Coaña, supuestamente por Mikel Vila, aparecería en la crónica de sucesos de
la mayoría de los periódicos del país y en los informativos.
—Pobre mujer —se lamenta Amaia, entrando en la iglesia junto a
Alejandro y mirando a su alrededor en busca de Asier y Fede, por si sus caras
les suenan vagamente de haberlos visto durante algún verano, pero confiando
también en que Alejandro los reconozca sin problema.
—Ha pasado mucho tiempo, es complicado —murmura Alejandro,
levantando la cabeza y dirigiéndola a los asistentes, vestidos de riguroso luto,
sus gestos compungidos de pena y de rabia por una muerte temprana en
circunstancias violentas e injustificables.
De entre toda la palabrería del párroco, Amaia se queda con una frase:
«Amar implica sufrimiento, pero siempre merece la pena». Mira con el rabillo

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del ojo a Alejandro, quien ahoga un bostezo de puro aburrimiento, y una
imperceptible sonrisa se dibuja en sus labios. No está sola. Años evitando
amar con todo su corazón para ahorrarse el dolor que a veces implica, y ahora
moriría por volver a vivir un amor inocente y sin sombras como el que sintió
por el mismo hombre que, viniendo con ella a Madrid, le ha demostrado que,
pase lo que pase y aunque aún queden rencillas, siempre podrá contar con él.
Cuando la misa llega a su fin y la iglesia se queda durante unos minutos
en silencio, de los primeros bancos salen seis hombres que cargan el ataúd
sobre sus hombros hasta la salida. Alejandro mira con atención a los dos que
se colocan en la segunda fila y le da un codazo suave a Amaia.
—Esos de ahí son Asier y Fede —le susurra al oído.

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Capítulo 66

Madrid
En el cementerio de Nuestra Señora de la Almudena

Ha costado, pero por fin Alejandro y Amaia tienen a Fede y a Asier frente a
ellos. Se encuentran en la salida del cementerio, donde los aullidos de la
madre, que se niega a separarse de la tumba de su hijo, enmascara los
murmullos de los más rezagados.
—Qué putada, Alejandro —se lamenta Fede, prestando especial atención
a Amaia, como si creyera haberla visto antes pero no sabe ni cuándo ni dónde.
—Es Claudia, una amiga —se adelanta Alejandro, precavido,
inventándose una nueva identidad para Amaia, porque no querría que Asier y
Fede la increparan por ser hermana de Mikel. Con un poco de suerte, en
verano iban a su rollo y tan colocados, que lo más probable es que nunca se
fijaran en Amaia, quien ha pasado desapercibida porque, ¿quién va a
sospechar que la hermana del supuesto asesino de Gonzalo haya asistido al
funeral?
Por otro lado, a Amaia le da un vuelco el corazón. Porque Claudia es un
nombre que le encanta a Alejandro. Siempre decía que, si llegaba a tener una
hija, la llamaría así.
—¿Nos hemos visto antes? Me suenas mucho, Claudia.
—A mí también —interviene Asier frunciendo el ceño.
—Tengo una cara muy común —alega Amaia, sin que Asier y Fede noten
sus nervios.
—No tan común —le guiña un ojo Asier, que no parece tan afectado
como Fede por el asesinato de Gonzalo.
—¿Tenías contacto con Mikel? —pregunta Fede, volviendo a centrar su
atención en Alejandro, mientras Amaia, en un segundo plano, trata de
mantenerse imperturbable ante la conversación que están a punto de iniciar.
—Venía al bar cada tarde. Se juntaba con Xoan, Ricardo y Jaime.
—Vaya pájaros —sacude la cabeza Asier.
—No son peores que Mikel —comenta Fede, mirando con severidad a su
amigo.

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—Sé que las pruebas son obvias; de hecho, demasiado obvias, ¿no creéis?
—empieza a decir Alejandro en voz baja—. Pero tengo motivos para creer
que a Mikel le han tendido una trampa. —Fede y Asier se miran con
complicidad. Parecen estar sopesando las palabras de Alejandro—.
Desapareció el mismo día en que se deduce que mataron a Gonzalo.
—Pero Gonzalo mató a Anne. Mikel tenía todo el derecho a cargárselo.
Ojo por ojo… —les sorprende Asier, que recibe un codazo de Fede, quien
parece no estar de acuerdo con su amigo.
—Lo dices bastante convencido, Asier —tantea Alejandro, centrando toda
su atención en él e ignorando a propósito a Fede, quien a cada minuto que
pasa parece más incómodo.
—Es que…
—Asier, tío —le recrimina Fede.
—Joder, Fede, Gonzalo ya está muerto, ¿qué le va a pasar? Nosotros
siempre supimos que Gonzalo tuvo algo que ver en la desaparición de Anne.
Fede pone los ojos en blanco, le fastidia que Asier esté hablando más de la
cuenta con Alejandro, que no es más que un conocido del pueblo, ellos nunca
fueron amigos de él.
—¿Estás seguro de que solo fue Gonzalo? ¿De que no hubo más
implicados en la desaparición de Anne? —inquiere Alejandro, y de nuevo los
amigos de Gonzalo se miran, decidiendo si hablar o no. A Alejandro se le
nota que ha venido al funeral no por compromiso o porque tuviera una
estrecha relación con el fallecido, que no era el caso, sino para encontrar
respuestas; sin embargo, le importa un comino lo que piensen de él.
—A ver, Fede no estaba esa noche en Coaña, pero yo sí —confiesa Asier,
mirando con el rabillo del ojo a su amigo, con quien ha hablado del tema mil
veces, pero eso es algo que ni Alejandro ni Amaia sabrán—. Medio pueblo
estaba colado por Anne, pero había otro tanto por ciento que la odiaba y había
varios que se la tenían jurada. Uno de tus amigos, sin ir más lejos.
—¿Uno de mis amigos?
—Jaime. ¿Era Jaime, Fede?
Fede asiente en silencio, mirando a Alejandro con gravedad, como si
supiera más de lo que está dispuesto a contar. Sus labios están sellados, Fede
consideraba a Gonzalo un buen amigo desde que no levantaban un palmo del
suelo, aunque hacía año y medio que no se veían.
—¿Que Jaime se la tenía jurada a Anne? ¿Por qué?
—Tío, ¿pero tú en qué mundo vives? ¿Seguro que eres de Coaña, como
nosotros? —se burla Asier. No obstante, se desvía del tema de Jaime y vuelve

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a la noche de San Juan de 2008—: Me acuerdo de la noche de San Juan, la de
2008, cuando pasó lo de Anne. Gonzalo estaba con nosotros y, de pronto,
desapareció. Lo vi yéndose con alguien, y no me preguntes con quién ni la
hora, porque ni idea. No le di importancia. Pero después de la desaparición de
Anne, no volvió a ser el mismo. Se notaba que había algo que le preocupaba.
—Hasta que vino a vivir a Madrid y encauzó su vida —apunta Fede,
pensativo, mordisqueándose una uña.
—Has mencionado a Jaime. ¿Por qué Jaime se la tenía jurada a Anne? —
quiere saber Alejandro, consciente de que indagar en el pasado y en lo que le
ocurrió a Anne es clave para descubrir el paradero de Mikel, que es lo que
más le interesa a Amaia ahora.
—Antes de que Anne desapareciera, Gonzalo nos contó que se había liado
con Jaime.
—Hombre, liarse no sería la palabra, Asier… —rectifica Fede.
—Ya. Ya, es verdad. El caso es que nos pasamos la tarde riéndonos de lo
que Anne le había hecho.
—¿Anne con Jaime? ¿Y qué le hizo?
Alejandro mira a Amaia desconcertado. Asier sigue yéndose de la lengua
ante la desaprobación de Fede:
—Sí, tío, ¿no sabías nada? Joder, yo pensaba que lo sabía todo el pueblo.
Básicamente, Anne había dejado a Jaime en pelota picada en mitad de un
descampado. Se llevó su ropa y el chaval tuvo que recorrer medio pueblo
hasta su casa como su madre lo trajo al mundo. Por suerte, era de noche, pero
se ve que hacía un frío de cojones y algún vecino lo vio.
Amaia sacude la cabeza, piensa en su hermano, en el daño que Anne le
hizo, en lo mal que lo vio la noche de San Juan en la que discutieron. Mikel lo
sabía. Tenía sus motivos para estar dolido y cabreado con Anne. Sabía que
Anne lo había engañado, que había estado con otros… Mira con el rabillo del
ojo a Alejandro intentando descifrar algo que le diga que él también…
«No pienses en eso —se reprende Amaia internamente—. Ahora no, no es
el momento».
—¿Sabéis si alguien más, aparte de Jaime, se la tenía jurada a Anne? —
vuelve a preguntar Alejandro, ajeno a la batalla interna de Amaia.
—Uff… —resopla Asier—. Gonzalo, claro, con Gonzalo también tuvo un
affaire unos meses antes de San Juan. No sé si fue antes o después de lo de
Jaime, mi memoria no da para tanto… Anne estuvo con Gonzalo una o dos
veces, él quería más, pero ella se rio de él. Se reía de todos, tío, menuda… ¿Y
con Antonino? ¿Puede ser, Fede?

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—Bah, qué va, a Antonino lo tenía loco, pero nunca tuvo nada con ese. Se
ha hecho policía, ¿no?
—Sí, es Policía Local en Coaña —confirma Alejandro con un nudo en la
garganta.
—En fin, que Anne se rio de todos ellos e hizo muchos enemigos en el
pueblo, tío, esto es así —zanja Asier, sin filtros y sin fijarse en cómo las
mejillas de Amaia se encienden de rabia.
—Espero que encuentren a Mikel —desea Fede, dándole una palmada en
el hombro a Alejandro a modo de despedida.
—Sí. Nosotros… yo también —acierta a decir Alejandro, antes de que los
dos amigos se alejen cuchicheando entre ellos—. Bueno… pues aquí ya no
tenemos nada más qué hacer, ¿no? ¿Vamos a tomar algo y a cenar por el
centro?
—Sí. —Amaia clava la vista al interior del camposanto, donde la madre
de Gonzalo sigue arrodillada frente a la tumba invadida por coronas de flores
que poco a poco irán desapareciendo. Tiene la espalda encorvada, como si
estuviera preparándose para recibir más golpes, latigazos invisibles que la
marquen de por vida, pese a no haber golpe más fuerte que la pérdida de un
hijo, y si a eso le sumas que la situación ha sido poco esclarecedora, el dolor
se multiplica—. Ha merecido la pena venir, Alejandro. Y creo que…
—Crees que… —la anima a seguir, en vista de que Amaia se ha quedado
muda.
—Creo que sé quién fue. Quién más fue, además de Gonzalo.
—¿De quién desconfías?
—De Artos. Antonino. ¿Quién, si no, dejó el arma en la habitación para
incriminar a Mikel? No estaba ahí cuando me fui, Alejandro, ya te lo dije, no
estaba ahí… y es la manera que tiene Artos de que mi hermano cargue con las
culpas… esté donde esté. Y de Jaime… Sobre todo, desconfío de Jaime.
—¿Jaime? Pero si es un buenazo. Él fue quien denunció la desaparición
de Mikel, quien más preocupado estaba por él. Aunque Anne le hiciera esa
gamberrada, de la que yo no sabía nada, por cierto, es imposible que Jaime
tuviera algo que ver en lo que sea que le pasó.
—Ya… Pero es que tenía una copia de las llaves de mi casa —rebate
Amaia tensando el semblante—. Ha venido dos veces, la primera entró sin
permiso, dándome un susto de muerte. Además, le cuesta mirarme a la cara.
Cuando me habla, no me mira a los ojos, y puede ser una tontería, un detalle
sin importancia, pero eso siempre me ha dado mala espina en las personas. Y,
como dices, también es quien más relación tenía con Mikel, ¿no? ¿Y si Mikel

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se acercó a él a propósito, sabiendo que fue uno de los que hicieron
desaparecer a Anne? La preocupación se puede fingir, Alejandro. Y Jaime
podría haber estado fingiendo todo este tiempo.

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Capítulo 67

Coaña, Asturias
En casa de Jaime

El bar sin Alejandro detrás de la barra no es lo mismo. Es, para Jaime, el


único hombre con un poco de sesera en el pueblo, aun cuando es incapaz de
quitarse de la cabeza el desprecio con el que lo trató anoche en casa de
Amaia. Le molestó que fuera a verla. No tendría que haber ido a verla. Pero si
Alejandro no tiene nada que temer, se lamenta. Amaia, muy a su pesar, nunca
se fijaría en alguien como él. Está a años luz de su alcance.
Esta tarde, al acabar la jornada, Jaime se ha tomado un quinto junto a
Xoan y Ricardo. Qué aburrimiento de rutina. Qué cansado está de que cada
día sea igual, de sentirse tan solo… Jaime parece estar viviendo siempre en el
mismo día, como en una de sus películas favoritas, la de Atrapado en el
tiempo, protagonizada por Bill Murray, aunque si hay una película que ha
visto en bucle como siente que es su vida, esa es la de Regreso al futuro. Así
que hoy Jaime se ha largado del bar sin dar explicaciones a los diez minutos
de haber llegado. Ricardo reía y Xoan le ha soltado despectivamente cuando
salía por la puerta:
—¡Jaime, tío, que estás amariconao!
Qué pocas luces tienen los muy imbéciles. En el fondo, no se diferencian
tanto de los hermanos Arruza, esos a los que tanto critican.
Es lo que tiene ver a diario las mismas caras, Jaime, que al final la
conversación se acaba y te cansas de la compañía. Hoy, además, el escenario
era distinto, no solo por la ausencia de Alejandro. Tampoco estaba Adela, a
quien Xoan y Ricardo les gusta chinchar, una manera estúpida de pasar el
rato. Como si esos dos no tuvieran defectos…, rumia Jaime, estacionando el
coche delante de su casa.
Sale del coche y lo primero que hace es abrir el buzón, porque aunque
Jaime reniegue de su rutina, considera que es algo que lo mantiene cuerdo y
estable. Pero al abrir la portezuela, no hay facturas o folletos de publicidad,
sino una tarjeta de memoria que Jaime coge como si fuera un explosivo capaz
de estallarle en la cara. Y eso es lo que va a hacer, le va a estallar en la cara,

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pero él todavía no lo sabe. Cómo es posible que un objeto tan minúsculo
pueda albergar algo tan grande capaz de destrozarte.
—Pero qué… ¿qué es esto?
Jaime siente que se le corta la respiración, porque esto, sumado al
asesinato de Gonzalo y a la desaparición de Mikel, no puede ser nada bueno.
Mira a su alrededor con desconfianza por si quien lo ha dejado anda cerca
para asegurarse de que la tarjeta ha llegado a su destinatario. Él. Pero no hay
nadie, solo Fernando, el vecino mayor de la casa de al lado, regando los
geranios que sobresalen de la valla pintada de rojo, indiferente a su llegada y
a lo que sea que contenga la tarjeta que Jaime sostiene con recelo.
Se rasca la cabeza, ahí donde la alopecia se está empezando a ensañar con
él, y avanza con rapidez hasta la entrada de su casa como si temiera que
alguien le fuera a atacar por la espalda. Abre la puerta y busca el ordenador
portátil. Le da tan poco uso que, cuando lo encuentra, tiene que expulsar una
fina capa de polvo y enchufarlo al cargador. Pasados cinco minutos, abre la
tapa, lo enciende, y, cuando la pantalla cobra vida, introduce la tarjeta en la
ranura correspondiente.
Le sale un archivo mp4: ANNE.
¿Quién le ha dejado esto en el buzón?
Tras una inspiración profunda que no logra calmar los nervios ni evitar el
sudor que le perla la frente, dirige el dedo índice al archivo de vídeo y lo
pulsa dos veces. El vídeo se abre como una puerta al pasado. En la parte
inferior aparece la fecha de grabación: 24/06/2008.
La madrugada en la que Anne desapareció.
La persona que grababa, corría y temblaba; Jaime contempla inquieto un
plano secuencia que le provoca un ligero mareo, como le ocurrió cuando fue
al cine a ver El proyecto de la bruja de Blair.
Un vuelco de terror en el estómago se apodera de Jaime cuando oye los
gritos y las risas de los descerebrados que, sí, está seguro, persiguen a Anne
por los alrededores de los yacimientos Castro de Coaña. El paraje, rodeado de
frondosos árboles, es oscuro y siniestro. Durante los siguientes segundos, la
imagen tiembla con tal intensidad, que da la sensación de que la cámara va a
terminar cayendo junto al que la sostiene.
Y entonces…
… Jaime reconoce la voz de Gonzalo, que es quien sostiene la cámara, al
chillar lleno de odio y de rabia:
—¡Zorra! ¡Puta zorra, deja de correr, joder, ven aquí!
Reconoce a Antonino:

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—¡Ahora no te ríes, eh! ¡Serás puta! ¿Tienes miedo, Anne? ¿Tienes
miedo?
Y reconoce la risa de un tercero, rezagado detrás de Gonzalo y de
Antonino, tan borracho que apenas es capaz de vocalizar, que de repente se
adelanta a los otros dos, gira la cabeza y le hace un guiño al objetivo de la
cámara:
—¡No te escondas! ¡Vamos a pasarlo bien, Anne, hoy vas a ser tú la que
corra por el pueblo en bolas!
No. No. No. No.
—No puede ser. No puede ser, yo no estaba ahí… joder, yo no estaba ahí,
no me acuerdo de nada —le dice al vacío con la peor de las angustias y los
ojos anegados en lágrimas—. ¡Yo no hice nada, joder, no me acuerdo de
nada! —chilla para sí mismo, histérico, con el corazón latiéndole a mil, dando
un golpe sobre la mesa que hace que el portátil se tambalee.
La cámara sigue grabando, pero Gonzalo ya no la sostiene. La ha dejado
en el suelo, volcada, el contorno de una brizna de hierba se intuye en la
esquina derecha de la pantalla. Ahora el plano es estático, aunque torcido, no
hay pulso tembloroso que siga sosteniendo la cámara que sigue grabando lo
que, como animales, bestias salvajes sin derecho a seguir respirando, le
hicieron a Anne.
Gonzalo.
Antonino.
Jaime.
Todo se reduce a una imagen oscura congelada en el tiempo.
Empujan a Anne al suelo, se abalanzan encima de ella, que llora, se
resiste, les pide perdón, perdón por todo lo que les ha hecho… Parecen
poseídos, como si no fueran conscientes de sus actos, porque, si fueran
conscientes de lo que están haciendo, de lo que hicieron, ¿lo habrían hecho?
Son monstruos. Esa noche se convirtieron en monstruos.
Jaime va a estallar; los gritos de Anne desde el pasado son insoportables.
Su agonía, la desesperación… Una desesperación que se va desvaneciendo,
mientras ellos siguen forcejeando encima de ella sin que tenga la fuerza
suficiente para deshacerse de sus garras. Anne, rendida, se queda quieta,
pensando que si se resiste puede ser peor… que si cierra los ojos la pesadilla
llegará a su fin.
—¡Si te resistes es peor!
Jaime no sabe quién dijo eso. Si Antonino, Gonzalo o… o él. Anne les
había puteado mucho a lo largo de los años. Mucho. Con Gonzalo se había

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liado un par de veces, después le dio por ignorarlo, insultarlo, decirle que no
valía para nada, que la tenía pequeña… Fue diciéndole a todo el que la
escuchara que Gonzalo la tenía pequeña. Buff… Gonzalo la odiaba.
A Antonino lo calentaba para luego dejarlo con las ganas y reírse de él.
Una noche, en el pub Conde, Anne le dio un bofetón delante de mucha gente.
A Anne le encantaba reírse de ellos, y ellos, por vergüenza, agachaban la
cabeza, asumían y callaban.
A Jaime, sin ir más lejos, una tarde, después de provocarlo, lo llevó a un
descampado con la promesa de liarse (todavía no habían cumplido los
dieciocho años), le dijo que se quitara la ropa y que le diera la espalda. Anne,
entre risas y con malicia, cogió toda su ropa, deportivas incluidas, y salió
corriendo dejando a Jaime como su madre lo trajo al mundo con toda la
vulnerabilidad que estar desnudo implica. Ya había anochecido, no se enteró
mucha gente, pero la que sí, siguen riéndose de lo que Anne le hizo. Alguna
vez, rememora ahora Jaime, Antonino, Gonzalo y él comentaron que tenían
que darle su merecido, pero eso… eso fue ir demasiado lejos, y lo peor es que
el alcohol y los porros que Asier le pasó a Gonzalo provocaron que se
mostraran agresivos. Que le hicieran daño. Que al día siguiente, por lo menos
él, no recordaran nada.
¿Pero cuánto daño le hicieron?
Jaime sigue con los ojos clavados en el vídeo en el que nada ha cambiado.
Antonino, Gonzalo y él siguen haciéndole a Anne lo que les da la gana, hasta
que el objetivo de la cámara capta algo nuevo e inesperado que llama su
atención.
Una cuarta persona.
Hubo una cuarta persona a quien Jaime no es capaz de identificar. No lo
reconoce. Unas deportivas se plantan delante de la cámara con una
determinación que a Jaime le hace sospechar que, quienquiera que fuera, no
estaba bajo los efectos de la droga y el alcohol como ellos. El tipo no habla,
no se le ve la cara… en todo momento le da la espalda al objetivo.
Pies grandes, espalda ancha…
Podría ser cualquiera.
—Sácanos de ahí —le pide Jaime entre lágrimas, pese a ser consciente de
que nada de lo que diga ahora va a cambiar el pasado—. Sácanos de ahí —
repite frotándose la cara—. Ayuda a Anne… ayúdala…
El cuarto chico aparta a Antonino. Bien. Aparta a Gonzalo. Genial. Y
aparta a Jaime, que cae de espaldas al suelo entre jadeos, la mirada al cielo

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estrellado, sí, esa noche el cielo estaba estrellado, algún que otro fragmento se
cuela en su memoria, y, a lo lejos, estallan fuegos artificiales.
Pum. Pum. Pum.
Se oyen a lo lejos. Muy lejos…
Anne no se mueve. Ha dejado de gritar, de luchar por su vida, de
resistirse…; sin embargo, de su garganta Jaime alcanza a oír un jadeo lento y
agónico que le pone los pelos de punta.
El cuarto chico, una silueta salvaguardada por la oscuridad de la noche
que sigue de espaldas a la cámara, en lugar de socorrer a Anne, de levantarla,
de darles la paliza que merecen…, se coloca encima de ella y…
—Joder… Joder…
Han transcurrido… Jaime no lo sabe. Tres minutos, cuatro, cinco, diez…,
desde que el cuarto chico se colocó encima de Anne moviéndose encima de
ella como un puto león enjaulado.
Jaime se ve a sí mismo desenfocado, tumbado e inconsciente, como
Gonzalo, que debía de estar cerca de la cámara, que seguía grabando,
grabando todo lo que sucedió…
Antonino y el cuarto chico se largaron entre risas, como si no hubieran
hecho nada malo. Pasaron por delante de la cámara sin reparar en ella,
dejando a Gonzalo y a Jaime abandonados a su suerte en los yacimientos.
Jaime frunce el ceño, extrañado. Anne sigue tumbada, apenas se mueve,
pero llora… llora y está viva. Estaba viva cuando Antonino y el cuarto
desgraciado se marcharon mientras Gonzalo y él seguían inconscientes.
A través de la pantalla, Jaime ve a Anne respirar lentamente y con
dificultad, pero ellos no la mataron ni escondieron su cuerpo. Ellos fueron
unos cabrones que abusaron de ella mientras el resto del mundo, ajeno a esta
desgracia, estaba de fiesta a pocos kilómetros de distancia, y el recuerdo de sí
mismo diez años atrás abriendo los ojos desconcertado, le devuelve al
momento.
Abrió los ojos. Eran… no lo recuerda, puede que las cuatro, las cinco de
la mañana… y ahí no había nada. Ni nadie. Anne no estaba, Gonzalo
tampoco, y esa cámara él no la recuerda. Gonzalo se la llevó al despertar
antes que él, sopesa Jaime. Entonces, Jaime, desorientado, se levantó,
preguntándose cómo había llegado hasta ahí y por qué tenía la bragueta
abierta. Se prometió no volver a beber en su vida y mucho menos fumar
porros. No recordaría nada de lo que había hecho en estado de embriaguez
hasta hoy, hasta que alguien le ha dejado la tarjeta de memoria en su buzón,
alguien que lo culpa y que quiere que sienta vergüenza de existir.

