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MANUEL
ANEJOS DE REVISTA LUCENA
GIRALDO
DE LITERATURA y Siempre fue estrecha la relación entre viaje y escritura.
JUAN
Últimos títulos publicados La palabra, escrita o leída, rotura el mundo y lo abre tal y
PIMENTEL
como los ojos y el cuerpo del viajero hacen con su trayecto.
48.–RETÓRICAS ESPAÑOLAS DEL SIGLO XVI. EL MANUEL LUCENA GIRALDO y JUAN PIMENTEL (eds.) Los libros, qué duda cabe, suponen una extensión de la
FOCO DE VALENCIA, por Ángel Luis Luján, 336 págs. mirada y la experiencia, en cierto sentido, de la propia vida.
49.–LA CRÍTICA DRAMÁTICA EN ESPAÑA (1789- Y es tanta y tan poderosa la carga simbólica del viaje como
1833), por M.ª José Rodríguez Sánchez de León, 384 págs. correlato o trasunto de la misma existencia, así en la tradi-
50.–DISCURSO TEÓRICO Y PUESTA EN ESCENA ción occidental como en otras, que la dificultad no estriba
EN LOS AÑOS SESENTA: LOS CAMBIOS DEL REA- en comprobar la cercanía entre los tres verbos (vivir, viajar,
LISMO, por Óscar Cornago, 588 págs. leer) sino más bien en desentrañar dónde comienza una y
51.–POÉTICA Y PRAGMÁTICA DEL DISCURSO dónde termina otra.
LÍRICO. EL CANCIONERO PASTORIL DE LA GALA- Esta colección de diez estudios sobre literatura de viajes
TEA, por José Manuel Trabado Cabado, 616 págs. da cuenta de un género híbrido del que siempre bebieron la
52.–SISTEMA MUSICAL DE LA LENGUA CASTE-
LLANA, por Sinibaldo de Mas (edición de José Domínguez
DIEZ ESTUDIOS historia, la antropología, la geografía o la narrativa de fic-
ción. Su pujanza hoy día es incontestable.
Caparrós), 192 págs.
SOBRE LITERATURA Los libros de viajes acaparan cursos y estudios de distin-
ANEJOS DE REVISTA
DE LITERATURA
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DIEZ ESTUDIOS
SOBRE LITERATURA
DE VIAJES
© CSIC
© MANUEL LUCENA GIRALDO Y JUAN PIMENTEL
NIPO: 653-06-029-0
ISBN: 84-00-08437-3
Depósito Legal: M-37996-2006
Printed in Spain
Impreso en España
Fotocomposición e Impresión:
Elecé Industria Gráfica, S.L.
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ÍNDICE
1. INTRODUCCIÓN ....................................................................................................................................................................... 17
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PRÓLOGO
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EL VIAJE INMÓVIL
Marc Augé, École des Hautes Études en Sciences Sociales, París
Nunca se ha hablado tanto del viaje como hoy en día. Pero el viaje de los
unos no es el viaje de los otros y no se habla del uno o del otro en las mismas
secciones de los periódicos. Por un lado, hay diferentes formas de turismo:
estancias en los hoteles, circuitos organizados, caminatas mas o menos depor-
tivas, y también viajes de negocios u otros viajes profesionales que no parecen,
a menudo, tan diferentes de los viajes turísticos. Por otro, existen todos esos
inmensos movimientos de migración oficiales o clandestinos, que se efectúan
por razones económicas o políticas, siempre ligadas a la pobreza, la guerra o
la violencia. Sin embargo, esos dos fenómenos tienen puntos comunes. Por
ejemplo, los periodistas, cámaras o fotógrafos llegan hasta los países donde
se producen guerras civiles o catástrofes naturales y encuentran a sus habi-
tantes, a miembros de las organizaciones humanitarias y también a los turis-
tas. La simultaneidad de los dos fenómenos es impresionante, como lo es el
hecho de que si, por una parte, son totalmente diferentes (se podría decir que
a los turistas les gusta ir a los países de los que se van los emigrantes) por otra
todos dependen de las imágenes difundidas por los medios de comunicación
masivos. En este sentido, traducen la misma ilusión. Los turistas piensan que
van a encontrar otros lugares, otros paisajes e individuos. Los emigrantes pien-
san que van al encuentro de la felicidad y prosperidad. Los turistas ya han
visto los paisajes y monumentos que van a visitar sobre fotografías, en la tele-
visión, incluso en el recorrido virtual que ciertas agencias turísticas moder-
nas organizan para ellos, de tal manera que la realidad tiene que parecerse a
estas imágenes para no desilusionarlos. En cuanto a los emigrantes, que a veces
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han viajado con riesgo de su vida para escapar, se puede pensar que ellos
mismos estan fascinados, como si fueran mariposas, por una luz mentirosa y
peligrosa. La teleserie Dallas, hace unos años, fascinó a millones de especta-
dores en los países subdesarrollados, como si la opulencia ostentosa de sus per-
sonajes no suscitara furor y rabia, sino placer y esperanza.
Así, se podría hablar de un “viaje inmóvil”. Pero nos encontramos ante
una expresión polisémica. Su sentido mas evidente tiene que ver con el papel
que juegan las imágenes y además las reproducciones y simulacros en nues-
tra percepción del mundo. Parecen hacer inútiles los desplazamientos en el
espacio y condenarnos a la inmovilidad. En segundo término, tiene que ver
con el hecho que cada día nos es mas difícil salir de nosotros para ir hacia
los otros, incluso mediante la imaginación. En este sentido, viajar es difícil,
incluso de forma inmóvil, y puede ser que estemos condenados a una cierta
forma de soledad pasiva, a una inmovilidad sin viaje.
Conviene apuntar unas palabras a propósito de esta contradicción del via-
je inmóvil a la vez necesario e imposible, antes de preguntarnos si de una
manera u otra es posible hacerla desaparecer. Todos tenemos en la cabeza vis-
tas del mundo entero, esencialmente las que difunde la televisión. No se
piensa en todas las consecuencias de ello. Por ejemplo, un parisino sedenta-
rio tiene hoy una imagen mas precisa o mas fuerte de Los Angeles que de
Brest o Burdeos. Aquellos que viajan a otros países, por su parte, han acu-
mulado documentación, viajan no tanto para descubrir como para recono-
cer y, además, muchos pasan el tiempo de su viaje o estancia tomando fotos
o filmando para ver a su regreso una parte de todo lo que hubieran podido
contemplar si no hubieran tenido sus ojos detrás de la cámara. Sus viajes
empiezan cuando regresan, cuando de nuevo están inmóviles. Pero además
existen sustitutos para la gente que no puede o no quiere viajar. Disneylandia,
evidentemente, con su falsa pequeña ciudad americana y su falso Missis-
sippi, o los parques temáticos (centerparks) con sus falsos pueblos ingleses
y sus falsas playas tropicales en el corazón de los campos reales de Holan-
da, Alemania, Francia o España. Aquí las cosas se vuelven muy complica-
das. La ciudad de Las Vegas hoy en día es muy famosa en el mundo debido
tanto a sus réplicas de las ciudades de Europa como a sus juegos. Los ame-
ricanos y los europeos van allí, como a Orlando o a Miami, para encontrar
simulacros de lo que ya han visto en la realidad o a través de fotografías o
películas. También es el caso de los norteamericanos que van a Francia, pasan
un día en París y retornan a Disneylandia para encontrar su propio lugar o,
para decirlo mejor, este lugar que no es un lugar, ni el suyo, ni el lugar de
otros, sino el lugar de cualquiera, un no-lugar que recuerda a sus homólo-
gos de América, reflejo de un reflejo, simulacro de un simulacro.
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tar otros desafíos físicos o morales. Sin embargo las cosas, otra vez, vuelven
a ser muy relativas. Por un lado, podrían encontrar, sin salir de su país, todas
las técnicas del cuerpo o de la relación de sí mismo a sí mismo, como las
formas de meditación o de lucha deportiva orientales. Por otro, ciertas empre-
sas tienen programas de formación del cuerpo y de la energía mental de sus
empleados a través del viaje y del desafío físico. El sueño individual se disuel-
ve así por efecto de una ideología de la eficacia económica.
En realidad, lo que cambia hoy es la naturaleza de lo que se puede enten-
der por “encuentro o descubrimiento del otro” y “construcción o descubri-
miento de uno mismo”. Todos los ritos, en todas las sociedades del mundo,
tienen por finalidad el reforzamiento o la creación de una identidad, indivi-
dual o colectiva, y todos sugieren que depende del encuentro con los otros.
La identidad se construye por una negociación con diversas alteridades, los
ancestros, los compañeros de la misma edad, del otro sexo, los dioses, etc...
Por otro lado, los ritos, metafóricamente o no, tienen la forma de un viaje y
no es sorprendente que, recíprocamente, el viaje siempre tenga algo que
ver con un rito. Cada iniciación implica un rito de viaje (fuera de sí mis-
mos, hacia los otros) y cada viaje es en una cierta manera iniciático. El pro-
blema es que actualmente nos acercamos a una posibilidad efectiva, tecno-
lógica, de ubicuidad. Las imágenes y las noticias vienen hacia nosotros y el
cuerpo individual está cada día mas equipado con prótesis que le permiten
mañana y en cualquier lugar que se sitúe, comunicar sin desplazarse con cual-
quier cuerpo del mismo tipo en el mundo. Los últimos teléfonos móviles
van a darnos esa posibilidad definitiva.
Estaremos pues inmóviles y puede ser que no podamos viajar más. Es
el punto importante. No es una casualidad que la metáfora del viaje a menu-
do se relacione hoy con la actividad cibernética. La gente, se dice, navega
en Internet. El énfasis que se pone así sobre la idea de movilidad traduce
una forma de malestar cuya naturaleza se puede entender mejor si intentamos
relacionarla con los términos del encuentro con el otro y de construcción
de uno mismo ligados a la idea del viaje. Las tecnologías de la comunica-
ción pretenden que los sujetos individuales existan independientemente del
acto que los relaciona entre sí, de modo que intercambien informaciones
sin transformarse. En este sentido, la comunicación es lo contrario del via-
je, porque este, el viaje, implica la construcción de uno mismo a través del
encuentro con el otro y aquella, en cambio, presupone lo que el viaje inten-
ta crear: sujetos individuales bien constituidos. El homo communicans no
se pregunta quién es, enuncia lo que sabe e intenta aprender lo que no sabe;
el viajero ideal intenta existir, formarse y nunca sabrá quién o qué es en
realidad. La práctica turística actual, en este sentido, no tiene mucho que
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ver con el viaje, sino con la comunicación. Esta es, en fin, lo contrario del
viaje... pero también lo contrario de la lectura, la última modalidad de viaje
inmóvil que propone a la imaginación individual un espacio de libertad. La
lectura es un encuentro con una voz, con un autor que sirve como guión sobre
senderos no conocidos. Encuentro también con los que el autor crea o des-
cribe, personajes de ficción o reales, del presente o del pasado, siempre vis-
tos con una mirada particular que hace de ellos, en todo caso, seres únicos.
Lo mismo se podría decir de los lugares que han encontrado e imaginado
los autores. La Oceanía de Melville, la Touraine de Balzac, la Irlanda de Pie-
rre Lotti o el Berlín de Kleist pertenecen a sus autores. Pero la lectura tam-
bién es creación, cualquier lector crea su propia imagen de los paisajes o per-
sonajes cuya descripción o evocación lee. Por eso la lectura es un viaje, un
viaje inmóvil, como la visión de un chamán indio, que contiene un encuen-
tro del imaginario individual y el colectivo. La transformación de aquello que
se lee o se sueña se produce después de un encuentro con los otros, reales o
imaginarios. El viaje, pues, podría ser definido como la categoría unifica-
dora que comprende todas las formas de rituales, de experiencias ligadas al
espacio que permiten transformarse encontrando a los otros.
Es muy importante para el hombre no olvidarse de viajar. El hombre, para
retomar la definición de Cassirer, es un animal simbólico. Su relación con
los otros forma parte de su propia definición. Todos los mitos de creación
necesitan dos seres humanos para empezar a escribir la historia de la huma-
nidad, Adán y Eva, los gemelos dogon, etc. La actividad ritual recuerda esta
contradicción. La necesidad de la relación incluye la necesidad de la distin-
ción de los sexos, que no es sino su ilustración mas evidente y, debido a la
prohibición del incesto, produce las formas individuales del viaje hacia los
otros, pacíficas o no, como las formas elementales del intercambio matrimo-
nial. Y si el hombre es un animal simbólico, la hipótesis de un mundo de
millones de individuos totalmente aislados, totalmente solitarios, a pesar de
que intercambian informaciones, no es concebible, significaría la desapari-
ción tanto del individuo como de la sociedad. Por eso, ahora que millones
de individuos se desplazan en el mundo sin verse, es urgente redefinir el
viaje como una necesidad ritual que crea relaciones, es decir, identidades indi-
viduales y a la vez colectivas. Hay que aprender o reaprender a viajar cerca
de uno mismo y hacia el otro próximo y cercano, sabiendo que cualquier
encuentro es potencialmente poético, en el sentido etimológico, hace y crea
relación e identidad. Tenemos que viajar hacia aquellos que están cerca de
nosotros en el espacio, pero que no conocemos porque viven en las perife-
rias, pertenecen a otras clases o hablan otras lenguas. Sólo así tendremos una
oportunidad de viajar al encuentro de nosotros mismos.
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INTRODUCCIÓN
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José Gaos, Historia de nuestra idea del mundo, México, FCE, 1973, pp. 139 y ss.
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2
Walter Benjamín, Poesía y Capitalismo. Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1998, pp. 74 y ss.
3
Piero Boitani, La sombra de Ulises. Imágenes de un mito en la literatura occidental, Madrid,
Península, 2001.
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4 Sobre viajes en la Edad Media hay que mencionar la compilación de Rafael Beltrán (ed.), Mara-
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llo, el mismo cuerpo que es rey vestido y salvaje desnudo, la eterna concordan-
cia de la vida consigo misma, el estancamiento de todo lo que, vivo sólo por mover-
se, está pasando (...) ¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy de día en día, como
de estación en estación, en el tren de mi cuerpo, o de mi destino, asomado a las
calles y a las plazas, a los gestos y a los rostros, siempre iguales y siempre dife-
rentes como, al final, lo son todos los paisajes. Si imagino, veo. ¿Qué más hago
si viajo? Sólo la debilidad extrema de la imaginación justifica que haya que
desplazarse para sentir”5.
Pero así entendido y bien mirado, quizás el viaje no ha hecho más que
colonizar otras regiones, desconocidas para el hombre moderno antes de avis-
tar lo inconsciente y lo subreal, los dos grandes continentes que no aflora-
ron hasta el siglo XX. Con todo, ha permanecido intacto su poder metafóri-
co. Incluso ha ido adquiriendo otros significados, nuevos y distintos, fruto
de la expansión de las débiles máquinas de conocer, sentir e imaginar que
fueron siempre el cuerpo y la mente. Porque al fin nunca será el hombre lo
suficientemente universal como para desdeñar la experiencia de lo ajeno, ni
tampoco jamás la tierra se volverá tan idéntica como para no desear rodear-
la. Como para no tratar de volver a mirarla de nuevo, aunque sea con otros
ojos, con otra mirada que descubra nuevos paisajes y nuevos hombres, for-
jadores de otros encuentros6.
Desde tiempos remotos, la literatura de viajes ha dado cuenta de estas y
otras cuestiones. La colección de ensayos que aquí presentamos recoge algu-
nas de ellas; lejos de pretensiones exhaustivas, la propia naturaleza de un
género tentativo y exploratorio como éste nos ha alejado de cualquier volun-
tad o pretensión sistemática. Queríamos, simplemente, reflejar algunos de
los aspectos y problemas más visibles de una narrativa prominente en nues-
tra tradición y que hoy goza, nuevamente, de un gran eco en librerías y edi-
toriales, de la mano de autores que han empujado el género más allá de sus
propios límites7. Hemos agrupado los textos en tres secciones. La primera,
“Formas del Relato”, reúne preocupaciones sobre la narrativa de viajes y su
tipología. Género impuro, híbrido mismo donde se conjuga lo documental
y lo subjetivo, la dificultosa definición de la literatura de viajes no la hace
menos interesante. Más bien al contrario, forma parte de su naturaleza mix-
ta, fruto del doble aliento histórico y poético que dirige la voluntad del hom-
bre por conocer el mundo y representarlo. Axel Gasquet arranca desde el Poe-
ma de Gilgamesh para explorar la rica y antiquísima simbología del despla-
5 Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, Barcelona, Seix Barral, 1997, pp. 280-281.
6 Marc Augé, El viaje imposible. El turismo y sus imágenes, Barcelona, Gedisa, 1998, p. 15.
7 James Duncan y Derek Gregory, “Introduction”, Writes of Passage. Reading Travel Writing, Lon-
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el juego de una mirada que resulta de una doble alteridad: España desde
Inglaterra y desde la mujer, una escritura femenina de un país igualmente
objetivado, estetizado y pasivizado.
La segunda sección, “Visiones coloniales”, reúne otros cuatro estudios
cuyo denominador común es el mundo ultramarino, un dominio inevitable
a la hora de hablar de literatura de viajes hasta el punto de que podría decir-
se que el género es la narrativa propia de dicha experiencia histórica. Si ha
habido una escritura en la que ha quedado depositada la mirada de Occiden-
te sobre el mundo, su manera de describirlo y apropiarse de él, esa es obvia-
mente la literatura de viajes. En este sentido, no había que acudir muy lejos
para estudiar casos ampliamente representativos. América y el Norte de Áfri-
ca, escenarios de la expansión occidental donde la participación hispana
no es exclusiva pero sí destacadísima, ofrecían ejemplos suficientes para
ilustrar esta sección. Alfredo Moreno realiza una pormenorizada descrip-
ción de las condiciones materiales en que se desarrolló la Carrera de Indias
en la temprana Edad Moderna. Quien no las conozca, podrá saber cómo y
cuánto tardaba el viaje, las penosas circunstancias de la jornada de marinos,
pasajeros y polizones, la magia de un porvenir incierto y necesario. El
hacinamiento y la enfermedad eran los compañeros habituales de una derro-
ta siempre amenazada por males mayores: el asalto de los corsarios, una tem-
pestad, el naufragio. A continuación, Manuel Lucena Giraldo indaga en
una figura mayor en lo que se refiere a viajes y escritura colonial. Desde dis-
tintos ópticas, Alejandro de Humboldt ha sido señalado como forjador indis-
cutible de fórmulas perdurables de representar el territorio y la naturaleza
del Nuevo Mundo, alguien que no sólo elevó la geografía a un estatuto cien-
tífico inédito, sino que también dibujó algunas señas de identidad de las
inmediatas naciones criollas. Así, se ahonda en las estrategias narrativas
del prusiano para fabricar la tropicalidad americana, una categoría estética
y científica cargada de implicaciones políticas por cuanto presenta el pai-
saje bajo la retórica colonial del espacio virgen y deshumanizado, un terri-
torio abierto al futuro, cargado de promesas.
La relación entre posesión y producción de conocimiento también es
tratada por Fernando Rodríguez Mediano. Su ensayo estudia la visión colo-
nial española en Marruecos y la conecta con el orientalismo acuñado por
Edward Said. Analiza primero diferentes testimonios de la segunda mitad del
siglo XIX, procedentes de la mirada de escritores, geógrafos, diplomáticos
y algún que otro aventurero, para después detenerse en la obra de Aurora Ber-
trana, la catalana armada con una Kodak y una pluma que en los años trein-
ta del siglo XX quiso retratar el “alma musulmana” y la “heroica resisten-
cia de Oriente contra Occidente”. No es casual que su trabajo comience y
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ce Chatwin como los dos autores que revitalizaron el género. Ambos supie-
ron jugar de nuevo con la ambigüedad de lo real y lo imaginario. Al sugerir
la extrañeza de lo uno y la mundanidad de lo segundo, supieron conectar
con nuestra sensibilidad, abriendo así nuevas regiones a una escritura que
nunca dejó de acompañarnos.
No sería justo terminar sin agradecer su ayuda y apoyo a todos aquellos
que colaboraron con nosotros: José Manuel Prieto Bernabé, Carlos Martínez
Shaw, Marina Alfonso Mola, Rafael Valladares, Carlos García Romeral, Cla-
ra López Beltrán, Manuela Marín, Pedro Páramo, Amalia Montes, Inés Giral-
do Gómez, José Checa, Luis Alburquerque y Luis Carandell, que desgra-
ciadamente no está ya entre nosotros. Marc Augé escribió el prólogo; sus
enseñanzas son las que cabía esperar de un viajero aventajado.
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Él fue quien vio el fondo de todas las cosas, conoció todos los países del mundo.
todo lo supo, todo lo enseñó (…),
penetró los misterios, supo el secreto de cuanto estaba oculto,
reveló cuanto hubo en los días pasados, antes del Diluvio.
Su vida fue un largo viaje, aprendió sufriendo
y, volviendo de lejanos trabajos, sobre una estela grabó todas sus proezas.
Cantar de Gilgamesh
(*) Tomamos este título de la célebre novela de Paul Bowles, The sheltering sky (1949).
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1
Giovanni Gasparini, Sociologia degli interstizi, Viaggio, attesa, silenzio, sorpresa, dono, Milán,
Bruno Mondadori, 1998.
2
Existe un manual que da cuenta de todos los lugares imaginarios de la literatura universal: Cf.
Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, Dictionnaire des lieux imaginaires, Arles/Montréal, Actes
Sud/Leméac, 1998.
3
Mircea Elíade, El mito del eterno retorno, Buenos Aires, Emecé, 1952.
4 Jean Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte, Caracas, Monte Ávila, 1980.
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5
Poema de Gilgamesh, edición de Federico Lara Peinado, Madrid, Tecnos, 1997, p. 5; Cantar
de Gilgamesh, edición de Gastón Blanco, Buenos Aires, Galerna, 1977, p. 27: “Dos tercios de su
cuerpo son de dios y el tercer tercio de hombre”.
6
Paul de Man, “Autobiography as Defacement”, en The Rhetoric of Romanticism, Nueva York,
Columbia University Press, 1984, pp. 67-81; Paul de Man, Allegories of Reading, USA, Yale Univer-
sity Press, 1979. [Edición castellana: Barcelona, Lumen, 1990].
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7
Homero, Odyssée, Edición de Philippe Brunet, París, Gallimard, 1999, XV, p. 284.
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a) Destierro y/o exilio: condena divina que recae sobre un individuo, héroe
de estirpe humana que se eleva a un destino sobrehumano, como lo vimos
con Gilgamesh y Ulises. Sobre este modelo –y el siguiente– se funda la estruc-
tura prosopopéyica o épica.
b) Éxodo: la expulsión del Edén, el éxodo de Babel. Jehová castiga a los
hombres quitándoles su lengua originaria, el idioma único e indivisible, y los
condena a la incomunicación de la diversidad lingüística. Es el éxodo de
los hebreos y su penosa travesía de Egipto. La literatura de Virgilio retoma
8 Jacques Meunier, «Paris-Dakar», in Le monocle de Joseph Conrad, París, Payot, 1992, pp. 116-120.
9 Victor Segalen, «Essai sur l’exotisme», en Œuvres Complètes, París, Laffont, 1995, p. 775.
10 Fernando Cristóvão establece una tipología temática diferente a la nuestra, pero igualmente
válida; determina cinco rubros: los viajes de peregrinación, los viaje comerciales, los viajes de
expansión (donde incluye la expansión política, religiosa y científica), el viaje erudito, de formación
y servicio, y por último el viaje imaginario. Cf. Fernando Cristóvão, “Para una teoria da Literatura
de Viagems”, en Fernando Cristóvão (coord.),Condicionantes culturais da literatura de viagems,
Lisboa, Cosmos/Universidade de Lisboa, 1999, pp. 37-52.
36
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11
Vigilio, Énéide, París, Gallimard, 1991, II, 725-755.
12
Ibidem, II, 756-788.
13 Ibidem, II, 789-804.
14
En La Eneida Virgilio describe con detalle el suplicio ejemplar de los prisioneros: “Llegaban
incluso a atarlos vivos junto a los muertos, mano con mano, boca con boca, y estos suplicados de
nuevo tipo, chorreando de sanies y sangre descompuesta en ese miserable acoplamiento, morían len-
tamente” (VIII, 485-489).
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15
Claude Levi-Strauss, Les structures élémentaires de la parenté, París, Ecole des Hautes Etu-
des en Sciences Sociales, 1967.
16
Para un estudio detallado de la suerte de los prisioneros en la antigüedad helénica, ver: André
Bernand, Guerre et violence dans la Grèce antique, París, Hachette, 1999; Pierre Ducrey, Guerre et
guerriers dans la Grèce antique, París, Hachette, 1999; e Yvon Garlan, Les esclaves en Grèce ancien-
ne, París, La Découverte, 1995.
17
Cristina Iglesia y Julio Schvartzman, Cautivas y Misioneros. Mitos blancos de la conquista,
Buenos Aires, Catálogos Editora, 1987, pp. 79-82.
18
Mary Louise Pratt, Ojos Imperiales, literatura de viajes y transculturación, Quilmes, Univer-
sidad Nacional de Quilmes, 1997, p. 321.
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19 Eric Leed, Per mare e per terra. Viaggi, missioni, spedizioni alla scoperta del mondo, Bolo-
nia, Il Mulino, 1996, pp. 79-80.
20 Ibidem, capítulos V y VI, pp. 99-192.
21 Ibidem, capítulo VII, pp. 193-223. El autor expresa sus dudas diciendo que, “si bien parece
claro que las culturas entran en contacto y se transforman por medio del intercambio de cosas, es
difícil comprender el modo en que esto ocurre (…) El silencio de las cosas involucra a aquellos que
viven de transportarlas, de su representación y su intercambio”. pp. 193-194.
22.Fernando Cristóvão, op. cit., p. 42.
23 James Dauphiné, “Dante et l’Odyssée: forme et signification”, en Edouard Gaède (éd.), Trois
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24
Mary Louise Pratt, op. cit., p. 237.
25
Axel Gasquet, “De la ‘Mirada Imperial’ a la errancia moderna”, Quimera Nº176, Barcelona,
enero 1999, pp. 22-28.
26
Fernando Cristóvão reconoce que durante el Siglo de la Luces “la literatura de viajes absorbió
e incorporó en sus textos otras tradiciones culturales, sobre todo aquellas afines, como la historio-
grafía, astronomía, geografía, cartografía, así como diversas artes, especialmente la arquitectura, la
numismática y la museología. No bastaban las descripciones de rutas ni los paisajes exóticos o sus
tipos humanos, usos y costumbres desconocidos, ni era suficiente la narrativa de acciones aventure-
ras o trágicas. Los lectores querían más, exigían ver, querían la representación de estos itinerarios, la
reconstrucción geográfica de los países, los rasgos de los monumentos, querían poseer ideas exactas
sobre los animales y las plantas que desconocían”. Cf. Fernando Cristóvão, op.cit., pp. 32-33.
27
Friedich Wolfzettel, Le discours du voyageur. Le récit de voyage en France, du Moyen Age au
XVIIIe siècle, París, PUF, 1996, pp. 277-286.
40
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41
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“Es característica común a los investigadores que retornan, mientras van dan-
do traspiés por su propia cultura con la torpeza de los astronautas recién llega-
dos del espacio, sentirse incondicionalmente agradecidos de ser occidentales,
de vivir en una cultura que de repente parece muy valiosa y vulnerable; yo no
era la excepción” 31.
31
Nigel Barley, El antropólogo inocente, Barcelona, Anagrama, 1989, p. 233.
32
Jacques Meunier, Petit précis d’exotisme, citado por Michel Le Bris, “Ecrivain-voyageur?”,
Magazine Littéraire, Nº 353, abril 1997, pp. 24-28.
33 Eric Leed, Per mare e per terra, op. cit., p. 290.
42
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34
Roberto Bazlen, Note senza testo, Milán, Adelphi, 1984, p. 184.
43
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44
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3.1. La partida
35
Giorgio Colli, El nacimiento de la filosofía, Barcelona, Tusquets, 1977, p. 29.
36
Giovanni Gasparini, op. cit., p. 34.
37 Eric Leed, La mente del viaggiatore, Bolonia, Il Mulino,1992, p. 46.
45
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46
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38
Giovanni Gasparini, op. cit., p. 9.
39
Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 48.
40 Chrétien de Troyes, “Ivain le chevalier au lien”, en Romans de la table ronde, París, Galli-
mard, 1975.
47
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te que del Oriente, y esto se lo debemos a las diferentes técnicas occidentales de representación que
hacen el Oriente visible, claro, y que hacen que esté ‘ahí’ en los discursos que se pronuncian sobre
él. Estas representaciones se apoyan para este cometido en instituciones, tradiciones, convenciones,
códigos de inteligibilidad, y no en un Oriente lejano y amorfo”. Cf. Edward Saïd, L’Orientalisme,
l’Orient crée par l’Occident, París, Seuil, 1980, p. 35.
48
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mo; que quede bien entendido que con ello sólo me refiero a algo único pero
inmenso: el sentimiento que tenemos de lo Diverso”44. Esto afirmaba Sega-
len en 1908, cuando la política colonial europea arreciaba en Asia y África.
Segalen es, junto con Joseph Conrad, uno de los escasos escritores que ela-
boran una crítica de la literatura de viajes colonial y eurocéntrica.
Sin embargo, la partida en su aspecto íntimo representa para el viajero no
sólo la angustia de la separación de una matriz social bien determinada (con
todas sus consecuencias psíquicas, intelectuales, sociales o culturales), sino
la promesa de integración en otra matriz diferente. La identidad del viajero,
fuera del contexto de reconocimiento originario, es ambigua y tenderá a reto-
talizarse en una sociedad de “llegada” –que asimismo puede ser transito-
ria–. El viaje en sí es una especie de alienación temporal que siempre pro-
curará resolverse entrando en el juego de una nueva reterritorialización. El
deseo de fuga o evasión del viaje moderno conlleva en su seno una suerte
de paraíso utópico, definido a la medida de cada viajero, y en el que se
depositan las aspiraciones contrarias de la sociedad de la que se huye; este
paraíso terrenal tiene a menudo una estructura tan estable como la matriz
de origen. El viajero sólo usufructúa del hecho de sentirse ajeno a ese nue-
vo mundo social que lo adopta sin que él se sienta verdaderamente partíci-
pe. ¿Cuál era el grado de integración de Gauguin en las islas Marquesas?
