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MANUEL
ANEJOS DE REVISTA LUCENA
GIRALDO
DE LITERATURA y Siempre fue estrecha la relación entre viaje y escritura.
JUAN
Últimos títulos publicados La palabra, escrita o leída, rotura el mundo y lo abre tal y
PIMENTEL
como los ojos y el cuerpo del viajero hacen con su trayecto.
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50.–DISCURSO TEÓRICO Y PUESTA EN ESCENA ción occidental como en otras, que la dificultad no estriba
EN LOS AÑOS SESENTA: LOS CAMBIOS DEL REA- en comprobar la cercanía entre los tres verbos (vivir, viajar,
LISMO, por Óscar Cornago, 588 págs. leer) sino más bien en desentrañar dónde comienza una y
51.–POÉTICA Y PRAGMÁTICA DEL DISCURSO dónde termina otra.
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DIEZ ESTUDIOS historia, la antropología, la geografía o la narrativa de fic-
ción. Su pujanza hoy día es incontestable.
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DIEZ ESTUDIOS SOBRE LITERATURA DE VIAJES


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CIÓN A LA TEORÍA LITERARIA DEL SIGLO XVIII
ESPAÑOL, por María Elena Arenas Cruz, 528 págs.
60.–ÁLVARO CUNQUEIRO. EL JUEGO DE LA FIC-
CIÓN DRAMÁTICA, por Ninfa Criado Martínez, 216 págs.
61.–EL RENACIMIENTO ESPIRITUAL. Introducción
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LITERARIA DEL MEDIEVO. CREACIÓN, INTER-
PRETACIÓN Y TRANSTEXTUALIDAD, por César
Domínguez, 232 págs.
63.–PENSAMIENTO LITERARIO DEL SIGLO XVIII
ESPAÑOL, ANTOLOGÍA COMENTADA, por José
Checa Beltrán, 244 págs.
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LITERARIO EN ESPAÑA, por Antonio Chicharro Cha-
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65.–VIDAS DE SABIOS. EL NACIMIENTO DE LA
AUTOBIOGRAFÍA MODERNA EN ESPAÑA (1733-
1848), por Fernando Durán López, 514 págs.
66.–«DE GRADO Y DE GRACIAS». VEJAMENES UNI-
VERSITARIOS DE LOS SIGLOS DE ORO, por Abra-
ham Madroñal, 532 págs.
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bres, 192 págs.
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CLÁSICA ESPAÑOLA, por Josep María Sala Valldaura, ISBN 84-00-08437-3
552 págs. CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
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JES, por Manuel Lucena Giraldo y Juan Pimentel (eds.), REVISTA DE Grabado del libro de Johannes van Keulen, Zee-Fakkel
256 págs. LITERATURA (Antorcha de los mares),
Amsterdam, 1681
9 7 8 8 400 08 437 0
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DIEZ ESTUDIOS SOBRE LITERATURA


DE VIAJES
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INSTITUTO DE LA LENGUA ESPAÑOLA

ANEJOS DE REVISTA
DE LITERATURA

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MANUEL LUCENA GIRALDO y JUAN PIMENTEL (eds.)

DIEZ ESTUDIOS
SOBRE LITERATURA
DE VIAJES

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS


INSTITUTO DE LA LENGUA ESPAÑOLA
MADRID, 2006
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ña desde fuera. La imagen exterior española de la ilustración a la
actualidad” (BHA2003-01267), MEC-Dirección General de Inves-
tigación (2004-2006) y “Ciencia, corte e imperio. Formas de cono-
cimiento de la naturaleza en la monarquía hispánica en la era de la
ciencia moderna, 1600-1800” (HUM04-2590), MEC, Dirección Gene-
ral de Investigación (2005-2007).

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ISBN: 84-00-08437-3
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Impreso en España
Fotocomposición e Impresión:
Elecé Industria Gráfica, S.L.
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ÍNDICE

PRÓLOGO. EL VIAJE INMÓVIL. Marc Augé ............................................................................................ 9

1. INTRODUCCIÓN ....................................................................................................................................................................... 17

2. FORMAS DEL RELATO ................................................................................................................................................. 29


2.1. BAJO EL CIELO PROTECTOR. HACIA UNA SOCIOLOGÍA DE LA LITERATURA
DE VIAJES. Axel Gasquet ........................................................................................................................................... 31
2.2. LOS “LIBROS DE VIAJE” COMO GÉNERO LITERARIO. Luis Alburquerque ...... 67
2.3. EL DÍA QUE EL REY DE SIAM OYÓ HABLAR DEL HIELO: VIAJEROS, POE-
TAS Y LADRONES. Juan Pimentel..................................................................................................................... 89
2.4. ESCRITURA FEMENINA Y LITERATURA DE VIAJES. VIAJERAS INGLESAS EN
LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX, LUGARES COMUNES Y VISIONES PARTICULARES.
Elena Carrera ......................................................................................................................................................................... 109

3. VISIONES COLONIALES............................................................................................................................................ 131


3.1. EL VIAJE EN LA CARRERA DE INDIAS. Alfredo Moreno .................................................... 133
3.2. PAISAJES DESPOSEÍDOS. EL TROPICALISMO DE ALEJANDRO DE HUMBOLDT.
Manuel Lucena Giraldo .............................................................................................................................................. 153
3.3. CONTRA EL VIAJERO. NARRACIÓN Y APROPIACIÓN EN TORNO A LA ACCIÓN
COLONIAL ESPAÑOLA EN MARRUECOS. Fernando Rodríguez Mediano ......... 171
3.4. DE CAZADORES DE CABEZAS A CAZADORES DE SUEÑOS: LA AMAZONÍA
EN LA LITERATURA DE VIAJES. Antonio Pérez ............................................................................... 195

4. ESCRITURAS ACTUALES ......................................................................................................................................... 229


4.1. LITERATURAS DE DOBLE FONDO. LECTURAS QUE INVITAN A VIAJAR, VIA-
JES QUE INVITAN A LEER. Luis Conde-Salazar Infiesta....................................................... 231
4.2. NUEVAS ESTRATEGIAS EN LA NARRATIVA DE VIAJES CONTEMPORÁNEA.
Pilar Rubio ................................................................................................................................................................................. 243

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PRÓLOGO
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EL VIAJE INMÓVIL
Marc Augé, École des Hautes Études en Sciences Sociales, París

Nunca se ha hablado tanto del viaje como hoy en día. Pero el viaje de los
unos no es el viaje de los otros y no se habla del uno o del otro en las mismas
secciones de los periódicos. Por un lado, hay diferentes formas de turismo:
estancias en los hoteles, circuitos organizados, caminatas mas o menos depor-
tivas, y también viajes de negocios u otros viajes profesionales que no parecen,
a menudo, tan diferentes de los viajes turísticos. Por otro, existen todos esos
inmensos movimientos de migración oficiales o clandestinos, que se efectúan
por razones económicas o políticas, siempre ligadas a la pobreza, la guerra o
la violencia. Sin embargo, esos dos fenómenos tienen puntos comunes. Por
ejemplo, los periodistas, cámaras o fotógrafos llegan hasta los países donde
se producen guerras civiles o catástrofes naturales y encuentran a sus habi-
tantes, a miembros de las organizaciones humanitarias y también a los turis-
tas. La simultaneidad de los dos fenómenos es impresionante, como lo es el
hecho de que si, por una parte, son totalmente diferentes (se podría decir que
a los turistas les gusta ir a los países de los que se van los emigrantes) por otra
todos dependen de las imágenes difundidas por los medios de comunicación
masivos. En este sentido, traducen la misma ilusión. Los turistas piensan que
van a encontrar otros lugares, otros paisajes e individuos. Los emigrantes pien-
san que van al encuentro de la felicidad y prosperidad. Los turistas ya han
visto los paisajes y monumentos que van a visitar sobre fotografías, en la tele-
visión, incluso en el recorrido virtual que ciertas agencias turísticas moder-
nas organizan para ellos, de tal manera que la realidad tiene que parecerse a
estas imágenes para no desilusionarlos. En cuanto a los emigrantes, que a veces

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han viajado con riesgo de su vida para escapar, se puede pensar que ellos
mismos estan fascinados, como si fueran mariposas, por una luz mentirosa y
peligrosa. La teleserie Dallas, hace unos años, fascinó a millones de especta-
dores en los países subdesarrollados, como si la opulencia ostentosa de sus per-
sonajes no suscitara furor y rabia, sino placer y esperanza.
Así, se podría hablar de un “viaje inmóvil”. Pero nos encontramos ante
una expresión polisémica. Su sentido mas evidente tiene que ver con el papel
que juegan las imágenes y además las reproducciones y simulacros en nues-
tra percepción del mundo. Parecen hacer inútiles los desplazamientos en el
espacio y condenarnos a la inmovilidad. En segundo término, tiene que ver
con el hecho que cada día nos es mas difícil salir de nosotros para ir hacia
los otros, incluso mediante la imaginación. En este sentido, viajar es difícil,
incluso de forma inmóvil, y puede ser que estemos condenados a una cierta
forma de soledad pasiva, a una inmovilidad sin viaje.
Conviene apuntar unas palabras a propósito de esta contradicción del via-
je inmóvil a la vez necesario e imposible, antes de preguntarnos si de una
manera u otra es posible hacerla desaparecer. Todos tenemos en la cabeza vis-
tas del mundo entero, esencialmente las que difunde la televisión. No se
piensa en todas las consecuencias de ello. Por ejemplo, un parisino sedenta-
rio tiene hoy una imagen mas precisa o mas fuerte de Los Angeles que de
Brest o Burdeos. Aquellos que viajan a otros países, por su parte, han acu-
mulado documentación, viajan no tanto para descubrir como para recono-
cer y, además, muchos pasan el tiempo de su viaje o estancia tomando fotos
o filmando para ver a su regreso una parte de todo lo que hubieran podido
contemplar si no hubieran tenido sus ojos detrás de la cámara. Sus viajes
empiezan cuando regresan, cuando de nuevo están inmóviles. Pero además
existen sustitutos para la gente que no puede o no quiere viajar. Disneylandia,
evidentemente, con su falsa pequeña ciudad americana y su falso Missis-
sippi, o los parques temáticos (centerparks) con sus falsos pueblos ingleses
y sus falsas playas tropicales en el corazón de los campos reales de Holan-
da, Alemania, Francia o España. Aquí las cosas se vuelven muy complica-
das. La ciudad de Las Vegas hoy en día es muy famosa en el mundo debido
tanto a sus réplicas de las ciudades de Europa como a sus juegos. Los ame-
ricanos y los europeos van allí, como a Orlando o a Miami, para encontrar
simulacros de lo que ya han visto en la realidad o a través de fotografías o
películas. También es el caso de los norteamericanos que van a Francia, pasan
un día en París y retornan a Disneylandia para encontrar su propio lugar o,
para decirlo mejor, este lugar que no es un lugar, ni el suyo, ni el lugar de
otros, sino el lugar de cualquiera, un no-lugar que recuerda a sus homólo-
gos de América, reflejo de un reflejo, simulacro de un simulacro.

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Así, se podría pensar, con un cierto pesimismo, que el viaje es siempre


inmóvil, incluso cuando los cuerpos se desplazan, en la medida en que no
hace mover la mente ni la imaginación. Puede ser, además, que el viaje inmó-
vil mismo, en el sentido estricto de la palabra, sea también imposible debi-
do a la saturación de la imaginación por las imágenes. He sugerido en La gue-
rra de los sueños que los tres polos del imaginario (el individual, el colecti-
vo y el de creación, en otras palabras, los sueños, los mitos y las obras) tie-
nen que estar en contacto los unos con los otros y alimentarse recíproca-
mente para sobrevivir. Tengo miedo de que hoy las imágenes sustituyan a
los mitos (mitos de origen o de futuro, mitos religiosos o políticos) y las obras
se vuelvan productos de consumo y dependan de una industria, de manera
que el imaginario individual y los sueños desaparezcan.
¿Dónde se sitúa el viaje respecto a esos tres polos? Inicialmente, el viaje
es de descubrimiento y después un viaje de conquista de los otros que el Occi-
dente europeo ha hallado intentando colonizar el mundo. El encuentro con los
otros, en este sentido, ha sido un fracaso relativo en la medida en que, final-
mente, la conquista ha intentado someter y reducir por completo al otro. Este
vicio inicial no ha desaparecido y ciertas formas de turismo son marcadas
por un complejo de superioridad de los turistas respecto a los que van a visi-
tar. El imaginario del viaje de descubrimiento-conquista tenía mucho que
ver con unos mitos colectivos, el exotismo, el sueño colonial, el imperio, y
con los sueños de unos individuos, los grandes viajeros. Por supuesto, este
imaginario no existe mas que como una caricatura. El sueño colectivo e indi-
vidual a la vez lo encontramos, paradójica y cruelmente, en los emigrantes
que, continuando el primer sueño americano, creen que van a transformar su
vida huyendo hacia diversas partes del mundo. Otra forma de viaje, que han
ilustrado los escritores viajeros del siglo XIX, tiene por finalidad el descu-
brimiento de la propia identidad. Los jóvenes de la burguesía francesa cura-
ban su melancolía viajando a Italia. Además, de Chateaubriand a Flaubert,
el viaje fue concebido como una oportunidad para crear una obra (literal-
mente, un pretexto). Lo consideraban una experiencia de sí mismos a través
de una aventura de exterioridad cuyo resultado (una novela o un diario) expre-
saba un desplazamiento doble, en el espacio -evidente pero también relativo,
en la medida en que es al regresar cuando se escribe o se termina la obra- y
en su propio interior. En relación con este aspecto, el viaje y la obra se iden-
tifican, son lo mismo, ya que quien hace el viaje o escribe la obra no es el
mismo que en su origen, o piensa que no es el mismo antes y después de
realizarlo. Este sueño individual de un descubrimiento o una construcción pro-
pia mediante el viaje no está totalmente ausente de la imaginación de las
gentes que hoy en día quiere desplazarse por el Sahara, el Himalaya, o afron-

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tar otros desafíos físicos o morales. Sin embargo las cosas, otra vez, vuelven
a ser muy relativas. Por un lado, podrían encontrar, sin salir de su país, todas
las técnicas del cuerpo o de la relación de sí mismo a sí mismo, como las
formas de meditación o de lucha deportiva orientales. Por otro, ciertas empre-
sas tienen programas de formación del cuerpo y de la energía mental de sus
empleados a través del viaje y del desafío físico. El sueño individual se disuel-
ve así por efecto de una ideología de la eficacia económica.
En realidad, lo que cambia hoy es la naturaleza de lo que se puede enten-
der por “encuentro o descubrimiento del otro” y “construcción o descubri-
miento de uno mismo”. Todos los ritos, en todas las sociedades del mundo,
tienen por finalidad el reforzamiento o la creación de una identidad, indivi-
dual o colectiva, y todos sugieren que depende del encuentro con los otros.
La identidad se construye por una negociación con diversas alteridades, los
ancestros, los compañeros de la misma edad, del otro sexo, los dioses, etc...
Por otro lado, los ritos, metafóricamente o no, tienen la forma de un viaje y
no es sorprendente que, recíprocamente, el viaje siempre tenga algo que
ver con un rito. Cada iniciación implica un rito de viaje (fuera de sí mis-
mos, hacia los otros) y cada viaje es en una cierta manera iniciático. El pro-
blema es que actualmente nos acercamos a una posibilidad efectiva, tecno-
lógica, de ubicuidad. Las imágenes y las noticias vienen hacia nosotros y el
cuerpo individual está cada día mas equipado con prótesis que le permiten
mañana y en cualquier lugar que se sitúe, comunicar sin desplazarse con cual-
quier cuerpo del mismo tipo en el mundo. Los últimos teléfonos móviles
van a darnos esa posibilidad definitiva.
Estaremos pues inmóviles y puede ser que no podamos viajar más. Es
el punto importante. No es una casualidad que la metáfora del viaje a menu-
do se relacione hoy con la actividad cibernética. La gente, se dice, navega
en Internet. El énfasis que se pone así sobre la idea de movilidad traduce
una forma de malestar cuya naturaleza se puede entender mejor si intentamos
relacionarla con los términos del encuentro con el otro y de construcción
de uno mismo ligados a la idea del viaje. Las tecnologías de la comunica-
ción pretenden que los sujetos individuales existan independientemente del
acto que los relaciona entre sí, de modo que intercambien informaciones
sin transformarse. En este sentido, la comunicación es lo contrario del via-
je, porque este, el viaje, implica la construcción de uno mismo a través del
encuentro con el otro y aquella, en cambio, presupone lo que el viaje inten-
ta crear: sujetos individuales bien constituidos. El homo communicans no
se pregunta quién es, enuncia lo que sabe e intenta aprender lo que no sabe;
el viajero ideal intenta existir, formarse y nunca sabrá quién o qué es en
realidad. La práctica turística actual, en este sentido, no tiene mucho que

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ver con el viaje, sino con la comunicación. Esta es, en fin, lo contrario del
viaje... pero también lo contrario de la lectura, la última modalidad de viaje
inmóvil que propone a la imaginación individual un espacio de libertad. La
lectura es un encuentro con una voz, con un autor que sirve como guión sobre
senderos no conocidos. Encuentro también con los que el autor crea o des-
cribe, personajes de ficción o reales, del presente o del pasado, siempre vis-
tos con una mirada particular que hace de ellos, en todo caso, seres únicos.
Lo mismo se podría decir de los lugares que han encontrado e imaginado
los autores. La Oceanía de Melville, la Touraine de Balzac, la Irlanda de Pie-
rre Lotti o el Berlín de Kleist pertenecen a sus autores. Pero la lectura tam-
bién es creación, cualquier lector crea su propia imagen de los paisajes o per-
sonajes cuya descripción o evocación lee. Por eso la lectura es un viaje, un
viaje inmóvil, como la visión de un chamán indio, que contiene un encuen-
tro del imaginario individual y el colectivo. La transformación de aquello que
se lee o se sueña se produce después de un encuentro con los otros, reales o
imaginarios. El viaje, pues, podría ser definido como la categoría unifica-
dora que comprende todas las formas de rituales, de experiencias ligadas al
espacio que permiten transformarse encontrando a los otros.
Es muy importante para el hombre no olvidarse de viajar. El hombre, para
retomar la definición de Cassirer, es un animal simbólico. Su relación con
los otros forma parte de su propia definición. Todos los mitos de creación
necesitan dos seres humanos para empezar a escribir la historia de la huma-
nidad, Adán y Eva, los gemelos dogon, etc. La actividad ritual recuerda esta
contradicción. La necesidad de la relación incluye la necesidad de la distin-
ción de los sexos, que no es sino su ilustración mas evidente y, debido a la
prohibición del incesto, produce las formas individuales del viaje hacia los
otros, pacíficas o no, como las formas elementales del intercambio matrimo-
nial. Y si el hombre es un animal simbólico, la hipótesis de un mundo de
millones de individuos totalmente aislados, totalmente solitarios, a pesar de
que intercambian informaciones, no es concebible, significaría la desapari-
ción tanto del individuo como de la sociedad. Por eso, ahora que millones
de individuos se desplazan en el mundo sin verse, es urgente redefinir el
viaje como una necesidad ritual que crea relaciones, es decir, identidades indi-
viduales y a la vez colectivas. Hay que aprender o reaprender a viajar cerca
de uno mismo y hacia el otro próximo y cercano, sabiendo que cualquier
encuentro es potencialmente poético, en el sentido etimológico, hace y crea
relación e identidad. Tenemos que viajar hacia aquellos que están cerca de
nosotros en el espacio, pero que no conocemos porque viven en las perife-
rias, pertenecen a otras clases o hablan otras lenguas. Sólo así tendremos una
oportunidad de viajar al encuentro de nosotros mismos.

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INTRODUCCIÓN
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02.cap02 introducción 28/8/06 13:04 Página 19

Siempre fue estrecha la relación entre el viaje y la escritura. La palabra,


escrita o leída, rotura el mundo y lo abre tal y como los ojos y el cuerpo del
viajero hacen con su trayecto. Los libros, qué duda cabe, suponen una exten-
sión de la mirada y la experiencia, en cierto sentido, de la propia vida. Y es
tanta y tan poderosa la carga simbólica del viaje como correlato o trasunto
de la misma existencia, así en la tradición occidental como en cualquier
otra, que la dificultad no estriba en comprobar la cercanía entre los tres ver-
bos (vivir, viajar, leer) sino más bien en desentrañar dónde comienza una cosa
y dónde otra.
Dentro de nuestra tradición hispánica no es casual que José Gaos, filó-
sofo trasterrado, alguien que experimentó la doble soledad (la doble aven-
tura) del pensamiento y el exilio, insistiera en la naturaleza viajera del hom-
bre. La sed de novedades, el afán por conocer y sentir la diferencia –dejó
escrito- constituía uno de los rasgos primordiales de esa bestia cupidisima
rerum novarum que es el hombre, ese animal extraño que por hastiarse has-
ta se cansa de su propia felicidad1. Sólo se puede vivir en lugares, en efec-
to. Y sólo puede emprenderse un vida nueva en otros lugares, allí donde
puede operarse el sortilegio de desalojar lo viejo y volver a nacer, anhelo
tal vez milenario del hombre, sin duda humanista, americano y orteguiano
en la versión de nuestro filósofo, y deseo también muy actual en nuestros
días –como recuerda Marc Augé en el prólogo, al recordar ese teatro que sería
cómico de no ser cruel en que los unos –los turistas- parecen escapar hacia
los lugares de donde los otros –los emigrantes- huyen.
Por supuesto Gaos no fue el primero ni el único en subrayar la pulsión
viajera del hombre moderno. Su homo viator, pensado en términos atlán-

1
José Gaos, Historia de nuestra idea del mundo, México, FCE, 1973, pp. 139 y ss.

19
02.cap02 introducción 28/8/06 13:04 Página 20

ticos y colombinos, un hombre de aires renacentistas que emprende cami-


no en pos de una conquista intelectual y existencial, adquiere otras for-
mulaciones y otros tonos según dónde y a manos de quién. Pensemos en
otro perfil bien distinto. Walter Benjamin, retomando a Baudelaire, con-
sagró la figura del flâneur, el paseante que flota entre la multitud de la
ciudad como el pájaro en el aire, un hombre que ama el movimiento, el
domicilio ubicuo, el anonimato de su pertenencia a ninguna parte2. Aquel
que sabe captar la fugacidad de la vida moderna y recuperar lo transito-
rio, el artista decimonónico, no es un héroe a la manera clásica. Su calle-
jear indolente está desprovisto de épica en la medida en que ya no tiene
meta. No persigue un objetivo concreto. Su historia carece de telos. Y sin
embargo entre uno y otro convive la imagen del tránsito, el desplazamien-
to del sujeto por el mundo o viceversa, un movimiento continuo del que
es preciso dejar cuenta y memoria.
La riqueza simbólica del viaje y las múltiples formas de expresarlo exce-
den con mucho las pretensiones de estas páginas introductorias. En un libro
reciente Piero Boitani ha rastreado la presencia constante de la figura de Uli-
ses en la literatura occidental3. Desde el homérico héroe del nostos hasta el
marinero fenicio de la Tierra baldía de T.S. Eliot, pasando por Dante, Petrar-
ca, Coleridge y Tennyson, el profesor romano explora las proyecciones y
recreaciones de esa sombra profética, verdadero typos que encierra y sopor-
ta nuestro destino de seres humanos. De ahí la fascinación que siempre ejer-
ció, su potencial poético, su asombrosa capacidad para decir y ser dicho, para
prefigurar y ser transfigurado por el cristianismo y el Renacimiento, por la
ciencia moderna, la Gran Bretaña victoriana o la Europa de entreguerras. Por-
que desde el Mediterráneo, el cuarto de la infancia donde la humanidad apren-
dió a jugar –según definió Conrad- hasta los mares del Sur, en los que pre-
cisamente navegó y ubicó algunas de sus novelas este otro gran trasterrado
(hasta se expatrió de lengua, consumación de cualquier exilio) ha navegado
sin fin el locuaz Odiseo, quien una vez cercada la redondez de la tierra se
puso a sondear los abismos de su conciencia, la errancia mundana del Leo-
poldo Bloom de Joyce por los prosaicos laberintos de lo cotidiano.
El viaje ha conocido tantas variantes que una escueta enumeración nos
arroja sobre una gama de materias y problemas demasiado ancha: peregri-
nación, héjira, éxodo, cruzada, descubrimiento, colonización, emigración,
expedición científica, misión, utopía, grand tour o viaje educativo, viaje sen-

2
Walter Benjamín, Poesía y Capitalismo. Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1998, pp. 74 y ss.
3
Piero Boitani, La sombra de Ulises. Imágenes de un mito en la literatura occidental, Madrid,
Península, 2001.

20
02.cap02 introducción 28/8/06 13:04 Página 21

timental, embajada, reportaje, turismo. En una pirueta, hemos logrado inven-


tar la forma de viajar sin movernos del asiento, penúltima fantasía del hom-
bre que aspira a todo –y rápido- a cambio de nada, un viaje sin esfuerzo, sin
sufrimiento ni contacto real, sin conocimiento ni reconocimiento, el viaje que
parece desplegar por el orbe entero la promesa del hombre anestesiado que
retrató Anne Tyler en El turista accidental.
Instalado en el corazón de los poemas que fundan nuestra tradición litera-
ria en el mundo greco-latino, vehículo por antonomasia para el conocimiento
de lo otro (Oriente primero y más tarde África y América), el viaje adquirió
en la Edad Media dimensiones ascéticas y continuó engrosando el imagina-
rio de lo maravilloso, categoría central en esta materia por cuanto vincula lo
extraordinario a las facultades de sorprenderse y admirar, baluartes de la curio-
sidad y el conocimiento4. La Edad Moderna vivió la eclosión del viaje hasta
tal punto que fueron las empresas descubridoras y el cercamiento del orbe los
que otorgaron la propia entidad de aquella era, marcada por el movimiento
expansivo de Occidente, como acertaba en compendiar Adam Smith cuando
aseguró, en la primera página de La riqueza de las naciones (1776), que los
dos hechos más importantes en la historia de la humanidad habían sido el
descubrimiento de América y el paso del Cabo de Buena Esperanza.
Es casi ocioso recordar la conexión que liga la ciencia moderna a la
actividad viajera: la lectura del mundo –y su correspondiente transcripción-
se impusieron como prácticas ineludibles para navegantes, cronistas, médi-
cos y naturalistas de toda estirpe, el amplio abanico que se abre con autores
como Gonzalo Fernández de Oviedo o José de Acosta y se cierra con perfi-
les como los de Humboldt y Darwin. Y también es frecuente apuntar la rela-
ción entre viajes y literatura, lo mucho que deben las formas de narración
modernas a ese género misceláneo y multiforme que es el relato de viaje. Sea
que miremos a las letras portuguesas, donde pronto surgen nombres como
Camoens, Diego de Couto, Mendes Pinto o Garcia da Orta, sea que pense-
mos más tarde y más al Norte en Defoe, Swift, Diderot o Sterne, incluso al
recordar el Quijote o el Criticón, no resulta difícil advertir la poderosa impron-
ta con que la literatura de viajes ha injertado y vivificado las distintas tradi-
ciones en géneros que van desde el poema épico hasta el ensayo humanista,
y muy particularmente la novela, la expresión literaria quizás más caracte-
rística con que Occidente ha representado el universo de lo humano en los
tiempos modernos. Aunque queda fuera de los márgenes de esta colección

4 Sobre viajes en la Edad Media hay que mencionar la compilación de Rafael Beltrán (ed.), Mara-

villas, peregrinaciones y utopías: Literatura de viajes en el mundo románico, Valencia, Universitat


de Vàlencia, 2002.

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02.cap02 introducción 28/8/06 13:04 Página 22

de ensayos, centrados en literatura realista de viajes, no puede olvidarse la


insistencia de la ficción a la hora de escoger el viaje como soporte narrati-
vo de sus tramas, capítulo en el que Stevenson, Julio Verne o Melville serían
sólo algunas de las referencias obligadas.
El viaje en la Edad Moderna ha contado con muchos rapsodas. Entre sus
defensores se citan hombres tan variados como Montaigne, Bacon, Rousseau
o Goethe. Todos ellos vieron en él una ocasión para enriquecer la experiencia
y el conocimiento, con independencia de las acepciones de estos dos términos.
Y tampoco faltaron quienes contestaron el tópico, las voces que se rebelaron
contra el estereotipo. Dos de ellas, muy significativas, salieron precisamente
de dos ámbitos tradicionalmente asociados y alimentados por la práctica via-
jera. Ahí está el Lévi-Strauss de los Tristes trópicos, cuyo alegato inicial (el
célebre “odio a los viajeros”) vino a expresar un malestar de la cultura antro-
pológica contra una de sus estrategias más características y centenarias, el can-
sancio de una forma de conocimiento en un mundo demasiado trillado. Si es
cierto que a lo largo del siglo XX se observa un agotamiento de la moderni-
dad en numerosos frentes, quizás pueda hablarse en este sentido también de
una cierta incapacidad para descubrir y reconocer la novedad de la tierra, la
diversidad de lo humano. ¿Es posible que Occidente se haya cansado ya de ver-
se a sí mismo a través de su exotismo inventado? ¿Hemos perdido ya el interés
por recorrer la tierra? Para algunos su circunferencia se ha convertido en la rei-
teración homogénea de las mismas cosas, los mismos paisajes, la sucesión
monótona de los meridianos que conducen al mismo punto.
Así lo vieron también, lúcidos y desengañados, los ojos de Bernardo Soa-
res, heterónimo de Fernando Pessoa y autor del Libro del desasosiego.
Contemporáneo de Joyce, era a fin de cuentas natural de Lisboa, la ciudad
que fundó Ulises. Miembro por tanto de una nación y una lengua viajeras
donde las haya, el poeta que vaticinó la llegada de un supra-Camoens dejó
escritas en su obra póstuma algunas de las más bellas páginas contra los via-
jes y los viajeros. Soares/Pessoa se reconocía como un individuo de gran
movilidad mental y, por consiguiente, con un amor orgánico y fatal a la fija-
ción. Abominaba la vida nueva y el lugar desconocido. Consciente de la
tradicional identificación entre el viaje y la vida, resulta comprensible que
quien quiso hacer la autobiografía del no-ser dijera que la idea de viajar le
provocaba náuseas. Ya había visto todo lo que nunca había visto, todo cuan-
to todavía no había visto:

“El tedio de lo constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa dife-


rencia de las cosas y de las ideas, la perenne identidad de todo, la semejanza abso-
luta entre la mezquita, el templo y la iglesia, la igualdad de la cabaña y el casti-

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llo, el mismo cuerpo que es rey vestido y salvaje desnudo, la eterna concordan-
cia de la vida consigo misma, el estancamiento de todo lo que, vivo sólo por mover-
se, está pasando (...) ¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy de día en día, como
de estación en estación, en el tren de mi cuerpo, o de mi destino, asomado a las
calles y a las plazas, a los gestos y a los rostros, siempre iguales y siempre dife-
rentes como, al final, lo son todos los paisajes. Si imagino, veo. ¿Qué más hago
si viajo? Sólo la debilidad extrema de la imaginación justifica que haya que
desplazarse para sentir”5.

Pero así entendido y bien mirado, quizás el viaje no ha hecho más que
colonizar otras regiones, desconocidas para el hombre moderno antes de avis-
tar lo inconsciente y lo subreal, los dos grandes continentes que no aflora-
ron hasta el siglo XX. Con todo, ha permanecido intacto su poder metafóri-
co. Incluso ha ido adquiriendo otros significados, nuevos y distintos, fruto
de la expansión de las débiles máquinas de conocer, sentir e imaginar que
fueron siempre el cuerpo y la mente. Porque al fin nunca será el hombre lo
suficientemente universal como para desdeñar la experiencia de lo ajeno, ni
tampoco jamás la tierra se volverá tan idéntica como para no desear rodear-
la. Como para no tratar de volver a mirarla de nuevo, aunque sea con otros
ojos, con otra mirada que descubra nuevos paisajes y nuevos hombres, for-
jadores de otros encuentros6.
Desde tiempos remotos, la literatura de viajes ha dado cuenta de estas y
otras cuestiones. La colección de ensayos que aquí presentamos recoge algu-
nas de ellas; lejos de pretensiones exhaustivas, la propia naturaleza de un
género tentativo y exploratorio como éste nos ha alejado de cualquier volun-
tad o pretensión sistemática. Queríamos, simplemente, reflejar algunos de
los aspectos y problemas más visibles de una narrativa prominente en nues-
tra tradición y que hoy goza, nuevamente, de un gran eco en librerías y edi-
toriales, de la mano de autores que han empujado el género más allá de sus
propios límites7. Hemos agrupado los textos en tres secciones. La primera,
“Formas del Relato”, reúne preocupaciones sobre la narrativa de viajes y su
tipología. Género impuro, híbrido mismo donde se conjuga lo documental
y lo subjetivo, la dificultosa definición de la literatura de viajes no la hace
menos interesante. Más bien al contrario, forma parte de su naturaleza mix-
ta, fruto del doble aliento histórico y poético que dirige la voluntad del hom-
bre por conocer el mundo y representarlo. Axel Gasquet arranca desde el Poe-
ma de Gilgamesh para explorar la rica y antiquísima simbología del despla-

5 Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, Barcelona, Seix Barral, 1997, pp. 280-281.
6 Marc Augé, El viaje imposible. El turismo y sus imágenes, Barcelona, Gedisa, 1998, p. 15.
7 James Duncan y Derek Gregory, “Introduction”, Writes of Passage. Reading Travel Writing, Lon-

dres, Routledge, 1999, p. 1.

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zamiento como fuente de conocimiento y cometido propio del héroe, un


perfil y una región donde se cruzan el destino humano y los imperativos divi-
nos. Propone una clasificación y se adentra en los significados de los tres
momentos de todo viaje: partida, tránsito y llegada. La suya es una lectura
ancha desde Gasparini y la sociología de los intersticios. Recoge algunas líne-
as de autores tan influyentes en la crítica literaria y la sociología como Paul
de Man, Baudrillard o el propio Simmel. Dialoga con Eric Leed y Fernando
Cristovão, a quienes se deben importantes y recientes trabajos sobre nues-
tra materia. Y permanece atento a asuntos como el intercambio, la inflexión
erótica del viaje, el exotismo y, por supuesto, la muerte, uno de los grandes
topos que anida tras el relato de cualquier forma de partida o separación.
Desde la teoría literaria, Luis Alburquerque pasa revista histórica y mor-
fológicamente a un género fronterizo que siempre anduvo caminando entre
la épica, la biografía y la crónica. Detecta su presencia, camaleónica, en múl-
tiples formas literarias y trata de fijar y poner límites a un género un tanto
indomesticable. Su trabajo bascula sobre el mundo medieval, donde de la
mano de López Estrada y Sofía Carrizo recupera casos como la Embajada
a Tamorlán y discute la relación narración/descripción para cifrar en qué
consiste, si es que la hay, una cierta poética del viaje. Concluye seleccionan-
do algunas de las figuras del lenguaje y del discurso características, las
que permiten hablar, más allá o por debajo del discutible género, de una
indiscutible retórica a la hora de relatar el viaje. Juan Pimentel aborda el bajo
crédito que merecieron los viajeros antes de que la ciencia moderna los iden-
tificara como testigos fidedignos. Es un estudio de un problema caracte-
rístico en historia de la ciencia, deudor de la investigación de Steven Sha-
pin y centrado en el espinoso asunto de la representación. La asimilación
de los viajeros con poetas, ladrones y mentirosos hunde sus raíces en la Odi-
sea y puebla las opiniones de diferentes sabios y tratadistas a través de los
siglos. Las dudas en torno a su capacidad para retratar la realidad o para
recrearla, en el fondo, expresan tensiones capitales en la historia del cono-
cimiento, las que se producen entre testimonio individual y experiencia,
hechos singulares y verdades universales, lenguaje literal o literario, testi-
monio o autoría. En el último ensayo de esta primera parte, Elena Carrera
desarrolla un trabajo clásico hoy día en el ámbito de los estudios de géne-
ro. Su horizonte se mueve entre Hélène Cixous y Mary Louise Pratt, entre
la escritura femenina y la escritura colonial. El caso escogido se dirige a con-
frontar ciertos relatos escritos por mujeres (inéditos en castellano) con las
guías de Richard Ford sobre la España del siglo XIX. Cómo formularon el
estereotipo de la España romántica y en qué medida su voz fue diferente
constituyen los problemas donde fija su atención. Se trata de descomponer

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el juego de una mirada que resulta de una doble alteridad: España desde
Inglaterra y desde la mujer, una escritura femenina de un país igualmente
objetivado, estetizado y pasivizado.
La segunda sección, “Visiones coloniales”, reúne otros cuatro estudios
cuyo denominador común es el mundo ultramarino, un dominio inevitable
a la hora de hablar de literatura de viajes hasta el punto de que podría decir-
se que el género es la narrativa propia de dicha experiencia histórica. Si ha
habido una escritura en la que ha quedado depositada la mirada de Occiden-
te sobre el mundo, su manera de describirlo y apropiarse de él, esa es obvia-
mente la literatura de viajes. En este sentido, no había que acudir muy lejos
para estudiar casos ampliamente representativos. América y el Norte de Áfri-
ca, escenarios de la expansión occidental donde la participación hispana
no es exclusiva pero sí destacadísima, ofrecían ejemplos suficientes para
ilustrar esta sección. Alfredo Moreno realiza una pormenorizada descrip-
ción de las condiciones materiales en que se desarrolló la Carrera de Indias
en la temprana Edad Moderna. Quien no las conozca, podrá saber cómo y
cuánto tardaba el viaje, las penosas circunstancias de la jornada de marinos,
pasajeros y polizones, la magia de un porvenir incierto y necesario. El
hacinamiento y la enfermedad eran los compañeros habituales de una derro-
ta siempre amenazada por males mayores: el asalto de los corsarios, una tem-
pestad, el naufragio. A continuación, Manuel Lucena Giraldo indaga en
una figura mayor en lo que se refiere a viajes y escritura colonial. Desde dis-
tintos ópticas, Alejandro de Humboldt ha sido señalado como forjador indis-
cutible de fórmulas perdurables de representar el territorio y la naturaleza
del Nuevo Mundo, alguien que no sólo elevó la geografía a un estatuto cien-
tífico inédito, sino que también dibujó algunas señas de identidad de las
inmediatas naciones criollas. Así, se ahonda en las estrategias narrativas
del prusiano para fabricar la tropicalidad americana, una categoría estética
y científica cargada de implicaciones políticas por cuanto presenta el pai-
saje bajo la retórica colonial del espacio virgen y deshumanizado, un terri-
torio abierto al futuro, cargado de promesas.
La relación entre posesión y producción de conocimiento también es
tratada por Fernando Rodríguez Mediano. Su ensayo estudia la visión colo-
nial española en Marruecos y la conecta con el orientalismo acuñado por
Edward Said. Analiza primero diferentes testimonios de la segunda mitad del
siglo XIX, procedentes de la mirada de escritores, geógrafos, diplomáticos
y algún que otro aventurero, para después detenerse en la obra de Aurora Ber-
trana, la catalana armada con una Kodak y una pluma que en los años trein-
ta del siglo XX quiso retratar el “alma musulmana” y la “heroica resisten-
cia de Oriente contra Occidente”. No es casual que su trabajo comience y

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concluya con El África fantasma de Michel Leiris. El conocimiento del


otro, el tránsito hacia lo extraño, no suelen ser sino apariciones fugaces, vanos
encuentros que no logran romper la decepción, el ensimismamiento y la
tristeza de la incomunicación. Y de la esterilidad del viaje pasamos a la denun-
cia en toda regla de una práctica y una escritura que han soportado y produ-
cido las más variopintas formas de dominación de los unos –los occidenta-
les- sobre los otros: el resto. Volvemos a América con uno de los casos más
fértiles en materia de exploraciones y literatura antropológica. Tras clasifi-
car los relatos autobiográficos de viaje a la Amazonía, desde la relación del
ilustrado Rodrigues Ferreira hasta reportajes como el de Castro Caycedo o
los del National Geographic, Antonio Pérez desmenuza dos testimonios
clásicos de este verdadero subgénero, los del ingeniero neoyorquino Up de
Graff y el antropólogo catalán Fericgla. El racismo, el paternalismo y la correc-
ción política son sólo algunas de las manifestaciones arquetípicas con que
los unos se muestran incapaces de ver realmente a los otros, fórmulas que
nuestro autor disecciona con mucho conocimiento del tema, un saludable ges-
to iconoclasta y una pluma a todas luces tan venenosa como el curare.
La última sección del libro, “Escrituras actuales”, quiere ofrecer mira-
das recientes sobre un género que ha rebrotado en los últimos tiempos y
que habita hoy en librerías y colecciones con renovada energía. Ahora como
entonces, el género interesa. Y ahora como entonces cabalga entre escritu-
ras mixtas, unas letras nómadas que siempre frecuentaron la pretensión del
conocimiento objetivo de las realidades lejanas, el deambular del sujeto por
el mundo, la construcción de un texto literario o la afición por escribir y
leer lo extraño. Luis Conde-Salazar pasa revista a algunos títulos que mues-
tran lo que en España se viaja y se lee de viajes. La advertencia de Lorenzo
Silva sobre la intolerancia de la imaginación con las clasificaciones y las defi-
niciones no le impide avanzar su propuesta, la del “viaje trufado”, con visi-
ta incluida a algunos pasajes de Cabrera Infante, Alejo Carpentier o Javier
Reverte. Su texto guarda un punto de ironía, algo que nos recuerda que el sen-
tido del humor siempre fue uno de los mejores medios para distanciarnos
de nosotros mismos, esto es, para vernos mejor, con una cierta perspectiva.
En el último ensayo, Pilar Rubio recupera la distinción entre narrativa y
literatura, así como el concepto de paraliteratura. Su reflexión gira en tor-
no al significado de los libros de viaje en un mundo con escaso margen
para la sorpresa, cuando el lector tiene casi siempre un cierto conocimiento
real de lo desconocido. A partir de referencias a Walter Benjamin y Susan
Sontag, nuestra autora se pregunta por el papel jugado por la imagen y la foto-
grafía, más que instrumentos, escrituras mismas de la tierra y sus hombres
en nuestro tiempo. No le faltan razones para señalar a Paul Theroux y Bru-

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ce Chatwin como los dos autores que revitalizaron el género. Ambos supie-
ron jugar de nuevo con la ambigüedad de lo real y lo imaginario. Al sugerir
la extrañeza de lo uno y la mundanidad de lo segundo, supieron conectar
con nuestra sensibilidad, abriendo así nuevas regiones a una escritura que
nunca dejó de acompañarnos.
No sería justo terminar sin agradecer su ayuda y apoyo a todos aquellos
que colaboraron con nosotros: José Manuel Prieto Bernabé, Carlos Martínez
Shaw, Marina Alfonso Mola, Rafael Valladares, Carlos García Romeral, Cla-
ra López Beltrán, Manuela Marín, Pedro Páramo, Amalia Montes, Inés Giral-
do Gómez, José Checa, Luis Alburquerque y Luis Carandell, que desgra-
ciadamente no está ya entre nosotros. Marc Augé escribió el prólogo; sus
enseñanzas son las que cabía esperar de un viajero aventajado.

Juan Pimentel y Manuel Lucena Giraldo

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FORMAS DEL RELATO


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“BAJO EL CIELO PROTECTOR”(*)


HACIA UNA SOCIOLOGÍA DE LA LITERATURA DE VIAJES
Axel Gasquet, Universidad Blaise Pascal, Clermont Ferrand

Él fue quien vio el fondo de todas las cosas, conoció todos los países del mundo.
todo lo supo, todo lo enseñó (…),
penetró los misterios, supo el secreto de cuanto estaba oculto,
reveló cuanto hubo en los días pasados, antes del Diluvio.
Su vida fue un largo viaje, aprendió sufriendo
y, volviendo de lejanos trabajos, sobre una estela grabó todas sus proezas.
Cantar de Gilgamesh

El viaje es un elemento omnipresente en todas las dimensiones del hom-


bre: social, individual, existencial, psicológica o artística. Su propia vaste-
dad dificulta la elaboración de una teoría sociológica. Nos veríamos obli-
gados a representar en dicha teoría todas y cada una de las disciplinas del
conocimiento social, partiendo en primer lugar de la filosofía, para después
pasar a la antropología, la historia y la psicología cognitiva. Estamos aún lejos
del día en que la historia del viaje sea considerada plenamente como una de
las ramas de la historiografía y la sociología. Y sin embargo, el viaje no es
un elemento secundario en la historia y evolución de la humanidad; su influen-
cia en todas las esferas de la actividad humana hace que sea imposible ele-
var su estudio a la categoría de disciplina. Algunos intentos recientes pro-
curan incluir el viaje dentro de los objetos de estudio de una nueva deriva

(*) Tomamos este título de la célebre novela de Paul Bowles, The sheltering sky (1949).