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Esa mañana, Jaime regresó a casa. Sus padres dormían. Nadie lo vio
llegar. Se tumbó en la cama y durmió diez horas, doce…; cuando salía de
fiesta sus padres le permitían levantarse tarde. La época estival existía para
que los chavales se divirtieran, y en ese sentido, sus padres eran muy
permisivos. Lo extraño es que ni Gonzalo ni Antonino le dijeron nunca nada,
si bien es cierto, cae en la cuenta Jaime, que ese verano se distanciaron. ¿Pero
a lo mejor ellos tampoco recordaban lo que habían hecho? Si la cámara era de
Gonzalo y al despertar se la llevó… él lo sabía. Gonzalo fue consciente de lo
que hicieron, debió de verlo, se fue a vivir a Madrid en cuanto tuvo ocasión
dejando atrás lo que hizo, y ahora está muerto. Ayer esta tarjeta no estaba en
su buzón y Gonzalo lleva meses muerto, por lo que ¿quién se la ha dejado?
—No me acuerdo de nada —sigue gimoteando, la angustia haciéndose
grande en su pecho, golpeándole en pleno plexo solar, mientras el vídeo no se
detiene y él sigue mirando la pantalla como si hubiera caído en un hechizo,
como quien se engancha a una peli lenta en la que no ocurre nada, solo por la
necesidad de ver cómo acaba.
Aún no hay nada claro.
¿Quién se llevó a Anne?
En el minuto quince del vídeo que Jaime tiene delante, Anne seguía
tumbada con la ropa rasgada, la falda levantada y sangre en sus piernas.
La luna ha rotado hasta el paraje inhóspito alumbrando mejor que cuando
apareció la cuarta y desconocida figura que decidió añadir más dolor al dolor,
mientras el cielo sigue llenándose de fuegos artificiales.
¿Anne consiguió escapar? ¿Se largó por su propio pie antes que él, antes
que Gonzalo?
No. Eso no fue lo que ocurrió.
Mira, mira atentamente, Jaime, sigue mirando…
Quien se acerca a Anne no repara en la cámara que, volcada en el suelo,
sigue grabando. La imagen no es muy nítida, pero se intuye que dirige una
mirada a Jaime y seguidamente a Gonzalo, sumidos en un sueño tan
profundo, que no suponen ningún peligro. El contorno de su perfil al principio
no es claro hasta que se agacha al lado de Anne y su identidad deja de ser un
secreto para convertirse en un giro de guion que Jaime no habría esperado
jamás.
—Pero qué… —Jaime se queda sin voz. Abre los ojos con tanta sorpresa,
que parece que se le vayan a salir de las órbitas—. No puede ser. No puede
ser. Joder… Joder, no, no puede ser. Hostia, Mikel, hostia…

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Capítulo 68

Coaña, Asturias
A la mañana siguiente
Adela

El cadáver de Adela cosido a puñaladas y escondido detrás de unos arbustos,


lleva poco más de cuarenta y ocho horas esperando ser descubierto. Nadie ha
echado de menos a Adela, ni siquiera su madre. Nadie ha denunciado su
desaparición.
A Adela la han encontrado a las siete y media de la mañana de un día
soleado de principios de junio que parecía ser uno más. Lo típico: un vecino
mayor de Coaña paseaba con su perro, un enorme Mastín que se ha separado
de él y ha corrido campo a través hasta detenerse al lado del cadáver.
Los ladridos desesperados del perro han despertado a medio pueblo,
también a María Luisa, puesto que el lugar de reposo momentáneo de Adela
pertenece al campo verde, siempre verde gracias a la lluvia frecuente en el
norte, que hay detrás de su casa y que a la mujer le gusta contemplar.
El vecino ha llamado al agente Artos. En Coaña, cuando pasa cualquier
cosa, siempre llaman a Artos, quien ha contestado a la llamada sentado en
pijama a la mesa de la cocina con el desayuno que su madre le ha preparado
como cada mañana.
—Antonino, escucha, soy Martín, el de la casa de la fuente… —ha
empezado a decir el vecino con voz temblorosa. Artos pone los ojos en
blanco. Querría decirle que no le llame Antonino, que para él y para todos es
el agente Artos. Pero qué le vas a decir a un hombre que te ha visto en
pañales, alma de cántaro…
—Martín, dime.
—Es Adela. Creo que es Adela.
—¿Qué ha hecho esta vez?
—No, no, es que Adela está… está muerta. No he tocado nada, eh, tengo
al perro aquí ladrando como un loco, pero la han… yo no sé, Antonino, pero
está llena de sangre, sangre seca, así que debe de llevar unos días aquí, a la
intemperie, y encima del vientre tiene un muñeco raro como hecho de troncos
y tiene un cuchillo clavado que…

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A Artos, que le había dado un sorbo al café creyendo que Martín lo
llamaba por alguna tontería, le asalta una náusea.
—¿Dónde está?
—Aquí en el campo, eh… —Martín mira a su alrededor hasta fijar la vista
en la casa de María Luisa—. Detrás de la casa de tu tía.
—¿De María Luisa?
—Eso es.
—Martín, no te muevas de ahí, voy para allá. No toques nada.
—Espero en el camino, a ver si puedo llevarme al perro de aquí, que la
visión no es agradable, Antonino.
Artos cuelga la llamada.
Mientras sube a toda mecha las escaleras en dirección a su dormitorio
para ponerse el uniforme, marca el número al que debería llamar con el otro
teléfono, el desechable, porque así acordaron, por seguridad, pero lo tiene
escondido en el despacho del cuartel, necesita salir de dudas inmediatamente
y no hay tiempo para formalidades.
La voz al otro lado contesta al cuarto tono, y lo hace en un susurro y sin
tan siquiera echarle en cara que no le llame como debe hacer desde el otro
teléfono.
—Qué pasa.
—¿Por qué hablas en un susurro? ¿Con quién estás?
—A ti qué te importa.
—Oye, tú… ¿Te has cargado a Adela?
—¿A Adela? ¿Para qué?
—Martín, el de la casa de la fuente, acaba de encontrar el cadáver de
Adela, creo que en el campo que hay detrás de la casa de mi tía.
—¿De tu tía la loca?
—Sí. Ahora voy para allá. ¿Has sido tú?
—Que no, Antonino, joder, no tengo ni puta idea de lo que ha pasado.
Es la primera vez que Artos se atreve a colgarle el teléfono, dejándole con
la palabra en la boca. Como si no tuviera suficiente con el inspector Pelayo
detrás del asesinato de Gonzalo, aunque tras interrogar a Amaia y a los
hermanos Arruza se ha quedado sin hilos de los que tirar y sin sospechosos,
ahora con esto no se lo va a quitar de encima en la vida.

María Luisa lleva asomada a la ventana media hora. Ha visto pasar varios
coches policiales y al alelado de su sobrino Antonino.

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—Estos están en el prado de atrás, donde hemos escuchado el ladrido del
perro, Mikel. Qué pena no poder ver desde aquí y no, no me lo pidas, no voy
a salir de casa. No quiero juntarme con esa gente… no quiero ver a Antonino.
¿Oyes el jaleo que hay? ¿Qué habrá pasado? Ahí es donde siempre se esconde
Adela para hacer sus paparruchadas con el muñeco vudú.

Artos sería capaz de mandar a su madre al otro barrio con tal de salvarse las
espaldas, pero lo que le han hecho a Adela es abominable. Criminalística se
llevará el cuchillo a analizar, si bien Artos sabe que ahí no encontrarán
huellas, que quien ha apuñalado con saña a Adela se habrá encargado de no
dejar rastro. Las primeras hipótesis apuntan a que Adela lleva un par de días
muerta. Encima de su vientre, tal y como le ha dicho Martín, han hallado un
muñeco hecho de troncos repleto de alfileres.
—Vudú —medita el inspector Pelayo en voz alta—. Artos, ¿crees que el
asesinato de Gonzalo y el de esta pobre chica están relacionados? ¿Es posible
que haya sido Mikel?
Artos quiere que se lo trague la tierra y lo escupa lejos de Coaña.
Se limita a inspirar hondo y a encogerse de hombros. Esto se le está yendo
de las manos, aunque es bueno que Pelayo siga desconfiando de Mikel, esté
donde esté.
—¿Quién vive en esa casa? —le pregunta Pelayo a Artos.
—María Luisa Benito. Mi tía.
—Ve a hacerle una visita. A ver si ha visto u oído algo raro.

Artos, obedeciendo a las órdenes de Pelayo, llama al timbre de su tía María


Luisa, que abre en bata y camisón.
—¿Puedo pasar?
—No. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué hay tanto jaleo?
—Han encontrado el cadáver de Adela.
María Luisa ni se inmuta.
—¿Otro asesinato?
—Eso me temo.
—Qué mal haces tu trabajo, Antonino. Qué vergüenza.
—Eh…
—Qué vergüenza, Coaña no está segura con alguien como tú —sigue
despotricando María Luisa, mirando a Artos de arriba abajo con desprecio.

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—¿Ha visto u oído algo raro hace aproximadamente dos noches?
—No. Aquí todo es muy aburrido.
Artos dirige la mirada a la casa azul.
—No están —se adelanta María Luisa.
—¿No están?
—Amaia y Alejandro. Se fueron hace dos días.
—Pero el coche de Amaia sigue ahí.
—Se irían con el de Alejandro, a mí qué me cuentas.
En vista de que no va a conseguir que María Luisa hable, Artos se despide
y se acerca a la casa azul. Desciende la pendiente donde los coches de Mikel
y Amaia están aparcados uno detrás del otro. En el de Mikel no ve nada raro;
sin embargo, comprueba con estupor que el BMW de Amaia tiene las cuatro
ruedas pinchadas, la carrocería rayada y en un lateral han escrito con un
objeto punzante: ZORRA.
—Con un cuchillo —elucubra Artos, tras hacerle unas cuantas fotos, de
regreso al escenario del crimen. Tiene la seguridad de que el cuchillo que ha
acabado con la vida de Adela es el mismo que han empleado para destrozar el
coche de Amaia.

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Capítulo 69

Madrid
En el Hotel Santo Domingo

—¿ Quién te ha llamado? —le pregunta Amaia a Alejandro, que ha ido al


cuarto de baño a contestar la llamada.
—Mi madre.
—¿Tan temprano?
—Pensaba que ya íbamos de regreso a Coaña. Tiene ganas de verte.
Podríamos cenar en casa de mis padres mañana, ¿qué te parece?
Amaia, aún en la cama, no contesta, se limita a dirigir la mirada al techo.
Una parte de ella querría aparentar normalidad, ir a cenar con los padres de
Alejandro, con quienes tan a gusto se sentía en el pasado, hablar del presente,
rememorar viejos tiempos, pero la otra… la otra, la que lleva años sin
comprometerse con nadie, cerrándose al amor y a la amistad y perdiendo
oportunidades de sentirse querida, esa parte que se ha acostumbrado a la
soledad, desearía salir corriendo. Sin embargo, no puede irse de Coaña sin
saber qué le ha pasado a Mikel. Dónde está. Si está vivo. O… muerto. No es
la primera vez que Amaia se siente atrapada y aterrada, pero sí es la primera
vez en la que no ve una escapatoria posible para ella.
—¿Amaia?
—¿Eh?
—¿Quieres?
—¿Quiero qué?
—¿Ir a cenar una noche de estas con mis padres?
—Sí, claro. Ya me dirás cuándo.
—Oye, ¿nos damos una ducha? Desayunamos algo y nos ponemos en
marcha.
—Vale.
En el momento en que Alejandro entra en el cuarto de baño, el móvil de
Amaia vibra en la mesita de noche. Un wasap procedente de un número
desconocido que no tiene guardado en la agenda.
Amaia, tenemos que hablar.

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¿Mikel?
No. Soy Jaime.

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Capítulo 70

Coaña, Asturias
En la entrada de la casa azul

— Mmmm… interesante —murmura el inspector Pelayo junto a Artos,


examinando el coche de Amaia—. Que criminalística analice si el arma
blanca que ha matado a esa muchacha tiene restos de carrocería gris —le
indica a un agente—. Amaia no nos dijo toda la verdad, Artos. Sabe dónde
está su hermano. Ese bestia se ha cargado también a esa pobre chica, puede
que lo descubriera y…
El inspector se calla de golpe, comprime los labios, sacude la cabeza y
cierra los ojos, como queriéndose sacar unas imágenes que se le presentan
muy vívidas en la cabeza.
—Con el debido respeto, inspector, ¿no cree que estamos anticipándonos
a lo que ha podido suceder? Al fin y al cabo, no hay ni rastro de Mikel Vila
—dice Artos, en un intento por apaciguar las aguas.
—Quiero una orden de registro para poder requisarle el teléfono móvil a
la señorita Vila. Quiero saberlo todo de ella. Dónde estaba el día en el que su
hermano desapareció, si hay llamadas, wasaps, más mensajes que ese que te
enseñó, el de la paparruchada de «Sigo aquí», lo que sea…
—En marzo, Amaia estaba en París —resuelve Artos—. Regresó a Coaña
a finales de mayo, el día 28, si no me equivoco, pero en marzo estaba en París
—especifica.
—¿Y por qué tardó tanto en volver tras la desaparición de su hermano?
—Mikel y ella no tenían apenas relación, inspector. Amaia nos lo dijo
cuando la interrogó.
—No he perdido la memoria, agente, pero no me creo nada. Si no vino en
marzo, es porque ella conoce el paradero de Mikel y vino dos meses más
tarde para no levantar sospechas o ayudarlo. Es su hermana, lo está
protegiendo. ¿Quién no protegería a un hermano, aunque este sea un asesino
despiadado, eh?
«¿Qué haces defendiendo a Amaia?», se pregunta Artos, mordiéndose la
lengua para no hablar más de la cuenta ni levantar más sospechas en Pelayo,

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con Mikel en el punto de mira, sabiendo que su tía María Luisa lo observa
escondida tras los visillos de la ventana de la planta superior de su casa.

—Ese inspector no me gusta, Mikel. Ya, ya, a mí no me gusta nadie,


blablablá, pero es que nos va a traer problemas… Tú quieres resolverlo todo
en petit comité y lo entiendo, claro que lo entiendo, sí, sí, en el lugar donde
empezó todo, lo sé, pero yo estoy muy mayor para tanta guerra. Porque esto
es una guerra y en una guerra nadie gana nunca, Mikel. Nadie. Tampoco tú.
Vas a perder más de lo que ya perdiste, chicu.

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Capítulo 71

En un bar de carretera a 60 kilómetros de Coaña, Asturias


Horas más tarde

Cuando Coaña aún no ha olvidado el macabro hallazgo del cuerpo de


Gonzalo, el asesinato de Adela ha corrido como la pólvora consternando a
todos los vecinos, que empiezan a desconfiar los unos de los otros. El verdugo
anda suelto, podría ser cualquiera, cuchichean en las calles, en la plaza, a las
puertas de la iglesia, negándose a hablar con los periodistas que merodean por
ahí con sus cámaras y sus micrófonos invasivos.
El cuerpo de Adela ha sido trasladado al Anatómico Forense de Oviedo,
donde le están realizando la autopsia. Las pruebas de criminalística
determinarán en apenas unas horas que el cuchillo empleado para apuñalar a
Adela se utilizó también para mancillar el BMW de Amaia. La madre de
Adela, que extrañamente no ha derramado ni una sola lágrima al conocer la
noticia, como si la ausencia de la hija la liberara de una especie de carga que
solo ella conoce, reconocerá el cuchillo. Es el que falta en el soporte de la
cocina, el más grande.
¿Por qué Adela salió de casa con un cuchillo que ha terminado
matándola?
En el arma solo hallarán unas huellas, y son las de la propia Adela,
acuchillada quince veces con saña. No tuvo posibilidad de defenderse de su
asaltante, por lo que el inspector Pelayo sigue defendiendo su teoría de que ha
sido Mikel Vila, también presunto asesino sin escrúpulos de Gonzalo
Bergeron.
Las comisarías de Asturias están empapeladas con la cara de Mikel. Hay
procesada una orden de busca y captura, pero Pelayo elucubra que ha debido
de esconderse tan bien, que van a tardar en dar con su paradero.
Y, mientras tanto, Alejandro y Amaia, ajenos a la tragedia pero por poco
rato, hacen una última parada en un bar de carretera, cuando están a una hora
de distancia de Coaña.
—Pensaba que era Mikel, que me volvía a escribir —sigue dándole
vueltas Amaia al wasap de Jaime.
—¿Pero qué querrá decirte Jaime?

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—Pues espero que algo sobre Mikel, si no, no tiene mucho sentido, ¿no?
El camarero, detrás de la barra, sube el volumen de la televisión. Cuando
un reportero menciona el pueblo de Coaña, Alejandro y Amaia,
instintivamente, levantan la cabeza en dirección a la pantalla.
—Están en… —A Amaia se le atraganta el café—. Alejandro, ¿ese no es
el campo que queda detrás de la casa de María Luisa?
—Joder. Creo que sí. No abundan los sauces llorones y ese es uno de los
pocos campos que tiene uno…
El reportero señala una zona concreta del campo, oculta por arbustos y
separada del resto por un cordón policial, donde todavía se intuyen los restos
de sangre seca del cadáver que han retirado hace unas horas.
Alejandro y Amaia, sacudidos por la noticia, escuchan con atención:
—Cuando el pequeño pueblo de Coaña, en Asturias, aún no se había
recuperado de la conmoción que supuso el hallazgo del cadáver de Gonzalo
Bergeron, que llevaba desaparecido desde el 9 de marzo y cuyo funeral se
celebró ayer en Madrid, hoy ha saltado la noticia de que el cadáver de Adela
Álvarez, de treinta años, ha aparecido a escasos metros de donde me
encuentro. Un vecino que paseaba con su perro esta mañana ha sido quien ha
dado la voz de alarma al descubrir el cuerpo. Todavía no hay sospechosos y el
caso, por el momento, se encuentra bajo secreto de sumario.
Alejandro y Amaia se miran consternados. Ni siquiera escuchan al
camarero decir, como si buscara complicidad en los dos únicos clientes que
hay en el bar, lo loco que está el mundo.
—Cuánta maldad —añade el camarero, sacudiendo la cabeza, cuando en
el programa dejan atrás Coaña y dan paso a otra noticia de actualidad.
—Voy… voy un momento al baño —dice Amaia con la voz entrecortada,
aunque Alejandro, de lo impactado que está, ni la ha oído.
Amaia entra en el cuarto de baño. Saca su móvil del bolso y lo primero
que hace es eliminar el mensaje de Mikel. «Sigo aquí» desaparece, como si
nunca hubiera existido. También elimina del buzón de voz el confuso mensaje
que su hermano le dejó hace tres meses.
—Voy a hacer algo malo… —sisea Amaia, repitiendo las palabras de
Mikel, y, aunque no espera que Jaime conteste a su llamada, marca el número
desde el que le ha mandado el wasap esta mañana.
Suena un tono, dos… Amaia se impacienta, baja la tapa del retrete y se
sienta, sin poder controlar el temblor en las piernas.
—¿Amaia?