Imposible de determinar. Pero seguro que sus dificultades y sus ventajas ema-
naban del mismo hecho: su procedencia de una cultura exógena. Sabemos
que la alienación producto de la separación fue experimentada históricamen-
te con fines terapéuticos, de afirmación identitaria, de purificación, de sufri-
miento u objetivación. En cualquiera de estos casos el viajero se convierte en
una individualidad autónoma y flotante, al margen de los valores que lo defi-
nen, e incluso lejos y ajeno respecto a aquellos otros valores que observa.
Esta alienación social del viajero implica con su extrema fragilidad un pri-
mer aspecto positivo: el viajero gana en lucidez lo que pierde en inserción.
Ese estar por fuera de todas las cosas y de las sociedades que atraviesa es
fuente de lucidez: el viajero observa con distancia y exterioridad la socie-
dad de la que proviene, y mira del mismo modo las sociedades por las que
atraviesa. Sin embargo, poseer un mayor grado de lucidez no debe ser inter-
pretado como poseer “la verdad”. Goethe, cuando viajaba por el norte de Ita-
lia, advirtió por su propia experiencia la existencia de dos verdades, la del
viajero y la del indígena, observando que ambas sólo coincidían excepcio-
nalmente45. De la confrontación entre estas dos verdades resulta un nuevo
44
Victor Segalen, op. cit., p. 765.
45
Johann W. Goethe, Viaggio in Italia, Florencia, Sanzoni, 1963, p. 458.
49
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46
Para un estudio detallado del viaje romántico anglosajón: Christian La Cassagnère (éd.), Le
voyage romantique et ses réécritures, Clermont-Ferrand, Université Blaise Pascal, 1987.
47 Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 68.
48 Michel Leiris, L’Afrique fantôme, París, Gallimard, coll. NRF, 1981, p. 3.
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3.2. El tránsito
51
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49
Eric Leed, La mente…, op. cit., pp. 277-278.
50
Strabon [Estrabón], Géographie, edición bilingüe greco-francesa, París, Les Belles Lettres,
1981, vol. V. Estrabón (c. 63 a.c.– 24 d.c.), geógrafo e historiador griego. Nacido en Amaseia (Ama-
sia, en el Ponto, en la actual Turquía), viajó por el Nilo en una expedición dirigida por Aelio Gallo, pre-
fecto romano de Egipto. Pasó muchos años en Roma. Se sabe poco de su vida, pero afirmaba haber
viajado desde Armenia en Oriente, a Cerdeña en Occidente, y desde el Ponto Euxino (mar Negro) en
el Norte hasta las fronteras de Etiopía al Sur. Sólo se conservan algunos fragmentos de su trabajo
histórico, en 43 libros, complemento de la historia del griego Polibio. Su Geografía, una descripción
detallada del mundo, en 17 libros, tal como se conoció en la antigüedad, se conserva casi por com-
pleto; tiene un gran valor, sobre todo por sus extensas observaciones respecto de las relaciones entre
el mundo natural y los hombres que lo habitaban.
51
Una relectura de la historia norteamericana bajo la óptica del espíritu de frontera fue realiza-
da por J. Truslow Adams (The Epic of America, The United States, 1830-1850) y por Frederic Jack-
son Turner (The Frontier in the American History). Para la Argentina, ver Homero Guglielmini,
Fronteras de la literatura argentina, Buenos Aires, Eudeba, 1972.
52
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52Paul Theroux, “Strange on a Train: The Pleasures of Railways” (1976), en Sunrise with Sea-
monsters, Boston, Houghton Mifflin Company, 1986, pp. 127-130.
53
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53
Gasparini, op. cit., pp. 9 y 31.
54 Michel Maffesoli, Du nomadisme: vagabondages initiatiques, París, Librairie Générale françai-
1976, vol. I.
56 Charles Darwin, The Autobiography of Charles Darwin, New York, Norton, 1958, p. 79.
54
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57 Georg Simmel, “Excursus sur l’étranger”, in Sociologie. Études sur les formes de la sociali-
55
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58
Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 89.
59
Antonello Gerbi, La natura delle Indie Nove. Da Cristoforo Colombo a Gonzalo F. de Oviedo,
Milán, Ricordi, 1975, p. 24. [Edición castellana: México, Fondo de Cultura Económica, 1982.]
60 Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 95.
56
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3.3. La llegada
57
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dar que La Odisea formaba parte de una serie de relatos denominados Nos-
toi (retornos), que debían describir el regreso de los heroicos combatientes
de la campaña de Troya:
58
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63
Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 125.
64
Poema de Gilgamesh, edición de Lara Peinado, op. cit., tablilla II, pp. 29-30.
65 Rachid Amirou, Imaginaire touristique et sociabilités du voyage, París, PUF, col. Le sociolo-
59
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66 Arnold Van Gennep, Les rites de Passage, Étude systématique des rites, París, Éditions Picard,
1991, y Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures, Nueva York, Basic Books, 1973.
67 Charles Darwin, Viaje de un naturalista alrededor del mundo, Madrid, Akal, 1983, vol. II,
cap. XXI.
60
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Hemos señalado más arriba que, según Levi-Strauss, las mujeres son obje-
to de intercambio entre los hombres y constituyen, a este fin, una suerte de pre-
ciado botín de guerra con la ocasión de los saqueos, invasiones, etc. Por ejem-
plo, en la campaña que lleva a Alejandro Magno del Mar Negro hasta el Nilo,
Diodoro describe el extenuante sitio de Tiro, que duró desde enero a agosto
del 332 a.c.: “Excepto algunos pocos, fueron todos masacrados empuñando las
armas. Eran más de siete mil. El rey redujo y esclavizó a las mujeres y los
niños”71. Estrabón menciona hasta el hartazgo numerosos actos de piratería
en los que las mujeres son parte del botín. Homero narra en forma reiterada
las exacciones de los compañeros de aventura de Ulises en Egipto, especial-
mente en el canto XIV (252-258, 285-286) de La Odisea. Las mujeres son obje-
to de intercambios varios que establecen el vínculo entre los hombres.
61
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son du père”, en Le récit de voyage. Aux frontières du littéraire, Montreal, Triptyque, 1997, pp. 177-207.
62
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76 André
Bernand, op. cit., pp. 41 y 44. Y prosigue el autor en la página 45: “los hombres hablaban
a su madre o su mujer como lo hizo Telémaco enviando a su madre a realizar trabajos domésticos”.
76 Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 116.
77 Cantar de Gilgamesh, edición de Lara Peinado, op. cit., pp. 13-15.
63
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5. EPÍLOGO, ALEGATO
Hoy día ya no hay más geografía que explorar, ningún lago o montaña
que descubrir, ningún río que bautizar. ¿Cómo seguir escribiendo literatura
78
Nicolas Bouvier, L’usage du monde, París, Payot, 1992, p. 104.
64
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BIBLIOGRAFÍA
79
Michel Le Bris, op. cit., pp. 121-122.
80 Alberto
Manguel, Une histoire de la lecture, Arles, Actes Sud, 1998, p. 185.
65
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Age au XVIIIe siècle, Paris, PUF, col. Perspectives littéraires, 1996.
66
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1 Está ausente esta entrada de diccionarios tan conocidos como el de M. H. Abrams, A glossary
of Literary terms, New York, Holt, Rinehart and Winston, Inc., 19713; o el más conocido, entre noso-
tros, de ámbito hispánico de Fernando Lázaro Carreter, Diccionario de términos filológicos, Madrid,
Gredos, 19683. (Apud Antonio Regales Serna, “Para una crítica de la categoría «literatura de via-
jes»”, Castilla, Universidad de Valladolid, 5, 1983, pp. 63-85).
2 Demetrio Estébanez Calderón, Diccionario de términos literarios, Madrid, Alianza, 1996, pp.
1078-1079.
67
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3
Ana María Platas Tasende, Diccionario de términos literarios, Madrid, Espasa Calpe, 2000, p. 889.
68
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4
No sólo se escribía abundante literatura de viajes en esta época, sino que los libros de viajes medie-
vales tuvieron una presencia intensa durante los siglos XVI y XVII. Vid. Barry Taylor, “Los Libros de
Viajes en la Edad Media Hispánica: Bibliografía y Recepción”, en Actas do IV Congresso da Associação
Hispânica de Literatura Medieval (1991), vol. I, Lisboa, Cosmos, 1993, pp. 57-70. Sobre los relatos
de viaje durante los siglos XVI y XVII se puede consultar también mi artículo “Consideraciones acer-
ca del género «relato de viajes» en la literatura del Siglo de Oro”, en Carlos Mata y Miguel Zugasti
(eds.), El Siglo de Oro en el nuevo milenio, Pamplona, Eunsa, 2005, tomo I, pp. 129-141.
69
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5
Sofía Carrizo Rueda en su libro Poética del relato de viajes (Kassel, Edition Reichenberger, Pro-
blemata literaria 37, 1997, p. 2), se refiere a la constitución bifronte de estos textos.
6 Sobre la posibilidad de estos discursos ambiguos, véase Miguel Ángel Garrido Gallardo, “Prag-
mática literaria: las columnas de Francisco Umbral”, en La Musa de la Retórica. Problemas y méto-
dos de la ciencia de la literatura, Madrid, CSIC, 1994, pp. 214-229.
70
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“En este libro no aparecerán demasiados datos, porque este libro no es una tesis
doctoral, sino más bien todo lo contrario, pero a los pocos que figuran en él, el vaga-
bundo procurará darles una mínima garantía de validez, y, si en alguno se equivo-
ca, será bien a su pesar. Los datos se olvidan con facilidad y, además, están apun-
tados en multitud de libros. Lo que el vagabundo imagina que podrá valer de algo
al caminante de Castilla la Vieja que le haga la merced de llevar este libro en la male-
ta –o al sedentario lector que prefiera la Castilla la Vieja desde su butaca, al lado
de la chimenea- es que se le sirva, en vez del dato, el color: en lugar de la cita, el
sabor, y a cambio de la ficha, el olor del país: de su cielo, de su tierra, de sus hom-
bres y sus mujeres, de su cocina, de su bodega, de sus costumbres, de su historia,
incluso de sus manías. En todo caso, el dato, la cita y la ficha, cuando aparezcan,
estarán siempre al servicio del impreciso y tumultuoso “aire” de Castilla”7.
7 Camilo José Cela, Judíos, moros y cristianos, Barcelona, Destinolibro, 19894, p. 14. Sobre
este libro de Camilo José Cela en relación con los ‘relatos de viaje’ puede verse Luis Alburquerque,
«A propósito de Judíos, moros y cristianos»: el género ‘relato de viajes’ en Camilo José Cela, Revis-
ta de Literatura, LXVI, nº132, 2004, pp. 503-523.
8 La distinción entre “literatura de viajes” y “libros de viajes” es mantenida también por Villar
Dégano, aunque con fines distintos, pues considera los segundos como paraliteratura. El hecho de
no encajar dentro de los géneros tradicionales debido a su carácter peculiar y fronterizo no implica, a
nuestro modo de ver, que se haya de considerar dentro del sistema paraliterario. Cfr. Juan Felipe
Villar Dégano, “Paraliteratura y libros de viajes”, Compás de Letras, 7, Madrid, Servicio de publica-
ciones de la UCM, 1995, pp. 15-32.
71
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9 Algunas, ponderan la importancia que tuvieron estos libros en la Edad Media, pero incluso esta
afirmación no se corresponde con el insuficiente espacio que se les dedica en el conjunto de las obras
de esta época: “No nos cabe la menor duda acerca del atractivo que las narraciones de esta índole
ejercieron sobre el público español [...]. El impulso que motivó tales obras y su demanda por parte del
público se prolongaron, pues, hasta el período del descubrimiento y conquista de América”. (Alan D.
Deyermond, Historia de la literatura española. La Edad Media, Barcelona, Ariel, 1991, pp. 277-278).
Otros manuales más recientes se hacen eco del interés suscitado por estos libros. Albergan más infor-
mación y acogen las propuestas de su revitalización como género específico: “un género que traspasa
las fronteras del medievo para instalarse en productos textuales que desde el siglo XVI llegan hasta la
novela actual” (Fernando Gómez Redondo, Historia de la prosa medieval castellana. II. El desarrollo
de los géneros. La ficción caballeresca y el orden religioso, Madrid, Cátedra, 1999, pp. 1824-1825).
10 Sofía Carrizo Rueda, Poética del relato de viajes, op.cit., passim. Hay también otros autores
de ámbito anglosajón que reclaman desde hace tiempo un estudio de la poética de estos textos que
esté más acorde con su importancia. Entresacamos una de las muchas referencias que Percy G.
Adams hace al respecto: “John Tallmadge, in “Voyaging and the literary Imagination” (1979), using
the term “poetics” invoking Demetz, Champigny, Barthes, and structuralists in general, has indeed
approached what he calls the “literature of exploration” with certain critical methods comparable to
those employed for fiction and poetry. Like Swift and Fielding, Tallmadge places the literature of explo-
ration as a “genre” under history and suggests that it can be predominantly imaginative, primarily
historical, or simply documentary, the first being most, the third least, personal. Best of all, he sug-
gests the need to study not just the observations, reflections, and historical reporting of this literatu-
re but also its imagery, its rhetoric, its narrator, who is, he says, the protagonist or a companion, and
the “plot”, which he insists must not be invented”. (Percy G. Adams, Travel literature and the evolu-
tion of the novel, Michigan, The University Press of Kentucky, 1983, p. 162).
72
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11 Aparte de los artículos que comentamos, conviene señalar además por su importancia el de
Franco Meregalli, Cronisti e viaggiatori castigliani del Quatrocento, Milán, 1957 y el de Joaquín Rubio
Tovar, Libros españoles de viajes medievales, Madrid, Taurus, 1986. Bárbara Fick ofrece un panora-
ma global del género en su estudio El libro de viajes en la España medieval, Santiago de Chile, Edi-
torial Universidad, 1976. También el artículo ya citado de Antonio Regales Serna “Para una crítica
de la categoría «literatura de viajes»”, que centra su estudio en ejemplos tomados fundamentalmente
de la literatura alemana. Y para una visión panorámica con ejemplificaciones procedentes sobre todo
de la literatura anglosajona y francesa, conviene ver el libro antes mencionado de Percy G. Adams,
Travel Literature and the evolution of the novel, especialmente pp. 38-80.
12 Libro del conosçimiento de todos los reynos e tierras e señorios que son por el mundo e de
las señales e armas que han cada tierra e señorio por sy e de los reyes e señores que los proveen, escri-
to por un franciscano español a mediados del siglo XIV y publicado por primera vez por Marcos
Jiménez de la Espada, en Madrid, en 1877. López Estrada reproduce aquel mismo texto, con una
presentación, (Barcelona, Ediciones El Albir, 1980). Una edición de la obra Andanças e viajes por
diversas partes del mundo avidos (1435-1439), de Pero Tafur (1454) fue editada también por Marcos
Jiménez de la Espada en 1874. Esta misma edición con el estudio de J. Vives y una presentación de
López Estrada se publicó en Barcelona, Ediciones El Albir, 1982.
13 Fue editado por Argote de Molina en Sevilla en 1582 y reimpresa en Madrid en 1782. Conta-
mos con la edición de Francisco López Estrada, Madrid, CSIC, 1943, que ha reeditado con prólogo,
notas, índices y bibliografía actualizada (Madrid, Castalia, 1999). Se pueden consultar más datos en
Miguel Ángel Pérez Priego, “Estudio literario de los libros de viajes medievales”, Madrid, Epos, 1,
1984, p. 218, n. 4.
14 Se narra el viaje realizado por el autor en 1403, enviado por el monarca castellano Enrique III
al emperador mongol Tamerlán el Grande, con el fin de unir fuerzas para mantener alejada la amena-
za turca. Clavijo, cabeza visible de la embajada, invirtió tres años en el viaje. Desde su retorno hasta
la fecha de su muerte, en 1412, escribió una relación completa de la embajada donde narra los hechos
y describe, con escrupuloso detalle, todo lo relacionado con la misión encomendada.
73
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ritu aventurero que luego fue necesario para el descubrimiento del Nuevo Mun-
do y hasta es posible que fuese un texto que se hallase entre los que sirvieron para
proyectar y discutir la empresa de Colón”15.
Señala el autor los aspectos más importantes del texto en un triple plano
que utiliza como primer intento de clasificación. Serían los siguientes:
1.- El texto articula los datos temporales y los topónimos de lugares reco-
rridos, con sus distancias, como si se tratara de un itinerario. Se refiere el
día de la semana, la fecha e, incluso, la hora (según la cuenta medieval). Se
utiliza un patrón al uso de los restantes “libros de viajes” de la época.
2.- Se nos ofrecen las descripciones de los lugares, con sus poblacio-
nes, según la manera de las relaciones. Las numerosas descripciones de
la Embajada siguen el esquema que proporcionaba la retórica clásica a tra-
vés, sobre todo, de la figura conocida como evidentia16, cuyo propósito
es ofrecer una imagen creíble de las cosas, como si pareciera que se ofre-
ce a los lectores u oyentes la misma cosa ante la vista. La variedad más
frecuentada de esta figura por estos “libros de viajes”, la denominada topo-
grafía, que hace referencia a la descripción de los lugares físicos o paisa-
jes y a la forma especial de la descripción, denominada hipotiposis, o
presentación viva y pormenorizada de un personaje, objeto o paisaje, son
utilizadas con prodigalidad en el texto. Dependiendo de la importancia del
lugar, se dedicará más o menos espacio a la descripción. Más adelante vol-
veremos sobre esta cuestión aquí apuntada.
3.- Se nos dan noticias políticas sobre el gobierno de Tamorlán y sus minis-
tros, establecidas por un patrón de información oída. Posee también el libro
un caudal importante de datos sobre el emperador asiático que vienen enun-
ciados esquemáticamente en la cabeza de la obra y se corresponden con las
noticias que figuran en el cuerpo del libro.
A estos planos del contenido se añade un aspecto nuevo vinculado a
la condición literaria de la obra: se trata del discurso en primera persona
que organiza el relato, de acuerdo bien con los propios criterios del autor-
narrador o bien con los criterios, como es el caso, que le han sido enco-
mendados por una instancia superior. Sólo en ocasiones se utiliza la pri-
mera persona del plural, incluyendo así al grupo entero que formaba par-
te de la expedición real.
15
Francisco López Estrada, “Procedimientos narrativos en la Embajada a Tamorlán”, El Crota-
lón. Anuario de Filología Española, 1, Madrid, 1984, pp. 129-130.
16
Vid. Heinrich Lausberg, Manual de retórica literaria, Madrid, Gredos, 1966, II, párr.
810, pp. 224-227.
74
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17 Su clasificación se basa en los siguientes “libros de viajes”: Libro del conosçimiento de todos
los reinos e tierras e señorios que son por el mundo, escrito hacia 1350 por un franciscano anónimo;
la Embajada a Tamorlán, realizada en 1403 y redactada por Ruy González de Clavijo; las Andanças
e viajes por diversas partes del mundo avidos, escrito hacia 1454 por Pero Tafur y el Libro del infan-
te don Pedro de Portugal, obra conocida sólo en versiones del siglo XVI, por lo que se refiere al
ámbito peninsular. También incluye las traducciones de libros como el de Marco Polo o el de Man-
deville (el Libro de las maravillas del mundo), que ejercieron una influencia decisiva en el desarrollo
del género (Miguel Ángel Pérez Priego, “Estudio literario de los libros de viajes medievales”, op.
cit. pp. 218-219).
18 Quintiliano, Marco Fabio, Institutionis oratoriae. Sobre la formación del orador (edición
Bilbao, Deusto, 1989 y Luis Alburquerque García, El arte de hablar en público. Seis retóricas famo-
sas, Madrid, Visor, 1995, pp. 61-69.
75
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Para una caracterización del género, eso que para el autor se presen-
ta como horizonte de expectativas, para el lector como marca o pauta de
lo que se va a encontrar en el acto de lectura y para la sociedad como señal
que lo caracteriza desde el punto de vista literario22, debemos trascen-
der los aspectos meramente temáticos o de intención del emisor hacia
otros de índole formal, sin los cuales sería casi imposible avanzar una
hipótesis genérica.
Nos encontramos ante un tipo de relato23 en el que la narración se subor-
dina a la actividad descriptiva que, a su vez, se halla más directamente rela-
cionada con la función representativa, antes aludida.
Si la narración consiste en relatar con palabras sucesos que los seres
llevan a cabo, la descripción, por el contrario, trata de “pintar” con pala-
20 Miguel Ángel Pérez Priego, “Estudio literario de los libros de viajes medievales”, op. cit., p. 220.
21 Jean Richard, Les récits de voyages et de pèlerinages, Brépols, Turnhout, 1981.
22 Cfr. Miguel Ángel Garrido Gallardo, “Una vasta paráfrasis de Aristóteles”, en Teoría de los
géneros literarios, Madrid, Arco/Libros, 1988, p. 20.
23
Entendiendo por relato la clásica definición de Genette, “como representación de un aconte-
cimiento o de una serie de acontecimientos, reales o ficticios, por medio del lenguaje, y más particu-
larmente del lenguaje escrito” (Gérard Genette, “Fronteras del relato”, en AA.VV. Análisis estructu-
ral del relato, Buenos Aires, Editorial Tiempo Contemporáneo, 1970, pp. 193-208).
76
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24
Para una definición y tipología de estas dos modalidades del discurso, véase Miriam Álvarez,
Tipos de escrito I: narración y descripción, Madrid, Arco/Libros, 1994.
25 Vid. por ejemplo Elena Artaza, Antología de textos retóricos españoles del siglo XVI, Bilbao,
mismos comienzos de la narratología, es decir, desde La morfología del cuento de Propp, la “des-
cripción” ha permanecido desatendida. Se la define allí como “lujo del relato”.
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que tiendan a representar objetos sólo en su existencia espacial, fuera de todo acon-
tecimiento y aun de toda dimensión temporal. Hasta es más fácil concebir una des-
cripción pura de todo elemento narrativo que la inversa, pues la designación más
sobria de los elementos y circunstancias de un proceso puede ya pasar por un
comienzo de descripción [...] Se puede, pues, decir que la descripción es más indis-
pensable que la narración puesto que es más fácil describir sin contar que contar
sin describir (quizá porque los objetos pueden existir sin movimiento, pero no el
movimiento sin objetos) [...] La descripción podría conseguirse independiente-
mente de la narración, pero de hecho no se la encuentra nunca, por así decir, en
estado puro; la narración sí puede existir sin descripción, pero esta dependencia
no le impide asumir constantemente el primer papel. La descripción es, natural-
mente, ancilla narrationis, esclava siempre necesaria, pero siempre sometida, nun-
ca emancipada. [...] No existen géneros descriptivos y cuesta imaginar, fuera del
terreno didáctico (o de ficciones semididácticas como las de Julio Verne) una obra
en la que el relato se comportara como auxiliar de la descripción”29.
29
Gérard Genette, “Las fronteras del relato”, op. cit., pp.198-199.
30
Sofía Carrizo Rueda, Poética del relato de viajes, op.cit., p. 10. Cfr. Félix Martínez Bonati,
La estructura de la obra literaria, Barcelona, Seix Barral, 1983. También Raúl Dorra, “La actividad
descriptiva de la narración”, en Miguel Ángel Garrido Gallardo (ed.), Teoría semiótica. Lenguajes y
textos hispánicos, vol. 1, 1983, pp. 509-516.
31 Raúl Dorra, “La actividad descriptiva de la narración”, op. cit., p. 512.
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“Todo relato es travesía hacia un desenlace, pero esa travesía y ese desenla-
ce pueden ser menos importantes que el mundo, que es escenario de esa trave-
sía. Incluso pueden ser solamente el motivo sobre el que se levanta el escenario.
Cuando así ocurre, cuando el destino de un personaje interesa menos que la visión
de la sociedad que es causa de ese destino, la actividad descriptiva que acompa-
ña a toda narración pasa a ocupar el primer plano del relato”32.
32
Ibídem, p. 513.
33
La relación entre pintura y descripción es patente en algunos escritores de este siglo. Un caso
emblemático lo encontramos en el escritor dieciochesco Antonio Ponz (1725-1792), pintor y retratista
afamado antes de escribir su libro en dieciocho tomos Viage de España o Cartas en que se da noticia
de las cosas más apreciables y dignas de saberse que hay en ella, al que dedicó el resto de su vida.
79
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“[...] el viaje escrito es el alma de un viajero y nada más; que a los países y
comarcas les infunde el escritor su propio espíritu (porque para libros de viajes
objetivos, ahí están las Guías y las Descripciones geográficas, hidrográficas,
arqueológicas e históricas)”34.
34
Nuevo Teatro Crítico, año II, núm. 13 (enero de 1892), p. 121. (Apud Ana María Freire, “Los
libros de viajes de Emilia Pardo Bazán: El hallazgo del género en la crónica periodística”, en Salva-
dor García Castañeda (ed.), Literatura de viajes. El viejo mundo y el nuevo, Madrid, Castalia/The Ohio
State University, 1999, p. 208.
35 Marcelino Menéndez Pelayo, Antología de poetas líricos castellanos, Edición Nacional, San-
de viajes”, pues “leído exclusivamente como libro de viajes, El Victorial resultaría un texto pobre, esca-
sísimo. Leído como biografía, como libro de la vida del conde de Buelna, adquiere todo el valor que
hoy apreciamos: el de un viaje vital, el de un caballero que encarna los ideales de un grupo social en la
primera mitad del siglo XV”. (Rafael Beltrán, “Los libros de viajes medievales castellanos”, en Los libros
de viajes en el mundo románico, Anejo I de la Revista de Filología Románica, 1991, p. 137).
80
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37
Cfr. Carrizo Rueda, Poética del relato de viajes, op.cit., p. 26.
38 Antonio
Regales Serna, op. cit., pp. 78-79.
81
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Hurdes (1960) o Alfonso Grosso, Por el río abajo (1966) o Armando López Sali-
nas y Javier Alfaya, Viaje al país gallego (1967), por referirnos sólo a algunos.
Hay que insistir, pues, como característica propia de estos relatos, no tan-
to en el marcado interés que muestran hacia cuestiones sociales y culturales
especialmente palpitantes en la época en que se escribieron, como en el
predominio que aquéllas adquieren sobre otros aspectos que cualquier tipo
de relato distinto de éste privilegiaría. Es curioso en este punto comprobar
cómo en el citado libro de la Embajada a Tamorlán, se produce la muerte
de alguno de la expedición y el suceso no recibe más atención que cual-
quiera de las cuestiones pujantes de política en las que se inscribe el libro.
Resumiendo: los temas que denominaríamos de pragmática, ajenos al rela-
to, adquieren un relieve intenso aquí al situarse en un grado de mayor impor-
tancia que los sucesos propios del relato mismo, que no requieren un cono-
cimiento de los entresijos socioculturales de la época retratada.
Ya aludimos antes a otro rasgo que tiene en los “libros de viajes”, sobre
todo en los medievales, una dimensión especial, convirtiéndose en marca dis-
tintiva del género: la intertextualidad. Guías, crónicas, biografías, relatos
de aventuras..., aparecen con frecuencia en momentos clave reforzando un
punto cualquiera del relato y aportando un ingrediente que dota a las narra-
ciones de la carga de objetividad que precisan. Aunque hay una tendencia
en los libros medievales a contar e informar acerca de todo, que se mani-
fiesta en la profusión de digresiones, parece más bien que es rasgo común a
todos los libros de viajes39, debido precisamente a la necesidad propia del
autor/viajero de satisfacer su curiosidad y la de los lectores, dando infor-
mación cabal de todas las noticias, sucesos y acontecimientos relacionados
con la historia, la cultura y las tradiciones de los lugares recorridos.
39 Emilia Pardo Bazán se refiere explícitamente a este recurso cuando dice: “Si siempre me gus-
tan las digresiones, en viaje especialmente las encuentro sabrosas y necesarias” (Por la Europa cató-
lica, tomo XXVI de Obras Completas, Madrid, Establecimiento tipográfico de Idamor Moreno, s.a.
[1902], p. 145. Apud Ana María Freire, op. cit., p. 204).
40 Jorge Dubatti, “Literatura de viajes y teatro comparado”, Letras, enero-junio 1998, n.º 37,
pp. 133-138.
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41
Cfr., p.e., Philippe Lejeune, Le pacte autobiographique, París, Seuil, 1975.
42
Cfr. para estas cuestiones, Félix Martínez Bonati, La estructura de la obra literaria, Barcelo-
na, Ariel, 1983, sobre todo parte III, cap. II, pp. 135-174.
83
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de escritura: Goethe esperó 25 años para escribir sus Viajes italianos; Flaubert
redactó su Viaje a Oriente luego de su regreso a Francia”43.
Las instancias intermedias entre la vivencia y la escritura adquieren la
forma de notas, apuntes, diario íntimo, cartas, datos de diversa procedencia...
En fin, la simultaneidad total entre experiencia de viaje y escritura es infre-
cuente, pues el proceso de reelaboración de los datos por parte del viajero requie-
re al menos una pausa para plasmar literariamente lo que se quiere transmitir.
Como es natural, basta con repasar lo escrito hasta ahora para detectar el tras-
fondo retórico que rezuma la poética de los textos específicos de este género.
Al hablar de la descriptio y de su inseparable par, la narratio, podemos
mencionar su fuente en los textos retóricos clásicos y en la preceptiva rena-
centista44. Todo un capítulo les dedica, por ejemplo, Juan Luis Vives en su
Tratado de retórica publicado en 1532 en Brujas. Como vemos, aunque a
algunos pudiera parecer el propuesto asunto algo nuevo, propio de las dis-
tinciones terminológicas de la narratología de la década de los sesenta, resul-
ta que estamos ante una más de las cuestiones que la poética, moderna o anti-
gua, tomaba de la disciplina de la retórica.