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sociológica: la “sociología de los intersticios”1, la cual abarca aquellos obje-


tos de estudio que, aunque generales, por silenciosos, pasan desapercibidos
en la actividad social y cultural del hombre. A través de la historia del viaje
podría reescribirse la entera historia de la humanidad. Pero pronto tal pre-
tensión parece desmesurada.
Más pertinente, en cambio, es hacer una serie de consideraciones sociológi-
cas en torno a la literatura de viajes que, a pesar de tener muchos puntos de
contacto con la filosofía u otras disciplinas sociales, tiene la ventaja de reducir
estas mismas proposiciones a la literatura escrita (sabido es que el viaje migra-
torio acompaña el quehacer humano desde la prehistoria). Desde luego, muchos
de los enunciados que siguen pueden aplicarse a otras dimensiones del viaje, pero
nos atendremos a los límites que impone la literatura (extendiéndola para esta
ocasión en sentido amplio a la crónica, relato o memoria de viaje, exploración
y descubrimiento, comúnmente considerados como “fuentes” por los historiado-
res) y también al género moderno del travel writing. Quedarán sin embargo
fuera de nuestro alcance los denominados viajes de la imaginación (literatura
de ficción pura, o invención de lugares imaginarios, la ciencia ficción, etc.) con
excepción del Poema de Gilgamesh, La Odisea y La Eneida, que aunque pro-
ductos de la imaginación son fundantes para la tradición occidental2. En efecto,
también existe la dimensión del viaje como metáfora, que tiene su propio lugar
en la cronología de la historia de la literatura, especialmente como encarnación
del significado de la muerte (traspaso) y de la estructura de la vida (camino o
peregrinaje). Mircea Elíade señaló repetidas veces la importancia de esta metá-
fora3. Incluso podríamos ir más lejos diciendo que el viaje, más que una metá-
fora de la muerte, es una acumulación agónica “contra la muerte” –con la espe-
ranza que no acaezca–, según los enunciados de Jean Baudrillard4.
El presente trabajo se inspira en un interrogante subyacente: ¿cómo un
simple desplazamiento en el espacio (definición de viaje) logra influir a los
individuos, hasta plasmar diferentes grupos sociales y modificar de modo
sistemático y duradero ese cúmulo de símbolos y determinaciones que lla-
mamos cultura? Ya que en el viaje están presentes elementos de distinta índo-
le que borran (o ponen en interrelación) las fronteras entre las ciencias huma-
nas y las naturales, ¿de qué modo un mero desplazamiento físico-espacial

1
Giovanni Gasparini, Sociologia degli interstizi, Viaggio, attesa, silenzio, sorpresa, dono, Milán,
Bruno Mondadori, 1998.
2
Existe un manual que da cuenta de todos los lugares imaginarios de la literatura universal: Cf.
Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, Dictionnaire des lieux imaginaires, Arles/Montréal, Actes
Sud/Leméac, 1998.
3
Mircea Elíade, El mito del eterno retorno, Buenos Aires, Emecé, 1952.
4 Jean Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte, Caracas, Monte Ávila, 1980.

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altera radicalmente la acción humana y su estructura cognoscitiva, produ-


ciendo un hecho de cultura? ¿Qué influencias determinantes tiene sobre la
configuración psicológica del individuo?

1. DEL HOMBRE ALADO AL HÉROE, DEL HÉROE AL TESTIGO

El primer texto literario de la humanidad, el Poema de Gilgamesh, nos


revela dos dimensiones sobre el espesor mitológico inscrito en estas prime-
ras tabletas mesopotámicas: el hombre alado, el hombre en su calidad de semi-
diós, tan cercano al secreto divino como a la humanidad de sus semejantes;
y el largo y dificultoso viaje como alegoría del conocimiento. El acceso
lento y penoso al conocimiento reforzaba simultáneamente en Gilgamesh
tanto su fibra humana como la divina (“dos tercios de él son divinos, un
tercio es humano”5). El viaje profundizaba su extraña calidad de semidiós:
lo acercaba al sufrimiento de los hombres y también al intrincado secreto
del panteón deífico. Los dioses poseían el conocimiento (junto con la arbi-
trariedad de quien lo detenta), mientras los hombres la ruda ignorancia del
acaecer: la prueba del sufrimiento era la antesala para acceder al conocimien-
to. Ambos estaban indisolublemente asociados. Pero al hombre aislado en
su aldea o su ciudad, el conocimiento se le niega. Para salir de la ignorancia
los dioses le imponen la prueba del viaje: único medio para acercarle a su
morada. El conocimiento es al hombre lo que la presa al cazador y para
procurársela debe salir en su busca, venciendo las dificultades. Los dioses
son los artífices de este periplo, son ellos quienes le prestan las alas al hom-
bre sencillo: detentan el conocimiento (que no es otra cosa que la capaci-
dad de trazar el humano destino en sus determinaciones). Los hombres, en
cambio, sin poseerlo procuran adivinarlo. El viaje del hombre alado es la cla-
ve del conocimiento, la llave maestra para salir de la ignorancia. De ahí que
todo periplo en la antigüedad comienze con la adivinación oracular, cuyos
recursos son la premonición y la lectura de los signos.
En esta primera figura de la prosopopeya6 Gilgamesh encarna la duali-
dad hombre/dios, demostrando cuán próximos se hallaban entonces el mun-
do humano y el divino. Aunque con posterioridad esta figura bifronte se

5
Poema de Gilgamesh, edición de Federico Lara Peinado, Madrid, Tecnos, 1997, p. 5; Cantar
de Gilgamesh, edición de Gastón Blanco, Buenos Aires, Galerna, 1977, p. 27: “Dos tercios de su
cuerpo son de dios y el tercer tercio de hombre”.
6
Paul de Man, “Autobiography as Defacement”, en The Rhetoric of Romanticism, Nueva York,
Columbia University Press, 1984, pp. 67-81; Paul de Man, Allegories of Reading, USA, Yale Univer-
sity Press, 1979. [Edición castellana: Barcelona, Lumen, 1990].

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haya extinguido hasta desaparecer –en la medida en que el universo de los


hombres y la morada de los dioses continuaron distanciándose–, el hombre
alado, mitad hombre y mitad dios, siguió reapareciendo bajo figuras más
modernas. Y es así que en la antigüedad clásica lo encontramos vistiendo los
ropajes del héroe homérico. Gilgamesh renace ahora en Ulises. Si bien Uli-
ses sólo tiene estatura humana (no es un semidiós), sus cualidades y su bús-
queda lo separan de los hombres, lo convierten en un hombre excepcional,
un hombre superior a sus pares: un héroe. La figura del héroe tiene la misma
aspiración que la figura del hombre alado: es un passeur de rango único y
excepcional, que oficia de intermediario entre el reino de los dioses y el rei-
no terrestre. El héroe vence las dificultades presentadas por los dioses y de
este modo arranca nuevos jirones de conocimiento de los ávidos brazos de los
dioses para dispensarlo a sus semejantes.
La estructura de esta representación simbólica del viaje apenas varió a
través de los siglos, las distintas generaciones, culturas y civilizaciones.
El hombre parte del principio de ignorancia para avanzar hacia la luz del
conocimiento; los dioses parten del principio de omnisciencia, tienden cela-
das a las bajas criaturas y procuran preservar su estatuto de supremos hace-
dores del destino. En esta estructura básica en que el viaje representa el
paso ritual del universo humano al de los dioses, la relación de fuerza ins-
taurada entre ambas partes se ilumina tras una figuración lúdica: el dra-
matismo de los asaltos humanos a la morada de los dioses reviste muy a
menudo la forma de la aventura. Desde la antigüedad clásica, los héroes
tienen su propia historia, hay una evolución en su forma que va adaptán-
dose a los cambios epidérmicos requeridos por cada época: si desde el siglo
XIX el héroe no ha dejado de desacralizarse en la banalidad de sus nue-
vas proezas, no por esto deja de encarnar el doble rol bifronte (mitad hom-
bre, mitad dios). El héroe sigue siendo el punto de encuentro y entrecruza-
miento del universo humano con sus dioses. La banalidad del héroe moderno
no le impide asumir la misma funcionalidad imaginaria que en la antigüe-
dad: el género de la novela policiaca es una recreación de la épica, como
la novela de caballería lo fue en su época de la epopeya. La estatura de
los héroes puede ir disminuyendo, pero esto no hace mella en una repre-
sentación simbólico-imaginaria que poco ha cambiado desde el Poema de
Gilgamesh. Sin embargo, la evolución que sufre la figura del héroe a tra-
vés de las épocas es importante.
La idea de que el viaje es comunicación y fuente de conocimiento es
una de las constantes más genuinas de la expresión humana. Incluso la
meditativa contemplación budista es resultado de cuantiosos desplaza-
mientos previos: el Príncipe Sidartha Gautama también había recorrido

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gran parte de su mundo antes de recibir la iluminación y convertirse en


Buda. Pero la base de esta comunicación no es necesariamente de signo
positivo. Antes bien, en la antigüedad el viaje iba asociado con la “nece-
sidad”. Si la estructura de la representación simbólica del viaje apenas
se modificó desde la antigüedad, lo que sí varió enormemente fue la razón
o motivación para el viaje. Gilgamesh y Ulises fueron obligados a viajar
por los dioses y en gran medida sus viajes eran vividos como una puni-
ción, como una prueba purificadora impuesta por los dioses y llevada a
cabo contra su propia voluntad. Al final de La Odisea, cuando Ulises exte-
nuado regresa disfrazado a Ítaca, se expresa con palabras taciturnas, dicién-
dole a Eumeo: “Me has dado tregua al andar vagabundo y la triste mise-
ria. No hay peor mal para un mortal que la mendicidad. ¡Ah, es la culpa
de este maldito vientre que siempre nos acosa y que a los hombres causa
el exilio, la pena y el dolor!”7. Gilgamesh sitúa asimismo su viaje bajo el
signo de la necesidad. Su emprendimiento no sólo es designio divino, sino
también la necesidad de escapar a la plaga de la muerte que acecha a los
mortales, procurando alcanzar el grial de la inmortalidad. En medio de
la expedición, luego de haberse batido contra el dios Khumbaba y tras
haberlo derrotado, Enlil (principal dios celeste) decreta la enfermedad y
muerte de su amigo Enkidú. Desde entonces la busca de la inmortalidad
se hace para Gilgamesh más angustiosa y necesaria que nunca, razón por
la que decide seguir el rastro de Utnapishtim, un hombre que vivía en un
remoto país y el único que había obtenido el secreto de la inmortalidad.
Pero después de numerosas tribulaciones, Gilgamesh fracasará en la obten-
ción del secreto de la inmortalidad.
Los derroteros de Gilgamesh y Ulises responden más al régimen de la
necesidad (determinado por la coerción) que al de la libertad. La parábola
descrita por la historia de la literatura de viajes desde la antigüedad hasta hoy
tiene que ver sin embargo con esta búsqueda descrita por Hegel y Benedetto
Croce: la historia del Occidente es la evolución de la necesidad al reino de
la libertad. A través de dicha evolución discurre una nueva consciencia situa-
da bajo el signo del placer: para el hombre moderno el viaje ya no es expre-
sión de la necesidad; antes bien, por el contrario, el viaje hipostasia todos
los deseos de autonomía, realización e identidad personal. El viaje es vivi-
do como una liberación de lo ordinario y la rutina y como tal aceptado en
cuanto desafío, a condición de que éste se vuelva previsible y calculable (o
mejor, donde lo imprevisible sólo se consuma en dosis homeopáticas). Sin
embargo, la trayectoria de esta evolución (que deja prácticamente intacta la

7
Homero, Odyssée, Edición de Philippe Brunet, París, Gallimard, 1999, XV, p. 284.

35
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estructura fundamental concerniente al héroe) es a menudo tortuosa: sus cam-


bios obedecen a la compleja interrelación de factores culturales, económicos
y tecnológicos. En lo fundamental, es por este último factor que el viaje
será paulatinamente domesticado en su imprevisibilidad. Y aún hoy que la
tierra ha sido explorada en un 99%, la tecnología ofrece al aventurero la posi-
bilidad de imaginarse a sí mismo como parte de la estirpe de Marco Polo o
David Livingstone (ya no se trata de atravesar el Sahara a pie, o de remon-
tar el Nilo hasta el lago Victoria rumbo a lo desconocido, sino que el desa-
fío moderno consiste en realizarlo en globo, o atravesar el Teneré con los bóli-
dos del París-Dakar8). La limitación del espíritu del viaje tiene que ver con
un proceso que va de la imperiosa necesidad de la travesía a la práctica moder-
na de la performance. La crítica de la performance fue emprendida por Sega-
len en su ensayo sobre el exotismo:

“Los medios de la Usura del Exotismo en la superficie del planeta: todo lo


que se llama Progreso. Leyes de la Física aplicada; viajes meceánicos confron-
tando a los pueblos y, horror, mezclándolos, entremezclándolos sin enfrentarlos
(…) ¿Dónde está el misterio? ¿Dónde están las distancias?”9.

Pero esta evolución tuvo escalas intermedias. El paso de una a otra no


es abrupta e implica la imbricación de varios tipos de viajes. Establecere-
mos una tipología literaria10, sabiendo que estas distintas formas de viaje
a menudo se encabalgan sin solución de continuidad cronológica desde el
punto de vista histórico:

a) Destierro y/o exilio: condena divina que recae sobre un individuo, héroe
de estirpe humana que se eleva a un destino sobrehumano, como lo vimos
con Gilgamesh y Ulises. Sobre este modelo –y el siguiente– se funda la estruc-
tura prosopopéyica o épica.
b) Éxodo: la expulsión del Edén, el éxodo de Babel. Jehová castiga a los
hombres quitándoles su lengua originaria, el idioma único e indivisible, y los
condena a la incomunicación de la diversidad lingüística. Es el éxodo de
los hebreos y su penosa travesía de Egipto. La literatura de Virgilio retoma

8 Jacques Meunier, «Paris-Dakar», in Le monocle de Joseph Conrad, París, Payot, 1992, pp. 116-120.
9 Victor Segalen, «Essai sur l’exotisme», en Œuvres Complètes, París, Laffont, 1995, p. 775.
10 Fernando Cristóvão establece una tipología temática diferente a la nuestra, pero igualmente

válida; determina cinco rubros: los viajes de peregrinación, los viaje comerciales, los viajes de
expansión (donde incluye la expansión política, religiosa y científica), el viaje erudito, de formación
y servicio, y por último el viaje imaginario. Cf. Fernando Cristóvão, “Para una teoria da Literatura
de Viagems”, en Fernando Cristóvão (coord.),Condicionantes culturais da literatura de viagems,
Lisboa, Cosmos/Universidade de Lisboa, 1999, pp. 37-52.

36
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las sombras de Ulises y nos sitúa a Eneas debiendo huir de la destrucción


de Troya. El éxodo antiguo estaba determinado por los dioses y los hom-
bres no podían ofrecer resistencia alguna. La Eneida entra en la filiación de
Gilgamesh y Ulises, pero se separa de éstos en un aspecto crucial: el peri-
plo no conducirá al héroe al punto de partida, pues Eneas está prometido a
la gloria de Roma. El padre de Eneas le dice “Hijo mío, huye, hijo mío; [los
griegos] se acercan. Veo los escudos brillar, el bronce que centellea (…)”.
“En mi desolación –dice Eneas- acusé a los hombres y los dioses (…) Estoy
decidido a afrontar el destino, a volver a Troya en cualquier parte y estoy
aún dispuesto a exponer mi vida”11. Y tras buscar desesperadamente a su espo-
sa Creusa en la ciudad ya presa del fuego de los griegos, encuentra su som-
bra, vagando, que le responde: “Llevar a Creusa contigo, no, no está en la
orden del destino, el padre del Olimpo celeste no lo permitirá. Delante tuyo
tienes largos exilios, fatigar las vastas llanuras del mar… Ahora ¡Adiós!”12.
Y el exilio individual inicial se transforma así en éxodo colectivo. Regre-
sando con los suyos, dice el héroe, “comprobé con admiración que una
enorme cantidad de personas se habían unido a nosotros, mujeres, hom-
bres, jóvenes unidos para el exilio, una masa digna de piedad. Provenientes
de todas partes, con su coraje y sus bienes, prontos a partir a cualquier país
adonde yo los condujese por mar”13.
c) Saqueo: se trata de la expedición guerrera por excelencia, ya presen-
te en La Odisea y La Eneida. La horda nómada, la tribu del desierto: aquí
el viaje representa el desplazamiento con la única intención de someter y
sojuzgar al Otro. El/lo extranjero no es fuente de conocimiento, sino que
encarna una amenaza que debe ser aniquilada. A diferencia de las categorías
anteriores, las campañas militares instauran otra categoría de viajero invo-
luntario, cuyo designio no fue trazado por los dioses sino por hombre de
cultura diversa (identificado como el enemigo): el prisionero de guerra.
Éste dará origen a la institución de la esclavitud y la servidumbre. El desti-
no de los prisioneros era la más de las veces inhumano y la práctica de la
tortura un recurso cotidiano14. Pero los saqueos incluían en el botín la cap-
tura de mujeres, que eran objeto de gran codicia. En 1947 Levi-Strauss demos-
tró que en casi todas las sociedades tradicionales las mujeres son objeto de

11
Vigilio, Énéide, París, Gallimard, 1991, II, 725-755.
12
Ibidem, II, 756-788.
13 Ibidem, II, 789-804.
14
En La Eneida Virgilio describe con detalle el suplicio ejemplar de los prisioneros: “Llegaban
incluso a atarlos vivos junto a los muertos, mano con mano, boca con boca, y estos suplicados de
nuevo tipo, chorreando de sanies y sangre descompuesta en ese miserable acoplamiento, morían len-
tamente” (VIII, 485-489).

37
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intercambio entre los hombres15. La reciprocidad que establece el matrimo-


nio, no es tanto entre el hombre y la mujer como la relación que establecen
los hombres entre sí mediante las mujeres.
Además de constituir una de las fuentes de información esenciales en
las conquistas (guías forzados o pagos), los prisioneros eran un importante
medio de intercambio, eran vendidos o empleados en las familias como
siervos, esclavizados, o incluso utilizados en tratos diplomáticas como media-
dores o intérpretes16. A partir del siglo XVII la narrativa de prisioneros y de
cautivas fue por su volumen un subgénero literario dentro de las crónicas
de viajes, como un elemento propio de las literaturas de frontera. Los pri-
sioneros y las cautivas son la expresión de “una frontera que se desplaza pero
que nunca llega a desaparecer”17, o según lo expresa Mary Louise Pratt, “la
narrativa de cautiverio constituía tradicionalmente un contexto seguro den-
tro del cual era posible narrar los terrores propios a la zona de contacto,
porque la historia es contada por un superviviente que ha vuelto, reafir-
mando los órdenes sociales europeos y coloniales”18.
d) Peregrinaje: es la reescritura del periplo épico en el viaje religioso
(evangélico o de expiación) o en las cruzadas (empresa religioso-militar).
Representa la principal categoría del viaje iniciático espiritual y, al mis-
mo tiempo, encarna un importante pliegue en la historia del cristianismo:
su paso de la instancia defensiva a la etapa de expansión militar (o evan-
gelización con la espada). Las primeras campañas coinciden con la expan-
sión de las tribus arábicas tras la héjira de Mahoma. El 6 de noviembre de
1095 el Papa Urbano II predicó la primera cruzada desde Clermont-Ferrand,
tras las reiteradas agresiones sufridas por los peregrinos cristianos que afluían
masivamente a Jerusalén. “La cruzada fue una idea brillante –sostiene
Eric Leed–; resolvía de repente varios problemas que preocupaban al papa-
do: la seguridad de los itinerarios de peregrinaje y de los lugares santos;
el reclutamiento de soldados para defender la tierra de la Iglesia; el con-
trol de la violencia por la clase dominante, semipagana y predadora, espe-
cialmente normanda; y por último, la ayuda a Bizancio en su lucha contra

15
Claude Levi-Strauss, Les structures élémentaires de la parenté, París, Ecole des Hautes Etu-
des en Sciences Sociales, 1967.
16
Para un estudio detallado de la suerte de los prisioneros en la antigüedad helénica, ver: André
Bernand, Guerre et violence dans la Grèce antique, París, Hachette, 1999; Pierre Ducrey, Guerre et
guerriers dans la Grèce antique, París, Hachette, 1999; e Yvon Garlan, Les esclaves en Grèce ancien-
ne, París, La Découverte, 1995.
17
Cristina Iglesia y Julio Schvartzman, Cautivas y Misioneros. Mitos blancos de la conquista,
Buenos Aires, Catálogos Editora, 1987, pp. 79-82.
18
Mary Louise Pratt, Ojos Imperiales, literatura de viajes y transculturación, Quilmes, Univer-
sidad Nacional de Quilmes, 1997, p. 321.

38
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los turcos”19. La expansión de Occidente comienza en este período, que


luego se prolongará con otros medios y por otras geografías con las cam-
pañas de evangelización (misioneros jesuitas, franciscanos, protestantes,
dominicos, capuchinos, carmelitas y más tarde de nuevas órdenes, como
los agustinos y lazarinos) en América y Asia (especialmente la India y poco
después en el Extremo Oriente)20.
e) Comercial: encuentra su máxima realización en la Ruta de la Seda,
que unía el Lejano Oriente con las civilizaciones mediterráneas atravesando
las inhóspitas planicies del Asia central. Leed define los viaje comerciales, no
sin razón, como “conversación entre cosas u objetos”21, pero esta adscrip-
ción es con frecuencia injusta, pues el comercio, cuando no es practicado
con la persuasión de las armas, representa una de las formas más genuinas que
adoptan las relaciones humanas. No hay comercio sin disparidad creativa y
cultural: el comerciante, viajando para intercambiar sus productos (mercan-
cías familiares que para otros son desconocidas, raras y escasas) crea el exo-
tismo. Los comerciantes, extrayendo un objeto de su contexto para trasladar-
lo a un país y un consumidor lejano, son agentes e inventores del exotismo.
Llegado a destino, este objeto único atestigua su propio valor y encierra en
sí la aventura de su transporte, que es el viaje del comerciante. Como señala
Critóvão, hay también una cierta dignidad del comerciante, y sobre todo a par-
tir del Renacimiento se generalizará cierto ideal humanista y moderno del mer-
cader22. La forma más pura del comercio es el comercio mudo, es decir,
cuando los objetos se trocan sin expresar una sóla palabra. Pero no por silen-
cioso este comercio es menos humano. El punto más cuestionable del viaje
comercial remite a su gran valor histórico pero frágil espesor literario: des-
cripciones someras, itinerarios e instrucciones, formas de transacción, pro-
ductos a intercambiar, medidas y monedas, etc. “El viajero –dice Dauphiné–,
más que ninguno, se interesa por la realidad con que lo confronta su periplo.
Por su propia naturaleza el relato de viaje se inscribe en una relación inme-
diata con lo real”23. El comerciante viajero se suelta menos en el terreno
imaginativo, es un pragmático en estrecho contacto con la realidad.

19 Eric Leed, Per mare e per terra. Viaggi, missioni, spedizioni alla scoperta del mondo, Bolo-
nia, Il Mulino, 1996, pp. 79-80.
20 Ibidem, capítulos V y VI, pp. 99-192.
21 Ibidem, capítulo VII, pp. 193-223. El autor expresa sus dudas diciendo que, “si bien parece

claro que las culturas entran en contacto y se transforman por medio del intercambio de cosas, es
difícil comprender el modo en que esto ocurre (…) El silencio de las cosas involucra a aquellos que
viven de transportarlas, de su representación y su intercambio”. pp. 193-194.
22.Fernando Cristóvão, op. cit., p. 42.
23 James Dauphiné, “Dante et l’Odyssée: forme et signification”, en Edouard Gaède (éd.), Trois

figure de l’imaginaire littéraire, Niza, Les Belles lettres, 1982, p. 33.

39
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f) Descubrimiento: exploración y crónicas de conquista de América, Asia


y África. Mary Louise Pratt sostiene con acierto que, en lo esencial, el
descubrimiento –observable en el discurso europeo del paisaje– “desterri-
torializa a los pueblos indígenas, separándolos de los territorios que algu-
na vez dominaron y en los que siguen haciendo su vida (…) Lo que los colo-
nizadores matan como arqueología suele vivir entre los colonizados como
autoconocimiento o conciencia histórica”24. En términos más concretos el
descubrimiento paisajista es una batalla en torno a la toponimia, como una
apropiación simbólica del Occidente sobre las culturas nativas. Hemos seña-
lado en otro lugar25 que el descubrimiento era el acto de nombrar y ver
–por un hombre blanco– lo que otros ya conocían; esto es, en la práctica,
desplazarse hasta el lugar en cuestión, averiguar por los nativos dónde había
un gran lago o un gran río, luego contratarlo para que el explorador fuera
conducido hasta el sitio y por último bautizar el lugar con un nombre pro-
pio europeo (por ejemplo, el Lago Victoria) para reivindicar a continua-
ción los derechos territoriales nacionales sobre dicha geografía. La violen-
cia simbólica del descubrimiento es el prolegómeno a la implantación de los
colonos y el posterior reclamo de la propiedad y usufructo privado de la
tierra y sus riquezas.
g) Emprendimiento geográfico o misión científica. Es producto típi-
co del Siglo de la Luces26. Comienza con la expedición científica de Char-
les La Condamine (1735) en tierras de la América ecuatorial, con el obje-
tivo de comprobar si la Tierra era una esfera perfecta, como afirmaba la
geografía cartesiana (francesa), o si era un esferoide achatado en los polos,
como sostenía la física newtoniana (inglesa)27. Los cánones científico-lite-
rarios de la misma son formulados por Bernardin de Saint-Pierre en un
célebre apéndice del Voyage à L’Ile de France (1773) –hoy Mauricio–, don-
de percibe la dificultad: “Nos falta un modelo (…) Hace falta poseer cono-
cimientos universales, un orden dentro del plan, un estilo fogoso, since-

24
Mary Louise Pratt, op. cit., p. 237.
25
Axel Gasquet, “De la ‘Mirada Imperial’ a la errancia moderna”, Quimera Nº176, Barcelona,
enero 1999, pp. 22-28.
26
Fernando Cristóvão reconoce que durante el Siglo de la Luces “la literatura de viajes absorbió
e incorporó en sus textos otras tradiciones culturales, sobre todo aquellas afines, como la historio-
grafía, astronomía, geografía, cartografía, así como diversas artes, especialmente la arquitectura, la
numismática y la museología. No bastaban las descripciones de rutas ni los paisajes exóticos o sus
tipos humanos, usos y costumbres desconocidos, ni era suficiente la narrativa de acciones aventure-
ras o trágicas. Los lectores querían más, exigían ver, querían la representación de estos itinerarios, la
reconstrucción geográfica de los países, los rasgos de los monumentos, querían poseer ideas exactas
sobre los animales y las plantas que desconocían”. Cf. Fernando Cristóvão, op.cit., pp. 32-33.
27
Friedich Wolfzettel, Le discours du voyageur. Le récit de voyage en France, du Moyen Age au
XVIIIe siècle, París, PUF, 1996, pp. 277-286.

40
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ridad (…)”28. Los postulados rigurosos de Saint-Pierre deberán esperar


tres décadas antes de encontrar su prototipo científico en Tableaux de la
Nature (1808), primer volumen del monumental Voyage aux régions equi-
noxiales du Nouveau Continent de Alexander Von Humboldt. Dicho mode-
lo se impondrá para toda la literatura de viaje científica a lo largo del siglo
XIX y tendrá particular influencia sobre Charles Darwin en Viaje de un
naturalista alrededor del mundo (1839). Si el paradigma científico de
los siglos XVIII y XIX fue la ciencia botánica y el sistema taxonómico
de Karl Linneo (Systema Naturæ, 1735) ya a mediados del XIX la alqui-
mia del pensamiento inductivo positivista y la expansión colonial de las
potencias europeas dará nacimiento a las disciplinas antropológicas y etno-
gráficas29.
h) Del viaje colonial a la justificación antropológica y etnográfica: ope-
ra como correlato del viaje de descubrimiento y se encarna en las expe-
diciones de Edward Cook (1712), George Anson (1749), Louis-Antoine
de Bouganville (1771) y Jean-François de La Pérouse (1785-1788). Esta-
blecida la nueva taxonomía occidental en las regiones “descubiertas” y tras
su apropiación, el viaje colonial equivale al viaje del patrón que pasa revis-
ta a sus extensas posesiones, con una mezcla de condescendencia pater-
nalista y arrogancia civilizada, encarnada en el modelo del pastor y su grey:
suerte de filantropía para con los pobres o desaventajados por parte del
hombre superior. En la literatura de frontera imperial británica el viajero
científico, cuyo paradigma se encarnaba en el naturalista linneano, asu-
me a menudo sin quererlo la culpabilidad de la conquista, siendo las más
de las veces un enviado de las sociedades comerciales (como en los casos
de Robert Fortune en China, o de John Barrow en Sudáfrica). Mary Louise
Pratt constata con tristeza que “aun cuando los viajeros eran testigos de
las realidades cotidianas de las zonas de contacto, aun cuando las institu-
ciones del expansionismo hacían posibles sus viajes, el discurso del via-
je –que la historia natural produce y por el cual es producida– vuelve
eternamente sobre un gran anhelo: encontrar una manera de tomar pose-
sión sin dominación y sin violencia”30. Incluso en los años ‘80, después
de veinte años de descolonización y discurso políticamente correcto, un
conocido antropólogo asociado a la literatura de viajes como Nigel Bar-
ley, de regreso del Camerún, dice:

28 Bernardin de Saint-Pierre, “Voyage à L’Ile de France”, en Œuvres, edición de L. Aimé-Mar-


tin, París, Lefevre, 1833, pp. 106-109.
29 Axel Gasquet, op. cit.
30 Mary Louise Pratt, op. cit., pp. 107-108.

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“Es característica común a los investigadores que retornan, mientras van dan-
do traspiés por su propia cultura con la torpeza de los astronautas recién llega-
dos del espacio, sentirse incondicionalmente agradecidos de ser occidentales,
de vivir en una cultura que de repente parece muy valiosa y vulnerable; yo no
era la excepción” 31.

i) El viajero ocioso: heredero del viaje colonial, representa su contracara


romántica. Ahora el escritor viajero contemporáneo perdió toda justificación
etnocéntrica y científica para su viaje; éste gira en torno a la búsqueda de
satisfacción y curiosidad personal. Sus objetivos son esencialmente de orden
individual y/o estético, lejos del viaje expedicionario o de prospección comer-
cial. “No viajo para ir a ninguna parte sino por viajar –dice Robert Louis Ste-
venson–; viajo por el placer del viaje. Lo esencial es moverse, para poder
experimentar más cerca las necesidades e incertidumbres de la vida. Aban-
donar la mullida cama de la civilización para sentir bajo nuestras pisadas el
granito terrestre y, por momentos, el cortante filo del sílex”32.
j) El turismo: el turismo aristocrático se remonta al menos a la civilización
romana. Pero en sentido moderno sólo adquiere carácter masivo después de
las guerras napoleónicas, cuando los viajeros ingleses comienzan a recorrer
extensamente el continente europeo con fines ociosos, curativos o cultura-
les. Posee varias características importantes que lo distinguen de los anterio-
res tipos de viaje: es de masas, tiene una motivación pacífica –no es una expe-
dición– y su principal motivo es la diversión; por último, se trata de viajes
mecanizados, propios de la era industrial. El medio de locomoción es indi-
sociable al viaje mismo y lo determina en gran medida. En el viaje turístico
no hay ni heroísmo ni héroes. “Lo que en un tiempo fue sacro y anómalo –dice
Eric Leed– hoy parece cosa de todos los días: expediciones de individuos solos,
desarmados, una mujer o un hombre que viaja como unidad fundido a una
‘masa’ de extraños. En el siglo XX la guerra y el turismo se convierten en
formas de viaje que se excluyen recíprocamente”33.

2. EL VIAJE CONCEPTUAL O FILOSÓFICO

Pero a esta incompleta cronología puede oponérsele otra clasificación,


que divide el viaje en cuatro categorías histórico-conceptuales: el viaje

31
Nigel Barley, El antropólogo inocente, Barcelona, Anagrama, 1989, p. 233.
32
Jacques Meunier, Petit précis d’exotisme, citado por Michel Le Bris, “Ecrivain-voyageur?”,
Magazine Littéraire, Nº 353, abril 1997, pp. 24-28.
33 Eric Leed, Per mare e per terra, op. cit., p. 290.

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ritual de la antigüedad prehelénica, el viaje filosófico de la edad clásica, el


viaje de peregrinaje medieval-renacentista y el viaje moderno de la libertad
ociosa. En el primero impera la necesidad y el ritual del viaje es la forma
que adopta la prueba divina; el segundo es fundamentalmente un viaje en el
tiempo, un viaje imaginario hacia los orígenes que recorre el desarrollo his-
tórico de la civilización clásico-mediterránea; el tercero es la expresión colec-
tiva que adquiere el viaje como empresa de conquista y descubrimiento; el
cuarto se corresponde con la búsqueda de crecimiento interior del indivi-
duo, propio a las sociedades occidentales. Pero si en esta incompleta crono-
logía debemos situar un período clave, éste tiene que ver con la constitu-
ción de la autoconsciencia del mundo occidental tal como hoy la conocemos.
Este período se encabalga con el fin de la Edad Media. “Los europeos se sien-
ten occidentales, no centrales –dice el crítico literario Roberto Bazlen–. Es
la única civilización que habla de sí como una meta. Todas las otras son
civilizaciones del centro”34.
Tras esta aseveración podemos observar dos cuestiones que despuntan en
relación al viaje y que se refieren a su espesor conceptual: a) la cuestión del
tiempo y b) la cuestión de la muerte. Tiempo y muerte son dimensiones esen-
ciales de cualquier literatura. Son experiencias indisociables al goce de la lec-
tura. Toda obra literaria se propone introducir un tempo diferente al interior
del tiempo real del lector; desplazamiento que opera como un sistema de cajas
chinas, en las que diferentes temporalidades se encastran unas dentro de otras
y pueden superponerse y desmontarse tanto hacia adentro como hacia afue-
ra. Este juego es bien evidente en el género de la literatura de viajes y la expe-
riencia de la temporalidad tiene mucho que ver con la carga de exotismo
que subyace en estos textos. El tiempo encierra, en su corte horizontal, una
diferencia temporal y antropológica: son las diferentes fases del desarrollo
humano las que, comparadas con una métrica temporal absoluta (y sin embar-
go fundada en el relativismo cultural), inducen a sentir –vivenciar– el exo-
tismo. El exotismo, antes que cultural, es antropológico, y sólo podemos expe-
rimentarlo en un tiempo definido como contemporaneidad. El exotismo
tiene que ver con las diferentes maneras de ser “humano” en un tiempo
horizontal. Il Milione de Marco Polo es exótico pues lo que el autor narra
se refiere a culturas contemporáneas y radicalmente diferentes de la cultura
europea del siglo XV. Este no hubiera contado con los favores del público
de su época si se hubiese referido a culturas antiguas. No experimentamos
ningún exotismo antropológico leyendo un relato histórico sobre cómo vivían
los sumerios de Uruk en tiempos de Gilgamesh. En cambio sí lo haríamos

34
Roberto Bazlen, Note senza testo, Milán, Adelphi, 1984, p. 184.

43
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si supiésemos que Gilgamesh y los sumerios son una cultura contemporá-


nea a la nuestra. El lector occidental del 2002 vivirá una experiencia litera-
ria exótica leyendo cómo viven los aborígenes de Papua Nueva Guinea –esto
es, sus congéneres contemporáneos–, que en nuestra época de viajes espa-
ciales están aún en la Edad de piedra.
La dimensión de la muerte tiene en cambio que ver con la historici-
dad y no con la contemporaneidad. Esta es una observación genérica
válida para cualquier texto: cuando un lector aborda la Geografía de Estra-
bón sabe que su autor murió en el año 24 d.c. Sabe que no hay exotismo
posible en sus textos, puesto que son relatos del pasado. El lector no bus-
ca una fruición exótica; al contrario, acecha los puntos en común que lo
unen con la vida de estos antepasados, sus valores transhistóricos, los
elementos imperecederos que, pese a la distancia temporal, hacen de este
autor –y sus personajes históricos o de ficción– un contemporáneo suyo.
Leemos en el pasado aquello que se relaciona (o puede relacionarse) con
nuestro presente. En cierto sentido puede afirmarse que la historia es la
forma en que nos vinculamos con los muertos. El historiador procura deve-
lar la naturaleza de dicho vínculo, ya sea en un plano personal y/o colec-
tivo. Este trabajo es semejante al del escritor de literatura de viaje: trata
de establecer un punto de unión con el hombre exótico (comprender aque-
llo que se presenta como el Otro radical). Los muertos no están verdade-
ramente muertos, e inciden en nuestro presente; del mismo modo, el Otro
exótico en la narrativa de viaje tampoco es verdaderamente Otro, pues
en su diferencia determina nuestro propio posicionamiento espacio/tem-
poral, nuestra gestalt. Finalmente, aunque con objetos y expectativas dis-
tintas, la aproximación del historiador y el literato en un punto se unen:
buscan incorporar –hacer contemporáneos– a los muertos y al Otro radi-
cal, pudiendo ser el Otro radical un muerto, o viceversa. En fin, en el
juego de la diferencia hay una reversibilidad permanente (o con otras pala-
bras, el tiempo absorbe al espacio). La literatura –e incluimos aquí a la his-
toria– es un sistemático desplazamiento en el tiempo y en dicho sentido
acepta la contemporaneidad de los muertos a través del trabajo de la memo-
ria. La escritura misma se plantea como un desafío al tiempo, como pura
voluntad por trascender el mero presente. Autor y lector desafían el paso
del tiempo (imponiendo el criterio de su reversibilidad) mediante el ejer-
cicio de la memoria escrita: “la memoria apaga la sed del hombre, le da
la vida, lo libera del ardor de la muerte –dice Colli–. Con la ayuda de la memo-
ria ‘serás un dios en vez de un mortal’. Memoria, vida, dios, son la con-
quista secreta contra el olvido, la muerte, el hombre, que pertenecen a este
mundo. Al recuperar el abismo del pasado, el hombre se identifica con

44
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Dionisos”35. El héroe nace con la memoria y ésta es su gran aliada para


elevarse sobre el destino de los hombres simples. “Serás dios en vez de
un mortal” es la promesa que guía la acción de Gilgamesh; Enkidú, en
cambio, primero su desafiante y luego su mejor amigo, sellará con su muer-
te un destino exclusivamente humano. También podemos leer ya en el Poe-
ma de Gilgamesh las distintas aspiraciones que representaba el viaje según
la pertenencia de clase: ambos amigos viajan juntos, pero la aspiración
de Enkidú, antiguo siervo, era la de convertirse en un hombre totalmente
libre, mientras que la de Gilgamesh, un noble hombre libre (rey de Uruk),
debía apuntar más alto: su objetivo era conquistar fama e inmortalidad.

3. LA ESTRUCTURA DEL VIAJE

Cualquiera que sea la forma y el sentido que adquiera la narrativa de


viajes, ésta puede descomponerse en tres fases sistemáticas que inciden direc-
tamente en la transformación del individuo. El esquema, que tomamos de
Gasparini36, varía según la circularidad o finalización del viaje (con excep-
ción de las categorías “destierro o exilio” y “éxodo” antes señaladas, que
excluyen el retorno y desnaturalizan su estructura básica):

A. partida- viaje efectivo (tránsito)- llegada con retorno al punto inicial


B. partida- viaje efectivo (tránsito)- llegada sin retorno al punto inicial
C. partida-viaje efectivo-continuación indefinida del viaje sin llegada ni retorno

3.1. La partida

“La partida es siempre una ruptura, un fin y un comienzo que evoca un


pasado y proyecta un futuro. Como dice Goethe, ‘en cada separación está
latente el germen de la locura’”37. En el viaje heroico el objetivo era la fama
y la celebridad. Estas suponían trascender el destino humano aproximándo-
se a la condición deífica; la fama y la celebridad se conquistaba entre los
hombres escapando mediante proezas titánicas a la condición de mortal. La
partida, el punto inicial del viaje, se vincula pues con esta búsqueda tras-
cendente e imposible. Si bien hoy estamos lejos de cualquier pretensión de
inmortalidad, la búsqueda de fama es un motivo constante en el emprendi-

35
Giorgio Colli, El nacimiento de la filosofía, Barcelona, Tusquets, 1977, p. 29.
36
Giovanni Gasparini, op. cit., p. 34.
37 Eric Leed, La mente del viaggiatore, Bolonia, Il Mulino,1992, p. 46.

45
03.cap01 parte 01 28/8/06 13:05 Página 46

miento de viajes. El elemento más observable de toda partida es la separa-


ción de un individuo de la matriz social en que fue formado, que le es pro-
pia y constituye su legado. Esta separación también puede ser interpretada
como una escisión de la sociedad, o como la extrapolación de un individuo
que cuestiona la red de determinaciones sociales que marcan su identidad (no
hay fama sin desafío) y éste se determina por elementos internos a una cul-
tura, aunque se legitime en proezas realizadas al exterior de la estructura
social). Los diferentes tipos de partida se deben a las diferentes intensida-
des que unen al individuo con su sociedad, o por su pertenencia a una clase
o medio determinado. La intensidad de la partida se mide por el grado de
inserción dentro de una estructura social y es por lo tanto relativa. La enver-
gadura del desafío que supone el viaje también es relativa, pero está supedi-
tada a la jerarquía que una sociedad otorga al de “afuera y ajeno”, al “extran-
jero y el otro radical”. El desafío (o capital fama) será mayor si el vínculo que
une un individuo a su núcleo familiar, de clase o social es más estrecho, y
menor si este lazo es más lábil o difuso. La escena de la separación implica
lamento, desesperación y dolor, que son la base misma de la “angustia del
alejamiento”. Para el viajero que tiene la capacidad de afrontar la separación,
la angustia del alejamiento es una ecuación en donde no hay pérdida que no
conlleve implícita una ganancia (la fama). Sin embargo, esta ganancia es
por lo general cualitativa, pues pocas veces es cuantificable.
Insistimos en la familiaridad que existe entre muerte y partida: la par-
tida de este mundo (separación como “muerte física”) es semejante a la
“muerte civil” que representa el viaje. La gran diferencia entre ambas es
que la muerte física no se inscribe en una historia (al menos para quien mue-
re), mientras que la muerte civil implica asumir las “partidas” anteriormen-
te inscritas y proporcionarles un sentido que se anuda con la partida en
curso. En otros términos, la muerte civil puede ser vista como una expe-
riencia que aproxima al hombre a su búsqueda de continuidad. La partida
no sólo destituye al individuo de su pertenencia social, sino que además
instituye la existencia del cuerpo móvil, nómada. El viaje heroico supone
un ida y vuelta, una circunnavegación; no se trata ni de migración ni de exi-
lio. El viaje heroico presupone una voluntad ausente en el viaje forzado del
prisionero, o en el que se origina en las calamidades naturales o sociales.
Otra gran diferencia entre estos dos tipos de viaje reside en que en el via-
je forzado la ecuación pérdida-ganancia ya no existe; todo contabiliza como
pérdida. El viajero forzado lo pierde todo: una existencia completa, sus cer-
tezas, sus seguridades, la unión y cohesión con sus pares, la identidad,
etc. La partida del viaje forzado está en un punto más próxima a la muer-
te física que a la muerte civil.