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—Jaime. Estamos llegando a Coaña, nos hemos enterado de lo de… de lo
de Adela. ¿Qué ha pasado?
—Es una puta locura. Estoy en el bar de Alejandro, aquí no se habla de
otra cosa. Primero Gonzalo, ahora Adela…
—¿De qué tienes que hablar conmigo?
Jaime inspira hondo, con miedo. Amaia alcanza a oír al otro lado de la
línea el ladrido de un perro, el motor de un coche. Jaime no está delante de
Xoan y Ricardo, que siguen sentados a la barra del bar de Alejandro con sus
botellines de cerveza. Miran a Jaime a través de la puerta de cristal y
comentan lo raro que es que alguien le llame al móvil.
«¿Se habrá echado novia?», se preguntan los muy zopencos entre risas.
Jaime ha salido a la calle para atender la llamada de Amaia con una
privacidad que, estando dentro del bar, no tendría.
—¿Es por Mikel? —se impacienta Amaia, tras un silencio que dura
demasiado.
—Es por un vídeo. Un vídeo en el que aparece Anne la noche en la que
desapareció.
—¿Hay un vídeo? —inquiere Amaia en una exhalación.
—Tenemos que hablar de ese vídeo, Amaia. ¿A las diez en mi casa?
A Amaia le da la sensación de que un hoyo sin fondo se abre bajo sus pies
y que, en cualquier momento, la va a engullir. Las paredes del cubículo del
baño se estrechan, empiezan a estrecharse tanto que a Amaia le parece que la
van a aplastar hasta hacerla papilla.
—¿Amaia?
—Sí. Sí… pásame tu dirección por wasap y a las diez estoy en tu casa —
zanja, casi sin aliento debido al peso imaginario que siente que le aplasta el
pecho.
Antes de regresar a la mesa con Alejandro, se asegura por segunda vez de
que en su móvil no quede rastro de Mikel.
—No puede ser… Adela no puede estar… —balbucea Alejandro, cuando
Amaia vuelve a sentarse frente a él—. Oye, ¿te importa conducir? Me
tiemblan tanto las manos que no voy a ser capaz.
—Claro, tranquilo, conduzco yo.

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Capítulo 72

Coaña, Asturias
En la casa azul

Amaia detiene el coche de Alejandro delante de la casa azul. Desconoce los


planes que tiene Alejandro, hecho polvo desde que se ha enterado del
asesinato de Adela, pero Amaia ha quedado con Jaime en una hora y lo mejor
es que sus caminos se separen aquí.
—¿Seguro que quieres estar sola? No me cuesta nada quedarme, de
verdad —comenta Alejandro, preocupado, mientras Amaia coge su maleta.
—Ve a casa, descansa… nos vemos mañana —le dice Amaia, dándole un
beso en los labios.
—Como quieras.
Alejandro decide no insistir. Esta noche no, no le quedan fuerzas. Se sube
al coche, mete primera y se aleja calle abajo sin mirar atrás, mientras Amaia
se adentra en el recinto de su casa. Antes de entrar, como si de una costumbre
se tratara, levanta la cabeza y dirige la mirada en dirección a la ventana de la
planta superior de la casa de María Luisa. Una vez más, observa con
extrañeza un leve movimiento de cortina sin que le parezca que haya nadie
detrás.
—Paranoica. Estás paranoica —se reprende a sí misma entre dientes,
avanzando por la pendiente en la que están aparcados los dos coches, el de
Mikel y el de ella.
Cuando Amaia pasa por delante de su BMW destrozado por Adela,
percibe algo extraño. La zona no está como la dejó hace dos días antes de irse
con Alejandro a Madrid. Alrededor del vehículo hay varias huellas de botas
que antes de pisar la pendiente de su casa han debido de pisar tierra, o barro, y
la arenilla se ha quedado impregnada en el pavimento. Han estado
merodeando por aquí, deduce, quizá alertados por las rayadas de su coche y
las ruedas pinchadas.
—Joder…
Ha hecho bien en memorizar la dirección de Jaime. Cuando Alejandro se
ha quedado dormido, agotado de repente, quizá por la noticia del asesinato de
Adela, Amaia ha lanzado su móvil por la ventanilla mientras conducía. No ha

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mirado atrás, pero imagina que el iPhone ha quedado hecho trizas en el acto.
No se fía de Artos, le da mala espina. Y mucho menos del avispado inspector
Pelayo. Amaia sabe que no bastaba con eliminar el mensaje de Mikel del
buzón de voz y su SMS engañoso: «Sigo aquí». Porque en los archivos
eliminados que son fácilmente recuperables por la policía, era donde con más
ahínco iban a buscar en caso de que al final consiguieran una orden para
requisarle el móvil, un temor que la ha estado acechando desde que estuvo
con Pelayo y Artos en aquella sala de interrogatorio del cuartel.
El interior de la casa está como siempre. Nadie ha entrado, qué alivio.
Amaia sube hasta el segundo piso acompañada de sus fantasmas, deja la
maleta en la habitación y, con la intención de destensarse y abandonar durante
un rato la angustia, entra en el cuarto de baño a darse una ducha caliente.

22.00 horas
En casa de Jaime

Ni un alma en las calles de Coaña. Eso es lo que ha pensado Amaia de camino


a casa de Jaime, que la recibe raro, esquivando su mirada y alarmantemente
pálido, como si algo le hubiera sentado mal o estuviera enfermo. Tiene la
frente perlada de sudor y unas profundas ojeras, y, en el momento en que
Amaia llama al timbre y él le abre la puerta, mira a ambos lados de la calle
como si esta cita tuviera que ser secreta.
—¿Pasa algo, Jaime? —pregunta Amaia, desconfiada, antes de poner un
pie en el interior de la casa de Jaime.
—No. No. Pasa, venga, rápido.
—Estás nervioso.
Jaime no contesta, pero la mira como si quisiera meterse en su cabeza,
saber qué piensa. Amaia no se siente segura y maldice no tener un móvil a
mano con el número de emergencias a punto, por si a Jaime se le ocurre
hacerle algo.
—Antes… me has dicho que había un vídeo de Anne. De la noche en la
que desapareció.
—Sí. Ahí lo tienes. Puedes verlo —confirma Jaime, señalando el
ordenador portátil que ha dejado encima de la mesa—. Siéntate —le ordena,
colocándose al lado de Amaia y clicando dos veces sobre un archivo mp4
titulado ANNE.
Amaia, que tiembla de arriba abajo, empieza a mirar.

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—¿Quién llevaba la cámara?
—Gonzalo.
—Gonzalo Bergeron… —cae en la cuenta Amaia. ¿Cómo ha llegado la
tarjeta de memoria hasta Jaime si Gonzalo está muerto?
Desde el pasado, a Gonzalo se le oye gritar:
—¡Zorra! ¡Puta zorra, deja de correr, joder, ven aquí!
Mientras la grabación muestra a Anne, muerta de miedo, corriendo como
alma que lleva el diablo por las cercanías de los yacimientos, Amaia,
consternada, se lleva la mano a la boca por la violencia que condensa el
momento inmortalizado por una cámara que nadie recordaba que estaba ahí.
A continuación, Amaia reconoce la voz del agente Artos cuando todo el
mundo lo llamaba Antonino y no imponía tanto como él cree que impone
ahora.
Jaime cierra los ojos con fuerza. Necesita salir de aquí.
—No puedo verlo… no puedo verlo otra vez.
—Ese… ese eres tú, Jaime —le reprocha Amaia con dureza—. Pero
qué… joder.
—Yo no recuerdo nada, Amaia. Te lo juro. No recordaba haber hecho eso,
yo no… —Jaime se aclara la garganta, los ojos se le humedecen; lleva más de
veinticuatro horas sin dormir—. Ahora vuelvo.
Amaia, más pendiente del vídeo que de la trayectoria que sigue Jaime
(sube las escaleras, abre una puerta, la cierra…), llega hasta el momento en
que la cuarta persona, una sombra sin identidad, aparece de la nada, aparta a
Jaime, a Gonzalo y a Antonino, que para Amaia sigue siendo el agente Artos
(hizo bien desconfiando de él) y se abalanza contra una indefensa Anne.
Amaia aparta la mirada de la pantalla mientras el cuarto chico viola a
Anne, un cuerpo sin alma, roto, despojado de alegría y sueños, hasta que…
… todo llega a su fin.
El cuarto chico al que Amaia no identifica, se marcha entre risas junto a
Artos, mientras Jaime y Gonzalo yacen inconscientes sobre el césped. La luna
rota hasta detenerse en el paraje muerto para otorgarle la luz que ha perdido,
con una Anne agonizando, de rabia y de dolor, desconocedora de que esos son
sus últimos instantes de vida. Cuando Amaia espera que la grabación llegue a
su fin, tiene ante sus ojos el golpe, tan impactante como el que, de pronto y
sin esperarlo, recibe en la cabeza, y este no forma parte del pasado, no, este
golpe es real, y ha dolido.
¡BAM!

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Amaia, tan centrada en el vídeo que no ha escuchado los pasos de Jaime,
cae desplomada al suelo, la silla en la que hasta hace unos segundos estaba
sentada, vuelca estrepitosamente encima de ella.
Tras unos segundos de aturdimiento, le devuelve la mirada a Jaime que,
paralizado, sostiene el bastón con el que la ha golpeado.
—Pero qué… ¿Qué has hecho, Jaime?
Amaia, aturdida, se lleva la mano a la cabeza, de donde mana un poco de
sangre. Justo en el momento en que Jaime tiene la intención de propinarle
otro golpe, uno que la haga perder el conocimiento como tenía previsto con el
primero, ella se impulsa hacia arriba golpeándolo con la silla que arrastra
consigo. Jaime trastrabilla y cae al suelo. Ya no hay determinación en su
mirada, hay miedo, un miedo que envalentona a Amaia, quien, como si
hubiera adquirido el poder de anticiparse al futuro, sabe que esta noche uno
de los dos va a morir.
Y, sabiendo de lo que Jaime es capaz, Amaia decide que no va a ser ella.

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Capítulo 73

Coaña, Asturias
María Luisa

María Luisa lleva un rato sentada en la silla balancín que perteneció a su


abuelo con los ojos cerrados, en trance. El salón está a oscuras. Nada puede
distraerla. La funda con la que venimos al mundo enferma, se deteriora,
termina desapareciendo, pero nuestra energía es eterna. Tal y como le dijo
María Luisa a Amaia hace unas semanas en la casa azul, nunca abandonamos
del todo los lugares donde hemos amado la vida. Es como si en esa silla
balancín, María Luisa sintiera la energía especial de su abuelo, muerto desde
hace décadas, y ambas energías, la de él y la de ella, únicas e incomprendidas
en un mundo racional que si no ve no cree, fluyeran para hacer cosas
extraordinarias.
—Está pasando. Tal y como te dije que pasaría. Tal y como me mostraron
las visiones. Está pasando, Mikel, ahora. Ya. Tienes que hacerlo ya, antes de
que Amaia salga de esa casa.

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Capítulo 74

Coaña, Asturias
En casa de Jaime

Amaia, sentada a horcajadas encima de Jaime, le propina con violencia un


puñetazo y, por cómo ha sonado, parece que le ha roto el tabique nasal. Jaime
ahoga un grito de dolor, se retuerce, desesperado, con la intención de escapar
de Amaia. Se siente impotente como un insecto atrapado en una telaraña,
porque jamás pensó que Amaia tuviera tanta fuerza, que iba a poder con él.
A estas alturas de la historia, Jaime, nada debería sorprenderte, ¿no te
parece?
—Estás loca, tía, joder, ¡estás loca! —vocifera, fuera de sí, golpeando a
Amaia en las costillas. Ha sido una mala decisión.
El bastón con el que Jaime ha iniciado esta absurda pelea, termina en
manos de Amaia, que se pone en pie liberando a Jaime de su cuerpo
aplastándole el tórax y cortándole la respiración. Seguidamente, levanta el
bastón, cuya empuñadura metálica refulge bajo la luz incandescente de la
lámpara…
… y entonces, todo se precipita.
A Jaime no le da tiempo a levantarse, a apartarse ni a huir, cuando Amaia,
de un solo impacto, le revienta el cráneo.
Un último espasmo.
Y Amaia, como si no hubiera tenido suficientes imágenes traumáticas
grabadas a fuego en la retina, contempla cómo a Jaime se le escapa la vida.

Transcurridos unos minutos que han parecido horas y con el cadáver aún
caliente de Jaime en mitad del salón, Amaia guarda en el bolso la tarjeta de
memoria de la cámara con la que Gonzalo grabó los últimos momentos de
vida de Anne, limpia el bastón, el arma del crimen, y todas las superficies que
ha tocado. En el momento en que va a abrir la puerta con la manga de la
sudadera cubriéndole la mano entera, llega hasta sus oídos el inconfundible
sonido que emiten varios mensajes enviados a la vez.

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Del bolsillo izquierdo de los tejanos de Jaime sobresale su móvil, al que
Amaia, con curiosidad se acerca. Al ver que los seis SMS proceden del móvil
de Mikel, se sienta en el suelo con las piernas cruzadas, como si delante de
ella no yaciera un hombre muerto, y abre los mensajes con el corazón
latiéndole a mil.

SIGO AQUÍ

Amaia, sé lo que has hecho.


Te espero mañana.
A medianoche.
En los yacimientos.

Destruye este móvil.

Página 204
Capítulo 75

Coaña, Asturias
Artos

El agente Artos se está llevando a la boca un Gelocatil para el dolor de


cabeza que el inspector Pelayo le ha provocado, cuando su móvil emite varios
pitidos. Son SMS. ¿Quién manda SMS habiendo wasap? Proceden de un
número que no tiene guardado en la agenda y los mira con desconfianza,
como si fueran un virus. No obstante, cuando lee en el último mensaje el
nombre de Mikel, algo en su interior vibra de emoción.

SIGO AQUÍ
Estoy vivo.
Deja en paz a Amaia.
Esto es entre tú, él y yo.
Mañana a medianoche.

Os espero en los yacimientos.


Mikel.

La emoción de Artos se desvanece en cuanto habla con él, el cuarto hombre,


el que ni Jaime ni Amaia han sabido identificar en el vídeo.
—¿Que está vivo? Joder, Antonino, dábamos por sentado que estaba
muerto, ¿no?
—Pues lo rematamos —espeta Artos con fingida seguridad—. ¿Qué va a
hacer contra nosotros? No tiene nada, no hay pruebas de lo que le hicimos a
Anne ni sabemos qué pasó con ella, ¿no? Nosotros nos fuimos, dejamos a los
perros de Jaime y Gonzalo ahí y de Anne no se volvió a saber más. Serían
ellos, se les iría la olla, pero se les veía tan…
—Tan como si no supiera nada.
—Nos la colaron a todos y Gonzalo quiso hacernos parecer culpables.
Que le jodan. Que les jodan a todos. Además, el juego marcha bien. No como
esperábamos, pero… Tenemos al imbécil de Pelayo donde queríamos,

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desconfiando de Mikel, por lo que, si le pego un tiro, será en defensa propia.
Era él o yo, alegaré. Y no nos pasará nada. Se acabó.
—Más te vale, Antonino. Me voy a dormir. Estoy hecho mierda, tío.
Mañana hablamos.

Página 206
Capítulo 76

Coaña, Asturias
Amaia

Amaia no ha pegado ojo en toda la noche, por la necesidad de ver en bucle


el vídeo de Anne. Sus últimos instantes de vida. Como si mereciera esa
condena. Como si tuviera que revivir en su propia piel la pesadilla de aquella
noche de San Juan de 2008 que lo cambió todo. Parece que la necesidad de
regresar al pasado se impone por encima de todo, aunque sea a través de unas
imágenes de mala calidad y tan oscuras, que si no conoces a los individuos
que aparecen en ella es difícil identificarlos. Por lo tanto, elucubra Amaia,
¿ella conoce al cuarto chico? ¿Se acuerda de él? Se ha fijado en los detalles,
en las zapatillas que llevaba puestas, unas Converse negras muy comunes, en
los tejanos desgastados, pero, por más que haya detenido el vídeo una y otra
vez, sigue sin saber de quién se trata.
—Lo viste, Mikel… Has visto el vídeo… lo has visto hasta el final.
A las ocho de la mañana, alguien llama a la puerta de la casa azul,
sobresaltándola. Amaia, con el corazón en la garganta del susto, extrae la
tarjeta de memoria, se la guarda en el bolsillo de los tejanos, apaga el portátil
y lo esconde en un armario de la cocina.
Al abrir la puerta, se encuentra con las miradas del agente Artos, la última
persona que Amaia quiere ver ahora mismo, y del inspector Pelayo. A Artos
le da la sensación de que Amaia, con esos ojos grandes e inquisitivos le está
diciendo: «Sé lo que hiciste», pero se limita a tragar saliva y a dejar que sea
Pelayo quien dirija la conversación. Amaia, por su parte, intenta disimular el
temblor que se apodera de su cuerpo y piensa: «Lo han encontrado. Han
encontrado a Jaime, se me ha pasado algo por alto y…».
—Buenos días, Amaia, se te nota cansada. ¿Podemos pasar? —saluda el
inspector Pelayo con altivez, tuteándola y alejándose del formalismo con el
que le habló cuando apareció el cadáver de Gonzalo.
En cuestión de segundos, Artos y Pelayo invaden el salón, ese que vivió
tiempos mejores en el pasado, las risas de su familia, las conversaciones,
varias celebraciones en esa mesa ahora vacía…
—¿Sabéis algo de mi hermano? Porque me parece que no estáis…

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—Y a mí me parece que no nos has contado toda la verdad —la
interrumpe Pelayo, plantándole delante de las narices un papel—. Traigo una
orden para requisarte el móvil, Amaia. Creemos que has estado en contacto
con Mikel. Que estás en contacto con él y conoces su paradero. Y es nuestro
principal sospechoso no solo del asesinato de Gonzalo Bergeron, sino también
del asesinato de la señorita Adela Álvarez.
Amaia esboza una risa seca y breve.
—Pues preguntadle al chorizo que me robó el iPhone en la Gran Vía de
Madrid.
Artos y Pelayo se miran confusos.
—Podéis buscar por toda la casa. No lo vais a encontrar —añade Amaia
con tranquilidad, con la seguridad de que no van a hacer tal cosa—. Y no hay
nadie más desesperado que yo en dar con el paradero de Mikel, por lo que eso
de que no estoy diciendo toda la verdad y tal, o que he estado en contacto con
él… no. No es así. No sé nada de Mikel.
Pelayo ahora tendrá que ir por la vía lenta, rumia con fastidio. Nueva
orden, contactar con la compañía telefónica y reclamarles el listado de las
últimas llamadas al número de Amaia. Eso incluye wasaps, SMS, datos de
localización… todo lo que haya pasado por el dispositivo móvil durante los
últimos tres meses. Normalmente, las compañías son más lentas que el
caballo del malo. No obstante, Pelayo se guarda esa información para él. Un
civil no tiene por qué saberlo.
—¿A qué fuiste a Madrid?
—Al funeral de Gonzalo. Fui con Alejandro, él quería ir.
—Eso sí que es raro… —murmura Pelayo—. Ir al funeral del hombre al
que, supuestamente, ha matado tu hermano —Amaia, exasperada, resopla y
sacude la cabeza, reprimiendo las ganas de gritarle que a Mikel le han tendido
una trampa, que el arma que mató a Gonzalo y encontraron en la casa no
estaba cuando ella se fue. Alguien la puso ahí para incriminarlo y ese alguien,
ahora a Amaia no le cabe la menor duda y lo mira con desprecio, fue el agente
Artos—. ¿Y qué le ha pasado a tu coche, Amaia? Ruedas pinchadas,
carrocería rayada, ese insulto tan feo… Encontrarte el coche así debe de joder
mucho, ¿no? ¿Tienes el seguro a todo riesgo? ¿Cubrirá los daños?
Amaia se encoge de hombros.
¿Necesita un abogado?
Pelayo chasquea la lengua contra el paladar. Amaia mira a Artos, quien
parece incómodo pero, al mismo tiempo, da la sensación de que está
disfrutando de la situación.