Así, el tópico de la laus urbis, íntimamente vinculado al recurso de la des-
criptio, es ampliamente comentado en los manuales de retórica y frecuente-
mente utilizado como ejercicio preparatorio de los mismos45. De igual modo,
si reparamos en los recursos y figuras del lenguaje de uso más frecuente en
los textos objeto de estudio, podemos caracterizar una serie que, no siendo
exclusiva del género, sí, al menos, la caracteriza.
Incluyo, por ese motivo, una selección de figuras, sin pretensiones de
exhaustividad, cuya presencia apunta o puede apuntar hacia la especifici-
dad del género que comentamos.
Así, por ejemplo, la figura de la “amplificación” enumera y detalla todos
aquellos elementos que, no siendo esenciales para el desarrollo de la trama,
contribuyen a realzar e intensificar el sentido y el valor de lo expuesto. Se
opone a la figura de la abreviatio o “sumario”, que pasa por alto los detalles
43
Jorge Dubatti, “Literatura de viajes y teatro comparado”, op. cit., p. 134.
44
Vid. por ejemplo, Juan Luis Vives, El arte retórica. De ratione dicendi (estudio introductorio
de Emilio Hidalgo Serna; edición, traducción y notas de Ana Isabel Camacho), Barcelona, Anthro-
pos, 1998, III, cap. I, pp. 223-235. También mi comentario, Luis Alburquerque García, El arte de hablar
en público. Seis retóricas famosas, Madrid, Visor, 1995, p. 67.
45
Cfr. Teón, Hermógenes, Aftonio (introducción, traducción y notas de Mª. Dolores Reche
Martínez), Ejercicios de retórica, Madrid, Gredos, 1991.
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46 Ver al respecto Miguel Ángel Pérez Priego, “Estudio literario de los libros de viajes medieva-
les”, op. cit., pp. 228-229. Vid. también Ernst Robert Curtius Literatura europea y Edad Media lati-
na, México, FCE, 1955, 2 vols., p. 229.
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CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
AA.VV., Los libros de viajes en el mundo románico, Anejo I de Revista de Filología Romá-
nica, Madrid, Universidad Complutense, 1991.
47 Ya vimos cómo hay cierta vacilación en el caso de El Victorial de Gutiérrez Díez de Games.
Se suele considerar como una biografía caballeresca, aunque algunas Historias de la Literatura la inclu-
yan dentro del “relato de viajes” medievales.
86
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87
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“En mis años mozos leí con gran placer varios relatos de viajes; pero, después de haber visita-
do muchas partes del globo, y habiendo podido desmentir, gracias a mis propias observaciones,
muchas historias fabulosas, he contraído una gran aversión hacia esa clase de lecturas, y me ha
indignado ver de qué modo tan descarado se abusa de la credulidad de los hombres”.
J. Swift, Los viajes de Gulliver.
* Este trabajo se publicó con variantes en el primer capítulo de mi libro Testigos del mundo.
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1 John Locke, An Essay Concerning Human Understanding, 1690, libro IV, cap. XV.
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2 Tanto en los Nuevos ensayos sobre el conocimiento humano de G. Wilhelm Leibniz (1693-1696),
como en la Investigación sobre el conocimiento humano de David Hume (1748), se pueden leer dife-
rentes versiones de la misma historia. Cf. Steven Shapin, A social History of Truth. Civility and
Science in Seventeenth-Century England, Chicago, The University of Chicago Press, 1994, pp. 228
y ss., quien rescata la anécdota y se ocupa de sus implicaciones en el terreno de lo que califica como
el “decoro epistemológico”.
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3
Richard Brathwait, The English Gentleman, 1630, p. 137.
4
La asociación entre viajeros y mentirosos cuenta con una amplia literatura. El trabajo clásico
es Percy G. Adams, Travelers and Travel Liars 1660-1800, Berkeley, University of California Press,
1962. Ligado a ello, la relación entre la literatura de viajes y la novela también ha merecido un
amplio número de estudios. Así, del mismo autor, Percy G. Adams, Travel Literature and the Evolu-
tion of the Novel, The University Press of Kentucky, 1983. Ian Watt, The Rise of the Novel, London,
Pelican, 1972, otro gran clásico, también se ocupa del tema. Y más recientemente Michael McKeon,
The Origins of the English Novel 1600-1740, Baltimore, John Hopkins University Press, 1987, de don-
de procede el refrán citado (p.100).
5 John Locke, Some Thoughts Concerning Education, 1690, sec. 174.
6 Cit. en P.G. Adams (1962), p. 232. La posición de Rousseau, como la de otros autores de su
época, refleja una clara dicotomía entre las virtudes educativas del viaje como forma de conocimien-
to y la sospecha sobre la credibilidad de los viajeros.
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7 Cit. en Michèle Duchet, Antropología e historia en el Siglo de las Luces, Máxico, Siglo XXI,
1984, pp. 89 y ss. De Pauw redactó unas Observations sur les voyageurs, incluidas en una de la edi-
ciones de sus polémicas e influyentes Recherches philosophiques sur les Américains (1768-1769). Para
este autor, además de Duchet, ver el imprescindible Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo,
Máxico, FCE, 1982, pp. 66-102.
8 Cit. en P.G. Adams (1962), p. 227.
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“Si a los viajeros se les permite mentir como recompensa por haber sufrido
tantas penalidades para poder traer a casa extrañas historias de lugares remotos,
no hay razón por la que no podamos reconocerles a los anticuarios, que no son
sino viajeros en el tiempo, el mismo privilegio”10.
10
Samuel Butler, Characters and Passages from Note-books, (ed. 1908, Cambridge), p. 270.
11
Henry Fielding, Journal of a voyage to Lisbon, 1755.
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“Vosotros los viajeros –le decía- debeis seguir dos principios en vuestras
relaciones: primero, no decir nunca nada que parezca imposible; y segundo,
vigilar que vuestra relación no contenga contradicciones, o de lo contrario cual-
quiera pensará que hacéis uso del privilegio de los viajeros, dar testimonio,
es decir, mentir por autoridad”12.
12
Gabriel Platters, A Description of the Famous Kingdom of Macaria, 1641, pp. 2-3.
13
Gottfried August Buerger, Baron Munchausen’s Narrative of his Marvellous Travels and Cam-
paigns in Russia, 1785, cap. X. Aunque circularon varias versiones ampliadas, se suele atribuir su auto-
ría al erudito y naturalista alemán afincado en Inglaterra Rudolph Erich Raspe.
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“A los que han recorrido mundo y navegado les agrada mucho que se les
pregunte, y hablan apasionadamente de una región alejada, de un mar extraño,
de costumbres y leyes bárbaras y describen golfos y lugares, por estimar que en
esto encuentran cierta gratificación y consuelo a sus fatigas (...) y esta clase de
enfermedad se produce sobre todo en la gente de mar”14.
Antigua Grecia, Madrid, Akal, 2000, p. 12. Gómez Espelosín vincula este testimonio con otro muy
posterior de Pascal sobre la relación entre las mentiras de los viajeros con la vanidad, algo también
suscrito por Fielding, quien cifraba el origen de la mentira en la “vanity of knowing more than other
man”. Igualmente, el historiador Geoffroy Atkinson, experto en viajes anteriores al siglo XVIII, adver-
tía: “Those who make long trips owe it to their self-esteem to insist on the beauty of far away places”
(cf. P.G Adams, p. 10).
15 Cit. en Gómez Espelosín, p. 14 n.
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dacia, según Plinio, los relatos mitológicos griegos se reducían a eso, a unas
“portentosas mentiras de los griegos”16.
¿Quién había sido Ulises, al fin y al cabo, sino el mayor de los imposto-
res? Los griegos ya le habían bautizado como el taimado Odiseo. Homero,
al principio del poema, emplea un término a todas luces revelador: Odiseo
polutropos, “el de los ardides”, “el de los muchos recursos”, literalmente,
el que emplea tropos, aquel que usa palabras en sentido figurado, con senti-
dos diferentes a los que les corresponden y con los que sin embargo guar-
dan o establecen cierta conexión, correspondencia o semejanza.
La principal habilidad de Ulises, el de los muchos tropos, radicaba en saber
engañar a sus rivales con historias verosímiles. Su arte supremo –como el de
todo viajero- era “decir muchas mentiras semejantes a verdades”. Porque a
diferencia del embajador de Holanda, Odiseo no decía dos verdades seguidas.
Y a diferencia suya, él sí que lograba persuadir a su auditorio, atraerlo, mover-
lo. Si el Rey de Siam hubiera tenido enfrente a Ulises, en lugar del embaja-
dor de Holanda, le hubiera dicho lo que el rey Alcínoo le dijo al héroe:
16
Ibidem, pp. 15 y ss., de cuyos conocimientos nos estamos sirviendo aquí para los orígenes
antiguos del bajo crédito de los viajeros.
17 Cit. ibidem, p. 16.
18 Luis A. García Moreno y F. Javier Gómez Espelosín (ed.), Relatos de viajes en la literatura grie-
98
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Se puede decir algo semejante para la edad moderna. Aunque los canales
de información y el conocimiento natural hubieran progresado mucho, depen-
diendo de qué materias y sobre qué regiones o fenómenos hablase un viajero,
sus lectores podían tener al alcance algún medio de verificación o no. Tratán-
dose de espacios como la Patagonia, la nueva California y la costa Noroeste,
numerosas áreas del interior del Nuevo Mundo y, no digamos ya, tratándose de
África o del Océano Pacífico, la mayoría de los europeos debieron leer sus
primeras noticias en las relaciones de viajes, más o menos, como los griegos
que no habían salido del Peloponeso habían escuchado recitar la Odisea. Lo
dicho: como la primera vez que el Rey de Siam oyó hablar del hielo.
Así pues, vemos que desde su orígenes el arte apodémica tuvo mucho que
ver con la administración de la verosimilitud y con el arte de embaucar, aque-
llo a lo que –en la Antigüedad, en la Ilustración y siempre- se han dedicado
los poetas, los ladrones y los mentirosos, todos los homeros, ansones y
barones de munchausen habidos y por haber.
Los eruditos, los hombres de conocimiento, siempre sospecharon de ellos.
Pero lo cierto es que nunca dejaron de utilizarlos para componer sus propias obras.
Plinio el Viejo, el que hablaba de las portentosas mentiras de los grie-
gos, dio carta de naturaleza a un sinfín de prodigios. En su empeño por levan-
tar acta de todo lo extraordinario y curioso que hay en el orbe, Plinio con-
firmó la existencia de peces que tenían un guijarro en la cabeza, centauros
conservados en miel o plantas que nacían de una lágrima propia. En mate-
ria de etnografía geográfica, Plinio resultó ser uno de los causantes de la con-
versión de la disciplina en una especie de feria de los fenómenos vivientes.
Plinio, el padre de la Historia Natural, recogió un catálogo monumental de
hechos asombrosos, al que no fueron ajenos los hombres de un solo ojo que dis-
putaban las minas de oro a los grifos, los habitantes de los bosques que corrí-
an velozmente con los pies del revés, en fin, los propios andróginos de Nasa-
mona que alternaban un sexo por otro cuando se acoplaban19.
Pero el paradigma de viajero impostor en la Grecia clásica fue Ctesias
de Cnido, un médico cuyo Tratado sobre la India se convirtió en el ejemplo
de todas las extravagancias y amplificaciones de los viajeros. Estudiado
con detalle por Gómez Espelosín –a quien estamos siguiendo en estas líne-
as-, Ctesias mereció el desprecio de autores como Aristóteles, Luciano, Estra-
bón y Plutarco. Sus relatos de la India pasaron a la historia como arquetipo
máximo de la literatura de viajes, ese arte legendario que consistió siempre
en figurar lugares y embaucar auditorios. Parece ser que Ctesias jamás via-
jó a la India.Y sin embargo, si hubo un artífice de la India como espacio extra-
19
Plinio el Viejo, Historia Natural, IV vols., Madrid: Gredos, 1995-1998.
99
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100
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22
Vladimir Acosta, vol. III, pp. 165-191.
23
Ibidem, vol. III, pp. 214-218.
101
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24 Sobre Mandeville, como sobre Marco Polo, la bibliografía es anchísima. Además de Acosta,
nos permitimos recomendar el ya citado Percy G. Adams, Travel Literature and the Evolution of the
Novel, The University Press of Kentucky, 1983. Igualmente, en castellano, la reciente Ana Pinto
(ed.), Los viajes de Sir John Mandeville, Madrid, Cátedra, 2001. Sobre viajes medievales, también
Claude Kappler, Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media, Madrid, Akal, 1986.
25 Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos: el cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelo-
na, Muchnik, 1981. Sobre literatura popular en el mundo anglosajón, ver Victor E. Neuburg, Popular
literature: A History and Guide, Harmondsworth, Penguin, 1977.
102
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26
José Alsina (ed.), Anónimo, Sobre lo sublime. Aristóteles, Poética, Barcelona, Bosch, 1996,
pp. 67-209, p. 123.
103
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sino para todo tipo de narradores, para todo escritor de prosa, incluidos
los científicos y los viajeros. Denostada como causa que hacía de los via-
jeros una gente tan sospechosa como los mentirosos, los ladrones y los poe-
tas, la imaginación era también la herramienta para fabricar hechos memo-
rables27, así como el mismo instrumento con que los lectores podían creer
en los hechos relatados (maravillosos o no). La imaginación, en fin, venía
a ser como el pecado de los viajeros, pero también su virtud, la única vir-
tud con que poder armar y hacer funcionar sus tropos para presentar sus
hechos (ciertos o no) de manera verosímil.
A la altura de 1700, por tanto, la imaginación era el origen de la enfer-
medad a la que se refería Plutarco, aquello que los hacía ser vistos como
unos mentirosos proverbiales, pero también su único básamo posible, el
único remedio con que un viajero podía redimirse y presentarse ante su
público, en vez de como un impostor, como un autor valioso, e incluso como
un testigo digno de crédito.
Consciente de ambas cosas, desde 1725 en adelante Jonathan Swift se
convirtió en uno de los primeros autores modernos que cautivó un gran éxi-
to editorial a base de parodiar lo que él llamó “el hábito infernal de los via-
jeros por la mentira”. Y no deja de ser un gran sarcasmo que un autor de
ficción arremetiese contra el venerable arte de la mentira. Al final del cuar-
to viaje de Gulliver, Swift se despachaba contra todos los truhanes y viaje-
ros apócrifos, e incluso proponía que se promulgara una ley mediante la
cual todo viajero, antes de publicar su relato, jurara delante del Gran Canci-
ller la veracidad de lo escrito. “Y es que hay autores –concluía- que con tal
de que sus obras sean mejor aceptadas por el público, llevan al lector no
precavido a creer las más burdas falsedades”28.
Así pues, era bien poderosa la tradición que operaba en su contra,
una tradición que persistía –según hemos visto- en fecha tan tardía como
1785, cuando se publicaron los viajes del Barón de Munchausen. Es cier-
to que para entonces ya estaba muy consolidado el tópico opuesto, el
gran movimiento impulsado desde el empirismo y la ciencia moderna para
convertir a los viajeros en testigos autorizados, en recopiladores fidedig-
nos de hechos naturales. Aunque no nos hayamos ocupado aquí de ello,
27 Puede ser interesante hacer notar que en inglés la expresión característica para anteponer los
hechos a las palabras (fórmula que procede de la imposición del lenguaje experimental frente a la retó-
rica escolástica) es deeds, not words. Me parece revelador que deeds signifique hechos memorables,
hechos dignos de ser recordados, hazañas, poco más o menos. Para crear hechos memorables es pre-
ciso el concurso de la imaginación; o, dicho de otra forma, para crear hechos se requieren palabras y
no su erradicación.
28 Jonathan Swift, Tercer y cuarto viajes de Gulliver, Barcelona, Fontamara, 1981, cap. XII, p. 151.
104
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29
Barbara M. Stafford, Voyage into Substance. Art, Science, Nature, and the Illustrated Travel
Account, 1760-1840, Cambridge, Mass., MIT, 1984, pp. 31-59.
30
Sobre verdad, códigos de civilidad y lenguaje científico, ver S. Shapin (1994).
31
Aristóteles, Retórica, Madrid, Alianza, 1998, libro II.
105
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1 Hélène Cixous, “Entretien avec Françoise van Rossum-Guyon”, Revue des sciences humaines,
109
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“Lo que tiene lugar es una circulación infinita de deseo de un cuerpo a otro,
por encima y a través de la diferencia sexual, fuera de las relaciones de poder y
regeneración establecidas por la familia. […] Ello adapta la forma metafórica
del deambular, el exceso, el riesgo de lo inestimable”3.
3
Hélène Cixous, “Le sexe ou la tête”, Les cahiers du Grif, N° 40, 1976, pp. 5-15 (p. 14). Tra-
duzco todas las citas del francés y el inglés, así como los títulos de los libros de ingleses en los que
baso mi análisis.
4 Leo Hamalian, Ladies on the Loose: Women Travellers of the Eighteenth and Nineteenth Cen-
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“Aquí hay paisajes para llenar una docena de carpetas, […] ¡Cuántas flores
languidecen sin botanizar, cuántas rocas endurecen sin ser clasificadas por geó-
logos; qué vistas esperan impacientes ser bosquejadas; qué osos y ciervos ser caza-
dos al acecho; qué truchas ser pescadas y comidas; qué valles abren sus senos,
anhelando abrazar al visitante; qué bellezas vírgenes nunca vistas esperan al miem-
bro afortunado del Traveller’s Club, que en diez días puede cambiar lo aburrido
del eterno Pall Mall por esos parajes nunca pisados; y cómo se gana en digni-
dad descubriendo así una terra incognita[…]!”10.
6
Richard Ford, Handbook for Travellers in Spain and Readers at Home, Londres, John Murray,
1845; Manual para viajeros por España y lectores en casa, trad. Jesús Pardo, Madrid, Taurus, 1982;
Gatherings from Spain, Londres, John Murray, 1846.
7 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 40 y p. 8.
8 Richard Ford, Handbook for Travellers, p. 7.
9 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 40.
10 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 81; cf. 268.
111
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“Con frecuencia me detengo a pensar que no nos hemos tomado las sufi-
cientes molestias en encontrar empleos y diversiones apropiadas para el sexo
bello. Sus entretenimientos parecen haber sido ideados partiendo de la base
11
Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 270.
12
Paul Mattick, P., Jr., (ed.) Eighteenth-Century Aesthetics and the Reconstruction of Art, Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1993, p. 5.
13 Joseph Addison, The Spectator N° 411, 21 junio de 1712, cit. en Donald F. Bond, ed. The
para el ocio, ya que el museo cerraba los domingos, además de un “aspecto decente”; normativa del
Museo Británico (1810), cit. en Francis H. W. Shepard, London 1808-1870: The Infernal Wen, Los
Angeles, University of California, 1971, pp. 361-62.
112
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de que son mujeres, más que criaturas razonables, y están más adaptados a su
sexo que a su especie. El tocador es la gran escena de sus negocios, y el ajus-
te de sus cabellos el principal empleo de sus vidas. […] Sus ocupaciones más
serias son la costura y el bordado y su trabajo más penoso la preparación de
gelatinas y dulces. Esto, digo yo, es el estado de la mujer común; aunque sé que
hay multitudes […] que aúnan todas las bellezas de la mente con los orna-
mentos del tocado, e inspiran cierta admiración y respeto, además de amor, en
sus observadores masculinos. Espero hacer crecer el número de éstas con la
publicación diaria de esta revista, que procuraré sea siempre un entreteni-
miento inocente si no edificante, y por este medio, alejar las mentes de mis
lectoras de mayores fruslerías15”.
fecha del nombramiento de su esposo como embajador británico en el imperio otomano. Debido a
sus excentricidades, pasó las últimas décadas de su vida autoexiliada en Italia; Robert Halsband, The
Life of Lady Mary Wortley Montagu, New York, Oxford University Press, 1960, pp. 194-95 y p. 288-
92; Mary Shelley, History of a Six Weeks’Tour through a Part of France, Switzerland, Germany, and
Holland, Londres, T. Hookham and C. and J. Ollier, 1817, p. 75.
18 Mary Wollstonecraft, Letters writen during a short residence in Sweden, Norway and Den-
113
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19 Pierre Bourdieu, Distinction: A Social Critique of the Judgement of Taste, trad. Richard Nice,
Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1984, p. 5 et passim ofrece un interesante análisis his-
toricista de la estética.
20 Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman, Londres, J. Johnson, 1792, p. 54.
114
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21 Maria H. Fawley, A Wider Range: Travel Writing by Women in Victorian England, Toronto, Asso-
ciated University Presses, 1994, pp. 43-45, pp. 80-93. Si tenemos en cuenta que la carrera profesio-
nal de Eaton partió de la publicación de su ambicioso tratado Roma en el siglo diecinueve (1822), en
el que se limitaba a repetir los clichés de sus precursores sobre el clima, los paisajes, mercados,
posadas, iglesias y museos de Italia emitidos por sus precursores británicos, podemos afirmar que el
acceso de las mujeres al discurso académico estético fue más un fenómeno social que una conse-
cuencia lógica de la calidad de sus escritos, que fue desarrollándose paulatinamente.
22 Elizabeth Mary Grosvenor, Narrative of a Yacht Voyage in the Mediterranean during the Years
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24 Sophia Dunbar, A Family tour round the Coasts of Spain and Portugal during the Winter of
116
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trópicos a los que alude Ford podrían relacionarse con lo que Cixous lla-
ma “economía libidinal femenina”, pero en la práctica eran un privilegio
al que las mujeres tenían escaso acceso. Prueba de ello es que a fines del
siglo XIX seguía viéndose con malos ojos que abandonaran su función
de madres y esposas abnegadas para sumarse a las “filantrópicas” expe-
diciones de exploradores y geógrafos: “¿Una mujer exploradora? ¿Alguien
que viaja con falda? La idea es un tanto seráfica: que se queden en casa
y cuiden a los bebés, o se dediquen a zurcir nuestras camisas deshilacha-
das. Pero que no sean ni puedan ser nunca geógrafas” 29. De la misma
forma que Ford se queja de las autoridades españolas, las mujeres victo-
rianas podían haber aducido que las “autoridades” de su país, los trata-
distas y columnistas, no entendían sus aspiraciones, y que por consiguien-
te se veían obligadas a partir hacia otras latitudes.
“[El viaje a caballo] imparte nueva vida, […] erradica el engreimiento del
hombre para el resto de sus días […] Es la principal escuela práctica de disciplina
moral […]. Allí mismo se aprenden las reglas de oro de la paciencia, perseveran-
cia, buen humor y compañerismo […] En ocasiones como estas, en que riqueza y
rango se ven privados de los accesorios de la superioridad convencional, el hombre
hará mayor uso de sus propios recursos, morales y físicos, que de las cartas de cré-
dito; su ingenio se verá agudizado por la necesidad, madre de la invención”31.
29 Publicado en la revista Punch, 10 de junio de 1893, p. 269; cit. en M. Stanley, The Imperial Mis-
sion: Women Travellers and the Propaganda of Empire, tesis doctoral, Oxford, 1990.
30 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 40.
31 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 83.
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32
Elizabeth Mary Grosvenor, Narrative of a Yacht Voyage, p. 96.
118
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ran sentirse orgullosos33. Termina su libro sugiriendo que España tiene mayo-
res encantos para el viajero que para el residente permanente y que cuando
mejoren los sistemas de transporte, “ofrecerá tentaciones al turista de mayor
variedad y novedad que cualquier otro país de Europa”34.
Doce años después, Lady Sophia Dunbar alerta al viajero sobre las difi-
cultades de llegar a Barcelona desde Francia, ilustrando sus argumentos con
la descripción del aparatoso accidente que ella y su familia habían sufrido
una noche, al volcar la diligencia junto a un terraplén35. Aconseja el uso
del ferrocarril en los pocos tramos existentes, de Barcelona a Mataró, a Hos-
talrich, Monistrol y Martorell, que ofrecen atractivas excursiones en cómo-
dos vagones. También hace conjeturas sobre la posibilidad de que el obis-
po de Barcelona fuera accionista del ferrocarril, lo que explicaría la existen-
cia de una conexión diaria de trenes con Montserrat (Barcelona-Monis-
trol) y de indulgencias para quienes rezaran en ese santuario36. Betham-
Edwards, que publica en 1868, se encuentra ya con una red ferroviaria más
extensa, que cruza España de norte a sur, y se instala en un compartimento
de primera clase con su amiga, Mme. Bodichon, como si estuviera en el salón
de su casa. Allí se dedica a escribir cartas y diarios, preparar el té, desayu-
nos y cenas, remendar ropa y dibujar, haciendo uso del variado contenido
de sus seis baúles de equipaje:
33
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 236.
34
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 487.
35 Sophia Dunbar, A Family tour, p. 7.
36
Sophia Dunbar, A Family tour, p. 23.
37 Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 27.
119
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42
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 32.
43
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 37-40.
44 Frances Minto Elliot, Diary of an idle woman in Italy, Leipzig, 1872, p. 279.
121
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daba a estas mujeres a dejar de ser “mujeres de su época” para ser ellas mis-
mas. Las dificultades de adaptación al nuevo medio –hábitos gastronómicos,
higiene pública, incidentes en trenes o diligencias– les daban la oportuni-
dad de desarrollar habilidades que la vida ociosa en su país truncaba. No obs-
tante, el viaje también les daba la oportunidad de desmarcarse y distinguir-
se de las mujeres que se quedaban en casa. No es de extrañar, por tanto, que
Grosvenor, Dunbar y Elliot adoptaran una distancia crítica hacia lo que habían
vivido en España y utilizaran sus libros de viaje para presentarse a sí mis-
mas como damas “distinguidas”.
45 Tollemache, por ejemplo, consiguió publicar su libro sobre el arte español a la vuelta de su
viaje a España, pero tuvo que esperar más de veinte años para poder sacar a la imprenta su tratado de
1863 sobre los místicos españoles, Spanish Mystics, Londres, 1886.
122
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46
Richard Ford, Handbook for Travellers, p. 8.
47
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 3 y 236.
123
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48
Richard Ford, Manual para viajeros por España, p. 111.
49
Elizabeth Mary Grosvenor, Narrative of a Yacht Voyage, p. 26.
50
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 6.
124
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“Las clases bajas no son muy tolerantes con las costumbres y hábitos que
se salen de la norma y suelen dar rienda suelta a sus opiniones sobre los foraste-
ros que pasean por sus ciudades, a veces en tono halagador, pero las menos de
las veces; sobre todo si los forasteros visten algo que desagrada a su ojo crítico,
o provoca la risa del alegre andaluz”52.
51
Sophia Dunbar, A Family tour, p. 24.
52
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 8.
125
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españoles cierto discernimiento estético cuando afirma que a ella el vestir bien
y el rodearse de maletas le sirve para obtener ayuda durante sus viajes:
“Viaja siempre con tus mejores ropas y media docena de baúles. El equipa-
je y el buen vestuario ocupan el lugar de un tren de sirvientes. El equipaje y el
buen vestuario te garantizan buenas plazas, un trato general civilizado y una
infinidad de pequeñas comodidades”53.
Como hemos visto, los libros de Grosvenor, Tenison, Dunbar y Elliot invi-
tan a lectores y lectoras a hacer desde su sofá viajes personalizados en los que
abundarán las emociones, el miedo, horror, enfado, repugnancia, sorpresa, rece-
lo y ansiedad que proyectan sobre la experiencia de cruzar una carretera de Espa-
ña, subirse a uno de sus trenes o pisar una de sus calles entre 1840 y 1884. La
otredad de este país sirve para reforzar el punto de vista subjetivo de sus auto-
ras, damas británicas refinadas y con gran sentido de la estética. Ese punto de
vista subjetivo permite a las autoras y a sus lectoras escaparse momentánea-
mente del “buen camino” y de las rutas del ocio doméstico marcadas para las
mujeres y sumergirse en la aventura de lo desconocido. De la mano de Elliot,
por ejemplo, uno se traslada, en el tiempo presente –“al salir de Sevilla con el
ferrocarril del sur, me zambullo en un oasis de naranjales”– y se ve de repente
en Cádiz: “en un momento he cruzado una puerta fortificada entre una multi-
tud de soldados rojos y azules y me atrapa una red de calles de un blanco deslum-
brador, de un limpio atroz”54. El punto de vista del diario de Elliot, en el que abun-
da el presente y la primera persona del singular, crea un efecto de inmediatez
que estaba ausente del Manual de Ford, escrito principalmente en tercera perso-
na, diez años después de su viaje, en el retiro de su casa de campo de Devon. La
forma del diario permite a Elliot detener el tiempo para dar todo tipo de deta-
lles: las “caras pálidas”, los “corazones callados” de los pasajeros del tren que
53
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 26.
54
Frances Minto Elliot, Diary of an Idle Woman, p. 24.
126
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“Está muy bien que la gente hable de que ‘se le hiela la sangre’, ‘le late
el corazón’ o ‘le tiemblan las extremidades’ en momentos como estos. Cuan-
do uno teme la muerte puede que todo esto ocurra, pero de forma incons-
ciente –el cerebro está demasiado ocupado como para observar los detalles-.
¡Se vive el momento!”55.
“La catedral de Burgos es tan rica en todo tipo de bellezas que sería ocioso
que yo intentara destacar una, a excepción quizá del maravilloso efecto que ejer-
ce sobre el ojo acostumbrado. Al principio a uno le resulta difícil asimilar la mara-
55
Frances Minto Elliot, Diary of an Idle Woman, p. 118.
56
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 29-30.
127
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villosa sencillez, fuerza y acabado de esa obra arquitectónica, que es una ciudad
en sí misma; pero después uno siente como si fuera un hijo pequeño del lugar, que
vive entusiasmado cada uno de sus rincones”57.
57
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 33.
58 Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 46.
59 Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 46.
128
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BIBLIOGRAFÍA
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VISIONES COLONIALES
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133
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5 Los exitosos viajes de “descubrimiento y rescate” o “viajes andaluces” se dirigieron a la costa
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medio de dos años y medio para las primeras y cinco años para los segundos.
136
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8 Héctor Brioso Santos, América en la prosa literaria española de los siglos XVI y XVII, Huel-
lises”, Actas del lX Coloquio Internacional de Historia Marítima, Sevilla, Escuela de Estudios His-
pano-Americanos, 1969, pp. 617-623.