46
03.cap01 parte 01 28/8/06 13:05 Página 47

En las sociedades antiguas y especialmente en el medioevo, “la posi-


bilidad de viajar y portar armas –dice Gasparini– eran requisitos fundamen-
tales de la persona libre; los siervos de gleba estaban en realidad unidos
de por vida a un territorio y no tenían tales derechos” 38. Esto podemos veri-
ficarlo en el estatuto social que poseían los caballeros andantes en Espa-
ña. La voluntad de iniciar un viaje es aquí un aspecto esencial de la indi-
viduación, además de una forma de trascender la necesidad, o como en
los caballeros de los siglos XV y XVI, una forma de ascenso y promoción
social con el fin de “afirmar una ‘segunda’ naturaleza no biológica”39. Esta
consideración en perspectiva histórica de la partida es fundamental para
rectificar la creencia moderna de que el viaje siempre fue un instrumento
de libertad individual y de autoafirmación de identidad. Esta concepción
es producto de la evolución de las sociedades y hasta una época reciente
fue patrimonio de una élite muy restringida por su composición social. Este
concepto de la partida moderna se origina en la Edad Media. Aquí el via-
jero heroico no se siente en modo alguno sometido a la soledad del viaje
impuesta como prueba por el destino y los dioses; antes bien, la soledad
es una elección que dignifica, endurece moralmente y acrecienta el capi-
tal de experiencia humana, a tal grado, que es un medio privilegiado para
la movilidad social. Una sutil pero determinante diferencia separa el viaje
heroico de Gilgamesh con el caballero medieval: el viaje en la antigüedad
era un medio para alcanzar un fin, mientras que en el medioevo el viaje
–amén de su promesa de movilidad social– tiene sentido en sí mismo y defi-
ne ante todo una forma de “ser” hombre que “hace” al hombre, como se
observa en Chrétien de Troyes 40.
Anticipo del Renacimiento, el hombre se encuentra proyectado al cen-
tro del universo: el viaje adopta un criterio que Leed definió como “altruis-
ta” (es decir, “demostrar el carácter de la persona que lo emprende”). El valien-
te caballero no puede abandonar su errancia caballeresca, pues si cesara su
aventura los beneficios simbólicos de una vida hecha de viaje se evaporarían:
este viaje perpetuo es constitutivo de su identidad. El beneficio del viaje
era de corte social, y no claramente utilitario y/o recreativo como en el turis-
ta moderno. El viaje permanente define la identidad del viajero medieval,
el valor del riesgo y los peligros que afronta, caracterizado por “una acepta-
ción de lo ignoto como valor positivo –afirma Nerlich–; por el abandono deli-

38
Giovanni Gasparini, op. cit., p. 9.
39
Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 48.
40 Chrétien de Troyes, “Ivain le chevalier au lien”, en Romans de la table ronde, París, Galli-

mard, 1975.

47
03.cap01 parte 01 28/8/06 13:05 Página 48

berado de lo conocido por lo desconocido; por el deseo de novedad”41. Eric


Leed subraya la conexión estrecha que existe entre movilidad social y movi-
lidad territorial en la cultura occidental: “quien buscaba elevarse a la condi-
ción de hombre libre, podía lograrlo a través del viaje, el viaje solitario,
realizado con el único objetivo de la ‘aventura’ y la demostración del pro-
pio valor”42. El altruismo y desinterés de la aventura introduce un componen-
te moral en el viajero medieval que en la antigüedad era desconocido; los
peligros de la aventura se afrontan ya sea por el bien de otros o por el bien
de sí mismo. Como en las prácticas higienistas y filantrópicas de la aristo-
cracia victoriana del siglo XIX, el viaje altruista del caballero reforzaba en
el siglo XV la idea de trascendencia de la necesidad material, propia al
hombre libre.
Altruismo e interés personal (ascenso social) constituían finalmente las
dos caras de Jano. Esta doble estructura simbólica del viaje medieval la encon-
traremos luego en la base del viaje renacentista o humanista y del viaje de
descubrimiento: la partida expedicionaria y colonizadora tenía el doble obje-
tivo del enriquecimiento material de quienes participaban (interés egoísta),
así como la presumible aportación de valores civilizadores en beneficio de
los nativos (interés altruista). Lo que ha cambiado entre el mundo renacen-
tista y el moderno son las diferentes formas de promoción social: antes el via-
je revestía las mismas características que hoy puede asumir la movilidad social
por el deporte, entre otros medios. La partida moderna (el viaje turístico) pre-
supone una sociedad estable, de la que el viajero busca “evadirse” o “fugar-
se”. Antiguamente la evasión o fuga como diversión no cabían dentro de las
consideraciones que justificaban el emprendimiento de un viaje. El egoís-
mo del viaje se encarnaba únicamente por el ascenso social, pero excluía obje-
tivos ociosos o de distracción.
El viaje moderno como necesidad de fuga o evasión radical de la propia
sociedad (suerte de renegamiento voluntario o automarginación) se articula
a partir del punto más alto del viaje colonial: comienza durante el apogeo de
lo que tanto en historia como en arte se identifica por Orientalismo43 y el tenor
de la evasión o fuga se refleja por la cuantificación del exotismo: “Exotis-

41 Michael Nerlich, Ideology of Adventure. Studies in Modern Consciousness, 1100-1750, 2

vol., Minneapolis, University of Minnesota Press, 1987.


42 Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 59.
43 Dice Edward Said: “que el orientalismo tenga el más mínimo sentido depende más de Occiden-

te que del Oriente, y esto se lo debemos a las diferentes técnicas occidentales de representación que
hacen el Oriente visible, claro, y que hacen que esté ‘ahí’ en los discursos que se pronuncian sobre
él. Estas representaciones se apoyan para este cometido en instituciones, tradiciones, convenciones,
códigos de inteligibilidad, y no en un Oriente lejano y amorfo”. Cf. Edward Saïd, L’Orientalisme,
l’Orient crée par l’Occident, París, Seuil, 1980, p. 35.

48
03.cap01 parte 01 28/8/06 13:05 Página 49

mo; que quede bien entendido que con ello sólo me refiero a algo único pero
inmenso: el sentimiento que tenemos de lo Diverso”44. Esto afirmaba Sega-
len en 1908, cuando la política colonial europea arreciaba en Asia y África.
Segalen es, junto con Joseph Conrad, uno de los escasos escritores que ela-
boran una crítica de la literatura de viajes colonial y eurocéntrica.
Sin embargo, la partida en su aspecto íntimo representa para el viajero no
sólo la angustia de la separación de una matriz social bien determinada (con
todas sus consecuencias psíquicas, intelectuales, sociales o culturales), sino
la promesa de integración en otra matriz diferente. La identidad del viajero,
fuera del contexto de reconocimiento originario, es ambigua y tenderá a reto-
talizarse en una sociedad de “llegada” –que asimismo puede ser transito-
ria–. El viaje en sí es una especie de alienación temporal que siempre pro-
curará resolverse entrando en el juego de una nueva reterritorialización. El
deseo de fuga o evasión del viaje moderno conlleva en su seno una suerte
de paraíso utópico, definido a la medida de cada viajero, y en el que se
depositan las aspiraciones contrarias de la sociedad de la que se huye; este
paraíso terrenal tiene a menudo una estructura tan estable como la matriz
de origen. El viajero sólo usufructúa del hecho de sentirse ajeno a ese nue-
vo mundo social que lo adopta sin que él se sienta verdaderamente partíci-
pe. ¿Cuál era el grado de integración de Gauguin en las islas Marquesas?
Imposible de determinar. Pero seguro que sus dificultades y sus ventajas ema-
naban del mismo hecho: su procedencia de una cultura exógena. Sabemos
que la alienación producto de la separación fue experimentada históricamen-
te con fines terapéuticos, de afirmación identitaria, de purificación, de sufri-
miento u objetivación. En cualquiera de estos casos el viajero se convierte en
una individualidad autónoma y flotante, al margen de los valores que lo defi-
nen, e incluso lejos y ajeno respecto a aquellos otros valores que observa.
Esta alienación social del viajero implica con su extrema fragilidad un pri-
mer aspecto positivo: el viajero gana en lucidez lo que pierde en inserción.
Ese estar por fuera de todas las cosas y de las sociedades que atraviesa es
fuente de lucidez: el viajero observa con distancia y exterioridad la socie-
dad de la que proviene, y mira del mismo modo las sociedades por las que
atraviesa. Sin embargo, poseer un mayor grado de lucidez no debe ser inter-
pretado como poseer “la verdad”. Goethe, cuando viajaba por el norte de Ita-
lia, advirtió por su propia experiencia la existencia de dos verdades, la del
viajero y la del indígena, observando que ambas sólo coincidían excepcio-
nalmente45. De la confrontación entre estas dos verdades resulta un nuevo

44
Victor Segalen, op. cit., p. 765.
45
Johann W. Goethe, Viaggio in Italia, Florencia, Sanzoni, 1963, p. 458.

49
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humanismo romántico de la partida: la partida como voluntad de entendi-


miento y comunicación con el Otro46. De repente, la partida no era sólo la
evidencia de una independencia material de facto por parte del viajero –no
sometido al imperio de la necesidad–, sino que también encarnaba la inde-
pendencia de opinión, cuya confrontación experimentaba a diario en su cami-
no y que era considerada factor de progreso y desarrollo de las mentalidades.
La movilidad representaba no sólo una autonomía física, sino que también
otorgaba una autonomía espiritual.
Pero el viajero que se creó en el medioevo no corresponde sólo con
el modelo del caballero; además estaban los miserables, los mercena-
rios y los sin tierras ni casa, que se desplazaban sin cesar. Esta categoría
de marginales y elementos irregulares de toda laya, expulsados de una
estructura social aristocrática que no les reservaba ningún espacio en su
seno, debían ser definitivamente evacuados (expulsados) de la socie-
dad: serán la mano de obra europea que llevará a cabo las conquistas y
las expediciones de descubrimiento en la fase de expansión colonial. Este
hecho fue percibido en su dimensión contradictoria por Leed: “Hay un
aspecto irónico en el hecho de que para extenderse y defenderse, el sis-
tema se sirviese de elementos peligrosos para el orden social”47. De este
modo, a estos hombres indeseables en Europa se les permitía comprarse
su libertad participando en la empresa de conquista. Movilidad, autono-
mía, partida y libertad formaban un sólo núcleo indisociable. Pero esta
misma evacuación de los elementos anómalos en la sociedad occidental
contemporánea es con frecuencia sentida como imposible: la fuga en el
siglo XX se resuelve en la decepción e incredulidad, pues en escritores
como Michel Leiris la certeza de que no se escapa a la modernidad se
transforma en una evidencia. “Decepción de Occidental acomplejado –dice
en el Preámbulo a L’Afrique fantôme– que había ansiado con pasión que
este largo viaje en regiones retiradas (…) en contacto verdadero con los
habitantes, harían de él otro hombre, más abierto y curado de sus obse-
siones. Decepción del África, en la que encontré muchas cosas pero no
la liberación”48. Leiris corrobora que la etapa de fuga orientalista y exó-
tica está concluida para el viajero occidental, adoptando así un tono entre
nostálgico y aliviado.

46
Para un estudio detallado del viaje romántico anglosajón: Christian La Cassagnère (éd.), Le
voyage romantique et ses réécritures, Clermont-Ferrand, Université Blaise Pascal, 1987.
47 Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 68.
48 Michel Leiris, L’Afrique fantôme, París, Gallimard, coll. NRF, 1981, p. 3.

50
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3.2. El tránsito

Esta fase intermedia del viaje es esencial y ambigua al mismo tiempo.


Esencial, pues el tránsito es la fase en que los hechos suceden, la gente que
se cruza con el viajero se anima y participa en la vida de éste y, al mismo
tiempo, es con frecuencia la fase más tediosa del viajar, pues el “movimien-
to en el espacio”, mediante un medio de locomoción cualquiera (caballo, tren,
barco, automóvil, avión, etc.), suele despacharse en pocas líneas en los libros
de viaje. Marco Polo dice “pusimos tantos días y tantas noches hasta llegar
a Chengsu”, sin describir ni la ruta ni sus alternativas. Lo mismo ocurre
con las crónicas de navegación, que sólo excepcionalmente salen del parco
“descendimos la costa durante X jornadas tratando de avistar un puerto natu-
ral o un pasaje fluvial…”, etc. Durante mucho tiempo, el tránsito, compren-
dido como simple traslado, constituyó la parte más tediosa (aunque inevita-
ble) del viaje; las alternativas, si bien no pocas, eran consideradas de escasa
importancia, pues la parte sustancial del viaje eran las circunstancias de la
partida y fundamentalmente la llegada a término, el destino. El tránsito sólo
era importante en cierto tipo de relatos, como las peregrinaciones, donde
las alternativas de la ruta eran determinantes para merecer las piadosas pre-
bendas de Dios a ojos de los creyentes, o las crónicas de viaje de leyenda,
como en el Cantar de Gilgamesh o La Odisea. En estos relatos no habría
héroes sin hazañas, y tampoco hazañas sin las imprevistas aventuras (obstá-
culos) propios a la ruta. La aventura se vincula al transcurso o tránsito. Sin
esta fase intermedia no habría lugar para desplegar las proezas del héroe.
El tránsito cobra importancia sólo en la medida en que el sujeto del rela-
to (eventualmente un héroe) también la adquiera. En las crónicas donde el
objetivo no es tal o cual personaje o viajero, sino la conquista o descubri-
miento, por ejemplo, el tránsito es en regla general menos destacado que el
destino o la llegada. En este tipo de relatos lo importante es aquello que se
encuentra al final del viaje –y que eventualmente puede conquistarse–, por
lo que las alternativas de la llegada a destino pasan a un segundo plano. En
ciertos relatos de viaje medievales (como la caballería, por ejemplo, que bajo
cierto punto de vista podemos considerar como “premodernos”), se opera
una verdadera fusión entre destino y tránsito, cuando la llegada se transfor-
ma en escala y sirve para relanzar una nueva aventura. En estos casos el acen-
to está puesto en el tránsito: son los relatos en que aparece un concepto de
la errancia o nomadismo moderno, propio a las sociedades viajantes. En
los antiguos pueblos nómadas, o en las sociedades modernas como la ame-
ricana, “la patria de esta miríada de pueblos errantes era esencialmente el
‘espacio’, no un lugar, y no estaban delimitados por las murallas y las fron-

51
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teras que daban peso y permanencia a la identidad étnica”49. Estos pueblos


fueron definidos por Estrabón, el gran geógrafo de la antigüedad, como
pueblos “sin casa”, o como pueblos que teniendo casa en todas partes no la
tenían finalmente en ninguna y por tanto estaban despojados de todos los sig-
nos característicos de la identidad por falta de sitios permanentes y de cons-
trucciones fortificadas en donde estos signos distintivos de una cultura pudie-
sen acumularse50.
Estas características de la errancia son hoy observables en la sociedad
norteamericana, o en países jóvenes como Australia, Canadá o incluso Bra-
sil y Argentina, surgidos de una cultura de frontera, definida en el marco de
la expansión territorial 51. La expansión y lucha contra los pueblos nóma-
das (recolectores) que habitaban antiguamente esos territorios, les impuso
la herencia de la errancia. Esta fue legada por partida doble: tanto por la filia-
ción europea –los colonos americanos son hijos de los europeos inmigran-
tes, pues los sedentarios se quedaron en Europa–, como por filiación nativa
–los colonos adoptan, a su turno, el nomadismo de los pueblos recolectores
que primero combatieron hasta el exterminio–. Estas jóvenes sociedades no
conocieron ni una cultura indígena desarrollada (como en México con los
Aztecas o en Perú con los Incas), ni tampoco la tradición surgida de una lógi-
ca territorial medieval que impuso fortificaciones en todo el mapa europeo.
El placer del tránsito fue además considerado hasta fecha reciente como
desprovisto de interés, e incluso como un elemento condenable: el viaje se
valoraba según los criterios del sufrimiento y sacrificios que un determina-
do recorrido imponía al viajero. Sufrimiento y sacrificio eran las determi-
naciones propias al héroe y los obstáculos debían estar a la altura de una
proeza no sólo física, sino fundamentalmente moral. Recordemos que el peri-
plo de Ulises tenía por objeto poner a prueba su entereza moral y la de su

49
Eric Leed, La mente…, op. cit., pp. 277-278.
50
Strabon [Estrabón], Géographie, edición bilingüe greco-francesa, París, Les Belles Lettres,
1981, vol. V. Estrabón (c. 63 a.c.– 24 d.c.), geógrafo e historiador griego. Nacido en Amaseia (Ama-
sia, en el Ponto, en la actual Turquía), viajó por el Nilo en una expedición dirigida por Aelio Gallo, pre-
fecto romano de Egipto. Pasó muchos años en Roma. Se sabe poco de su vida, pero afirmaba haber
viajado desde Armenia en Oriente, a Cerdeña en Occidente, y desde el Ponto Euxino (mar Negro) en
el Norte hasta las fronteras de Etiopía al Sur. Sólo se conservan algunos fragmentos de su trabajo
histórico, en 43 libros, complemento de la historia del griego Polibio. Su Geografía, una descripción
detallada del mundo, en 17 libros, tal como se conoció en la antigüedad, se conserva casi por com-
pleto; tiene un gran valor, sobre todo por sus extensas observaciones respecto de las relaciones entre
el mundo natural y los hombres que lo habitaban.
51
Una relectura de la historia norteamericana bajo la óptica del espíritu de frontera fue realiza-
da por J. Truslow Adams (The Epic of America, The United States, 1830-1850) y por Frederic Jack-
son Turner (The Frontier in the American History). Para la Argentina, ver Homero Guglielmini,
Fronteras de la literatura argentina, Buenos Aires, Eudeba, 1972.

52
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esposa, Penélope, que habiéndose quedado en Ítaca, daba también pruebas


de fidelidad no dejándose tentar al cabo de largos años por las ofertas de nin-
gún otro pretendiente. La percepción positiva del tránsito en el viaje está rela-
cionada con la valoración positiva del viaje en general y especialmente del
factor “placer” o hedonista que el viaje procura. El viaje podía a lo sumo
ser considerado instructivo y útil, pero jamás placentero.
El tránsito tiene una dimensión irreductible, que es el movimiento. Y seña-
lar el movimiento implica saber cuáles son las condiciones materiales y
técnicas en que éste se realiza. El viaje es mutación, una mutación continua
del lugar que transforma la mentalidad del viajero, su personalidad y su
relación con los hombres. En el tránsito lo esencial es el movimiento y éste
deviene un medio de percepción. El medio y el traslado ya no son exterio-
res a la experiencia del viajero, sino que están incorporados plenamente a
su sensibilidad. Paul Theroux ha hecho del medio de viaje el tema principal
de sus libros; su neurótica obsesión por recorrer las líneas férreas de todo el
mundo está en el origen de sus más célebres títulos, como The Great Rail-
way Bazaar, Riding the Iron Rooster, By Train Through the Americas, The
Kingdom by the Sea, etc. Pero esta obsesión no es tan sólo neurótica, sino
hedonista y placentera: “Una excursión en tren es viajar; cualquier otra
cosa —especialmente aviones— es transfer, su viaje comienza sólo cuando
usted llega (…) Cuando la gente me dice que en los trenes nunca ocurre nada,
yo les pregunto qué entienden por nada”. Y tras narrarnos una serie de anéc-
dotas personales vividas a bordo del tren a lo largo de sus infatigables via-
jes, concluye: “Cortejo, copulación y muerte: es todo lo que necesito como
prueba de que las experiencias más intensas que conocemos tienen lugar en
los trenes”52.
En fin, el movimiento impone una estructura a la experiencia del viaje;
las formas en que las impresiones del viaje se fijan en la percepción del
viajero tiene que ver con la duración y el tipo de movilidad impuesto por el
medio en que se viaja; cada medio de transporte fija su propia territoriali-
dad y por ende una percepción espacio-temporal distinta, como hemos vis-
to con las palabras de Theroux. Pero en términos generales hay una ambigüe-
dad estructural del tránsito que deriva, primero, del “estar entre dos lugares”,
y segundo, del estar entre dos lugares pero no detenido, sino “en movimien-
to”. El tránsito obedece a una lógica puramente intersticial, tal como la
definió Gasparini: esto es, “una experiencia significativa, estructurada en
su propia desestructuración” (aunque con frecuencia no corresponda a una

52Paul Theroux, “Strange on a Train: The Pleasures of Railways” (1976), en Sunrise with Sea-
monsters, Boston, Houghton Mifflin Company, 1986, pp. 127-130.

53
03.cap01 parte 01 28/8/06 13:05 Página 54

situación social reconocida y valorada). “Existen actores y grupos que, desa-


fiando un modelo social consolidado y prácticamente obligatorio en la socie-
dad sedentaria, colocaron la dimensión intersticial en el centro y continúan
practicando una suerte de nomadismo o seminomadismo”53. En cambio,
Michel Maffesoli alude al término de nomadismo (en realidad una metáfo-
ra) para expresar un aspecto esencial de la vida contemporánea: la dialécti-
ca entre la sedentariedad y una siempre creciente y consistente pulsión de
errancia. Dicha errancia, “además de su aspecto fundador de todo conjunto
social, expresa correctamente la pluralidad de la persona y la duplicidad de
la existencia” 54.
Desde la antigüedad clásica el tránsito fue naturalmente adjudicado a
los filósofos, que eran a menudo asimilados a los vagabundos y los mendi-
gos. En el siglo I a.c. Estrabón confirma que “los héroes más sabios son aque-
llos que visitaron muchos lugares y vagaron por el mundo; los poetas hon-
raban a los que vieron la ciudad y conocieron la mente de los hombres”55.
El tránsito fue durante mucho tiempo sinónimo de sabiduría y “temperamen-
to filosófico”. Viajar siempre fue considerado una forma de agudizar la
inteligencia, tanto en la Antigüedad como en el Renacimiento o en nuestros
días: el viaje fue siempre recomendado como un complemento educativo,
como una forma de instrucción lúdica. Tan sólo ocurre que a través de las
épocas este “agudizar la inteligencia” propio del viaje se fue encarnando en
diferentes modelos históricos. Así, del filósofo errante de la Antigüedad se
pasó luego al viajero humanista del Renacimiento y después al viajero cien-
tífico (naturalista y botánico, preferentemente) de los siglos XVII y XVIII.
A mediados del siglo XIX, Charles Darwin describía en estos términos la
influencia determinante que el viaje tuvo en su vida: “Descubrí, quizá de for-
ma inconsciente e insensible, que el placer de observar y razonar era muy
superior al del confort y la diversión material. Los instintos primordiales
del bárbaro cedieron lentamente su terreno a los juiciosos pensamientos del
hombre civil”56.
Quizás estemos en situación de afirmar que esta confesión de Dar-
win coincide con el inicio de un nuevo período para el viaje: su era moderna.
El viaje moderno ya no sólo se caracteriza por agudizar la inteligencia,
sino que genera una suerte de “razón” o lógica propia, una conciencia

53
Gasparini, op. cit., pp. 9 y 31.
54 Michel Maffesoli, Du nomadisme: vagabondages initiatiques, París, Librairie Générale françai-

se, coll. Le livre de poche, 1997, pp. 13 y19-31.


55 Strabon [Estrabón], Géographie, edición bilingüe greco-francesa, París, Les Belles Lettres,

1976, vol. I.
56 Charles Darwin, The Autobiography of Charles Darwin, New York, Norton, 1958, p. 79.

54
03.cap01 parte 01 28/8/06 13:05 Página 55

de sí en el individuo que viaja, un punto de vista basado en las observa-


ciones objetivas del mundo y de su diversidad humana y geográfica. Pero
el movimiento característico del tránsito –insistimos- es particularmen-
te ambiguo: vincula al viajero con el mundo y lo hace más penetrante,
al tiempo que lo separa, lo distancia de las cosas y la gente, pues el
movimiento se basa en la fugacidad del instante, es decir, en un contac-
to epidérmico. El movimiento del tránsito no puede, en cierto punto, esca-
par del paisajismo.
Al fin y al cabo, el tránsito no es importante debido a la presunta
objetividad del viajero, sino antes bien por la puesta en escena de este mis-
mo viajero en/dentro del mundo. En el tránsito, más aún que en la parti-
da o la llegada, el acento está puesto en el sujeto que avanza, se traslada
y cambia y es por lo tanto un sujeto egoísta que viaja en beneficio pro-
pio, centro del universo a partir del cual se configuran todas las otras refe-
rencias (geográficas, culturales, físicas, psíquicas y emocionales) del mun-
do: el único punto de contraste y mediación de la “terra incógnita” en la
que el viajero se adentra y avanza. En su famosa Sociología (1908), Georg
Simmel propuso cuatro cualidades para la categoría de extranjero o forá-
neo: la libertad, la objetividad, la generalidad y la abstracción57. Estas cua-
lidades se imbrican y coinciden con el concepto que del filósofo errante
se tenía en la Antigüedad –en lo esencial sólo cambiaron las formas en que
el desplazamiento se realiza–. El viajero que transita es fundamental-
mente un traductor. Notemos que en sentido amplio el lugar del traduc-
tor se corresponde con las cuatro características señaladas por Simmel:
traduce no sólo el idioma, sino culturas, normas, códigos morales y com-
portamientos antropológicos. El viajero es una persona que, habiéndose
separado de su matriz social, mantiene ese frágil estatuto de traductor
(bilingüe o plurilingüe) entre culturas, siendo un producto de la necesidad
de adaptación. El viajero que transita tiene, de este modo, un emplaza-
miento intersticial.
Pero la movilidad del tránsito implica también una reversibilidad entre
objeto y sujeto. Entrando en relación, uno y otro se compenetran (por el movi-
miento y la percepción) hasta fusionarse; luego será la posición del viajero
la que determinará la realidad (literaria) de las regiones y pueblos que atra-
viesa. Esta exposición será después una mera objetivación subjetiva, que se
eleva hasta erigirse en desafío: “Este yo del observador móvil es una alter-

57 Georg Simmel, “Excursus sur l’étranger”, in Sociologie. Études sur les formes de la sociali-

sation, París, PUF, 1999, pp. 663-668.

55
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nativa al yo ‘social’, esto es, a la identidad implícita en la conciencia de ser


observados, reconocidos e insertos en categorías. No es posible ser conjun-
tamente observadores y observados”58. Con otras palabras, la citada objeti-
vidad del viajero se origina en la pura subjetividad del viajero. Dicha
objetividad –legitimada a través de los siglos por el lector– se debe más al
fenómeno de ser un observador “separado” de su país de origen y al hecho
de transitar en movimiento, que a la presunta objetividad de quien ve, pal-
pa, oye y gusta. Sólo el movimiento confiere la posibilidad de observar los
elementos que marcan el continuum de una sociedad o cultura que por defi-
nición es cambiante.
Observar ese continuum, trazar el elenco de hechos o elementos que
la componen, es producto de la “traducción” que realiza el viajero en trán-
sito, deriva de tener que explicar en su relato ese estar “entre dos” cultu-
ras, dos lugares, dos idiomas, etc. Antonello Gerbi indica que en la litera-
tura de viajes renacentista decir que una nueva especie o geografía “es como
en Europa” significa acogerla en el propio universo referencial y hacerla
familiar59. En palabras de Leed, “el viaje crea al comparatista y al relativis-
ta”60. La inteligencia que se asocia desde tiempos inmemoriales con la per-
cepción del viajero tiene sin duda mucho que ver con este trabajo de Sísi-
fo que es comparar y relativizar, comprobar cuán numerosas son las patrias
en el mundo y cuán diversa es en la práctica la naturaleza humana (para
rendirse ante la evidencia de que el caníbal también es una manera de ser
hombre en el mundo). La experiencia del viaje revela de modo más rápi-
do y eficaz vínculos y asociaciones que de otra forma hubieran podido
llevar años de elucubración y razonamientos; dicho aprendizaje del viaje
se origina en el trabajo de traducción que el tránsito solicita al viajero. El
tránsito ejercita al viajero –mediante la experiencia– en una determinada
forma de representación secuencial. Y el único vínculo entre estas dife-
rentes secuencias de la percepción lo da el movimiento, ese permanente
estar entre dos cosas.
Pero el tránsito no tiene sólo una dimensión cognoscitiva. También repre-
senta una estructuración revolucionaria del tiempo, según la ley de la relati-
vidad enunciada por Albert Einstein: viajando a la velocidad de la luz el tiem-
po se hace reversible, pudiendo regresar en su transcurso.

58
Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 89.
59
Antonello Gerbi, La natura delle Indie Nove. Da Cristoforo Colombo a Gonzalo F. de Oviedo,
Milán, Ricordi, 1975, p. 24. [Edición castellana: México, Fondo de Cultura Económica, 1982.]
60 Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 95.

56
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3.3. La llegada

Si la partida para un viajero representaba “ser arrancado” –o arrancar-


se– de un lugar y una sociedad, de su propia identidad, la llegada encarna el
proceso contrario: a) la reintegración a la estructura de símbolos culturales
que se había abandonado, o bien, b) la incorporación o aceptación a una estruc-
tura cultural nueva, de adopción. Si la partida es pura desterritorialización,
la llegada es reterritorialización (a) o territorialización (b). Sin embargo, la
llegada no es meramente una inversión de la partida. Es un procedimiento
complejo que tiene importantes particularidades.
En primer lugar, si se supone que conocemos “quién y qué” representa
aquel que abandona su matriz cultural originaria en busca de expatriación
en el momento de hacerlo, podemos desconocerlo todo de “quién y qué”
representa aquel que llega a un lugar para quedarse, o de aquel que retorna
a su casa. Pasar por alto este hecho es suponer que el viaje no tuvo ninguna
incidencia sobre el viajero (que no hubo aprendizaje, ni agudización de la
inteligencia). En segundo lugar, la partida es más radical que la llegada,
pues la primera, si bien exige sus preparativos y prolegómenos, implica un
punto de corte radical, mientras que la llegada, si bien puede datarse, con-
lleva una temporalidad diferente, que excede al instante de la arribada y
que puede durar días, semanas o meses.
Lo que debemos retener como esencial es que la llegada no restablece
el equilibrio perdido, anterior a la partida. Al contrario, mediante el proce-
so de experiencia y conocimiento agregado en ocasión del viaje (de traduc-
ción creadora), la llegada representa un estadio cualitativamente diferente
al orden previo. Nunca se llega al mismo sitio, aunque se llegue al mismo
destino o puerto. El expatriado, el forastero, el extranjero, el extraño, lo segui-
rá siendo en gran medida una vez que regrese a su patria o su hogar.
Cuando, tras adoptar el disfraz de un mendigo anciano, Ulises regresa a
Ítaca y prepara el retorno a su hogar, donde después de diez años Penélope
le espera y se resiste a reconocerlo, hay una búsqueda fracasada por resta-
blecer el antiguo orden. Ulises debe primero convencer a Eumeo, su anti-
guo fiel servidor, que tampoco lo reconoce bajo su disfraz de harapiento.
La escena se repite en el canto XVI, cuando debe convencer a su hijo Telé-
maco de que él es el mismo Ulises, y una vez ganado a su causa, deben aún
convencer a Penélope y a todos los pretendientes que desfilan por su casa
de Ítaca. Ulises sufrió, aprendió, conoció y, de modo inevitable, fue cam-
biado por los diez años transcurridos fuera de su casa. El restablecimiento
del antiguo equilibrio es imposible, pese a que el retorno del héroe despier-
ta y aviva dicha nostalgia. De hecho, como subraya Leed, no debemos olvi-

57
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dar que La Odisea formaba parte de una serie de relatos denominados Nos-
toi (retornos), que debían describir el regreso de los heroicos combatientes
de la campaña de Troya:

“(...) de Agamenón, asesinado por su mujer Clitemnestra y su amante Egis-


to; de Diomedes, quien retornó a su casa de Argos para encontrar que su mujer
había tomado un amante (y luego vagabundeó por el Mediterráneo y fundó varias
ciudades en Italia); de Idomeneo, cuya mujer, virgen, había cometido adulterio
y fue muerta por su amante que se erigió en rey de Creta. No hace falta reflexio-
nar mucho para comprender por qué fue La Odisea –y no estos otros relatos– el
que fue copiado, repetido y transcrito hasta nosotros: en este texto encontramos
una llegada tal como hubiera debido ser, y no como habitualmente ocurría”61.

Recordemos de paso que Marco Polo, su padre Niccolò y su tío Mat-


teo, de regreso del primer viaje a China, tampoco fueron reconocidos por
sus familiares. Y la misma historia se repetirá con el regreso de Marco
Polo de su segundo viaje, tras una ausencia de venticuatro años.
Fuera de la exultante alegría inicial, la incomodidad da cuenta de la
irreversibilidad del tiempo de llegada (en oposición a la reversibilidad
del tiempo de tránsito) y de cómo funciona por contrastes: el proceso de
reincorporación del viajero no indica en ningún caso homogeneidad, sino
al contrario, expresa la más acendrada individuación. Según los términos
propuestos por Barth, la llegada es una “estructuración de la interacción
humana” que genera el criterio de las identificaciones (culturales)62. Una
sociedad de viajantes como la nuestra perpetúa esta forma de identifica-
ción. La tendencia del viaje no es la unificación y uniformidad (aunque
ciertos signos de mundialización son evidentes), sino más bien el refuer-
zo de las distinciones nacionales y/o individualizantes, creando una neta
diferenciación entre interno y externo, dentro y fuera de una frontera o
un territorio nacional. Esta tendencia es bien observable en la Unión Euro-
pea: la apertura de las fronteras políticas y la inscripción legal de una
ciudadanía europea, no hace sino reforzar los sentimientos de pertenen-
cia regional en los cuatro puntos cardinales de la Unión y en el interior
de cada estado-nación. Es mediante este registro que los procedimientos
de exclusión y reincorporación son posibles y funcionan con la lógica de
un nuevo orden. El desplazamiento y la llegada fijan no sólo las identi-
dades, sino además los lugares y sus fronteras territoriales. No es porque
la gente viaje más y de modo más rutinario que las fronteras desaparez-

61 Ibidem, pp. 142-143. [La cursiva es nuestra.]


62
Frederik Barth, Ethnic Groups Boundaries, Boston, Little, Brown & Co., 1969, p. 16.

58
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can. Al contrario, éstas existen y se refuerzan porque vivimos en una socie-


dad viajante y el flujo de viajeros aumenta.
Esencialmente hay dos categorías de reingreso para un viajero: la forma
fasta y la nefasta. La primera corresponde con el usufructo de la potencia que
subyace en todo viajero; la segunda con la amenaza de contaminación per-
niciosa que puede acarrear su presencia y/o eventual aceptación en sociedad.
Estas posibilidades de ingreso nos hablan de la ambigüedad propia de la
llegada vista por parte de aquellos que reciben al viajero. Su doble estatuto
lo hace portador de gracia y desgracia, de beneficios o maleficios, de poten-
cia o decadencia. Ante cualquier sospecha, el paso repentino de uno a otro
pende de un hilo y puede producirse en cuestión de segundos. Pero las alter-
nativas de lo fasto o nefasto son pocas veces conocidas por el viajero. “La
primera alternativa que se le ofrece al extranjero que recién llega –dice Leed–
es la de ‘amigo’ o ‘enemigo’, entre ayuda potencial o daño potencial”63. La
aceptación positiva o el rechazo de la influencia contaminante de un viajero
en una nueva sociedad, se debe en gran medida a la relación que éste desem-
peñe en la estructura sexual del pueblo o entidad en cuestión, tal y como vere-
mos en el siguiente apartado.
Pero a menudo la llegada y aceptación del viajero se establece a través
de ciertos ritos, como la prueba del duelo violento entre el recién llegado y
un miembro del grupo, que suele ser un rito de asociación antes que de
disociación. Este duelo establece una jerarquía de dominio y subordinación
que luego se traduce en un vínculo de hospitalidad, como lo observamos en
la lucha de Enkidú con Gilgamesh64. Esto demuestra además que la violen-
cia es una forma de lenguaje –si no el primero– que de modo funcional aso-
cia a los hombres. Las leyes de la hospitalidad son una forma de incorporar
la potencia del extranjero al grupo al que ingresa. Rachid Amirou señaló
recientemente la correspondencia de los ritos de iniciación de las socieda-
des arcaicas con la moderna cultura turística de nuestras sociedades: “el turis-
mo está próximo a los ritos de iniciación (…) se trataba, inicialmente, del
pasaje de la adolescencia a la madurez en las sociedades tradicionales. Estos
ritos existieron en Europa y existen aún bajo una forma menos codificada
que en las sociedades no europeas. Se conforman mediante tres secuencias
que debe vivir todo iniciado: separación, aislamiento e incorporación al
grupo; tres tiempos de iniciación que corresponden en realidad a los tres tiem-
pos ritualizados del viaje: partida, estadía y retorno”65.

63
Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 125.
64
Poema de Gilgamesh, edición de Lara Peinado, op. cit., tablilla II, pp. 29-30.
65 Rachid Amirou, Imaginaire touristique et sociabilités du voyage, París, PUF, col. Le sociolo-

gue, 1995, pp. 48-49.

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El carácter de la llegada está condicionado así por una serie de factores


que interactúan sin saber cuál será su resultante. En lo esencial hay una
confluencia de pulsiones de atracción y rechazo, tanto por parte del viajero
como de la sociedad en la que se reintegra. El viajero, en posición margi-
nal, aporta su potencia (que puede medirse por su experiencia o adquisición
de conocimiento), pero también se deja seducir por la potencia del lugar y
la población que lo acogen, instancias que parecen irradiar un campo mag-
nético (la hospitalidad es en este sentido un atractivo instaurado socialmen-
te). Los antropólogos han trabajado extensamente la idea de que la potencia
de una sociedad es casi siempre de origen externo, de ahí que ciertas cultu-
ras hayan asociado muchas veces a los extranjeros con la imagen o poten-
cia divina (sabido es el papel bien determinante que esta asociación tuvo, por
ejemplo, en la conquista de México por Hernán Cortés, o asimismo James
Cook, quien fuera primero elevado a rango divino por los hawaianos y más
tarde asesinado). Aquí la llegada de un viajero confluye con la dimensión
sacra de una sociedad determinada, o mejor, con su economía sagrada66. En
las sociedades modernas, en cambio, se establece la identidad del viajero a
través de su interrogatorio, suerte de prueba o examen que se manifiesta de
muy diversas maneras. La existencia del documento que conocemos como
“Pasaporte” está asociada a este juego básico de reconocimiento del extran-
jero, ya sea para su aceptación, su reticencia o rechazo. Charles Darwin
describe en estos términos la diferencia entre los colonos de la Argentina y
África del Sur: “la diferencia entre el carácter de los españoles y los cam-
pesinos holandeses reside en que el primero no le hace nunca a su huésped
una pregunta fuera de las estrictas reglas de cortesía, mientras que el hones-
to holandés le pregunta dónde estuvo, adónde va, cuál es su ocupación y
aún cuántos hermanos, hermanas o hijos tiene”67.
Por último, la llegada del viajero, cualquiera que sea su tipo histórico o
su forma, coincide con el comienzo de la relación del viaje. En toda época
el viajero tuvo que estructurar una narrativa (escrita, pictórica u oral) de los
lugares que visitó y la gente que conoció. La literatura de viajes precede al
viaje y lo prolonga en todas sus formas. “El viaje es primero imaginado”,
afirma Amirou, “nadie partió nunca para descubrir lo desconocido absolu-
to. Incluso Cristóbal Colón creía dirigirse hacia las Indias. Cuanto más aven-
turado es el viaje, más grande es el trabajo de imaginación realizado antes

66 Arnold Van Gennep, Les rites de Passage, Étude systématique des rites, París, Éditions Picard,
1991, y Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures, Nueva York, Basic Books, 1973.
67 Charles Darwin, Viaje de un naturalista alrededor del mundo, Madrid, Akal, 1983, vol. II,

cap. XXI.

60
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de la partida: más que descubrimiento, el viaje es la prolongación de un


sueño, la promesa de cambiar literariamente el mundo, la promesa de vol-
ver a nacer”68. Y si bien el criterio literario y social de lo que debía ser narra-
do ha cambiado a lo largo de los siglos, subsiste siempre un componente fan-
tástico que permanece irreductible. Desde luego, la principal intencionalidad
del relato de viajes está puesta en la “veracidad”. La literatura de viajes, en
cuanto género bastardo, tiene la particularidad de situarse entre dos mun-
dos escriturales que funcionan ya en arreglo al “criterio de ficcionalidad”
como la literatura, o al “criterio de veracidad” como la historia69. Pues la lite-
ratura de viajes es indisociable del emprendimiento mismo del viaje. “¿Qué
sería en efecto del viaje sin un libro que avive su llama –se pregunta Michel
Le Bris– y prolongue su huella, sin el murmullo de todos esos libros que
nos guían y que leímos antes de lanzarnos al camino? (…) Un lugar, un
texto y la mirada cruzada de un(a) desconocido(a) al otro extremo del mun-
do: quizá en el viaje se juegue el retorno a una verdad ya demasiado olvida-
da por la literatura: escribir es siempre irse”70.

4. LA INFLEXIÓN ERÓTICA DEL VIAJE

Hemos señalado más arriba que, según Levi-Strauss, las mujeres son obje-
to de intercambio entre los hombres y constituyen, a este fin, una suerte de pre-
ciado botín de guerra con la ocasión de los saqueos, invasiones, etc. Por ejem-
plo, en la campaña que lleva a Alejandro Magno del Mar Negro hasta el Nilo,
Diodoro describe el extenuante sitio de Tiro, que duró desde enero a agosto
del 332 a.c.: “Excepto algunos pocos, fueron todos masacrados empuñando las
armas. Eran más de siete mil. El rey redujo y esclavizó a las mujeres y los
niños”71. Estrabón menciona hasta el hartazgo numerosos actos de piratería
en los que las mujeres son parte del botín. Homero narra en forma reiterada
las exacciones de los compañeros de aventura de Ulises en Egipto, especial-
mente en el canto XIV (252-258, 285-286) de La Odisea. Las mujeres son obje-
to de intercambios varios que establecen el vínculo entre los hombres.

68 Rachid Amirou, op. cit., pp. 49-50.


69
Esta ambivalencia también puede aplicarse a otro género secundario: el autobiográfico. Cf.
Walter Mignolo, “Ficcionalización del discurso historiográfico”, in Saúl Sosnowski (comp.), Augus-
to Roa Bastos y la producción cultural americana, Buenos Aires, Ediciones de la Flor / Folios Edi-
ciones, 1989, pp. 197-209.
70 Michel Le Bris, Fragments du royaume, in Alain Borer (éd.), Pour une littérature voyageuse,

Bruselas, Complexe, 1992, p. 120.


71 Cf. Diodoro, XVII, 40-46, citado por André Bernand, op. cit., p. 243.

61
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También indicamos que el grado de aceptación o rechazo del viajero en


la llegada se relaciona con la estructura sexual de la sociedad a la que se rein-
tegra, pues suponíamos que el viajero participa de la circulación y distribu-
ción de mujeres argüída por Levi-Strauss. Son conocidas las prácticas de
“hospitalidad sexual” de ciertos pueblos –como los esquimales, algunas
culturas asiáticas o en pueblos melanesios–. También sabemos del rol sagra-
do que poseían las prostitutas de la antigüedad mesopotámica72, o en la cul-
tura clásica. Marco Polo describe la extraña costumbre de los habitantes de
la provincia de Camul, en la antigua ruta de la seda:

“En esta región, si un forastero se aloja en una casa, el jefe de familia se


alegra mucho y le pide a su mujer hacerle una fiesta y obedecerle en todo. Des-
pués deja su casa durante dos o tres días por asuntos varios, mientras que el extran-
jero se queda con su mujer, comparte con ella el lecho y pasan el tiempo ama-
blemente. Todos los hombres de esta región son así tratados por sus mujeres sin
avergonzarse y las mujeres son muy alegres y sensuales”73.