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—¿Sabes qué pasa, Amaia? Que el cuchillo que acabó con la vida de
Adela se empleó antes para pincharte las ruedas y destrozar la carrocería de tu
cochazo. ¿Cuánto cuesta ese BMW, eh? ¿Sesenta mil? ¿Setenta?
—Eh, eh, ¿adónde quieres ir a parar? —le frena Amaia—. La noche antes
de que Alejandro y yo nos fuéramos a Madrid, alguien destrozó mi coche, sí,
oí el ruido y bajé a ver qué pasaba. Me encontré el coche así, destrozado.
Alejandro dedujo que había sido Adela. —Amaia elude que Adela estuvo en
su casa insultándola, llamándola zorra a ella y a Anne, sin respeto alguno por
los muertos—. Pero nos fuimos a dormir. Y a la mañana siguiente, viajamos a
Madrid con el coche de Alejandro. A Adela cuándo… ¿cuándo murió?
—Cuándo la asesinaron —apunta Pelayo—. Fue un asesinato. Y ocurrió
entre la noche del 11 de junio y la madrugada del 12.
—El día 12 es cuando Alejandro y yo nos fuimos a Madrid.
—No te estoy acusando de nada, Amaia —resuelve Pelayo—. Pero es
posible que esa pobre chica, Adela, tuviera la mala suerte de ver a tu
hermano, que no debe de merodear lejos de aquí, poco después de arruinar tu
cochazo, y este se ensañara con ella.
—Qué equivocados estáis. Mikel no es un asesino.
—Eso ya lo veremos. Que tengas un buen día.
—Esperad… eh… Agente Artos… me dijiste que un tal inspector
Castaño, de la comisaría de Oviedo, te había estado ayudando con la
desaparición de mi hermano antes de que le hayáis atribuido injustamente
esos asesinatos… —Amaia mira con suspicacia a Pelayo, seguidamente a
Artos, y añade—: ¿Qué dice el inspector Castaño al respecto? ¿Está al día de
vuestras pesquisas?
Pelayo arquea las cejas, mira interrogante a Artos, que se ha quedado sin
habla.
—Debes de estar confundida, Amaia. El inspector Castaño lleva tres años
muerto; de hecho, yo ocupé su cargo —aclara Pelayo inseguro.
—Ah. Vaya. Pues sí, me habré confundido. Gracias por aclarármelo y por
vuestra visita. Si, por lo que sea, localizáis mi móvil, que a lo mejor han
puesto a la venta en Wallapop o a saber, me avisáis, ¿vale? Era un iPhone 8
plateado. Cualquier otro dato que necesitéis para encontrarlo, me lo decís,
aunque espero que pongáis más empeño en encontrar a mi hermano.
Amaia observa con satisfacción cómo Artos y Pelayo salen de la casa azul
desprovistos de la chulería y la seguridad con la que han entrado.

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Capítulo 77

Coaña, Asturias
En casa de Carmen, la madre de Anne

Amaia tiene la necesidad de que el tiempo transcurra con rapidez, por lo que
se ha propuesto ocupar todas las horas del día para que la espera, hasta la
medianoche en la que Mikel la ha citado en los yacimientos, no se le haga
eterna.
Es inútil preguntarse cómo Mikel sabía que estaba en casa de Jaime, lo
que había hecho…, el momento exacto en el que tenía que enviar los SMS
dirigidos a ella, adelantarse a su curiosidad, a que se acercaría a leerlos antes
de huir en la furtividad de la noche tras cometer el asesinato.
Amaia apagó las luces y corrió las cortinas antes de salir por la puerta de
la casa de Jaime. Pisoteó el móvil hasta destrozarlo, tal y como le había dicho
Mikel en el mensaje, recogió los pedacitos, y los arrojó en el contenedor que
hay al lado de la iglesia. A estas horas de la mañana, el camión de la basura
ya habrá pasado, no tiene nada que temer, no es una mujer que inspire
desconfianza, salvo al inspector Pelayo. Y, de todas maneras, se ha largado de
la casa azul tan confuso, que al final resultará ser un pelele. Como todos.
Inspira hondo antes de llamar al timbre de la casa en la que Carmen vive
sola con sus ausencias. Le abre la puerta confusa, no esperaba la visita de
Amaia.
—Amaia, ¿qué tal? No sabía que seguías en Coaña…
—Aquí sigo, Carmen, aunque por pocos días.
—¿No se sabe nada de Mikel?
En esta ocasión, Carmen no lo pregunta con preocupación, sino con cierta
inquina que pone en alerta a Amaia.
—No. Y él no ha hecho nada, Carmen, le han tendido una trampa. No sé
cómo probarlo, pero…
—Pasa, pasa, anda, que tengo café recién hecho y pareces agotada.
—Gracias.
Todo está como la última vez que Amaia entró en esa casa. Una especie
de templo dedicado a la memoria de Anne.

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—Pobre Adela… —empieza a decir Carmen—. No tuvo una vida fácil.
Desde siempre se comentó que le faltó oxígeno al nacer, que no andaba muy
cuerda, pero que haya terminado asesinada por algún salvaje es… y aquí en
Coaña, Amaia, en nuestro pueblo, si es que una ya no puede estar tranquila en
ningún sitio.
—Los lugares seguros han dejado de existir, es una pena.
—¿Conocías a Adela?
—De vista. No la recordaba.
—Ella siempre iba a su aire. No era sociable. Aquí se metían mucho con
ella y Anne… yo sé que mi Anne no se portó bien con Adela.
—Algo he oído.
Carmen le sirve una taza de café, Amaia introduce un terrón de azúcar, lo
remueve y le da un sorbo.
—Carmen, estaba pensando en… Anne escribía un diario, ¿verdad?
—Sí.
—¿Podría leer algo de lo que escribió?
—Ahí no hay nada, solo desvaríos, amoríos adolescentes, bromas de niños
y esas cosas…
«Bromas de niños…», se muerde la lengua Amaia, recordando que Asier
les contó que Anne había dejado a Jaime como su madre lo trajo al mundo.
Una broma bastante pesada, en su opinión, que provocó que Jaime odiara a
Anne con toda su alma. Y no era el único.
—Pero aun así, me gustaría comprobar algo.
Carmen deja ir un suspiro.
—¿Te puedes creer que la policía ni siquiera entró en su cuarto? No caí en
su momento, pero, a lo largo de estos años, te vas fijando mejor en los
detalles y he visto muchas series y películas policíacas en las que, cuando un
adolescente desaparece, lo primero que hacen es buscar en su habitación. Se
llevan diarios, ordenadores… nada de eso hicieron con mi Anne. No hicieron
lo suficiente.
—¿Hay algo relevante en el diario, Carmen?
—Espera un momentito.
Carmen sube las escaleras. A Amaia le da tiempo a terminarse el café,
mientras contempla cómo el azul del cielo se enturbia en pocos minutos
llenando la cocina de sombras. En nada empezará a llover. La cruz de sal en
el lado derecho de la puerta que suele dibujar María Luisa para ahuyentar la
lluvia no sirve de nada.

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A Amaia le duele la cabeza, ahí donde Jaime le dio fuerte pensando que la
derribaría. Se palpa el chichón. Por suerte, el cabello, que anoche terminó
impregnado de sangre que se lavó a conciencia con champú de lavanda nada
más llegar a casa, cubre la herida.
—Aquí lo tienes. —Carmen deja sobre la mesa un diario de tapa dura con
la cubierta rugosa llena de florecillas—. Anne no era muy constante a la hora
de escribir, pero… bueno, léelo y saca tus propias conclusiones. Tengo que ir
un momento al huerto.
—Gracias. Y… Carmen, ¿qué tal se llevaba Anne con su padre?
—Habladurías, son habladurías. La gente debe de aburrirse mucho para
inventar esas cosas sin tener en cuenta el daño que pueden hacerle a una
familia —contesta Carmen con desdén, los labios comprimidos parecidos a un
puchero infantil—. A ver, bien no se llevaban, porque Pascual era muy
estricto y la niña difícil y rebelde, pero no le hizo nada de lo que dicen que le
hizo. Si no, Anne habría escrito algo en su diario y, como vas a poder
comprobar, no hay nada.
—Vale… —se conforma Amaia, esperando a que Carmen se vaya para
empezar a leer.

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Capítulo 78

Navia, Asturias
Xoan & Ricardo

Ricardo y Xoan se encuentran en el pueblo de Navia, a cuatro kilómetros de


Coaña, trabajando en la reforma de una casa de campo que en otros tiempos
fue un establo, extrañados por la ausencia de Jaime. Lo raro es que, siendo el
más cumplidor de los tres, no haya dado señales de vida ni para decir que está
enfermo.
—Nada, tío, móvil apagado o fuera de cobertura —se extraña Xoan
cuando lo llama por sexta vez.
—A ver si le ha pasado algo, Xoan —empieza a preocuparse Ricardo, al
tiempo que le da un mordisco al bocadillo de chorizo del almuerzo.
—Normal no es, no —murmura Xoan, más para sí mismo que para su
socio.
—¿Me acerco a su casa?
—No, voy yo, tú acaba con esa pared —decide Xoan con un mal
presentimiento.

Coaña, Asturias
Siete minutos más tarde, en casa de Jaime

El Volkswagen de Jaime está aparcado frente a la casa, lo que indica que no


ha salido. Xoan ve a Fernando, el vecino de al lado, liado con las flores de su
jardín. Lo saluda con un gesto de cabeza y, cuando Xoan llama al timbre y
nadie contesta al otro lado de la puerta, decide acercarse a él, a ver qué tiene
que contarle.
—Fernando, ¿qué tal?
—Aquí, hijo, con los achaques de siempre y triste por la muerte de la
Adela, pobre moza.
—Ya, una faena.

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—¿Y lo de Gonzalo, eh? Aquí en Coaña nunca pasa nada, Xoan, no
entiendo ahora por qué… Ah, bueno, hace diez años desapareció la moza de
Carmen, Anne, pero…
—Fernando, ¿has visto a Jaime? —le interrumpe Xoan, antes de que al
vecino le dé por rememorar hasta las multas.
—No, pero ayer hubo xaréu[2] en la casa.
—¿Xaréu?
—Sí, sí, y mira que ando un poco sordo, pero oí como golpes. No le di
importancia porque ya sabes que Jaime siempre anda reformando algo,
cuando no es un mueble de la cocina cambia de televisor porque el anterior le
parecía pequeñu, o se lía a colgar cuadros.
—Voy a mirar.
—Si te puedo ayudar en algo, Xoan…
—No hace falta.
Xoan rodea la casa, a ver si con un poco de suerte la puerta de la parte
trasera está abierta. Salta la valla, ignora el jardín descuidado y lleno de malas
hierbas en el que Jaime tiene en mente construir una piscina, aunque con el
mal tiempo que suele hacer en Asturias, poco la iba a aprovechar, le advierte
siempre Ricardo.
Xoan echa un vistazo por el cristal de la puerta que da a la cocina. Ni
rastro de Jaime. Lleva la mano al pomo, lo gira, la puerta está abierta.
—¿Jaime? ¿Jaime? —lo llama, a medida que avanza por la cocina, las
botas sucias de la obra manchando las baldosas. Hasta que se detiene en el
arco revestido de madera por el que se accede al salón, y ve a Jaime tendido
en el suelo. No le hace falta acercarse y tomarle el pulso para saber que está
muerto. Tiene la cara destrozada y la cabeza…—. Joder, lo han reventado.
Hostia, hostia, hostia…
Xoan se lleva las manos a la cabeza. Jaime tiene un socavón en la cabeza
del tamaño de un melón, seguramente provocado por un objeto contundente,
deduce. El único ojo que tiene abierto está rodeado de un halo rojo e
inyectado en sangre. Una hendidura negra y brillante destaca en medio de la
piel hinchada.
Xoan no toca nada. Coge el móvil y marca el número personal del agente
Artos, que para Xoan siempre será Antonino, pero le salta el buzón de voz.
Debe de estar en alguna zona con poca cobertura. Cuelga sin dejarle ningún
mensaje en el contestador.
—Este inútil nunca está cuando se le necesita, joder —espeta entre
dientes.

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Capítulo 79

Coaña, Asturias
El diario de Anne

De lo que Amaia lleva leído del diario de Anne, ha llegado a una dolorosa
conclusión: nunca quiso a Mikel. Todo lo que parecía sentir fue fingido; Anne
no sentía nada, no lo quería como él la quería a ella. Mientras Mikel se pasaba
todo el año suspirando por ella y por la llegada del verano e ignorando al resto
de chicas, Anne no dedicaba ni un minuto de su pensamiento en lo que tenían.
Para Anne, Mikel no era más que un entretenimiento de verano. Y ya ni eso.
Porque pensaba dejarlo.
Y era cruel. Anne era cruel, carecía de empatía, algo que Amaia no
sospechaba… no del todo. A veces, vemos lo que queremos ver. Tenemos la
verdad delante y una venda en los ojos que nos ciega. Esa ceguera, a su vez,
puede resultar muy peligrosa, saca lo peor de nosotros. Porque nos provoca
impotencia, rabia, nos impulsa a cometer actos atroces para los que no suele
haber vuelta atrás.
Anne escribió sobre sus atacantes sin sospechar todavía lo que serían
capaces de hacer. Que fueran borrachos o drogados y, por eso, Jaime no
recordaba nada de lo que ocurrió, no les libra del crimen que cometieron
minutos antes de que a Anne se la tragara la tierra. Anne plasmó en el diario
líneas breves y algo infantiles para los diecisiete, dieciocho años que tenía.
Tampoco tuvo reparo en hacer realidad cada palabra humillante más allá de
las páginas. Cada una de las cosas que Anne escribió, las soltó con arrojo por
la boca y esos cerebros de mosquito le declararon la guerra hasta que vieron
en la noche de San Juan la ocasión perfecta para ir a por ella. La mayoría de
jóvenes seguían de fiesta y Artos, Gonzalo y Jaime conocían la trayectoria
que seguía Anne para llegar a casa, conocedores de que pasaría por las
cercanías de los yacimientos, una zona oscura y solitaria que linda con un
bosque espeso.
Amaia sigue leyendo el diario con un nudo en la garganta:
Gonzalo es imbécil. Un niñato infeliz que cree que, por haberse liado dos veces
conmigo, me voy a casar con él. Jajajaja. Besa mal, te mete la lengua hasta la

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campanilla, qué asco. Le huele el aliento. Y la tiene pequeña. Lo voy a ir diciendo
por ahí, que Gonzalo la tiene pequeña, ya verás qué risas nos echamos.
Me cuesta coger el boli de la risa. Ha pasado media hora desde que me he llevado
al bobo de Jaime a un descampado. Le he dado un beso en los labios, se ha puesto
cachondísimo, le he dicho que se ponga de espaldas, que se quite la ropa… ¿Qué
quieres? ¿Un striptease?, me ha preguntado el muy cateto. Jajajajajajaja. ¿Se puede
ser más idiota? ¡Síííí!, le he gritado, y el tío va y me da la espalda, se quita la ropa,
lanzándomela como las novias lanzan el ramo hacia atrás, para ver quién es la
siguiente en casarse, y la he ido recogiendo una a una… camiseta, sudadera, tejanos,
calcetines… me he llevado hasta las deportivas. Y los calzoncillos de Snoopy. ¡De
Snoopy! Qué cutre. Luego, he echado a correr como si me siguiera un lobo
jajajajajaja y entonces he escuchado a Jaime gritar: ¡Aaaaaaanne! Pero Aaaaaanne,
¿qué haces? Jajajajajaja Lo he dejado en bolas, tendrá que recorrer medio pueblo en
pelota picada hasta llegar a casa. Ya me estoy imaginando la cara de los padres
cuando lo vean… jajajaja no puedo seguir, me tiembla la mano de tanto reír, pero a
ver cómo lo miro mañana en los pasillos del insti. Hostia, esto es épico, se tiene que
enterar todo el mundo, qué risas…

—Risas, risas, risas… risas a costa de los demás, ¿no, Anne? —farfulla
Amaia sacudiendo la cabeza—. No me extraña que Adela te llamara zorra,
Anne… no me extraña —se lamenta.
Amaia, ¿es que aún no has aprendido que nunca llegamos a conocer del
todo a las personas? ¿Que solo nos permiten ver un pequeño porcentaje de lo
que son?
Sigue leyendo, sigue…

Definitivamente, Alejandro, el único tío que merece la pena en el pueblo, pasa de


mí. Y me acerco y le provoco, pero no es como los demás, que babean con cualquier
tontería que les hagas… Él no me ve como yo le veo y odio, lo odio, cuando me
llama cuñada. ¿Cuñada de qué, si Mikel me importa una mierda? Alejandro casi no
sale de fiesta y solo piensa en Amaia, tan imbécil como su hermano. ¿Qué le ve?
Joder, no es para tanto, yo estoy más buena que ella. Bueno, ayer Alejandro sí salió
un rato por la noche. Y ni borracho consigo lo que quiero. Estuvo un rato con Jaime,
luego con Gonzalo… y, cuando estaba sentado a la barra del pub Conde con Xoan y
Ricardo, dos memos que te miran como si te estuvieran desnudando con la mente, le
cogí de la mano y me lo llevé a los baños. No opuso resistencia, así que me dije, esta
es la mía. Le brillaban los ojos, no se tenía en pie. Alejandro, le dije, ¿te gusto? No
contestó. Le rodeé el cuello con los brazos, le acaricié la nuca, ladeó la cabeza, se
dejó hacer… y entonces, cuando tenía la boca muy cerca de la suya, pero a punto, a
punto, apareció el imbécil de Antonino, me dio un empujón que casi me tira al suelo
y todo se acabó. Cuando me di la vuelta, Alejandro ya no estaba. Lo fui a buscar, lo
encontré a punto de salir del pub y cito lo que me dijo: Yo contigo no quiero nada,
Anne, y deberías dejar de hacer eso… no está bien. Por Mikel.
El alcohol me sienta fatal, me hace cometer locuras, y le grité delante de todo el
mundo que a mí me importa una mierda Mikel, que lo que quiero es estar con él.
Dios, qué vergüenza, tengo que dejar de beber cubatas. Y entonces, volvió el
pelmazo de Antonino, pasadísimo, creo que iba fumado, y me dijo entre risas: yo
estoy disponible, Anne, y me tocó una teta. Le di un guantazo que sonó en todo el
pub y todas las cabezas se giraron en nuestra dirección. Antonino me llamó puta.
Creo. Y me dijo que esto no iba a quedar así. Me reí en su cara de idiota. Pero ahora

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aquí, sola, escribiendo esta mierda, no me río. No, no hace gracia. Si el único chico
con el que quiero estar no me corresponde, ¿qué sentido tiene?

—Joder… —murmura Amaia en una exhalación, volviendo a la hoguera de la


noche de San Juan que Mikel miraba fijamente con los ojos rojos cuando
Anne, tras la discusión, se largó para no regresar nunca. La mirada cómplice
que Mikel le dedicó a Amaia, las palabras que no brotaron de su garganta, y
ella, tan joven, tan ingenua, dijo «no puede ser», creyendo que el mundo se le
venía abajo al suponer precipitadamente que entre Anne y Alejandro había
habido algo—. Te equivocaste, Mikel, joder… o Anne te confundió y te
mintió o…
¿De qué sirven las preguntas ahora?
—Amaia, ¿has terminado? —irrumpe Carmen.
—Sí. Sí, ya he leído todo lo que…
—Supongo que te habrá molestado lo de Alejandro —deduce Carmen,
quien ha leído tantas veces el diario, que se lo sabe de memoria—. Entre
Alejandro y Anne nunca pasó nada, por mucho que ella lo intentara, así que
tranquila. Él siempre te fue fiel, no como… —Carmen inspira con fuerza. Lo
que iba a decir, muere en su cabeza—. No merece la pena remover el pasado.
—Éramos unos críos, Carmen —alega Amaia comprensiva, restándole
importancia a todo lo que ha leído, aunque la procesión va por dentro y oculta
el incendio que se está propagando a toda velocidad y sin control en su
interior.
—Sí, sí… críos, exacto. Erais críos… —«¿Cuántas cosas de críos acaban
matando y destrozando a una familia entera?», se plantea Carmen
internamente, lamentando no haber podido hacer más por su hija—. Bueno,
pues si has acabado…
Amaia cierra el diario y se lo devuelve a Carmen, que lo abraza como si
fuera la hija que perdió. Amaia se levanta, dispuesta a marcharse, no sin antes
preguntarle:
—Carmen, podrías decirme dónde viven los hermanos… —Tiene el
apellido en la punta de la lengua, Artos los mencionó, fueron quienes
encontraron el cadáver de Gonzalo, pero ahora mismo se ha quedado en
blanco y no le sale—. No me acuerdo del apellido, pero son los que
encontraron el cuerpo de Gonzalo en un… ¿en un granero?
—Ah. Sí, los hermanos Arruza, Rufus y Edgar. ¿Para qué, Amaia? No son
buena gente, han estado en la cárcel.
—Necesito hacerles unas preguntas.

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—No creo que sea buena idea, tienen fama de peligrosos —se empeña en
disuadirla Carmen.
Y precisamente por eso, porque no es buena idea y porque de toda la vida
se ha dicho que los hermanos Arruza son lo peor que ha visto Coaña, Amaia
necesita hacerles una visita. Puede que ellos tengan lo que busca.
—Tranquila, Carmen, sé defenderme —sonríe Amaia, con la imagen de
Jaime incrustada en la cabeza.