137
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fueran de fabricación española, pasaron a ser a principios del siglo XVIII fran-
ceses fundamentalmente, de tal forma que para el período de 1680 a 1716, por
ejemplo, de 492 navíos, 130 solamente fueron de fabricación nacional y 362
procedieron de astilleros franceses11. Y en cuanto a sus tripulaciones nos dicen
los especialistas que, por término regular, el número de marinos por barco se
establecía por encima de los 60 hombres, con las tripulaciones más habitua-
les alrededor del centenar y los mínimos muy próximos a la cincuentena12. En
ellas, salvo en los mandos, no se puede afirmar que existieran profesionales
natos, menos unos pocos que en España se mantenían para conservar y pro-
teger los barcos atracados13. Sirva de ejemplo una leva, hacia 1700, con el
reclamo de un adelanto de seis pagas, que muestra entre los reclutados un aba-
nico de profesiones que va desde pintores a albañiles, zapateros o oficiales del
barro. Más fáciles, no obstante, resultaron generalmente las reclutas para las
flotas y galeones, porque estos viajes encerraban dos posibilidades, la de emi-
grar ilegalmente al nuevo continente y la de recrecer los sueldos con el embar-
que de mercaderías para vender en América, aún mezcladas con el propio
equipaje. Si reconocemos que el enrolamiento como marinero representaba
cierta garantía de no retorno a la península y de adquirir la categoría de con-
quistador, aventurero o colono, y si sabemos que la presencia andaluza entre
conquistadores y colonizadores fue muy alta, no nos extrañará ver los resul-
tados de dos catas cronológicas que verifican la extracción y procedencia regio-
nal de quienes conducían los navíos al Nuevo Mundo, muchos de ellos con
la sana intención de quedarse. Para el período comprendido entre 1680 y 1717,
de un total de 90 oficiales de algunos navíos que surcaron el Atlántico, resul-
ta que 56 son andaluces, 17 vascos y seis gallegos. Y en cuanto a los marine-
ros, a principios del siglo XVIII de una muestra de 4.041 tienen esa misma
procedencia 2583, 527 y 435, respectivamente14. Comprobada la suprema-
cía de tripulantes andaluces en la mayoría de los navíos de la Carrera de Indias,
conviene aclarar que los mercantes y los buques de guerra, muchas veces indi-
ferenciados, puesto que los primeros se artillaban para contribuir a la defensa
en caso de ataque, mantenían notables diferencias en cuanto a sus dotacio-
nes. En los primeros constituían en general su nómina de personal un capi-
tán, a cuyo mando quedaba la defensa del barco, el piloto, el contramaestre
11 Antonio
García-Baquero, Cádiz y el Atlántico….., T. I, pp. 275 y ss.
12
Antonio García-Baquero, Cádiz y el Atlántico….T. I, pp. 229 y ss.
13 Pablo E. Pérez-Mallaína, Los hombres del océano: Vida cotidiana de los tripulantes de las
flotas de Indias, siglo XVI, Sevilla, Diputación Provincial, 1992, pp. 42-52.
14
Juana Gil-Bermejo y Pablo E. Pérez-Mallaína, “Andaluces en la navegación trasatlántica: la
vida y la muerte en la Carrera de Indias, a comienzos del siglo XVIII”, en Actas de las IV Jornadas
de Andalucía y América, Vol. I, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1985, pp. 277-296.
138
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15 Luis Navarro García, “Pilotos y maestres y señores de naos en la Carrera de Indias”, Archivo
ña y el Ultramar Hispánico hasta la Ilustración.., pp.77-96; Pablo E. Pérez-Mallaína, Los hombres del
océano…. pp. 75-101.
17 Antonio Pigafetta, Primer viaje alrededor del Mundo, edición de Leoncio Cabrero, Madrid,
139
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XVII, se contrataba la marinería por unos cien pesos, de los que unos diez eran
el adelanto al formalizar el enrole; aparte, cada marinero recibía cien reales
por reparación o carena, más unos cuarenta pesos por derecho de vino, que
el capitán vendía al llegar a puerto, y que era el equivalente a la ración diaria
de cada tripulante. Estos emolumentos, junto al mantenimiento diario y el alo-
jamiento a bordo, incluso en períodos de atraque, constituían el total del
sueldo. Si el piloto fijaba su soldada con el armador, el resto de oficiales disfru-
taba de unas ganancias oscilantes, variables entre el triple que un contra-
maestre cobraba sobre el sueldo del marinero, o el doble, o algo más, de cuan-
to recibían un despensero o un calafate. Un grumete no alcanzaba sino el 65 %
de lo embolsado por su inmediato en jerarquía, el marinero19. Por supuesto,
junto a las ganancias netas por salarios, existían las procedentes del contra-
bando, que implicó para las dotaciones una ventaja extra, aunque siempre
vedada y punible, y además, fundamentalmente en los navíos de guerra, tri-
pulantes y oficiales podían en proporción directa a su grado de responsabili-
dad en los buques trasladar mercancías para comerciar con ellas, transpor-
tándolas en espacios determinados o alquilando este derecho a los armadores.
Si generales, almirantes y oficiales dispusieron de bastantes metros cúbicos
en el registro de sus embarcaciones para estos efectos, también contaron
adicionalmente con la facultad de llevar algunos pasajeros, sufragando su sus-
tento, de modo que cobraban altas cantidades por estos pasajes.
Al fin, junto a oficiales y marinería, tanto en buques mercantes como
de escolta, se embarcaban multitud de pasajeros, legales o no. En el caso de
los mercantes era usual encontrar viajeros con cargos públicos que conta-
ban con la preceptiva licencia y se trasladaban a tomar posesión o retornaban
de América acompañados de familiares y comitivas de criados, su “fami-
lia”, además de comerciantes o sus apoderados. Pero lo normal era que apa-
recieran, con edades no superiores a los 20 o 25 años, multitud de polizones
o “llovidos” que, como los marineros, fueron fundamentalmente de raíces
andaluzas y baja extracción social, y emprendían viaje motivados por la
búsqueda de un porvenir más halagüeño o en busca de familiares olvidadi-
zos20. A ración y sin sueldo eran empleados por los capitanes cuando se
descubría su embarque subrepticio, aunque no resultase inusual que esta frau-
dulenta forma de colarse en las embarcaciones con destino a América fuese
una artimaña de quienes, viajando con varios acompañantes y con el único
y sano fin de evitar el pago de algunos pasajes, los hicieran aparecer como
19 Antonio
García Baquero, Cádiz y el Atlántico…., T. I, pp. 301-302.
20
Angeles Flores Moscoso, “Tripulantes de inferior categoría: llovidos y desvalidos en el siglo
XVIII”, en Actas de las IV Jornadas de Andalucía y América, pp. 253 y ss.
140
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polizones, una vez alejado el navío de la costa lo suficiente como para que no
fuera posible su desembarco en los puertos peninsulares. Porque los que eran
hallados antes de iniciarse tan largos periplos eran desembarcados y conde-
nados hasta a seis años de presidio en Africa y a tres años de campaña mili-
tar, o escalafonados como grumetes, si eran hombres de mar. Lo extraordi-
nario fue que a pesar de la severidad de las penas para quienes los ocultaran
o protegieran -perdimiento de empleo a los oficiales, condena a diez años
de presidio en Africa a los marinos- el abultado número de polizones solo
se explica por la colaboración de capitanes, oficiales y marinería. Baste un
ejemplo. A principios del siglo XVIII, en la flota que desde Cádiz conducía
al recién nombrado virrey del Perú, príncipe de Santo Buono y precisamen-
te en la nave donde se trasladaba, la “Santa Rosa”, además de 715 pasajeros
embarcados legalmente, iban a bordo 300 polizones, lo que puso en serio
peligro la existencia de todos por falta de vituallas21.
MIEDOS Y PELIGROS
21
Cesáreo Fernández Duro, La Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y de
León, T. VI, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1900, pp. 122-123.
141
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su conocida barra litoral. El uso del puerto de Cádiz fue, bajo fiscaliza-
ción de Sevilla, el remedio al deterioro de la navegación, pero su bahía y
puerto estuvieron permanentemente expuestos al riesgo omnipresente que
el casi ininterrumpido viento de Levante conllevaba, lo que se complicaba
con una apertura geográfica incompatible con una adecuada defensa fren-
te a ataques enemigos. Estas y otras circunstancias hicieron frecuente, sobre
todo en arribadas problemáticas, el recurso a los puertos de Rota, Puerto
de Santa María o Puerto Real, aunque el cambio de fondos, la aparición
periódica y repentina de bancos de arena y lo acusado del flujo y reflujo
de las mareas también implicaron serio peligro22. Aunque durante los siglos
XVI y XVII las posibilidades de hacer en la ida a América un viaje feliz,
un itinerario sin accidentes o sorpresas desagradables, fueron escasas, el
seno mexicano y los aledaños de las Antillas se constituyeron en las zonas
de mayor riesgo. Las estadísticas indican que los puertos de Veracruz, Cam-
peche y la península de la Florida reunieron aproximadamente la mitad de
los naufragios, y Cuba y Santo Domingo, junto a otras zonas aledañas, una
cuarta parte. Sevilla y sus antepuertos, en general los atracaderos de la
costa andaluza, usados en momentos de persecución o mucho riesgo, pre-
sentan porcentajes que no sobrepasan el 20 % de las pérdidas23. Durante el
tornaviaje, en el curso del siglo XVIII, en las costas andaluzas se localizó
el 10 % de lo evaluado como perdido, las Azores fueron responsables de
un 5 %, las costas de Virginia un 12 %, las Antillas Mayores y su entorno
un 17 % y el canal de las Bahamas, con los famosos cayos Vizcaíno, Vacas
o Víboras, entre otros, acumularon el 44 % de las pérdidas24. El padre Váz-
quez de Espinosa dejó un sobrecogedor testimonio de las dificultades, temo-
res, riesgos y peligros de estas travesías:
22
Julio Guillén Tato, “Reseña histórica de los puertos de la baja Andalucía”, Boletín de la Real
Sociedad Geográfica, Vol. LXXX, Nº 1-6, Madrid, RSG, 1944, pp. 309-329.
23
Pierre y Huguette Chaunu, Seville et l’Atlantique, T. VI, Vol. 2, pp. 601-618 y 861-881.
24
Antonio García Baquero, Cádiz y el Atlántico…, T. I, pp. 376 y ss.
142
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fuerza de la tormenta subieron tres marineros de nuestra nao, de los más esforza-
dos, cuando el viento y mar bramaban, con hachas para desaparejarlo [...] Lo que
más temor y espanto les daba eran los espantables y fieros tiburones que, encar-
nizados de los jamones y tocinos y otras cosas de carne que, de los corredores de
nuestra nao, en esta dicha fuerza del tiempo se habían comido, estaban arrima-
dos a los costados de la nao, aguardando si se caía alguna presa de que asir. Y me
confesaron estos esforzados marineros que lo que más temieron fue, si acaso,
por los grandes balances que daba la nao -que los despedía de sí y echaba a la
mar- ser luego comidos y despedazados de las fieras bestias encarnizadas que, para
ello, estaban puestos a los costados aguardando”25.
25
B. Velasco, “La vida en alta mar en un relato del padre Vázquez de Espinosa (1622)”, Revista de
lndias, Madrid, CSIC, 1976, pp. 304-305; este clima de terror ante unas circunstancias insalvables ha
sido perfectamente captado y documentado por Pablo E. Pérez Mallaína en El hombre frente al mar: nau-
fragios en la Carrera de Indias durante los siglos XVI y XVII, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1996.
26 Pablo E. Pérez Mallaína, “Desastres marítimos en la Carrera de Indias: una interpretación des-
143
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LA HAZAÑA DE COMER
27
Angeles Flores Moscoso, “Naufragios en el golfo de Cádiz”, en Actas de las II Jornadas de
Andalucía y América, pp. 333-359.
28
Cesáreo Fernández Duro, La Armada…, T. VI, p. 182.
29
Pablo E. Pérez-Mallaína, Política naval española en el Atlántico, 1700-1715, Sevilla, Escuela
de Estudios Hispanoamericanos, 1982, p. 38.
30
Pierre Chaunu, Conquista y explotación de los Nuevos Mundos, Barcelona, Labor, 1973, pp.
150 y ss, indica que sobre 300 toneladas el peso de estas mercancías llegaba al 13-15%, y bajaba al
10% en navíos de 700 toneladas de registro.
31
Se trataba de carne oreada, untada de azúcar moreno o salitre diluido, que se secaba y ahumaba.
144
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32
Manuel Babio Walls, “La vida cotidiana del hombre de mar andaluz en la Carrera de Indias:
hipótesis de un trabajo de historia naval”, en Actas de las I Jornadas de Andalucía y América, Sevi-
lla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1982, p. 257 y ss.
33
Clarence H. Haring, El comercio y la navegación…., pp. 316 y ss.; Pablo E. Pérez-Mallaína,
Los hombres del Océano, pp.148-156.
34
Salvador Clavijo y Clavijo, La trayectoria hospitalaria de la Armada Española, Madrid,
CSIC, 1944, p. 25.
145
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“Es privilegio de galera que nadie, al tiempo de comer, pida allí agua que
sea clara, delgada, fría, sana y sabrosa, sino que se contente, y aunque no quie-
ra, con beberla turbia, gruesa, cenagosa, caliente, desabrida. Verdad es que a
los muy regalados les da licencia el capitán para que, al tiempo de beberla, con
una mano tapen las narices y con la otra lleven el vaso a la boca [...] Todos
los que allí entraren han de comer el pan ordinario de bizcocho, con condi-
ción que sea tapizado de telarañas y que sea negro, gusaniento, duro, ratona-
do, poco y mal remojado [...] La carne que han de comer ordinariamente ha
de ser tasajos de cabrones, cuartos de oveja, vaca salada, búfano (sic) salpre-
so y tocino rancio; y esto ha de ser sancochado, que no cocido, quemado, que
no asado, y poco, que no mucho; por manera que, puesto en la mesa, es asque-
roso de ver, duro como el diablo de masar, salado como rabia para comer, indi-
gesto como piedras para digerir y dañoso como zarzas para dello se hartar”35.
ENFERMEDADES Y SANIDAD
35
Antonio de Guevara, “De los muchos trabajos que se pasan en las galeras” (1539), en José
Luis Martínez, Pasajeros de Indias: viajes transatlánticos en el siglo XVI, Madrid, Alianza, 1983,
pp. 218-219.
36
B. Velasco, “La vida en alta mar...”, pp. 318-319.
146
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“En manera alguna puedo justificar las personas a las que di sepultura en
dicho hospital de dichas naos, así de la Capitana y Almiranta, como de los mer-
cantes, porque, con la muchedumbre de enfermos que entraban en dicho hospi-
tal y fallecieron en él, en todo el tiempo de la epidemia, por cuidar de su cura-
ción y asistir a darles los sacramentos y sepultura a los difuntos, no se atendió a
los asientos. La mayor parte de los que se enterraron de dicha flota fue en la
iglesia y, por haberse ocupado esta y la sacristía se recurrió al cementerio que,
en tiempos de epidemia, en los campos y otras partes benditas se hacen los entie-
rros, porque a ello obliga la necesidad”39.
37
Silvio Zabala, Galeras en el Nuevo Mundo, México, Editorial de El Colegio Nacional,
1976, p. 115-137.
38 Juana Gil Bermejo y Pablo E. Pérez Mallaína, “Andaluces en la navegación trasatlántica...” p. 283.
39
Ibídem; el capellán Juan de Sola y escribió desde Veracruz, el 29 de abril de 1700, a
Manuel de Velasco.
147
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LA VIDA COTIDIANA
40
Recopilación de las leyes de Indias, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1973, Ley 133,
Capítulo 48, Título 15, Libro IX.
41 Juana Gil Bermejo y Pablo E. Pérez Mallaína, “Andaluces en la navegación trasatlántica...” p. 283.
42
Pablo E. Pérez-Mallaína, Los hombres del océano….pp.139-147.
148
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“Es previlegio de galera que las camas que allí se hicieren para los pasaje-
ros […] no tengan pies ni cabeceras señaladas, sino que se echen a do pudieren
y cupieren, y no como quisieren; es a saber, que a do una noche tuvieren los
pies tengan otra la cabeza [...] En haciendo un poco de marea, o en andando la
mar alta, o en arreciándose la tormenta, o en engolfándose la galera, si te des-
maya el corazón, desvanece la cabeza, se arrevuelve el estómago y se te quita la
vista, comiences a dar arcadas y a revesar lo que has comido y aun echarte por
aquel suelo, no esperes que los que te están mirando te tendrán la cabeza, sino
que todos, muy muertos de risa, te dirán que no es nada, sino que te prueba la mar,
estando tú para espirar y aun para desesperar”43.
Los pasajeros sin rango eran alojados en grupo, como hemos señala-
do, bajo los alcázares, sin camarotes, de alguna forma mezclados con la
tripulación, y usaban para su precario descanso hamacas colgadas, de ori-
gen caribeño. Este hacinamiento, la necesidad impuesta del control del
agua dulce y los muchos días que transcurrían entre un punto de atraque
y otro, reducían notablemente las posibilidades higiénicas, aunque pasa-
do el tiempo la costumbre de baldear la cubierta y limpiar las sentinas ali-
viaba algo el mal olor y la proliferación de chinches, pulgas, cucarachas
y ratas. De a poco y a pesar de que también hubo lugar para los entrete-
nimientos, e incluso para algún que otro furtivo escarceo sexual 44, los
llamados “pajes de escoba”, pasaron a ocuparse, si la travesía lo permi-
tía, de las labores de limpieza, que tenían en el vinagre su principal anti-
séptico, aunque normalmente, y en climas tropicales, pudiese más la natu-
raleza que la buena voluntad de quienes quisieron implantar drásticas
medidas de higiene. Completan este sórdido panorama unas palabras sobre
el aseo personal de las dotaciones y los viajeros, cuya ración de agua
era de tres litros por día para cualquier uso, incluído el higiénico, con el
agravante añadido de la dificultad para mudarse periódicamente:
“Es previlegio de galera que ningún pasajero sea obligado, ni aún osado, de
descalzar los zapatos, desatar las calzas, desabrochar el jubón, ni desnudar el sayo,
ni aún quitarse la capa a la noche, cuando se quisiere ir a acostar, porque el
pobre pasajero no halla en toda la galera otra mejor cama que es la ropa que sobre
si trae vestida [...] si alguno tuviere necesidad de calentar agua, sacar lejía, hacer
colada o jabonar camisa, no cure de intentarlo si no quiere dar a unos que reír y
a otros que mofar; mas si la camisa trajere algo sucia o muy sudada y no tuvie-
re con qué remudarla, le es forzoso tener paciencia hasta que salga a tierra a lavar-
la o se le acabe de caer de podrida”45.
43 Antonio
de Guevara, “De los muchos trabajos...”, pp. 221-222.
44
Pablo E. Pérez-Mallaína, Los hombres del océano….pp. 157-177.
45
Ibídem., pp. 218 y 221.
149
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“Hombres, mujeres, mozos, viejos, sucios y limpios, todos van hechos una
mololoa y mazamorra, pegados unos a otros, y así juntos [...] Uno regüelda,
otro vomita, otro suelta los vientos, otro descarga las tripas, vos almorzais, y no
se puede decir a ninguno que usa de mala crianza”46.
BIBLIOGRAFÍA
PIERRE y HUGUETTE CHAUNU, Séville et l’Atlantique (1504-1650), París, Institut des Hau-
tes Etudes de L’Amérique Latine, 1957-1960.
ANTONIO DOMÍNGUEZ ORTIZ, “La burguesía gaditana y el comercio de Indias, desde media-
dos del siglo XVII hasta el traslado de la Casa de la Contratación”, La burguesía mer-
cantil gaditana (1650-1688), Cádiz, Diputación Provincial, 1976.
CESÁREO FERNÁNDEZ DURO, La Armada española desde la unión de los reinos de Castilla
y de León, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1900.
ÁNGELES FLORES MOSCOSO, “Naufragios en el golfo de Cádiz”, en Actas de las II Jorna-
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ÁNGELES FLORES MOSCOSO, “Tripulantes de inferior categoría: llovidos y desvalidos en el
siglo XVIII”, en Actas de las IV Jornadas de Andalucía y América, Vol. I, Sevilla, Escue-
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ANTONIO GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, Cádiz y el Atlántico (1717-1778), T. I, Sevilla, Escue-
la de Estudios Hispanoamericanos, 1976.
JUANA GIL-BERMEJO y PABLO E. PÉREZ-MALLAÍNA, “Andaluces en la navegación trasatlán-
tica: la vida y la muerte en la Carrera de Indias, a comienzos del siglo XVIII”, en
Actas de las IV Jornadas de Andalucía y América, Vol. I, Sevilla, Escuela de Estudios
Hispanoamericanos, 1985.
46
Testimonio de 1573, recogido por José María López Piñero, El arte de navegar en la España
del Renacimiento, Barcelona, Labor, 1986, p. 239.
150
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PAISAJES DESPOSEÍDOS
EL TROPICALISMO DE ALEJANDRO DE HUMBOLDT*
Manuel Lucena Giraldo, Instituto de Historia, CSIC
I
Es posible que una de las razones por las cuales la figura de Alejandro
de Humboldt continúa interesando a una generación tras otra, tanto en Amé-
rica como en Europa, sea el aparente desdén con el que pareció sobrellevar
las glorias del mundo. No se trata sólo de que reivindicara un carácter ciu-
dadano, como en 1805, cuando subrayó en sus famosas “Confesiones” el
rechazo al uso del título nobiliario salvo en casos extraordinarios -“jamás
encabezando un libro”, señaló en aquella ocasión- o de que aún siendo un
“demócrata de la corte” se burlara de las condecoraciones que le concedie-
ron con insistente regularidad imperios, repúblicas y monarquías1. Visto en
perspectiva, parece claro que el príncipe de los viajeros estuvo adornado de
un humor peculiar, quizás forjado en las adversidades de la diferencia, gra-
cias al cual mantuvo una protectora distancia respecto al mundo en el que
* Una versión preliminar de este texto fue presentada en el Coloquio internacional Humboldt et
le monde Hispanique, que tuvo lugar en la Universidad de París X-Nanterre en 2000 y se editó en Tho-
mas Gomez (Dir.) Humboldt et le monde hispanique, París, Université Paris X, 2002.
1 “Refiriéndose a mí, me gustaría que dijera simplemente M. Humboldt, a lo sumo M. Alexan-
dre Humboldt”, Mis confesiones (1805), en Oscar Rodríguez Ortiz (ed.) Imágenes de Humboldt, Cara-
cas, Monte Avila, 1983, p. 19. U. D. Oppitz elaboró un inventario de lugares, plantas, animales y
objetos bautizados con el apellido de los hermanos Humboldt, pp. 163-180.
153
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2
Superada ya la fase historiográfica en la cual la mención a la homosexualidad de Humboldt se
tenía que sortear con toda clase de estrategias, entre las cuales destacó en vida del sabio la invención
de hijos americanos, se han abierto camino nuevas interpretaciones; J. Alberto Navas Sierra, “Perso-
nalidad, ciencia y contexto histórico en un contexto ilustrado: Humboldt y el virreinato de la Nueva
Granada (1801-1829), Arbor, T. CLXIII, Nº 642, Madrid, CSIC, 1999, pp. 256 y ss; sobre los hijos
apócrifos, Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Tomo I,
México, Editorial Pedro Robredo, 1941, pp. 80-83; en torno a su representación iconográfica, Hali-
na Nelken, Alexander von Humboldt. Bildnisse un künstler. Eine dokumentierte ikonographie, Ber-
lín, D. Reimer, 1980, pp. 29 y ss.
3
Sobre las construcciones sucesivas del mito “eurocriollo” humboldtiano, Michael Zeuske, “¿Padre
de la independencia? Humboldt y la transformación a la modernidad en la América española”, en Miguel
Angel Puig-Samper (coord.) Debate y Perspectivas, Nº 1, Madrid, Fundación Tavera, 2000, pp. 69 y ss.
4
Oscar Rodríguez Ortiz (ed.) Imágenes, p. 7.
5
Josefina Gómez Mendoza, “Alejandro de Humboldt y la geografía del paisaje”, en Alejandro
de Humboldt. Una nueva visión del mundo, Barcelona, Lunwerg Editores, 2005, p. 55.
6
Horacio Capel, Filosofía y ciencia en la geografía contemporánea. Una introducción a la geo-
grafía, Barcelona, Barcanova, 1981, p. 13.
154
04.cap02 parte 02 28/8/06 13:08 Página 155
7 Para el caso brasileño, Demétrio Magnoli, O corpo da pátria. Imaginação geográfica e políti-
ca externa no Brasil (1808-1912), Sao Paulo, Unesp, 1997, pp. 241 y ss.
8
Arístides Rojas, Humboldtianas, T. I, Caracas, Editorial Cecilio Acosta, 1942, p. 12; sobre la
visión de Humboldt en algunas de las nacientes repúblicas, Miguel Angel Puig-Samper, “Alejandro de
Humboldt en el mundo hispánico: las polémicas abiertas”, en Miguel Angel Puig-Samper (coord.)
Debate y Perspectivas, pp. 18 y ss.
155
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9 Frank Holl, “El científico independiente y su crítica al colonialismo”, en Miguel Angel Puig-
1992, p. 133; Oliver Lubrich, “’Como antiguas estatuas de bronce’. Sobre la disolución del clasicis-
mo en la Relación histórica del viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Mundo de Alejandro de
Humboldt”, Revista de Indias, Vol. LXI, Nº 223, Madrid, CSIC, 2001, pp. 757 y ss.; Eric Werthei-
mer, Imagined empires. Incas, Aztecas, and the New World of American Literature, 1771-1876, Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1999, pp. 2-4; Alejandro de Humboldt, Cuadros de la naturale-
za, Madrid, Imprenta y librería de Gaspar editores, 1876, p. 185.
11 David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867,
156
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Por eso, más allá de citas repetidas hasta la saciedad dedicadas a ponde-
rar el reconocimiento por el sabio de las grandes sumas invertidas en cien-
cia por la monarquía de Carlos IV, o a destacar fuera de toda medida su inte-
rés (nada gratuito) por relacionarse con los científicos naturales de España
y la antigua América española, llama la atención el papel que jugó como here-
dero de una tradición intelectual estudiosa del Nuevo Mundo de larga data.
Un inventario de los autores de los siglos coloniales que citó con mayor fre-
cuencia incluye, en ediciones del siglo XVI, a José de Acosta, Pedro Cieza
de León, Cristóbal y Hernando Colón, Hernán Cortés, Alonso de Ercilla,
Gonzalo Fernández de Oviedo, Francisco de Jerez, Bartolomé de las Casas,
Francisco López de Gómara, Pedro Mártir de Anglería y Agustín de Zárate.
En cuanto a los del siglo XVII, aparecen mencionados Cristóbal de Acuña,
fray Agustín de Betancourt, Bernal Díaz del Castillo, Lucas Fernández de
Piedrahita, fray Gregorio García, el inca Garcilaso de la Vega, Antonio de Herre-
ra, Antonio de León Pinelo, Juan Eusebio Nieremberg, fray Antonio de Reme-
sal, fray Pedro Simón, Antonio de Solís y fray Juan de Torquemada. Entre los
23 autores del siglo XVIII que cita se cuentan “los grandes” Antonio de Alse-
do, José Antonio de Alzate, Francisco Clavijero, Andrés González Barcia,
José Gumilla, Gaspar de Jovellanos, Juan Bautista Muñoz, Antonio de Ulloa
y José Hipólito Unanue y finalmente entre los del siglo XIX menciona a Félix
de Azara, Hipólito Ruiz, José Pabón, José Ignacio de Pombo y Martín Fer-
nández de Navarrete12.
II
A la luz de tantas contradicciones, cabe preguntarse por el lugar en el que
Humboldt se encuentra con su mitología, por el espacio en el cual la inven-
ción política del estado-nación republicano fundado en la desaparición sim-
bólica del pasado colonial entró en un diálogo con el sabio empeñado en hacer
de su vida una obra de arte, en descubrirse a sí mismo a través de un desti-
no mesiánico13. Porque no resulta en absoluto casual que fuera considerado
a partir de un designio del propio Simón Bolívar como el segundo descu-
bridor de América, o que el nuevo discurso republicano asimilara sin aparen-
te dificultad su interés por Cristóbal Colón o por la gesta de los descubri-
mientos geográficos ibéricos, que consideraba “empresas audaces y dignas
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“Humboldt, un prusiano en la corte de Carlos IV”, Revista de Indias, Vol. LIX, Nº 216, Madrid,
CSIC, 1999, pp. 329-355.
16 Charles Minguet, Alejandro de Humboldt, Tomo I, p. 330.
17 Charles Minguet, “Las relaciones entre Alexander von Humboldt y Simón Bolívar”, en Alber-
to Filippi (dir.), Bolívar y Europa en las crónicas, el pensamiento político y la historiografía, Vol. I,
Caracas, Ediciones de la Presidencia de la República, 1988, p. 749-751.
18 Charles Minguet, “Las relaciones”, p. 751-752.
19 Charles Minguet, “Las relaciones”, p. 746.
158
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20
J. Alberto Navas Sierra, “Personalidad, ciencia...”, p. 282.
21
Frank Safford, The ideal of the practical: Colombia’s struggle to form a technical elite, Aus-
tin, Universidad de Texas, 1976, pp. 101 y ss.; Manuel Lucena Giraldo, Historia de un cosmopolita.
José María de Lanz y la fundación de la ingeniería de caminos en España y América, Madrid, Cole-
gio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, 2005, pp. 165 y ss.
22 Charles Minguet, Alejandro de Humboldt, Tomo I, p. 328.
23 Charles Minguet, Alejandro de Humboldt, Tomo I, p. 330.
159
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“Esta paz, que vuestros ejércitos han conquistado, no puede desaparecer, pues
no tenéis ya enemigos exteriores, y sí bellas instituciones sociales, sabia legisla-
ción que preservará la república de la mayor de las calamidades, las disensiones
civiles. Reitero mis votos por la grandeza de los pueblos de la América, por el
afianzamiento de una sabia libertad, y por la felicidad de aquel que ha mostrado
noble moderación”24.