Podríamos multiplicar estos ejemplos. Y debemos destacar un hecho impor-


tante: hasta fecha muy reciente, la mujer es la gran ausente de la literatura
de viajes. La mujer sólo viajaba por la fuerza, cogida como prisionera o escla-
va, y muy raramente por voluntad propia. Las viajeras literarias ingresan a la
literatura de viajes a mediados del siglo XIX y de modo generalizado a comien-
zos del XX (recordemos a la trágica Isabelle Eberhardt, a la célebre Ale-
xandra David-Neel, o poco más tarde a Ella Maillart). A partir del siglo
XIX –y con el triunfo de la novela en Occidente–, los géneros reservados para
las mujeres eran la poesía, el diario íntimo, la literatura de viaje (que a menu-
do venía asociado al diario íntimo) y en menor medida, el cuento fantásti-
co. Esta irrupción fulgurante de la mujer en la literatura de viajes Pierre Rajot-
te la calificó “escribir fuera de la casa paterna” 74.
Históricamente, el hombre se asoció con la movilidad nómada y la mujer
con la fijación sedentaria. En esta división hay, sin embargo, una precisa
distribución del trabajo: el hombre construye la casa donde vive la mujer, y
la mujer introduce a los extranjeros –futuros cónyuges de sus hijos– en la
familia. La mujer está presente (de forma evidente o tácita) tanto en la par-
tida como el llegada. La sensualidad del viaje acecha en la despedida del hom-

72 Jean Bottero, “L’amour libre et ses désavantages”, en Mésopotamie. L’écriture, la raison et

les dieux, París, Gallimard, 1987, pp. 335-359.


73 Marco Polo, Il Milione, Milán, Bompiani, 1990, LIX, p. 100.
74 Pierre Rajotte, Anne-Marie Carle y François Couture, “Le récit de voyageuses: écrire hors de la mai-

son du père”, en Le récit de voyage. Aux frontières du littéraire, Montreal, Triptyque, 1997, pp. 177-207.

62
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bre y en el posterior reencuentro con su (o la) mujer, según el modelo tradi-


cional forjado por Homero “En realidad –dice Bernand–, los maridos, en la
antigüedad griega, deseaban que su mujer tuviese la docilidad y sensatez de
Penélope (…) Incluso en plena época clásica el ideal homérico y la imagen
de Penélope se impusieron” 75. Este modelo era el de la castidad o fidelidad
femenina. Este ideal de castidad de las mujeres (a buen seguro idealizada)
formaba parte de una técnica de inclusión/exclusión del viajero o del pre-
tendiente para integrarse al nuevo grupo tras su llegada. La mujer, una vez
más, aparece vinculada a una tarea reproductiva y era ella quien decidía sobre
la incorporación o no del recién llegado.
Tanto si se trata de viajes de conquista como de exploración, comercio
o placer, el viaje estuvo mayormente reservado al hombre. Muchos viajes
lo son de “hombres jóvenes sin vínculo, libres, que buscan una casa, una casa
que está invariablemente asociada a la mediación femenina” 76. El rústico
Enkidú, que vagaba por los bosques como un salvaje, se civiliza (sedentari-
za) en Uruk cuando Gilgamesh le ordena a Shangashu –el cazador– que
procure al salvaje los sedativos encantos de una cortesana, una lasciva mujer
del templo del amor, para que “sacie contigo su codicia amorosa”77, tras lo
cual Enkidú se convierte en un hombre. Si la partida y la llegada son impo-
sibles de concebir sin una figura femenina, el tránsito, al contrario, es el terre-
no de predilección masculina. La sensualidad que se instaura en este siste-
ma de partidas, tránsitos y llegadas, tiene tanto que ver con las incertezas
del reencuentro como con las angustias de una nueva partida. El hombre defi-
ne su propia identidad en el viaje, se autorealiza y, opuestamente, la mujer
lo hace respecto al lugar, la casa y la tierra natal. La inmovilidad de las
mujeres habla del carácter de objetos de intercambio que poseían, objetos
mobiliarios de los que los hombres se apropiaban como si fuese una mercan-
cía, motivado por la guerra o el saqueo. Asociada al lugar, la mujer se arro-
ga el derecho de aprobar o rechazar la entrada de un hombre en la familia o
en el grupo. En las culturas donde impera la hospitalidad sexual, el intercam-
bio genital tiene como objetivo incorporar al viajero en el grupo, una mane-
ra de extraer su potencia, su argé o maná (el maná del viajero puede ser la
potencia mítica encerrada en su esperma, como también puede revestir una
forma meramente monetaria). En otras ocasiones, en culturas donde la vir-
ginidad no representaba una virtud sino un problema –en que el himen y su

76 André
Bernand, op. cit., pp. 41 y 44. Y prosigue el autor en la página 45: “los hombres hablaban
a su madre o su mujer como lo hizo Telémaco enviando a su madre a realizar trabajos domésticos”.
76 Eric Leed, La mente…, op. cit., p. 116.
77 Cantar de Gilgamesh, edición de Lara Peinado, op. cit., pp. 13-15.

63
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sangre encarnaba un peligro temerario–, el extranjero era utilizado para


desflorar a las vírgenes.
Si bien en el Occidente contemporáneo ya no existe un tabú relativo al
viaje femenino, no por esto se han desvanecido todas las reticencias. Inclu-
so muchas mujeres consideran que es extremadamente difícil desplazarse
solas en ciertos países sin la compañía “protectora” de un hombre. Bajo
formas menos codificadas que en el pasado, el erotismo relativo a la parti-
da y la llegada sigue estando vigente. Sólo ocurre que con la banalización del
viaje, el poder inaugural e iniciático del viaje es menos fuerte que antaño.

5. EPÍLOGO, ALEGATO

La lógica turística impuso una conformidad y consenso básico que igua-


la –pero también democratiza– la común experiencia del viaje. Sin embar-
go, siempre queda y quedará espacio en la insondable espesura humana
para hacer posible viajes fuera del molde turístico o ajenos a la lógica de la
performance. Viajar es realizar la experiencia de vivir temporalidades dife-
rentes. El poder mágico del extranjero sigue intacto, aunque haya adoptado
otras formas y otros ropajes. Sólo han cambiado los ritos. El más profundo
sentido del viaje, asociar aquello culturalmente disociado mediante el encuen-
tro o frecuentación del extranjero, está inscrito en la naturaleza humana. Nues-
tra más firme convicción es que el viaje es la representación del destino del
hombre: el viaje es muerte, renacimiento, aprendizaje, ceguera, lucidez,
alegría, sufrimiento, expatriación e identidad. Después de que nuestros ante-
pasados salieran de las desiertas planicies de Kenya para dispersarse por
los cinco continentes, esta es una de sus dimensiones antropológicas esen-
ciales. El despojamiento errático del viaje contemporáneo, concebido como
la más acabada expresión de la libertad individual, lo expone de modo mini-
malista Nicolás Bouvier:

“Finalmente, lo que constituye la osatura de la existencia, no es ni la familia,


ni la carrera, ni lo que dirán o pensarán de uno los otros, sino algunos instantes
de este tipo, animados por una levitación aún más serena que la del amor, y que
la vida nos propicia con una parsimonia a la medida de nuestro débil corazón”78.

Hoy día ya no hay más geografía que explorar, ningún lago o montaña
que descubrir, ningún río que bautizar. ¿Cómo seguir escribiendo literatura

78
Nicolas Bouvier, L’usage du monde, París, Payot, 1992, p. 104.

64
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de viajes cuando ya no existen más razones etnológicas, geográficas o polí-


ticas que la avalen? El viaje es una excusa para el viaje interior y la dimen-
sión iniciática reside en la exploración humana. El escritor viajero se presen-
ta como una respuesta radical al turismo de masas. Nos recuerda que la expe-
riencia de la colectividad es una vivencia individual y el individuo una cre-
ación colectiva. Por eso el escritor viajero se postula como una categoría al
margen de la literatura oficial –aquella de las grandes antologías e historias
de la literatura– y acepta sin remilgos la etiqueta de subgénero para sus obras.
La cadencia del desplazamiento pauta la respiración de la narración, el encuen-
tro marca la escritura. Michel Le Bris nos recuerda que

“si existe un ‘secreto’ del viaje (y de la literatura), si algo se juega en el


fluido espacio de la errancia, es quizá esto: ese punto de reversibilidad entre lo
Mismo y lo Otro, lo interior y lo exterior, tan difícil de pensar, pero tan viva-
mente violento que siempre nos llama y nos precipita indefinidamente por los
caminos y en los libros” 79.

También Alberto Manguel ha destacado cuán importante es la protección


del libro para el lector nómada y viajero: “La combinación de la cama y del
libro me procuraba una especie de hogar en donde poder regresar noche
tras noche, bajo cualquier cielo”80. Nos habla de la lectura como hogar, el
universo de la lectura como heimat del hombre libre de espíritu. Cada libro
es una incitación al nomadismo intelectual. Un libro, escrito o leído, es una
patria. Nos resguarda de la desolación, nos mantiene al abrigo en la intem-
perie, nos cobija de aquellos sinsabores que el viaje también posee. Escri-
bir, leer y viajar están secretamente vinculados. Y por esa intimidad, la lite-
ratura de viajes jamás perecerá.

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79
Michel Le Bris, op. cit., pp. 121-122.
80 Alberto
Manguel, Une histoire de la lecture, Arles, Actes Sud, 1998, p. 185.

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66
03.cap02 parte 01 28/8/06 13:05 Página 67

LOS «LIBROS DE VIAJES» COMO GÉNERO LITERARIO


Luis Alburquerque, Instituto de la Lengua española, CSIC

Aparentemente, el rótulo “literatura de viajes” parece una categoría


suficientemente clara como para no necesitar mayores precisiones. Una
reflexión más atenta, empero, nos sitúa ante una serie literaria cuya deli-
mitación entraña más dificultades de las que a primera vista podríamos
sospechar. Bajo la entrada “literatura de viajes” encontramos hoy en manua-
les y diccionarios de literatura o de términos literarios abundantes defi-
niciones, otrora ausentes1, que nos sitúan ante un género hasta hace poco
tiempo desatendido. El Diccionario de términos literarios de Estébanez
Calderón recoge en su entrada correspondiente la siguiente definición:
“Expresión con la que se designa un subgénero literario que en sus diver-
sas modalidades (libros de viajes, crónicas de descubrimientos y de explo-
ración, itinerarios de peregrinos, cartas de viajeros, relaciones, diarios a
bordo, novelas de viaje, etc.) es un elemento recurrente en la manifesta-
ción cultural de distintas épocas y países”2. Otro diccionario más recien-
te define los “libros de viajes” como “género narrativo que engloba muy
variadas manifestaciones (novelas, diarios, crónicas...) en las que escri-

1 Está ausente esta entrada de diccionarios tan conocidos como el de M. H. Abrams, A glossary

of Literary terms, New York, Holt, Rinehart and Winston, Inc., 19713; o el más conocido, entre noso-
tros, de ámbito hispánico de Fernando Lázaro Carreter, Diccionario de términos filológicos, Madrid,
Gredos, 19683. (Apud Antonio Regales Serna, “Para una crítica de la categoría «literatura de via-
jes»”, Castilla, Universidad de Valladolid, 5, 1983, pp. 63-85).
2 Demetrio Estébanez Calderón, Diccionario de términos literarios, Madrid, Alianza, 1996, pp.

1078-1079.

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03.cap02 parte 01 28/8/06 13:05 Página 68

tores de oficio u ocasionales relatan sus experiencias viajeras. El género


está en las raíces de la más antigua literatura, si se considera que en epo-
peyas como la Odisea, de Homero, los viajes de Ulises constituyen uno
de los motivos temáticos esenciales”3.

BREVE RECORRIDO HISTÓRICO

El viaje como tema se expande, como veíamos, por la literatura de fic-


ción de diversas épocas y culturas. En la literatura grecolatina destacan, sobre
todo, la Odisea, de Homero; la Historia de Leucipa y Clitofonte, de Aquiles
Tacio; La Historia etiópica de Teágenes y Cariclea, de Heliodoro; Dafnis y
Cloe, de Longo; El asno de oro, de Apuleyo, etc. También lo encontramos
en la historiografía de la antigua Grecia, como en Herodoto (s. V a.C.), que
recorre diversos países de Asia, de África y de Europa, o Jenofonte (s. IV
a.C.) quien relata en la Anábasis sus expediciones militares, o también Pto-
lomeo (s. II), a quien sus viajes le proporcionan la base para la elaboración,
en su Geografía, de mapas que incluyen la descripción y localización de
países, mares, ríos, etc.
En la literatura medieval, “el viaje” reaparece en el Libro de Marco Polo
(s. XIII), en los Cuentos de Canterbury de Chaucer en el siglo XV (cuyo
“marco” del relato es una peregrinación) y, en España, en el Libro de Alexan-
dre, el Libro de Apolonio y La Estoria de Tebas, los tres del siglo XIII. Está
presente también en las novelas de caballerías (El caballero Zifar, el Ama-
dís de Gaula, por citar sólo dos de las más importantes del s. XIV). Y tam-
bién en libros que, en ocasiones, encontramos cobijados en el apartado de
historia. Nos referimos a la Embajada a Tamorlán, de Ruy González de
Clavijo, Las Andanças e viajes, de Pero Tafur y El Victorial o Crónica de don
Pero Niño, de Gutiérrez Díez de Games, las tres pertenecientes al siglo XV.
Y todo esto si exceptuamos La Fazienda de Ultramar, una especie de guía
para peregrinos escrita en el siglo XIII.
Destacan en el Renacimiento los relatos de viajes de los grandes des-
cubridores: las Cartas de Colón a los Reyes Católicos (1493) y su Dia-
rio y relaciones de viaje (1503), así como también las Cartas de rela-
ción, de Hernán Cortés y los Naufragios, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca,
entre otros.

3
Ana María Platas Tasende, Diccionario de términos literarios, Madrid, Espasa Calpe, 2000, p. 889.

68
03.cap02 parte 01 28/8/06 13:05 Página 69

En los siglos de oro, el viaje es un elemento importante, como en el Via-


je de Turquía, atribuido a A. Laguna; en la novela picaresca, por ejemplo, el
Lazarillo; en la de aventuras, la Vida del capitán Alonso de Contreras (ca.
1630); en la bizantina, el Persiles y Sigismunda, de Cervantes, etc4.
En los siglos XVIII y XIX se produce en diversas literaturas europeas
una gran floración de relatos de viaje, entre los que cabe citar Las Cartas
persas de Montesquieu (1721), Los Viajes de Gulliver de J. Swift (1726), Cán-
dido de Voltaire (1759), Robinson Crusoe de D. Defoe (1819-1820), La vuel-
ta al mundo en ochenta días de J. Verne (1783), La isla del tesoro de R. L. Ste-
venson (1893), etc. Y en nuestra literatura, el Viage de España (1772-1794)
de Antonio Ponz; Las cartas del Viaje de Asturias de Jovellanos, así como
sus Diarios (1790-1810); De Madrid a Nápoles (1861), de Pedro Antonio de
Alarcón; Recuerdos de Viaje por Francia y Bélgica (1862), de Mesoneros
Romanos; Cuarenta leguas por Cantabria (1879), de Pérez Galdós; Por Fran-
cia y por Alemania (1889), de Emilia Pardo Bazán, entre muchos otros.
Y en el XX, por ceñirnos sólo a España, recordamos a Miguel de Una-
muno, Por tierras de Portugal y España (1911); Vicente Blasco Ibáñez, La
vuelta al mundo de un novelista (1927); Camilo José Cela, Viaje a la Alca-
rria (1948), Del Miño al Bidasoa (1952); Judíos, moros y cristianos (1956);
Viaje al Pirineo de Lérida (1965); Víctor de la Serna, Nuevo viaje a España.
La ruta de los foramontanos (1955); Miguel Delibes, Un novelista descubre
América (1956), Europa parada y fonda (1963), Usa y yo (1966); Juan Goy-
tisolo, Campos de Níjar (1960); Juan Benet, Un viaje de invierno (1972), Julio
Llamazares, El río del olvido (1990); José María Merino, El viajero perdido
(1990), por citar sólo algunos ejemplos como botón de muestra.

DELIMITACIÓN DEL GÉNERO “RELATO DE VIAJES”

De lo dicho hasta ahora se extrae como consecuencia inmediata algo


muy evidente, y es que todas las grandes obras de la literatura universal
son, de una manera u otra, “libros de viajes”: La Odisea, La Eneida, La
Divina comedia, El Quijote, El Lazarillo, El Ulises de Joyce... Es paten-

4
No sólo se escribía abundante literatura de viajes en esta época, sino que los libros de viajes medie-
vales tuvieron una presencia intensa durante los siglos XVI y XVII. Vid. Barry Taylor, “Los Libros de
Viajes en la Edad Media Hispánica: Bibliografía y Recepción”, en Actas do IV Congresso da Associação
Hispânica de Literatura Medieval (1991), vol. I, Lisboa, Cosmos, 1993, pp. 57-70. Sobre los relatos
de viaje durante los siglos XVI y XVII se puede consultar también mi artículo “Consideraciones acer-
ca del género «relato de viajes» en la literatura del Siglo de Oro”, en Carlos Mata y Miguel Zugasti
(eds.), El Siglo de Oro en el nuevo milenio, Pamplona, Eunsa, 2005, tomo I, pp. 129-141.

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te que muchos héroes se alzan como tales y adquieren densidad perso-


nal a través de los viajes.
Esta afirmación requiere, por tanto, algunas precisiones que nos ayu-
den a discriminar en el gigantesco corpus de obras que se nos ofrece a
la vista, qué se entiende cuando decimos que tal o cual libro es un
“relato/libro de viajes” y no una epopeya o una novela de aventuras,
pongamos por caso.
Cualquier lector, incluso no avezado, es consciente de que no hablamos
de lo mismo en el caso de la Odisea o de Los Viajes de Gulliver, que cuan-
do nos referimos a La Embajada a Tamorlán, de González de Clavijo o De
Madrid a Nápoles, de Pedro Antonio de Alarcón. En el primer caso esta-
mos ante dos libros indiscutibles dentro del canon literario, una epopeya y
una novela de aventuras, respectivamente; en el segundo, deberíamos des-
pejar la sombra de duda que se cierne sobre esta clase de textos que osten-
tan una apariencia, si nos dejamos guiar sólo por el título, más informativa
y documental que estrictamente literaria.
Una lectura más detenida de los mismos nos confirma que los aspectos
“literarios” rebasan los límites de lo estrictamente convencional. Se advier-
te con nitidez, además, una estructura típicamente narrativa, a la que nos refe-
riremos más adelante. Cabe pensar que este tipo de libros (“relatos de viajes”)
se pueden configurar con unas características propias que lo diferencian de
otros textos limítrofes con los que comparte (y de los que, a su vez, se apar-
ta en), algunos rasgos y aspectos.
Es evidente que nos enfrentamos con un tipo especial de textos, pecu-
liares por su forma, que privilegian al mismo nivel dos funciones del dis-
curso: la representativa y la poética5. Por un lado, son libros de carácter docu-
mental, cuyas referencias geográficas, históricas y culturales envuelven de
tal manera el texto que determinan y condicionan su interpretación; pero a
la vez, su carga literaria es indiscutible (con mayor o menor intensidad, según
los casos). Es decir, responden a unas reglas de “extrañamiento” (“figuras”
y “licencias”) que los apartan de la lengua común o, al menos, del puro
dato histórico, para llamar la atención también sobre el mensaje mismo6.
Una cita del prólogo de Camilo José Cela a su libro de viajes Judíos, moros
y cristianos, nos puede servir de pauta en este sentido:

5
Sofía Carrizo Rueda en su libro Poética del relato de viajes (Kassel, Edition Reichenberger, Pro-
blemata literaria 37, 1997, p. 2), se refiere a la constitución bifronte de estos textos.
6 Sobre la posibilidad de estos discursos ambiguos, véase Miguel Ángel Garrido Gallardo, “Prag-

mática literaria: las columnas de Francisco Umbral”, en La Musa de la Retórica. Problemas y méto-
dos de la ciencia de la literatura, Madrid, CSIC, 1994, pp. 214-229.

70
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“En este libro no aparecerán demasiados datos, porque este libro no es una tesis
doctoral, sino más bien todo lo contrario, pero a los pocos que figuran en él, el vaga-
bundo procurará darles una mínima garantía de validez, y, si en alguno se equivo-
ca, será bien a su pesar. Los datos se olvidan con facilidad y, además, están apun-
tados en multitud de libros. Lo que el vagabundo imagina que podrá valer de algo
al caminante de Castilla la Vieja que le haga la merced de llevar este libro en la male-
ta –o al sedentario lector que prefiera la Castilla la Vieja desde su butaca, al lado
de la chimenea- es que se le sirva, en vez del dato, el color: en lugar de la cita, el
sabor, y a cambio de la ficha, el olor del país: de su cielo, de su tierra, de sus hom-
bres y sus mujeres, de su cocina, de su bodega, de sus costumbres, de su historia,
incluso de sus manías. En todo caso, el dato, la cita y la ficha, cuando aparezcan,
estarán siempre al servicio del impreciso y tumultuoso “aire” de Castilla”7.

Es claro que el tipo de textos pertenecientes a la epopeya o a los libros de aven-


turas están lejos de pertenecer a la misma categoría que los “libros/relatos de
viajes” propiamente dichos, aunque ambos participen en mayor o menor medi-
da del carácter más general del viaje como tema o motivo literario8. Así, cualquier
libro, no importa de qué género se trate (ya sea una epopeya, una comedia, una
novela o un relato breve) en cuyo esquema narrativo intervenga un viaje, bien
en forma de travesía, singladura, expedición o peregrinación, es un texto que cual-
quier lector clasificaría, sin duda, en el apartado amplio de “literatura de viajes”.
No todo lo clasificable, empero, dentro de este apartado general se encua-
dra sin más dentro del género “libro o relato de viajes”. Existe entre ambos
una relación de inclusión: si bien todo “libro de viajes” se enmarca dentro del
ámbito general de la “literatura de viajes”; evidentemente, no toda “literatura de
viajes” se puede considerar con propiedad un “relato de viajes”. Al término gene-
ral se adscriben obras en las que el viaje sirve de marco, motivo u ocasión, no
siendo su elemento constitutivo básico. La “literatura de viajes” va reducien-
do, pues, el campo impreciso del viaje hasta una frontera, la de los “libros de
viajes”, en que aquél se convierte en el tema propio del relato. El tema del via-
je se alza, pues, dentro del relato de forma exclusiva o, al menos, excluyente,
ya que los restantes asuntos que tienen cabida también en este género, dejan
paso al del “viaje” como articulador principal y básico de toda la trama.

7 Camilo José Cela, Judíos, moros y cristianos, Barcelona, Destinolibro, 19894, p. 14. Sobre
este libro de Camilo José Cela en relación con los ‘relatos de viaje’ puede verse Luis Alburquerque,
«A propósito de Judíos, moros y cristianos»: el género ‘relato de viajes’ en Camilo José Cela, Revis-
ta de Literatura, LXVI, nº132, 2004, pp. 503-523.
8 La distinción entre “literatura de viajes” y “libros de viajes” es mantenida también por Villar

Dégano, aunque con fines distintos, pues considera los segundos como paraliteratura. El hecho de
no encajar dentro de los géneros tradicionales debido a su carácter peculiar y fronterizo no implica, a
nuestro modo de ver, que se haya de considerar dentro del sistema paraliterario. Cfr. Juan Felipe
Villar Dégano, “Paraliteratura y libros de viajes”, Compás de Letras, 7, Madrid, Servicio de publica-
ciones de la UCM, 1995, pp. 15-32.

71
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La dificultad mayor estriba, quizá, en la confluencia de este género con otros


también (llamémosles) fronterizos cuyos contornos resultan más difíciles de
precisar. Se trata de aquellos géneros, como la “biografía” o la “crónica”, con
los que comparte la misma importancia de las dos funciones, la representativa
y la poética, antes aludidas. El interés primordial de estas obras por aportar datos
documentales e históricos se envuelve con el excipiente de unos rasgos de
estilo que las dignifican literariamente. Así pues, delimitar el terreno del “libro
de viajes” del de la “crónica” y la “biografía” entraña unos problemas de los que
nos ocuparemos más adelante.
En definitiva, se trata de fijar los límites, en ocasiones imprecisos y, a
veces, fluctuantes que nos permitan marcar los confines de estos “relatos
de viajes”. Sin duda, debido a la no preeminencia de ninguna de las dos
funciones señaladas, no ha recibido este tipo de textos por parte de la críti-
ca la atención que merecían. Durante mucho tiempo han sido considerados
como libros de un innegable interés histórico-documental, pero de escaso o
nulo valor artístico-literario, con el consiguiente desinterés y preterición de
la crítica y de las historias de la literatura9. En el estudio ya citado anterior-
mente, Carrizo Rueda señala la incuria en que han caído estos relatos y subra-
ya las propuestas de otros autores en este sentido, preconizando una poética
propia para este tipo de textos10.

9 Algunas, ponderan la importancia que tuvieron estos libros en la Edad Media, pero incluso esta

afirmación no se corresponde con el insuficiente espacio que se les dedica en el conjunto de las obras
de esta época: “No nos cabe la menor duda acerca del atractivo que las narraciones de esta índole
ejercieron sobre el público español [...]. El impulso que motivó tales obras y su demanda por parte del
público se prolongaron, pues, hasta el período del descubrimiento y conquista de América”. (Alan D.
Deyermond, Historia de la literatura española. La Edad Media, Barcelona, Ariel, 1991, pp. 277-278).
Otros manuales más recientes se hacen eco del interés suscitado por estos libros. Albergan más infor-
mación y acogen las propuestas de su revitalización como género específico: “un género que traspasa
las fronteras del medievo para instalarse en productos textuales que desde el siglo XVI llegan hasta la
novela actual” (Fernando Gómez Redondo, Historia de la prosa medieval castellana. II. El desarrollo
de los géneros. La ficción caballeresca y el orden religioso, Madrid, Cátedra, 1999, pp. 1824-1825).
10 Sofía Carrizo Rueda, Poética del relato de viajes, op.cit., passim. Hay también otros autores

de ámbito anglosajón que reclaman desde hace tiempo un estudio de la poética de estos textos que
esté más acorde con su importancia. Entresacamos una de las muchas referencias que Percy G.
Adams hace al respecto: “John Tallmadge, in “Voyaging and the literary Imagination” (1979), using
the term “poetics” invoking Demetz, Champigny, Barthes, and structuralists in general, has indeed
approached what he calls the “literature of exploration” with certain critical methods comparable to
those employed for fiction and poetry. Like Swift and Fielding, Tallmadge places the literature of explo-
ration as a “genre” under history and suggests that it can be predominantly imaginative, primarily
historical, or simply documentary, the first being most, the third least, personal. Best of all, he sug-
gests the need to study not just the observations, reflections, and historical reporting of this literatu-
re but also its imagery, its rhetoric, its narrator, who is, he says, the protagonist or a companion, and
the “plot”, which he insists must not be invented”. (Percy G. Adams, Travel literature and the evolu-
tion of the novel, Michigan, The University Press of Kentucky, 1983, p. 162).

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LOS “RELATOS DE VIAJES” MEDIEVALES

Si bien todas las épocas han manifestado de una manera u otra su


interés por los “libros de viajes”, es en la Edad Media donde han fijado
especialmente la atención los estudiosos para perfilar su marco propio,
es decir, su poética11.
López Estrada ha reparado con insistencia en estos textos medievales12.
En 1943 publicó una edición de la Embajada a Tamorlán13, uno de los tex-
tos más característicos del género en la Edad Media14, protagonizada por fray
Alonso Paez de Santamaría, Gómez de Salazar y Ruy González de Clavijo,
quien con toda probabilidad fue el redactor del libro. En un artículo de 1984
reivindicó la importancia de esta casi postergada obra medieval:

“la obra en cuestión no ocupa el lugar que merece ni en la Historia política


de España ni en nuestra Literatura; en la primera porque se trata de una empre-
sa que apenas obtuvo resultado trascendente alguno y en la segunda porque su
contenido se encuentra enmarcado en un género, el de los libros de viajes, que
se sitúa entre las modalidades menos “poéticas” (en el sentido de creadoras).
Sin embargo la obra merece una consideración adecuada y, sobre todo, ha de
ser tenida en cuenta entre los libros que prepararon, al menos en España, el espí-

11 Aparte de los artículos que comentamos, conviene señalar además por su importancia el de

Franco Meregalli, Cronisti e viaggiatori castigliani del Quatrocento, Milán, 1957 y el de Joaquín Rubio
Tovar, Libros españoles de viajes medievales, Madrid, Taurus, 1986. Bárbara Fick ofrece un panora-
ma global del género en su estudio El libro de viajes en la España medieval, Santiago de Chile, Edi-
torial Universidad, 1976. También el artículo ya citado de Antonio Regales Serna “Para una crítica
de la categoría «literatura de viajes»”, que centra su estudio en ejemplos tomados fundamentalmente
de la literatura alemana. Y para una visión panorámica con ejemplificaciones procedentes sobre todo
de la literatura anglosajona y francesa, conviene ver el libro antes mencionado de Percy G. Adams,
Travel Literature and the evolution of the novel, especialmente pp. 38-80.
12 Libro del conosçimiento de todos los reynos e tierras e señorios que son por el mundo e de

las señales e armas que han cada tierra e señorio por sy e de los reyes e señores que los proveen, escri-
to por un franciscano español a mediados del siglo XIV y publicado por primera vez por Marcos
Jiménez de la Espada, en Madrid, en 1877. López Estrada reproduce aquel mismo texto, con una
presentación, (Barcelona, Ediciones El Albir, 1980). Una edición de la obra Andanças e viajes por
diversas partes del mundo avidos (1435-1439), de Pero Tafur (1454) fue editada también por Marcos
Jiménez de la Espada en 1874. Esta misma edición con el estudio de J. Vives y una presentación de
López Estrada se publicó en Barcelona, Ediciones El Albir, 1982.
13 Fue editado por Argote de Molina en Sevilla en 1582 y reimpresa en Madrid en 1782. Conta-

mos con la edición de Francisco López Estrada, Madrid, CSIC, 1943, que ha reeditado con prólogo,
notas, índices y bibliografía actualizada (Madrid, Castalia, 1999). Se pueden consultar más datos en
Miguel Ángel Pérez Priego, “Estudio literario de los libros de viajes medievales”, Madrid, Epos, 1,
1984, p. 218, n. 4.
14 Se narra el viaje realizado por el autor en 1403, enviado por el monarca castellano Enrique III

al emperador mongol Tamerlán el Grande, con el fin de unir fuerzas para mantener alejada la amena-
za turca. Clavijo, cabeza visible de la embajada, invirtió tres años en el viaje. Desde su retorno hasta
la fecha de su muerte, en 1412, escribió una relación completa de la embajada donde narra los hechos
y describe, con escrupuloso detalle, todo lo relacionado con la misión encomendada.

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ritu aventurero que luego fue necesario para el descubrimiento del Nuevo Mun-
do y hasta es posible que fuese un texto que se hallase entre los que sirvieron para
proyectar y discutir la empresa de Colón”15.

Señala el autor los aspectos más importantes del texto en un triple plano
que utiliza como primer intento de clasificación. Serían los siguientes:

1.- El texto articula los datos temporales y los topónimos de lugares reco-
rridos, con sus distancias, como si se tratara de un itinerario. Se refiere el
día de la semana, la fecha e, incluso, la hora (según la cuenta medieval). Se
utiliza un patrón al uso de los restantes “libros de viajes” de la época.
2.- Se nos ofrecen las descripciones de los lugares, con sus poblacio-
nes, según la manera de las relaciones. Las numerosas descripciones de
la Embajada siguen el esquema que proporcionaba la retórica clásica a tra-
vés, sobre todo, de la figura conocida como evidentia16, cuyo propósito
es ofrecer una imagen creíble de las cosas, como si pareciera que se ofre-
ce a los lectores u oyentes la misma cosa ante la vista. La variedad más
frecuentada de esta figura por estos “libros de viajes”, la denominada topo-
grafía, que hace referencia a la descripción de los lugares físicos o paisa-
jes y a la forma especial de la descripción, denominada hipotiposis, o
presentación viva y pormenorizada de un personaje, objeto o paisaje, son
utilizadas con prodigalidad en el texto. Dependiendo de la importancia del
lugar, se dedicará más o menos espacio a la descripción. Más adelante vol-
veremos sobre esta cuestión aquí apuntada.
3.- Se nos dan noticias políticas sobre el gobierno de Tamorlán y sus minis-
tros, establecidas por un patrón de información oída. Posee también el libro
un caudal importante de datos sobre el emperador asiático que vienen enun-
ciados esquemáticamente en la cabeza de la obra y se corresponden con las
noticias que figuran en el cuerpo del libro.
A estos planos del contenido se añade un aspecto nuevo vinculado a
la condición literaria de la obra: se trata del discurso en primera persona
que organiza el relato, de acuerdo bien con los propios criterios del autor-
narrador o bien con los criterios, como es el caso, que le han sido enco-
mendados por una instancia superior. Sólo en ocasiones se utiliza la pri-
mera persona del plural, incluyendo así al grupo entero que formaba par-
te de la expedición real.

15
Francisco López Estrada, “Procedimientos narrativos en la Embajada a Tamorlán”, El Crota-
lón. Anuario de Filología Española, 1, Madrid, 1984, pp. 129-130.
16
Vid. Heinrich Lausberg, Manual de retórica literaria, Madrid, Gredos, 1966, II, párr.
810, pp. 224-227.

74
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También debemos a Miguel Ángel Pérez Priego una delimitación, a par-


tir de un corpus de siete obras17, de los rasgos artísticos que las definen y con-
figuran. Señala los siguientes:

1.- Articulación sobre el trazado y recorrido de un itinerario, que consti-


tuye la urdimbre o armazón básica del relato.
En definitiva, el narrador va enhebrando una tras otra ciudades y lugares
que, con mayor o menor detalle, se irán describiendo a lo largo del relato.
2.- Hay un orden cronológico, es decir, el narrador da cuenta, con más o
menos detalle, del desarrollo y de la historia del viaje. Cuanto más fiel sea
este orden cronológico a la realidad histórica, más se aproximará a la cróni-
ca. Cuanto más se distancie, más cerca estará de la novela.
3.- El orden espacial, no el tiempo, crea el verdadero orden narrativo, es
decir, la descripción de los lugares que se recorren y visitan. Las ciudades
se convierten, así, en el auténtico núcleo narrativo y su descripción respon-
de al esquema retórico del “de laudibus urbium”, tan difundido por toda la
Edad Media y que repite casi literalmente el esquema marcado por Quinti-
liano18, recogido por la tradición retórica posterior y sedimentado en casi
todos los manuales de preceptiva del siglo XVI19.
4.- Los mirabilia. Son aquellas digresiones que refieren hechos y cosas
extraordinarias, fabulosas y de carácter maravilloso que, arraigadas pro-
fundamente en la mentalidad del hombre medieval, formaban parte de su
imaginario colectivo. Su exotismo (bestiarios, lapidarios, cosmografías,
tesoros etc.), proveniente sobre todo de la cultura oriental, propiciaba su
inclusión en los “libros de viajes” como condimento casi necesario.
Hasta aquí la clasificación. Nos encontramos con uno de los prime-
ros intentos de formalización genérica de esta serie literaria que extiende

17 Su clasificación se basa en los siguientes “libros de viajes”: Libro del conosçimiento de todos

los reinos e tierras e señorios que son por el mundo, escrito hacia 1350 por un franciscano anónimo;
la Embajada a Tamorlán, realizada en 1403 y redactada por Ruy González de Clavijo; las Andanças
e viajes por diversas partes del mundo avidos, escrito hacia 1454 por Pero Tafur y el Libro del infan-
te don Pedro de Portugal, obra conocida sólo en versiones del siglo XVI, por lo que se refiere al
ámbito peninsular. También incluye las traducciones de libros como el de Marco Polo o el de Man-
deville (el Libro de las maravillas del mundo), que ejercieron una influencia decisiva en el desarrollo
del género (Miguel Ángel Pérez Priego, “Estudio literario de los libros de viajes medievales”, op.
cit. pp. 218-219).
18 Quintiliano, Marco Fabio, Institutionis oratoriae. Sobre la formación del orador (edición

bilingüe, traducción y comentarios de Alfonso Ortega Carmona), Salamanca, Universidad Pontificia /


Caja Salamanca y Soria, 1997, tomo I, libro III, cap. VII, 26, pp. 396-397.
19 Vid., por ejemplo, Elena Artaza, El ’ars narrandi’ en el siglo XVI español. Teoría y práctica,

Bilbao, Deusto, 1989 y Luis Alburquerque García, El arte de hablar en público. Seis retóricas famo-
sas, Madrid, Visor, 1995, pp. 61-69.

75
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sus consideraciones por vez primera a un corpus. Se trata pues, de un


texto pionero en el ámbito de referencia. Se dice textualmente:

“Creemos que puede interesar ya un estudio literario de estos libros de via-


jes y un análisis de los rasgos artísticos que los definen y configuran. Si este
análisis resulta válido, podremos contar con algún argumento más para instalar-
los definitivamente como categoría genérica y capítulo autónomo en el panora-
ma de nuestra prosa literaria medieval”20.

No se puede dejar de mencionar en este sentido la loable tarea de Richard21


de hacer una división de los “libros de viajes” según la intención que persi-
guen, distinguiendo de esta manera “libros piadosos de algunos peregri-
nos”, “libros con finalidades pragmáticas”, “noticias sobre expediciones”,
“informes de misioneros”, “de embajadores”, “los destinados a la historio-
grafía”, etc. La relación, amplia y variopinta, basada en la intención del
emisor presenta dificultades evidentes para una clasificación más precisa y
con perfiles más nítidos.

CARACTERIZACIÓN DEL GÉNERO “LIBROS DE VIAJES”. ASPECTOS FORMALES.

Para una caracterización del género, eso que para el autor se presen-
ta como horizonte de expectativas, para el lector como marca o pauta de
lo que se va a encontrar en el acto de lectura y para la sociedad como señal
que lo caracteriza desde el punto de vista literario22, debemos trascen-
der los aspectos meramente temáticos o de intención del emisor hacia
otros de índole formal, sin los cuales sería casi imposible avanzar una
hipótesis genérica.
Nos encontramos ante un tipo de relato23 en el que la narración se subor-
dina a la actividad descriptiva que, a su vez, se halla más directamente rela-
cionada con la función representativa, antes aludida.
Si la narración consiste en relatar con palabras sucesos que los seres
llevan a cabo, la descripción, por el contrario, trata de “pintar” con pala-

20 Miguel Ángel Pérez Priego, “Estudio literario de los libros de viajes medievales”, op. cit., p. 220.
21 Jean Richard, Les récits de voyages et de pèlerinages, Brépols, Turnhout, 1981.
22 Cfr. Miguel Ángel Garrido Gallardo, “Una vasta paráfrasis de Aristóteles”, en Teoría de los
géneros literarios, Madrid, Arco/Libros, 1988, p. 20.
23
Entendiendo por relato la clásica definición de Genette, “como representación de un aconte-
cimiento o de una serie de acontecimientos, reales o ficticios, por medio del lenguaje, y más particu-
larmente del lenguaje escrito” (Gérard Genette, “Fronteras del relato”, en AA.VV. Análisis estructu-
ral del relato, Buenos Aires, Editorial Tiempo Contemporáneo, 1970, pp. 193-208).

76
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bras, de manera que el receptor pueda ver mentalmente la realidad des-


crita. Así, la descripción se suele resumir en tres fases: observación, refle-
xión y expresión adecuada24.
La oposición narración/descripción responde a una antigua distinción
de la retórica clásica, recogida por Quintiliano y profusamente citada con
las oportunas adaptaciones en nuestros tratados de retórica del Siglo de Oro25.
La descripción aparece vinculada tanto con la figura de la descriptio como
con el recurso de la evidentia. De ésta, el autor de la Rhetorica ad Heren-
nium, por citar uno de los textos clásicos, nos dice que “expone las cosas de
forma tal que el asunto parece desarrollarse y los hechos pasar ante nues-
tros ojos [...] esta figura es de gran provecho al amplificar o despertar con-
miseración en un asunto narrativo de estas características. De hecho, nos pre-
senta toda la acción y casi nos la pone ante los ojos”26.
El predominio de la descripción sobre la narración sobresale en los tex-
tos medievales estudiados, se asienta en la producción literaria del siglo XVIII
y se enseñorea también de la narrativa del XIX, propiciado por la introduc-
ción de largos pasajes descriptivos en un género típicamente narrativo como
la novela. El siglo XIX, pues, es también fecundo, tanto o más que el XVIII
en este tipo de recursos y procedimientos del “relato de viajes”27.
Estamos frente a unos textos con un “relato narrativo-descriptivo” en el que
el segundo elemento –el descriptivo- actúa como configurador especial del dis-
curso. Aunque los estudios pioneros de narratología28 no le prestaron la aten-
ción suficiente, Genette, en su conocido estudio ya citado -publicado a fina-
les de los sesenta-, dedica un apartado a analizar la pareja de términos
narración/descripción, del que extraemos in extenso, el siguiente párrafo:

“Todo relato comporta, en efecto, aunque íntimamente mezcladas y en pro-


porciones muy variables, por una parte representaciones de acciones y de acon-
tecimientos que constituyen la narración propiamente dicha y, por otra parte, repre-
sentaciones de objetos o de personajes que constituyen lo que hoy se llama la
descripción [...] En principio es posible concebir textos puramente descriptivos

24
Para una definición y tipología de estas dos modalidades del discurso, véase Miriam Álvarez,
Tipos de escrito I: narración y descripción, Madrid, Arco/Libros, 1994.
25 Vid. por ejemplo Elena Artaza, Antología de textos retóricos españoles del siglo XVI, Bilbao,

Deusto, 1997, pp. 63-68.


26 Cicerón, Rhetorica ad Herennium (traducción, introducción y notas de Juan Francisco Alci-

na), Barcelona, Bosch, 1991, IV, LV pp. 362-364.


27
Es un siglo, además, con un interés muy vivo por rescatar los libros de viajes antiguos. Los
historiadores Marcos Jiménez de la Espada y Ángel Lasso de la Vega sobresalen en este empeño.
28 Como señala la profesora Carrizo Rueda, (Poética del relato de viajes, op.cit., p. 9), desde los

mismos comienzos de la narratología, es decir, desde La morfología del cuento de Propp, la “des-
cripción” ha permanecido desatendida. Se la define allí como “lujo del relato”.

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que tiendan a representar objetos sólo en su existencia espacial, fuera de todo acon-
tecimiento y aun de toda dimensión temporal. Hasta es más fácil concebir una des-
cripción pura de todo elemento narrativo que la inversa, pues la designación más
sobria de los elementos y circunstancias de un proceso puede ya pasar por un
comienzo de descripción [...] Se puede, pues, decir que la descripción es más indis-
pensable que la narración puesto que es más fácil describir sin contar que contar
sin describir (quizá porque los objetos pueden existir sin movimiento, pero no el
movimiento sin objetos) [...] La descripción podría conseguirse independiente-
mente de la narración, pero de hecho no se la encuentra nunca, por así decir, en
estado puro; la narración sí puede existir sin descripción, pero esta dependencia
no le impide asumir constantemente el primer papel. La descripción es, natural-
mente, ancilla narrationis, esclava siempre necesaria, pero siempre sometida, nun-
ca emancipada. [...] No existen géneros descriptivos y cuesta imaginar, fuera del
terreno didáctico (o de ficciones semididácticas como las de Julio Verne) una obra
en la que el relato se comportara como auxiliar de la descripción”29.