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Capítulo 80

Coaña, Asturias
En casa de Jaime

A Xoan se le está agotando la paciencia. Llamadas breves de Ricardo, que a


ver qué pasa, por qué no vuelve si hace ya dos horas que se fue de Navia y a
este paso la pared queda hoy sin enyesar. Excusas de Artos, voy para allá, no
tardo nada, pero hace cuarenta minutos de eso y ni rastro. Y, mientras tanto,
el cadáver de Jaime en el interior de la casa pudriéndose, Xoan evitando a
Fernando, el vecino, que por suerte decide no meterse.
Finalmente, a las once y media de la mañana, Artos salta la valla y le
viene con la excusa de:
—Lo siento, tío, lo siento. Es imposible sacarse de encima al puto Pelayo.
Qué tío más pesado, qué obsesión le ha entrado con Amaia, yo creo que le
mola.
—Entra —le ordena Xoan, sombrío.
Artos obedece y, aunque él es un asesino de poca monta al que nada
parece afectarle, encontrarse así a Jaime, con el cráneo destrozado con una
violencia desmedida que le recuerda al asesinato de Adela, lo desarma por
completo.
—¿Habrá sido Mikel? —le pregunta Xoan, situándose a su espalda.
Artos no sabe qué pensar.
¿Por qué arriesgarse a salir de su escondite para matar? ¿Qué sentido
tiene? ¿Qué hizo Adela para merecer morir?
—Mikel no es un asesino —masculla Artos—. Solo quería quedar con
Gonzalo para sonsacarle información, tener pruebas de… de lo que pasó con
Anne. La de veces que el puto Gonzalo nos dijo que tenía pruebas, que nos
podía joder… ¿Pruebas de qué? Si no dejamos rastro, y, ya ves, al final…
Pero no, Mikel no pretendía matarlo. Si yo no hubiera actuado, ahora mismo
se sabría todo —añade altivo.
—Íbamos muy pasados de coca y alcohol, Antonino, a saber si no le
hicimos a Anne más de lo que creemos… Un mal golpe y… Pero esta noche
nos veremos las caras.

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Artos asiente y mira de reojo a Xoan que, confuso por el asesinato de
Jaime, parece haber perdido toda la autoridad. Porque de los cuatro violadores
de Anne, dos están muertos. Solo quedan ellos: Xoan y Antonino.
—Quienquiera que haya sido, va a pagar por esto —añade Xoan,
apartando la mirada del muerto—. Yo me voy a currar, haz lo que creas
conveniente.
—Mira, lo mejor será cerrar la puerta e irnos de aquí como si no hubiera
pasado nada. Ya veremos esta noche con qué nos encontramos. Mikel sabe
demasiado, consiguió escapar, y si sobrevivió a ese golpe, que te juro por mi
madre, Xoan, que nadie sobrevive a un golpe como el que yo le di, nos puede
joder. ¿Y si es verdad que Gonzalo tenía pruebas? ¿Y si ahora esas pruebas
las tiene Mikel? Tú y yo sabemos que no matamos a Anne y juraría que
estaba viva cuando nos fuimos, dejando a Gonzalo y a Jaime durmiendo la
mona, pero si hay pruebas de lo que le hicimos, seremos un blanco fácil para
que nos culpen.
—Sin cuerpo no hay delito. Y el cuerpo de Anne nadie sabe dónde está.
Pobre de Mikel que se le ocurra tendernos una trampa. Aunque creo que sabe
lo que somos capaces de hacer.
—Ya… Y, bueno…, uff, esto… —balbucea Artos rascándose la nuca con
nerviosismo—. Joder, qué marrón. A ver, sabiendo lo que hay aquí, podemos
volver mañana y dar el aviso. Estoy harto de cadáveres, hostia puta, no me
voy a sacar de encima a Pelayo en lo que me quede de vida.
—Nosotros lo empezamos, Antonino, ahora toca apechugar. ¿Vale?
Limpia el suelo, que lo he dejado hecho un cristo. Nos vemos a medianoche.
—En los yacimientos, donde empezó todo.
—Y donde esta noche acabará —sentencia Xoan, dirigiendo una última
mirada al cuerpo inerte de Jaime cada vez más azulado y putrefacto.

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Capítulo 81

Coaña, Asturias
En la propiedad de los hermanos Arruza

El primero en ver a Amaia, que sin coche está caminando más que cuando
callejeaba sin rumbo fijo por París, es Rufus, que le da un codazo a Edgar,
centrado en expulsar por la boca aros perfectos con el humo del cigarrillo.
—Edgar, ¿esa de ahí no es la hermana del chalado de Mikel?
—¿Qué hace aquí?
Edgar lanza el cigarrillo consumido hasta el filtro al suelo, lo pisotea y
recibe a Amaia de brazos cruzados, con la ingenua intención de imponerle.
—¿Qué quieres? ¿Qué haces aquí? —masculla entre dientes.
Amaia les dedica una sonrisa amable. Se los había imaginado más fuertes,
el cuerpo lleno de tatuajes, sí, tienen unos cuantos, bastante cutres, por cierto,
pero no son más que dos pobres diablos con las caras hechas un cristo llenas
de cicatrices. Los ve tan escuchimizados, que a Amaia le da la impresión de
que una ráfaga de viento los podría tumbar.
—Vaya, ¿así recibís a las visitas?
—Perdona a mi hermano —se disculpa Rufus—. Es que no está
acostumbrado a recibir a damas. Eres Amaia, ¿verdad? La hermana de Mikel.
Nos acordamos de ti, pero la última vez que te vimos eras…
—Una cría, sí. Era una cría —se ríe Amaia, para al instante añadir con
seriedad—: Al grano. ¿Vendéis armas?
Rufus y Edgar se miran confusos, con los ojos muy abiertos. De repente,
parecen asustados.
—¿Armas? ¿Para qué quieres tú un arma?
—Una dama necesita un arma para defenderse de los malos, ¿no creéis?
Y sé que vosotros tenéis alguna guardada por ahí… —deduce, señalando la
cabaña de madera construida sin licencia en un terreno rural.
—Te va a costar cara. Y es del mercado negro, por lo que…
—Perfecto. Es justo lo que busco, que no esté registrada.
—Oye, tú no habrás… —empieza a decir Edgar, pero se calla en cuanto
Rufus le da otro codazo antes de entrar en la cabaña y salir con una Glock 18
con selector de tiro que, además de permitir disparar en semiautomático,

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también dispara en modo automático, por lo que la convierte en una
ametralladora. Es un modelo que no está disponible para el público general en
la mayoría de países, y eso la convierte en un arma muy valiosa en el mercado
negro en el que los hermanos Arruza se mueven como peces en el agua
aunque a veces los pillen con las manos en la masa.
—Tres mil quinientos. Viene con balas —le dice Rufus, tendiéndole el
arma, que Amaia examina antes de meter la mano en el bolso y sacar un fajo
de billetes que los hermanos Arruza miran como los piratas miraban los
tesoros desterrados.
Amaia ya venía preparada. De camino, ha parado en un cajero y ha sacado
cuatro mil euros, que le entrega a Rufus.
—Cuatro mil. Quinientos más por vuestro rápido y eficaz servicio y por
vuestro silencio.
Los hermanos tragan saliva mientras ven a Amaia alejarse. Nunca han
tenido muchas luces, pero no hace falta ser Sherlock Holmes para saber que
algo malo va a volver a pasar en Coaña. Algo muy muy malo…

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Capítulo 82

Coaña, Asturias
En el bar de Alejandro

Faltan cuatro horas para la medianoche

Esta vez, Amaia se ha dejado el paraguas en casa y entra en el bar de


Alejandro empapada. Llueve a mares. No hay nadie en el bar. En unos días,
esto cambiará, empezarán a llegar los veraneantes, y Alejandro necesitará un
par de camareros extra que le echen una mano. Él la mira desde detrás de la
barra con los ojos entornados echándole en cara que:
—¿Qué le pasa a tu móvil? Te he llamado cien veces, Amaia, estaba
preocupadísimo, podrías haberme dicho algo.
—Y tú podrías haber venido a casa —resuelve Amaia con naturalidad,
aunque lo cierto es que se ha pasado buena parte del día fuera—. Y el
móvil… creo que me lo robaron cuando fuimos a dar un paseo por Gran Vía
—miente Amaia, haciendo dudar a Alejandro, que frunce el ceño extrañado,
convencido de que, de regreso a Coaña, cuando pararon en el bar de carretera
donde se enteraron del asesinato de Adela, su móvil, un iPhone plateado,
estaba encima de la mesa. Pero el Alejandro que Amaia conoce es despistado,
así que espera que se calle, no desconfíe, y no haga más preguntas—. ¿Me
pones un café?
—¿A las ocho de la tarde?
—¿Y por qué no? —Amaia mira a su alrededor mientras Alejandro
prepara el café de espaldas a ella. Necesita estar despierta. Este será su
séptimo café—. Pensaba que el bar estaría más animado… ¿Jaime y sus
socios no vienen sobre esta hora?
—Sí, estarán al caer, pero todo está… no sé, el pueblo está raro —
contesta Alejandro, seco y sombrío, mirando sin querer mirar el taburete
vacío que solía ocupar Adela.
Alejandro le sirve el café.
—¿Leche? —Amaia asiente, abre un sobre de azúcar, lo disuelve en el
café—. Te noto cansada.

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—Lo estoy. He dormido poco y mal y esta mañana he recibido la visita de
Artos y del inspector ese, Pelayo, con una orden para requisarme el móvil.
—Muy apropiado que te lo hayan robado, ¿no?
Alejandro, ¿tú también desconoces que la compañía de teléfono le puede
facilitar a la policía los datos que buscan, invadiendo la privacidad del
usuario, aun siendo necesario en la persecución de delitos para dar con la
verdad?
—Y… he estado en casa de Carmen —cambia de tema Amaia, dándole un
sorbo al café—. He leído el diario de Anne.
—¿Anne tenía un diario?
—Aquella noche de San Juan, Mikel me hizo creer que Anne y tú…
Alejandro, en silencio, hace memoria. Imposible acordarse con claridad
de aquella noche. Pero sí se acuerda de que hace unos días, Amaia le dijo que
aquella noche fue a por su chaqueta, que posiblemente fue la última persona
en hablar con Anne, algo que la hacía sentir mal porque no se lo había dicho a
la policía, que luego volvió, estuvieron juntos durante parte de la
madrugada… Sin embargo, la realidad es que Alejandro confunde fechas y no
lo recuerda, algo bastante normal teniendo en cuenta que han pasado diez
años y que lo que crees que hiciste una noche, podría haber sido otra, y así
hasta entrar en un bucle sin respuestas claras.
—En fin, yo… —retoma la conversación Amaia tras un breve silencio—.
Me avergüenza decírtelo, haberlo pensado siquiera, pero llegué a creer que te
habías liado con Anne.
—Ella lo intentó —confirma Alejandro sin tapujos. Si Amaia hubiera
tenido el valor de preguntárselo hace diez años, la respuesta habría sido la
misma—. Lo intentó varias veces, pero no creí que fuera importante decírtelo
porque siempre la rechacé. Siempre. Entre Anne y yo nunca pasó nada, a mí
no me gustaba. Estaba colado por ti, ¿recuerdas?
—Ya… ahora lo sé.
Ahora, cuando ya no hay vuelta atrás para según qué actos atroces,
Amaia.
—¿Por qué no se lo dijiste a Mikel? Me mentiste, Alejandro. Me mentiste
cuando escuchamos la grabación en la que Gonzalo confirmaba que Anne le
había sido infiel. Me dijiste que, si tú hubieras sabido algo, se lo habrías dicho
a mi hermano. Nunca le dijiste nada, aun sabiendo que se había liado con
otros y que incluso lo había intentado contigo. Permitiste que Mikel viviera
cada verano en una mentira.

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—¿Y qué quieres que te dijera en aquel momento? Estabas hecha polvo
por la desaparición de tu hermano y lo de Anne… ha pasado tanto tiempo que
es una estupidez volver a eso. ¿Qué importa ya si le era infiel a Mikel? ¿Qué
importa? Y sigues estando mal por Mikel, Amaia, mírate. Quería hacerte ver
que él también me importaba. Y no me hables de mentiras, porque tú… te
fuiste ocultándome que estabas embarazada. Que…
Alejandro se calla de golpe al ver a Xoan y a Ricardo entrar por la puerta.
Casi es lo mejor, no querría haber dicho algo de lo que después pudiera
arrepentirse ni echarle en cara nada, aun cuando es difícil sacarse de encima
la espinita que Amaia le dejó.
Xoan y Ricardo miran a Amaia como se miran a las forasteras, con cierto
recelo, y la saludan con un gesto tosco de cabeza. Hoy no hay barullo, no hay
risas, no hay, lo que comúnmente se dice, el cachondeo habitual. Solo Xoan
sabe por qué. Ricardo vive feliz y tranquilo en la ignorancia. Por el momento.
—Qué pasa, Alejandro… Amaia… —empieza a decir Xoan, más apagado
de lo normal, al tiempo que Amaia lo analiza con disimulo. Mentalmente, está
comparando a Xoan con el cuarto chico que apareció de la nada dándole la
espalda al objetivo de la cámara y se abalanzó encima de Anne. Amaia
congeló la imagen en ese instante en tantas ocasiones, que tiene su silueta
oscura y borrosa grabada a fuego en la memoria y no dista mucho de la del
hombre que tiene sentado en el taburete de al lado. En diez años la gente
cambia, pero podría tratarse de él. Ricardo es más bajo, tiene una cabeza
inusualmente grande, la espalda más estrecha, los pies pequeños. Xoan se
asemeja bastante al chico que ella desconoce que ni Jaime fue capaz de
identificar. Xoan podría ser el chico de hace diez años que violó a Anne y
salió impune.
—La hostia cómo llueve —suelta Ricardo, sentándose en un taburete,
componiendo como siempre un gesto de dolor por las dichosas lumbares.
—¿Y Jaime? —quiere saber Alejandro, sirviéndole dos botellines de
cerveza.
—El cabrón no ha venido a trabajar hoy —contesta Ricardo—. Xoan ha
ido a verlo a casa, estaba en cama con gripazo y no se ha dignado ni a
avisarnos. Para mí que ayer, que se fue muy pronto del bar, quedó con alguna
y se fue a dormir a las quinientas, pero como nunca cuenta nada, pues a saber.
«¿Por qué mientes?», se calla Amaia, con el corazón latiendo tan rápido
que parece que se le vaya a salir del pecho, sin dejar de escudriñar a Xoan. Si
es cierto que Xoan ha ido a su casa, ha descubierto el cadáver de Jaime, tal y
como ella lo dejó, tendido en mitad del salón. Entonces ¿por qué le ha dicho a

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Ricardo que Jaime está en cama con gripe cuando sabe que está muerto? ¿Qué
esconde?
«Es él —le dice su intuición, ese Pepito Grillo que todos llevamos dentro
—. Xoan es el cuarto chico del vídeo».
—¿Me ha salido un tercer ojo en la frente o qué, Amaia? —le pregunta
Xoan con prepotencia, y Amaia aparta la mirada para centrarla en Alejandro,
pero ni siquiera él es capaz de apaciguarla esta vez.
—Oye, Amaia, ¿qué tal se vive en París? —interviene Ricardo, aliviando
un poco la tensión.
—¿En París? Pues… bien, se vive bien, normal —contesta desconcertada.
—Pero todo tiene que estar carísimo, ¿no? Los alquileres, la comida, los
restaurantes… creo yo, eh.
—¿Y en qué lugar no está todo carísimo? —arguye Amaia.
—Ahí le has dado. El euro ha sido nuestra ruina —conviene Ricardo—.
Lo que daban de sí cien pelas y lo poco que haces ahora con sesenta céntimos
de mierda. ¿Y las casas, eh? Cincuenta millones de pelas una mansión. Ahora
eso son… Trescientos mil, que es una pasta, pero cualquier casa vale eso,
hasta las que están para reformar de arriba abajo. El cambio no es justo, el
euro es una putada.
—Habla bien, Ricardo, que estás delante de una señorita refinada —lo
amonesta Xoan con retintín, clavando sus ojos en los de Amaia de una
manera inquietante que le provoca un vuelco en el estómago.
—Bueno… —Amaia, incómoda, termina de un sorbo el café—. Ha
parado un poco de llover, me voy antes de que vuelva a caer un diluvio.
—¿Quieres que luego me pase por tu casa? —propone Alejandro. Ricardo
suelta una risilla burlona, mientras Xoan, que hoy no está para pullas ni
mamarrachadas, sigue mirando a Amaia con tirantez, como si le estuviera
perdonando la vida—. Mañana sin falta llamo al mecánico para que te arregle
el coche, ¿vale? Él mismo lo irá a buscar con la grúa a tu casa.
El coche… Amaia ya ni se acordaba del coche con toda la carga que lleva
encima.
—Genial. Y hoy mejor no vengas. Mañana, ¿vale? Necesito dormir
veinticuatro horas seguidas.
En eso Amaia no miente. Pero la cama tendrá que esperar.
—Ni que hubiera jet lag en Madrid —suelta Xoan.
—A este ni caso, Amaia, que lleva un día de perros —ríe Ricardo.

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Diez minutos más tarde

Xoan deja el segundo botellín de cerveza a medio beber y, sin quitarse de


encima la mala sensación que le ha dejado la presencia de Amaia y su mirada
inquisidora, sale a la calle. Se resguarda bajo el alero de la entrada del bar de
Alejandro, busca el contacto de Artos en la agenda, dejando atrás las
llamadas secretas que se hacían desde móviles desechables, y se lleva el
dispositivo a la oreja.
Artos contesta casi de inmediato:
—No se me ha olvidado. Espero librarme pronto de Pelayo. Para mí que
este tío no tiene casa. O a ver si el que le va a molar soy yo.
—No es por lo de esta noche, Antonino, se trata de Amaia.
—¿Qué pasa con esa?
—Que me da mala espina, tío… estoy en el bar de Alejandro. Cuando he
llegado, estaba Amaia. Yo no la había visto bien hasta hoy, incluso hemos
hablado un poco, pero me ha mirado como… joder, como si supiera algo.
Como si lo supiera todo.
—Estamos paranoicos por lo de esta noche. Tú tranquilo, que yo voy
armado y sé cómo defenderme. ¿O es que después de lo de Gonzalo sigues sin
fiarte de mí? Tienen a Mikel en el punto de mira, tal y como me pediste, el
juego marcha bien.
—Déjate de juegos, esto ha dejado de ser un juego desde que he visto a
Jaime con el cráneo reventado.
—Mañana lo soluciono. Podríamos enterrar el cadáver. Que nadie se
entere.
—¿Eres gilipollas, Antonino? Jaime merece un entierro digno. Bueno, te
dejo, que Ricardo me está mirando raro. A medianoche en los yacimientos.
—No hace falta que me lo repitas tanto, que me acuerdo —se despide
Artos con fastidio, cansado de que Xoan lo trate como si fuera idiota.
Cuando Xoan vuelve al interior del bar, Alejandro no está tras la barra.
—¿Y Alejandro? —le pregunta Xoan a Ricardo.
—Ha ido a tirar la basura.
Alejandro vuelve al poco rato y mira con extrañeza a Xoan. El contenedor
de basura queda al lado de la entrada donde Xoan ha estado hablando por
teléfono con Antonino. No quiere más problemas ni cargar con más
cadáveres, aunque el de Adela y el de Jaime no le conciernen, pero si
Alejandro ha escuchado su breve conversación con Antonino, podría
convertirse en una molestia.

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Capítulo 83

Coaña, Asturias
María Luisa

Falta una hora para la medianoche

Q
—¿ ue qué he visto, dices? Sangre, Mikel. Eso es lo que he visto. Eso es lo
que veo cada vez que te miro. Sangre, sangre, sangre… —María Luisa se tapa
los ojos, sacude la cabeza con rapidez—. Y más sangre. Lo que has hecho no
está bien, te lo dije desde el principio. Amaia, a pesar de todo, es tu hermana,
ella siempre ha querido salvarte, ¿es que no lo entiendes? Si hizo todo lo
que… Ya, pues vaya manera de salvarme, estás pensando… Pero es que es la
verdad. Y aún sigue haciéndolo, ¿es que no lo ves? Mírala. Mírala, con
cuidado, que no te vea. Yo, la verdad, no sé qué hace tanto subir y bajar
escaleras, tanto entrar y salir del cuarto en el que dormíais de mozos… esa
chica no está fina, no. Pero lo mismo dicen de ti y de mí, ¿verdad? Que no
estamos finos… Si supieran, Mikel… si la gente supiera… Hay cuerdos que
están más locos que los locos, pero el truco para que no los pillen es que lo
saben disimular mejor, dicen lo que quieres escuchar y son expertos en
manipular a las personas.

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Capítulo 84

Coaña, Asturias
En los yacimientos Castro de Coaña

A medianoche

Ya lo decía Carlos Ruíz Zafón en su novela Marina: El camino al infierno


está hecho de buenas intenciones.
Y parece que el camino ha sido largo, muy largo, lleno de trampas,
baches, imprevistos, muertes, ausencias y desconfianza, hasta llegar hoy aquí,
al punto de no retorno.

Amaia llega al territorio celta con la respiración agitada y el arma comprada a


los hermanos Arruza a buen recaudo en la cinturilla. Poco a poco, sus ojos se
adaptan a la oscuridad del paraje y mira a su alrededor en busca de Mikel sin
osar llamarlo en voz alta, no vaya a ser que se trate de una trampa. Ese
pensamiento aún no ha desaparecido, no del todo, y por eso avanza como si
levitara, sin apenas hacer ruido. Porque podría ser cualquier otra persona la
que le ha escrito desde el móvil de Mikel. Porque podría ser Artos o Xoan. Y
su finalidad no sería otra que la de hacerla desaparecer como intentó anoche
Jaime, sin tener en cuenta que su acto de valentía le costaría la vida.