24
Charles Minguet, “Las relaciones”, p. 750.
25 Nikita Harwich Vallenilla, “Construcción de una identidad nacional: el discurso historiográfi-
co de Venezuela en el siglo XIX”, Revista de Indias, Vol. LIV, Nº 202, Madrid, CSIC, 1994, pp. 637-
653; Michael Zeuske, “Vom “buen gobierno” zur “besseren regierung”? Alexander von Humboldt
un das Problem das Transformation in Spanichs-Amerika”, en Michael Zeuske y Bernd Schroter (eds.)
Alexander von Humboldt und das neue Geschichtsbild von Lateinamerika, Leipzig, Universidad de
Leipzig, 1992, pp. 145-215.
26 Juan Pimentel, “El volcán sublime. Geografía, paisaje y relato en la ascensión de Humboldt
al Chimborazo”, en Ottmar Ette y Walter L. Bernecker (eds.) Ansichten Amerikas. Neuere Studien zu
Alexander von Humboldt, Frankfurt, Vervuert, 2001, p. 126.
160
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ro, porque el propósito mesiánico era equivalente. Del mismo modo que había
padecido el sabio para crear una praxis liberadora mediante el conocimien-
to y los padres de la patria habían fundado la nación con el sacrificio de la
sangre derramada, los nuevos ciudadanos debían expiar su propio pecado ori-
ginal, mostrando una intachable fidelidad a la república.
III
Es posible que lo más extraordinario de la obra de Humboldt que se
ocupa de la América tropical sea su potencia identificadora, su capaci-
dad de producir visiones estéticas de indudables resonancias políticas y
culturales. No resulta difícil encontrar en ella una serie de estereotipos
básicos de definición de la naturaleza americana, bien visibles, por ejem-
plo, en una de sus obras preferidas, los Cuadros de la naturaleza: las abun-
dantes y desmesuradas selvas tropicales del Amazonas y el Orinoco, las
vastas llanuras interiores representadas por los llanos y las pampas, y las
cimas de las montañas, los nevados andinos y los volcanes mexicanos27.
Si queremos comprender mejor las razones de la eficacia y el éxito de
sus modelos narrativos, resulta fundamental determinar en qué medida
fueron nuevos y hasta qué punto fueron tradicionales, más allá del impor-
tante matiz que la imperativa construcción romántica de lo sublime lle-
vaba consigo, ya que en este sentido Humboldt siempre fue novedoso28.
En este punto, es importante recordar que recomendaba a los dibujantes
que participaban en viajes y exploraciones a lugares remotos trabajar en
el sitio, “poseídos de emoción sobre los lugares mismos, trayendo imá-
genes exactas de las cosas”, de modo que no tuvieran que buscar inspira-
ción en obras de botánica o ejemplares conservados en invernaderos29.
Si planicies, selvas y montañas estaban destinadas a convertirse en los ele-
mentos básicos de la romántica mirada humboldtiana, volcada en la deter-
minación del nuevo estereotipo de lo tropical, era lógico el enmascara-
miento de lo urbano, ya que todo lo que no fuera pintoresco debía ser
eliminado. Las ciudades, desde luego, carecían de esta cualidad30. Tanto
en las construcciones textuales como en las pictóricas, que estaban per-
27
Mary Louise Pratt, Imperial eyes, especialmente p. 125.
28
Juan Pimentel, “El volcán sublime”, pp. 124 y ss.
29
Roldán Esteve-Grillet, “Alejandro de Humboldt y la estética del paisaje venezolano en el siglo
XIX”, en Cesia Hirshbein et al. (eds.) Alejandro de Humboldt y Venezuela, Caracas, UCV, 2000, p. 69.
30 Pere Sunyer-Martín, “Humboldt en los Andes de Ecuador. Ciencia y Romanticismo en el des-
161
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“La historia del arte nos enseña el progreso en virtud del cual el accesorio
ha llegado a ser poco a poco el principal objeto de la representación; cómo la
pintura de paisaje, desligada del elemento histórico, ha tomado importancia y lle-
gado a formar un género aparte, y cómo las figuras humanas no han servido
desde entonces sino para animar una comarca cubierta de montañas o de bosques,
las calles de un jardín o la orilla de un mar”31.
162
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Mientras Acapulco “es célebre por la belleza de su rada, que parece abier-
ta en las rocas graníticas a causa de la violencia de los terremotos, célebre
por la miseria de sus habitantes [...] y también por su clima tan ardiente como
mortífero”36, en Cumaná, “situada en medio de una colina sin verdor [...] la
mirada no encuentra ni un campanario ni una cúpula [y] las llanuras circun-
vecinas, sobre todo las que se extienden hacia el mar, presentan un aspecto
triste, polvoriento y árido”37. Aunque la ciudad de Quito es bella, “el cielo
es allí triste y nublado, las montañas vecinas ofrecen poca verdura y el frío
es considerable”. Lo peor es la inconsciencia de sus habitantes: “[Se] respira
voluptuosidad y lujo y quizás en ninguna parte reina un deseo más decidido
y general de divertirse. Así es como el hombre se acostumbra a dormirse apa-
ciblemente al borde de un precipicio”38. La visión de Lima, antigua metró-
poli virreinal, es muy despectiva:
“Nuestra estada en Lima ha sido de algo más de dos meses y demasiado para
conocer un lugar que no tiene otra diferencia con Trujillo que la de más gente y
más fachenda. En Europa nos pintan a Lima como una ciudad de lujo, magnifi-
cencia, hermosura del sexo [...] No he visto ni casas muy adornadas ni señoras ves-
tidas con demasiado lujo y sé que las más familias están arruinadas todas. El secre-
to está en la confusión de la economía y en el juego [...] En la noche, la inmundi-
cia de las calles adornadas de perros y burros muertos y la desigualdad del piso
impiden el correr en coche [...] en Lima mismo no he aprendido nada del Perú”39.
36
Cit. en Carlos Pereira, Humboldt en América, S/F, Madrid, Editorial América, p. 65.
37 Alejandro de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 2, p. 313.
38 Estuardo Nuñez y Georg Petersen, El Perú en la obra de Alejandro de Humboldt, Lima, Libre-
163
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sente la misma idea. La vista de La Habana a la entrada del puerto “es una
de las más alegres y pintorescas de que puede gozarse al norte del Ecuador”.
En ella sobresale la majestad de las formas vegetales y el vigor característi-
co de la zona tórrida, pero por falta de una buena policía tiene un aspecto
asqueroso: “El olor de la carne salada o del tasajo apestaba muchas veces
las casas y aún las calles, poco ventiladas”41. Sólo la gran capital mexicana,
la antigua Tenochtitlán, reúne los requisitos de una metrópoli civilizada:
“México debe contarse, sin duda alguna, entre las más hermosas ciudades
que los europeos han edificado en ambos hemisferios [...] apenas existe una
ciudad de aquella extensión que pueda compararse con la capital de Nueva Espa-
ña por el nivel uniforme del suelo que ocupa, por la regularidad y anchura de las
calles y por lo grandioso de las plazas públicas”42.
El favorable juicio, basado en una impresión positiva, tiene una clara expli-
cación, el carácter de grandeza que le otorga su situación y, una vez más, la
naturaleza de los alrededores:
“Ciertamente no puede darse espectáculo mas rico y variado que el que pre-
senta el valle, cuando en una hermosa mañana de verano, estando el cielo claro
y con aquel azul turquí propio del aire seco y enrarecido de las altas montañas,
se asoma uno por cualquiera de las torres de la catedral de México o por lo alto
de la colina de Chapultepec”43.
41
Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de Cuba, Aranjuez, Ediciones Doce
Calles-Junta de Castilla y León, 1998, p. 107-108.
42
Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Tomo II, p. 193.
43
Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Tomo II, p. 195.
44 Cit. en Hanno Beck, Alexander von Humboldt, México, FCE, 1971, p. 213.
45
Cit. en Pere Sunyer-Martín, “Humboldt en los Andes...”, p. 10.
164
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sentado como una tierra prometeica, el escenario ideal para captar, pintar y
narrar el esplendor de una nueva naturaleza que reúne toda la variedad de fenó-
menos, la más extensa gama vegetal, y alimenta la mayor cantidad de impre-
siones que un hombre sensible y civilizado podía experimentar. Gracias a ellas
el pensamiento podría, por fin, definir leyes invariables y uniformes:
“Los países que se aproximan al Ecuador tienen otra ventaja, sobre la que no
se ha llamado todavía suficientemente la atención. Es la parte de la superficie de
nuestro planeta en que, dentro de una extensión menor, la variedad de impresio-
nes dimanadas de la naturaleza llega al máximum de lo posible. En las montañas
colosales de Cundinamarca, de Quito y del Perú, surcadas por valles profundos,
puede el hombre contemplar todas las familias de plantas y todos los astros del fir-
mamento. Una sola mirada basta para abarcar majestuosas palmeras, bosques húme-
dos de juncos [...] Allí el seno de la tierra y los dos hemisferios del cielo ostentan
toda la riqueza de sus formas y toda la variedad de sus fenómenos”46.
IV
Al fin, la obra de Humboldt constituye, entre otras cosas, una enciclope-
dia de la tropicalidad americana, de sus inmensos espacios interiores, explica
la elección primordial de planicies, selvas y montañas para caracterizarla. Por
eso, tras la brutal deconstrucción del mito de lo urbano, vemos elevarse en su
obra, de modo alternativo, otros cuadros, que colocan al lector ante una expe-
riencia de purificación interior, de comunión individualista con la naturaleza
y de incorporación de los elementos de una narrativa que en su formulación
retórica satisface la sensibilidad y con su aparato científico desarma las posi-
bles prevenciones de la mente positiva y racional, protagonista del tiempo del
nuevo progreso. En el camino de los llanos, mientras vientos de arena aumen-
tan el calor sofocante del aire, “parecían las llanuras subir a lo alto, y esta
vasta y profunda soledad se exhibía a nuestros ojos como un mar cubierto de
sargazo o de algas pelágicas”. Nada puede hacer el hombre que se opone al
designio natural: con el paso de los siglos, allí apenas ha conseguido reducir
a cultivo algunas pequeñas porciones47. Llanos y pampas, de un bello verdor
durante la estación húmeda, se convierten en desiertos durante la seca. Se tra-
ta de la más bella naturaleza: “lo que mejor caracteriza las sabanas o estepas
de la América meridional es la falta absoluta de colinas y desigualdades, el per-
1874, p. 8-9.
47 Alejandro de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 3, p. 207.
165
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fecto nivel de todos los puntos del suelo”48. La experiencia del paisaje consti-
tuye una vez más una metáfora de la purificación del ser humano mediante el
viaje, que abre el horizonte a la felicidad del conocimiento:
“El cuadro uniforme que ofrecen los llanos, la rareza extrema de las habita-
ciones, las fatigas que el viaje trae bajo un cielo abrasador y dentro de una
atmósfera oscurecida por el polvo, la contemplación de un horizonte que parece
huir ante nosotros, aquellos aislados tallos de palmera que tienen todos igual sem-
blante y que se pierde la esperanza de alcanzar porque se les confunde con otros
que rebasan poco a poco el horizonte visual, todas esas causas juntas hacen
parecer las estepas mucho más grandes de lo que en realidad son”49.
48 Alejandro
de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 3, p. 211.
49 Alejandro
de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 3, p. 213.
50 Sobre los “ruidos y tonos de la selva”, Ottmar Ette, “Hacia una conciencia universal. Ciencia y ética
en Alejandro de Humboldt”, en Miguel Angel Puig-Samper (coord.) Debate y Perspectivas, pp. 45 y ss.
51 Alejandro de Humboldt, Cuadros de la naturaleza, p. 210-212.
52 Cit. en Carlos Pereira, Humboldt en América, p. 171.
166
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nos prestaron mucha atención53. Y finalmente están las montañas, por las que
Humboldt tiene un interés obsesivo, en la medida en que no sólo le permi-
ten insertarse en una tradición bien establecida y compartir una moda del
tiempo, sino recrear el reiterado contraste con lo urbano, construir con sus
palabras el cuadro del vaciamiento espiritual, mostrar su propia purifica-
ción y, finalmente, ofrecer al lector la honorable salida de aceptar su propia
percepción del paisaje, de “creer en sus palabras”. En Quito, son muchos
los volcanes por los que manifiesta interés, pero el ascenso al Chimborazo,
la misma montaña en la que Bolívar experimentará años más tarde su famo-
so delirio, se configura como una incomparable hazaña física, pero también
de construcción textual. Como es lógico, Humboldt nos coloca ante un pai-
saje arruinado, con restos de construcciones humanas o de montañas que
remiten a la idea de devenir teñido de nostalgia del pasado, montañas descar-
nadas y calcinadas54. Soledad, inaccesibilidad, caos, vacío. En la cumbre
del ansiado Chimborazo, su estancia en altura resulta triste y lúgubre: “rodea-
dos de abismos y una espesa niebla, apenas se halla algún vestigio de vida”,
mientras en el Guagua Pichincha, que asciende solo, a 4500 metros ya no
aparecen “vestigios de seres organizados”. Ante el cráter, que tiene la apa-
riencia de un mundo destruido, en el mismo lugar donde años atrás Charles
M. de la Condamine había sentido “el caos de los poetas”, encuentra por
fin su propio límite sensorial, pierde las palabras, la capacidad de signifi-
car: “Todo aquello que uno ve interesa, inspira horror, pero no puede desa-
rrollarse todo lo que se ha visto”55. Llegamos así a entrever, también noso-
tros, la complejidad del proceso narrativo humboldtiano. Sobre el silencio
del individuo que contempla la grandeza de la evolución natural, que se
hace uno y único con la naturaleza, se vislumbra el cambio moral, la posi-
bilidad de recuperar la virtud absoluta de lo utópico, de liberar a Prometeo,
representado tanto por el hombre del futuro como por la nación emancipa-
da, libres ambos de las cadenas de la opresión despótica, para concebir un
devenir en el que retorne la perfección adánica del primer hombre, el comienzo
del auténtico tiempo humano56. Los tres cuadros primordiales de la natura-
leza tropical americana, el llano vacío, la montaña telúrica y la selva vir-
gen, junto a su opuesto, la ciudad degradada, reinventan en Humboldt la pode-
rosa arma colonizadora constituida por el lenguaje de los descubrimientos
53 Alejandro
de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 4, p. 246-247.
54
Pere Sunyer-Martín, “Humboldt en los Andes...”, p. 11.
55
Pere Sunyer-Martín, “Humboldt en los Andes...”, p. 11.
56 Humboldt mantenía que los cambios de percepciones podían implicar cambios morales,
de modo que la contemplación de los objetos del conocimiento humano alteraba los hábitos con-
ceptuales; Anthony Pagden, European Encounters, p. 113.
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BIBLIOGRAFÍA
168
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CONTRA EL VIAJERO
NARRACIÓN Y APROPIACIÓN EN TORNO
A LA ACCIÓN COLONIAL ESPAÑOLA EN MARRUECOS
Tal vez el título de este texto requiere una aclaración que mitigue su
tono arbitrario. En parte se explica por mi profunda animadversión perso-
nal hacia viajes y viajeros, a la que, consoladoramente, quisiera conside-
rar como un eco del famoso comienzo de los Tristes trópicos de Lévi-Strauss,
“odio los viajes y a los exploradores”. Esta animadversión sustenta una idea
básica: el conocimiento, desde el contacto microscópico con otros seres
humanos, se funda sobre la experiencia básica de la identidad y de la dife-
rencia, de donde nace la pasión de la unión con lo idéntico, y el reconoci-
miento de la imposibilidad de esa unión, imposibilidad necesaria, sin embar-
go, para la construcción de la propia identidad. Es decir, en la misma
experiencia del conocimiento del otro está implícita su imposibilidad, en
una paradoja (amar, reconocerse, alienarse) que sustenta la propia cons-
trucción de la identidad.
Me parece que el viaje es la metáfora esencial del conocimiento, por-
que quiere plantear radicalmente la cuestión de la identidad y del movi-
miento. En los relatos de viajes, el semejante se transmuta en paisajes,
mares, cordilleras, ríos y ciudades. Más aún, se convierte, según quién
escriba, en pueblos, razas, culturas, civilizaciones. Uno esperaría, pues,
del viajero una tristeza cósmica, la melancolía radical de reconocerse igual
y diferente al otro. Pero para ello harían falta dos condiciones: que el
viajero considerase el viaje una forma de conocimiento de sí mismo a
171
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Me parece que este texto de Leiris expresa bien la triste experiencia ínti-
ma del viajero que busca en el conocimiento del mundo el conocimiento de
sí mismo. Esa tristeza puede ser identificada con la conocida angustia alie-
nada del hombre moderno, una de cuyas expresiones es el gusto por el exo-
tismo3. Sin embargo, los relatos de viaje de los que trata este texto difícil-
mente pueden citarse como ejemplo de esta tristeza. En ninguno de ellos se
concibe el viaje como un conocimiento de sí mismo dentro de un proyecto
global de humanismo que incluya al otro como un ser humano idéntico, como
un semejante. Los viajeros de los que voy a hablar no reconocen su unidad
esencial con lo otro a donde viajan, y por ello su piel no es un trágico obs-
táculo para la identificación con el otro a quien se ama, sino más bien una
muralla efectiva que defiende sus percepciones de sí mismos. Dicho de otra
1
El extrañamiento es una poderosa figura narrativa que utiliza un brusca descontextualización
para que las cosas, despojadas del valor que el uso y la costumbre les asigna, adquieran un nuevo
sentido. Así, simular que un extranjero, o un ser extraño, observa nuestro mundo, o que alguien de
nuestro mundo visita una sociedad extranjera, son mecanismos con un gran poder satírico y moralis-
ta (Vid., Carlo Ginzburg, “Extrañamiento. Prehistoria de un procedimiento literario”, en Ojazos de
madera. Nueve reflexiones sobre la distancia, Barcelona, Península, 2000). Baste recordar aquí, por
su pertinencia, el ejemplo de las Cartas marruecas de Cadalso, y toda la tradición de la que forma par-
te. Es la del extrañamiento una figura esencial de la narrativa de viajes.
2
Michel Leiris, L’Afrique fantôme, París, Gallimard, 1992.
3
Cito, por ejemplo, Chris Bongie, Exotic Memories. Literature, Colonialism, and the fin de siè-
cle, Stanford, Stanford University Press, 1991. Debo el conocimiento de este libro a Juan Pimentel.
172
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4
Edward Said, Orientalism, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1978.
5
Sobre lo que sigue, véase por ejemplo Henk Driessen, On the Spanish-Moroccan Frontier. A
Study in Ritual, Power and Ethnicity, Oxford, Berg, 1992, y especialmente el cap. 4, “Taming Rifian
Society”, pp. 55 y ss.
6 Como es el caso bien conocido de Emilio Blanco Izaga, puesto en valor por David Montgo-
mery Hart, Emilio Blanco Izaga: coronel en el Rif, Melilla, Ayuntamiento de Melilla, Fundación Muni-
cipal Sociocultural, Archivo Municipal, UNED-Centro Asociado de Melilla, 1995.
173
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7 Vid., Manuela Marín, “Los arabistas españoles y Marruecos: de Lafuente Alcántara a Millás
Vallicrosa”, en Joan Nogué y José Luis Villanova (eds.), España en Marruecos, Lérida, Milenio, 1999,
pp. 73-97; Eduardo Manzano, “La creación de un esencialismo: la historia de al-Andalus en la visión
del arabismo español”, en G. Fernández Parrilla y M. C. Feria García (coor.), Orientalismo, exotismo
y traducción, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2000, pp. 23-37; Bernabé
López García, “Arabismo y orientalismo en España: radiografía y diagnóstico de un gremio escaso y
apartadizo”, Awraq, anejo al vol. XI, 1990, pp. 35-69.
8 Sobre el tema de la imagen de los marroquíes en España en época contemporánea debe citar-
se ineludiblemente el libro de Josep Lluís Mateo Dieste, El “moro” entre los primitivos. El caso del
Protectorado español en Marruecos , Barcelona, Fundación “La Caixa”, 1997.
9 Sobre africanismo español del XIX pueden consultarse las obras de Víctor Morales Lezcano,
el que participó Joaquín Costa, adquiere en el africanismo proporciones de mito fundacional (véase
por ejemplo, Intereses de España en Marruecos, Madrid, CSIC, Instituto de Estudios Africanos, 1951,
donde se recogen los textos del meeting del 30 de marzo en el Teatro Alhambra de Granada), o las
Sociedades Geográficas (véase José Luis Villanova Valero, “La Sociedad Geográfica de Madrid y el
colonialismo español en Marruecos (1876-1956)”, Documents d’Anàlisi Geogràfica, 34 (1999), pp.
161-187; idem. y Joan Nogué, “Las sociedades geográficas y otras asociaciones en la acción colo-
nial española en Marruecos”, en Joan Nogué y José Luis Villanova (eds.), España en Marruecos, Léri-
da, pp. 183-224, y, en general, todas las aportaciones de este importante volumen).
174
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11 Los trabajos esenciales sobre este tema son de Manuela Marín,“The Image of Morocco in Three
19th Century Spanish Travellers”, Quaderni di Studi Arabi, 10 (1992), pp. 143-158; y “Un encuentro
colonial: viajeros españoles en Marruecos (1860-1912)”, Hispania, 56 (1996), pp. 93-114. En ellos se
pueden encontrar las referencias bibliográficas y las claves interpretativas fundamentales. A ella le
agradezco, además, todos sus comentarios personales, las referencias y la ayuda que me ha aportado.
12 M.C. Lécuyer y C. Serrano, La guerre d’Afrique, pp. 35 y ss.
13 Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la guerra de África, Gaspar y Roig, Edito-
175
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“Allí estaba el rastro; pero ¿dónde se hallaba la fiera?- La fiera rugía allá,
dentro de la selva, encolerizada al mirarnos remover la cama en que por tanto
tiempo calentó a sus cachorros!- No nos desarme la intensidad de su merecida tri-
bulación; pero seamos circunspectos con el infortunio de quien lucha por la inde-
pendencia de su patria. Verdad es que nosotros atentamos a este sagrado senti-
miento de los marroquíes como en represalias de haber atentado ellos a un sen-
timiento nuestro mucho más sagrado, cual es el honor de los españoles...; pero
esta consideración no obsta para que nos sea lícito dolernos de la aflicción que
causamos, por más que, causándola, obremos en justicia.- «Odia el delito y
compadece al delincuente,» dicen los legisladores”15.
Esta situación se prolonga durante unos días, hasta que por fin, desde
un puesto avanzado del ejército español, Pedro Antonio de Alarcón puede
contemplar, desde lejos, un auténtico aduar, y describe así ese momento:
15
Pedro Antonio de Alarcón, Diario, pp. 16-17.
176
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Si cito este largo texto en toda su extensión es por su elocuencia: está, pri-
mero, la cuestión evidente de que Alarcón construye un punto de vista extre-
madamente elaborado sobre unas personas que aún no ha visto. Nada de extra-
ño, pues ya sabemos que el viajero, convenientemente armado de concep-
tos, ve a menudo lo que esperaba ver, suele encontrarse con lo que confir-
ma sus ideas preconcebidas. Ideas “graves”, que esperan explicarse “cuan-
do trate a los moros más de cerca”. Pero la mirada de Alarcón es la de un
testigo, cuya veracidad se refuerza por la inmediatez narrativa del diario, y
desde la atalaya avanzada desde la que contempla el aduar moruno, nos reve-
la la verdad, centinela no sólo de su ejército, sino de todos sus lectores. “Era
verdad”, exclama, y esa verdad coincide, naturalmente, con las cosas que
sabía. Estas cosas, sin embargo, son hasta cierto punto contradictorias: por
un lado, Alarcón parece añorar a individuo primitivo, libre y soberano fren-
te a la civilización “niveladora y desencantada”; pero, por otro, ese individuo
está sumido, inexplicablemente, en un abismo de ignorancia junto a la des-
lumbradora luz de esa misma civilización, a la que se impone el caritativo
deber de colonizar a los marroquíes. Esta contradicción estructura auténtica-
mente la visión de muchos españoles sobre Marruecos: las imágenes del indí-
gena noble y primitivo y del indígena bárbaro y salvaje articulan distintas,
aunque simultáneas, maneras de contemplarse a uno mismo, de expresar el
propio sentimiento de alienación frente al mundo moderno, y a la vez la
evidencia de la superioridad de la civilización frente a los marroquíes. Éstos
son descritos como animales: no son sólo unas “bestias”, como en la cita ante-
rior, sino que aparecen aquí como una variedad maldita de la especie, aleja-
da de ese afán de progreso que Dios ha impreso en las almas de los hom-
bres. Desde unos cientos de metros de distancia, nuestro testigo ha estable-
cido, pues, la verdad definitiva: la inferioridad de los marroquíes “en sus
inclinaciones, en sus instintos, en su sentido moral, en sus pasiones y en su
inteligencia”. La retórica de Alarcón es inequívocamente totalizadora.
16
Idem., pp. 19-20.
177
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“Tal fue la jornada del 25 de diciembre: durante ella tuve la ocasión de ver
por la vez primera tranquila y detenidamente, como que estaban muertos a mis
pies, a los extraños enemigos que luchan con España hace tanto tiempo; y si he
de decirte toda la verdad, el primer sentimiento que me inspiró su vista fue
cierto disgusto, cierta vergüenza, cierta repugnancia. Y es que aquellos adver-
sarios me parecieron indignos de medir sus armas con las nuestras: es que los
encontré demasiado viles y miserables para ocupar una página en nuestra his-
toria: es que me dio pena y me causó tedio la consideración de que unos seres
tan degradados costasen a mi patria tanto luto, tantos sacrificios, tantas vidas
generosas. Luego, -no sé por qué evolución de mis ideas,- experimenté una
profunda compasión hacia aquellos desgraciados; y por último, sobreponién-
dose en mi a todo la devoción artística, me sentí poseído de admiración por
ellos y los encontré tan grandes, tan nobles y tan hermosos, que me entristecía
la consideración del odio con que me habrían mirado si la vida hubiese vuelto
a alumbrar sus inanimados ojos”18.
17
Idem., p. 43.
18
Idem., p. 46.
178
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19
Vid., Mariano Fortuny Marsal, Mariano Fortuny Madrazo. Grabados y dibujos, Catálogo de
la exposición, Madrid, Biblioteca Nacional, Electa, 1994, p. 114 (“Cabileño muerto”) y p. 113 (“Ára-
be sentado ante el cadáver de su amigo”). En esta última composición, el árabe muerto y el árabe
sentado parecen fijar dos modos mayores de representación y de apropiación del marroquí: tras el “ára-
be muerto” en la batalla, queda el “árabe sentado”, figura inmóvil sobre la que se concentran algu-
nos de los estereotipos más persistentes del modo de percepción colonial.
20 Las extensas e intrincadas maneras en que este acontecimiento fronterizo ha marcado la memo-
ria colectiva de varios siglos y diversas gentes han sido objeto de análisis por Lucette Valensi, Fables
de la mémoire. La glorieuse bataille des Trois Rois, París, Éditions du Seuil, 1992.
21 José María de Murga, Recuerdos marroquíes del Moro Vizcaíno Don José María de Murga,
(a) el Hach Mohamed el Bagdády (1827-1876), Madrid, Revista de Derecho Internacional y Política
Exterior, 1906, pp. 151-152.
179
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da de 186022. Personaje peculiar, que había sido soldado, viajero por Marrue-
cos y Crimea, que poseía una colección de cuernos en su casa sobre la ría
de Bilbao. Un hombre incapaz, como señala Manuela Marín, de mantener
durante mucho tiempo una línea de pensamiento, por lo cual su relato de via-
jes tiende a la digresión y a la incoherencia. Él mismo dice, en el pequeño
prólogo del libro, dirigido al lector:
“Como este libro se ha escrito para remitirlo a Berbería, está impreso en len-
guaje marroquí. La ortografía peculiar a este idioma hace que la primera página
de los libros, en que está escrito o impreso, sea justamente la última con arreglo
a nuestro sistema de escritura. Por lo tanto, la lectura de éste debería empezarse
por la última; pero gracias a mis adelantos pasigráficos, he conseguido que pue-
da leerse indistintamente empezando por uno u otro lado, o lo que es lo mismo,
que tenga dos principios y dos fines que es lo mismo que no tener uno ni otro. Des-
pués de esta advertencia, el lector que en el curso de la lectura encuentre alguna
expresión o alguna idea que no esté muy conforme con las suyas, no tiene sino vol-
verla del revés y por eso no se perderá el sentido del relato”23.
22
Las referencias sobre Murga son extensas, y pueden encontrarse en M. Marín, “The Image of
Morocco”, passim. Aquí citaré sólo Cesáreo Fernández Duro, Apuntes biográficos de el Hach Moha-
med el Bagdády (Dn. José Maria de Murga), Madrid, 1877, que aparece reproducida por el Marqués
de Olivart en su prólogo a la citada edición de los Recuerdos marroquíes; Lorenzo Aycart y López,
Badia, Murga, Jáudenes. Síntesis de los trabajos realizados en Marruecos, en el presente siglo, por
los exploradores españoles, Madrid, Imprenta de Diego Pacheco Latorre,1888; El Moro Vizcaíno: cuna,
solar, linajes y vida y aventura del Mayorazgo vasco y heroico mílite José María de Murga y Murgá-
tegui. Conferencias pronunciadas por Javier de Ibarra, Tomas García Figueras y Guillermo Aycart y
López, Guastavino Gallent, Bilbao, Junta de Cultura de Vizcaya, 1969.
23
J. M. de Murga, Recuerdos, p. 3.
24
Idem., pp. 87-99.
180
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25
Idem., p. 179.
26
Idem., p. 211.