Quedaban así fuera de la categoría de géneros aquellos relatos, a excepción


del género didáctico, cuya narración quedaba subordinada a la descripción.
Si queremos escapar de este callejón sin salida, no queda más remedio
que enmendar la plana a Genette y considerar ambas funciones del relato,
según propone Carrizo siguiendo la estela de otros autores30, como “espe-
cies” o modalidades de un género común o de un mismo tipo de discurso.
En este caso, bastaría con averiguar qué modalidad de discurso predomina
en cada caso, es decir, cuándo el relato es específicamente narrativo o des-
criptivo o, lo que es lo mismo, qué tipo de narración es aquélla que se subor-
dina a la descripción.
Como observa Raúl Dorra31, es insuficiente atribuir una función nomi-
nal y una función verbal a la descripción y a la narración, respectivamente.
Basta con acudir al ya clásico ejemplo, aducido por Genette, en el que com-
para la función del verbo “tomar” y “asir” en las frases: “tomó el cuchillo”
y “asió el cuchillo”, en las cuales el verbo adquiere una dimensión que va
más allá de lo estrictamente narrativo, invadiendo el ámbito propio de lo des-
criptivo. No hay verbo, sea o no de acción, que esté exento de resonancias
descriptivas, afirmará Genette, al hilo de lo expuesto.
El predominio de una actividad sobre otra, habrá de buscarse, más bien,
en la presencia o ausencia de un desenlace en el relato:

29
Gérard Genette, “Las fronteras del relato”, op. cit., pp.198-199.
30
Sofía Carrizo Rueda, Poética del relato de viajes, op.cit., p. 10. Cfr. Félix Martínez Bonati,
La estructura de la obra literaria, Barcelona, Seix Barral, 1983. También Raúl Dorra, “La actividad
descriptiva de la narración”, en Miguel Ángel Garrido Gallardo (ed.), Teoría semiótica. Lenguajes y
textos hispánicos, vol. 1, 1983, pp. 509-516.
31 Raúl Dorra, “La actividad descriptiva de la narración”, op. cit., p. 512.

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“Todo relato es travesía hacia un desenlace, pero esa travesía y ese desenla-
ce pueden ser menos importantes que el mundo, que es escenario de esa trave-
sía. Incluso pueden ser solamente el motivo sobre el que se levanta el escenario.
Cuando así ocurre, cuando el destino de un personaje interesa menos que la visión
de la sociedad que es causa de ese destino, la actividad descriptiva que acompa-
ña a toda narración pasa a ocupar el primer plano del relato”32.

El “relato de viajes” se nos muestra como caso paradigmático en el que


lo descriptivo adquiere un subrayado especial y en el que las situaciones de
tensión narrativa típicas de la novela no encuentran su desenlace o su expli-
cación al final del discurso. Dicho con otras palabras: en los relatos de via-
jes, ya sean medievales, renacentistas, barrocos, dieciochescos33, del XIX o
contemporáneos, las posibles tensiones narrativas, al estar subordinadas a
la descripción -de lugares, personas o situaciones-, se deshacen durante el
propio desarrollo del relato. En definitiva, su naturaleza específica radica
en la belleza de sus descripciones y, esporádicamente, en la tensión narrati-
va de episodios aislados, cuyo clímax y anticlímax se resuelve puntualmen-
te y no en el nivel del discurso.
Sin embargo, conviene matizar qué significa que la modalidad de la
descripción predomina sobre la narración. Predominio quiere decir, claro,
subrayado, especial intensidad, abundancia, pero no dominio absoluto, que
nos llevaría al terreno de las guías de viajes que, como sabemos, carecen de
la huella personal que el narrador/viajero imprime a sus textos.
Si al comienzo situábamos en un extremo el amplio apartado de la “lite-
ratura de viajes” (que absorbe cualquier texto en el que el viaje intervenga en
su esquema narrativo), en el extremo opuesto nos encontramos con las guías
de viajes, en las que el motivo único y exclusivo que alienta su elaboración
es el de describir exhaustivamente los sitios y lugares “objetivamente” más
importantes del recorrido. Aunque en estas guías (turísticas o no) de viajes
está presente con frecuencia un cierto prurito de estilo literario -no se limitan
sólo a transmitir datos mostrencos-, eso no las legitima, sin más, como “libros
de viajes” ni siquiera, en la mayoría de los casos, como literatura.
Se refiere a este punto Emilia Pardo Bazán, viajera vocacional y autora
de varios libros de este género, comentando los “libros de viajes” de Pedro
Antonio de Alarcón:

32
Ibídem, p. 513.
33
La relación entre pintura y descripción es patente en algunos escritores de este siglo. Un caso
emblemático lo encontramos en el escritor dieciochesco Antonio Ponz (1725-1792), pintor y retratista
afamado antes de escribir su libro en dieciocho tomos Viage de España o Cartas en que se da noticia
de las cosas más apreciables y dignas de saberse que hay en ella, al que dedicó el resto de su vida.

79
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“[...] el viaje escrito es el alma de un viajero y nada más; que a los países y
comarcas les infunde el escritor su propio espíritu (porque para libros de viajes
objetivos, ahí están las Guías y las Descripciones geográficas, hidrográficas,
arqueológicas e históricas)”34.

Ahora bien, ¿dónde radica la diferencia entre este tipo de “relatos de


viajes” y aquellos otros que comparten también ese carácter informativo-lite-
rario, como son las “crónicas” y las “biografías”?
En las primeras, cuyo valor literario en muchos casos está fuera de toda
duda (nadie se atrevería a negar el estatuto de literariedad a la Crónica, pon-
gamos por caso, de Pero López de Ayala, o a muchos otros textos similares),
hay un predominio de lo que llamaríamos relato de los hechos, de los sucesos
y acontecimientos -que es lo que se quiere contar- y a este fin quedaría subor-
dinada la función descriptiva inherente al carácter informativo, si es que alguna
vez este discurso, el de la crónica, toma estos derroteros. No en vano, vol-
viendo al ejemplo que acabamos de citar, Menéndez Pelayo califica al canci-
ller López de Ayala como uno de los exponentes de la narración en el siglo XV:
“es el primero de la Edad Media en quien la historia aparece con el mismo
carácter de reflexión humana y social que habían de imprimir en ella mucho
después los grandes narradores del Renacimiento italiano”35.
El caso de las biografías es más claro, pues los procesos de evolución
narrativa se concentran en la andadura de una sola vida. Ésta es la que domi-
na y ordena todo el proceso discursivo, a diferencia del “relato de viajes”
cuyo interés, ya lo hemos dicho, reside en su “ser espectáculo para la con-
templación”. Una biografía puede ser contada al hilo de un itinerario jalo-
nado por los diferentes sitios que han marcado la trayectoria vital de una
persona. Pueden abundar las descripciones e, incluso, las digresiones, pero
la experiencia protagonística del viajero (si es que el biografiado adquiere
este estatuto en el relato) domina claramente sobre las circunstancias del via-
je (informaciones, noticias, descripciones)36.

34
Nuevo Teatro Crítico, año II, núm. 13 (enero de 1892), p. 121. (Apud Ana María Freire, “Los
libros de viajes de Emilia Pardo Bazán: El hallazgo del género en la crónica periodística”, en Salva-
dor García Castañeda (ed.), Literatura de viajes. El viejo mundo y el nuevo, Madrid, Castalia/The Ohio
State University, 1999, p. 208.
35 Marcelino Menéndez Pelayo, Antología de poetas líricos castellanos, Edición Nacional, San-

tander, 1944, vol. I, pp. 353-354.


36 Rafael Beltrán considera el libro de El Victorial como biografía caballeresca y no como “relato

de viajes”, pues “leído exclusivamente como libro de viajes, El Victorial resultaría un texto pobre, esca-
sísimo. Leído como biografía, como libro de la vida del conde de Buelna, adquiere todo el valor que
hoy apreciamos: el de un viaje vital, el de un caballero que encarna los ideales de un grupo social en la
primera mitad del siglo XV”. (Rafael Beltrán, “Los libros de viajes medievales castellanos”, en Los libros
de viajes en el mundo románico, Anejo I de la Revista de Filología Románica, 1991, p. 137).

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CUESTIONES DE PRAGMÁTICA E INTERTEXTUALIDAD

Los “libros de viajes” reflejan, en cierta manera, los intereses, inquietu-


des y preocupaciones de cada época, cultura y situación implicadas en el
itinerario abarcado por el relato. Además, el tipo de información proporcio-
nada por el viajero/escritor es bidireccional, es decir, que ilustra tanto sobre
la cultura visitada como sobre el bagaje cultural y los prejuicios del que
visita. Este género literario apunta, por tanto, no sólo a la literatura de ori-
gen del autor sino también a la literatura de las culturas en él representadas.
Como señala Carrizo Rueda, así como en la Edad Media predominan en
este género las informaciones que atañen directamente a situaciones rela-
cionadas con la guerra, encuentros de facciones de bandos en pugna, testi-
monios de concilios, entrevistas con gobernantes, cuestiones relacionadas
con el comercio o la diplomacia..., en la época moderna las referencias se tor-
nan individualistas y se refieren más a cómo la persona es capaz de resol-
ver por sí sola las situaciones de riesgo y dificultades (naufragios, padeci-
mientos, inclemencias del tiempo, etc.).
Lo fundamental no es el dramatismo, como ocurre en las novelas de aven-
turas, ya que aquí los avatares no nos impulsan hacia el desenlace, sino que
nos retienen contándonos cómo el viajero pudo por sí solo resolver aquellas
situaciones. “Mi conclusión en este punto es que todo autor de un libro de via-
jes sea de la época que sea, tiene presente de modo prioritario en su horizon-
te de recepción que sus informaciones tienen que estar necesariamente en una
trabazón íntima con expectativas profundas de la sociedad a la cual se dirige”37.
Regales Serna, centrándose en el período 1648-1740, enumera las razones que
–según él- provocan que el género se aproxime más a la realidad social en
que se enmarca. Se refiere a las guerras, que son una constante en estos
libros aunque sólo sea para parodiarlas, a las peregrinaciones, que se multi-
plican en este período, a los viajes por negocios, a los viajes en busca de for-
tuna y a los viajes de placer característicos de la burguesía38.
Y así cada época iría mostrando en estos relatos sus inquietudes sociales más
profundas. En la etapa del 98, por ejemplo, encontraríamos que en los “relatos
de viajes”, como el ya citado de Unamuno, Por tierras de Portugal y España
(1911), la “búsqueda de la esencia del hombre de la meseta” es el rasgo que
los distingue de otros posteriores, en los que se muestran problemas de más
actualidad, como la lucha de clases, la situación política y social etc. Sería el
caso de los de Armando López Salinas y Antonio Ferres, Caminando por las

37
Cfr. Carrizo Rueda, Poética del relato de viajes, op.cit., p. 26.
38 Antonio
Regales Serna, op. cit., pp. 78-79.

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Hurdes (1960) o Alfonso Grosso, Por el río abajo (1966) o Armando López Sali-
nas y Javier Alfaya, Viaje al país gallego (1967), por referirnos sólo a algunos.
Hay que insistir, pues, como característica propia de estos relatos, no tan-
to en el marcado interés que muestran hacia cuestiones sociales y culturales
especialmente palpitantes en la época en que se escribieron, como en el
predominio que aquéllas adquieren sobre otros aspectos que cualquier tipo
de relato distinto de éste privilegiaría. Es curioso en este punto comprobar
cómo en el citado libro de la Embajada a Tamorlán, se produce la muerte
de alguno de la expedición y el suceso no recibe más atención que cual-
quiera de las cuestiones pujantes de política en las que se inscribe el libro.
Resumiendo: los temas que denominaríamos de pragmática, ajenos al rela-
to, adquieren un relieve intenso aquí al situarse en un grado de mayor impor-
tancia que los sucesos propios del relato mismo, que no requieren un cono-
cimiento de los entresijos socioculturales de la época retratada.
Ya aludimos antes a otro rasgo que tiene en los “libros de viajes”, sobre
todo en los medievales, una dimensión especial, convirtiéndose en marca dis-
tintiva del género: la intertextualidad. Guías, crónicas, biografías, relatos
de aventuras..., aparecen con frecuencia en momentos clave reforzando un
punto cualquiera del relato y aportando un ingrediente que dota a las narra-
ciones de la carga de objetividad que precisan. Aunque hay una tendencia
en los libros medievales a contar e informar acerca de todo, que se mani-
fiesta en la profusión de digresiones, parece más bien que es rasgo común a
todos los libros de viajes39, debido precisamente a la necesidad propia del
autor/viajero de satisfacer su curiosidad y la de los lectores, dando infor-
mación cabal de todas las noticias, sucesos y acontecimientos relacionados
con la historia, la cultura y las tradiciones de los lugares recorridos.

OTROS ASPECTOS TEXTUALES

Me gustaría referirme brevemente, a partir de la relación de Jorge


Dubatti40, a cuatro procedimientos textuales que he seleccionado como
prototípicos del “relato de viajes” y que también arrojan alguna luz sobre
la especificidad del género:

39 Emilia Pardo Bazán se refiere explícitamente a este recurso cuando dice: “Si siempre me gus-
tan las digresiones, en viaje especialmente las encuentro sabrosas y necesarias” (Por la Europa cató-
lica, tomo XXVI de Obras Completas, Madrid, Establecimiento tipográfico de Idamor Moreno, s.a.
[1902], p. 145. Apud Ana María Freire, op. cit., p. 204).
40 Jorge Dubatti, “Literatura de viajes y teatro comparado”, Letras, enero-junio 1998, n.º 37,

pp. 133-138.

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Primero. En este tipo de relatos encontramos habitualmente un suje-


to de enunciación de doble experiencia: de viaje y de escritura. Se trata
de un sujeto de doble instancia: sujeto viajero, individual e irreemplaza-
ble, que se desplaza geográficamente a otro lugar y que, además, escri-
be esa experiencia.
Segundo. Se trata de un sujeto con un peculiar estatuto ficcional: es el
autor, el escritor, “la voz del hombre de carne y hueso”, sin mediación de nin-
gún otro tipo de voz imaginaria. Aquí se exige al lector una especie de pacto
semejante al “pacto autobiográfico”41: el lector debe suspender su capacidad
de incredulidad y aceptar como no ficcional lo que el sujeto relata, aunque
a veces se acuda a lo ficcional (sin menoscabo de la credibilidad), pero siem-
pre con el fin de garantizar la verosimilitud.
Tercero. Si sabemos que la voz de cualquier narrador goza ya de por sí
de un estatuto ontológico, mediante el que convierte todas sus afirmaciones
sobre la realidad singular y concreta que describe en el relato en motivo de
credibilidad absoluta, en el caso del “relato de viajes”, en el que se da iden-
tidad plena narrador/autor, esa credibilidad se ve reforzada al estar subordi-
nado el hablante ficticio al autor real. Es decir, el autor/viajero está com-
prometido con el narrador.
Como todo género híbrido o fronterizo, éste hace que se puedan inter-
pretar los mensajes en un doble plano: en el de la información, pues las
frases del texto pertenecen al autor (debido a su identificación, ya referi-
da, con el narrador) y son susceptibles de ser enjuiciadas como frases
reales suyas; y en el de la ficción, que le viene dado por el uso de la figu-
ra del narrador y de los personajes, propias de los discursos ficticios. El
primer plano es el que nos permite juzgar la realidad de los hechos narra-
dos (plano referencial) y también la sinceridad u honestidad del narrador
(plano expresivo)42.
Y cuarto. El viaje y la escritura siguen, necesariamente, ese orden conse-
cutivo. No hay escritura sin viaje previo, ni experiencia de viaje (entiéndase bien)
si posteriormente no se relata. “A diferencia de la literatura de viajes ficcional
(por ej., Memorias de un turista de Stendhal), las experiencias de viaje y escri-
tura siguen necesariamente ese orden consecutivo: primero el viaje, luego la
escritura. En este sentido, la categoría tiempo constituye un componente impor-
tante. La situación de viaje es, generalmente, diferente respecto de la situación

41
Cfr., p.e., Philippe Lejeune, Le pacte autobiographique, París, Seuil, 1975.
42
Cfr. para estas cuestiones, Félix Martínez Bonati, La estructura de la obra literaria, Barcelo-
na, Ariel, 1983, sobre todo parte III, cap. II, pp. 135-174.

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de escritura: Goethe esperó 25 años para escribir sus Viajes italianos; Flaubert
redactó su Viaje a Oriente luego de su regreso a Francia”43.
Las instancias intermedias entre la vivencia y la escritura adquieren la
forma de notas, apuntes, diario íntimo, cartas, datos de diversa procedencia...
En fin, la simultaneidad total entre experiencia de viaje y escritura es infre-
cuente, pues el proceso de reelaboración de los datos por parte del viajero requie-
re al menos una pausa para plasmar literariamente lo que se quiere transmitir.

LA RETÓRICA EN LOS “LIBROS DE VIAJES”

Como es natural, basta con repasar lo escrito hasta ahora para detectar el tras-
fondo retórico que rezuma la poética de los textos específicos de este género.
Al hablar de la descriptio y de su inseparable par, la narratio, podemos
mencionar su fuente en los textos retóricos clásicos y en la preceptiva rena-
centista44. Todo un capítulo les dedica, por ejemplo, Juan Luis Vives en su
Tratado de retórica publicado en 1532 en Brujas. Como vemos, aunque a
algunos pudiera parecer el propuesto asunto algo nuevo, propio de las dis-
tinciones terminológicas de la narratología de la década de los sesenta, resul-
ta que estamos ante una más de las cuestiones que la poética, moderna o anti-
gua, tomaba de la disciplina de la retórica.
Así, el tópico de la laus urbis, íntimamente vinculado al recurso de la des-
criptio, es ampliamente comentado en los manuales de retórica y frecuente-
mente utilizado como ejercicio preparatorio de los mismos45. De igual modo,
si reparamos en los recursos y figuras del lenguaje de uso más frecuente en
los textos objeto de estudio, podemos caracterizar una serie que, no siendo
exclusiva del género, sí, al menos, la caracteriza.
Incluyo, por ese motivo, una selección de figuras, sin pretensiones de
exhaustividad, cuya presencia apunta o puede apuntar hacia la especifici-
dad del género que comentamos.
Así, por ejemplo, la figura de la “amplificación” enumera y detalla todos
aquellos elementos que, no siendo esenciales para el desarrollo de la trama,
contribuyen a realzar e intensificar el sentido y el valor de lo expuesto. Se
opone a la figura de la abreviatio o “sumario”, que pasa por alto los detalles

43
Jorge Dubatti, “Literatura de viajes y teatro comparado”, op. cit., p. 134.
44
Vid. por ejemplo, Juan Luis Vives, El arte retórica. De ratione dicendi (estudio introductorio
de Emilio Hidalgo Serna; edición, traducción y notas de Ana Isabel Camacho), Barcelona, Anthro-
pos, 1998, III, cap. I, pp. 223-235. También mi comentario, Luis Alburquerque García, El arte de hablar
en público. Seis retóricas famosas, Madrid, Visor, 1995, p. 67.
45
Cfr. Teón, Hermógenes, Aftonio (introducción, traducción y notas de Mª. Dolores Reche
Martínez), Ejercicios de retórica, Madrid, Gredos, 1991.

84
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para no dar sensación de monotonía y poder saltar rápidamente a otra cuestión.


La repetitio o reiteración de recursos o procedimientos, en este caso descrip-
tivo, otorga relevancia poética al texto. Estas tres figuras adquieren un relieve
especial sobre todo en los textos medievales y configuran su núcleo narrativo
en torno al ya comentado procedimiento de la descriptio urbis46.
Las figuras de la “analepsis” (o retrospección o “flashback”) y de la “pro-
lepsis” (anticipación a sucesos) que, como sabemos, rompen la estructura line-
al de la narración, facilitan la introducción de las digresiones (históricas,
culturales, sociales, etc.), tan frecuentes y propias de este tipo de relatos.
Y, por supuesto, toda la serie de figuras retóricas que derivan de la des-
cripción (o écfrasis), entendida como tal figura retórica, que busca “poner
ante los ojos” la realidad representada mediante la enumeración de sus carac-
terísticas. Tiene la capacidad, esta figura –como vimos-, de dar lugar a tex-
tos autónomos, de ahí su virtualidad de erigirse en forma fundamental del
relato junto con la narración.
Nos referimos a la prosopografía o descripción del físico o aspecto exter-
no de las personas. La etopeya, o descripción de las personas por su carácter
y costumbres. El “retrato” que une precisamente las dos figuras inmediata-
mente anteriores, atendiendo así a la figura completa de la persona “retratada”.
La cronografía y “topografía” o descripción de tiempos y de lugares, res-
pectivamente. La “pragmatografía” o descripción de objetos, sucesos o accio-
nes. La “definición” o descripción pormenorizada de aquello que singulariza
una idea, es decir, su descripción conceptual. La “hipotiposis” (o “demos-
tración” o “evidencia”), que describe lo abstracto de hechos, personas o cosas
(carácter, cualidades, comportamiento, sentimientos) mediante lo concreto
y perceptible, acentuando así los matices de plasticidad.
A éstas habría que añadir, por supuesto, la comparación (que ayuda a com-
prender mejor aquello que se describe y que revela la vinculación entre el
mundo propio del viajero y el de la realidad a la que se enfrenta en su via-
je), la metáfora (de igual eficacia que la figura anterior y con más capaci-
dad de despertar sensaciones nuevas en el lector) y la metonimia (propia de
la narración también), como figuras de uso frecuente, pues facilitan una comu-
nicación de la realidad a través de la visión propia del emisor.
Es cierto que se podría ampliar la lista hasta completarla pero, como
dije antes, se trata de seleccionar aquellas figuras retóricas más recurrentes
en un tipo especial de relato, aquel que se decanta hacia lo descriptivo,

46 Ver al respecto Miguel Ángel Pérez Priego, “Estudio literario de los libros de viajes medieva-

les”, op. cit., pp. 228-229. Vid. también Ernst Robert Curtius Literatura europea y Edad Media lati-
na, México, FCE, 1955, 2 vols., p. 229.

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cuyos engranajes facilitan, a su vez, una mayor presencia de las mismas. Si


bien no podemos decir de las susodichas figuras que están todas las que
son –cualquier figura es susceptible de aparecer en cualquier tipo de relato-
sí al menos podemos afirmar que son todas las que están.

CONCLUSIÓN

En resumen, podríamos concluir que el género consiste en un discurso que


se modula con motivo de un viaje (con sus correspondientes marcas de itinera-
rio, cronología y lugares) y cuya narración queda subordinada a la intención
descriptiva que se expone en relación con las expectativas socio-culturales de la
sociedad en la que se inscribe. Suele adoptar la primera persona (a veces, la ter-
cera), que nos remite siempre a la figura del autor y aparece acompañada de cier-
tas figuras literarias que, no siendo exclusivas del género, sí al menos lo deter-
minan. Está fuera de toda duda que los límites de este género no cuentan con pér-
files nítidos. De hecho, como ya vimos, hay quienes discrepan sobre el estatuto
genérico de alguno de los libros medievales que hemos mencionado47. Hay que
señalar sin embargo que, en sus manifestaciones sucesivas, las fronteras del géne-
ro adquieren contornos más definidos. O sea, aunque sus orígenes se nos presen-
ten como más evanescentes, se pueden proponer características que lo distinguen
de los otros géneros limítrofes y que lo fueron asentando con el paso del tiem-
po. Por lo demás, es lo habitual. Ningún género empezó su andadura como tal.
Sólo al cabo del tiempo estamos en condiciones de poder bautizar algo que ya
tiene una sólida trayectoria. Probablemente, esta contribución a la definición
del género sólo consiga arrojar un poco más de luz sobre el “relato de viajes”.
Sin embargo, pienso que no es un intento vano: tratar de buscar similitudes y dife-
rencias de una serie literaria frente a otras, próximas o lejanas, facilita un mejor
conocimiento de las obras literarias mismas que en ellas se inscriben.

BIBLIOGRAFÍA

AA.VV., Los libros de viajes en el mundo románico, Anejo I de Revista de Filología Romá-
nica, Madrid, Universidad Complutense, 1991.

47 Ya vimos cómo hay cierta vacilación en el caso de El Victorial de Gutiérrez Díez de Games.

Se suele considerar como una biografía caballeresca, aunque algunas Historias de la Literatura la inclu-
yan dentro del “relato de viajes” medievales.

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03.cap02 parte 01 28/8/06 13:05 Página 87

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EL DÍA QUE EL REY DE SIAM


OYÓ HABLAR DEL HIELO:
VIAJEROS, POETAS Y LADRONES*
Juan Pimentel, Instituto de Historia, CSIC

“En mis años mozos leí con gran placer varios relatos de viajes; pero, después de haber visita-
do muchas partes del globo, y habiendo podido desmentir, gracias a mis propias observaciones,
muchas historias fabulosas, he contraído una gran aversión hacia esa clase de lecturas, y me ha
indignado ver de qué modo tan descarado se abusa de la credulidad de los hombres”.
J. Swift, Los viajes de Gulliver.

Como cualquier capítulo de la historia de la ciencia y el conocimien-


to, la literatura de viajes estuvo siempre envuelta en serias controversias
epistemológicas. Las cuestiones sobre verdad, testimonio y evidencia
sobrevolaron un género capaz de cautivar muchos públicos y de encole-
rizar a más de un sabio. Sin duda, los libros de viaje han sido (y aún lo
son) el medio por excelencia de conocimiento de tierras y pueblos leja-
nos. Pero también nada más cierto –como apuntaba Swift- que las histo-
rias fabulosas o el abuso de la credulidad de los hombres estuvieron a la
orden del día.
Al fin y al cabo, ¿qué distingue un hecho natural de un hecho fabuloso?
¿Cómo escindir el conocimiento cierto del falso? ¿Dónde hay una relación
verídica y dónde no?

* Este trabajo se publicó con variantes en el primer capítulo de mi libro Testigos del mundo.

Ciencia, literatura y viajes en la Ilustración, Madrid: Marcial Pons, 2003.

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Nunca fue fácil responder a estas preguntas. Las verdades geográficas o


antropológicas son –como todas- verdades culturales. Es decir, contingentes,
con denominación de origen y fecha de caducidad. Conceder carta de natu-
raleza a un hecho siempre fue una tarea delicada. Entre otras cosas, porque
cuando un viajero relata lo que ha visto, su experiencia, la distancia entre lo
verdadero y lo ficticio resulta un producto, una consecuencia de otro reco-
rrido, el que hay entre un falsario y un hombre digno de crédito. Entre impos-
tores y testigos.
En boca, o mejor dicho, en la pluma de un testigo digno de crédito, un
hecho ficticio pasaba por cierto. Y viceversa: un hecho real contado por un
farsante no tenía, no podía tener visos de credibilidad.
La historia del embajador de Holanda y el Rey de Siam, una anécdota que
circuló en varios tratados de finales del siglo XVII y el XVIII, ilustra bien
todo este asunto.
Según parece, cierto día el Rey de Siam pasó la tarde entera en palacio escu-
chando los relatos del embajador de Holanda. Eran relatos de su país nativo,
Holanda, un lugar lejano y extraño para el Rey de Siam y sus súbditos. El rey
le seguía con atención. “A veces –le dijo el embajador- en Holanda el agua se
enfría tanto que los hombres caminan sobre su superficie. Se vuelve tan sólida
que incluso un elefante podría caminar sobre ella”. “Hasta ahora –le interrum-
pió el rey- he creído todos las cosas extrañas que me has contado, porque te he
considerado un hombre sabio y limpio. Pero después de oirte esto último, no.
Ahora ya estoy seguro de que me has estado mintiendo todo este tiempo”1.
La historia (apócrifa, naturalmente) muestra el vínculo entre credibilidad
y testimonio. La verosimilitud de un hecho procede de quien lo enuncia. Y
a la inversa: su inverosimilitud le convierte automáticamente en un impostor.
A raíz de la increíble historia del hielo, el embajador dejó de ser visto como
un hombre “sabio y limpio”.
Nosotros, a diferencia del Rey de Siam, sabemos que en Holanda el
agua se congela y que se puede caminar sobre ella. Y sin embargo no
culpamos al Rey de Siam de su escepticismo. Nunca había estado en Holan-
da y nunca nadie le había hablado de algo semejante. Su actitud es tan
científica como cierto es que el agua se congela en Holanda. Le hubiera
creído al embajador si le hubiera dicho que en Holanda –pongamos por
caso- los hombres se reencarnan en pájaros. Pero no lo otro: la historia
del hielo rebasaba el umbral de sus expectativas. Superaba no sólo sus
conocimientos, sino lo que la imaginación colectiva de su cultura podía
admitir como posible.

1 John Locke, An Essay Concerning Human Understanding, 1690, libro IV, cap. XV.

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La anécdota procede del Ensayo del Conocimiento Humano de Locke.


Leibniz y después Hume también la rescataron en los suyos, hasta el pun-
to de que podríamos calificarla como un lugar común, un verdadero topos
literario2. No se refería –ni se refiere- a un hecho rigurosamente cierto. Y
sin embargo, como muchas historias apócrifas, ésta también encierra una
gran verdad. Ningún lector espera que sea cierta, pero todos la considera-
mos posible. Y eso es lo importante. Locke, Leibniz y Hume lo sabían. Es
tan plausible que parece verosímil. Es decir, podía haber sucedido. Podría
suceder cualquier día. Si no ha tenido lugar –pensamos- mañana mismo
podría suceder. Es factible.
Mucho de esto ocurrió con las novedades del mundo recogidas en la lite-
ratura occidental de viajes. Como el Rey de Siam, los europeos recibieron
las primeras noticias de fenómenos tan inauditos como el hielo para quien
no lo hubiera visto jamás. Como él, escucharon incrédulos muchas noticias
ciertas y las tomaron por falsas. Y al contrario: siguieron tomando por bien
fundadas numerosas patrañas, abultadas exageraciones y fábulas increíbles.
Increíbles para nosotros, pues para ellos resultaron –obviamente- verosímiles.
La historia de las relaciones de viajes y las exploraciones geográficas
es, en buena parte, la historia de cómo el sentido común y la imaginación
colectiva hubieron de reajustarse y acomodarse ante los nuevos hechos.
Pero es más: es también la historia de cómo los viajeros dejaron de ser impos-
tores para convertirse en testigos. Es la historia de cómo los numerosos emba-
jadores holandeses se las compusieron para probar la existencia de cosas
tan insólitas como el hielo.
Porque lo cierto es que los viajeros, a la altura de 1700, arrastraban
consigo una considerable fama de tramposos. Su reputación era escasa;
su credibilidad, prácticamente nula. Su status venía a ser como el de los
poetas y los mentirosos. Esto era lo que decía Richard Brathwait, autor
de uno de los muchos manuales de cortesía del periodo, quien conside-
raba “una gran indiscreción” dar crédito a cualquier noticia procedente
del extranjero:

“Pues no hay en el mundo ningún tipo de hombre más inclinado a la moda de


las relaciones extrañas y novedosas que los viajeros, quienes suelen arrogarse con

2 Tanto en los Nuevos ensayos sobre el conocimiento humano de G. Wilhelm Leibniz (1693-1696),

como en la Investigación sobre el conocimiento humano de David Hume (1748), se pueden leer dife-
rentes versiones de la misma historia. Cf. Steven Shapin, A social History of Truth. Civility and
Science in Seventeenth-Century England, Chicago, The University of Chicago Press, 1994, pp. 228
y ss., quien rescata la anécdota y se ocupa de sus implicaciones en el terreno de lo que califica como
el “decoro epistemológico”.

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el derecho a inventar en virtud de su propia autoridad, lo que explica el dicho de ‘via-


jeros, poetas y mentirosos son sólo tres palabras para un mismo significado’”3.

La asociación entre viajeros y mentirosos era un lugar común en la cultu-


ra del XVII. Así lo indica la existencia en varias lenguas de ciertos refranes: “el
que de lejanos lugares viene cuenta lo que quiere y cuesta menos creerlo que
ir a verlo”, “travellers may tell Romances or untruths by authority”, etc.4.
Para Locke, sin embargo, según dice en otro de sus ensayos, los sujetos
que no merecían credibilidad eran los poetas, los mentirosos y los ladrones
(y no los viajeros, ausentes en esta enumeración). Esta trilogía encarnaba el
tipo de gente poco preocupada por representar las cosas de manera fidedig-
na, gente interesada por lo irreal. Desde la perspectiva del conocimiento y
la percepción, poetas, mentirosos y ladrones -sancionaba Locke- eran sos-
pechosos, inclinados a lo vil (sic) y por descontado a la retórica5.
Pero aunque Locke –como muchos otros modernos- los redimiera, a pesar
de las campañas de propaganda por sacarlos del apartado de los mentirosos
y los poetas, a casi nadie se le escapaba que los viajeros padecían sus mis-
mos vicios, aunque por distintos motivos. Su propensión a la mentira –ya
digo- era un lugar común.
Veamos algunos ejemplos. Rousseau, defensor del viaje como forma de
pedagogía en el Emilio, se quejaba de haber pasado la vida leyendo libros
de viaje. Sin embargo –decía- jamás había encontrado a dos que dieran la
misma idea del mismo pueblo6. Pese a exhortar al género humano a viajar y
reconocer el planeta y sus pueblos, se hacía eco de la pésima reputación de
unos autores dados a la mentira. Su “mala fe” era cosa sabida.
Cornelius De Pauw, uno de los grandes americanistas de la ilustración
y lector incansable de libros de viaje, también se quejaba de la ignorancia y
credulidad de casi todos los relatos de viaje, “ese tejido de contradicciones
eternas que han hecho luchar a la fábula contra la verdad durante dos siglos

3
Richard Brathwait, The English Gentleman, 1630, p. 137.
4
La asociación entre viajeros y mentirosos cuenta con una amplia literatura. El trabajo clásico
es Percy G. Adams, Travelers and Travel Liars 1660-1800, Berkeley, University of California Press,
1962. Ligado a ello, la relación entre la literatura de viajes y la novela también ha merecido un
amplio número de estudios. Así, del mismo autor, Percy G. Adams, Travel Literature and the Evolu-
tion of the Novel, The University Press of Kentucky, 1983. Ian Watt, The Rise of the Novel, London,
Pelican, 1972, otro gran clásico, también se ocupa del tema. Y más recientemente Michael McKeon,
The Origins of the English Novel 1600-1740, Baltimore, John Hopkins University Press, 1987, de don-
de procede el refrán citado (p.100).
5 John Locke, Some Thoughts Concerning Education, 1690, sec. 174.
6 Cit. en P.G. Adams (1962), p. 232. La posición de Rousseau, como la de otros autores de su

época, refleja una clara dicotomía entre las virtudes educativas del viaje como forma de conocimien-
to y la sospecha sobre la credibilidad de los viajeros.

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y medio”. De Pauw, por ejemplo, le reprochaba a Pernety que tomara por


cierta la información de la Histoire naturelle et morale des Antilles de Roche-
fort, una obra menor “llena de exageraciones y de relatos novelescos”, com-
puesta por un hombre sin estudios, que no sabía ni latín ni griego, un autor
que escribía sobre historia natural sin conocer siquiera los nombres de las
plantas ni de los animales.
Y el blanco de sus iras se dirigía contra los estafadores –podríamos decir-
de nacimiento: el grado de falsedad de un viajero venía generalmente implícito
en su nacionalidad, en su profesión, por descontado, en su religión. Si las
cuestiones de fe y crédito están instaladas en el corazón de cualquier proce-
so de conocimiento, sobra recordar lo que éstas representan en el ámbito de
la religión, la íntima concexión entre ambas esferas. Así, los viajeros espa-
ñoles –como en otras muchas cuestiones- salían mal parados en este tipo de
clasificaciones de falsarios con denominación de origen: “tristemente supers-
ticiosos, exageradores, mortalmente prolijos”.
¿Y qué decir entonces de los jesuitas? Leyendo sus Lettres édifiantes –con-
tinúa De Pauw- “se cree uno transportado al centro de los absurdos y de los
prodigios” y resulta sorprendente que tengan que reprochárseles “tantas men-
tiras a quienes, según dicen, se fueron a predicar la verdad al fin del mundo”.
“Se puede establecer como regla general –concluía De Pauw- que de cien
viajeros hay sesenta que mienten sin interés, como si fueran imbéciles,
treinta que mienten por interés, o si se prefiere por malicia, y por último
diez que dicen la verdad y que son hombres”7.
En fin, parafraseando su estilo envenenado, podríamos decir que los
viajeros sólo abandonaban su condición de mentirosos redomados cuando
pasaban a ser unos completos analfabetos. No todos fueron tan duros como
él, eso es cierto (y mucho menos tan ácidos).
Jean Françoise Bernard, compilador de colecciones de viajes a Oriente
y América de la primera mitad del XVIII, nos aporta también un juicio muy
interesante: “El mundo de los viajeros –decía- está repleto de exageracio-
nes e infinitas falsedades que tienen por objeto presentar a los autores como
valiosos a los ojos de los lectores”.8
El giro es interesante porque viene a decir que los viajeros, impostores
habituales, adquirían crédito ante sus lectores precisamente a base de eso,

7 Cit. en Michèle Duchet, Antropología e historia en el Siglo de las Luces, Máxico, Siglo XXI,

1984, pp. 89 y ss. De Pauw redactó unas Observations sur les voyageurs, incluidas en una de la edi-
ciones de sus polémicas e influyentes Recherches philosophiques sur les Américains (1768-1769). Para
este autor, además de Duchet, ver el imprescindible Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo,
Máxico, FCE, 1982, pp. 66-102.
8 Cit. en P.G. Adams (1962), p. 227.

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de mentir. Es decir, de manera inversa a lo que le sucedió al embajador de


Holanda, quien por relatar un hecho cierto (pero inverosímil) fue tomado por
un impostor, a muchos viajeros les ocurría lo contrario, que gracias a sus exa-
geraciones y falsedades (pero ben trovatas, por supuesto) aparecían ante
sus lectores como autores “valiosos”.
El término no deja lugar a dudas: Bernard escribe “précieux”, en la tra-
ducción inglesa la palabra es “worthy”, en castellano sería “valioso”. En las
tres lenguas el campo semántico es semejante y remite a la conexión entre
validación y valor, entre legitimidad y autenticidad. Es decir, un hecho fal-
so (una exageración, un error, una mentira) concedía valor (autenticidad, cre-
dibilidad) a su autor. Y más que de una paradoja, estamos ante una conse-
cuencia más del parentesco entre viajeros, poetas, mentirosos y ladrones,
un parentesco ciertamente estrecho, pues los cuatro de alguna forma son ver-
daderos autores, sujetos que actúan sobre la realidad para modificarla. No
para retratarla como es, sino para recrearla: para apropiarse de ella (eso es
lo que hacen los ladrones), para cambiarla (los mentirosos), para embellecer-
la (los poetas). Los viajeros, y los viajeros científicos también, participaron
de estos tres procedimientos, de estas tres acciones que convertían a lo que
en apariencia era un mero testigo en un autor, en un verdadero autor, en alguien
“que hace algo”, “que actúa sobre la realidad”.
Etienne Rey, un teórico de la literatura de principios de siglo, decía algo
que viene muy al caso:

“La gran atracción de la mentira consiste en que es algo personal. Le perte-


nece a uno, es su trabajo, su obra. Cuando uno miente interviene en el orden de
las cosas, las cambia, las dispone en el orden que le parece conveniente. Te con-
viertes entonces en un poeta, en un dios. Así, mientras uno es el maestro de la
mentira, el otro es simplemente un esclavo de la verdad”9.

En efecto, pues si viajar fue siempre de por sí un acto asociado a la


creación (a la fundación de imperios o ciudades, al ensanchamiento del
mundo, al descubrimiento de nuevos lugares y hechos), no cabe duda de
que el momento culminante del viajero como creador, como autor de algo
propio, llegaba a la hora de relatar su viaje, generalmente, de ponerlo por
escrito, de narrar lo visto y vivido, es decir, a la hora de componer su rela-
ción de viaje. Es entonces cuando el viajero se hace autor, cuando la geo-
grafía de los lugares visitados se convierte en su obra (la India de Ctesias,
el Perú de Cieza, el Hawai de Bougainville). Y es entonces, en el momen-

9 Etienne Rey, Eloge du Mensonge, Paris, 1925, p.11.

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to de la representación, cuando aparecen esas aptitudes tan denostadas: su


afición a lo irreal, a la retórica y a todas esas tácticas sustantivas de todo
proceso de representación, las mismas que pueden considerarse tanto “hallaz-
gos” como “mentiras”, según el caso y, sobre todo, según en qué contexto
y ante qué audiencia.
Los hubo más condescendientes que Bernard (y no digamos que De Pauw)
con ese tipo de taras consustanciales al arte apodémica, el arte de viajar. Si
como en el caso de los poetas, la propensión de los viajeros hacia la trans-
formación de las cosas procedía de un deseo por embellecerlas, nada más
lógico que hubiera gente dispuesta a disculparles, e incluso a reconocer en
ello un cierto mérito. Al fin y al cabo un viajero era alguien que había hecho
un largo recorrido, alguien que había sufrido penalidades, lo que en opi-
nión de ciertos autores les daba cierta licencia para mentir.
Esta era la opinión de Samuel Butler, un poeta satírico de la época de la
Restauración inglesa. Ligando la actividad de los viajeros y la de los histo-
riadores, Butler decía:

“Si a los viajeros se les permite mentir como recompensa por haber sufrido
tantas penalidades para poder traer a casa extrañas historias de lugares remotos,
no hay razón por la que no podamos reconocerles a los anticuarios, que no son
sino viajeros en el tiempo, el mismo privilegio”10.

La mentira, o si se prefiere “el embellecimiento”, era y sigue siendo el


derecho, el privilegio de todo viajero y de todo historiador en tanto que
autores, algo así como el justo botín de los ladrones esforzados. Así por ejem-
plo, el gran Henry Fielding, en el prólogo de su Diario de un viaje a Lis-
boa, daba por descontado que “algunos embellecimientos le están permiti-
dos a todo historiador, y parece suficiente con que cada hecho tenga cierto
fundamento en la verdad”11.
Y de ahí también la importancia del refrán inglés antes citado: trave-
llers may tell Romances or untruths by authority, una expresión que conec-
ta esta madeja formada por autoría, autoridad y falsedades autorizadas. Un
viajero, por tanto, era visto como alguien que mentía, pero de manera legí-
tima. Su mentira estaba justificada: era su prerrogativa y en tanto que autor
poco menos que su obligación.
En Macaria, una de las utopías del XVII, se recogía también este asun-
to vinculado al de la versosimilitud. Presentada bajo la fórmula al uso del

10
Samuel Butler, Characters and Passages from Note-books, (ed. 1908, Cambridge), p. 270.
11
Henry Fielding, Journal of a voyage to Lisbon, 1755.

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diálogo, cuando el viajero de Macaria comenzaba su relato sobre una isla


maravillosa, el estudioso le interrumpía y le advertía sobre la importancia
de presentar su relación como digna de crédito:

“Vosotros los viajeros –le decía- debeis seguir dos principios en vuestras
relaciones: primero, no decir nunca nada que parezca imposible; y segundo,
vigilar que vuestra relación no contenga contradicciones, o de lo contrario cual-
quiera pensará que hacéis uso del privilegio de los viajeros, dar testimonio,
es decir, mentir por autoridad”12.

En fin, hasta el Barón de Munchausen, el personaje de Raspe, lanzaba


esta consigna: “Un viajero tiene el derecho a relatar y a embellecer sus aven-
turas como le plazca, y no resulta de buena educación negarles tal defe-
rencia ni reconocerles que no lo merecen”13. Y es que Los viajes porten-
tosos del Barón de Munchausen fue una obra destinada a ridiculizar las
increíbles historias que contenían los libros de viajes, algo así como la paro-
dia que el Quijote contenía sobre los libros de caballería, lo que da idea
de la popularidad del género y de la dimensión del tópico que venimos
comentando. Pese a los esfuerzos de Locke y del resto de los defensores
de la filosofía natural moderna, empeñados en reubicar el status de credi-
bilidad de los viajeros y sus relatos, para 1785 (fecha en que se editó bajo
pseudónimo el libro de Raspe) los viajeros seguían arrastrando una consi-
derable reputación como impostores de primer orden, un lugar común que
aparece en los manuales de civilidad y cortesía, en la literatura y en la pren-
sa de la época, en los tratados de filosofía, en las historias naturales y
hasta en las propias compilaciones de viajes.
Esta afición a tergiversar o amplificar los lugares y los hechos observa-
dos, así como su desenmascaramiento, la denuncia de semejante impostura,
eran ambas tradiciones bien antiguas. Tan antiguas que en la literatura de via-
jes de la cultura greco-romana están ya casi todos los ingredientes, los mis-
mos que se encuentran después, elaborados o desarrollados a lo largo de toda
la historia de Occidente.
Así, siglos antes de que lo señalara Butler, Plutarco ya había puesto en
relación el derecho de los viajeros a la autoría, el puro placer de contar, con
las fatigas sufridas durante el periplo:

12
Gabriel Platters, A Description of the Famous Kingdom of Macaria, 1641, pp. 2-3.
13
Gottfried August Buerger, Baron Munchausen’s Narrative of his Marvellous Travels and Cam-
paigns in Russia, 1785, cap. X. Aunque circularon varias versiones ampliadas, se suele atribuir su auto-
ría al erudito y naturalista alemán afincado en Inglaterra Rudolph Erich Raspe.