Xoan y Artos han llegado diez minutos antes de la medianoche. Están


escondidos detrás de una de las plantas circulares de los yacimientos. Por
suerte, la lluvia ha dado una tregua, pero el cielo nocturno se asemeja a una
mancha de petróleo de lo oscuro que está. Las nubes enturbian el cielo
impidiendo ver las estrellas; es una noche muy distinta a la noche en la que
Anne se evaporó, y, aun así, ambos instantes parecen convivir en el mismo
espacio, como si fuera cierta la existencia de los planos dimensionales.
—¿Ves algo? —le susurra Xoan a Antonino.

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—Aquí no hay nadie y odio este lugar, hostia, lo odio con toda mi alma.
—Shhh… Habla más bajo, joder.

«… odio este lugar, hostia, lo odio con toda mi alma», alcanza a oír Amaia,
buscando la procedencia de la voz. No tarda en ver un brazo sobresaliendo de
detrás de una de las estructuras circulares de los yacimientos.
Aguza el oído y toda su atención se centra en el punto en el que ha visto a
alguien agazapado tras las piedras:
«Shhh… Habla más bajo, joder».
Xoan. Y Artos.
Son ellos.
Y entonces, Amaia se teme lo peor.
Siempre han sido ellos.
Desde el «Sigo aquí» hasta la citación a medianoche en los yacimientos.
Ahora, la seguridad de que Mikel está muerto y que sus asesinos están
aquí, cerca, a su alcance, la sacude de tal modo, que saca el arma de la
cinturilla, le quita el seguro y…

¿Jaime está muerto? ¿Cómo es posible?


Desde que Alejandro ha oído por casualidad la conversación telefónica
que Xoan ha mantenido con Antonino, no se ha sacado de encima la opresión
en el pecho, la manera más común en la que la angustia nos visita, poniendo
nuestro mundo patas arriba, ese mundo que creíamos seguro y estable y que
puede tambalearse en menos de lo que dura un pestañeo.
Alejandro, trastocado, teme que Amaia corra peligro. Que Xoan y Artos
sean en realidad unos asesinos, cuando es gente que crees conocer porque los
has visto a diario desde que no levantabas un palmo del suelo, y al final te
percatas de que no los conoces lo más mínimo. Alejandro también tiene
miedo de que hayan arrastrado a Amaia hasta aquí, y por eso le ha dicho que
esta noche no vaya a hacerle compañía.
Tras recorrer los últimos metros por el camino de tierra con los focos
apagados, Alejandro sale del coche. Se adentra en los yacimientos y mira a su
alrededor, pero el paraje está tan oscuro que es incapaz de distinguir nada.
Los contornos de cada uno de los elementos del territorio celta lo confunden,
edificaciones en ruinas, árboles, todo se mezcla… pero a Alejandro le parece

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ver dos siluetas sentadas tras una de las estructuras de piedra circulares y una
tercera persona acercándose a ellas.
¿Quién es?
¿Eso que sujeta en alto es una pistola?
De repente, suena un disparo.
Y el mundo se detiene ante los ojos de Alejandro, al ver que una de las
siluetas en las que ha reparado se desploma.

—Ya ha empezado —murmura María Luisa, observándolo todo tras el tronco


de un árbol centenario de los muchos que ocupan este trozo tupido de bosque
—. ¿Cuándo nos toca salir, Mikel? ¿Espero? Pero qué les va a hacer, señor…
qué les va a hacer… se le ha ido la cabeza del todo.

Da igual que te quede un año, tres meses, un mes, dos días, un minuto… La
vida viene con spoiler. Sabemos que vamos a morir. El cuándo, el dónde y en
ocasiones la manera, es el gran misterio, el giro de guion que nadie es capaz
de predecir.
Salvo Xoan.
Xoan, que ha visto cómo Amaia se ha plantado frente a ellos, ha apuntado
a la frente de Artos y, sin darle tiempo a reaccionar, le ha disparado con la
puntería de un profesional provocándole la muerte en el acto, sabe que va a
morir. Y, cuando eso ocurre, hasta el más hijo de puta es capaz de cambiar, de
dejar atrás el orgullo y la maldad y suplicar por su vida.
A Xoan se le presentan todas las respuestas que a veces, en secreto, nos
hacemos. Sabe que no le queda mucho. ¿Un minuto, dos, cinco? Que va a ser
aquí, en los yacimientos, donde tanto dolor le provocó a una niña. Ahora, a
sus treinta años, se da cuenta… Anne era una niña… ¿La manera? De un
disparo, claro, alguien como él no puede acabar de otra manera. ¿Pero en
manos de Amaia? No… eso sí que no se lo esperaba.
—Amaia… Fuiste tú. Tú has matado a Jaime.
—No me quedó otro remedio. Él me atacó primero, solo me defendí.
—Y a Adela. ¿Por qué a Adela?
—Porque era más molesta que una hemorroide, se metió con quien no
debía. Lo habéis jodido todo, Xoan, ¿es que no te das cuenta? ¿Qué le habéis
hecho a mi hermano? Yo estaba tan tranquila en París… había olvidado toda
esta mierda hasta que me dejó aquel mensaje en el buzón de voz diciéndome

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que iba a hacer algo muy malo… Y luego el SMS que me dio esperanzas.
¡Joder, han pasado diez años, no tendríamos que estar aquí!
—Mikel fue quien removió la mierda. Él se lo buscó —resuelve Xoan con
voz temblorosa—. Pero entonces… tú… tú nos has citado aquí.
Amaia aparta la mirada de Xoan para centrarla en el cadáver de Artos,
cuyos ojos siguen abiertos, fijos en el vacío en el que lo ha sumido la muerte,
con un agujero en la frente del tamaño de un hormiguero.
—No. Fuisteis vosotros quien me citasteis aquí.
—Te juro que no.
De los nervios, a Xoan le da por reír. Ambos están de mierda hasta el
cuello, no le queda otra que ponerse de parte de Amaia para que no se le
ocurra disparar el gatillo.
—Eh, Amaia, no dispares, ¿vale? Podemos hablar. Podemos hablar y
arreglar lo que sea. Nadie tiene por qué enterarse de que Jaime está muerto.
Solo lo sé yo y nos podemos deshacer del cuerpo. Te puedo ayudar. Soy el
único que puede ayudarte a salir de esta, Amaia. Sabes… ¿sabes lo que le
hicimos a Anne?
—Hay un vídeo, Xoan.
«Hostia puta. Gonzalo no iba de farol. ¿Pero cómo ha llegado ese vídeo
hasta Amaia?», se pregunta Xoan.
—Violasteis a Anne —sigue hablando Amaia—. Tú remataste lo que
Gonzalo, Artos y Jaime intentaron hacerle al seguirla hasta aquí, humillándola
y atemorizándola. Debió de sentir tanto miedo… Tanto… ¿Por qué le
hicisteis eso? ¿Porque estaba continuamente riéndose de vosotros? ¿Porque os
rechazaba una y otra vez y os hacía sentir unos mierdas, que es lo que sois?
En el vídeo se os ve a los cuatro. También a ti, Xoan —zanja, mintiendo en
esta última parte, porque lo suyo le ha costado reconocer a Xoan como el
cuarto violador, pero necesita que lo reconozca. Que le diga que sí, que era la
silueta que apareció de la nada y apartó a los otros para “disfrutar” de Anne él
solo en lugar de socorrerla, sin sospechar que había una cámara en el suelo
que lo grabaría todo. Todo, hasta el momento en que Gonzalo se despierta,
Anne ya no está, solo queda Jaime, recoge la cámara del suelo, la apaga y se
va.
—Joder, éramos unos críos, Amaia, y estábamos borrachos y fumados…
solo Antonino y yo recordamos lo que pasó y por partes, tampoco creas que
mucho… Jaime no recordó nunca nada y Gonzalo… no sé, no volvimos a
hablar del tema y a los pocos años se largó a Madrid. Hasta que Mikel volvió,
nos siguió, empezó a ponerse pesado y a hacer preguntas incómodas. No sé

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cómo acabó atando cabos, llamando a Gonzalo y… Gonzalo iba a delatarnos,
Amaia. Iba a contar lo que hicimos esa noche. No nos quedó otro remedio
que…
—Erais unos críos, sí, ibais borrachos y drogados, pero esa excusa no me
vale. Matasteis a Anne —tantea Amaia.
—No, eso sí que no, a mí no me cargues con su muerte —se apresura en
decir Xoan. La única baza que le queda para salir de aquí con vida y que
Amaia, que lo mira como si la locura le saliera por los ojos, no dispare, es la
desconfianza. Incriminarla. Darle la vuelta a la tortilla. Elucubrar, aunque no
esté en lo cierto, aunque solo sea para distraerla y alargar el momento—. A
nosotros no nos cargues con las culpas, que cuando nos fuimos, te juro por mi
madre que Anne estaba viva. ¿Qué pasó, eh, Amaia? ¿Tú lo sabes? ¿Dónde
estabas esa noche?
—Amaia estaba conmigo —irrumpe Alejandro para sorpresa de Amaia y
Xoan, que ve en su presencia su salvavidas—. Amaia, baja el arma, por
favor… Joder, Antonino…
Alejandro le da la espalda al cadáver. Ha estado escuchando parte de la
conversación entre Amaia y Xoan, concretamente desde que ella le ha dicho:
—Violasteis a Anne.
Aun así, le cuesta creer que Amaia haya sido capaz de quitarle la vida a
Artos. Quizá, si hubiera llegado antes, cuando Amaia ha reconocido ser la
asesina de Adela y de Jaime, sus pensamientos hacia ella cambiarían. Y sus
sentimientos… bueno, esos quizá se desvanecerían para siempre…
… a pesar de.
Xoan se incorpora con las manos en alto en señal de rendición, mientras
Amaia, que no sabe qué decir, mira con el rabillo del ojo a Alejandro.
Finalmente, baja el arma y la distracción va a salirle muy cara, porque Xoan
aprovecha para arrebatársela y matar dos pájaros de un tiro.
Sí, esos dos pájaros son Amaia y Alejandro, la doble A.

—¿Deberíamos intervenir, Mikel? Toma, toma la escopeta, cógela tú que yo


no quiero mancharme el aura de sangre. Así, muy bien, cuidadito con ella, eh,
que es más vieja que yo y pesa como el demonio…

Amaia, rápida de reflejos, se resiste a que Xoan se apodere de la Glock, y


llevan lo que a Alejandro le parece una eternidad forcejeando.

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—¡Parad! —les grita Alejandro sin atreverse a intervenir, cuando se
percata de que a Amaia apenas le quedan fuerzas para seguir luchando contra
Xoan—. ¡Parad, joder, que la pistola se puede disparar sola, puede…!
¡BANG!
El temblor que ha provocado el disparo de una escopeta en el aire se
extiende por todo el terreno, y el silencio que le sigue es todavía más
aterrador que el propio estruendo. Por un momento, el bosque y los
yacimientos se han sumido en un profundo y oscuro letargo.
Amaia, Xoan y Alejandro parecen haberse convertido en estatuas tras el
estallido, que ha sonado con tal fuerza, que ha debido de despertar a todos los
habitantes de Coaña.
Ahora, quien aprovecha el momento de distracción y confusión es Amaia,
que, sin tener en cuenta la presencia de Alejandro, porque llegados a este
punto ya no le importa echar su vida a perder, recupera el control de la Glock
y dispara contra Xoan una, dos, tres veces en modo ametralladora hasta que se
queda sin balas.
Xoan, aún de pie, aunque por poco tiempo porque las rodillas le empiezan
a flaquear, abre la boca sanguinolenta y se lleva las manos al vientre, ahí
donde las balas le han perforado la piel.
Sangre. Sangre. Sangre.
Del vientre de Xoan mana muchísima sangre, como María Luisa predijo
en sus recurrentes visiones. El cuerpo de Xoan cae desplomado hacia delante,
impactando cerca de los pies de Amaia que, sin inmutarse, dirige la mirada
hacia donde ha sonado el disparo.

Ya está, Mikel, ya está. Has conseguido lo que querías.


La ley del Talión.
Ojo por ojo…
… y el mundo acabará ciego, dijo Gandhi.
Los cuatro violadores de Anne están muertos sin que hayas tenido que
tocarles un solo pelo ni te remuerda la conciencia, Mikel. Amaia, la hermana
mayor sobreprotectora, ha hecho el trabajo sucio por ti. Como siempre. A
pesar de que le dijeras horas antes de que te quedaras sin voz, que esta vez no
iba a poder salvarte.

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Capítulo 85

Tres meses antes

Coaña, Asturias
9 de marzo de 2018

El día en el que Mikel


volvió a nacer

Tras una honda bocanada de aire como si hubiera regresado de entre los
muertos, Mikel abrió los ojos desorientado y con dificultad, hasta que se
percató de que seguía en el sótano de la casa azul donde había bajado con
Gonzalo.
¿Cuándo había sido? ¿Había pasado media hora? ¿Minutos? ¿Horas?
¿Dónde estaba la grabadora con su confesión? La grabadora que Artos, tras
escuchar la breve conversación entre Gonzalo y Mikel, decidió esconder
debajo de la tabla de madera suelta del dormitorio para que alguien la
descubriera, incriminando solo a Gonzalo de la desaparición de Anne. Bajo
esa misma tabla de madera en la que, tres meses más tarde y con Amaia en el
pueblo, Artos también escondió el arma que acabó con la vida de Gonzalo
para culpar a Mikel, en paradero desconocido. Ya se encargó Artos, pensando
que Mikel estaba muerto, de llenar la pistola con sus huellas.
Pero Mikel no estaba muerto. Solo lo parecía.
Mikel se llevó la mano a la cabeza, de donde había manado mucha
sangre… notaba su sabor metálico en el paladar, la sangre se le había
deslizado por toda la cara. A un lado, descubrió con estupor el cadáver de
Gonzalo, los sesos derramados en la pared.
Tenía la sensación de estar dentro de una pesadilla. Durante una milésima
de segundo, a Mikel se le pasó por la cabeza que había sido él quien lo había
matado, porque eso es lo que pensaba hacer y se le ocurrió cometer la locura
de adelantárselo a Amaia dejándole un mensaje en el buzón de voz, pero
entonces… entonces se levantó, sintiendo un hormigueo recorriendo todo su

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cuerpo y un dolor lacerante en la cabeza, y empezó a recordar fragmentos de
lo que había ocurrido.
Él no había matado a Gonzalo. Aunque le habría gustado.
El agente Artos irrumpiendo en el sótano…
Antonino.
«Él ha matado a Gonzalo. Me ha dejado tirado aquí pensando que yo
también estaba muerto».
A Mikel no le salía la voz ni para quejarse. Era incapaz de pronunciar una
sola palabra, le dolía horrores la garganta, como si una mano le estuviera
oprimiendo con fuerza el cuello. No le quedó más remedio que sufrir en
silencio, un silencio que ocuparía sus días a partir de ese momento mientras
despacio, muy despacio, abandonaba el sótano y, haciendo un esfuerzo
sobrehumano, empezó a subir las escaleras.
Tenía que salir de ahí. Artos podía regresar en cualquier momento para
rematar la faena, y si descubría que seguía con vida… no tendría tanta suerte.
Hacía tiempo que Mikel había dejado de creer en las segundas oportunidades.
Llegó al salón. Casi arrastrándose, abrió la puerta. En el exterior lo
esperaba María Luisa, como si hubiera sabido lo que iba a ocurrir antes de
que ocurriera.
—Hay que darse prisa, Mikel, vamos. En mi casa estarás a salvo, nadie se
atreve a entrar en la casa de la loca de Coaña.
Nadie vio a Mikel entrar en casa de María Luisa. Lo ayudó a subir al
dormitorio de la segunda planta, lo acostó en la cama y le limpió la sangre de
la cabeza y de la cara.
—Qué animal es. Qué animal más malo, más bruto… Qué fuerte te ha
dado en la cabeza, Mikel, qué fuerte.
Mikel la miraba con una expresión que oscilaba entre la súplica, el
agradecimiento y el terror.
—¿Qué te pasa? ¿No puedes hablar?
Mikel contestó de la única manera que podía, sacudiendo la cabeza.
Padecía disfonía espasmódica debido a los espasmos de los músculos que
controlan las cuerdas vocales, pero ni María Luisa ni él entendían de
medicina, así que carecían de la respuesta correcta. La causa de la disfonía es
desconocida, pero en ocasiones se desencadena por un fuerte estrés
psicológico, como el que había padecido Mikel, y, en la mayoría de casos, se
desarrolla a raíz de un problema en el cerebro y el sistema nervioso que puede
afectar a la voz.

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—Necesitarías puntos, que te viera un médico, pero yo… yo no sé coser
heridas, Mikel, ¿qué hago?
Mikel la agarró de la mano intentando calmar a María Luisa, que
suficiente lo había ayudado ya. No quería poner su vida en riesgo. Era la
única persona en el mundo en la que podía confiar, más que en su propia
hermana. La mujer terminaría desinfectando una aguja en alcohol para
proceder a cerrar la herida que Artos le había provocado en la cabeza con
poca destreza y muchos nervios, pero cicatrizó bien sin tener que lamentar
infecciones posteriores.
De madrugada, María Luisa, escondida tras el visillo de la ventana del
dormitorio en el que Mikel dormía, vio a Artos aparcar una furgoneta blanca.
Su intención era cargar con dos cadáveres, pero a estas alturas de la historia
sabemos que solo encontró el de Gonzalo. El policía sufrió un ataque de
nervios al descubrir que Mikel no estaba en el sótano.
Artos se esmeró en limpiar la sangre de Mikel, temeroso del momento en
el que tendría que decirle a Xoan que había fallado. Que no tenía ni idea de
dónde estaba Mikel, si había sobrevivido al golpe o no… En el sótano, Artos
también borró sus huellas y dejó premeditadamente los restos de los sesos de
Gonzalo que Amaia acabaría encontrando.
Una hora más tarde, María Luisa observó a su sobrino cargar con el
cuerpo de Gonzalo enrollado en una alfombra, meterlo en la furgoneta sin
delicadeza, como si fuera un saco de patatas, alejarse calle abajo en la
clandestinidad de la noche, y el resto es historia.

Cuatro días más tarde


En casa de María Luisa

Mikel comía como un pajarito, le costaba tragar hasta el agua que María
Luisa le daba con una caña, y apenas podía tenerse en pie, por lo que llevaba
cuatro días sin moverse de la cama.
—Hay que quitarse esa ropa, Mikel, huele a muerto, y tendrías que darte
una duchita. Yo te ayudo. Lavo la ropa, puedes ponerte una bata que tengo
mientras tanto. Oh, ya, ya, debería comprarte algo… porque entrar en tu casa
puede suponer un riesgo, sí, aunque por aquí nadie parece haberse dado
cuenta de tu ausencia. Claro, al tiempo, alguno de tus amigos acabará
denunciando tu desaparición. Ah, sí, que tú no tienes amigos, que no puedes
fiarte de ninguno. Sí, sí, lo sé, hijo, lo sé…

Página 237
Mikel, con ayuda de María Luisa, se desvistió. Al quitarse los tejanos, su
móvil y la tarjeta de memoria cayeron del bolsillo y aterrizaron en el suelo.
—¿Qué es esto? —le preguntó María Luisa, refiriéndose a la tarjeta de
memoria que sostenía, mirándola como si fuera un objeto extraterrestre.
«Gonzalo me dio esa tarjeta antes de que Antonino apareciera como un
espectro en el sótano. Es la prueba de lo que le pasó a Anne», le costó
recordar a Mikel, incapaz de expresarlo con palabras. Era frustrante y
desesperante tener la explicación en la punta de la lengua y que no le saliera
la voz.
—Oye, ¿este móvil no será localizable, no? —Mikel negó con la cabeza.
Se lo arrebató a María Luisa y descubrió con alivio que estaba apagado—.
¿Te ves capaz de escribir? Veo cosas, las adivino antes de que pasen, pero no
soy todopoderosa, Mikel. Y leer la mente nunca se me ha dado especialmente
bien, me agota demasiado.
El trazo de Mikel era tembloroso pero legible. Le pedía a María Luisa un
ordenador más o menos actual para poder ver el contenido de la tarjeta. Fuera
cual fuera. A María Luisa le sonaba a chino. ¿Qué podía contener ese trasto
de plástico siendo tan pequeño?
—¿Cómo voy a conseguir un cacharro de esos? ¿Son muy caros?

Dos meses más tarde


15 de mayo de 2018

Hacía dos meses que Jaime había denunciado la desaparición de Mikel.