27 Idem., p. 302.
28 Idem., p. 226. Esta alusión a la apertura del comercio con Marruecos y a las ventajas económi-
cas de la acción colonial española, adquiere en la literatura española rasgos singularmente abstractos,
carentes de la mínima estimación racional de las posibilidades reales que España tenía para aprove-
char dicho comercio. Ello se puso dramáticamente de manifiesto con la guerra de 1859-60, y el subsi-
guiente tratado de paz. Vid.,. M. C. Lécuyer y C. Serrano, La Guerre d’Afrique, pp. 100 y 109.
181
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29
J. M. de Murga, Recuerdos, pp. 270-271.
30
Idem., p. 302.
31 Idem., p. 303.
32 Idem., p. 7.
182
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33 Ambas editadas en J. Gavira, El viajero español por Marruecos, Don Joaquín Gatell (el
“Kaid Ismail”), Madrid, Instituto de Estudios Africanos, 1949. Véanse más referencias en M. Marín,
“The image of Morocco”, p. 145.
34 J. Gavira, El viajero, p. 122.
35 Idem., p. 101.
36 Idem., p. 28.
183
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quí, la del sultán itinerante37 que, en movimiento con su ejército, con su maha-
lla, representa el ritual de la presencia y de la ausencia mientras baliza el terri-
torio sometido a su poder renovando las alianzas locales, interpretando la cere-
monia del don y el contra-don, ejerciendo una violencia más o menos con-
trolada en términos que se compadecen mal con la idea de una guerra abier-
ta, al menos como la tenía Joaquín Gatell. Un Gatell que no se encuentra, como
otros viajeros, confrontado a la barrera, al velo infranqueable del misterio afri-
cano, sino que descubre, con una singular penetración, el carácter marroquí,
que se apresta a consignar con su habitual escrupulosidad:
“Nadie puede figurarse de qué modo la envidia corroe los corazones de este
miserable Imperio de Marruecos y cómo se apodera de los espíritus un mal fun-
dado orgullo nacional. Llega aquí un extranjero, y si recibe los favores del sobera-
no, he aquí que una nube de ignorantes, de fanáticos, de cobardes, que no se atre-
ven a presentarse con la cara descubierta, murmuran, desacreditan, y se sirven de
la mentira, de la calumnia, de la hipocresía y de todos los medios posibles para ven-
gar su orgullo, sus intereses o su amor propio. Esta es la razón por la cual yo me
hice tantos enemigos. ¡Que Dios tenga piedad de ellos! Dios haga que la piel de
asno que envuelve sus sesos se convierta en piel de un verdadero ser racional. Todos
los extranjeros han experimentado poco más o menos lo mismo; pero nosotros,
los europeos, tenemos una gran ventaja sobre el pueblo de Marruecos y sobre los
árabes en general, y es que nosotros calamos casi siempre sus intenciones y sus pen-
samientos, mientras que ellos no pueden entrever los nuestros”38.
37 Vid., entre otros, Jocelyne Dakhlia, “Dans la mouvance du prince: la symbolique du pouvoir
184
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Gatell era pues, también, un viajero triste, pero su tristeza nacía de la irri-
tación ante el espectáculo de la barbarie. Es una tristeza convertida en cate-
goría, porque surge inevitable de la dialéctica entre el europeo civilizado y
el bárbaro marroquí, y también porque se construye en torno a la figura del
testigo escrupuloso que, reprimiendo su indignación, y desde la estructura
narrativa asumidamente veraz del diario, puede exclamar que conoce bien a
los moros y que sabe de lo que habla. El testimonio se trasforma así, en manos
del explorador, en conocimiento, y el lector, reconfortado en sus conviccio-
nes, puede imaginar tranquilo indígenas salvajes y atrasados, batallas san-
grientas y heroicos exploradores y soldados españoles.
Julio Cervera Baviera, autor de una Geografía Militar de Marruecos, rea-
lizó, entre otras, una expedición geográfica a Marruecos en 1884. Años más tar-
40
Idem., p. 65.
41
Idem., p. 68.
42
Idem., p. 116.
185
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de, y sobre este mismo viaje, publicaría un pequeño libro titulado Expedición
al interior de Marruecos43. Como señala Manuela Marín, Cervera, a diferen-
cia de Murga o Gatell, es un explorador oficial, vinculado a las instituciones
militares, económicas y políticas españolas con intereses en Marruecos. Sin
embargo, en un cierto sentido guarda relación con ambos, porque en Fez, para
facilitar sus movimientos, decide adoptar la personalidad mora de Omar Sche-
rif, con la ayuda de un antiguo camarada marroquí a quien había conocido en
una academia militar española. Aunque el objetivo declarado del Cervera geó-
grafo era obtener información para facilitar una posible invasión militar de
Marruecos, al final de este libro incluye algunas consideraciones para facilitar
la penetración pacífica y establecer finalmente un régimen de protectorado:
43
Julio Cervera Baviera, Expedición al interior de Marruecos, Valencia, Imp. y Lit. E. Mirabet,
1909. Sobre él, Vid., M. Marín, “The image of Morocco”, p. 146.
44
J. Cervera, Expedición, p. 137.
45
Idem., pp. 137-139.
46
Idem., p. 30.
47
Idem., p. 9.
186
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“El saborcillo y olor penetrante del guiso confeccionado con manteca ran-
cia y mucha pimienta no me hacía feliz, pero era indispensable comer [...]. /
Todos nos rechupábamos los dedos pringosos del kelquesú y manteca y todos
los dedos untosos y rechupados metíamos mano al mismo cazuelo. ¡No había
medio de evitarlo! / Al primer plato de kelquesú siguió un guisote de carnero,
manteca y aceitunas; después gallinas con manteca y pimienta y así siguieron
muchas suculentas bazofias. / Yo ya no podía más. De vez en cuando el negro
Ben-Abú me obsequiaba arrancando con sus uñas las entrañas de un ave y ofre-
ciéndome galantemente aquel bocado exquisito que yo no tenía más remedio
que aceptar. Más que cena para mí fue un martirio enorme que satisfizo mi ham-
bre pero revolvió mi estómago. Para los moros fue un banquete de Baltasar. /
El plato que más recuerdo y que no olvidaré nunca, fue un enorme cazuelo de
fideos guisados con leche agria. / Allí metíamos los cinco dedos todos y sacan-
do chorreando manojos de colgantes y gruesos fideos los empomábamos en
la boca chupando después los dedos. / Al negro Ben-Abú le caían algunas hebras
de comestible por la barba y, sacudiendo ésta con la mano izquierda, hacía
volver los fideos que descansaban en sus sucias canas al cazuelo común [...]. /
En un gran tazón de madera bebemos todos, pasando la vasija de mano en mano.
Cuando llega a las mías veo en fondo del cacharro dos o tres fideos despren-
didos de los bigotes de Ben-Abú”48.
48
Idem., pp. 45-46.
49
Idem., pp. 26-27.
50 Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, Una embajada a Marruecos en 1882, Ceuta, Ayuntamien-
187
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“El europeo que ha visitado Tánger puede formarse idea aproximada de las
demás ciudades de la costa; no así de las del interior, que son las que aún con-
servan el sello peculiar del pueblo marroquí. Cierto es que el árabe no es civili-
zable a la europea; pero en las poblaciones de la costa, donde hay agentes con-
sulares extranjeros, y sobre todo en Tánger, donde reside el Cuerpo diplomático
acreditado cerca del Sultán, la influencia del elemento europeo es, si no en abso-
luto bienhechora, sí tan poderosa, que a ella se han sometido los indígenas, per-
diendo gran parte de su originalidad y no pocas de sus cualidades, para adquirir
en cambio los vicios que lleva consigo nuestra adelantada civilización. / Pero en
Marruecos no sucede esto. El marroquí se nos presenta tal como es, y no tal como
el europeo le ha hecho ser. Sus vicios y virtudes son los distintivos de su raza:
los ha adquirido por herencia, no por contagio. Su gobierno, el único posible para
los pueblos musulmanes, es el despotismo en su más grosera y repugnante for-
ma: la frase de Murga de que «en Marruecos sólo hay estrujadores y estruja-
dos» es una gran verdad, [...]. No creemos susceptible de progreso el Imperio de
Marruecos, porque sería preciso que se modificaran sus condiciones esenciales,
y esto no podría verificarse sin que el Imperio desapareciese. Ni los fusiles y
uniformes de desecho de los ejércitos europeos, ni la táctica inglesa o francesa
enseñada a los askaris por unos cuantos oficiales extranjeros, ni la adquisición de
máquinas inservibles para hacer pólvora, ni la acuñación en Francia de moneda
propia, que vendrá a entorpecer, y no a facilitar, las transacciones mercantiles,
51
La entrega estaba contemplada en los tratados de paz de la guerra de 1859-60. Las vicisitudes
de esta cláusula del acuerdo son complejas (como muestra la misma introducción de Francisco Bar-
celó a la relación de Ramírez de Villa-Urrutia), aunque baste señalar aquí que el principal problema
era la imposibilidad de delimitar la ubicación exacta de esta antigua posesión española.
188
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52
Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, Apuntes, pp. 52-3. Al grupo de los embajadores viaje-
ros pertenece el melancólico Rafael Mitjana, En el Magreb-el-Aksa. Viaje a Marruecos, Valencia, F.
Sempere y Compª Editores, 1905. Vid., Manuela Marín, “El exotismo cercano: Rafael Mitjana y su
viaje a Marruecos”, en G. Fernández Parrilla y M. Feria García (eds.), Orientalismo, pp. 109-119.
53
Aurora Bertrana, El Marroc sensual i fanátic, Barcelona, Edicions Mediterrània, s.d., p. 6.
Sobre este libro hay que consultar J. Nogué i Font, A. Albet i Mas, M.D. Garcia Ramon y Ll. Riudor,
“Orientalisme, colonialisme i gènere. El Marroc sensual i fanàtic d’Aurora Bertrana”, Documents
d’Anàlisi Geogràfica, 29 (1996), pp. 87-107, donde se realiza un análisis detallado de la obra de
Bertrana en el contexto de la producción orientalista y de género sobre Marruecos, y que sigo en
gran medida en las páginas que siguen.
54
A. Bertrana, El Marroc, p. 96.
189
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55
Idem., p. 94.
56
Idem., pp. 94-95.
57
Idem., pp. 95-7.
58
Idem., p. 159.
190
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al contacto físico con los demás pasajeros masculinos a cada brusco vai-
vén del autobús. El espectáculo le hace exclamar a Bertrana: “¡El Islam
morirá en autobús!”59.
El alma pura, auténtica, incorruptible de Marruecos... El tópico de la influen-
cia nefasta de la modernidad sobre los moros atraviesa todo el libro, con el
contrapunto, sin embargo, de súbitas apariciones del progreso benefactor,
como cuando Aurora Bertrana se encuentra con la doctora Valls, “una valien-
te catalana que realiza una obra admirable de higienización femenina y que
lucha heroicamente con el fanatismo de los moros y con la incomprensión
del elemento oficial”60. En esa contradicción entre la alabanza de un Marrue-
cos fosilizado y la añoranza de la civilización salvífica se hace evidente el
doble distanciamiento del viajero, con respecto a un mundo primitivo inapren-
sible y también en relación a una modernidad alienante y, en cierto modo, inal-
canzable para los propios españoles. No es extraño que recurra, como ella mis-
ma dice, a imágenes de murallas, de niebla, de oscuridad, para “dar una idea
de la impenetrabilidad, de la vaguedad, de la duplicidad del alma musulma-
na”61. Admitida esa realidad básica, objetivada y codificada la íntima y mis-
teriosa realidad del alma marroquí, establecida su impenetrabilidad, no sor-
prende que Bertrana describa los fracasos de sus constantes y en el fondo cán-
didos esfuerzos por aprehenderla, por iluminarla, por transmitírsela veraz y
auténticamente al lector. En realidad, lo que mejor consigue es construir su
propia figura de observadora, fabricarse un personaje, el de la “rumia de la
Kodak”62, es decir, el de la europea de la cámara fotográfica, moderna, curio-
sa, un poco impertinente, que no se arredra ante las dificultades del ambien-
te, que no duda en introducirse en los sitios más inquietantes o peligrosos o en
desafiar con su presencia los principios de la autoridad local, familiar o polí-
tica. Así, mientras espera poder fotografiar una ceremonia religiosa en un
cementerio musulmán, toda la procesión que allí se dirige se detiene, porque
su presencia es claramente molesta. Conminada más o menos abiertamente
a retirarse, Bertrana termina el relato de su historia:
59 Idem., pp. 164-171. En el mismo autobús viajaba “una beréber tatuada” a quien, según Ber-
trana, no le importaba precipitarse en los brazos de los otros pasajeros. Ella, al parecer, no represen-
taba la auténtica esencia de Marruecos.
60 Idem., p. 110.
61 Idem., p. 149.
62
J. Nogué i Font, A. Albet i Mas, M.D. García Ramón y Ll. Riudor, “Orientalisme, colonialis-
me i gènere”, p. 91.
191
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vos, guardias, hijos, mujeres, concubinas, asnos, perros, pulgas y piojos, me fui
con mi Kodak inútil a tomar una cerveza al casino”63.
63
El Marroc, p. 109.
64
M. Leiris, L’Afrique fantôme, pp. 12-13.
192
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65Vid. Nieves Paradela, El otro laberinto español. Viajeros árabes a España entre el s. XVII
193
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BIBLIOGRAFÍA
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DE CAZADORES DE CABEZAS
A CAZADORES DE SUEÑOS:
LA AMAZONÍA EN LA LITERATURA DE VIAJES
Nada menos que en 1993 se publicó en España una reedición de una obra
aparecida en el Reino Unido 122 años atrás1. Lo que en 1871, según una
definición eufemística, no pasaba de ser una novela de aventuras para niños
y, según críticas menos complacientes, un rudimentario panfleto rebosante
de moralina imperialista, en virtud de la reedición se convertía en un verídi-
co relato de viajes por el Amazonas. Lo que en sus orígenes era delirante
ficción racista, más de un siglo después adquiría tintes de verosimilitud auto-
biográfica; el público al que se dirigía dejaba de ser la infancia victoriana para
transmutarse en los adultos de la posmodernidad española.
Más que deriva, un episodio así nos parece naufragio en letras grandes.
Doble naufragio: el de la ciencia americanista (amazonista) española porque
no ha sabido llegar hasta las casas editoriales y el de alguna de éstas porque
1
Nos referimos al mamotreto de W.H.G. Kingston Viaje a lo largo del Amazonas , Madrid,
B&T Publicaciones, 1993. Esta reedición es la traducción literal de F. de Casas, editada varias veces
por Calpe y después por Espasa-Calpe desde 1921 y 1943 hasta la actualidad. Kingston (1814-1880)
es uno de los más prolíficos escritores de los que se tenga noticia en tiempos modernos; dícese que
escribió más de 170 obras, amén de dirigir colecciones y revistas. Hijo de un comerciante vinatero,
nació en Oporto y allí pasó buena parte de su juventud; saltó a la fama en 1851 con la novela Peter
the Whaler y desde esa fecha no dejó de adoctrinar a la infancia victoriana con sus digamos que
novelas -en puridad, más religiosas y morales que de aventuras-. Veinte años después de su primer
éxito, publicó On the Banks of the Amazon, or a boy’s journal of his adventurers in the tropical wilds
of South America, de cuya traducción versa este comentario.
195
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todavía se dedica a recoger los restos de un naufragio ajeno y podrido -el del
Imperio británico-. No de otra manera cabe conceptuar el lanzamiento al mer-
cado de un deleznable subproducto cuyas últimas palabras retratan fielmen-
te su aviesa intención: “Espero que la historia de mis aventuras anime a los
misioneros a emprender el viaje por el Amazonas y sus riberas, con objeto
de difundir la verdadera fe entre sus salvajes moradores”.
¿Estamos hablando de un caso aislado? Ojalá. Ojalá se tratara de la excep-
ción que confirmara una regla según la cual España está al día en la lectura
de los Relatos Autobiográficos de Viajes Amazónicos (RAVA). Pero mucho
nos tememos que el caso del victoriano corruptor de menores sea nada más
que el extremo de un panorama manifiestamente deplorable. Para compro-
bar la verdad de este aserto, primero hemos de cartografiar el campo de la
literatura asequible al público occidental en general y español en particular;
después utilizaremos el análisis de un par de obras referidas a los Jíbaro, para
avanzar así en la hipótesis de que el último siglo no ha supuesto ningún
gran progreso no sólo en los RAVA -lo cual, viéndolo desde el punto de
vista literario, no tendría nada de extraño-, sino tampoco en la percepción
etnográfica y naturalista del Amazonas.
2 Sólo citamos los volúmenes existentes en nuestra biblioteca. Y somos conscientes de que,
aunque no los enumeremos, también tendrían cabida los documentales audiovisuales, pensados o no
para el consumo televisivo.
196
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3 Cuya colección etnográfica de los famosos Kew Gardens de Londres, por increíble que parez-
ca, terminé de ordenar en 1982.
4 Por cierto, Rafael Karsten, uno de los primeros etnógrafos de los Jíbaro, también naufragó per-
diendo en el desastre las pruebas de su primera exploración ecuatoriana -entre colorados y cayapas-.
A veces, el encuentro de estos naturalistas con sus anfitriones indígenas hace aflorar curiosas contra-
dicciones. Por ejemplo, Wallace cambió 180º su opinión sobre los indígenas cuando se encontró con los
malayos: los amazónicos eran buenos casi sin excepción mientras que los malayos pasaron a ser justo
lo contrario. Dejando aparte esta anomalía, es más cierto que los naturalistas del siglo XIX -ingleses u
otros- fueron observadores fiables del mundo indígena; sus aportaciones etnográficas suelen ser utilí-
simas para el etnohistoriador amazónico -hablo también de mi pequeña experiencia en este campo-. A
este respeto, todavía pueden consultarse estudios clásicos como el de Sampaio, op. cit. Como modelo
de estudios más actualizados, una reciente biografía de Schultes (cfr. Davis op. cit.)
197
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5
Recientemente, algún ex-admirador de Chagnon ha intentado demostrar (Tierney, op. cit.)
que este antropólogo feroz cometió todo género de delitos contra la ciencia -amañamiento de datos-
e incluso contra la sociedad -sobre todo, contra el pueblo yanomami-. Pero en su intencionadamenente
escandaloso libro no consigue probar todos los casos ni todos los extremos, aunque muchos de los
que hemos conocido a los dramatis personae de esta tragedia tengamos la íntima -plausible pero
indemostrable- sospecha de que Tierney se queda corto en el relato de los horrores. El contraataque
de Chagnon no se hizo esperar: después de unas cortas vacilaciones, en septiembre de 2000 colgó en
Internet sus alegaciones empezando -y esto es lo más significativo de todo el embrollo- por una tabla
con la que pretendía demostrar que las sociedades sin Estado -los Jíbaro y los Yanomami en lugar
destacado-, son más violentas que las estatalizadas. A esto le llamamos ir derecho y a la cabeza;
pero, por suerte o por desgracia, resulta que una comparación así es imposible, tal es la distancia
entre unas y otras sociedades y, sobre todo, entre las estadísticas a comparar.
198
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6 Aunque no consta que su autor viajara por el Amazonas, también nos gustaría añadir al Ramón
J. Sender de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964), magna obra que, si bien tiene poco
de autobiográfica, es una de las escasas novelas que reflejan fielmente lo que pudo ser el descubri-
miento del Amazonas en particular y la aventura de los conquistadores en general.
199
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7
Fawcett, pp. 71, 83-84 y 92.
8
Popescu, pp.33-289. Una gracia -¿o es disciplina?- tan elevada como la telepatía no se expre-
sa coloquial ni profanamente sino que ultrapasa la más abstracta de las abstracciones lexicales; item
más, grandes metafísicas pueden esperarse cuando, gracias a ella -¿o es Ella?-, se encuentran un
gran fotógrafo gringo y un gran cacique Mayoruna -al que, dicho sea bajando a la tierra, McIntyre
pone de mote Percebe-. El desafío promete ser colosal, trascendental, cósmico o, por lo menos, algo
inteligible. Los Mayorunas (Matsé) no se andan con chiquitas: “Aquello sobre lo que han especulado
los astrofísicos al observar la implosión de las estrellas -esto es, la reversibilidad del tiempo-, los
Mayoruna lo proponían también aunque a menor escala” (Popescu, p. 217). Dirigiéndose telepáti-
camente a Percebe, McIntyre responde: “Espero que me entregues más pruebas de la existencia del
continuum tiempo/espacio/pensamiento, no porque yo sea tan importante y tú no tengas mejor cosa
que hacer, sino porque he llegado a los confines de tu manera de pensar. Y parte de este modus ope-
randi ha llegado a pertenecerme” (ibidem, p. 287; en ambos ejemplos, nuestra traducción).
200
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quier caso, el misterio Fawcett dio lugar a una fiebre de expediciones que
se alargaron hasta treinta años después de su desaparición. Uno de sus últi-
mos productos fue el de Kenneth Matthews, Brazilian Interior (1956).
Continúan esta triste procesión Arkady Fiedler, The River of Singing Fish
(1951), y poco después un subproducto especialmente racista, el de Herbert
Rittlinger (Ich Kam die Reissenden Flüsse Herab, traducción española de
1954). Al contrario que el resto de sus compañeros de viaje, Rittlinger es
tan consciente de su enciclopédica formación9 que nos dibuja el cuadro de
sus antepasados intelectuales. Así –nos informa este deplorable aventurero-
sus clásicos son Humboldt, Bates, Raimondi y E.W. Middendorf, mientras
que entre sus inspiradores más recientes cita a Up de Graff, Domville-Fife,
Flornoy, Werner Hopp y especialmente a Hans Reiser.
Habría que añadir a Tobias Schneebaum, Keep the River on Your Right,
1955 (publicado en 1969), explorador que dijo haber vivido meses (¿cuán-
tos?) con dos tribus de la Amazonía peruana. Este escribidor detenta el dudo-
so privilegio de inaugurar en el campo amazónico una funesta manía: la de,
so pretexto de salvaguardar la intimidad de los indígenas, otorgar nombres
ficticios a sus pueblos -Puiranga, Akarama, en su caso-, para lo cual se
escuda en el proceder de Carlos Castaneda, por lo que no es de extrañar que
una cita de este otro escribidor abra su libro.
Y ya en el capítulo del puro disparate, mencionaremos algún título
del que, pasada su moda, sólo cabe calcular el daño que han podido hacer.
Es el caso de la otrora popularísima Evelyne Coquet (1976 ed. francesa,
1978 ed. española), recién casada que pretendió cruzar la Amazonía ¡a
caballo!. Y por lo que respecta a los españoles, el Fernando Díaz-Plaja
del Descubrimiento (particular) del Amazonas (1977), un diario escrito
durante un corto crucero fluvial por un especialista del reportaje ligero y
en el que la Amazonía es un borroso telón de fondo sobre el que sobre-
actúa el ego del redactor.
h) Subproductos pretendidamente indigenistas. Desde que la ONU impuso
la moda de las declaraciones humanitarias universales, estas grandilocuencias
tardaron poco en llegar hasta los últimos grupos humanos, los indígenas. Si en
la región latinoamericana el indigenismo moderno nace oficialmente en Pátz-
cuaro 1940, podemos decir que al Amazonas llega antes (en 1910), o quizás des-
pués, con la creación en 1961 del Parque Xingú (Brasil). En todo caso, no se
una o dos enciclopedias; las cuales, a su vez, se han alimentado del trabajo de unos mal pagados redac-
tores de voces quienes, en su apresuramiento, se han visto obligados a repetir los aciertos y, más a
menudo, los errores de las enciclopedias precedentes.
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“En cierta ocasión tuve la dicha de conocer, en plena selva, una tribu indíge-
na inteligentemente protegida por un jefe hechicero. Todo, en esos hombres, me
deslumbró: su belleza, la armonía natural de sus gestos, su nobleza, sus miradas
limpias, sin mentira ni hipocresía (..) Me habría gustado ser indígena”10.
10 Fornier-Aubry, p. 13. Al igual que el fotógrafo McIntyre, Don Fernando abunda en los pode-
res telepáticos de los indígenas: “Había descubierto, sobre todo, la grandeza indígena. Recordaba a
los piros, silenciosos y desnudos (..) Ese silencio me había servido de alimento, inquietante a veces,
pero sereno después. Sabía ahora que esos hombres, con su sensibilidad espontánea y natural, lo
percibían todo mucho más rápida y limpiamente que los ‘civilizados’, que tenían que servirse de sus
cerebros para poder actuar”. Algún crítico minucioso puede entender que Don Fernando insulta
finamente a los Piro, pero, líneas después, se aclara el posible malentendido: no los moteja de desce-
rebrados sino que, sutil distinción, los entiende como “hombres puros, impregnados de clorofila” (Fou-
nier-Aubry, p. 283). Y, también como McIntyre, Don Fernando dicta su epopeya a una pluma profe-
sional, en este caso André Voisin.
11 Un motivo literario inaugurado con Rima, la heroína de Mansiones verdes, novela publi-
cada en 1904 por W.H. Hudson (1841-1922) y continuado con Breginia, la peculiar deus ex machi-
na indígena que salva a Up de Graff y que le enseña ‘los secretos de la selva’. Rima es, proba-
blemente, la única indígena amazónica que tiene una estatua pública en Europa -concretamente
en Hyde Park (Londres), obra del reputado escultor Epstein-. Hudson nació y se crió en las
Pampas argentinas donde su familia castellanizó el apellido convirtiéndolo en Usón -el cineasta
argentino Manuel Antín realizó en 1977 una película, Allá lejos y hace tiempo, basada en sus
memorias-. No puede decirse que fuera ningún indigenista; por el contrario, peleó contra los indios
pamperos hasta que se trasladó a Inglaterra en 1874 -justo el año en el que los indígenas Kolla
ganaron la batalla de Cochinoca, en Jujuy-. Aunque jamás pisó las Guayanas, durante décadas
su novela definió popularmente la Amazonía aumentando su infuencia cuando fué trasladada al
cine (Mel Ferrer, 1959), a pesar de que Audrey Hepburn resultara absolutamente increíble en su
papel de hada selvática.
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“Hemos pedido también que haiga soluciones para todos los nativos cam-
pa, para que tengan su terreno ellos también, con los Títulos. Pero no hemos podi-
do cumplir todavía con los Títulos (..) Yo he comprado ganado pero fracasé tam-
bién. He comprado motorcito, una generadora; ha desaparecido. Acá todo era luz,
¡luz era...! ¡Ah...! Ahora, nada. Nada, así es. Así fracasé con mi café”14.
12
Fernández, pp. 33-57.
13
Ibidem, p. 42.
14
Ibidem, p. 57.
15
Fournier-Aubry, pp. 462, 464.
203
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se dejan sacar fotografías sin antes recibir el dinero, los indios engañan a
los gringos, y las agencias a los gringos y a los indios”16.
i) Teniendo en cuenta la creciente importancia que empezaban a adqui-
rir las ilustraciones gráficas, tampoco son de desdeñar los folletines de fina-
les del siglo XIX, esos que, pese a existir ya la fotografía, seguían ilumi-
nándose con grabados. Así, por ejemplo, los publicados en el Journal des
Voyages, a saber: Louis Boussenard (Les évasions en Guyane, 1891); Henri
Coudreau (Un hivernage sous l’Équateur, 11 octubre - 13 diciembre de 1891);
José da Luz (Macouna, 1892).
El tremendismo exoticista es su denominador común y el imperialis-
mo de sus protagonistas la ideología dominante. Para estos viajeros el Ama-
zonas es sólo un pretexto para hacer sentir la fuerza de sus sofisticadas
armas a los atrasados indígenas, como por ejemplo en la portada de la
primera entrega, donde un Coudreau con corbata y salacof se presenta a sus
lectores bajo la leyenda “Je vais casqué, botté, prenant des notes, la cara-
bine au bras” (cursiva nuestra).
j) Los nuevos horizontes de la Amazonía prefiguran nuevos tipos de
RAVA. En sentido figurado, estas nuevas perspectivas ofrecen pretextos
que -todavía con obras menores- han demostrado ser potencialmente muy
fructíferos. Entre ellos están la investigación genética, el salvamento de los
“últimos” indígenas, la lucha contra los megaproyectos y las alianzas entre
nuevos actores sociales -seringueiros e indígenas, por ejemplo-. Por el con-
trario, otros pretextos en apariencia más atractivos, como los proyectos de
cooperación o el descubrimiento de drogas maravillosas, hasta la fecha sólo
han producido frutos misérrimos. En todo caso, los viajeros ya no tienen
por qué deambular por el mero hecho de deambular, sino que tienen cau-
sas nobles o excitantes desafíos científicos en los que ampararse.
En sentido literal, aparecen nuevos biotopos como el dosel o la cúpu-
la arbórea. Y esa fábrica de tópicos -en ambos sentidos de la palabra, en
el neutro de lugar y en el peyorativo de lugar común- que es el National
Geographic ya ha ofrecido las primeras muestras de estos nuevos RAVA.
Esta vez, los peligros amazónicos ya no están encarnados por tribus caní-
bales o serpientes ponzoñosas -voluminosas ambas-, sino que el diablo
se esconde en lo infinitamente pequeño. Ahora son los insectos y los micro-
organismos los que están en el corazón de las tinieblas, y ni siquiera son
diabólicos los insectos simplemente molestos, sino sólo los insidiosos, los
que causan enfermedades tropicales como la leishmaniasis17 .
16
Oteiza, p. 205.
17
Hallé y Gaillardé (1990).
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18 Roger Casement (1864-1916) es una figura tan clave en la historia contemporánea del huma-
nitarismo -o de la filantropía, como se decía hasta hace poco con mayor propiedad-, que sólo la
recalcitrante censura del imperialismo inglés puede explicar su (relativo) desconocimiento hoy día.