96
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“A los que han recorrido mundo y navegado les agrada mucho que se les
pregunte, y hablan apasionadamente de una región alejada, de un mar extraño,
de costumbres y leyes bárbaras y describen golfos y lugares, por estimar que en
esto encuentran cierta gratificación y consuelo a sus fatigas (...) y esta clase de
enfermedad se produce sobre todo en la gente de mar”14.

Ya desde entonces la literatura de viajes había gozado de popularidad,


había estado asociada a la geografía y a la historia, pero también a la uto-
pía, a la épica y a los compendios de mirabilia. Y ya de antiguo muchos
venían considerando que tal afición al relato podía ser sospechosa, gene-
rar ciertos vicios o enfermedades, como prefiere Plutarco. Herodoto, por
ejemplo, desconfiaba mucho de los relatos de los viajeros y bendecía en
cambio a Darío, el rey persa, quien había elegido al reputado Escílax para
explorar las costas del Índico, pues Darío buscaba siempre “exploradores
que le merecieran garantías de que le iban a decir la verdad”15. También Poli-
bio fue un gran escéptico de los viajeros. Mucho antes de que Brathwait y
los refranes los alinearan con poetas y mentirosos, el gran historiador había
escrito que las composiciones de los viajeros eran propias de poetas, mitó-
grafos, navegantes y comerciantes. Y otro tanto le ocurría a Estrabón, ene-
migo declarado de un género que no hacía sino sepultar las verdades geo-
gráficas de los poemas homéricos.
Porque para el mundo griego los poemas homéricos no eran ficción,
sino todo lo contrario. Y aunque no entraremos aquí en una polémica que
se nos escapa, lo cierto es que la propia Odisea y cómo fue leída después
(mucho más tarde de haber sido sólo recitada y escuchada durante siglos,
naturalmente) contiene en germen todo cuanto venimos diciendo.
Sin duda, entre todos los ejemplos posibles, ninguno como la propia
Odisea. Los romanos ya la tomaron por el producto clásico de los relatos
de viaje de los griegos, quienes según sus clichés eran expertos consuma-
dos en la fabulación y en el arte de mentir. Juvenal, por ejemplo, habla de
Graecia mendax para referirse al relato de Ulises, y Plinio el Viejo emplea
el mismo sustantivo acompañado ahora por el adjetivo que Raspe escoge-
ría para sus viajes del Barón de Munchausen: portentosa Graeciae men-

14 Cit. en F. Javier Gómez Espelosín, El descubrimiento del mundo. Geografía y viajeros en la

Antigua Grecia, Madrid, Akal, 2000, p. 12. Gómez Espelosín vincula este testimonio con otro muy
posterior de Pascal sobre la relación entre las mentiras de los viajeros con la vanidad, algo también
suscrito por Fielding, quien cifraba el origen de la mentira en la “vanity of knowing more than other
man”. Igualmente, el historiador Geoffroy Atkinson, experto en viajes anteriores al siglo XVIII, adver-
tía: “Those who make long trips owe it to their self-esteem to insist on the beauty of far away places”
(cf. P.G Adams, p. 10).
15 Cit. en Gómez Espelosín, p. 14 n.

97
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dacia, según Plinio, los relatos mitológicos griegos se reducían a eso, a unas
“portentosas mentiras de los griegos”16.
¿Quién había sido Ulises, al fin y al cabo, sino el mayor de los imposto-
res? Los griegos ya le habían bautizado como el taimado Odiseo. Homero,
al principio del poema, emplea un término a todas luces revelador: Odiseo
polutropos, “el de los ardides”, “el de los muchos recursos”, literalmente,
el que emplea tropos, aquel que usa palabras en sentido figurado, con senti-
dos diferentes a los que les corresponden y con los que sin embargo guar-
dan o establecen cierta conexión, correspondencia o semejanza.
La principal habilidad de Ulises, el de los muchos tropos, radicaba en saber
engañar a sus rivales con historias verosímiles. Su arte supremo –como el de
todo viajero- era “decir muchas mentiras semejantes a verdades”. Porque a
diferencia del embajador de Holanda, Odiseo no decía dos verdades seguidas.
Y a diferencia suya, él sí que lograba persuadir a su auditorio, atraerlo, mover-
lo. Si el Rey de Siam hubiera tenido enfrente a Ulises, en lugar del embaja-
dor de Holanda, le hubiera dicho lo que el rey Alcínoo le dijo al héroe:

“Odiseo, al mirarte de ningún modo sospechamos que seas impostor y men-


tiroso como muchos hombres dispersos por todas partes, a quienes alimenta la
negra tierra, ensambladores de tales embustes que nadie podría comprobarlos”17.

Nuestro compilador de viajes del XVIII, Bernard, hubiera presentado a


Odiseo como ejemplo de una autor valioso. Contado por él, en efecto, el
Rey de Siam sí que hubiera creído en la existencia del hielo. Como en la
historia apócrifa, la cuestión radicaba en las tácticas narrativas y en el gra-
do de verosimilitud del relato, y no en la veracidad de la información en sí,
sino más bien al contrario, pues como estamos viendo la propia noción de
tropo supone un engaño, un giro.
Todo ello guarda relación con el conjunto de conocimientos y el horizon-
te de expectativas del público, con los límites de la imaginación colectiva
del auditorio. Y aquí, como señalan los especialistas, es obligado recordar
que la literatura griega de viajes manejaba una realidad en la mayoría de los
casos lejana e inaccesible para su audiencia, un público que no tenía ni
la oportunidad ni seguramente el interés por comprobar sobre el terreno la
certidumbre o falsedad de dichas relaciones18.

16
Ibidem, pp. 15 y ss., de cuyos conocimientos nos estamos sirviendo aquí para los orígenes
antiguos del bajo crédito de los viajeros.
17 Cit. ibidem, p. 16.
18 Luis A. García Moreno y F. Javier Gómez Espelosín (ed.), Relatos de viajes en la literatura grie-

ga antigua, Madrid, Alianza Editorial, 1996, p. 9.

98
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Se puede decir algo semejante para la edad moderna. Aunque los canales
de información y el conocimiento natural hubieran progresado mucho, depen-
diendo de qué materias y sobre qué regiones o fenómenos hablase un viajero,
sus lectores podían tener al alcance algún medio de verificación o no. Tratán-
dose de espacios como la Patagonia, la nueva California y la costa Noroeste,
numerosas áreas del interior del Nuevo Mundo y, no digamos ya, tratándose de
África o del Océano Pacífico, la mayoría de los europeos debieron leer sus
primeras noticias en las relaciones de viajes, más o menos, como los griegos
que no habían salido del Peloponeso habían escuchado recitar la Odisea. Lo
dicho: como la primera vez que el Rey de Siam oyó hablar del hielo.
Así pues, vemos que desde su orígenes el arte apodémica tuvo mucho que
ver con la administración de la verosimilitud y con el arte de embaucar, aque-
llo a lo que –en la Antigüedad, en la Ilustración y siempre- se han dedicado
los poetas, los ladrones y los mentirosos, todos los homeros, ansones y
barones de munchausen habidos y por haber.
Los eruditos, los hombres de conocimiento, siempre sospecharon de ellos.
Pero lo cierto es que nunca dejaron de utilizarlos para componer sus propias obras.
Plinio el Viejo, el que hablaba de las portentosas mentiras de los grie-
gos, dio carta de naturaleza a un sinfín de prodigios. En su empeño por levan-
tar acta de todo lo extraordinario y curioso que hay en el orbe, Plinio con-
firmó la existencia de peces que tenían un guijarro en la cabeza, centauros
conservados en miel o plantas que nacían de una lágrima propia. En mate-
ria de etnografía geográfica, Plinio resultó ser uno de los causantes de la con-
versión de la disciplina en una especie de feria de los fenómenos vivientes.
Plinio, el padre de la Historia Natural, recogió un catálogo monumental de
hechos asombrosos, al que no fueron ajenos los hombres de un solo ojo que dis-
putaban las minas de oro a los grifos, los habitantes de los bosques que corrí-
an velozmente con los pies del revés, en fin, los propios andróginos de Nasa-
mona que alternaban un sexo por otro cuando se acoplaban19.
Pero el paradigma de viajero impostor en la Grecia clásica fue Ctesias
de Cnido, un médico cuyo Tratado sobre la India se convirtió en el ejemplo
de todas las extravagancias y amplificaciones de los viajeros. Estudiado
con detalle por Gómez Espelosín –a quien estamos siguiendo en estas líne-
as-, Ctesias mereció el desprecio de autores como Aristóteles, Luciano, Estra-
bón y Plutarco. Sus relatos de la India pasaron a la historia como arquetipo
máximo de la literatura de viajes, ese arte legendario que consistió siempre
en figurar lugares y embaucar auditorios. Parece ser que Ctesias jamás via-
jó a la India.Y sin embargo, si hubo un artífice de la India como espacio extra-

19
Plinio el Viejo, Historia Natural, IV vols., Madrid: Gredos, 1995-1998.

99
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ño y maravilloso ése fue Ctesias, el causante de que desde entonces la India


(y por extensión Oriente) fuera lo que durante siglos fue para Occidente, el
lugar exótico y opuesto por excelencia. Y esto es lo importante: que Cte-
sias, con todas sus patrañas y su desmedida afición por los tropos, formó la
idea de una India verosímil, transformándola en un verdadero topos litera-
rio, esto es, en un tópico, en un lugar común20.
Siglos después, los herederos de la saga de Odiseo y Ctesias fueron el
Pseudo Calístenes, Marco Polo y John Mandeville. El primero fue uno de los
autores del gran mito de Alejandro. Su Vida y hazañas de Alejandro de Mace-
donia es una obra temprana (s. III d.C.) pero de muy largo recorrido, pues
originó multitud de versiones y derivados de gran éxito, así en el Occidente
cristiano como en el Islam. La figura de Alejandro Magno, sus viajes y con-
quistas reales o imaginarias, las regiones fantásticas que visitó y sometió
(de nuevo la India a la cabeza) fueron el estereotipo de relato donde cabían
prodigios, países fabulosos, seres mitológicos, animales insólitos y todo tipo
de fantasías naturales21.
Marco Polo es capítulo aparte en cualquier listado de viajeros, por apre-
surado que sea. El comerciante veneciano de finales del s. XIII adquirió renom-
bre gracias al relato que compuso en colaboración con Rusticello, la sonadí-
sima Devisement du Monde (Descripción del mundo) y el hecho de que sea
más conocida por otro de sus títulos, el Libro de las Maravillas del Mundo,
es suficientemente elocuente. La gran fama de Marco Polo sin embargo lle-
garía más tarde y se debe a la inclusión de dicha relación en la posterior y céle-
bre compilación de Ramusio, Delle Navigazioni e Viaggi (1550-1559). Fue
gracias a la colección de Ramusio que Marco Polo logró convertirse para el
Renacimiento en poco menos que el epítome de los viajeros.
Suele mantenerse que Marco Polo era un observador escrupuloso, alguien
que manifestaba “un culto positivista por los hechos”, es decir, un persona-
je más cercano a la figura del testigo fidedigno que al del impostor. Según
dicha interpretación, la más extendida, los hechos fabulosos y maravillas con-
tenidas en el libro habrían sido cosecha de su otro autor, Rusticello, lo cual
estaría avalado por las diferentes ocupaciones de ambos. Mientras Marco
Polo era un mercader, viajero y diplomático, un hombre de acción que gus-
taba de la descripción precisa de las cosas, de su materialidad, Rusticello
era un hombre de cultura libresca, literato de corte, aficionado a la novela

20 Ver Gómez Espelosín, pp. 253 y ss.


21 Vladimir Acosta, Viajeros y maravillas, Caracas, Monte Avila, III vols., 1993. Verdadero tour
de force en materia de viajes antiguos y medievales, su primer volumen está dedicado a las diversas
versiones de los viajes de Alejandro Magno.

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caballeresca y por tanto inclinado hacia lo maravilloso, lo imaginario, lo exó-


tico. Pero como señala Vladimir Acosta, se trata más bien de que lo fabulo-
so en los Viajes de Marco Polo encuentra su proyección en el propio terre-
no de lo material, en las riquezas, los tesoros y las piedras preciosas, en el
lujo desaforado de las cortes asiáticas, en sus ciudades y palacios resplan-
decientes. En todo aquello, en fin, donde como es lógico un audaz merca-
der pondría su vista y haría uso de sus recursos literarios (de sus tropos)
con el objeto de cautivar a un auditorio de cortesanos y comerciantes22.
Los milagros y leyendas, por demás, desfilaban por sus páginas, muchos
de ellos relacionados con lo que la tradición cristiana esperaba o deseaba
encontrar en Oriente (vestigios de los Reyes Magos, historias bíblicas liga-
das a los santos lugares, etc.). En todo caso, su lugar prominente en el capí-
tulo de los viajeros dados a lo maravilloso está fuera de duda. El Marco
Polo de Rusticello (y aún más el de Ramusio) fue entendido y leído como una
relación novelesca cargada de descripciones fantásticas y no como un rela-
to fidedigno de la geografía de la China mongol. De hecho fue proverbial el
desprecio que mereció entre los cosmógrafos y los cartógrafos de la Baja
Edad Media y el Renacimiento.
Mandeville, por fin, sería el último representante en este apretado repa-
so de los viajeros vistos como impostores y, sin duda, quien más hizo en
este sentido. Desde que vió la luz por primera vez su Tratado de las cosas
más maravillosas y notables que existen en este mundo (c. 1536), una mul-
titud de versiones primero manuscritas y más tarde impresas recorrieron toda
Europa hasta el mismo siglo XVIII. Su difusión y fama excedieron incluso
las de Marco Polo. La identidad de su misterioso autor ha sido siempre una
cuestión muy debatida: seguramente un caballero inglés que abandonó la isla
y viajó a Oriente para acabar sus días en Lieja; quizás uno de los dos veci-
nos de la ciudad flamenca donde apareció el texto y con quienes, al parecer,
Mandeville entró en contacto, el notario Jean d’Outremeuse, o tal vez el médi-
co, naturalista y astrólogo Jean de Bourgogne23.
Sea como fuere, lo importante es subrayar la doble y perenne impron-
ta que Mandeville logró consolidar en el género de la literatura de viajes:
por un lado, desde el Tratado de las cosas más maravillosas, la baja cre-
dibilidad de los viajeros pasó a ser un asunto de dominio público y por otro,
esto no impidió su circulación, más bien lo contrario, la favoreció, pues si
Mandeville consiguió algo –algo realmente difícil- fue ser un autor leído,

22
Vladimir Acosta, vol. III, pp. 165-191.
23
Ibidem, vol. III, pp. 214-218.

101
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extraordinariamente leído, podría decirse24. A pesar del carácter fantasio-


so del relato (muchos dudan de que ni siquiera hubiera viajado, incluso
de su existencia), los eruditos y hombres de ciencia lo leyeron, y con bas-
tante más respeto con que leyeron a Marco Polo. Es decir, gracias a su catá-
logo de prodigios y maravillas (y no a su pesar), Mandeville logró ser un
escritor estimado, apreciado en virtud de tamañas falsedades, lo que nues-
tro Bernard del s. XVIII –según veíamos antes- hubiera calificado como
un autor valioso, enormemente valioso.
El éxito de Mandeville entre los círculos cultos de la Europa renacentis-
ta se multiplicó entre las clases populares. Aquí, en la modelación del imagi-
nario colectivo en geografía y etnografía de lo maravilloso, la huella de Man-
deville fue enorme. Está probado, por ejemplo, que el mundo del propio Menoc-
chio, el entonces anónimo molinero friulano del Quinientos hoy célebre gra-
cias a la investigación de Carlo Ginzburg, estuvo marcado por las maravillas
de Mandeville. Pero dicho influjo va más alla, pudiéndose rastrear incluso
en los chap-books y en la literatura popular de toda la Ilustración25.
Es difícil calibrar las razones de tan extendido éxito (desde los legos a los
expertos y desde el siglo XVI hasta el XVIII). Ciertamente lo primero que
habría que decir de Mandeville es que fue un escritor tan extraordinario como
los hechos por él descritos. Su libro posee un gran desarrollo narrativo, se
sigue con mucho interés y avanza con pulso a medida que el lector se intro-
duce en el texto. Es un relato dotado de un orden interno. Su leit motiv, “las
cosas maravillosas y notables”, adquieren presencia según progresa la lec-
tura, esto es, según el viajero –y con él el lector- avanza en su itinerario y
accede a lugares cada vez más lejanos. Desde Occidente a Palestina, desde
los lugares santos a la India, y desde las tierras del Preste Juan y la China
del Gran Kahn hasta las proximidades del Paraíso Terrenal, lo prodigioso y
lo extraordinario ganan terreno. Desde lo conocido a lo desconocido, el terri-
torio idóneo para la fabulación encuentra su escenario natural en las partes
más recónditas del mundo: una opción lógica, por otra parte, pues en esas
regiones los lectores (como sucedía en los relatos griegos) jamás podrían veri-
ficar la realidad o falsedad de los sucesos. En una palabra: la verosimilitud

24 Sobre Mandeville, como sobre Marco Polo, la bibliografía es anchísima. Además de Acosta,

nos permitimos recomendar el ya citado Percy G. Adams, Travel Literature and the Evolution of the
Novel, The University Press of Kentucky, 1983. Igualmente, en castellano, la reciente Ana Pinto
(ed.), Los viajes de Sir John Mandeville, Madrid, Cátedra, 2001. Sobre viajes medievales, también
Claude Kappler, Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media, Madrid, Akal, 1986.
25 Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos: el cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelo-

na, Muchnik, 1981. Sobre literatura popular en el mundo anglosajón, ver Victor E. Neuburg, Popular
literature: A History and Guide, Harmondsworth, Penguin, 1977.

102
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de lo maravilloso estaba determinado por la inaccesibilidad de los lugares


donde se producía. Nadie lo hubiera tomado en serio de haber situado –por
ejemplo- a los cinocéfalos antropófagos en la Toscana. Sin embargo, perdi-
dos en un archipiélago de un mar oriental, en la lejana isla de Nacubera, su
existencia sí que parecía factible.
Además de por su lejanía, la posibilidad de un hecho extraordinario venía
avalada por una estrategia narrativa adecuada. Mandeville, mezclando leyendas
y fuentes diversas, narra el viaje en primera persona. Introduce lo maravillo-
so en el relato de la propia experiencia y no por tercero interpuesto. Mande-
ville se presenta como un testigo ocular, un recurso tan efectivo como moder-
no, y de ahí que en el mundo anglosajón se le considere un precursor de la
narrativa moderna, por cómo logra esa sensación de realismo mediante la narra-
ción en primera persona. Más aún: el viajero no experimenta lo extraordinario
como tal, sino que lo introduce sin inmutarse, impasible, sin apenas mostrar
asombro ante hechos evidentemente asombrosos. Mandeville coloca lo inau-
dito en el ámbito de lo cotidiano, trasladando sobre el lector la sensación de
que se halla, efectivamente, tan absorbido por el ambiente que, como los
propios nativos, admite lo sobrenatural con el mismo gesto de indiferencia
–digamos- con que un holandés observaría una placa de hielo.
Con este procedimiento Mandeville conseguía transportar al lector al lugar
de los hechos, esto es, el sortilegio de los sortilegios, el truco de cualquier
viajero, de cualquier narrador que se precie: hablarle al lector como si éste
estuviera delante de los hechos, hacerle creer que las cosas se están produ-
ciendo delante de sus ojos, provocándoselas en su imaginación.
Por consiguiente, la imaginación –la de Mandeville, pero también la de
sus lectores, por extensión la de todo viajero, la de todo lector- no era una
facultad ajena a la obtención de verosimilitud. Por el contrario, era su motor.
Longinos, autor de uno de los primeros tratados de poética conocido en Occi-
dente, Sobre lo sublime, nos lo recuerda con esta sentencia:

“Que la imaginación, en oratoria, cumple una función distinta de la que desem-


peña en poesía es un hecho que no se te oculta, como tampoco que su propósito
es en poesía provocar el asombro y en prosa la evidencia”26.

La capacidad de la imaginación para producir evidencia en el terreno


de la prosa es un hecho sobre el que merece la pena detenerse. Es una
afirmación válida no sólo para los narradores de literatura, de ficción,

26
José Alsina (ed.), Anónimo, Sobre lo sublime. Aristóteles, Poética, Barcelona, Bosch, 1996,
pp. 67-209, p. 123.

103
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sino para todo tipo de narradores, para todo escritor de prosa, incluidos
los científicos y los viajeros. Denostada como causa que hacía de los via-
jeros una gente tan sospechosa como los mentirosos, los ladrones y los poe-
tas, la imaginación era también la herramienta para fabricar hechos memo-
rables27, así como el mismo instrumento con que los lectores podían creer
en los hechos relatados (maravillosos o no). La imaginación, en fin, venía
a ser como el pecado de los viajeros, pero también su virtud, la única vir-
tud con que poder armar y hacer funcionar sus tropos para presentar sus
hechos (ciertos o no) de manera verosímil.
A la altura de 1700, por tanto, la imaginación era el origen de la enfer-
medad a la que se refería Plutarco, aquello que los hacía ser vistos como
unos mentirosos proverbiales, pero también su único básamo posible, el
único remedio con que un viajero podía redimirse y presentarse ante su
público, en vez de como un impostor, como un autor valioso, e incluso como
un testigo digno de crédito.
Consciente de ambas cosas, desde 1725 en adelante Jonathan Swift se
convirtió en uno de los primeros autores modernos que cautivó un gran éxi-
to editorial a base de parodiar lo que él llamó “el hábito infernal de los via-
jeros por la mentira”. Y no deja de ser un gran sarcasmo que un autor de
ficción arremetiese contra el venerable arte de la mentira. Al final del cuar-
to viaje de Gulliver, Swift se despachaba contra todos los truhanes y viaje-
ros apócrifos, e incluso proponía que se promulgara una ley mediante la
cual todo viajero, antes de publicar su relato, jurara delante del Gran Canci-
ller la veracidad de lo escrito. “Y es que hay autores –concluía- que con tal
de que sus obras sean mejor aceptadas por el público, llevan al lector no
precavido a creer las más burdas falsedades”28.
Así pues, era bien poderosa la tradición que operaba en su contra,
una tradición que persistía –según hemos visto- en fecha tan tardía como
1785, cuando se publicaron los viajes del Barón de Munchausen. Es cier-
to que para entonces ya estaba muy consolidado el tópico opuesto, el
gran movimiento impulsado desde el empirismo y la ciencia moderna para
convertir a los viajeros en testigos autorizados, en recopiladores fidedig-
nos de hechos naturales. Aunque no nos hayamos ocupado aquí de ello,

27 Puede ser interesante hacer notar que en inglés la expresión característica para anteponer los

hechos a las palabras (fórmula que procede de la imposición del lenguaje experimental frente a la retó-
rica escolástica) es deeds, not words. Me parece revelador que deeds signifique hechos memorables,
hechos dignos de ser recordados, hazañas, poco más o menos. Para crear hechos memorables es pre-
ciso el concurso de la imaginación; o, dicho de otra forma, para crear hechos se requieren palabras y
no su erradicación.
28 Jonathan Swift, Tercer y cuarto viajes de Gulliver, Barcelona, Fontamara, 1981, cap. XII, p. 151.

104
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conviene tenerlo presente: desde el siglo XVI en adelante se observa una


reubicación de su status, un esfuerzo por dotar de crédito a quienes al fin
y al cabo se lanzaron sobre el mundo para cumplir el mandato central de
la ciencia moderna (leer directamente el Libro de la Naturaleza). Este movi-
miento cuajará en el siglo XVIII, la gran época de los viajeros naturalis-
tas y los navegantes hidrógrafos, quienes recorrieron el globo con el arse-
nal necesario para construir hechos ciertos: iconografía, nomenclatura lin-
neana, cálculo, trigonometría esférica, lenguaje experimental, instru-
mentos de precisión29.
Pero no se trata tan sólo de que las relaciones de viaje y los escritos cien-
tíficos de una u otra época contuvieran errores o falsedades, algo que en
todo caso juzgaríamos desde lo que hoy consideramos cierto o no, como
cuando en la anécdota del Rey de Siam nosotros sabemos de la existencia
del hielo. Más bien se trata de ver cómo se fue implantando esa retórica
de la verdad, la retórica de la neutralidad y de la testificación objetiva e
imparcial de los hechos.
Bien mirado, había dos formas de convencerle al Rey de Siam de la
existencia del hielo: una, llevarle a Holanda y que lo viera con sus propios
ojos (lo cual probablemente le hubiera hecho pensar que estaba ante un pro-
digio, un hecho más cercano a lo milagroso que a lo natural); la otra, intro-
ducirle en el lenguaje de los estados de la materia, es decir, haberle prepa-
rado antes, haberle incorporado a unos códigos de civilidad y veracidad
dentro de los cuales la existencia del hielo dejaba de ser un hecho increíble30.
Si hubiera obrado así, el embajador de Holanda se hubiera comportado
como muchos de los experimentalistas, viajeros y científicos modernos,
quienes –por encima de declaraciones programáticas- siempre tuvieron pre-
sente la vieja preceptiva de Aristóteles sobre la disposición de un argu-
mento y la construcción de la trama; una preceptiva que enseña cómo la
aceptabilidad o inaceptabilidad de una historia no reside en la historia mis-
ma, sino en el sistema de valores que regulan la vida social. Para resultar
aceptable una trama, la trama ha de ser verosímil, y lo verosímil -viene a
decir Aristóteles- no es más que la adhesión a un sistema de expectativas
compartidas habitualmente por una audiencia31.
Y es desde ahí, entonces, que podemos comprender cómo han encaja-
do dentro de las expectativas colectivas de la cultura occidental tropos

29
Barbara M. Stafford, Voyage into Substance. Art, Science, Nature, and the Illustrated Travel
Account, 1760-1840, Cambridge, Mass., MIT, 1984, pp. 31-59.
30
Sobre verdad, códigos de civilidad y lenguaje científico, ver S. Shapin (1994).
31
Aristóteles, Retórica, Madrid, Alianza, 1998, libro II.

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verdaderamente fabulosos –por lo bien construidos-, tropos como la exis-


tencia de estrechos, continentes y seres imaginarios. Todos ellos, desde Poli-
femo a las amazonas y desde la Atlántida a la Quarta Pars, como en gene-
ral tantas y tantas verdades científicas, han venido siempre a colmar los
sueños generados en el seno de la propia cultura que los alumbró. Y a esto
precisamente es a lo que siempre se han dedicado tanto los escritores como
los viajeros y los científicos: no sólo a retratar el mundo tal cual es, sino
a describirlo y a contarlo como nos gustaría que fuese o como sospecha-
mos que tal vez sea. Y es que una de las funciones de todo viaje, de todo
conocimiento –y quizás no la menos importante- es justamente ésta: des-
plegar las posibilidades de lo real, abrir el mundo y torturarlo, ensanchar
los límites de lo posible.

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03.cap04 parte 01 28/8/06 13:07 Página 109

ESCRITURA FEMENINA Y LITERATURA DE VIAJES


VIAJERAS INGLESAS EN LA ESPAÑA DEL XIX,
LUGARES COMUNES Y VISIONES PARTICULARES

Elena Carrera, Oxford Brookes University

El concepto de écriture féminine aparece en el contexto académico femi-


nista francés de los años 70 como estrategia política para defender el derecho
de las mujeres a manifestar su “diferencia sexual” y subrayar a la vez la nece-
sidad de superar la lógica binaria en la que lo femenino se define en oposi-
ción a lo masculino, como la parte oscura, irracional, menos conocida de nues-
tra cultura. Hélène Cixous, la principal exponente de este concepto, lo utiliza
para etiquetar un tipo de escritura producida tanto por mujeres como por hom-
bres (entre ellos Shakespeare, Kleist y Jean Genet)1. Basándose en estereoti-
pos culturales tradicionales, Cixous distingue entre una “economía libidinal
masculina”, asociada a la propiedad, lo apropiado, a la obsesión por dominar,
clasificar y apropiarse del medio, y una “economía libidinal femenina” de carac-
terísticas opuestas a aquella: “generosidad, exceso, riesgo no calculado”2. En
un intento de deconstrucción de la lógica vigente, la racionalidad que ha domi-
nado la cultura occidental mediante la represión de lo femenino, Cixous invo-
ca el deambular infinito del deseo que no tiene destino fijo, presentándolo como
una alternativa ficticia (femenina) al tropo de la navegación masculina que a
través de los siglos ha ido dando forma a la identidad de Europa:

1 Hélène Cixous, “Entretien avec Françoise van Rossum-Guyon”, Revue des sciences humaines,

N° 168, 1977, pp. 479-93.


2
Hélène Cixous, La Jeune Née (en colaboración con Cathérine Clément), París, UGE, 1975, p. 10-18.

109
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“Lo que tiene lugar es una circulación infinita de deseo de un cuerpo a otro,
por encima y a través de la diferencia sexual, fuera de las relaciones de poder y
regeneración establecidas por la familia. […] Ello adapta la forma metafórica
del deambular, el exceso, el riesgo de lo inestimable”3.

La función del viaje como factor clave en la creación de identidad cul-


tural ha sido subrayada también por Michel de Certeau en L’écriture de l’his-
toire (1975) para quien la historiografía occidental surge como resultado
del viaje y el encuentro colonial, de la perspectiva sobre el país propio que
da el viaje y el regreso.
Como respuesta a los planteamientos de Cixous y al auge generaliza-
do de los estudios sobre la historia de las mujeres desde los años 70, cabría
plantearse si existe una historiografía alternativa, o si podría reconstruir-
se a partir de los relatos de viajes escritos por mujeres a través de los siglos.
En el ámbito de los relatos de viajeras inglesas en el que voy a intentar
dar respuesta a estas preguntas, nos encontramos con una reducida pero
impresionante colección de narraciones en primera persona en las que, a
juicio de Leo Hamalian, “se combinan el espíritu de individualismo con
el aprendizaje genuino”4. Mary Louise Pratt, en su esclarecedor estudio
sobre los diversos tipos de escritura colonial, sostiene que los relatos de
viajes basados en la experiencia ponen el énfasis en la esfera privada del
individuo, el ámbito del deseo y la sentimentalidad, que el mundo burgués
define como “otredad”5. Siguiendo la lógica del argumento de Pratt, podrí-
amos suponer que el análisis de ese tipo de escritura podría ayudar a la
reconstrucción de esa otra historia, privada, femenina quizá, menos cono-
cida, que la historiografía dominante no ha tenido en cuenta. Así pues,
ahondando en la idea del viaje como punto de partida de la historiografía
(Certeau), ámbito del aprendizaje individualizado (Hamalian) y pretexto
de un tipo de escritura en el cual el discurso del deseo prevalece sobre el
racional (Pratt), me dispongo a examinar los relatos existentes de muje-
res británicas que viajaron a España entre 1840 y 1884, y contrastarlos con
la famosa guía de viajes de Richard Ford, Manual para viajeros por Espa-
ña y lectores en casa, editado en 1845, y con la versión abreviada, Cosas
de España, que Ford publica específicamente para mujeres un año más tar-

3
Hélène Cixous, “Le sexe ou la tête”, Les cahiers du Grif, N° 40, 1976, pp. 5-15 (p. 14). Tra-
duzco todas las citas del francés y el inglés, así como los títulos de los libros de ingleses en los que
baso mi análisis.
4 Leo Hamalian, Ladies on the Loose: Women Travellers of the Eighteenth and Nineteenth Cen-

turies, South Yarmouth (Mass.), Curley, 1981, p. xii.


5
Mary Louise Pratt, Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation, Londres, Routledge,
1992, p. 78.

110
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de6. España es para Ford un terreno femenino, exótico y orientalista, un


lugar poco común, “el país más romántico, vivo y peculiar de Europa”, un
“pueblo generoso, masculino independiente y pintoresco, cuyas energías
han sido en gran parte reprimidas por el mal gobierno de la Iglesia y el
Estado”7. Esta “otredad” podía en principio fomentar cambios en el pun-
to de vista de los viajeros. Sin embargo, Ford propone un plan de acción
que no tiene en cuenta el punto de vista del “otro”, sino que lo objetivi-
za: “en esta época de investigación práctica, las características de Espa-
ña, sus poderosas cordilleras y ríos, la riqueza de su suelo y subsuelo, su
vegetación y minas, ofrecen un amplio y desconocido campo de acción
para naturalistas y hombres de ciencia”8. Ford invita a España no sólo a
los científicos, sino a cualquier ciudadano británico medianamente culto
que estuviera dispuesto a superarse a sí mismo y probar a otros su virtud
o su arte: “quienes estén deseando nuevas emociones, o quieran hacer un
cuadro o capítulo; en resumen, conseguir aventuras para el mercado inter-
no”9. La imagen de España que presenta Ford es la de un terreno incóg-
nito, virgen y femenino del que el caballero ocioso inglés podría apropiar-
se con facilidad:

“Aquí hay paisajes para llenar una docena de carpetas, […] ¡Cuántas flores
languidecen sin botanizar, cuántas rocas endurecen sin ser clasificadas por geó-
logos; qué vistas esperan impacientes ser bosquejadas; qué osos y ciervos ser caza-
dos al acecho; qué truchas ser pescadas y comidas; qué valles abren sus senos,
anhelando abrazar al visitante; qué bellezas vírgenes nunca vistas esperan al miem-
bro afortunado del Traveller’s Club, que en diez días puede cambiar lo aburrido
del eterno Pall Mall por esos parajes nunca pisados; y cómo se gana en digni-
dad descubriendo así una terra incognita[…]!”10.

En estas palabras podemos ver cómo la obsesión decimonónica por la taxo-


nomía, por ampliar el conocimiento científico mediante la etiquetación de espe-
cies nuevas de otros países, se suma a las actividades tradicionalmente masculi-
nas de la caza y la pesca, y pasa a formar parte de lo que Cixous ha dado en lla-
mar “economía libidinal masculina”. El viaje a España que propone Ford no es
del todo filantrópico, sino que promete ganancias en términos de alicientes y has-

6
Richard Ford, Handbook for Travellers in Spain and Readers at Home, Londres, John Murray,
1845; Manual para viajeros por España y lectores en casa, trad. Jesús Pardo, Madrid, Taurus, 1982;
Gatherings from Spain, Londres, John Murray, 1846.
7 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 40 y p. 8.
8 Richard Ford, Handbook for Travellers, p. 7.
9 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 40.
10 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 81; cf. 268.

111
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ta de dignidad. Además de las connotaciones eróticas de un territorio femenino


y virgen que abre sus senos al visitante, Ford presenta a España como fuente de
placer estético. “Admiremos todos a sus mujeres de ojos negros, tan francas y
naturales, a quienes la voz de todas las épocas ha otorgado la palma de la atrac-
ción y a las que Venus ha legado su corset mágico de gracia y fascinación”11.
La exhortación de Ford al ejercicio de la observación estética como pre-
texto del viaje puede relacionarse con el tipo de propaganda que un siglo
antes habían hecho escritores como Joseph Addison, quien presentaba la
contemplación estética como una “ocupación de caballeros, un signo de
estatus social y una fuente de formación en la experiencia de la propiedad
individual”12. Desde el punto de vista generalizado por Addison, la capa-
cidad de gozar de lo estético era un atributo privativo del hombre cultiva-
do, cuya “imaginación cortés” otorgaba a su dueño “un tipo de propiedad
en todo lo que ve”, que se le negaba al “vulgar” resto de la población13. El
viaje a Europa, el Grand Tour, era elemento obligado de la educación aris-
tocrática, el toque final de distinción que se producía como resultado de
la contemplación estética de otros países civilizados; esa dimensión esté-
tica diferenciaba el viaje a Europa de los viajes de exploradores, emigran-
tes y misioneros.
A lo largo del siglo XVIII el disfrute de placeres estéticos como la músi-
ca, la pintura, arquitectura y el paisaje natural había ido haciéndose extensi-
vo al grupo de comerciantes e industriales adinerados, pero seguía viéndose
como algo elitista y privativo14. Tanto en el incipiente discurso sobre la esté-
tica moderna como en la tradición artística y literaria británica, la mujer apa-
recía principalmente como objeto estético y no como sujeto capaz de emitir
juicios de este tipo. Por ejemplo, en uno de los primeros números de la revis-
ta The Spectator, Addison declaraba en tono irónico que las mujeres podrían
beneficiarse ampliamente de sus artículos sobre la estética moderna:

“Con frecuencia me detengo a pensar que no nos hemos tomado las sufi-
cientes molestias en encontrar empleos y diversiones apropiadas para el sexo
bello. Sus entretenimientos parecen haber sido ideados partiendo de la base

11
Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 270.
12
Paul Mattick, P., Jr., (ed.) Eighteenth-Century Aesthetics and the Reconstruction of Art, Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1993, p. 5.
13 Joseph Addison, The Spectator N° 411, 21 junio de 1712, cit. en Donald F. Bond, ed. The

Spectator, Oxford, Clarendon Press, 1965, vol. III, p. 538.


14 Por ejemplo, para poder entrar al Museo Británico, fundado en 1753, se requería tener tiempo

para el ocio, ya que el museo cerraba los domingos, además de un “aspecto decente”; normativa del
Museo Británico (1810), cit. en Francis H. W. Shepard, London 1808-1870: The Infernal Wen, Los
Angeles, University of California, 1971, pp. 361-62.

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de que son mujeres, más que criaturas razonables, y están más adaptados a su
sexo que a su especie. El tocador es la gran escena de sus negocios, y el ajus-
te de sus cabellos el principal empleo de sus vidas. […] Sus ocupaciones más
serias son la costura y el bordado y su trabajo más penoso la preparación de
gelatinas y dulces. Esto, digo yo, es el estado de la mujer común; aunque sé que
hay multitudes […] que aúnan todas las bellezas de la mente con los orna-
mentos del tocado, e inspiran cierta admiración y respeto, además de amor, en
sus observadores masculinos. Espero hacer crecer el número de éstas con la
publicación diaria de esta revista, que procuraré sea siempre un entreteni-
miento inocente si no edificante, y por este medio, alejar las mentes de mis
lectoras de mayores fruslerías15”.

Esta concepción de las mujeres como objetos estéticos estaba dema-


siado extendida como para permitir que estas se atrevieran a expresar
sus propios criterios en público. Más bien al contrario, se recomendaba
que “si una mujer tiene la desgracia de tener algún conocimiento debe-
ría ocultarlo como mejor pueda”16. De hecho, la primera noticia que se
tiene de valoraciones estéticas emitidas por una mujer y divulgadas por
la imprenta inglesa, son las de una viajera, Lady Mary Wortley Monta-
gu, cuyas Cartas desde la embajada turca fueron publicadas póstuma-
mente en 1763 y leídas con fruición por Lord Byron y Mary Shelley17.
Las cartas de la madre de esta última, Mary Wollstonecraft, Cartas escri-
tas durante su breve estancia en Suecia, Noruega y Dinamarca, son tam-
bién un ejemplo de la utilización del viaje a Europa como pretexto para
expresar juicios estéticos, si bien sus valoraciones de paisajes van uni-
das a la preocupación por las necesidades vitales de sus habitantes18. A
estas mujeres y a sus sucesoras, el viaje a Europa las situaba en una
posición ventajosa, que les permitía superar prejuicios culturales sobre el
silencio público de la mujer y a la vez ofrecer a sus coetáneos un punto
de vista personal, validado por la experiencia, único modo de suplir la
educación universitaria que su sociedad les negaba.

15 The Spectator, N° 10, 12 de marzo de 1711, vol. I, pp. 46-47.


16 Jane Austen, Northanger Abbey, Oxford, Oxford University Press, 1965, pp. 110-111; publi-
cado en 1818; la primera versión es de 1798-99.
17 Lady Montagu (1689-1762), contemporánea de Addison, había viajado por Europa desde 1716,

fecha del nombramiento de su esposo como embajador británico en el imperio otomano. Debido a
sus excentricidades, pasó las últimas décadas de su vida autoexiliada en Italia; Robert Halsband, The
Life of Lady Mary Wortley Montagu, New York, Oxford University Press, 1960, pp. 194-95 y p. 288-
92; Mary Shelley, History of a Six Weeks’Tour through a Part of France, Switzerland, Germany, and
Holland, Londres, T. Hookham and C. and J. Ollier, 1817, p. 75.
18 Mary Wollstonecraft, Letters writen during a short residence in Sweden, Norway and Den-

mark, Londres, 1796.

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Con la revolución industrial se fue ampliando el grupo social que bus-


caba marcar su distanciamiento de las necesidades materiales mediante
la distinción y exclusión sociales, es decir, haciendo alarde de su crecien-
te educación y de una serie de prácticas culturales relacionadas con el
ocio, como el viaje a Europa, que resultaban inalcanzables para los asa-
lariados19. Los libros de viaje de esta época, por consiguiente, no están
tan marcados por las diferencias sexuales de sus autores como por su per-
tenencia a una clase social “distinguida”, con los suficientes recursos eco-
nómicos para desplazarse y volver con algo que contar. De hecho, el siglo
XIX no se caracterizó por la igualdad entre los sexos, como tampoco
por la igualdad de clases. Fue el siglo del sufragio censitario, por el que
se establecía la igualdad política de quienes habían alcanzado un estatus
económico comparable al de las clases privilegiadas. Las mujeres, aun
cuando pudieran tener propiedades a su nombre, tardarían bastante más
tiempo en alcanzar los derechos y las oportunidades de estudio y desa-
rrollo profesional de que disfrutaban sus congéneres masculinos. Mien-
tras tanto, por mucho que se esforzaran por demostrar su igualdad, par-
tían de posiciones marcadamente distintas. Como subrayó Mary Wolls-
tonecraft en su Reivindicación de los derechos de la mujer, publicada a
fines de siglo, el mundo en que se movían las mujeres hacía más difícil
el cultivo del entendimiento y el ejercicio de la abstracción, y por consi-
guiente el acceso al conocimiento:

“El poder de la generalización de ideas, de la extracción de conclusiones glo-


bales a partir de observaciones individuales es la única adquisición que para un
ser inmortal merece el nombre de conocimiento […] En este ejercicio, sin embar-
go, radica el verdadero cultivo del entendimiento; y todo conspira para hacer
que ese cultivo del entendimiento sea más dificultoso en el mundo de las muje-
res que en el los hombres20”.

El acceso de las mujeres de clase media y alta al discurso público


estaba limitado por convenciones sociales que restringían su actividad a
la esfera doméstica, el salón, el dormitorio y alguna escapada al jardín
de su casa. Montagu, Shelley y Wollstonecraft se contaban entre el esca-
so número de mujeres previctorianas que proyectaron su voz más allá del
jardín. Sin embargo, la expansión del turismo de las clases medias en la

19 Pierre Bourdieu, Distinction: A Social Critique of the Judgement of Taste, trad. Richard Nice,

Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1984, p. 5 et passim ofrece un interesante análisis his-
toricista de la estética.
20 Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman, Londres, J. Johnson, 1792, p. 54.