Abelino, un hombre mayor con demencia, el testigo poco fiable, había
asegurado verlo caminando por los alrededores de Castro de Coaña. Sí, era
cierto, había visto a Mikel alguna vez, era un lugar que solía frecuentar casi
tanto como el bar de Alejandro, pero no el 9 de marzo, que fue cuando
desapareció. Jaime diría que, desde ese día, Mikel no había vuelto al bar, que
era raro, que algo le había pasado, y por eso, a la semana, denunció su
desaparición sin que Artos le hiciera demasiado caso.
Del asesinato de Gonzalo no se sabía nada. Su desaparición no había
llegado hasta Coaña, así que todavía era imposible relacionar a Mikel y a
Gonzalo.
Artos había escondido muy bien el cadáver de Gonzalo, aunque eso solo
lo sabían María Luisa y Mikel. Puede que estuviera enterrado en el bosque,
pero cada vez que Mikel lo insinuaba con gestos, María Luisa aseguraba que

Página 238
no, que si pensaba en él veía paja, mucha paja alrededor de su cuerpo sin
vida, y que su sobrino lo había dejado a la vista para que, llegado el momento,
lo encontraran.
—Creo que está en un granero —le dijo a Mikel, mudo, pálido y ojeroso,
cada vez más escuálido, tanto, que parecía que algo dentro de él se estuviera
pudriendo. Y a todo esto se le añadían sus recurrentes dolores de cabeza y
pesadillas.
Los días transcurrían con lentitud. Y, a mediados de mayo, cuando Mikel
se había olvidado de la tarjeta que Gonzalo le había entregado, María Luisa
entró como un torbellino en la habitación con un ordenador portátil.
—Me lo ha prestado una amiga. Es de su hija, tiene uno nuevo y este casi
no lo utiliza. Ya, ya, que yo no tengo amigas… bueno, he tenido que hacer un
trabajillo para conseguirlo. ¡No! ¿Pero cómo piensas esas cosas, Mikel?
Mente enferma. Le he leído la mano. Le he dicho que todo le irá
estupendamente, para qué decirle que en dos años un virus letal que aparece
en mi mente como una corona, se la llevará al otro barrio y no conocerá a sus
nietos. La pobre. La gente cree que quiere conocer el futuro, pero no, Mikel,
eso no es verdad. A la gente le aterra el futuro, casi tanto como la muerte, la
gran desconocida, y es más feliz en la ignorancia. En fin, toma, me ha dicho
que tiene batería, así que… bueno, ¿tú manejas estos chismes, no? Porque yo
no tengo ni idea. ¿La tarjetita esa que parece de juguete? La metimos en el
primer cajón de la mesita de noche, mira, aquí está, ¿no te acordabas?
Mikel encendió el ordenador. A María Luisa todo ese mundo seguía
sonándole a chino. Introdujo la tarjeta en una ranura, en la pantalla apareció
(como por arte de magia, diría María Luisa) un archivo mp4 (¿Eme pe qué?,
preguntaría María Luisa). Debajo del fichero, un nombre: ANNE.
María Luisa y Mikel empezaron a ver el vídeo.
Al terminarlo, a ambos les latía el corazón muy deprisa y sus
respiraciones irregulares se entremezclaban hasta el punto de parecer una
sola.
A Mikel, un regusto ácido le trepó por la garganta, obligándole a salir
corriendo de la habitación para ir al cuarto de baño a expulsar por el retrete
todo el disgusto, la rabia, la impotencia, la incredulidad, el miedo, la
inseguridad, la mentira, la traición, el horror de lo que había visto en el vídeo.
Sentía que el pasado se la había jugado de la peor de las maneras.
Cuando Mikel, debilitado, regresó a la habitación más pálido que nunca,
en su mente frágil como el cristal ya se estaba empezando a fraguar un plan
para traer de vuelta a Amaia.

Página 239
SIGO AQUÍ

—Mikel… yo no vi venir eso —le dijo María Luisa, que seguía trastocada y
con los ojos clavados en la pantalla del portátil, como si de ese trasto pudiera
volver a salir algo como por arte de magia que lo cambiara todo, que les diera
a entender que el vídeo que habían visionado era una broma, un montaje, un
teatrillo… que nada de lo que habían visto era real—. Yo eso no… no lo vi.
Si lo hubiera visto, te juro por mis muertos que te lo habría dicho aunque te
destrozara.

Página 240
Capítulo 86

Presente

Coaña, Asturias
En los yacimientos Castro de Coaña

Amaia deja caer la Glock al suelo al ver a Mikel caminando hacia ella con
María Luisa a su espalda. Los hermanos se miran como si se estuvieran
viendo por primera vez. Y puede que así sea, porque les cuesta horrores
reconocerse.
—Mikel… —lo llama Amaia con la voz quebrada debido a la emoción,
mientras Alejandro sigue en shock, incapaz de procesar lo que acaba de
ocurrir y de reconocer en Amaia a la chica dulce de sus veranos más felices.
«¿Quién es esta mujer que ha matado a sangre fría a dos hombres? ¿Por
qué lo ha hecho?».
Alejandro no entiende nada. Todavía.
Mikel, en silencio y cargando con la escopeta, que a su lado, de tan
escuálido como está parece aún más grande, analiza la situación. Todos están
muertos. Los que iniciaron la pesadilla de Anne no podrán hacerle daño a
nadie más y ahora… ¿ahora qué? ¿Qué es lo que le sigue al horror, a la
inquietante verdad? ¿Qué hay después del fin?
Mikel y María Luisa se sitúan delante de Amaia mientras Alejandro
parece ausente. Amaia da un paso al frente con los brazos extendidos para
darle un abrazo a su hermano. Solo por él ha regresado a Coaña librando una
lucha incesante contra sus propios demonios. Solo por él… Por su «Sigo
aquí» que la llenó de esperanza. Pero Mikel, contrariándola, se aparta como si
pudiera contagiarle un virus letal. Y la mira… la mira fijamente como si
fuera…
«Un monstruo. Eres un monstruo, Amaia», le dicen sus ojos.
—Amaia, él quiere… —empieza a decir María Luisa, pero Amaia la
interrumpe bruscamente:
—¿Por qué no habla él? Mikel, ¿qué pasa? ¿Por qué no me hablas?

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—Porque no puede. Lleva meses sin poder hablar —le explica María
Luisa con una calma fingida—. Pero él solo quiere… Mikel quiere saber
dónde enterraste a Anne.
—No… yo no… yo no hice nada, no sé de qué me hablas.
Amaia, acorralada, sintiendo una bola de fuego atravesándole el pecho,
mira a Alejandro.
—Hay un vídeo —añade María Luisa—. Lo has visto. Te hemos llevado
hasta él. Y te has visto. ¿Por qué, Amaia? ¿Por qué, en lugar de ayudar a
Anne, la mataste? Mikel necesita respuestas. Las preguntas y la culpa lo han
consumido durante demasiados años, ¿no crees?
Amaia mira a su hermano. Está roto, llorando, de su garganta emerge un
sonido ronco, casi animal, que recuerda a un pez desesperado boqueando
fuera del agua para sobrevivir, ante la imposibilidad de expresarse con
palabras y decirle a su hermana todo lo que querría.
—Por amor. Todo lo que he hecho ha sido por amor. —Amaia señala los
cadáveres de Artos y Xoan, piensa también en Jaime, a la espera de que las
autoridades lo descubran muerto en su casa, en el final horrible y lleno de
violencia que le dio—. Por… por el bebé que llevaba dentro. —Amaia mira a
Alejandro y logra confundir a Mikel, que no tenía ni idea de que su hermana
había estado embarazada—. Y por ti, Mikel, la hice desaparecer por ti, para
que no te hiciera más daño, porque ella… Anne era veneno, esos monstruos
tenían razón. Era veneno y te estaba destrozando. ¿Es que no te dabas cuenta
de que te estaba alejando de mí?

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Capítulo 87

Diez años antes

Coaña, Asturias
Madrugada del 24 de junio de 2008 – La noche de San Juan
En los yacimientos Castro de Coaña

La desaparición de Anne

Odiar sin que se te note, también te convierte en una mala persona.


Anne lo acaparaba todo. Lo quería todo. A costa de lo que fuera,
especialmente haciendo daño a los demás, rompiéndoles el corazón sin que le
importara lo más mínimo. Y esa noche de San Juan, entre fuegos artificiales,
música y jolgorio, Anne discutió con Mikel y lo destrozó. Cuando Anne se
largó, Amaia se acercó a su hermano. Anne le había sido infiel en contables
ocasiones, el mayor temor de Mikel se había hecho realidad. Pero bastó una
mirada para que Amaia supusiera (erróneamente) que también había estado
con Alejandro. Acarició su vientre. Ella ya sabía que ahí había un latido sin
haberse realizado aún un test de embarazo. Y se volvió loca.
—Empiezo a tener un poco de frío, voy a casa a por una chaqueta y ahora
vuelvo —le dijo Amaia a Alejandro.
En ocasiones, hay una diferencia abismal entre lo que contamos y lo que
ocurrió en realidad.
Amaia tardó tres horas en regresar al descampado, cuando la fiesta estaba
a punto de llegar a su fin y de la hoguera no quedaban más que las brasas.
Pero nadie se dio cuenta. Hacía rato que Mikel se había largado a casa, la
mayoría de jóvenes estaban borrachos, no se enteraban de nada, y a Alejandro
el alcohol le pesaba el doble porque estaba poco acostumbrado a beber, así
que esa noche perdió la noción del tiempo. No tenía ni idea de si Amaia había
tardado tres horas o quince minutos, no fue algo que recordara ni que tuviera
en cuenta, creyéndose años más tarde cualquier cosa que ella le dijera.

Página 243
Amaia, tras una breve conversación con Anne que ocurrió tal y como le
contó hace unas semanas a Alejandro, la vio marcharse con Adela, esa chica
rarita y fea que ni siquiera le caía bien. Lo que eludió de su relato, es que las
siguió entre las sombras. Al poco rato las vio separarse, cada una por su lado.
Amaia creyó que había llegado el momento, su momento, pero Gonzalo,
Jaime y Artos entraron en escena.
¿De dónde habían salido?
Todo estaba muy oscuro y era confuso, por lo que Amaia fue incapaz de
reconocerlos al principio. Pero esas voces llenas de odio, de rabia… había una
que le sonaba, la de Jaime, pero no lo sabría hasta más adelante. Con dos de
ellos, Gonzalo y Artos, Amaia no había hablado nunca. No sabía ni cómo se
llamaban. Se les veía muy perjudicados, apenas vocalizaban y, aunque corrían
rápido, no paraban de tropezar y caer. Empezaron a perseguir a Anne. A
insultarla hasta alcanzarla, a forcejear…
«Estos imbéciles van a hacer el trabajo por mí», llegó a pensar Amaia,
escondida tras un árbol del frondoso bosque que linda con los yacimientos
celtas, un territorio que ella conocía como la palma de su mano, pues había
paseado cientos de veces por ahí con su abuelo desde que no levantaba un
palmo del suelo.
Anne consiguió escapar.
Por poco tiempo.
La pesadilla no terminaría ahí.
Y otra vez echaron todos a correr, incluida Amaia, que al reparar en la
presencia de un coche creyó que todo se iría al garete. No obstante, el coche
pasó de largo y los tres jóvenes continuaron persiguiendo a Anne de manera
enfermiza, delirante… la violencia más temida, la de los que no son capaces
de detenerse, pensar con claridad y darse cuenta de que lo que están haciendo
es una locura.
Amaia, casi sin aliento, corría detrás de los chicos atravesando el bosque
sin que repararan en su presencia, hasta que…
… a Anne le dieron caza…
… y a Amaia se le disparó un latido.
Se abalanzaron como hienas hambrientas sobre el cuerpo indefenso,
maltratado y tembloroso de Anne.
Y al cabo de un rato, llegó otro chico, un chico al que Amaia, sentada
detrás de un árbol con las rodillas pegadas al pecho, no vio.
Diez años más tarde y gracias a un vídeo, descubriría que era Xoan.
A los pocos minutos, Amaia oyó unas risas.

Página 244
Risas ebrias, escandalosas, que rompían la paz del bosque.
¿Había terminado todo?
¿Cómo estaría Anne?
Seguiría… ¿seguiría viva?
Desde el lugar en el que estaba escondida y desde donde había escuchado
el infierno por el que había pasado Anne, era incapaz de ver nada, así que se
arriesgó a cambiar de posición. No parecía haber nadie. Solo quedaba Anne.
Así que Amaia avanzó a tientas y, al ver dos cuerpos tendidos en el suelo
cerca del de Anne, dudó, mientras las risas de los dos que se habían largado se
desvanecían en la noche.
Jaime y Gonzalo estaban tendidos en el suelo. Inconscientes, Amaia sabía
que podía hacer lo que le diera la gana, que no iba a haber consecuencias, que
esos dos despertarían y no recordarían nada. Lo que Amaia no vio, era que el
objetivo de una cámara grabaría el instante en el que se agachó junto al
cuerpo de Anne en el momento en que la luna rotó iluminándola por
completo, desvelando su identidad.
Anne estaba inmóvil, tan inexpresiva como una piedra. Tenía los ojos
abiertos y vacíos, como si el alma que reflejaban hubiera huido. No miró a
Amaia, pero, al poco rato, le extendió una mano. Esta flotó en el aire hasta
que Amaia la cogió. Estaba fría y rígida, y Amaia se aferró a ella.
No fue más que un engaño, Anne.
Amaia no estaba ahí para salvarte. Ni siquiera se le pasó por la cabeza
sacarte de los yacimientos, llevarte al hospital, ayudarte a denunciar a tus
violadores…
—No te lo voy a perdonar nunca —empezó a decir Amaia, deshaciéndose
con violencia de la mano de Anne—. ¿Por qué con Alejandro? —inquirió,
abriendo las palmas de sus manos y mirándolas como quien mira un arma
letal que le da miedo y seguridad a partes iguales. Anne cometió el error de
no negarlo; el shock de lo ocurrido parecía haberla dejado sin habla—. ¿Por
qué con mi hermano? Crees que puedes ir por ahí tratando a la gente como
una mierda, pero… te has equivocado con nosotros. —Amaia llevó sus manos
al cuello de Anne. Su piel presentaba el leve resplandor de una perla de agua
dulce. Empezó a apretar—. ¿Te divierte ir por ahí haciéndole daño a la gente,
Anne? —Amaia siguió apretando fuerte, cada vez más fuerte, más, más…—.
El mundo está lleno de personas malas y, con el tiempo, la crueldad va en
aumento. Al mundo le sobra gente mala y dañina como tú, Anne.
Amaia siguió presionando el delicado cuello de Anne con una rabia
inusitada. En lugar de ver morir a Anne, la mirada de Amaia, nublada por las

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lágrimas, estaba centrada en la luna llena. Cuando volvió a mirar a Anne,
estaba muerta. Había apretado tan fuerte, tanto, dejando caer el peso de su
cuerpo sobre el cuello de Anne, que le había triturado la tráquea. Qué manera
tan fea de morir. Ahora Anne no era más que un caparazón vacío que no
volvería a hacerle daño a nadie…
Amaia no sintió nada.
Nada.
Ni pena ni remordimiento. No hace falta morir para dejar un caparazón
vacío, libre de alma y sentimientos.
Y eso, como el odio que no se nota que sientes, también nos hace malas
personas.
Amaia se levantó y agarró a Anne por los tobillos.
Pesaba tan poco…
Gonzalo y Jaime seguían durmiendo la mona.
Seguidamente, saliendo del encuadre del objetivo de la cámara de vídeo
de Gonzalo que Amaia no sabía que la había grabado, arrastró a Anne hasta
las profundidades del bosque haciéndola desaparecer para siempre, creyendo
ingenuamente que su secreto estaría a salvo y ella, con el tiempo, libre de la
culpa.

Página 246
Capítulo 88

Presente

Coaña, Asturias
En los yacimientos Castro de Coaña

— Me equivoqué. Si pudiera volver atrás… Yo solo quería que no te


causara más daño, Mikel, y lo que hice fue llevarte al abismo. Porque la
noche en la que hice desaparecer a Anne, la parte buena que había en ti
también desapareció, Mikel, y lo siento… lo siento tanto… —se rompe
Amaia.
—Dónde está —insiste María Luisa.
—Bajo tierra —contesta Amaia, incapaz de mirar a Alejandro ahora que
se sabe la verdad—. En el refugio subterráneo que el abuelo nos enseñó, ¿te
acuerdas? El búnker que utilizaban en la Guerra Civil.
Mikel asiente y, cargando con la escopeta, echa a correr a través del
bosque. Amaia, seguida de María Luisa y Alejandro, que no tienen ni idea de
dónde ubicaron sus antepasados el refugio, encuentran a Mikel retirando la
hojarasca que esconde la trampilla de metal oxidado.
Mikel es incapaz de levantarla, las lágrimas cargadas de impotencia
surcan su rostro demacrado. Alejandro se agacha a su lado y le dice en la
madrugada más surrealista de su vida:
—Yo te ayudo. Solo hace falta que dé un poco de sí y ya estaría…
Mientras tanto, Amaia le pregunta a María Luisa en un susurro:
—Iré al infierno, ¿verdad, María Luisa?
María Luisa se encoge de hombros. Parece que va a dar la callada por
respuesta, pero al cabo de un rato, cuando entre Mikel y Alejandro consiguen
abrir la trampilla, le dice al oído:
—Hay muchos infiernos, Amaia, y no hay que morir para visitarlos. Hay
infiernos en este mundo y en el otro, yo he estado en unos cuantos, y eso que
no he decidido sobre la vida y la muerte de ninguna persona como has hecho
tú. Padeciste la muerte de tus abuelos, la de tus padres… la desaparición y el
declive de Mikel… Ya has vivido en el infierno, el de la ausencia de las

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personas a las que más has querido. Y ese, Amaia, es el infierno que más hay
que temer.
Mikel mira a María Luisa con determinación. La mujer asiente,
comprende, mira a Amaia, que está llorando.
—Quiere que bajes con él.
—Es… —Amaia mira la escopeta que Mikel carga a duras penas—.
Mikel, ¿quieres matarme?
—Podemos solucionar esto de otra manera… —irrumpe Alejandro con
desesperación—. Mikel, vamos a Oviedo, Amaia se entregará por el asesinato
de Anne, de Xoan, de Artos… ¿Verdad, Amaia? Joder, no me puedo creer
que hayas hecho… Joder. Vas a entregarte, ¿sí? Cumplirás condena y… no
hay que llegar tan lejos, ella no tiene que… —Pese a todo el mal que Amaia
ha sembrado, Alejandro no concibe un mundo en el que ella no exista—.
Amaia, no puedes morir.
—Sí puedo, Alejandro. Debo. Es lo que merezco —se rinde Amaia,
agarrando la mano que le tiende su hermano, quien vuelve a mirar a María
Luisa y le sonríe.
—Mikel, ha sido un placer coincidir en esta vida contigo —se despide
María Luisa—. Volveremos a vernos en la siguiente. Oh, no te preocupes por
la escopeta, nunca le he tenido mucho cariño. Las cosas son solo eso, cosas.
Has sido un buen amigo. Gracias.
Mikel asiente conteniendo la emoción. María Luisa ha sido como una
madre para él, su mejor amiga durante estos últimos meses. Amaia, arrastrada
por su hermano hacia las profundidades del bosque, testigo de guerras,
lágrimas, amores, juegos, penas y dramas, mira por última vez a Alejandro.
La trampilla se cierra con un estrépito que sobresalta a Alejandro, que se
pellizca en el antebrazo porque esto no puede ser real, debe de tratarse de una
pesadilla… Sí, es una pesadilla. Está durmiendo, abrazado a Amaia, ella
nunca ha matado a nadie, es incapaz de matar a una mosca, y esto no está
ocurriendo.
—Está ocurriendo, Alejandro. Lo siento en el alma, pero está ocurriendo.
Es real y te pesará toda la vida —sentencia María Luisa como si le hubiera
leído el pensamiento—. A veces, no nos queda más remedio que dejarles
marchar para seguir avanzando.
—Pero no podemos permitirlo, María Luisa, ¿es que nos hemos vuelto
locos? Es que…
Alejandro frena en seco cuando oyen un disparo. Al minuto, suena otro. Y
después… después nada. Silencio. Un silencio denso que despierta los

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sentidos y el mínimo ruido que emite el bosque se intensifica.
María Luisa suspira y sonríe mientras Alejandro, contrariado, no soporta
más el nudo que le oprime la garganta, rompe a llorar desconsolado y le
ocurre como cuando estás a punto de morir, que por sus ojos pasa un
caleidoscopio de emociones encontradas al evocar cada momento vivido con
Amaia. Hasta que María Luisa levanta la mano, dice adiós y se lleva toda la
atención de Alejandro. Sin duda alguna, María Luisa ve algo a través del fino
velo que separa nuestro mundo del de los muertos que Alejandro es incapaz
siquiera de intuir.
—María Luisa, ¿a quién le estás diciendo adiós…?
—Ya está, Alejandro, ya está. Están juntos y en paz. Por fin están
juntos… Y en paz.

Coaña, Asturias
Dos semanas más tarde

El inspector Pelayo regresa frustrado a Oviedo sin haber encontrado al


culpable de los asesinatos de Adela, Jaime, Xoan y Artos, que a Pelayo no le
caía nada bien y lo consideraba un agente nefasto, pero nadie merece acabar
con un balazo en la frente por algún ajuste de cuentas, según las primeras y
únicas hipótesis. Nada concluyente.
Por si eso fuera poco, a la desaparición de Mikel se le suma ahora la de su
hermana Amaia. Ambos se encuentran en paradero desconocido igual que
aquella chica, Anne, que se esfumó como la niebla diez años atrás. Pero
Mikel y Amaia son mayores de edad, pueden hacer lo que les dé la gana,
porque no se les imputa de ningún cargo. Ya no. No obstante, no todo es
malo. Pelayo ha podido comunicar a sus superiores que el agente Artos tuvo
algo que ver con la muerte de Gonzalo Bergeron. Aún quedan muchas
incógnitas en el aire que es posible que jamás se resuelvan, pero María Luisa,
esa mujer que parece estar loca pero a Pelayo le pareció más cuerda que
muchas personas que presumen de tener la cabeza bien amueblada, se encargó
de que la memoria de Mikel quedara libre de culpa, al confesar que vio a su
sobrino Antonino falsear las pruebas y cargar con el cadáver de Gonzalo
enrollado en una alfombra. Artos no tuvo muchas luces al volver a dejar la
alfombra con la que había ocultado el cuerpo sin vida de Gonzalo en el salón
de la casa de su madre. Pelayo pidió una orden para requisarla y el luminol

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hizo su magia, absolviendo a Mikel, esté donde esté, del asesinato de
Gonzalo.
Y respecto a Amaia…
¿Quién va a sospechar de ella?
Sin embargo, en los yacimientos no hallaron la Glock que acabó con la
vida de Artos y Xoan, la antigua escopeta de María Luisa regresó como por
arte de magia a la despensa, y, mientras el BMW de Amaia que Adela
destrozó en un ataque de celos, seguirá aparcado en la pendiente de la casa
azul durante años, el coche de Mikel se evaporó la misma madrugada en la
que él perdió la vida en el refugio subterráneo del bosque, abrazado al
esqueleto de Anne.