¿Cómo es posible que no sea famoso un personaje que está en el origen del descubrimiento de uno
de los mayores genocidios del siglo XX -el del Congo llamado belga-, de la denuncia de la aberra-
ción cauchera y de la independencia de Irlanda? Evidentemente, por ser patriota irlandés. Por sus
dos primeras celebérrimas causas, los ingleses le otorgaron el título de Caballero; por la tercera, en
una cause célèbre, le descabalgaron -de ahí el ex Sir- y hasta le ahorcaron. Por si ello fuera poco,
para aplacar las protestas que, a no dudarlo, iba a provocar su inicuo y premeditado asesinato dizque
legal, la Corona inglesa utilizó vergonzantemente su presunta o real homosexualidad como un moti-
vo clandestino para su ahorcamiento físico y para su enterramiento intelectual. Por lo que, aunque
Casement nunca fué un activista del derecho a la intimidad, bien podría considerársele mártir de una
cuarta causa, la de los derechos sexuales. Pero, en puridad, fué un quinto factor el que causó sus gra-
cias y su Desgracia: haberse convertido en una eficaz herramienta del Imperio británico, un martillo
de aquellos esclavistas que estorbaban al Imperio de John Bull. Bien a su pesar, Casement fué utili-
zado en el Congo para obligar a Leopoldo II a que vendiera libremente su Estado Libre; en el Ama-
zonas, para dar el tiro de gracia al caucho silvestre en beneficio del caucho de sus plantaciones asiá-
ticas y, en el caso irlandés, para aterrorizar a los intelectuales progresistas -y, de paso, como un frin-
ge benefit, a los homosexuales de toda nación-.
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No puede caber duda de que los RAVA fueron y siguen siendo la clave
del arco del imaginario amazónico19. En un extremo están las obras de fic-
ción pura y en el otro las mediciones. Pero distinguiéndose en ello del resto
de los imaginarios geográficos, equidistante de ambas no tenemos la Historia
de los historiadores, sino las historias personales de los viajeros. Como no podía
ser menos tratándose de un espacio pseudomítico, son las odiseas las que van
marcando el territorio o llenando el vacío. La imaginería popular las atribuye
-muchas veces sin mayor fundamento- un heroísmo que resulta veraz sin nece-
sidad de ejercitar esa imaginación que la ficción tanto otorga como reclama y
una autenticidad que no acierta a valorar en los adustos datos físicos.
Si a la hora de clasificar los RAVA ya avisábamos que el resultado podía
impugnarse por arbitrario y por incompleto, caracterizarlos en su conjunto
es tarea igualmente arriesgada. No obstante, antes de pasar al análisis de caso,
convendría señalar que hay dos rasgos comunes a todos los RAVA que mere-
cen enunciarse:
1) Al revés que en el común de la narrativa de viajes, la Amazonía no deja
en sus odiseos esa “punzante sensación de acabamiento que acomete a los
viajeros cuando se hacen conscientes de que sus expectativas estaban por
encima de lo que el mundo ofrece”20. Esta cita y las relaciones viajero-
Amazonas admiten dos interpretaciones: que el sitio exótico era más pobre
de lo imaginado y/o que los sueños del viajero eran superiores a sus fuer-
19 Son escasos los trabajos sobre el imaginario popular amazónico. Pero alguno de ellos ha teni-
do la suerte de ser traducido al castellano. Es el caso de Slater (1997), traducción de uno de los artícu-
lo del libro Uncommon Grounds (W. Cronon, ed., 1995), en el que, partiendo de la distinción entre
relatos edénicos y relatos de ‘después del Paraíso’, reconoce que no toda la narrativa amazónica es
edénica. Cfr. también, en inglés, Slater (2000), un trabajo más descriptivo y menos doctrinal que el ante-
rior. En ninguno de ellos tienen gran relevancia los RAVA. Una primera aproximación antropológica a
la literatura amazónica puede encontrarse en Preto-Rodas (1974); pero los ejemplos que analiza son
brasileños en su totalidad y, además, circunscritos a los finales del siglo XIX y principios del XX. Por
lo que respecta a la imagen culta e incluso especializada de los indígenas, un trabajo excelente es el cen-
trado en el caso yanomami, cfr. Ramos, op. cit.; en él, se diseccionan las imágenes de feroces, de eró-
ticos y de intelectuales que les han caído encima a estos indígenas según hayan sido los antropólogos
que las han elaborado, evaluando después cuánto les está costando el ser exóticos.
20 Rodríguez Rivero, p. 83.
206
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21 Por desgracia, no faltan los escribidores que retornan cual César de las Galias. Pero incluso
estos insensatos saben que tienen escondidos muchos episodios ridículos o, al menos, alguna anéc-
dota que les sobrevuela recordándoles, cual esclavo en el carro del césar triunfante, que les ha salva-
do la suerte del novato. Si guardáramos alguna pretensión de exhaustividad, también deberíamos incluir
en esta pléyade de sub-RAVA a las narraciones de los turistas. Pero, hasta hoy, se puede decir que a
pesar de su ingente número estos modernos pseudo-viajeros no han producido más que refritos de luga-
res comunes -escritos, además, con un absoluto irrespeto por las más elementales normas estilísti-
cas-. El único interés que puede tener esta sub-literatura es que aporta pruebas en contra de la supues-
ta ley de la transformación de la cantidad en calidad.
22
Hay notorias excepciones, como la diócesis de Roraima, que publicó en 1990 el diario de Adal-
berto da Silva Santos. Dice este garimpeiro: “8 de enero de 1989. En la ciudad... recordaré los árbo-
les que derrumbé, los piojos que aplasté, el azogue que gasté, los tantos y tantos metros de tierra
que cribé en el fondo del río, el agua sucia que bebí, la deforestación que provoqué. Me llaman des-
tructor. Dicen que estoy matando la Naturaleza. Mato para no morir. Pero sé que con mis conquistas
estoy cavando mi propia tumba y la sepultura del mundo, de la raza humana”. Ante semejante clari-
videncia, sólo cabe lamentar que no se publiquen más piezas de esta literatura cruda.
207
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23 Los números que aparecen al final de las citas son los números de las páginas de la edición que
hemos utilizado, la sexta (Up de Graff, 1961), en traducción de Julia Héctor de Zavalla (Zaballa, en
las primeras ediciones). La última reedición en castellano de la que tenemos noticia -siempre en la
misma traducción-, es la de Ediciones B, Barcelona, 2000. Esta única traducción al castellano refle-
ja el desconocimiento que la traductora tiene del medio amazónico. Por ejemplo, para describir el
grito de los monos aulladores - Alouatta spp., coto en esta parte de la Amazonía-, Graff escribe deep
growling; cualquiera que haya oído a esos monos, sabe que Graff no se está refiriendo a un aullido
agudo, como reza la traducción (180) por la simple razón de que ese peculiar sonido es cualquier
cosa menos un aullido y, si cabe, menos aún agudo porque es todo lo contrario, muy grave. Gruñido
profundo sería la traducción literal y, en este caso y sin que sirva de precedente, también la más correc-
ta. Peor aún, la traducción pierde un capítulo de los 25 que tiene el original y, asimismo, altera los
epígrafes de otros -Rincones secretos de la selva por el etnográfico The Antipas; Espeluznantes tro-
feos por el neutral The Jivaro Heads, etc-. El original en inglés puede consultarse en http://etext.lib.vir-
ginia.edu/toc/modeng/public/UpdHead.html.
24 Curiosamente, Graff nunca viaja solo sino siempre en compañía de algunos aventureros de
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LA NATURALEZA AMAZÓNICA
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25 Verbigracia: el vampiro (55-58, 96 passsim), las pirañas (69), la anaconda (71-72, 100, 202-
203), la tarántula (92), el tapir (97), las tortugas (136-137), los cantos de algunos pájaros (143-144,
188, 229-230) o de algunos monos (179-180), la anguila eléctrica (200-201), la vainilla (201-202),
las grullas (229), etc., y, por descontado, aquellas plantas o animales que le merecen una importan-
cia especial como el ubicuo jaguar, el caucho y la goma (87-92, 101-102 passim), los huanganas,
sajinos y otros tipos de jabalíes (184-186 passim) y, por supuesto, las omnipresentes hormigas (230-
233 passim). E incluso nos deleita con la transcripción de algún cuento zoológico (180-181).
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LOS JÍBARO
26 Seguimos con la misma notación de páginas que con Graff. El encuentro de Fericgla con la sel-
va -reencuentro-, le da pie a explayarse en una oda naturalista de dudosa originalidad: “La selva me
emborracha con los mil colores verdes brillantes o mates, reflejo de la exhuberancia vegetal, plan-
tas que crecen sobre plantas, ramaje caído por todas partes, lianas que barran (sic) el paso a cada
momento, miles de hormigas alineadas por los troncos que bajan cargando trocitos de hojas y pare-
cen infinitas hileras vivientes; mariposas de todos los colores y combinaciones tonales, algunas tan
grandes como pájaros, moviéndose en medio de juego constante de la luz y las sombras; los anima-
les incógnitos e invisibles, los sonidos desconocidos, la gente primaria de aquí” (47). Es evidente
que nos está describiendo un biotopo de vegetación secundaria -seguramente los aledaños del centro
urbano-, porque en la selva primaria no hay ramaje caído por todas partes ni menos aún lianas que
barran (sic, por el galicismo) el paso; por el contrario, en la selva virgen, las ramas están en las más
altas alturas y el paso está expedito. Por lo demás, desde el punto de vista estilístico, los miles -
millones habría que decir- de hormigas no parecen infinitas hileras vivientes: lo son. Item más, eso
de las combinaciones tonales de las mariposas ¿quiere decir que las mariposas cantan combinando
diversos tonos?; en cuanto a que algunas sean tan grandes como pájaros no es tan extraño, lo verda-
deramente insólito es que haya pájaros más pequeños que las mariposas -los Trochilidae, o numero-
sísima familia de los colibríes-. Otrosí, sobre la gente primaria, sin comentarios.
27 Aunque Graff mencione otros pueblos indígenas -por ejemplo losYumbos desde p. 59, los Coca-
ma desde p. 124, los Záparo desde p. 239, los Quechua en toda la obra-, y puesto que Fericgla se
limita a los Jíbaro-Shuar, en la comparación nos limitaremos a esta única etnia. Aunque hay menciones
anteriores -los Huambisas (126), los Aguaruna (128) y los Antipa (152)- los Jíbaro aparecen plena-
mente en escena cuando Graff ya lleva mediada su obra (152) pero es esta segunda mitad la que le ha
dado fama. Utilizamos el término jíbaro conscientes tanto de su impropiedad como de que es una deno-
minación popular cuyo (deseable) cambio queda fuera del presente trabajo.
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28 “Karsten mismo consideraba los estudios de Up de Graff (1923) y Stirling (1938) copias de
sus propias observaciones”, dice una autora contemporánea citando una comunicación personal de A.
Hultkrantz (Perruchon, p. 154).
29 Según Graff, en aquella época los Jíbaro eran nómadas (156) y/o seminómadas (163), pero
como no detalla sus movimientos y tampoco sabemos qué entiende él por nomadismo, éste es
un dato de dudosa oportunidad; etnohistóricamente hablando, más útiles resultan sus informacio-
nes de que estaban “bien alimentados y bien acondicionados” (156), podían almacenar enor-
mes excedentes de alimentos (188) aunque no contaban con muchas herramientas de hierro
(189) y todavía detestaban los alimentos en conserva (199); conocían y temían en extremo el peli-
gro de la viruela (159); sus casas estaban muy limpias (166); se pasaba del destete al casamien-
to en sólo 7 u 8 años (175); vivían muy dispersos y enemistados (“no hay una sola tribu situa-
da ni a treinta días de navegación de otra y una hostilidad mortal existe entre todas”, 177-178)
pero permitían que colonos aislados -o sea, inofensivos militarmente e imprescindibles para el
comercio- se asentaran en su territorio (234) y, para gran escándalo del neoyorkino, eran teni-
dos por nobles y virtuosos (178).
30 Y también nos cuenta cómo se aderezan ellas (206-207) y cómo fabrican la cerveza (175
passim) y, en el inevitable orden truculento, como se suicidan con barbasco (173), amamantan con
igual esmero a sus niños que a sus monos (175) y son objeto de raptos (177).
212
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dad. Lo que no suele citarse es que Graff reconoce que él y sus compin-
ches “estábamos deseando que pasaran a nuestro poder las reliquias de
la ‘lucha’ en que habíamos tomado parte, que serían horrendas y todo lo
que se quiera, pero que no por eso estaban desprovistas de menor interés”
(219); y lo que por supuesto se ha olvidado es el simple pero efectivo
método para hacerse con las tsantsa: acribillar a tiros a los desprevenidos
amigos y aliados (221).
A pesar de tratarse de un autor popular, el lenguaje graffiano no es
siempre fácilmente inteligible. Por ejemplo: nos dice que no se adornan
corporalmente (156), pero a renglón seguido nos cuenta su afición a
portar plumas y, sobre todo, a tatuarse (157): ¿qué entiende, pues, por
adornarse el cuerpo? Salvada esta reiterada dificultad, nos acechan sus
contradicciones y, peor aún, nos irrita su racismo, que sólo mejora cuan-
do apenas lo tiñe de paternalismo31. Pero las más de las veces se olvida
de este barniz y saca a relucir el racismo puro y duro propio de quien se
siente tan imbuido de “una indudable supremacía moral” (184) que duda
de que los indios tengan alma (189).
Por eso no extraña que uno de los jefes jíbaros que más le ayudan no
le resulte más que “un bandido viejo y rechoncho (..) un sinvergüenza bri-
bón, nada superior por ningún estilo al resto de sus congéneres” (158).
Pero, a la postre, Graff tiene la virtud de no ocultar su ideología ni sus
sentimientos, su indigenofobia y su paternalismo32. Como tampoco ocul-
ta las innumerables ocasiones en las que -dejando aparte la matanza de
guerreros Jíbaro para robarles las cabezas reducidas-, sale adelante sólo
gracias a la amenaza de las armas de fuego. Y aunque con alguna con-
31 Para Graff, entre los Jíbaro “La alegría reina por doquier. Hombres y mujeres parecen estar
contentos de su suerte. Poseen en abundancia todas las necesidades y lujos de ellos conocidos” (177),
pero esta alegría es una prueba más de su infantilismo, condición que queda demostrada desde el
mismísimo primer contacto, cuando se amansan al recibir regalos como “un puñado de cuentas y
unos cuantos espejitos redondos” (154); si además les regala “una provisión de la clase especial de
veneno que ellos emplean” (154), no es porque les considere adultos sino porque, como todos
sabemos, los niños pueden ser muy crueles. Graff es agobiantemente reiterativo en su paternalismo;
los Jíbaro son “como una turba de colegiales” (155), por lo cual hay que tratarlos “de la única mane-
ra posible, como a niños pequeños” (191).
32 Los porcentajes de esta mezcolanza de caridad e imperialismo están definidos en este su
contundente dictum: “Al contrario de lo que generalmente se supone, estos salvajes hijos de la sel-
va son un compendio de todo cuanto significa astucia, pillería y artes diabólicas; en la guerra des-
pliegan el valor de las bestias salvajes; pero al contrario de estas últimas, el principio fundamental
de ellos es ‘cada uno para sí’. La verdad no es su fuerte, y sus intentos por penetrar la psicología
del hombre blanco son aún más pueriles que fueron los de los alemanes en la Gran Guerra. Raza
absolutamente desprovista de inteligencia, los indios tienen que estar refrenados por el miedo y la
superstición” (178).
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tradicción, tampoco oculta que, a pesar del lustro que se aventura por ella,
su adaptación a la selva es muy deficiente33.
Por su parte, Fericgla se circunscribe al uso de la ayahuasca, por lo
que no intenta siquiera ofrecer precisiones etnográficas de otro tipo34. Así
pues, son incomparables las etnografías de ambos autores.
33 Al principio de sus andanzas, nos dice que “al cabo de tres semanas de compañía ínti-
ma con los muchachos yumbos habíamos adquirido sobre cosas de los bosques un conoci-
miento nuevo para nosotros. Ya cazábamos, pescábamos, remábamos y construíamos campa-
mentos como el más hábil entre ellos” (73). Pero cuando, al final, se encuentra con Breginia,
hada madrina que le salva de perderse en el monte, reconoce que “a pesar de mis años de
experiencia en las selvas, no había aprendido siquiera a ir por un camino sin que estuviera
marcado” (247), por lo que, concluye, “el hombre blanco que vaya por los bosques tendrá siem-
pre que hacerse amigo de su hermano el salvaje si quiere llegar lejos y ver mucho, porque hay
ocasiones en que le será imposible valerse él solo” (244). Estas confesiones le honran puesto
que, de hecho, se adapta a la selva en mucha mayor medida que el aventurero ocasional; al fin
y al cabo, conoce la curación para las picaduras de las serpientes venenosas (92-93, 224-225),
y llega a sufrir -y a superar- tantos ataques de malaria que se pasa “temblando” un año entero,
probablemente el de 1897 (98 passim). Por otra parte, sus contradicciones son las propias de un
asesino ambicioso pero descuidado. Los meros enunciados de los capítulos de su libro dan
una pálida muestra de la amplitud de sus observaciones: La ley de la selva, Iquitos, Política Tro-
pical, Diplomacia, Estrategia en el Santiago. Y, f inalmente, es de subrayar que, si bien la
etnografía graffiana es todo lo defectuosa que se quiera, la etnografía jíbara académica dista
mucho de brillar por su exactitud.
34 Sus escasas anotaciones etnográficas no chamánicas son irrelevantes por ser superfi-
ciales cuando no erradas y se refieren a temas tan dispersos como la farmacopea jíbara para con-
seguir el estreñimiento (110); la agricultura de tumba, roza y quema (124); la -supuesta- con-
tradicción entre ganadería y fruticultura (285); la cría de jabalíes (275); la guanta (Cuniculus
paca) como parte de la dieta habitual (146) -que, tratándose de un roedor tan exquisito como
escaso, es como decir que los rusos comen caviar a diario-; alguna identificación disparatada
que demuestra su ignorancia no sólo de los adornos amazónicos sino también de los costeños y
de los andinos como cuando confunde las cuentas de vidrio -mostacilla o chaquira-, con el mullo,
concha del molusco marino Spondylus (229); algún dato válido sobre la posesión de la tierra
(166) y unas muy partidistas e incompletas alusiones a la FICSHA y otras organizaciones jíba-
ras (58, 294 passim). Por lo que se refiere al único punto etnográfico comparable entre Graff y
Fericgla -el chamanismo jíbaro y el uso de la ayahuasca-, como es de esperar en un alocado
que sólo busca el oro, el de los Incas y el negro del caucho -o el de los recursos amazónicos en
general (74)-, Graff menciona muy de pasada a la ayahuasca y no parece que la ingeriera. La
escribe como hayahuasca añadiendo que, en quechua, significa bitter vine; en la traducción espa-
ñola, vine se ha traducido como vino cuando, obviamente, no es vino amargo sino liana o, mejor,
bejuco amargo (192). Pero en cuanto al chamanismo, tiene algunos apuntes que revelan un
sentido común básico, si se quiere desvirtuado por su racismo pero, desde luego, lejos de la acrí-
tica credulidad de Fericgla -por mor de esta credulidad fericgliana no consideramos en este
trabajo el tema principal del libro de este viajero, a saber, los experimentos con las plantas alu-
cinógenas, ayahuasca y otras; dicho en pocas palabras, no entramos a analizar la colección de
anécdotas irrelevntes y de especulaciones dizque etnobotánicas basadas en fuentes terciarias que
pueblan este libro-.
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Un camino que debería hacerse en sentido inverso: se hace etnografía, se reflexiona antropo-
lógicamente sobre sus datos y, después, si ha tiempo y lugar, se destila una ideología sobre, contra, por,
de, etc., todo ello. A menudo hemos insistido en que, como siempre se ha dicho, ‘sin etnografía la
antropología se convierte en metafísica’; y mucho nos tememos que mañana nos veremos obligados
a repetirlo. En cuanto a la relación causal ciencia-ideología, es el mismo Fericgla quien nos autoriza
a profundizar en ella cuando, revisando la ingenuidad que se le ha atribuido al Lévy-Bruhl de las
disquisiciones sobre el pensamiento infantil de los indígenas, afirma que “La ciencia se mueve
demasiado por modas subyugadas a las ideologías” (79).
36
Esta frase es matizada a renglón seguido: “Cuesta mucho ver a una familia shuar reali-
zando actos espontáneos si hay un forastero delante: entre ellos es automático hacer ‘lo que saben
que los demás esperan de ellos’ sin que esa actitud les implique una pérdida de identidad, un
sufrimiento neurótico ni cosas por el estilo. El mimetismo es una estrategia de supervivencia
básica para un pueblo guerrero que vive de la caza y de la pesca” (26). Como bien dicta el senti-
do común, la reserva ante los extraños es un rasgo universal y no sólo humano. Si en ella se pue-
den establecer grados, al contrario que Fericgla, pensaríamos que los indígenas son más ‘espon-
táneos’ que los occidentales y lo demostraríamos con el ejemplo de los antropólogos que en muy
poco tiempo han conseguido llegar a zonas recónditas de esos pueblos -que no es el caso de este
autor, no por la brevedad de su estancia entre los Otros que en eso bate marcas, sino por los resul-
tados de su investigación-.
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no hay más que un paso; así pues, nos parece que el precio que se está pagan-
do por admitir la pseudo-inteligencia de los Jíbaro es abusivo.
2) Además de infantiles por su naturaleza crédula, los Jíbaro también lo
son porque así lo dictaminó para todos los indígenas un clásico de la antro-
pología como Lévy-Bruhl, al que Fericgla trata de recuperar: “Comienzo a
ver claramente que los shuar tienen un ‘pensamiento primario’ (..) similar a
la omnipotencia del pensamiento infantil” (79)37.
Y también son infantiles porque padecen de pensamiento simple38 –pare-
ce que en ellos es una enfermedad genética–. Según Fericgla, este morbo
carencial o ausencia de genes complejizantes (?), les genera unas “tremen-
das confusiones de valores” cuando se enfrentan a los vaivenes de los polí-
ticos y de los misioneros, como cuando los primeros les someten al cambio
político y los segundos “les animan a recuperar su cultura, pero desactiva-
da, en forma de juego folklórico de bailes y danzas” (107). Podemos estar
de acuerdo con la descripción de los síntomas –la confusión de valores–, pero
no lo estamos con la etiología, porque la causa de estos trastornos no radica
en las grandes o pequeñas desavenencias entre políticos y misioneros, ni tam-
poco en el juego ingenuo o perverso de estos últimos –todos ellos microbios–,
sino en la debilidad política de los Jíbaro, en su condición de pueblo sojuz-
gado, es decir, indefenso. Y esto último sí que tiene una causa muy simple:
la derrota militar.
Ahora bien, todos sabemos que los niños son muy expresivos: ¿cómo com-
paginar, entonces, el supuesto infantilismo de los Jíbaro con su hieratismo
extremo y generalizado (51)? Asimismo, es lugar común que los niños se alte-
37
La cita completa es: “Comienzo a ver claramente que los shuar tienen un ‘pensamiento pri-
mario’, que el ser humano es la naturaleza hecha autoconsciencia a cierto nivel, y que nosotros
hemos creado una realidad simbólico-abstracta alejada de la propia naturaleza y nos la hemos tra-
gado. El proceso por el que los shuar elaboran los pensamientos es casi el contrario al nuestro. Para
ellos, el mismo pensamiento o ideación mental provoca que los hechos sucedan: ‘he pensado esto,
así que esto deberá suceder’, es similar a la omnipotencia del pensamiento infantil” (79).
38 En otro lugar se contradice pues afirma que “tienen un pensamiento concreto y abierto, que no
es lo mismo que un pensamiento simple” (156). Dejando aparte que la expresión sociedad abierta está
homologada pero no así la de pensamiento abierto -sin que con ello queramos insinuar que la ‘sociedad
abierta’ es una sociedad sin pensamiento-, aprovechamos esta ocasión para señalar que todo el libro de
Fericgla está impregnado de corrección política (PC) y, por ende, plagado de contradicciones más o menos
estruendosas; por lo tanto, los puntos que le criticamos deben ser entendidos como los dominantes y/o
más frecuentes, los que dejan la impresión más duradera o más llamativa -lo cual no empece para que,
como ocurre con el párrafo comentado en esta nota, expurgando el texto se puedan encontrar puntos
opuestos-. Otrosí, también debemos subrayar que el estilo literario de este libro es inexistente y que su
redacción deja mucho que desear desde los puntos de vista gramatical y del orden expositivo. El primer
fallo puede resultar de una traducción apresurada -el original está en catalán- pero el segundo es res-
ponsabilidad directa del autor. Sin embargo, por tratarse de una obra sin pretensiones literarias -a dife-
rencia de la graffiana que, aunque vergonzantes, las tiene-, aquí no abundamos en ello.
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ran con nada, que son muy sensibles; luego ¿por qué Fericgla dice de uno de
sus informantes que “es impertérrito y hierático, como todo buen shuar” (56)?
3) Puesto que los niños carecen de posesiones, el infantilismo llevado
hasta sus últimas consecuencias conlleva definir negativamente al pueblo
estudiado. Fericgla comienza su caracterización de agujeros negros en cuan-
to que tiene que cargar su bolsa de viaje hasta el hotel de la pseudo-selva.
Aunque un tanto contradictorio, es muy loable que un pretexto tan trivial
como la ausencia de un mozo de cuerda desencadene una cadena de imá-
genes y silogismos tan florida que hasta detecta su propio fin –“Percibo
que mi cerebro ya se está disolviendo por momentos, que pierde la fuerza
del pensamiento riguroso y afilado” (50)–. Pero si la contradicción se dila-
ta demasiado, entonces pierde su gracia, que es lo que ocurre cuando nues-
tro autor concluye que en el trópico se carece de pensamiento, luego los Jíba-
ro, que son entes tropicales, etc. etc.
Fericgla insiste en que los Jíbaro, sobre todas las demás necesidades, carecen
del sentido de la abstracción39. El corolario político de este fundamentalismo
abstractófilo, o de esta abstractolatría –con perdón–, estalla cuando Fericgla ha
terminado su trabajo de campo. Fuera de la pseudo-selva, niega enfáticamen-
te que se deba ayudar a los Jíbaro a convertirse en científicos porque
“si un indígena se hace científico, automáticamente deja de ser lo que era; que
no es una cuestión de estilos de vida, sino de estilos cognitivos: entrenar la psi-
que en la elaboración de abstracciones intelectuales rigurosas y todo lo demás
que comporta el pensamiento científico, implica forzosamente la pérdida de la
sacralidad propia de la mente primitiva” (295).
Con la Iglesia (jíbara) hemos topado. Por cierto, si tenemos en cuenta que
la sacralidad occidental no ha impedido el desarrollo de su ciencia –o, por
lo menos, no lo ha impedido totalmente–, la sacralidad jíbara debe ser no sólo
muy distinta a la nuestra, sino también muy excluyente, puesto que tan anti-
científica se nos muestra –volveremos más adelante sobre la cuestión de la
ciencia o no ciencia jíbara–.
39 Por esta causa -de la cual, encima, ‘no se preocupan’-, sus mitos son“relativamente escasos” (78).
Pero es que además no tienen ningún interés en “elaborar abstracciones ordenadas” (63), ni dan nunca
“respuestas abstractas” ni saben responder a preguntas de este tenor (156), puesto que, al parecer,
“viven en un mundo construido de realidades concretas que pueden identificar y experimentar, no en un
mundo de categorías y clasificaciones simbólicas que se organizan en un pensamiento abstracto” (157).
Dicho de otra forma, que sólo atienden a lo que pueden nombrar -identificar- y experimentar -reprodu-
cir-; si nos tomáramos en serio estas disquisiciones fericglianas, lo único que podríamos colegir es que el
pensamiento jíbaro es rigurosamente científico sección nominalismo empírico, del que, al menos en su
versión occidental postnewtoniana, no sabíamos que estuviera reñido con el ‘pensamiento abstracto’.
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“es probable que los pueblos tropicales no hayan avanzado técnicamente por-
que la naturaleza es tan rica que con esfuerzo físico -este sí- consigues carne, pes-
cado, frutas, setas (..), madera y fibras para construir los habitáculos, y cuando
llega la muerte... bienvenida sea” (224).
“por eso su división entre una cosa (los sueños o visiones y los símbolos
que generan) y la otra (la realidad material) es tan sutil o casi inexistente que a
menudo me cuesta entenderla. Los símbolos (o significantes) y la realidad mate-
rial (los significados) son casi lo mismo” (78).
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40 Aunque a algunos nos pueda parecer extraña esa claúsula que niega la herencia a una parte,
ya que por lo general ese tipo de contrato antropólogo-informante suele ser aún menos ventajoso
para los indígenas, y -sobre todo- puesto que no suele especificarse en los diarios de campo, es muy
de agradecer que Fericgla detalle las condiciones de sus contratos intelectuales con los Jíbaro. Asi-
mismo, es digno de encomio que nos informe de las cantidades percibidas por sus chamanes: 80.000
sucres pagados muy a regañadientes por un preparado del alucinógeno natema (141), 200.000 sucres
por “los poderes” que le han concedido en una ceremonia de iniciación (215) (en aquel año, 1 US$
= 1.900 sucres; sueldo mensual de un maestro: 100.000 sucres). Sin embargo nos parece que sobra la
alusión a las sirenas jíbaras; está de más por no ir acompañada de un contexto en el que quede claro
que ese juego de seducción entre partes muy desiguales en poder no es ni remotamente parecido al que
puede darse entre gentes del mismo pueblo. Pero que no instruya a su ayudante sobre las condiciones
del trabajo de campo, es una prueba de ligereza. Y que éste y su novia utilicen las medicinas como
anzuelo, tiene peor aspecto; se trata de una pareja compuesta por psiquiatra y psicóloga (37), pero
por su comportamiento amazónico más parecen coleccionistas y embaucadores con una concepción
mercantilista de la sanidad pública. Además, en su vacuo empeño por conseguir una tsantsa, el psi-
quiatra demuestra una irresponsabilidad sólo comparable a su ignorancia puesto que, evidentemente,
hace décadas que está prohibido el comercio de cabezas reducidas -alevosías de las que es corres-
ponsable Fericgla en cuanto jefe de la investigación-. Más aún, que un ayudante así no pase de estar-
le “poniendo nervioso” es ser demasiado benévolo, pero que le reconozca “su indudable eficacia como
colaborador” (157) es sencillamente incomprensible.