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época victoriana (1837-1901), ofreció a las mujeres mayores posibilida-


des de salir de su reducida esfera y utilizar sus viajes para adquirir cierta
voz pública. A medida que los viajes se hacían más accesibles, aumenta-
ba el interés por los libros de viajes, que servían no sólo como guías,
sino también como medio de evasión y educación de las masas de lecto-
res menos pudientes. Además, con la proliferación de ediciones de rela-
tos de viajes, las mujeres encontraron una vía alternativa a la literatura
de ficción en la que se les había encasillado, que les permitía publicar
sus hallazgos etnográficos y opiniones estéticas. Por otro lado, la esfera
doméstica de las clases ociosas fue ampliándose con el creciente apoyo del
gobierno británico a la creación de museos: Galería Nacional (1824), Gale-
ría Nacional de Retratos (1856) y Museo de South Kensington (1857).
En esta época hubo mujeres, como Charlotte Ann Eaton y Anna Jame-
son, que hicieron uso de sus viajes de familia a Italia para establecerse
como historiadoras del arte profesionales21.
En lo que se refiere a España, los viajes de turismo, iniciados a raíz
del éxito editorial de The Alhambra de Washington Irving (1832), fue-
ron promocionados por los libros y guías del editor John Murray, entre
los que se incluía el Manual de Ford. Los escasos libros de viajeras ingle-
sas en la España del XIX de que se tiene noticia en los catálogos de biblio-
tecas del Reino Unido están todavía sin estudiar y no han sido reedita-
dos ni traducidos al español. El primero que encontramos es la Narración
de un viaje en yate por el Mediterráneo durante los años 1840-41, de Eli-
zabeth Mary Grosvenor, marquesa de Westminster, “aventurera” que se
desplaza en yate por la costa de la Península y Baleares, y se adentra en
las ciudades en calesa con su marido, criados y provisiones22. El segun-
do es Castilla y Andalucía, publicado en 1853 por Lady Louisa Tenison,
una dama aficionada al dibujo que reside dos años en España con el obje-
to de rescatar sus paisajes pintorescos de la mirada negligente de sus habi-
tantes23. A este libro le sigue cronológicamente Viaje de familia por el
litoral de España y Portugal durante el invierno de 1860-61, publicado

21 Maria H. Fawley, A Wider Range: Travel Writing by Women in Victorian England, Toronto, Asso-

ciated University Presses, 1994, pp. 43-45, pp. 80-93. Si tenemos en cuenta que la carrera profesio-
nal de Eaton partió de la publicación de su ambicioso tratado Roma en el siglo diecinueve (1822), en
el que se limitaba a repetir los clichés de sus precursores sobre el clima, los paisajes, mercados,
posadas, iglesias y museos de Italia emitidos por sus precursores británicos, podemos afirmar que el
acceso de las mujeres al discurso académico estético fue más un fenómeno social que una conse-
cuencia lógica de la calidad de sus escritos, que fue desarrollándose paulatinamente.
22 Elizabeth Mary Grosvenor, Narrative of a Yacht Voyage in the Mediterranean during the Years

1840-41, Londres, John Murray, 1842.


23 Louisa Tenison, Castile and Andalusia, Londres, Richard Bentley, 1853.

115
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en 1862 por Lady Sophia Dunbar, turista aristócrata que, acompañada


de su familia y de una criada española intérprete, recorrió las costas de
la península en diligencia y siguió los escasos trayectos del ferrocarril
existentes en aquel momento24.
A partir de 1868, fecha de publicación de Al Sáhara por España, nos
encontramos con escritoras que no pertenecen a la nobleza, sino a un cre-
ciente grupo de mujeres profesionales de clase media25. La autora de este
libro, Matilda Barbara Betham-Edwards, es novelista y cruza España en tren,
de camino a Argel, buscando material para sus libros, leyendo todo lo que
encuentra, acompañando a su amiga Mme. Bodichon, defensora acérrima
de los derechos de la mujer y una de las figuras femeninas de mayor influen-
cia en la Inglaterra de la época. Marguerite Tollemache, estudiosa del arte
y de la literatura mística, viaja por museos y catedrales de España toman-
do notas para su libro Ciudades y cuadros españoles, una mezcla de relato
de viajes e historia novelada del arte español, editado en 187026. La última
autora que me propongo analizar, Frances Minto Elliot, es tanto una nove-
lista frustrada como una escritora de viajes consagrada tras el éxito de sus
libros sobre Italia. Su Diario de una mujer ociosa en España (1884) narra
las aventuras e intrigas de sus viajes por España en ferrocarril, salpicándo-
las de referencias a relatos épicos medievales de moros y cristianos a su paso
por sus distintos escenarios27.
Etiquetar estos relatos de viajeras como “escritura femenina” por el
sólo hecho de que fueran escritos por mujeres, sería, además de anacró-
nico, contrario a los objetivos que movieron a Cixous a calificar de feme-
nina la obra de Shakespeare o de Kleist. Sin embargo, cabe indagar si en
su forma de contar, en las experiencias que cuentan, o en cómo parecen
haber vivido lo que cuentan, hay algún elemento común a varios de esos
relatos que los distinga de la tradición masculina, algo que delate dife-
rencias culturales en cuanto a punto de vista o formas de demostrar cono-
cimientos. Ford se queja, por ejemplo, de que las actividades de los via-
jeros ingleses no encontraran apoyo institucional en España: “Las autori-
dades españolas no pueden entender los gratuitos desafíos de penurias y
peligros con el único propósito de botanizar y geologizar, etc., de los ingle-
ses amantes de la naturaleza y aventureros”28. Los riesgos gratuitos y filan-

24 Sophia Dunbar, A Family tour round the Coasts of Spain and Portugal during the Winter of

1860-61, Londres y Edimburgo, William Blacwood & sons, 1862.


25 Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain to the Sahara, Londres: Hurst & Blackett, 1868.
26 Marguerite Tollemache, Spanish Towns and Spanish Pictures, Londres: J.T.Hayes, 1870.
27 Frances Minto Elliot, Diary of an Idle Woman in Spain, Leipzig, Tauchnitz, 1884.
28 Richard Ford, Handbook for Travellers, p. 20.

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trópicos a los que alude Ford podrían relacionarse con lo que Cixous lla-
ma “economía libidinal femenina”, pero en la práctica eran un privilegio
al que las mujeres tenían escaso acceso. Prueba de ello es que a fines del
siglo XIX seguía viéndose con malos ojos que abandonaran su función
de madres y esposas abnegadas para sumarse a las “filantrópicas” expe-
diciones de exploradores y geógrafos: “¿Una mujer exploradora? ¿Alguien
que viaja con falda? La idea es un tanto seráfica: que se queden en casa
y cuiden a los bebés, o se dediquen a zurcir nuestras camisas deshilacha-
das. Pero que no sean ni puedan ser nunca geógrafas” 29. De la misma
forma que Ford se queja de las autoridades españolas, las mujeres victo-
rianas podían haber aducido que las “autoridades” de su país, los trata-
distas y columnistas, no entendían sus aspiraciones, y que por consiguien-
te se veían obligadas a partir hacia otras latitudes.

EL VIAJE COMO MEDIO DE APRENDIZAJE MORAL. HACER DEL OCIO VIRTUD

La versión que ofrece el Manual de Ford de España como escenario de


aventuras y peligros contrasta con la versión suavizada de Cosas de Espa-
ña, escrito para mujeres: “puede visitarse por mar y tierra en toda su longi-
tud y anchura, con facilidad y seguridad, […] los vapores son puntuales, las
diligencias, excelentes, las carreteras, decentes y las mulas, firmes”30. Esta
visión optimista de la infraestructura de transportes en España estaba quizá
motivada por los intereses de John Murray, su editor, y de las compañías navie-
ras que llevaban a pasajeros a Gibraltar. Pero Ford sugiere que una vez en
España, el mejor modo de viajar es a caballo, que, si bien no era apropiado
para damas ni para caballeros delicados, serviría al resto de los viajeros
respetables como escuela de práctica moral:

“[El viaje a caballo] imparte nueva vida, […] erradica el engreimiento del
hombre para el resto de sus días […] Es la principal escuela práctica de disciplina
moral […]. Allí mismo se aprenden las reglas de oro de la paciencia, perseveran-
cia, buen humor y compañerismo […] En ocasiones como estas, en que riqueza y
rango se ven privados de los accesorios de la superioridad convencional, el hombre
hará mayor uso de sus propios recursos, morales y físicos, que de las cartas de cré-
dito; su ingenio se verá agudizado por la necesidad, madre de la invención”31.

29 Publicado en la revista Punch, 10 de junio de 1893, p. 269; cit. en M. Stanley, The Imperial Mis-

sion: Women Travellers and the Propaganda of Empire, tesis doctoral, Oxford, 1990.
30 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 40.
31 Richard Ford, Gatherings from Spain, p. 83.

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El mismo Ford, predicando con el ejemplo, había recorrido más de 3.000


kilómetros a caballo durante los tres años que residió en España con su deli-
cada esposa, de 1830 a 1833, alojándose en la Alhambra de Granada en vera-
no y en Sevilla en invierno. La disciplina del viaje a caballo les estaba clara-
mente vedada a las viajeras. Sin embargo, en la España de 1840, cuando el
ferrocarril aún no existía y la orografía del territorio y las estrechas calles de
ciudades y pueblos dificultaban el transporte, quienes viajaban a España se
encontraban con amplias oportunidades de hacer del ocio virtud. Elizabeth
Grosvenor, marquesa de Westminster, que viaja por esas fechas, utiliza su rela-
to en forma de diario para hacer alarde de proezas relacionadas con la super-
vivencia, que podían justificarse en un país con la reputación de negligencia
y riesgos que tenía España, pero no en las rutas del Grand Tour en Italia, Fran-
cia o Alemania. En Cádiz, por ejemplo, ella y su marido, con la ayuda de los
criados que empujan la calesa, consiguen cruzar carreteras en estado deplo-
rable, como una que “había sido construida en gran parte por los franceses,
cruzando las montañas, pero había estado completamente descuidada duran-
te mucho tiempo”32. En un momento dado, la carretera se convierte en estan-
que y los criados tienen que volver a empujar la calesa. Grosvenor explica que-
josa que estos peligros se deben a que los españoles, no teniendo en cuenta
el punto de vista del viajero, mantienen su costumbre de construir desnive-
les artificiales para facilitar el riego de los olivos. Ella, como digna dama de
un país de abundantes lluvias, tampoco es capaz de valorar el punto de vista
del “otro”, de quienes viven del trabajo de las tierras por las que pasea. Tam-
bién relata con todo detalle otros momentos de suspense, como la entrada a
Loja en calesa, a todo galope, por calles demasiado estrechas, curvas cerra-
das y salientes verjas de ventanales, o la tempestad que, de camino de Bar-
celona a Mallorca, les hace perder sus provisiones de carne fresca. Después
de tres días de tempestad en el yate, consiguen calmar su ánimos y los del
mar con la celebración de un servicio religioso a bordo. De este modo, escol-
tada de criados y tripulación y hasta de un ministro de la iglesia anglicana, la
marquesa de Westminster logra hacer del ocio virtud.
En los demás relatos de viajeras inglesas en España el medio de transpor-
te utilizado suele ser también la principal fuente de anécdotas y aventuras.
La excepción es Louisa Tenison, que en 1853 ofrece un punto de vista más
abstracto, apuntando que “los españoles suspiran por el ferrocarril y otras
señales de la civilización del siglo XIX y dejan que desaparezcan de su
tierra las huellas del pasado”, cuando lo ideal sería poder combinar un “pre-
sente digno de otras naciones” con recuerdos del pasado de los que pudie-

32
Elizabeth Mary Grosvenor, Narrative of a Yacht Voyage, p. 96.

118
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ran sentirse orgullosos33. Termina su libro sugiriendo que España tiene mayo-
res encantos para el viajero que para el residente permanente y que cuando
mejoren los sistemas de transporte, “ofrecerá tentaciones al turista de mayor
variedad y novedad que cualquier otro país de Europa”34.
Doce años después, Lady Sophia Dunbar alerta al viajero sobre las difi-
cultades de llegar a Barcelona desde Francia, ilustrando sus argumentos con
la descripción del aparatoso accidente que ella y su familia habían sufrido
una noche, al volcar la diligencia junto a un terraplén35. Aconseja el uso
del ferrocarril en los pocos tramos existentes, de Barcelona a Mataró, a Hos-
talrich, Monistrol y Martorell, que ofrecen atractivas excursiones en cómo-
dos vagones. También hace conjeturas sobre la posibilidad de que el obis-
po de Barcelona fuera accionista del ferrocarril, lo que explicaría la existen-
cia de una conexión diaria de trenes con Montserrat (Barcelona-Monis-
trol) y de indulgencias para quienes rezaran en ese santuario36. Betham-
Edwards, que publica en 1868, se encuentra ya con una red ferroviaria más
extensa, que cruza España de norte a sur, y se instala en un compartimento
de primera clase con su amiga, Mme. Bodichon, como si estuviera en el salón
de su casa. Allí se dedica a escribir cartas y diarios, preparar el té, desayu-
nos y cenas, remendar ropa y dibujar, haciendo uso del variado contenido
de sus seis baúles de equipaje:

“Una variedad infinita de paquetes, un botiquín, una bañera plegable de goma,


una cesta de provisiones (precaución que no debe descuidarse), dos o tres paque-
tes de libros, dos o tres fardos de alfombras, un maletín de piel de útiles de dibu-
jo, cuadernos de dibujo de varios tamaños, un costurero de seda lleno de agujas
e hilos y por último, una bolsa de objetos misceláneos como cuadernos de escri-
tura, gemelos de teatro, pasaportes, una tetera, una bolsa de agua, una almoha-
dilla de aire, zapatillas y objetos innumerables”37.

Con la autoridad que le da su experiencia del ferrocarril español, reco-


mienda a las damas que viajen en primera para evitar el humo de los fuma-
dores, y no sin cierta ironía, describe el viaje en los trenes españoles como
una “experiencia poética”. Afirma haber disfrutado de la comodidad del
vagón, de la tranquila velocidad del tren y del hecho de que nadie se impa-
ciente por llegar a ningún sitio; además ha podido aprovechar las largas para-
das para hacer fotos, estirar las piernas y comer sin prisas. Los peligros empie-

33
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 236.
34
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 487.
35 Sophia Dunbar, A Family tour, p. 7.
36
Sophia Dunbar, A Family tour, p. 23.
37 Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 27.

119
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zan fuera del tren. Al llegar a la estación de Toledo, por ejemplo, se ve en


una diligencia conducida por un cochero loco o borracho que vocifera y da
con el látigo furiosamente a sus cuatro mulas, que galopan cuesta arriba y
cuesta abajo hasta adentrarse en las calles moriscas y mal empedradas de
“la ciudad más sucia, horrible e incómoda del mundo”38.
Elliot, que en 1884 publica su Diario en Leipzig para el mercado europeo,
alerta a sus lectores de que los españoles, dada su noción oriental del destino
inalterable, aceptan que los retrasos del ferrocarril son “accidentes inevitables”39.
Aprovecha uno de los incidentes de sus viajes para dar una versión novelada,
en la que contrasta su “poética” descripción del silencio y el murmullo del río
en conversación con el lago, con la descripción del susto de verse “entre dos
muertes –un desprendimiento de tierra por un lado de la vía y un ahogamiento
en el Guadalquivir por el otro-”. También se detiene a recrear ante la imagina-
ción del lector el espectáculo de cien campesinos medio desnudos, hundidos
en el fango, trabajando como titanes para liberar la vía por un lado y reforzar-
la por el otro. Su narración, lenta y entrecortada, recrea también la tensión y
ansiedad que experimentan los demás pasajeros mientras esperan a que los cam-
pesinos les saquen del peligro empujando a mano los vagones, uno por uno.
Su valoración de la situación consiste en resaltar que “en ningún otro país se
hubiera permitido que un tren siguiera su trayecto en tales circunstancias. Aquí
la vida no se estima en nada, y el riesgo de perderla aún menos”40.
Otras dificultades a las que se enfrentan las viajeras radican en la falta
de comodidades a las que estaban acostumbradas en sus casas. Grosvenor
alardea de haber ido de fonda en fonda fabricándose su propia cama con
colchones hinchables y tablas improvisadas, y de haberse preparado el desa-
yuno con sus propias manos en Loja, gracias a las provisiones que lleva-
ban. Dunbar se queja de que el hotel de Barcelona donde se había alojado con
su familia (uno de los mejores) carecía de instalaciones modernas de agua
corriente y de que en las calles estrechas el precario alcantarillado hacía el
aire irrespirable. Por ello, recomienda al viajero llevar una mosquitera por-
tátil, dada su experiencia de esos bichos “trompeteros que la atormentaban”
durante el sueño. También explica que en Martorell había una ley que prohi-
bía limpiar las calles por el valor del estiércol y que este, mezclado con el
barro al paso de las mulas, producía efluvios pestilenciales, que acababan
siendo inhalados por las desgraciadas mujeres que hacían bolillo sentadas a
la puerta de sus casas41.
38 Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 81.
39
Frances Minto Elliot, Diary of an Idle Woman, p. 103.
40 Frances Minto Elliot, Diary of an Idle Woman, p. 118.
41 Sophia Dunbar, A Family tour, p. 24.

120
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Betham-Edwards, por el contrario, intenta borrar los prejuicios de sus


contemporáneos sobre las incomodidades de España para las viajeras, y acon-
seja que se equipen de paciencia, monedas de oro y algunas nociones de
castellano educado, que ahorran tiempo, dinero y enfados. Añade que para
evitar disgustos lo mejor es no esperar que nada funcione y aceptar a los espa-
ñoles como son, lentos e irresolutos, al tiempo que utiliza la ironía al refe-
rirse a las diferencias culturales y gastronómicas. Del vino, por ejemplo, dice
que “era excelente también, aunque su invariable sabor a brea no resultara
agradable para el paladar poco acostumbrado”42. Con el optimismo que carac-
teriza su relato, Betham-Edwards apunta que en Málaga olía a pescado –cru-
do, cocinado, fresco, seco y podrido– en todas las calles, las aceras estaban
muy sucias y el siroco levantaba tanto polvo que les hacía atragantarse,
pero menciona que el lugar tenía su encanto oriental. Elliot, sin embargo,
afirma no haber estado nunca en un lugar tan detestable y describe la ciu-
dad con una serie de concatenaciones de sustantivos sin verbo:

“¡Todo sol, suciedad, tráfico, barcos mercantiles, pestilencias, cencerros de mulas,


traqueteo de ruedas, gritos, chillidos, fealdad y polvo! [...] un sol abrasador, con
mucho viento asaltándole a uno por doquier –un viento grosero y bullicioso, enjam-
bres de mosquitos, de forma que no sólo pican ya en marzo, sino que le tienen a
uno en vela toda la noche” [...] El lugar no tiene ni una sombra ni un banco donde
sentarse, un salpicón de verde, un muro pintoresco, un monumento, o cualquier
vestigio de antigüedad o belleza, ni una mala yerba, o una flor en la que pueda des-
cansar la vista; todo ruido, viento […] Y para colmo, lo que llaman ‘alameda’ no es
más que grava seca con cuatro palos mal plantados del tamaño de dedos”43.

A la vista de estos escritos, la pregunta que debemos plantearnos es si la


experiencia del viaje les sirve como aprendizaje –como escuela de virtud–
o si su principal función es la de establecer la superioridad de su identidad
como ciudadanas británicas, una identidad que, de haberse quedado en casa,
no tendría gran valor. La respuesta quizá esté en el punto medio. El ocio
forzoso y las limitaciones de acceso a la educación y de desarrollo personal
con que estas mujeres de clase acomodada se encontraban en su país les impul-
saban a salir de viaje. Como apuntó Elliot al final de su Diario de una mujer
ociosa en Italia, trece años antes de su viaje por España, al tener que regre-
sar a Inglaterra, se veía “forzada a dejar su posición de mujer ociosa que escri-
be (¡no tan ociosa!) y de tener que volver a convertirse en ‘mujer de su épo-
ca’, que es cuando en realidad no tiene nada que hacer”44. El viaje, pues, ayu-

42
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 32.
43
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 37-40.
44 Frances Minto Elliot, Diary of an idle woman in Italy, Leipzig, 1872, p. 279.

121
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daba a estas mujeres a dejar de ser “mujeres de su época” para ser ellas mis-
mas. Las dificultades de adaptación al nuevo medio –hábitos gastronómicos,
higiene pública, incidentes en trenes o diligencias– les daban la oportuni-
dad de desarrollar habilidades que la vida ociosa en su país truncaba. No obs-
tante, el viaje también les daba la oportunidad de desmarcarse y distinguir-
se de las mujeres que se quedaban en casa. No es de extrañar, por tanto, que
Grosvenor, Dunbar y Elliot adoptaran una distancia crítica hacia lo que habían
vivido en España y utilizaran sus libros de viaje para presentarse a sí mis-
mas como damas “distinguidas”.

EL VIAJE COMO MEDIO PARA EJERCITAR LA OBSERVACIÓN.


JUICIOS Y PREJUICIOS ESTÉTICOS

Por regla general, el viaje a España de las mujeres inglesas de la época


victoriana es un viaje de turismo con objetivos educativos de marcado carác-
ter estético, refinar su capacidad discriminatoria, cultivar el buen gusto, incre-
mentar su cultura. Mientras que los hombres de letras podían publicar sus
opiniones basándose en el estudio y el ejercicio del entendimiento, una mujer
que quisiera escribir necesitaba recurrir a la experiencia como fuente de auto-
ridad45. El viaje, pues, servía de pretexto y de justificación de opiniones esté-
ticas, pero estas no estaban basadas solo en la experiencia. No tenemos más
que recordar la advertencia que, según nos cuenta T. Gautier en la introducción
de su Voyage en Espagne (1846) le había hecho Rilke: sería difícil escribir sobre
España después de haber estado allí.
Por otro lado, está claro que la experiencia del viaje no se inicia en otro
país sino en el propio, con los estereotipos, prejuicios y lugares comunes
que ayudan a planearlo y podríamos decir que especialmente en el caso de
estas mujeres victorianas el hacer referencia a clichés y lugares comunes
sobre España derivados de lecturas les permitía demostrar conocimientos
y participar en la tradición cultural escrita, a la que no era fácil acceder. El
Manual de Ford sugería que la misión de los viajeros en España no era
tanto la de educarse como la de prestar un servicio a la civilización, con la
recogida de datos y descripciones de los monumentos y obras de arte que
las invasiones francesas y las guerras carlistas habían destruído o deterio-
rado, “las obras de siglos de devoción religiosa, ciencia y arte, pisoteados

45 Tollemache, por ejemplo, consiguió publicar su libro sobre el arte español a la vuelta de su

viaje a España, pero tuvo que esperar más de veinte años para poder sacar a la imprenta su tratado de
1863 sobre los místicos españoles, Spanish Mystics, Londres, 1886.

122
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por el talón vándalo de destructores extranjeros y domésticos y que han deja-


do una profunda huella, ‘la marca de la bestia’ que hará sufrir a intelectua-
les, artistas y filántropos”46. Louisa Tenison parece haber respondido a la
llamada de Ford, ya que reside dos años en España con la intención de obser-
var y describir las reminiscencias de su antiguo esplendor, salvándolas así
de la negligencia y el olvido. Su libro combina una serie de bocetos de
paisajes y obras arquitectónicas, realizados por ella y por el artista sueco
Egron Dundgren, que acentúan lo exótico y lo sublime, con una narración
que subraya la decadencia y corrupción de la nación española47. Su voz narra-
tiva es la de una aristócrata británica interesada tanto en poner de mani-
fiesto su cultura y talento artístico como la de poner en tela de juicio ideas
preconcebidas, las imágenes orientalistas de España difundidas por Irving
o la información etnográfica de la guía de Ford. Betham-Edwards, por su
parte, no parece dejarse llevar por las sugerencias de Ford, pero se hace
eco momentáneamente de sus quejas sobre el estado del arte español,
apuntando que quienes quieran ver los restos moriscos de Toledo deben apre-
surarse porque, dada la negligencia de sus habitantes, en unos años no
quedaría nada. Ella de momento se apresura a desmantelar los mitos que
presentan a España como tierra del Cid, el Quijote y bellas mujeres, que
no corresponden a la realidad: las madrileñas le parecen guapas pero, como
los madrileños, de aspecto frágil y escasa dignidad.
En 1870 Tollemache viaja a España con la misión de traer al mundo
civilizado el conocimiento de obras artísticas desconocidas, pero aparte
de su visita guiada al Prado, que presenta como la mejor colección de cua-
dros del mundo, y una de las más desconocidas, sigue la tradición de
sus antecesoras de hacer observaciones estéticas sobre el aspecto pinto-
resco de los españoles y sus atuendos. Su libro, como los de las otras muje-
res inglesas que escriben sobre España en esta época, sirve no solo para
divulgar el conocimiento de las rutas típicas de catedrales, museos y monu-
mentos de interés para lectores con aspiraciones estéticas, sino también
para revisar lugares comunes de la España de Irving, Ford y Gautier. Se
lamenta de que, a excepción de los pordioseros, nada en Madrid parecía
español: no se veían mantillas ni hombres con mantas de colores al hom-
bro, de modo que al llegar a Valencia encuentra en las tiendas las man-
tas de colores y mantillas que andaba buscando y no duda en recomendar
a los viajeros ingleses que las compren. Ford había definido la mantilla
como “el tocado femenino aborigen de Iberia” y como la esencia de las

46
Richard Ford, Handbook for Travellers, p. 8.
47
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 3 y 236.

123
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mujeres españolas, advirtiendo de que se encontraba amenazada por la


invasión de modas francesas:

“Tal es la tiranía de la moda, que estas mujeres están dispuestas a arriesgar


la sustancia por la apariencia y a luchar por convertirse en meras copias de segun-
da calidad en lugar de seguir siendo inimitables originales. Traidoras al verda-
dero españolismo, sacrifican en el altar de la moda extranjera incluso el mismo
atractivo, porque prefieren los cocos o algodones de Manchester a los alepines
o bombasís de Valencia, al mismo tiempo que los sombreros y las capotas de los
bulevares parisienses están eclipsando a las mantillas”48.

Grosvenor se hace eco de este tipo de quejas: “Es de lamentar que


las mujeres estén abandonando el bonito traje nacional de la basquiña y
mantilla; o que combinen esta última con vestidos de estilo francés o
inglés, que restan gracia y belleza a su aspecto”49. Tenison expresa su desi-
lusión al comprobar que su idea preconcebida de la belleza de las mujeres
españolas, tan alabada por viajeros como Ford, no era más que un espe-
jismo, y mantiene que la fascinación y embrujamiento que habían pro-
ducido la silueta de las españolas y su salerosa forma de andar no eran
sino el efecto de la mantilla y la estrecha basquiña. Se queja también de
la moda de vestir colores vivos y chillones, que contrasta con el elegan-
te traje negro de veinte años atrás (la época descrita por Irving y Ford).
Finalmente, describe la moda de los gorros franceses (casi plagiando la
expresión de Ford) como “sacrificio de la única peculiaridad de las muje-
res españolas” y arguye que la mantilla no sólo les da un aspecto ele-
gante sino que es el único tocado que encaja a sus abundantes cabelle-
ras50. Todas estas escritoras ven a las mujeres españolas desde fuera y
las juzgan según su apariencia y sus atuendos. Al referirse a ellas como
“objetos estéticos” no hacen sino seguir las pautas dominantes de su épo-
ca. No parecen interesadas en continuar la labor de denuncia que inició
Mary Wollstonecraft en 1792 contra los “libertinos conceptos de belle-
za” y las expectativas machistas sobre la apariencia femenina, a las que
se supeditaba la educación de las mujeres y se sacrificaba su fuerza físi-
ca y mental. Cabría entonces preguntarse si además de emitir juicios esté-
ticos sobre lo que experimentaban en sus viajes, estas mujeres victoria-
nas se veían a sí mismas como “objetos estéticos”, capaces de atraer la
mirada de aquellos con quienes se cruzaban.

48
Richard Ford, Manual para viajeros por España, p. 111.
49
Elizabeth Mary Grosvenor, Narrative of a Yacht Voyage, p. 26.
50
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 6.

124
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EL VIAJE COMO EXHIBICIÓN. ATRAER LA MIRADA DEL “OTRO”

De las viajeras que nos ocupan, la marquesa de Westminster es quien


menos se somete al papel de “mujer de su época”. Su pertenencia a una cla-
se que está por encima de las convenciones sociales de la burguesía le per-
mite hasta adoptar una voz masculina, como cuando escribe sobre detalles
técnicos de la navegación (quizá por ser dueña del yate) o explica cómo se
construye su propia cama. Ella es consciente de haber atraído la mirada del
“otro”, pero no como objeto erótico o estético sino como personaje excén-
trico que suscita la curiosidad de quienes se alojaban en la misma fonda. Dun-
bar, por el contrario, nos habla de su apariencia femenina y de cómo su atuen-
do atrae la atención de los barceloneses, especialmente su sombrero,

“totalmente desconocido para los españoles, que causa gran consternación


y asombro. Era divertido observar la expresión de mudo desconcierto de quie-
nes veían a una dama con sombrero; se giraban, se quedaban inmóviles, y seguían
mirando fijamente hasta que aquélla desaparecía de su vista”51.

Cuenta también que cuando se recogía el vestido para que no se le man-


chara con la suciedad de las calles de Barcelona, las viejas de la ciudad no
lo entendían y salían corriendo de sus casas y tiendas para estirárselo. En todo
caso, el sentido estético que estas mujeres atribuyen a los españoles parece
reducirse al convencionalismo y la intolerancia. Como también sugiere el
relato de Tenison, en España no se entendían ni aceptaban las diferencias
de cultura y forma de vestir de los extranjeros:

“Las clases bajas no son muy tolerantes con las costumbres y hábitos que
se salen de la norma y suelen dar rienda suelta a sus opiniones sobre los foraste-
ros que pasean por sus ciudades, a veces en tono halagador, pero las menos de
las veces; sobre todo si los forasteros visten algo que desagrada a su ojo crítico,
o provoca la risa del alegre andaluz”52.

Es importante resaltar que, en general, los comentarios de estas escrito-


ras sobre los españoles están basadas en lo que ven, personas de menor esta-
tus social que circulan por las calles, o que regentan las fondas. No buscan
más allá del encuentro casual y como no hablan español, tampoco pueden
hacer mayor esfuerzo por entender la mentalidad que subyace a los gestos
observados. En contraste con estas opiniones, Betham-Edwards atribuye a los

51
Sophia Dunbar, A Family tour, p. 24.
52
Louisa Tenison, Castile and Andalusia, p. 8.

125
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españoles cierto discernimiento estético cuando afirma que a ella el vestir bien
y el rodearse de maletas le sirve para obtener ayuda durante sus viajes:

“Viaja siempre con tus mejores ropas y media docena de baúles. El equipa-
je y el buen vestuario ocupan el lugar de un tren de sirvientes. El equipaje y el
buen vestuario te garantizan buenas plazas, un trato general civilizado y una
infinidad de pequeñas comodidades”53.

Pasados más de setenta años desde la publicación del manifiesto feminis-


ta de Wollstonecraft, Betham-Edwards utiliza su relato de viajes para rei-
vindicar su derecho a existir “en femenino”, siendo frívola y culta a la vez.
Su experiencia doble como sujeto y como objeto estético, le permite, por fin,
tener en cuenta el punto de vista del “otro”.

EL LIBRO DE VIAJES COMO ESPEJO. ¿IMAGEN DEL OTRO O DE UNO MISMO?

Como hemos visto, los libros de Grosvenor, Tenison, Dunbar y Elliot invi-
tan a lectores y lectoras a hacer desde su sofá viajes personalizados en los que
abundarán las emociones, el miedo, horror, enfado, repugnancia, sorpresa, rece-
lo y ansiedad que proyectan sobre la experiencia de cruzar una carretera de Espa-
ña, subirse a uno de sus trenes o pisar una de sus calles entre 1840 y 1884. La
otredad de este país sirve para reforzar el punto de vista subjetivo de sus auto-
ras, damas británicas refinadas y con gran sentido de la estética. Ese punto de
vista subjetivo permite a las autoras y a sus lectoras escaparse momentánea-
mente del “buen camino” y de las rutas del ocio doméstico marcadas para las
mujeres y sumergirse en la aventura de lo desconocido. De la mano de Elliot,
por ejemplo, uno se traslada, en el tiempo presente –“al salir de Sevilla con el
ferrocarril del sur, me zambullo en un oasis de naranjales”– y se ve de repente
en Cádiz: “en un momento he cruzado una puerta fortificada entre una multi-
tud de soldados rojos y azules y me atrapa una red de calles de un blanco deslum-
brador, de un limpio atroz”54. El punto de vista del diario de Elliot, en el que abun-
da el presente y la primera persona del singular, crea un efecto de inmediatez
que estaba ausente del Manual de Ford, escrito principalmente en tercera perso-
na, diez años después de su viaje, en el retiro de su casa de campo de Devon. La
forma del diario permite a Elliot detener el tiempo para dar todo tipo de deta-
lles: las “caras pálidas”, los “corazones callados” de los pasajeros del tren que

53
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 26.
54
Frances Minto Elliot, Diary of an Idle Woman, p. 24.

126
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está a punto de caer al Guadalquivir, que no se atreven a emitir ningún sonido


mientras esperan a que su vagón sea empujado. Esta autora combina los recur-
sos del suspense típicos de las novelas seriadas con críticas de los clichés de
este tipo de ficción, basadas en la autoridad de haber estado allí en la vida real:

“Está muy bien que la gente hable de que ‘se le hiela la sangre’, ‘le late
el corazón’ o ‘le tiemblan las extremidades’ en momentos como estos. Cuan-
do uno teme la muerte puede que todo esto ocurra, pero de forma incons-
ciente –el cerebro está demasiado ocupado como para observar los detalles-.
¡Se vive el momento!”55.

Además de la provocación de utilizar la forma del diario, privado y per-


sonal, en un libro escrito para ser publicado, la escritura de Elliot echa mano
de recursos estilísticos (como las concatenaciones que antes señalábamos) que
se adelantan en tres décadas a la “corriente de la conciencia” del Modernis-
mo anglosajón. Al escribir basándose en la experiencia personal del viaje,
Elliot podía tomarse más a la ligera las convenciones estilísticas que domi-
naban la escritura de ficción y de ensayo de su época. El punto de vista sub-
jetivo y basado en la experiencia que utilizan les permite también liberarse del
peso de lo conocido, de las referencias y percepciones heredadas de la tradi-
ción, y hablar con voz propia de algo que les pertenece, de su “historia” con
minúscula. Sus lectores y lectoras pueden identificarse desde casa con un pun-
to de vista diferente del que proponía Ford, con sus sugerencias típicamente
masculinas de apropiarse de la otredad de España, analizarla, clasificarla y
reducirla a clichés. Hablamos de un punto de vista “femenino” en el sentido
de que, en lugar de racionalizar y generalizar, el narrador o narradora refle-
xiona sobre los efectos subjetivos del contacto con la otredad, con sus sensa-
ciones y emociones. Existe un ejemplo de ello cuando Betham y su amiga
llegan a Burgos y se sienten invadidas por un “olor extranjero”, una “sensa-
ción de novedad” que les impide hacer uso del vocabulario español del que
llegaban provistas56. La descripción que hace Betham de la catedral de Bur-
gos pone de relieve que el llegar a un lugar nuevo con criterios estéticos ya
formados no es suficiente para poder apreciarlo y que conviene dejarse inva-
dir por las sensaciones y disfrutarlas de una forma menos racional:

“La catedral de Burgos es tan rica en todo tipo de bellezas que sería ocioso
que yo intentara destacar una, a excepción quizá del maravilloso efecto que ejer-
ce sobre el ojo acostumbrado. Al principio a uno le resulta difícil asimilar la mara-

55
Frances Minto Elliot, Diary of an Idle Woman, p. 118.
56
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 29-30.

127
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villosa sencillez, fuerza y acabado de esa obra arquitectónica, que es una ciudad
en sí misma; pero después uno siente como si fuera un hijo pequeño del lugar, que
vive entusiasmado cada uno de sus rincones”57.

Hasta cierto punto, la contribución de estas viajeras al conocimiento de


España, basada en experiencias particulares e ilustrada con todo lujo de deta-
lles, podría relacionarse con la observación de Wollstonecraft arriba mencio-
nada de que para las mujeres la abstracción es más difícil que para los hom-
bres. En general, lo que parecen conclusiones no son fruto directo de la
propia experiencia, sino que esta ha sido filtrada por nociones heredadas sobre
la estética de España y sus habitantes. De todas las inglesas que viajan a Espa-
ña en el XIX, sólo Betham-Edwards, que entiende español y lee ávidamen-
te todos los libros, novelas y periódicos españoles que caen en sus manos,
hace un serio esfuerzo por liberar a sus paisanos de los abstractos mitos y pre-
juicios sobre la España quijotesca, orientalista, corrupta y decadente, e infor-
mar de la situación cultural de ese momento con datos más concretos:

“En España no hay periódicos, si no es como medio para divulgar anuncios


y cotilleo local, no existen. […] Nos hicimos con la Correspondencia de Espa-
ña, La gaceta, La regeneración, etc. etc, pero sólo traían crónicas de bagatelas
de todas las naciones bajo el sol y especialmente de España. También hay folle-
tines, de calidad inferior, con largas listas de anuncios que solicitan nodrizas y
esquelas que invitan a los amigos del finado Don Fulanito o la finada Doña
Menganita a su funeral. Apenas hay algún vestigio de noticia política, o menos
aún de debate político”58.

Además, sus observaciones no se limitan a la cultura escrita y publicada,


sino que recogen experiencias de conversaciones callejeras, que es donde cree
se encuentra la verdadera cultura española y donde realmente se está luchan-
do por liberar al país de la corrupción y la decadencia: “Pero aunque el
Gobierno ha conseguido frenar la lengua de la prensa, la charla de contra-
bando abunda en Madrid. Con cualquiera que se hable, seguro que es de
revoluciones sangrientas o de retribuciones sin precedente histórico”59. Bet-
ham, que a diferencia de su amiga Mme. Bodichon no creía en la igualdad
de los sexos ni el sufragio de las mujeres, viaja a España en femenino, con
su experiencia de institutriz, seis baúles de ropa y costureros, y conocimien-
tos de alemán, francés y español adquiridos con sus viajes y lecturas pre-
vios. Vuelve de España más culta, más informada y más segura de que la mejor

57
Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 33.
58 Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 46.
59 Matilda Barbara Betham-Edwards, Through Spain, p. 46.

128
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forma de disfrutar de un viaje es aceptando las diferencias gastronómicas,


de modas, de costumbres y de creencias. Al partir de una posición de dife-
rencia sexual asumida, que ella espera se respete, consigue con su viaje apren-
der y enseñar a respetar el punto de vista del otro, sus diferencias culturales,
en vez de tratar de asimilarlas a la tradición cultural propia.
Para concluir, podemos afirmar que, a pesar de lo tentador de ver los escri-
tos de estas viajeras decimonónicas como reflejo de un proceso de búsqueda
de su identidad femenina y como base de una historiografía alternativa, nos
encontramos ante un “yo narrativo” híbrido, que a menudo se hace eco de
voces y opiniones de una tradición cultural dominada por hombres. Para todas
estas mujeres, a excepción de Betham, el encuentro con otras culturas termi-
na reforzando su punto de vista británico, imperialista. No puede acusárse-
les de no haberse rebelado contra la tradición cultural de la que venían, sobre
todo porque para poder publicar necesitaban formar parte de ella. Sin embar-
go, si algo distingue su punto de vista del de los viajeros que escribieron sobre
España, reside en el hecho de que no se limitaron a añadir su opinión sobre
los lugares que visitaban sino que, en mayor o menor grado, también se detu-
vieron a observar el efecto que la otredad de ese país tenía sobre sus percep-
ciones y prejuicios, su identidad como mujeres y su individualidad.

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130
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VISIONES COLONIALES
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EL VIAJE EN LA CARRERA DE INDIAS


Alfredo Moreno Cebrián, Instituto de Historia, CSIC

La sujeción de las comunicaciones entre España y América a un solo puer-


to español, el de Sevilla, condicionó en gran medida el tráfico intercontinen-
tal. Y esto fue así desde las expediciones de descubrimiento y rescate hasta
el establecimiento de las flotas y armadas, pasando por ese período que vol-
vió colonizadores a los expedicionarios y que nos permite hablar ya de cier-
ta continuidad en el volumen de las transacciones mercantiles y de un cada
vez más amplio catálogo de pasajeros. La cronología nos indica que, desde
1492 hasta 1680, salvo el pequeño lapso de 1529, a pesar del permiso con-
cedido a nueve puertos españoles para que comerciasen con América, Sevi-
lla no cedió un ápice su control, hasta que Cádiz, debidamente fiscalizada
por la capital andaluza del monopolio, pasó a ser cabecera de las flotas que
se dirigían al Nuevo Mundo1. ¿Qué razones sustentaron la permanencia de
Sevilla como puerto único? Algunas fueron de naturaleza política y en los
albores del siglo XVI se imbricaron con otras, nada desdeñables, de tipo religio-
so. Ambas estuvieron claramente condensadas en el deseo de evitar el trán-

1
Pierre y Huguette Chaunu, Seville et l’Atlantique (1504-1650), París, Institut des Hautes Etudes
de L’Amérique Latine, T. VIII, 1957-1960, pp. 189 y ss.; Antonio Domínguez Ortiz, “La burguesía gadi-
tana y el comercio de Indias, desde mediados del siglo XVII hasta el traslado de la Casa de la Contra-
tación”, La burguesía mercantil gaditana (1650-1688), Cádiz, Diputación Provincial, 1976, pp. 4 y
ss.; Pablo E. Pérez Mallaína, “Sevilla, centro de la Carrera de Indias y de la naútica española en el
siglo XVI”, Actas de las II Jornadas de Andalucía y América, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoa-
mericanos, 1983, pp. 307-331; Pablo E. Pérez Mallaína, “Auge y decadencia del puerto de Sevilla como
cabecera de las rutas indianas”, Caravelle, Toulouse, Universidad de Toulouse, 1997, Nº 69, pp.15-39.

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sito e instalación en las nuevas tierras de extranjeros, o de objetos y bienes


calificados de peligrosos, como las armas incontroladas o aquellas ideas,
vertidas en obras circulantes, capaces de poner en peligro la dependencia de
los territorios recién incorporados a la corona española. Otras fueron de tipo
fiscal y tuvieron una suma importancia, teniendo en cuenta, sobre todo, que
la empresa americana se entendió siempre como algo exclusivo y propio, en
primer lugar del rey, para pasar, más tarde, a ser del reino de Castilla, cuan-
do la magnitud de lo incorporado sobrepasó los límites abarcables por la coro-
na, aunque sujetos siempre los súbditos a la férrea disciplina del monopolio.
Bajo la máxima de asegurar para Castilla los metales procedentes del Nuevo
Mundo, se tejió un rígido cuerpo legal por el que tanto traficar como viajar
para asentarse en las nuevas tierras fue algo privativo de los españoles. Y la
gravedad de algunas de las penas para quienes pasaran a América sin permi-
so indican el tono pretendidamente implacable de esta política: multas de cien
mil maravedíes y diez años de destierro, si se era noble, y cien azotes si no
se gozaba de esa condición; secuestro de los bienes raíces del infractor, cua-
tro años de galeras o diez años de destierro a Orán, según la condición social,
e incluso pena de muerte a los pilotos y capitanes que permitiesen en sus
barcos acomodo a pasajeros sin licencia2.
Los especialistas detallan solo un respiro fugaz en esa política que veda-
ba la presencia de extranjeros en América. Esta bajada de guardia, registrada
entre 1525 y 1526, fue muy tenue, aunque desde 1524 hasta 1538 se facul-
tó a extranjeros para que, sin llegar al Nuevo Mundo, pudiesen comerciar
desde Sevilla. Será a partir de 1620 cuando encontremos a españoles natu-
ralizados, a gentes con apellidos foráneos, obteniendo carta de naturaleza;
eso sí, cumpliendo una serie de requisitos, entre otros, haber residido al menos
diez años en España3. Y visto el empeño por controlar el viaje y asenta-
miento en las nuevas tierras, hay que empezar por preguntarse si semejante
propósito logró, a pesar de todo, cumplirse.

2 Antonio Domínguez Ortiz: “La concesión de naturaleza para comerciar en Indias durante el

siglo XVII”, Revista de Indias, Nº 76, Madrid, CSIC, 1959, pp. 227-239; un perfecto análisis de
estos problemas en Antonio García-Baquero González, Cádiz y el Atlántico (1717-1778), T. I, Sevi-
lla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1976, p. 94 y ss.
3 Robert Ricard, “Los portugueses en las Indias españolas”, Revista de Historia de América, Nº

34, México, 1952, pp. 449-456; Gonzalo de Reparaz, “Os portugueses no Perú nos seculos XVI e
XVII”, Boletim da Sociedade de Geografía de Lisboa, Lisboa, 1967, pp. 39-55; Harry E. Cross, “Com-
merce and orthodoxy: a Spanish response to Portuguese commercial penetration in the Viceroyalty
of Peru, 1580-1640”, The Americas, Nº 35, Washington, AAFH, 1978, pp. 151-167; Encarnación Rodrí-
guez Vicente, “Los extranjeros en el Reino del Perú a fines del siglo XVI”, Homenaje a Jaime Vicens
Vives, T. II, Barcelona, Universidad de Barcelona, 1967, pp. 533-546; Alfonso W. de Quiroz, “The
expropiation of Portuguese new Christians in Spanish America, 1635-1649”, Ibero-Amerikanisches
Archiv, Nº 11, Berlín, IFI, 1985, pp. 407-465.