Alejandro, inquieto y ojeroso por las noches que lleva sin dormir, llama al
timbre de la casa de María Luisa, que lo recibe con prisas porque tiene un pitu
de caleya en el horno y no se puede despistar, que si no se le quema.
—Alejandro, hijo, dichosos los ojos. Ya han venido los veraneantes, eh,
debes de tener el bar lleno. Aprovecha, que luego en invierno llegan las vacas
flacas.
—Amaia… —balbucea Alejandro mirando hacia la casa azul—. En el
bosque dijiste que estaban juntos y en paz. Juntos, o sea que…
—Pero no te dije quienes, Alejandro. Nunca llegué a decirte quienes…

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Cinco años más tarde

Tempus fugit

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Capítulo 89

París
2 de mayo de 2023
SIGO AQUÍ
Avenue Elisée Reclus, 9, sexta planta

Alejandro recorre los últimos metros que le separan de ese SIGO AQUÍ
cargado de significado, abrumado por la majestuosidad que desprende la
ciudad de París, concretamente esta gran avenida con vistas a la Torre Eiffel
rodeada de edificios señoriales.
Se detiene frente al distinguido portal número 9 con el corazón
desbocado, llama al timbre de la sexta planta y abren sin preguntar.
No hay ascensor, algo muy común en la mayoría de edificios de París que
fueron construidos en el siglo XIX o antes, por lo que Alejandro empieza el
ascenso hasta la sexta planta más nervioso de lo que nunca se ha sentido, al
tener la esperanza de volver a ver a Amaia.
A pesar de…
Alejandro no ha tenido con quien compartir el misterio. María Luisa, que
desde la madrugada surrealista que vivieron en los yacimientos se convirtió
en su mejor amiga y confidente, cruzó al otro lado hace ocho meses, con la
promesa de que encontraría la manera de ponerse en contacto con él. Pero no
ha debido de esforzarse demasiado, porque, durante este tiempo, Alejandro no
ha sentido la presencia de la mujer, si acaso alguna extraña corriente de aire
aun teniendo todas las ventanas cerradas.
El pueblo no es lo mismo sin María Luisa, sin sus visiones, su cruz de sal
para ahuyentar la lluvia y que la aguanten los gallegos, su pitu de caleya
horneándose y sus ungüentos raros en la puerta.
Alejandro no es el mismo sin ella.
Sí, las ausencias pesan y, con el paso de los años, se multiplican
convirtiéndose en losas pesadas que no nos queda más remedio que arrastrar.
Al fin, Alejandro llega a la sexta planta. Está temblando de arriba abajo,
no lo puede evitar. Una mujer abre la puerta de sopetón, sin que a Alejandro
le haya dado tiempo de llamar al timbre, como si hubiera visto su indecisión

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desde la mirilla. No es Amaia. A la mujer que lo mira como si lo conociera,
no la ha visto nunca.
—Perdón… creo que… creo que me he equivocado —se disculpa
Alejandro, con ganas de salir corriendo.
—No, no —se apresura en negar la mujer, de unos treinta años, sonrisa
amable y facciones dulces—. Me llamo Eloise. Tú eres Alejandro, ¿verdad?
—pregunta con un fuerte acento francés—. Pasa, te están esp…
—Eloise, je suis tombé[3]! ¡Pupa pie! —chilla un niño, interrumpiendo a
la mujer y abrazándose a su pierna, hasta que se da cuenta de la presencia de
Alejandro, levanta sus ojillos rasgados de color pardo y compone un puchero.
A Alejandro se le corta la respiración.
Los latidos de su corazón siguen haciendo de las suyas.
Ese niño… es como estar mirándose en un espejo, como estar viendo la
versión del niño pequeño que fue.
—Maman va mourir [4] —espeta el niño, ante la incomodidad de la mujer
y Alejandro, que no sabe francés pero las palabras le resultan familiares.
—Qué… ¿Qué ha dicho?
—Perdona —se disculpa Eloise, mientras coge al niño en brazos—.
Adelante, Alejandro. Pasa, por favor. Lo mejor será que lo veas por ti mismo.
Eloise, que sigue cargando en brazos al niño que no le quita el ojo de
encima a Alejandro, cruza un gran salón, tan solemne como el edificio que lo
alberga, y abre una puerta corredera. Quienquiera que esté al otro lado, le da
permiso a Eloise, que se aparta y deja entrar a Alejandro, dedicándole una
sonrisa amarga cargada de tristeza y resignación.
Y entonces la ve, tumbada en la cama, con veinte kilos menos a como la
recordaba, los labios agrietados, la piel macilenta, y una mirada sin luz que
anuncia que la visita sin retorno al otro lado está cerca.
Y todos los a pesar de… se esfuman.
Porque todo en esta vida vuelve.
El bien que haces.
Y el mal. Especialmente, el mal.
Cuando Amaia le preguntó a María Luisa si iría al infierno, ella le
contestó que había muchos infiernos y no es necesario morir para visitarlos.
Tenía razón. Fue lo primero que a Amaia se le pasó por la cabeza cuando le
diagnosticaron tarde, demasiado tarde, un cáncer de mama con metástasis en
los huesos y en el hígado que, en las últimas semanas, ha viajado hasta su
cerebro.

Página 253
—Ven, Alejandro. Siéntate —le pide Amaia, dando una palmadita sobre
el colchón. Hasta su voz suena distinta. Débil, ronca, sin fuerza—. No sabía si
vendrías. Tenía mis dudas, pero…
—¿Cómo se llama?
Amaia sonríe y en su sonrisa se puede vislumbrar todo el amor que siente
hacia su hijo, todos los momentos vividos desde que salió de sus entrañas y lo
vio por primera vez.
—Alejandro. Como tú. Pero le llamamos Alex. El doce de marzo cumplió
cuatro años.
—Es…
—Es tu hijo. Por eso estás aquí. Por él. Para llevártelo contigo. Para
cuidarlo. Para ejercer de padre. Serás un padre genial, lo sé, os vais a querer
tanto… tanto… Porque yo me tengo que ir, Alejandro. No quiero dejar a mi
hijo, pero… —Amaia se detiene. Al dolor físico se le suma el del alma, y para
ese no hay sedantes—. Cuando dejé atrás Coaña y todo lo que había pasado y
volví a París, me enteré que estaba embarazada. En Madrid no tuvimos
mucho cuidado, ¿recuerdas? Me dediqué en cuerpo y alma a él. A nuestro
hijo. Por eso no morí con Mikel en el refugio. Por eso mi hermano, como si
intuyera que se estaba gestando una vida en mi interior, me dejó vivir.
—Pero sonaron dos disparos.
—Uno al aire. El otro… Mikel se mató. Se mató y no pude hacer nada por
salvarlo.
—Y luego escapaste. Eliminaste las pruebas. Te llevaste el coche de
Mikel y…
—Ya. Ya está. Después de que supieras todo lo que había hecho, lo mejor
era que creyeras que había muerto. Me avergonzaba demasiado que hubieras
visto quién era en realidad, esa versión fea y mala de mí que he estado
ocultando media vida. Ahora, todo el mal que hice… todas las vidas que
arrebaté… lo estoy pagando. Lo estoy pagando muy caro, como si estuviera
maldita, y perdóname por no haberte dicho nada sobre Alex… a quien no
podré ver crecer. ¿Hay mayor castigo que ese? Yo creo que no. No me
preocuparé cuando salga de fiesta y llegue tarde a casa, no lo veré estudiar
hasta las tantas hasta graduarse, echarse una novia, dos, tres…, casarse… no
seré abuela, no… No podré estar con él. Pero Mikel me perdonó. Me voy en
paz con el perdón de mi hermano. Y eso es todo. Al pasado hay que dejarlo
en paz. Al presente no hay que echarle nada en cara, el presente es sabio, y el
futuro… no hay que temerle, porque en el futuro están las respuestas. El
motivo de todo. Siempre, Alejandro, siempre y pase lo que pase, hay que

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mirar hacia delante. ¿Cuidarás de Alex? ¿Le querrás? Estarás… ¿Estarás a su
lado siempre como no podré estarlo yo? Por favor.
De todos los momentos que la imaginación de Alejandro había fabricado
desde que recibió el mensaje de Amaia, este era el más improbable. Alejandro
inspira hondo y, emocionado, lleva su mano a la de Amaia, ese primer (y
único) amor imposible de borrar.
Acaricia la piel áspera de su mano durante unos segundos. Recorre su
rostro como si intentara memorizarlo, pese a saber que en sus sueños seguirá
apareciendo la Amaia sana y vital de la que se enamoró. Contempla con una
pena inmensa sus pómulos exageradamente marcados, la piel, esa piel que
tantas veces acarició, está repleta de manchas y es tan fina, tanto, que da la
sensación de que los huesos la vayan a atravesar.
En realidad, la decisión ya está tomada desde que su mirada se ha cruzado
con la del pequeño. Pero Amaia necesita escuchar que:
—Cuidaré de Alex… de mi hijo. Lo protegeré con mi vida. Estaré
siempre con él. Siempre. Te lo juro.
—¿Me dejas despedirme de él?
—¿Qué? Hoy…
—No te preocupes, Alejandro. Está todo preparado, hasta os he reservado
una habitación de hotel por si decides quedarte unos días en París. Eloise sabe
lo que tiene que hacer, ella te ayudará con el papeleo. Alex tiene su maletita
preparada desde que te mandé el mensaje. Es hoy. Hoy empezáis una nueva
vida. Juntos. Tienes que saber que le encanta Spiderman. Todos los
superhéroes, en realidad. Y los unicornios, nunca le niegues un unicornio,
atesora una bonita colección. Le gusta la naturaleza. El campo. La lluvia.
Ponerse sus botas de agua y saltar sobre los charcos. Y las hamburguesas del
McDonald’s —ríe—. Ver las estrellas. Adora ver las estrellas… No se
duerme sin su mantita. Le tienes que contar un cuento cada noche, darle un
beso en la frente y dejar la puerta entreabierta antes de salir. Y, si quiere
dormir contigo, en tu cama, dile siempre que sí y abrázalo muy fuerte.
Aunque a veces es un poco caprichoso y terco, muy terco, el enfado le dura
poco. Es pura bondad. Como tú. Alex, afortunadamente, no es como yo, es
como tú…
—Pero, Amaia, tú…
—A mí me queda una semana. Dos, siendo muy optimista, aunque no se
sabe, podría quedarme una hora, y no quiero que Alex me recuerde así ni que
me vea morir. No quiero, Alejandro. Quiero que recuerde a la madre enérgica
y sana que jugaba con él, que le hacía cosquillas y le contaba cuentos por las

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noches… que tenga la imagen de la madre que no se sentaba en el banco del
parque a ver las horas pasar, sino que se columpiaba y se tiraba del tobogán
con él y hacía castillos de arena que luego otro niño le destrozaba de una
patada —le cuenta, riéndose al recordar algún instante íntimo entre Alex y
ella, hasta que un ataque de tos la asalta. Alejandro coge el vaso de agua que
hay en la mesita de noche y se lo tiende. Amaia bebe, carraspea y añade—:
No quiero que me recuerde así, muriéndome, apagándome día a día… Mi
cerebro no… ya no funciona bien y hoy puedo hablar con lucidez, pero
mañana… no sé cómo estaré mañana. El otro día le dije a Eloise que llamara
a mi madre, fíjate… Así que no sé cómo estaré en diez minutos. Llama a
Eloise. Que entren. Tengo que despedirme de mi pequeño.
—Amaia…
—Sin dramas. Sin dramas, Alejandro, por favor… Sé que esto es un shock
para ti, sí, es muy fuerte, pero… es lo que hay. Lo siento —murmura Amaia
con los ojos anegados en lágrimas.
Alejandro, impactado y sin poder desprenderse del temblor que lo sigue
sacudiendo de arriba abajo, sale de la habitación. Eloise y Alex lo esperan
sentados en el sofá del salón. El niño se acerca a él y le pregunta con
naturalidad:
—¿Tú eres mi papá? Mami habla de ti.
—Sí. Me llamo como tú, pero me llaman Alejandro.
—A mí Alex.
—Alex. ¿Te puedo dar un abrazo?
El niño duda, pero solo durante un breve instante. Le dedica a Alejandro
una sonrisa dulce y pilla, extiende sus bracitos y entierra la cabeza en el pecho
de su padre. Alejandro le revuelve el pelo cariñosamente y tiene una extraña
sensación de déjà vu, como si este simple gesto lo hubiera hecho antes. O
llevara haciéndolo toda la vida.
Amaia, desde la cama, los observa emocionada. Es uno de esos momentos
que se te graban y te llevas cuando las luces se apagan y se cierra el telón.
«Todo les irá bien —piensa—. Serán muy felices juntos. Así es como
tenía que ser».
—Alex, ¿nos despedimos de mamá? —sugiere Eloise mirando con
gravedad a Alejandro, que deduce que lo tenían todo muy bien planeado,
aunque es una despedida terrible porque, prácticamente, van a arrancar al niño
de los brazos protectores de su madre y de todo cuanto conoce y quiere.
—Ven con mamá —le pide Amaia a Alex con voz débil. El niño salta
sobre la cama y se abalanza encima de Amaia sin delicadeza alguna. En el

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rostro de Amaia se dibuja una mueca de dolor que disimula cuando su
pequeño la mira con ojos curiosos—. Hemos hablado mucho de este
momento, ¿verdad? Sabes que mamá no puede quedarse, que el cuerpo de
mamá está muy malito y pronto volaré hacia las estrellas. Peeeeero… seguiré
a tu lado. Cuidándote. Protegiéndote. Siempre. ¿Me dices dónde?
El niño ríe y se señala el pecho izquierdo, ahí donde late el corazón.
—Eso es. ¿Y dónde más?
—En las estrellas.
—Cuando veas una estrella parpadear, seré yo, mandándote una señal
desde el cielo para recordarte que te quiero mucho mucho mucho… hasta el
infinito y más allá.
—Te quiero, mami.
—Te quiero, mi amor. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Has…
siempre has sacado lo mejor de mí, Alex. Yo no creía que podía ser tan buena
hasta que llegaste tú.
Eloise aparta la mirada, el niño no puede verla llorar, lo sabe, pero…
cuánto cuesta reprimir las lágrimas en un momento como este. El nudo en la
garganta es tan fuerte que duele.
—Oye, vigila a tu padre, eh. Que se porte bien.
—Sí, mami.
—Él te quiere mucho. ¿A que os parecéis? Sois igual de guapos. Y vais a
estar superbién juntos, ya verás. Os lo pasaréis genial.
De repente, imprevisibles como suelen ser los niños, a Alex le empieza a
temblar el mentón y los ojos se le llenan de lágrimas. Amaia lo envuelve en
un cálido abrazo y con voz calmada le susurra al oído:
—No es malo llorar. No es malo… a mí también me da mucha pena
separarme de ti, Alex… mucha.
¿Cómo le cuentas a un niño de cuatro años que harías lo que fuera por
expulsar el maldito cáncer de tu cuerpo y quedarte con él toda la vida? ¿Cómo
le haces entender que a veces, mal que nos pese, el tiempo se escurre como
arena entre los dedos sin que nosotros, simples mortales, podamos evitarlo?

Media hora más tarde, Alejandro y Alex, la nueva doble A que a partir de
ahora será inseparable, recorren las imponentes calles de París cargando con
una maleta de Spiderman tan llena de sueños como de ausencias, mientras
Amaia contempla durante sus últimos minutos de vida los destellos del
atardecer cayendo con su pátina dorada sobre la Torre Eiffel.

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Nota de la autora

Contiene spoilers
Leer al finalizar el libro

Barcelona, 2 de mayo de 2023

R
¿ ecuerdas que en la Nota de Autora de 600 noches después te conté que
había dejado una novela a medias para subir a la azotea de Nueva York con
Eve y Aidan en la Noche de Fin de Año de 1999? Bueno, pues esta novela
que acabas de leer es la que dejé a medias y retomé con entusiasmo porque, a
medida que iba leyendo lo que tenía escrito sin tener aún muy claro el final,
me dije: «¿Por qué la abandoné pensando que no funcionaba?». Todos
tenemos ese momento de bloqueo, supongo, y cada historia tiene su momento
y el momento de esta llegó más de un año después de haberla empezado a
escribir, inspirada por la frase de Ana María Matute: Nunca hubiera podido
imaginar que una ausencia ocupara tanto espacio, mucho más que cualquier
presencia.
Hacía tanto que la había dejado atrás (más de un año), que la leí desde la
distancia y me enganchó. (Espero que a ti te haya pasado lo mismo). Además,
estaba bastante avanzada, así que, a medida que releía lo que había escrito en
enero de 2022, iba cambiando conversaciones y situaciones, sabiendo al fin
qué era lo que quería para el final. Un final que ni siquiera yo esperaba
cuando empecé a idear la trama, la verdad.
El caso es que volví a retomar Así es como empieza la ausencia a
principios de abril de 2023, cuando me había propuesto, tras años intensos
enlazando un proyecto con otro, tomarme un mes de descanso tras finalizar un
proyecto que me ha tenido liada (y muy entretenida) durante algo más de un
año. Total, que al empezar a leer esta historia, intuí que el descanso tendría
que esperar. Me enganché a Amaia, a Alejandro, a María Luisa, a Mikel, ese
personaje que está sin estar… y a todo lo que aún les quedaba por contar.

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Hasta hoy, que te escribo a ti. Y estoy feliz de haber aplazado el descanso y
estar escribiéndote esta nota. Feliz de haber vuelto a esta historia y haber
sabido cómo encauzarla, que no siempre es fácil y en algunas entrevistas
siempre he dicho que, la mayoría de autores, tenemos más novelas guardadas
en el cajón o sin terminar que publicadas, y, ojalá, si de verdad merecen la
pena como me pareció que esta lo merecía al darle una segunda oportunidad,
logremos retomarlas y que vean la luz.
Aclarar que me he tomado algunas licencias con fines narrativos. La
libertad más importante que me he tomado para esta ficción, es que en los
yacimientos Castro de Coaña no se puede entrar libremente como hacen
nuestros protagonistas, que entran y salen de los yacimientos históricos como
perro por su casa. No es real. En el enclave, que merece mucho la pena
visitar, realizan recorridos guiados dentro de un horario marcado, los grupos
tienen que hacer reserva, abre de miércoles a domingo de 10.30 a 16.30 y,
salvo los miércoles, que la entrada es gratuita, el resto de días hay que pagar
entrada. Toda la información está en la web del Ayuntamiento de Coaña.
Amaia, cuando visita a los hermanos Arruza en el capítulo 82, no ha
podido parar en un cajero a sacar dinero, porque en Coaña no hay. Sí hay en
pueblos cercanos como Navia, Boal, Ribadeo… pero recordemos que en esa
parte de la historia Amaia tiene el coche con las ruedas pinchadas.
El bar de Alejandro es ficticio, pero está inspirado en el bar Medal de
Coaña (desde 1960). Aunque las calles y algunas casas sí existen, y si buscas
la calle More en Google Maps verás la casa azul que me ha inspirado para que
sea la casa “de Mikel y Amaia”, todos y cada uno de los personajes, así como
los hechos, son ficticios. Cada personaje tiene su manera de ser, de hablar y
de pensar, y, como tal, no se corresponden conmigo ni con los vecinos de
Coaña, los de verdad, los que te encuentras por sus calles, te sonríen aunque
no te conozcan y te tratan con mucha amabilidad.
Dicho esto, muchísimas gracias, una vez más, por tu tiempo y tu lectura.
Mantén el final en secreto, por favor, y anímate a compartir tu opinión en
Amazon y/o en tus redes sociales. Me encantará saber qué te ha parecido.
Espero que hayas disfrutado de esta nueva historia y que nos volvamos a
encontrar, más pronto que tarde, en la siguiente.
Nos vemos en los libros.
Y en redes sociales.
Instagram & Twitter: @bylorenafranco
#AsíEsComoEmpiezaLaAusencia

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LORENA FRANCO (Barcelona, 1983) es modelo, actriz y escritora española.​
Ha actuado en más de 35 cortometrajes y 6 películas en España y en
populares series de televisión como El secreto de Puente Viejo y Gavilanes,
entre otras. Ha sido el rostro de diversas marcas publicitarias a nivel nacional
e internacional. También es conocida por sus videos musicales y series de
Internet. Compagina su carrera como actriz con la escritura, con once títulos
publicados.​ Sus libros han sido traducidos internacionalmente en varios
idiomas.

Página 260
Notas

Página 261
[1] Relájate. <<

Página 262
[2] Jaleo, alboroto. <<

Página 263
[3] Me he caído. <<

Página 264
[4] Mamá se va a morir. <<

Página 265

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