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incluso entre los extremos, pero visto críticamente en primer término hemos de constatar que estos
esfuerzos dialogantes se saldan con el triunfo del status quo -un estado que perjudica al débil- y, en
segundo lugar, resulta no menos palmario que esos cauces son las más de las veces puramente volun-
taristas e imaginarios puesto que entre los verdaderos tirios y troyanos hubo guerra, la hay y siempre
la habrá. En tercer lugar, la PC, con su permanente recurso a la excepción, atenta contra la regla pues
no sólo rechaza el añejo dictum lógico de que la primera confirma a la segunda, sino que, embarca-
da en una orgía de aparente filantropía que esconde una real e inquebrantable adhesión al manteni-
miento del poder, niega la coherencia de la Maldad Social y la existencia de la desigualdad. Resumien-
do, según la PC, la excepción perdona la regla -léase, el status quo-. Lo que en otros contextos pue-
de ser matización (sea siempre bienvenida), en el de la PC se revela ausencia de compromiso -“son
buenos hasta los malos”, sería su oximorónico motto-; lo que antes de esta funesta moda era diplo-
macia, ahora es componenda -“sigamos dialogando”, dice el poderoso-; la Lógica es condenada al lim-
bo -“sí pero no”- y, por lo que más atañe a este trabajo, las desigualdades sociales desaparecen en un
Empíreo llamado La Humanidad -“todos somos indios”-.
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42 No obstante el buensalvajismo, nuestro viajero toma sus precauciones. En Quito ve unos revól-
veres “de fabricación nacional, muy sólidos y baratos” y está “a punto de comprarme uno, pero prefie-
ro no llevar armas de fuego que puedan ser demasiado atractivas: un motivo de robo menos” (45). O sea
que un revólver -arma antipersonal absolutamente inútil en la selva- conlleva un peligro menor, no el de
matar o ser matado. Si este episodio denota una peligrosa frivolidad, otra anécdota puede ser aún más
reveladora: durante su breve estancia en el centro shuar Unt Paastás -único sitio relativamente selvático
que visita-, se pelea con un prohombre jíbaro y la disputa llega a tal punto que “en determinado momen-
to, y a punto de llegar a los puñetazos, apareció una pistola y decidí que diéramos la vuelta y regresára-
mos” (103). Es muy extraño que en el diario de Fericgla, tan minucioso en otros aspectos, se resuelva
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este grave incidente con una redacción tan confusa; partiendo de la base de que en la selva se aparecen
muchos espíritus pero no una pistola y recordando que los Jíbaro tienen escopetas pero rarísimamente
un arma corta, ¿quién sacó la pistola? ¿la compró en Quito el viajero en lugar del revólver ‘sólido y
barato’? En esta última eventualidad, ¿habría disparado el viajero emulando así a su antecesor Up de Graff,
el de la matanza de Tuhuimpui y otros? En cualquier caso, Fericgla no debe o no puede estar muchos
días en ninguna comunidad indígena -de hecho, en el viaje narrado en este diario de campo está un
máximo de tres días, precisamente en el centro Unt Paastás del que sale escopetado tras el incidente
arriba descrito-. Y lo dice muy claro aunque exagerando el lapso real: “así puedo estar entre seis y diez
días en cada comunidad antes de que cojan alguna borrachera y empiecen los conflictos graves, peleas
y todo eso” (132). Refiriéndose a las catástrofes llamadas naturales, habíamos oído hablar de antropolo-
gía de urgencia pero ahora descubrimos una nueva, la antropología de la prisa -sí, la misma que produ-
ce una ciencia efímera, valga la contradicción-.
43 Habida cuenta de que las descripciones del uso de drogas maravillosas son tan antiguas como
la etnografía, de que el estudio del trance o éxtasis es una robusta rama de la antropología y del éxito
popular que, desde los años 1960s, tienen los indígenas alucinogénicos -desde los Tarahumara de
Artaud hasta los peyoteros de la contracultura USA-, nos parece que ‘estas costumbres’ no están menos
estudiadas que, verbi gratia, los sistemas de parentesco, los económicos o los alimentarios. Otro gallo
nos cantaría si fijáramos nuestra atención en un tema de estudio como el de las diferencias y similitu-
des entre etnia y nación, tema éste que sí está poco estudiado y que Fericgla, fiel a su PC, utiliza con suma
ligereza, como por ejemplo cuando establece complicidades con los Jíbaro sobre la base de una supues-
ta igualdad entre la situación de los catalanes -su nación- y la de los indígenas (55-56). Aunque no
debiéramos insistir en ello porque es un tópico que hemos tratado en otras ocasiones, no está de más repe-
tir aquí que, dejando aparte un común sentimiento -real o imaginado, poco importa- de estar infra-
representados políticamente, entre la etnia y la nación existen más diferencias que similitudes.
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ticos que no respetan nada, ni a nadie, para ganar adeptos: mienten, fuerzan,
sobornan, ignoran...” (48). Escrito está, aunque poco después rebaje el tono
y admita que “debe haber buenos cristianos de buen corazón y conscientes
(aunque no los puedo comprender)” (87). Las misiones y la mayoría de los
misioneros corren todavía peor suerte, pues sus personas son calificadas en
parecidos términos a los que añade el paternalismo y la incomprensión del
Otro (cfr. 73-74, 86-87, passim); pecados y delitos todos ellos a los que -hemos
de suponer- han de superponerse los propios de quienes se dedican a “expan-
dir constantemente y al precio que sea” tan perniciosa doctrina.
Independientemente de que que estemos o no de acuerdo con estas opi-
niones, lo que resulta asombroso y demuestra una vez más la -digámoslo con
un eufemismo- frivolidad fericgliana, es que, cansado del trabajo de campo
pseudo-selvático, él y todo su equipo pasen sus últimos días amazónicos de
vacaciones ¡en una misión!. Los capítulos en los que narra su viaje -¿a la Damas-
co tropical?- tienen unos títulos muy expresivos: “Dios, si está, debe ver la sel-
va así”, “Un día más en el paraíso misional” y “Descanso en Yaupi” (276-
289). Su corta estancia -dos días y tres noches-, le basta para dar una imagen
idílica de la misión salesiana de Yaupi, un internado de 2 Has. en el que “el régi-
men de vida resulta muy agradable y ordenado” (278) y “se respira una tran-
quilidad perfecta, total”, por lo que no extraña que los chicos internos se
muestren “contentos y pletóricos. Se ríen mucho” (280). Según Fericgla, estas
maravillas pueden deberse al director, un salesiano “bondadoso, caritativo y
ecuánime” con el que conversa “de teología y de mística” (283) y de la “nece-
sidad de disolver el ego” (285). Tan feliz se encuentra nuestro viajero que no
sólo ayuda a la misión con trabajitos de electrónica y de ingeniería, sino que
hasta realiza para ella un reportaje comercial en video (286). No obstante, en
tono menor, constata asimismo que las misiones son sentidas por los Jíbaro
como una ‘ingerencia’ y que ‘comportan el final de su cultura’ (282, 287)44.
Si peces gordos como la Academia y el cristianismo y (algunos) cristia-
nos son vistos con tan (a veces) crítica lupa, resulta natural que pececillos
como las ONG’s y el consumismo occidental caigan también bajo la acera-
da pluma fericgliana. Contra éste último desgrana una de sus páginas más
44 Muy distinta es la versión que otros indígenas y otros antropólogos ofrecen de los internados
misionales. Como muestra, baste el número monográfico que la revista indígena Native Americas Jour-
nal (Universidad de Cornell) publicó en el invierno del 2000 (cfr. www.nativeamericas.com) Junto a
testimonios estremecedores de los supervivientes, se informa que Canadá ha situado 350 millones
de dólares para un fondo compensatorio de los abusos sufridos por los niños indígenas en unas 80 boar-
ding schools misionales, católicas en su mayoría. Asimismo, se destaca que si la iglesia anglicana cana-
diense tuviera que afrontar los desembolsos impuestos por los tribunales, iría a la quiebra. Añade final-
mente que parecidos panoramas se les presentarían a las distintas iglesias cristianas tanto en Canadá
como en Australia y en los EEUU.
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memorables: los coches, las sopas prefabricadas y los detergentes son nefas-
tos; la especulación bursátil, delito impune. Si nos olvidamos de la vulgari-
dad de los ejemplos, quizá pudiéramos unirnos a su batalla contra el consu-
mismo pero, una vez más, este viajero nos sorprende con su razonamiento:
el pecado del consumismo no radica en causas sociales sino metafísicas, exac-
tamente en que “se ha acabado creyendo en una abstracción (..) y no refle-
xionando sobre una realidad” (77). ¿Pero no habíamos quedado en que la
gracia de Occidente estribaba en su pensamiento abstracto al igual que la des-
gracia de los Jíbaro provenía de su pensamiento concreto?
Por otra parte, el nexo entre la antropología académica, las misiones y las
ONG’s está representado en este diario de viaje por J. Juncosa, personalidad que
a Fericgla le parece “blando como científico, pero muy simpático y acogedor”
(44)45, opinión con la que mata esos tres pájaros de un mismo tiro. Afinando
la puntería contra las organizaciones no gubernamentales, nuestro viajero PC
las acusa de gastar entre un 60 y un 80% en la propia burocracia, pero sobre todo
de cumplir “una vulgar estrategia para generar más lugares de trabajo dentro del
propio país rico y caritativo dando al mismo tiempo una buena imagen” (43-
44 passim). Hasta aquí estas diatribas nos suenan como ecos de los ataques de
Up de Graff a los humanitarios de su tiempo. Pero a partir de aquí, continuan-
do con las contradicciones de la PC, resulta que de la quema oenegera salva a
Manos Unidas (43) -justamente una ONG perteneciente a la Curia romana-, y
de paso a otra ONG gestionada por una amiga suya, organización ecuatoriana
que “es muy fácil que dentro de unos cuantos años haya hecho más por el
mundo indígena que muchos gobiernos” (44). Estos vaivenes fericglianos PC
entre las Grandes Síntesis y los Enormes Dicterios por un lado y la casuística
minimalista por el otro, han terminado por marearnos.
CONCLUSIÓN EN BRUTO
45 ¿Qué significa científico blando? Si Fericgla, en vez de divagar sobre lo numinoso jíbaro, apren-
diera alguna de las lenguas de esta familia y/o reflexionara seriamente sobre esa cultura indígena,
quizá, con mucho tiempo, llegaría a estar en condiciones de escribir un libro parecido a, por ejem-
plo, el que este científico blando escribió sobre la comunicación verbal shuar (cfr. Juncosa, 2000),
una obra impecable de evidente dureza -léase, especialización científica-.
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humanos no a sus respectivos proyectos histórico-culturales -es decir, a sus características humanas-
sino a unos condicionamientos que, en el racismo antiguo, eran biológicos y en el moderno, en el feric-
gliano, pertenecen a la esfera de lo trascendental -es decir, de lo inhumano-. En el racismo decimo-
nónico y vigesimónico, esos condicionamientos comenzaban siendo de índole biológica. Unas veces
terminaban ahí mismo y otras llegaban hasta las prácticas religiosas. A su vez, aquel racismo bioló-
gico tenía un ala dura o bruta que era el racismo por antonomasia -el que se bastaba con la raza-, y
un ala blanda o cultivada que veía a los pueblos inferiores como una yuxtaposición de individuos
inacabados -infantiles-. Por su parte, el racismo evolucionado creía que la inferioridad de estos pue-
blos era producto de que sus peculiaridades físicas les habían conducido a una cultura inferior e
incluso perniciosa -por ejemplo, las mandíbulas bantúes prefiguraban el canibalismo y los genes
judíos la religión mosaica-. Casi huelga añadir que todos ellos entendían las diferencias humanas como
predeterminadas y, por lo tanto, insalvables -era imposible operar a los judíos para extirparles sus genes
perversos-. O, en su versión más condescendiente, como irremediables por ser antieconómicas de
salvar -era más barato repoblar el Oeste que reeducar a los Pieles Rojas-. Por su parte, la versión
actual de aquellos racismos antiguos consiste en creer que los pueblos antes llamados inferiores con-
forman un cuerpo místicamente distinto: se hipostasia la diferencia, se la eleva a categoría sagrada.
Es probable que de la Genética se desgaje alguna rama que encuentre en esos pueblos algún gen de
la inferioridad, pero mientras eso ocurre y con ello vuelva el péndulo del racismo a su extremo bio-
lógico, por ahora ningún racista habla de las causas físicas de la inferioridad por la simple razón de
que es políticamente incorrecto hablar de pueblos inferiores. Pero Occidente es inevitablemente
superior puesto que puede comprender y, más aún, comprehender a los demás pueblos mientras que
la recíproca es dudosa en cuanto a la primera e imposible en cuanto a la segunda.
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siguenga sobre la colonización de la región Satipo-Pangoa, Lima, CIPA, 1986.
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ESCRITURAS ACTUALES
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DISCULPA E INTRODUCCIÓN
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1 International Standard Book Number. La Agencia Española del ISBN es competencia del Depar-
tamento del Libro, Archivos y Bibliotecas de la Secretaría de Estado de Cultura del Ministerio de Edu-
cación, Cultura y Deportes; (http://www.mcu.es/bases/spa/isbn/ISBN.html)
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tos”, de la editorial Flor del Viento, “Tanto por Saber” de Temas de Hoy,
“Sin Fronteras” o “Grandes Viajeros” de Ediciones B... Y dentro de esa divi-
sión “Viajes” ya encontramos algunas especialidades un poco más anecdóti-
cas, como la colección “Vive la Vía” dedicada a recorridos en tren, de Plaza
y Janés, o especialidades sobre especialidades como vemos en la colección de
viajes para mujeres de la editorial Circe. No me voy a olvidar, desde luego,
de las dos colecciones de la editorial Bruño, “Yo acuso” y “Pequeños ciuda-
danos”, coeditadas respectivamente con Amnistía Internacional e Intermón.
Aunque odiosa, la comparación dice que en el Reino Unido, según una
gran encuesta reciente, casi el 75 % de los entrevistados decía leer al menos
15 libros al año. Me refiero a los datos del Reino Unido porque la crítica
anglosajona es la que más se ha ocupado del género de literatura de viajes
bajo esa acepción que definía muy bien Lorenzo Silva, según la cual com-
prende todas aquellas obras literarias “que prestan atención prioritaria al fenó-
meno mismo del desplazamiento, ya sea real o imaginario, ya se describan
sus manifestaciones exteriores y sensibles o los mecanismos psicológicos o
espirituales que se desencadenan en el viajero”2. No es que la tradición de
los autores anglosajones sea más viajera que la de otros, pero lo que sí es cier-
to es que son quienes más y mejores esfuerzos han dedicado a estudiar la lite-
ratura de viajes. Aunque sólo sea por eso que decía Evelyn Waugh en el
prólogo de Un paseo por el Hindu Kush, de Eric Newby: “Los ingleses se han
matado a medias (o por entero) sólo con objeto de estar fuera de Inglaterra”3.
Literaturas de doble fondo: Lecturas que invitan a viajar, viajes que
invitan a leer. Farragoso, bien cierto es, este título, y por tal motivo necesi-
ta ser explicado pero no porque el que escribe piense en torpeza alguna por
parte de los sufridos receptores, sino porque es consciente de su propia tor-
peza. Torpeza y disculpa son dos términos que no riman, aunque debieran.
Hace referencia a esos libros que despiertan en el lector que los saborea el
deseo de agarrar la maleta y embarcar, ya en el barco que da sentido al ver-
bo, ya en avión, sea ya en tren, en autobús, agarrado a un volante, con pies
protegidos por calzado cómodo o en incómoda huida. Libros como maletas
que guardan, en un doble fondo, deseos escondidos.
Relatos descriptivos, plenos de experiencias (no necesariamente) vivi-
das cuya veracidad resulta de contraste imposible, por cuanto el receptor,
crédulo o desconfiado pero necesariamente lejano en el plano del espacio
(y del tiempo, si me apuran) disfruta o sufre de lo leído empapándose, espon-
joso, de un fluido llamado deseo. La veracidad de lo narrado, asunto con
2
Lorenzo Silva, Viajes escritos y escritos viajeros, Madrid, Anaya, 2000, p. 15.
3
Eric Newby, Un paseo por el Hindu Kush, Barcelona, Laertes, 1997, p. 8.
233
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TRUFAS
4
Lorenzo Silva, Viajes escritos y escritos viajeros, p. 17.
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define “entreverado” como aquello “que tiene interpoladas cosas varias y diferentes”.
6 La acepción de “trufa” como “embuste” o “mentira” está recogida en el Diccionario de la
Lengua de la RAE.
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ville entendía como isla que no aparecía en mapa alguno, “lo mismo que le
ocurre a la mayoría de sitios que existen de verdad”. Viene al caso de esa “tru-
fa” entendida como mentira literariamente piadosa las palabras que el escri-
tor, periodista y crítico gallego Ramón Pernas, autor de las novelas Bruma-
rio o Pabellón azul, pronunciaba en una entrevista en la que explicaba (o daba
su personal versión de) el vocablo “vagamundeo” a partir de la vocación errá-
tica del individuo que no está a gusto en sitio alguno y que siente la necesi-
dad de conocer otros paisajes, otras gentes u otras historias. Su posición, cer-
cana a la del lector pero nunca ajena al narrador, es interesante por cuanto
otorga una especial relevancia al “aprendizaje a través de historias conta-
das, inventadas o recreadas”. Pernas apuntaba una explicación al hecho de
la invención de ciertos aspectos del escenario en el que se desarrollan las
tramas o el cuerpo de las crónicas (y que en el género de viajes se multipli-
can conforme las páginas pasan) diciendo que esos lugares descritos son per-
feccionables como marco de una acción narrada. “Cómo me gustaría que fue-
ra mi pueblo. Y ese es un lujo que los escritores nos podemos permitir”7.
Esa “trufa”, ese lujo doloso que el narrador viajero se permite al perfeccio-
nar, incluso, el lugar narrado. Qué duda cabe que el lector, cómodo en su
paseo literario, transita seguro por los lugares descritos ajeno a esos con-
textos sólo perceptibles por los sentidos propios de un cuerpo presente en
un destino geográfico real: temperaturas extremas, olores desquiciantes, tras-
tornos gástricos, artrópodos torturadores... Cuestiones biológicas y físicas
plasmadas como advertencia a navegantes o como recursos dramáticos, lo
mismo da, que aún siendo ciertas no afectarán al lector más que cuando
éste se convierta, por una causa o por otra, en viajero que encontró un des-
tino entre las tapas de un libro. Esas verdades detalladas se convertirán en
mentiras, mientras que las “trufas” seguirán siendo dignas ficciones litera-
rias. La verdad puede ser un infierno. La ficción lo atraviesa vestida de
ignífugo traje climatizado. Juana Salabert, en Estación Central, mantenía que
“la ficción salvaguarda la historia de sus mentiras”8 y José Ovejero, en Chi-
na para hipocondríacos, afirmaba que “Viajar, como escribir, es eso, inven-
tar nuevas vidas para escapar a las limitaciones de la propia”9. Un ejemplo
de la primera acepción, entendida como relleno, podría ser el libro Castilla
en Canal, de Raúl Guerra Garrido, en el cual el autor da cuerpo literario a
7
Ramón Pernas realizó estos comentarios en una entrevista titulada Biografía de un vagamun-
do publicada en la revista Leer (noviembre de 2000).
8
Juana Salabert, Estación Central, Barcelona, Plaza y Janés, 1999. Salabert escribió este libro
a raíz de un viaje en tren que le llevó a Viena, Praga y Budapest.
9
José Ovejero, China para hipocondríacos. De Nanjing a Kunming, Barcelona, Ediciones B,
1998; el autor ganó con esta obra el Premio Grandes Viajeros 1999.
236
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10
Raúl Guerra Garrido, Castilla en Canal, Barcelona, Muchnik editores, 1999.
11
Meses después de que se publicara Castilla en Canal salía a la luz en castellano A pie por
Castilla del escritor y periodista barcelonés Josep María Espinás (Barcelona, Emecé, 2000); narra
un viaje andado por tierras de Soria, que en nada se parece al anterior. Fue editado en catalán antes que
Castilla en Canal, por el sello La Campana.
12 Alfredo Bryce Echenique, La amigdalitis de Tarzán, Madrid, Alfaguara, 1999.
13 Alfredo Bryce Echenique, La amigdalitis de Tarzán, p. 9.
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14
Guillermo Cabrera Infante, El libro de las ciudades, Madrid, Alfaguara, 1999.
15
Lola Delgado y Daniel Lozano, Historias de Ultramar. Aventuras y desventuras de los espa-
ñoles de hoy en América Latina, Madrid, Ediciones Península, 1999.
16 Román Orozco y Natalia Bolívar, Cuba Santa. Comunistas, santeros y cristianos en la isla de
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tivo se ha cumplido, el reportaje, ya está hecho”. Decía Stevenson que “no hay
mejor materia para un sueño que un mapa”. En Crónicas caribes aparece un
personaje llamado Martín, de la isla cubana de Pinos (lugar que ha venido
siendo identificado como el escenario de La isla del tesoro que describió el
escocés) que dice: “Stevenson si que era tremendo pirata. Su novela es una
de esas obras maestras en las que casi nada es original. Lo que pasa es que
supo conocer un montón de historias, pasarlas por el filtro del genio y desti-
larlas como literatura”18. Sin duda, el viajero que antes de partir haya reco-
rrido las páginas de este libro, encontrará en su destino elementos con los
que aderezar y enriquecer su experiencia. Y para terminar con esa categoría
de “trufa” entendida como crónica de investigación inmersa en un viaje cita-
ré Amor América de la periodista y escritora Maruja Torres, protagonista y
narradora de un recorrido por el continente americano realizado en tren. Tam-
bién es, desde luego, un ejemplo de libro que incita al viaje19.
El relato breve se aparece como marco perfecto para el género de via-
jes en Cuentos apátridas, escritos por Bernardo Atxaga, José Manuel Fajar-
do, Santiago Gamboa, Antonio Sarabia y Luis Sepúlveda, cinco autores
de diferentes nacionalidades que, por una causa o por otra residen (o lo han
hecho) en lugares diferentes a los de su nacimiento. Cada uno de ellos, a
su manera, literaturiza su experiencias y escribe sobre personajes en tales
circunstancias. El editor de esta obra (y escritor también), Enrique de Hériz,
comenta en el prólogo que, en las reuniones que mantuvo con los respon-
sables de su editorial en diferentes países, repetía constantemente que una
editorial española que se precie debía ser colombiana en Colombia, mexi-
cana en México y argentina en Argentina, pero después de haber mantenido
contactos con los autores de estos relatos comprendió que una editorial que
de verdad se precie sería española en Colombia, mexicana en Argentina o
chilena en Venezuela. Vuelvo con esto un poco a lo anterior, puesto que
estos autores al renunciar a las patrias crearon otras y, como Hériz decía,
esas nuevas patrias “ya no son jaulas sino autopistas de despegue para la
imaginación de los lectores”20. Los lectores que viajen a esos territorios
descritos van a encontrarse con algo más real, por ser imaginario, que lo
que puedan hallar después de consultar una guía. Aunque el viajero que lle-
ga a un punto sobre el que ha leído está unido indefectiblemente al com-
ponente de la desilusión.
18
Miguel Ángel Barroso e Igor Reyes-Ortiz, Crónicas caribes, p. 115.
19
Maruja Torres, Amor América, Madrid, Taurus, 1993; el título hace referencia al Amor Améri-
ca (Canto General 1950), obra del poeta chileno Pablo Neruda.
20 Bernardo Atxaga, José Manuel Fajardo, Santiago Gamboa, Antonio Sarabia y Luis Sepúlve-
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No hay que olvidar a otro autor que, bajo el punto de vista de quien
esto escribe, es uno de los mejores relatores españoles de viajes: Javier
Reverte. En particular me voy referir a uno de sus libros, El corazón de Uli-
ses, por cuanto la mayoría de los otros (Los dioses bajo la lluvia, El aro-
ma del copal, El hombre de la guerra) o aquellos, durísimos, sobre los horro-
res que cada día se viven en el continente africano más que al viaje lo que
incitan es a reflexionar sobre las supuestas bondades del “nuevo orden”21.
En El corazón de Ulises Reverte viaja en paralelo al periplo del héroe de
La Odisea y completa un recorrido circular que le lleva desde del Pelopo-
neso al Egeo, de allí a la costa Oriental de Turquía, a las orillas del Mar
Negro, al Canal de Corinto y, finalmente, a Ítaca. Y antes de su regreso a
España hace escala en la ciudad de Alejandría. Reverte, en este libro, uti-
liza diferentes aderezos combinados con maestría de periodista experto pero
sin dejar de ofrecer un producto muy literario con dosis de Historia, con
la búsqueda del héroe, con los mitos de la Grecia clásica y, por supuesto,
con los retratos de la Grecia actual:
21
Javier Reverte, Corazón de Ulises, Madrid, Santillana, 2000.
22
Corazón de Ulises, p. 31.
23
Catherine Clément, El viaje de Teo, Madrid, Ediciones Siruela, 1998.
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“Hace dos días, el lugar en donde nos hallamos estaba cubierto de nieve. Allá,
detrás de las nubes que lo cubren, se alza el eterno helero del Pico Bolívar. Hace
poco, varios excursionistas, agarrados arteramente por el “mal de páramos” se
durmieron para no despertar más, llevados por la muerte más suave que puede
conocer el hombre, ya que le hunde, sin que él se de cuenta de ello, en un sueño
de las alturas. El Páramo de Mucuchíes es uno de los techos de América. Pero
es también ¡es fama! uno de los pasos más dramáticos, más aplastantes, más impo-
nentes, de toda la cordillera de los Andes. Hay emociones que recompensan a
un hombre de años de lucha, de rutinas, de monótonas limpiezas por el modo de
vivir de los demás. Cuando volví a la Mesa de Esnujaque, luego de ascender a
la alta montaña, tuve la sensación de que mucho puede perdonarse al destino,
cuando es capaz de ofrecernos compensaciones como esta visión que acabo de
tener del mundo lunar del Páramo de Mucuchíes”24.
No estaría mal, no debe estarlo, el hecho de saber que los viajes, en unos
tiempos de reflexión escasa, pueden convertirse en una droga tosca que
obliga al viajero compulsivo a devorar un plato con el fin único de darlo
por finalizado, en lugar de degustarlo con la sosegada aptitud del que pre-
fiere, en esencia, recordar un sabor a recordar una cuchara.
BIBLIOGRAFÍA
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las Antillas, Madrid, El País-Aguilar, 1999.
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1 Louis Turner y John Ash, La horda dorada. El turismo internacional y la periferia del placer,
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sis desde finales del XVIII y durante el XIX, período densamente impregna-
do del espíritu romántico que dejó su impronta, no sólo en la pintura (el inte-
rés por el paisaje y la idealización de la naturaleza, el orientalismo y su lec-
tura de lo exótico, el viaje marítimo y su expresión en marinas y naufragios),
sino también en la música y denodadamente (véase la moda orientalista) en
la literatura. El punto de inflexión más importante que afectará de lleno a la
crónica y la narrativa de viajes se produce a mitad de ese siglo con el hallaz-
go, como hemos dicho, de la cámara oscura y el daguerrotipo. A partir de
ese momento la fotografía asume el poder de legitimar con su verdad técni-
ca aquello que se constituía en la crónica del viajero y se abre con ello la
posibilidad de anular o no una de las exigencias básicas del relato escrito: su
servidumbre documental. Fue un momento verdaderamente revolucionario.
Pocos viajeros se embarcan hoy día sin ese pequeño aparato que per-
mite escribir en imágenes un relato personalizado e individual del viaje
realizado. Se acude a la fotografía, y ahora también a la cámara de vídeo,
para relatar sin apenas esfuerzo, como requeriría la escritura, esa cierta
épica individual que se activa en el momento en que comienza un viaje. La
ansiedad compulsiva por fotografiar deriva del intento de preservar en la
memoria el relato personal de nuestra aventura que será siempre diferente
de la de los demás, porque pertenece exclusivamente a nuestra mirada3. La
fotografía será también la base del cine documental que vemos en televi-
sión; será elemento imprescindible de las revistas ilustradas a todo color y
en las guías prácticas de viaje, cada vez por cierto más volcadas en la infor-
mación visual. Hoy, estas últimas son un importante instrumento que actúa
en dos direcciones: por un lado posibilita la individuación, debido a la sofis-
ticación de sus contenidos prácticos que hace posible el viaje individual,
pero de otro universaliza la experiencia al canalizarla y focalizar la atención
del viajero, ahorrando y minimizando el esfuerzo del descubrimiento. Las
guías y publicaciones sobre viajes, tan abundantes y solicitadas en nues-
tros días, agotan en sí mismas las necesidades de información. Un tema inte-
resante que merece análisis aparte.
Decíamos que en esta avanzada aldea global en la que las imágenes
circulan en todas direcciones, podríamos afirmar ya que casi todo sujeto
posee una iconografía de lo desconocido, seguramente porque no es tan des-
conocido en su representación, sea alegórica o visual. La televisión nos
permite pasear virtualmente por el escenario del mundo y en cierto sentido
es el fuego que arde eternamente en cualquier hogar alrededor del cual escu-
chamos incesantes historias sobre los otros. La gran paradoja en nuestro
3
Susan Sontag, Sobre la fotografía, Barcelona, Edhasa, 1981, p. 19-20.
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4
Lorenzo Silva, Viajes escritos y escritos viajeros, Madrid, Anaya, 2000, p. 16, cita parte de ella.
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5
Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos, Barcelona, Paidós, 1997, p 19-20.
253
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6
Ian Jack, The Granta Book of travel, Londres, Granta Books, 1998, p. x.
7
Bruce Chatwin, “Introducción”, en Robert Byron, Viaje a Oxiana, Barcelona, Península,
2000, p. 7-15.
8 James Buzard, The Beaten Track. European Tourism, Literature, and the ways to Culture,
254
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9 Sofía Carrizo Rueda, “Morfología y variantes del relato de viajes”, en Los libros de viajes en el
mundo románico, Revista de filología románica, Anejo I, Madrid, Editorial Complutense, 1991, p.123.
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BIBLIOGRAFÍA
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XX. cubiertas 12/9/06 17:49 Página 1
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GIRALDO
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JUAN
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