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FLOTAS Y GALEONES

Las rígidas normas que regulaban el tránsito a América emanaron de la


Casa de la Contratación, fundada en 15034. Esta institución decidió quiénes
y cuándo podían ir, pero de la ley a la realidad había un largo trecho. Dejan-
do de lado los viajes de “descubrimiento y rescate”, que respondieron a una
casuística muy acentuada, a partir de 1520 la piratería y la desestabiliza-
ción del clima europeo por el enfrentamiento hispano-francés determinaron
la creación de una escuadrilla que, centrada en los aledaños del cabo de San
Vicente, protegiese los navíos procedentes de América5. Este incipiente ser-
vicio de guardacostas fue tan reiteradamente sobrepasado y burlado, que su
probada ineficacia provocó la organización de un sistema de navegación, a
partir de 1526, que contempló tanto los viajes como los tornaviajes y que,
perfeccionado con el paso del tiempo, constituyó la Carrera de Indias6. Y si
se empieza por querer resguardar o “conservar” con buques de guerra los
convoyes de barcos de embarcaciones del comercio, muy pronto se especifi-
ca el número de barcos que los forman y las fechas de partida y retorno. De
una flota de abrigo y protección se pasa así, en los aledaños de 1540, a dos
anuales y protegidas de cerca, que pueden ser más siempre que se artillasen
navíos, que no debían bajar de seis.
La experiencia americana hizo que fraguasen unas normas que, al mediar
el siglo, fueron perfilando diferencias entre los diferentes convoyes. Las flo-
tas, formadas por un número variable de barcos -a mediados del XVI entre
15 y 20, en el siglo XVIII entre 37 y 45, aunque en período de contracción
no sobrepasaban los 15- partían en abril custodiadas a vanguardia y reta-
guardia por las naos almiranta y capitana, con destino final genérico en Nue-
va España, los puertos de Veracruz, Honduras y las Antillas. En cuanto a
los galeones, que salían en agosto, el convoy del comercio iba protegido
por entre seis y ocho navíos de guerra y llevaban como destino los puertos
de Panamá, Cartagena y Santa Marta, en Tierra Firme, e incluso otros situa-
dos más al norte. Flotas y galeones invernaban en América y se reunían en
La Habana hacia mediados de marzo, para hacer el viaje de regreso a Espa-

4
Ernesto Schäefer, “La Casa de la Contratación de las Indias durante los siglos XVII y XVIII”,
Archivo Hispalense, Nº 13, Sevilla, Diputación Provincial, 1945, pp.149-162.
5 Los exitosos viajes de “descubrimiento y rescate” o “viajes andaluces” se dirigieron a la costa

continental de Brasil a América Central tras el final del monopolio colombino.


6
Clarence H. Haring, El comercio y la navegación entre España y las Indias en la época de los
Habsburgos, París, Desclée de Brouwer, 1939, p. 227 y ss; Clarence H. Haring, El Imperio Hispáni-
co en América, Buenos Aires, Solar-Hachette, 1966, p. 323 y ss; Antonio García Baquero, Cádiz y el
Atlántico…., T. I, pp. 146 y ss.

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ña. Los integrantes del convoy viajaban en línea de combate y mantenían un


ritmo de tal naturaleza que ningún navío podía avanzar sobre la capitana ni
descolgarse de la almiranta, bajo severísimas penas que, con la ley en la
mano, ordenaban la muerte del capitán, piloto o contramaestre que permi-
tiese tal desmán. Una reglamentación tan acuciosa sobre el papel debió tener,
como así sucedió, flagrantes y numerosos incumplimientos, vistas las múl-
tiples causas que podían alterar tan rígida estructura. Así, el mal tiempo e
intereses comerciales en el ritmo de demanda u oferta de mercaderías, ade-
más de los ciclos de celebración de las ferias americanas, provocaron que
al iniciarse el siglo XVII las flotas pasaran de anuales a bianuales y se alte-
rara el ritmo impuesto casi cincuenta años antes7.
Si las flotas y galeones salieron de uno o varios puertos situados en la baja
Andalucía, también los puntos de arribada en América fueron pocos, con el
fin de mantener el mayor tiempo posible reunido el convoy y protegido al
máximo. Desde Sevilla o sus antepuertos las naves aprestadas ponían rum-
bo al golfo de Yeguas para, desde allí, fijar ruta a las Canarias, parada obli-
gada de avituallamiento. Luego se dejaban conducir por la fuerza favorable
de los alisios para, de no mediar ningún elemento de distorsión, natural o arti-
ficial, desembocar en las pequeñas Antillas, Dominica o Guadalupe, desde
donde se verificaba la división de las naves, “conservadas protegidas” que,
normalmente, avanzaban hacia sus puntos de destino, la Tierra Firme (Por-
tobelo, Cartagena, Caracas, Maracaibo o Santa Marta, entre otros puertos),
Nueva España (Veracruz, Honduras o Campeche) y las Antillas Mayores
(Cuba, Santo Domingo o Puerto Rico), correspondientes de modo aproxima-
do a un 45 % del total del tráfico en los dos primeros casos y a un 10 % en
el último. El regreso, llamado “tornaviaje”, era bastante más sencillo de fijar,
en vista del puerto único de arribada. Reunidos los navíos de flotas y galeo-
nes en La Habana, se encaminaban hacia las Azores, tocando o no en las Ber-
mudas, lugar habitual de reparación si se habían detectado o sufrido averí-
as, para desembarcar al fin cargas y pasajeros mas o menos sanos y salvos
en Cádiz, Sanlúcar o Sevilla.
Sobre el papel, el horizonte del viajero de la carrera de Indias parecía diáfa-
no, pero en realidad ¿cuánto se tardaba en ir o regresar de América?. Hay que
distinguir muy claramente, aunque resulte obvio, entre el tiempo de navega-
ción, el tiempo en el mar y los días transcurridos desde que un barco o, lo que

7 Enriqueta Vila Vilar, “Las ferias de Portobelo: apariencia y realidad del comercio de Indias”,

Anuario de Estudios Americanos, Vol. XXXIX, Sevilla, CSIC, 1982, pp. 275-340; Antonio García
Baquero, Cádiz y el Atlántico…., T. I, p. 150. De 1680 a 1716 hubo 14 flotas y galeones, con un pro-
medio de dos años y medio para las primeras y cinco años para los segundos.

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resulta más importante para nosotros, un marinero o un pasajero, salían de


España y atracaban en su lugar de destino. También cabría preguntarse, adicio-
nalmente, cúal era el tiempo real de los viajes de ida y vuelta, que se iniciaban
en Sevilla en una fecha y que desde América, también en fecha prefijada, retor-
naban bastante después, por lo que cualquier viajero se “aprestaba para jorna-
das fatigosas y peligros imprevisibles, para estancias prolongadas y comunica-
ciones lentas, a veces hasta impensables”8. Admitiendo que las flotas que
partían de la península pudieron tener una regularidad anual, lo que como ya que-
dó indicado fue algo absolutamente aleatorio, el tiempo medio de un convoy de
ida y vuelta rondaba el año y medio. La distancia entre Cádiz y Veracruz se cubrió
con unas medias que oscilaban entre los 75 y los 85 días, con unos tiempos máxi-
mos que alcanzaron las 153 jornadas y unos mínimos que rondaron los 59 días
de navegación. Los tornaviajes eran ostensiblemente más dilatados, rondando
una media de 128 días, con unos máximos tan abultados como las 298 jornadas
y unos mínimos, no muy repetidos, que se acercaron en ocasiones a los tiem-
pos de ida, pues se situaron en 70 días. Algunos datos intermedios pueden resul-
tarnos de interés si recordamos que las vueltas se hacían tras la reunión en La
Habana de todas las embarcaciones que regresaban, y a este puerto tardaban en
llegar quienes procedían de Veracruz, por ejemplo, unos 35 días, con unos tiem-
pos extremos que situaban al marino entre la posibilidad de tardar para alcan-
zarla, con suerte 25 días, y sin ella hasta 112. No eran muy distintas las medias
del viaje entre Cádiz y Tierra Firme que entre Cádiz y Veracruz, pues en este caso
también se tardaban 75 jornadas de navegación, pero los retornos, siempre incó-
modos y cuajados de peligros, solían durar entre 65 y 148 días9.

NAVÍOS, TRIPULACIONES, PASAJEROS Y POLIZONES

Sabemos que fragatas, paquebotes, bergantines, pingues, polacras, balan-


dros, gabetas, gabarras, quechemarines y galeotes eran las embarcaciones
usuales en la Carrera de Indias, con capacidades mínimas entre las 50 y 75
toneladas y máximas alrededor de las 50010. Estos buques, que se pretendió

8 Héctor Brioso Santos, América en la prosa literaria española de los siglos XVI y XVII, Huel-

va, Diputación Provincial, 1999, p. 180.


9
Javier Falcón Ramírez, “Ambitos y rutas marítimas españolas”, en España y el Ultramar His-
pánico hasta la Ilustración. Cuadernos monográficos del Instituto de Historia y Cultura Naval, Nº
1, Madrid, IHCN, 1989, p. 18 y ss; Ricardo Cerezo Martínez, “Las rutas marítimas españolas en el
siglo XVI”, en España y el Ultramar Hispánico hasta la Ilustración...., p. 60 y ss.
10 Paul Gille, “Les grands lignes de navigation du XV au XVIII siecle. Les tipes de navires uti-

lises”, Actas del lX Coloquio Internacional de Historia Marítima, Sevilla, Escuela de Estudios His-
pano-Americanos, 1969, pp. 617-623.

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fueran de fabricación española, pasaron a ser a principios del siglo XVIII fran-
ceses fundamentalmente, de tal forma que para el período de 1680 a 1716, por
ejemplo, de 492 navíos, 130 solamente fueron de fabricación nacional y 362
procedieron de astilleros franceses11. Y en cuanto a sus tripulaciones nos dicen
los especialistas que, por término regular, el número de marinos por barco se
establecía por encima de los 60 hombres, con las tripulaciones más habitua-
les alrededor del centenar y los mínimos muy próximos a la cincuentena12. En
ellas, salvo en los mandos, no se puede afirmar que existieran profesionales
natos, menos unos pocos que en España se mantenían para conservar y pro-
teger los barcos atracados13. Sirva de ejemplo una leva, hacia 1700, con el
reclamo de un adelanto de seis pagas, que muestra entre los reclutados un aba-
nico de profesiones que va desde pintores a albañiles, zapateros o oficiales del
barro. Más fáciles, no obstante, resultaron generalmente las reclutas para las
flotas y galeones, porque estos viajes encerraban dos posibilidades, la de emi-
grar ilegalmente al nuevo continente y la de recrecer los sueldos con el embar-
que de mercaderías para vender en América, aún mezcladas con el propio
equipaje. Si reconocemos que el enrolamiento como marinero representaba
cierta garantía de no retorno a la península y de adquirir la categoría de con-
quistador, aventurero o colono, y si sabemos que la presencia andaluza entre
conquistadores y colonizadores fue muy alta, no nos extrañará ver los resul-
tados de dos catas cronológicas que verifican la extracción y procedencia regio-
nal de quienes conducían los navíos al Nuevo Mundo, muchos de ellos con
la sana intención de quedarse. Para el período comprendido entre 1680 y 1717,
de un total de 90 oficiales de algunos navíos que surcaron el Atlántico, resul-
ta que 56 son andaluces, 17 vascos y seis gallegos. Y en cuanto a los marine-
ros, a principios del siglo XVIII de una muestra de 4.041 tienen esa misma
procedencia 2583, 527 y 435, respectivamente14. Comprobada la suprema-
cía de tripulantes andaluces en la mayoría de los navíos de la Carrera de Indias,
conviene aclarar que los mercantes y los buques de guerra, muchas veces indi-
ferenciados, puesto que los primeros se artillaban para contribuir a la defensa
en caso de ataque, mantenían notables diferencias en cuanto a sus dotacio-
nes. En los primeros constituían en general su nómina de personal un capi-
tán, a cuyo mando quedaba la defensa del barco, el piloto, el contramaestre

11 Antonio
García-Baquero, Cádiz y el Atlántico….., T. I, pp. 275 y ss.
12
Antonio García-Baquero, Cádiz y el Atlántico….T. I, pp. 229 y ss.
13 Pablo E. Pérez-Mallaína, Los hombres del océano: Vida cotidiana de los tripulantes de las

flotas de Indias, siglo XVI, Sevilla, Diputación Provincial, 1992, pp. 42-52.
14
Juana Gil-Bermejo y Pablo E. Pérez-Mallaína, “Andaluces en la navegación trasatlántica: la
vida y la muerte en la Carrera de Indias, a comienzos del siglo XVIII”, en Actas de las IV Jornadas
de Andalucía y América, Vol. I, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1985, pp. 277-296.

138
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(responsable económico ante el armador), los oficiales de mar, es decir, el


grueso de mandos que auxiliaban en la navegación, y la marinería, conjunto
en el que se integraban los artilleros y los soldados de infantería15. Ligeras
pero sustanciales resultaban, en este sentido, las diferencias con los buques de
escolta, donde aparecían un general y un almirante, con responsabilidades
de primer y segundo comandante del contingente embarcado, que ocupaban
con sus insignias respectivas los pabellones de la almirante y la capitana, el
gobernador del tercio de Armada, que era el conductor nato de la infantería
enrolada, los capitanes de mar y de guerra, responsables de lo náutico y de
lo militar en cada navío, así como los oficiales de mar, denominación que agru-
paba a pilotos, capellanes, contramaestres, guardianes, despenseros, ciruja-
nos, e incluso a especialistas como calafates y buzos, además de los artilleros,
soldados y marineros propiamente dichos, divididos a veces sutilmente en
marineros de grumetes y pajes16. Un ejemplo concreto nos permitirá una
más plástica visión de cuanto llevamos dicho, y así, vemos que la nao Trini-
dad, de la Armada de Fernando de Magallanes, llevaba capitán mayor, piloto,
escribano, maestre, alguacil, contramaestre, cirujano, barbero, carpintero, des-
pensero, calafate y tonelero; además había 8 marineros, tres bombarderos, diez
grumetes, tres pajes, dos criados, ocho sobresalientes, dos pajes del capitán,
tres criados del capitán, un capellán, un criado del alguacil, el armero y el
lenguaraz o intérprete17.
Para mejor comprender tan complejo panorama, resulta muy ilustrativa
la nómina de los sueldos, que también permite comparar los estipendios de
los oficiales y marinería. En un buque de guerra, donde la paga solía ser
mensual y el adelanto al embarcar completaba de dos a cuatro sueldos, trein-
ta reales eran para grumetes y pajes, entre 1.000 y 2.000 para almirantes y
generales, unos 400 para los capitanes de infantería, alrededor de 90 para los
contramaestres, unos 70 para los artilleros y, por último, unos 45 para los mari-
neros. El estipendio en los barcos mercantes era distinto y mucho más inse-
guro, por cuanto se contrataba por cantidades fijas, liquidables al final de cada
viaje, comprendiendo en él la ida, la estadía y la vuelta, con un pequeño ade-
lanto al iniciarse la aventura18. A Nueva España, por ejemplo, a finales del

15 Luis Navarro García, “Pilotos y maestres y señores de naos en la Carrera de Indias”, Archivo

Hispalense, Nº 141-146, Sevilla, Diputación Provincial, 1967, pp. 241-295.


16 Angel Guirao de Vierna, “El profesional del mar: reclutamiento, nivel social, formación”, Espa-

ña y el Ultramar Hispánico hasta la Ilustración.., pp.77-96; Pablo E. Pérez-Mallaína, Los hombres del
océano…. pp. 75-101.
17 Antonio Pigafetta, Primer viaje alrededor del Mundo, edición de Leoncio Cabrero, Madrid,

Historia 16, 1985, pp. 177-179.


18 Para el siglo XVI, Pablo E. Pérez-Mallaína, Los hombres del océano…pp. 102-108.

139
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XVII, se contrataba la marinería por unos cien pesos, de los que unos diez eran
el adelanto al formalizar el enrole; aparte, cada marinero recibía cien reales
por reparación o carena, más unos cuarenta pesos por derecho de vino, que
el capitán vendía al llegar a puerto, y que era el equivalente a la ración diaria
de cada tripulante. Estos emolumentos, junto al mantenimiento diario y el alo-
jamiento a bordo, incluso en períodos de atraque, constituían el total del
sueldo. Si el piloto fijaba su soldada con el armador, el resto de oficiales disfru-
taba de unas ganancias oscilantes, variables entre el triple que un contra-
maestre cobraba sobre el sueldo del marinero, o el doble, o algo más, de cuan-
to recibían un despensero o un calafate. Un grumete no alcanzaba sino el 65 %
de lo embolsado por su inmediato en jerarquía, el marinero19. Por supuesto,
junto a las ganancias netas por salarios, existían las procedentes del contra-
bando, que implicó para las dotaciones una ventaja extra, aunque siempre
vedada y punible, y además, fundamentalmente en los navíos de guerra, tri-
pulantes y oficiales podían en proporción directa a su grado de responsabili-
dad en los buques trasladar mercancías para comerciar con ellas, transpor-
tándolas en espacios determinados o alquilando este derecho a los armadores.
Si generales, almirantes y oficiales dispusieron de bastantes metros cúbicos
en el registro de sus embarcaciones para estos efectos, también contaron
adicionalmente con la facultad de llevar algunos pasajeros, sufragando su sus-
tento, de modo que cobraban altas cantidades por estos pasajes.
Al fin, junto a oficiales y marinería, tanto en buques mercantes como
de escolta, se embarcaban multitud de pasajeros, legales o no. En el caso de
los mercantes era usual encontrar viajeros con cargos públicos que conta-
ban con la preceptiva licencia y se trasladaban a tomar posesión o retornaban
de América acompañados de familiares y comitivas de criados, su “fami-
lia”, además de comerciantes o sus apoderados. Pero lo normal era que apa-
recieran, con edades no superiores a los 20 o 25 años, multitud de polizones
o “llovidos” que, como los marineros, fueron fundamentalmente de raíces
andaluzas y baja extracción social, y emprendían viaje motivados por la
búsqueda de un porvenir más halagüeño o en busca de familiares olvidadi-
zos20. A ración y sin sueldo eran empleados por los capitanes cuando se
descubría su embarque subrepticio, aunque no resultase inusual que esta frau-
dulenta forma de colarse en las embarcaciones con destino a América fuese
una artimaña de quienes, viajando con varios acompañantes y con el único
y sano fin de evitar el pago de algunos pasajes, los hicieran aparecer como

19 Antonio
García Baquero, Cádiz y el Atlántico…., T. I, pp. 301-302.
20
Angeles Flores Moscoso, “Tripulantes de inferior categoría: llovidos y desvalidos en el siglo
XVIII”, en Actas de las IV Jornadas de Andalucía y América, pp. 253 y ss.

140
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polizones, una vez alejado el navío de la costa lo suficiente como para que no
fuera posible su desembarco en los puertos peninsulares. Porque los que eran
hallados antes de iniciarse tan largos periplos eran desembarcados y conde-
nados hasta a seis años de presidio en Africa y a tres años de campaña mili-
tar, o escalafonados como grumetes, si eran hombres de mar. Lo extraordi-
nario fue que a pesar de la severidad de las penas para quienes los ocultaran
o protegieran -perdimiento de empleo a los oficiales, condena a diez años
de presidio en Africa a los marinos- el abultado número de polizones solo
se explica por la colaboración de capitanes, oficiales y marinería. Baste un
ejemplo. A principios del siglo XVIII, en la flota que desde Cádiz conducía
al recién nombrado virrey del Perú, príncipe de Santo Buono y precisamen-
te en la nave donde se trasladaba, la “Santa Rosa”, además de 715 pasajeros
embarcados legalmente, iban a bordo 300 polizones, lo que puso en serio
peligro la existencia de todos por falta de vituallas21.

MIEDOS Y PELIGROS

La feliz realización de un viaje hacia o desde América dependía de


una serie de causas perturbadoras del tráfico, algunas de ellas inherentes al
navío, su tripulación o carga, así como por otras, ajenas al estado de los bar-
cos, la disposición de las mercancías o la voluntad de las dotaciones, es
decir, accidentes meteorológicos o de navegación y acciones bélicas, pirá-
ticas y corsarias. Reunidas todas, podrían agruparse así: tempestades,
choques con arrecifes u otros obstáculos naturales o artificiales, varadas,
sobrecargas, mal estado de los navíos, ineptitud de los pilotos, incendios,
ataques abiertos en período de guerra declarada o acometidas de piratas,
corsarios y otros bandidos del mar.
La imposición de un puerto único condicionó, por las dificultades de
navegabilidad y acceso, una parte de los accidentes de partida o retorno de Amé-
rica. Hasta mediados del siglo XVI, el calado de los barcos no significó un
problema para la navegación hasta Sevilla, pero desde entonces el progre-
sivo aumento del tonelaje impuso que Sanlúcar de Barrameda ejerciera de
antepuerto, aunque las tres condiciones que favorecían un adecuado uso
de su estratégica situación -la bondad de la marea alta, una visibilidad que
permitía apuntar las líneas de navegabilidad y los vientos favorables- no
siempre coincidieron, y a ello se sumó el riesgo implícito en la existencia de

21
Cesáreo Fernández Duro, La Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y de
León, T. VI, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1900, pp. 122-123.

141
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su conocida barra litoral. El uso del puerto de Cádiz fue, bajo fiscaliza-
ción de Sevilla, el remedio al deterioro de la navegación, pero su bahía y
puerto estuvieron permanentemente expuestos al riesgo omnipresente que
el casi ininterrumpido viento de Levante conllevaba, lo que se complicaba
con una apertura geográfica incompatible con una adecuada defensa fren-
te a ataques enemigos. Estas y otras circunstancias hicieron frecuente, sobre
todo en arribadas problemáticas, el recurso a los puertos de Rota, Puerto
de Santa María o Puerto Real, aunque el cambio de fondos, la aparición
periódica y repentina de bancos de arena y lo acusado del flujo y reflujo
de las mareas también implicaron serio peligro22. Aunque durante los siglos
XVI y XVII las posibilidades de hacer en la ida a América un viaje feliz,
un itinerario sin accidentes o sorpresas desagradables, fueron escasas, el
seno mexicano y los aledaños de las Antillas se constituyeron en las zonas
de mayor riesgo. Las estadísticas indican que los puertos de Veracruz, Cam-
peche y la península de la Florida reunieron aproximadamente la mitad de
los naufragios, y Cuba y Santo Domingo, junto a otras zonas aledañas, una
cuarta parte. Sevilla y sus antepuertos, en general los atracaderos de la
costa andaluza, usados en momentos de persecución o mucho riesgo, pre-
sentan porcentajes que no sobrepasan el 20 % de las pérdidas23. Durante el
tornaviaje, en el curso del siglo XVIII, en las costas andaluzas se localizó
el 10 % de lo evaluado como perdido, las Azores fueron responsables de
un 5 %, las costas de Virginia un 12 %, las Antillas Mayores y su entorno
un 17 % y el canal de las Bahamas, con los famosos cayos Vizcaíno, Vacas
o Víboras, entre otros, acumularon el 44 % de las pérdidas24. El padre Váz-
quez de Espinosa dejó un sobrecogedor testimonio de las dificultades, temo-
res, riesgos y peligros de estas travesías:

“Aquella noche siguiente [...] cerca de la Bermuda, comenzó a levantarse y


ventar el viento por el este-nordeste, que duró de suerte que comenzó a embrave-
cerse la mar y a hinchar sus olas [...] Nos duró la soberbia y horrible tempestad
más de 36 horas [...] Las pobres naos, con sus tristes navegantes, perseguidas de
montañas de mar que, por una y otra parte, las cercaban y combatían, sin poder
correr a parte ninguna con la fuerza terrible de la tormenta, por ser, como dicho
tengo, la mar y olas encontradas con la contrariedad de los vientos, esparciéron-
se cada una por su parte, que con la oscuridad y niebla del día, no se veían [...] Rin-
dió nuestra nao al amanecer el árbol mayor, que ya para la terrible tormenta tenía
calados los masteleros del mayor y velacho, abajo, sobre la cubierta [...] En la mayor

22
Julio Guillén Tato, “Reseña histórica de los puertos de la baja Andalucía”, Boletín de la Real
Sociedad Geográfica, Vol. LXXX, Nº 1-6, Madrid, RSG, 1944, pp. 309-329.
23
Pierre y Huguette Chaunu, Seville et l’Atlantique, T. VI, Vol. 2, pp. 601-618 y 861-881.
24
Antonio García Baquero, Cádiz y el Atlántico…, T. I, pp. 376 y ss.

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fuerza de la tormenta subieron tres marineros de nuestra nao, de los más esforza-
dos, cuando el viento y mar bramaban, con hachas para desaparejarlo [...] Lo que
más temor y espanto les daba eran los espantables y fieros tiburones que, encar-
nizados de los jamones y tocinos y otras cosas de carne que, de los corredores de
nuestra nao, en esta dicha fuerza del tiempo se habían comido, estaban arrima-
dos a los costados de la nao, aguardando si se caía alguna presa de que asir. Y me
confesaron estos esforzados marineros que lo que más temieron fue, si acaso,
por los grandes balances que daba la nao -que los despedía de sí y echaba a la
mar- ser luego comidos y despedazados de las fieras bestias encarnizadas que, para
ello, estaban puestos a los costados aguardando”25.

Dos nuevas circunstancias incidieron gravemente en la progresiva pér-


dida de los navíos, el deterioro de unas embarcaciones que sobrepasaban con
mucho los tiempos idóneos de utilización en los viajes de la Carrera, causan-
do el retraso de flotas enteras, y la atroz sobrecarga que sufrían, que llegó a
motivar en ocasiones que los cañones quedaran bajo la línea de flotación. Y
si las normas de seguridad marcaban que, junto a tripulación, pasaje, man-
tenimientos y bagajes, no entrase de carga más de un tercio del calado, estas
no se cumplieron, por cuanto siendo la carga el beneficio tangible de los
viajes, se sobrepasaron con mucho esos límites, tanto en volumen como en
peso. Parece difícil que esto aconteciera debiendo pasar los barcos tres ins-
pecciones, la primera para ver si se reunían las condiciones de seguridad
exigidas, la segunda para confrontar la licencia con lo efectivamente cargado
y la tercera y última, ya a punto de zarpar, en constatación del buen acomo-
do de la carga y de que nada nuevo hubiese sido izado a bordo. No cabe
duda de que el fraude se hacía de acuerdo, directa o indirectamente, con los
inspectores, a costa de rebajar el calado y del detrimento de las piezas de arti-
llería, cuando no con el riesgo añadido de propiciar desplazamientos en el
centro de gravedad de las embarcaciones por el fuerte balanceo26. Y en este
punto, si malas eran las idas, mucho peores resultaban los regresos, pues
era muy frecuente que lo registrado como carga fuese sobrepasado en mucho
por lo embarcado ilegalmente. Del total de pérdidas, un 60 % lo fueron en
tornaviajes y el 40 % restante se dividió, casi a partes iguales, entre acciden-
tes ocurridos en las idas a América y las pérdidas en puerto. Un estudio
particular indica que solo en Cádiz desde 1525 hasta 1600 hubo medio cen-

25
B. Velasco, “La vida en alta mar en un relato del padre Vázquez de Espinosa (1622)”, Revista de
lndias, Madrid, CSIC, 1976, pp. 304-305; este clima de terror ante unas circunstancias insalvables ha
sido perfectamente captado y documentado por Pablo E. Pérez Mallaína en El hombre frente al mar: nau-
fragios en la Carrera de Indias durante los siglos XVI y XVII, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1996.
26 Pablo E. Pérez Mallaína, “Desastres marítimos en la Carrera de Indias: una interpretación des-

de la actualidad”, en Entre Puebla de los Angeles y Sevilla: Estudios americanistas en homenaje al


Dr. José Antonio Calderón Quijano, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1997, p. 473.

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tenar de barcos hundidos, de los que 21 sufrieron tamaño descalabro en


viajes hacia el continente americano, mientras que 26 procedían de él. Hay
dos años espectaculares, 1536, con 15 buques desaparecidos, los mismos que
en el aciago 159627. Hay poco que explicar sobre otros elementos perturba-
dores del tráfico, los piratas y corsarios omnipresentes en la Carrera de Indias,
aunque hay que destacar el permanente clima de angustia que provocaron sus
golpes de efecto, con apresamientos y hundimientos frecuentes, en el áni-
mo de pasajeros y tripulaciones, sobretodo en coyunturas bélicas28. La espec-
tacularidad evidente de sus acciones contrasta con su escasa influencia en las
pérdidas globales, ya que tres cuartas partes de las bajas se produjeron por
motivos ajenos a ellos29.

LA HAZAÑA DE COMER

Un capítulo importante de la vida de quienes iban o regresaban de


América era la alimentación cotidiana, renglón de suma importancia
por las duraciones máximas y mínimas de las travesías oceánicas, y no
menos porque la custodia de las vituallas, en el caso de un barco entre
200 y 500 toneladas, con una tripulación cercana al centenar de hombres,
que cubriera un trayecto de Cádiz a Veracruz, para el que se estimaba
una media aproximada a los 85 días de duración, ocupaba el espacio
correspondiente a 18 toneladas de peso, junto a unos 2.500 litros de vino
y casi 25.000 de agua30. Los alimentos consumidos a bordo se agrupa-
ban en diversas categorías. Primero estaban las carnes, tanto vivas (ter-
neros, corderos y gallinas) como conservadas, en sal, ceniza (al sol o ahu-
mada), seca (tasajo) o con sal o especies, como el tasajo de Hambur-
go 31, jamón, chorizo y tocino extremeño, manchego o andaluz. Luego
estaban los pescados, tanto salados (bacalao, salmón, atún y pescada)
como frescos, si los había. En tercer lugar, venían las grasas, vegetales
como el aceite de oliva, o animales como la manteca. Los hidratos de car-
bono procedían del bizcocho ordinario y blanco (de mejor harina), fideos,

27
Angeles Flores Moscoso, “Naufragios en el golfo de Cádiz”, en Actas de las II Jornadas de
Andalucía y América, pp. 333-359.
28
Cesáreo Fernández Duro, La Armada…, T. VI, p. 182.
29
Pablo E. Pérez-Mallaína, Política naval española en el Atlántico, 1700-1715, Sevilla, Escuela
de Estudios Hispanoamericanos, 1982, p. 38.
30
Pierre Chaunu, Conquista y explotación de los Nuevos Mundos, Barcelona, Labor, 1973, pp.
150 y ss, indica que sobre 300 toneladas el peso de estas mercancías llegaba al 13-15%, y bajaba al
10% en navíos de 700 toneladas de registro.
31
Se trataba de carne oreada, untada de azúcar moreno o salitre diluido, que se secaba y ahumaba.

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harinas y legumbres (fríjoles, lentejas, garbanzos, arroz, habas y gui-


santes) y, finalmente, había otros alimentos en cantidades menores, que-
sos (oveja, cabra y vaca), huevos, frutos secos (aceitunas, alcaparras,
almendras, pasas, orejones, guindas, ciruelas, nueces, damascos, cala-
bazas y castañas), especias (azafrán, pimienta, clavo, canela, nuez mos-
cada, culandro y orégano), dulces (pasteles, chocolate, azúcar y miel),
caldos, licores (aguardiente), vino, mistela, vinagre y agua32. Dentro del
ascetismo y la frugalidad que dominaba el ambiente alimentício de cada
viaje, se intentaba que hubiese cierta variedad en una dieta que no con-
templaba, salvo los primeros días de navegación, las verduras y frutas
frescas33. La semana registraba cinco menús distintos, que se conocían
por los componentes esenciales que los conformaban, y así, dentro de
las excepciones que, con seguridad existían, los domingos, lunes, mar-
tes y jueves existía la llamada dieta de carne, compuesta por bizcocho,
tocino y carne salada, acompañada por una menestra de arroz y garban-
zos o por el mismo guiso, aderezado con fríjoles, guisantes o habas, mien-
tras los miércoles y viernes se consumía la dieta de pescado, formada por
bizcocho, bacalao, aceite y menestra, y los sábados eran los días señala-
dos para repartir la dieta de queso, en la que entraban bizcocho, queso,
aceite y menestra, en todos los casos con acompañamiento de agua.
Si se atiende al conjunto de los ingredientes en juego, se puede com-
probar que solo cambiaba uno de una dieta a otra, y se mantenían esta-
bles otros cinco componentes. El alimento sólido de cada pasajero no
sobrepasaba los tres cuartos de kilo por día, prescindiendo de los tres
litros diarios de agua que se les adjudicaban. Como los enfermos no resis-
tían estas dietas, aunque frugales de difícil digestión, en los casos de cri-
sis agudas y en períodos de convalecencia se recurría a la dieta de enfer-
mo, compuesta de bizcocho blanco, sémola, carne (de gallina o carnero),
huevo, almendras y pasas34. Por miedo equivocado a que la ventilación
fuese la causa de la putrefacción de lo almacenado, una vez al día se abría
la escotilla donde se guardaban los alimentos. El peso de las raciones
se hacía siempre con luz solar y su reparto se hacía diariamente y con
carácter individual, tras el reconocimiento de los beneficiarios por el

32
Manuel Babio Walls, “La vida cotidiana del hombre de mar andaluz en la Carrera de Indias:
hipótesis de un trabajo de historia naval”, en Actas de las I Jornadas de Andalucía y América, Sevi-
lla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1982, p. 257 y ss.
33
Clarence H. Haring, El comercio y la navegación…., pp. 316 y ss.; Pablo E. Pérez-Mallaína,
Los hombres del Océano, pp.148-156.
34
Salvador Clavijo y Clavijo, La trayectoria hospitalaria de la Armada Española, Madrid,
CSIC, 1944, p. 25.

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maestre de raciones, que era auxiliado por el despensero y un cabo de


escuadra, quedando refrendo escrito de cuanto se distribuía al asistir y
tomar notas el escribano. Apartados los mandos, capitán, maestre, pilo-
to y escribano, que efectuaban normalmente juntos su condumio, los
pasajeros y tripulación, en cubierta, procedían a encender los fogones
para guisar sus comidas, consiguiéndose con este método reducir el ries-
go cierto de incendio que existía. Las condiciones higiénicas que pre-
sentaban algunos de los alimentos eran pésimas, como nos recuerdan
algunos testimonios:

“Es privilegio de galera que nadie, al tiempo de comer, pida allí agua que
sea clara, delgada, fría, sana y sabrosa, sino que se contente, y aunque no quie-
ra, con beberla turbia, gruesa, cenagosa, caliente, desabrida. Verdad es que a
los muy regalados les da licencia el capitán para que, al tiempo de beberla, con
una mano tapen las narices y con la otra lleven el vaso a la boca [...] Todos
los que allí entraren han de comer el pan ordinario de bizcocho, con condi-
ción que sea tapizado de telarañas y que sea negro, gusaniento, duro, ratona-
do, poco y mal remojado [...] La carne que han de comer ordinariamente ha
de ser tasajos de cabrones, cuartos de oveja, vaca salada, búfano (sic) salpre-
so y tocino rancio; y esto ha de ser sancochado, que no cocido, quemado, que
no asado, y poco, que no mucho; por manera que, puesto en la mesa, es asque-
roso de ver, duro como el diablo de masar, salado como rabia para comer, indi-
gesto como piedras para digerir y dañoso como zarzas para dello se hartar”35.

Las ratas infestaban las escotillas y pañoles donde se guardaba la comi-


da y se atrevían incluso a beber el agua de las botijas, “muchas roían el cas-
co [...] por abajo y le hacían agujero para beberse el agua [...] y morían den-
tro por no poderse salir”36. Todos estos desmanes provocaban no sólo enfer-
medades, sino acortamientos de una dieta que ya era bien escasa.

ENFERMEDADES Y SANIDAD

Si en los viajes de la Carrera de Indias la muerte violenta era moneda


corriente a causa de naufragios o abordajes, no lo eran menos las enferme-
dades, vistas las condiciones higiénicas y de acomodo en que tenían lugar los
traslados, aunque resultasen muchas veces bastante más peligrosos y expues-

35
Antonio de Guevara, “De los muchos trabajos que se pasan en las galeras” (1539), en José
Luis Martínez, Pasajeros de Indias: viajes transatlánticos en el siglo XVI, Madrid, Alianza, 1983,
pp. 218-219.
36
B. Velasco, “La vida en alta mar...”, pp. 318-319.

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tos los períodos de atraque obligado, por reparación o carena, en puertos


tropicales, allí donde los peligros de epidemia y sus secuelas de muerte resul-
taron ser algo habitual37. Testigo de ello fueron hospitales como el de San
Juan de Monteclaros, donde encontraron la muerte, o su eventual curación,
a su costo y costas, no pocos pasajeros y tripulantes38. Hemorragias, diarre-
as, disenterías, los llamados comúnmente “delirios”, convulsiones, el tifus,
llamado también fiebre de los barcos, causado por la contaminación del agua
almacenada, fueron moneda diaria, sin olvidarnos del escorbuto o la avita-
minosis, provocadas por la ausencia de frutas o verduras frescas a bordo.
En las flotas de Juan Bautista de Mascarua (1698-1702) y Juan de Velasco
(1699-1702), murieron el 22 % de los viajeros (cien de 457) y el 27, 5 %
(73 de 303), respectivamente. Tales catástrofes fueron descritas por el cape-
llán del hospital de San Juan de Monteclaros en estos términos:

“En manera alguna puedo justificar las personas a las que di sepultura en
dicho hospital de dichas naos, así de la Capitana y Almiranta, como de los mer-
cantes, porque, con la muchedumbre de enfermos que entraban en dicho hospi-
tal y fallecieron en él, en todo el tiempo de la epidemia, por cuidar de su cura-
ción y asistir a darles los sacramentos y sepultura a los difuntos, no se atendió a
los asientos. La mayor parte de los que se enterraron de dicha flota fue en la
iglesia y, por haberse ocupado esta y la sacristía se recurrió al cementerio que,
en tiempos de epidemia, en los campos y otras partes benditas se hacen los entie-
rros, porque a ello obliga la necesidad”39.

Las enfermedades citadas, acompañadas por gripes, sarampiones, virue-


las o la sífilis hicieron que la cuarentena, medida preventiva imprescindi-
ble, añadiese aún mas angustia a los pasajeros en tránsito, ansiosos por desem-
barcar. En alta mar, por otra parte, los enfermos eran trasladados al alcá-
zar, y aliviados física y espiritualmente, tanto con raciones especiales como
con medicinas y otros remedios al alcance de médicos y boticarios. Los trau-
matismos eran cosa del cirujano y el “cortar por lo sano” se imponía no pocas
veces antes períodos largos de aislamiento entre puertos. La propia Reco-
pilación de leyes de Indias obligaba la presencia a bordo de tres recipien-
tes con medicamentos, que pronto se redujeron a uno; los remedios no eran
otros que los habituales, píldoras, ungüentos y bálsamos, jarabes, sales,
emplastes, tinturas, etc., cuya aplicación requería de ciertos elementos auxi-

37
Silvio Zabala, Galeras en el Nuevo Mundo, México, Editorial de El Colegio Nacional,
1976, p. 115-137.
38 Juana Gil Bermejo y Pablo E. Pérez Mallaína, “Andaluces en la navegación trasatlántica...” p. 283.
39
Ibídem; el capellán Juan de Sola y escribió desde Veracruz, el 29 de abril de 1700, a
Manuel de Velasco.

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liares y de un instrumental cuando menos básico, vendas y estopas, navajas,


verduguillos, tijeras y pinzas40. A veces, la medicina oficial se veía “enri-
quecida” por sustancias que se situaban más cerca de la brujería. “Aceites
de lagarto, de ladrillo, espíritu de hollín y de cuerno de ciervo, emplastes
de ranas y murciélagos, polvos de ojos de cangrejos y leche virginal” figu-
ran en inventarios de bienes pertenecientes a algunos protomédicos enro-
lados en la Carrera de Indias41.

LA VIDA COTIDIANA

Fue una constante de los viajes a América el hacinamiento y las incomo-


didades en los barcos; y si ya hemos dicho que los llovidos y polizones venían
a complicar las ya de por sí estrechas ventajas de que podían “disfrutar” los pasa-
jeros legales, la división de espacios habitables en buques de guerra y mercan-
tes resultaba determinante. En un barco de guerra de un registro cercano a 500
toneladas, dotado de una eslora próxima a los 30 metros y de una manga que
no superaba los nueve, se reunían una veintena de oficiales, alrededor de 40
cuidadores de las piezas de artillería, 90 hombres de dotación, un centenar de sol-
dados y 30 o 40 pasajeros de media. El número total que resulta debe ponerse
en parangón con la existencia, por término medio, de una cámara principal a popa,
normalmente ocupada por el comandante de la nave y el capitán de la infante-
ría embarcada. Se disponía, además, de tres compartimentos existentes a popa,
que solían ser para el piloto, el dueño del barco y los maestros de plata, espacio
este último que solía compartirse normalmente, ampliándolo en parte, si era nece-
sario acomodar al veedor y contador, por recaer en la nave la condición de almi-
ranta o capitana. En los mercantes usuales, un centenar de personas disponía de
dos bodegas donde se cobijaba la carga y los pañoles destinados para almace-
nar alimentos de resguardo o pertrechos de alivio. El entrepuente quedaba para
los pasajeros, las mercancías no aceptadas en las bodegas y los cañones, pugnán-
dose continuamente por conseguir el mejor de los acomodos. Oficiales y pasa-
jeros de rango tenían la cámara y sobrecámara de popa como refugio y los
fogones se situaban junto al castillo de proa. Además, los tripulantes y pasaje-
ros disfrutaban no pocas veces de la compañía y olores que aparejaba el trans-
porte de animales vivos, verdadera reserva de proteínas frescas durante los via-
jes42. El escaso espacio, en fin, era el que cada uno lograra ocupar:

40
Recopilación de las leyes de Indias, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1973, Ley 133,
Capítulo 48, Título 15, Libro IX.
41 Juana Gil Bermejo y Pablo E. Pérez Mallaína, “Andaluces en la navegación trasatlántica...” p. 283.
42
Pablo E. Pérez-Mallaína, Los hombres del océano….pp.139-147.

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“Es previlegio de galera que las camas que allí se hicieren para los pasaje-
ros […] no tengan pies ni cabeceras señaladas, sino que se echen a do pudieren
y cupieren, y no como quisieren; es a saber, que a do una noche tuvieren los
pies tengan otra la cabeza [...] En haciendo un poco de marea, o en andando la
mar alta, o en arreciándose la tormenta, o en engolfándose la galera, si te des-
maya el corazón, desvanece la cabeza, se arrevuelve el estómago y se te quita la
vista, comiences a dar arcadas y a revesar lo que has comido y aun echarte por
aquel suelo, no esperes que los que te están mirando te tendrán la cabeza, sino
que todos, muy muertos de risa, te dirán que no es nada, sino que te prueba la mar,
estando tú para espirar y aun para desesperar”43.

Los pasajeros sin rango eran alojados en grupo, como hemos señala-
do, bajo los alcázares, sin camarotes, de alguna forma mezclados con la
tripulación, y usaban para su precario descanso hamacas colgadas, de ori-
gen caribeño. Este hacinamiento, la necesidad impuesta del control del
agua dulce y los muchos días que transcurrían entre un punto de atraque
y otro, reducían notablemente las posibilidades higiénicas, aunque pasa-
do el tiempo la costumbre de baldear la cubierta y limpiar las sentinas ali-
viaba algo el mal olor y la proliferación de chinches, pulgas, cucarachas
y ratas. De a poco y a pesar de que también hubo lugar para los entrete-
nimientos, e incluso para algún que otro furtivo escarceo sexual 44, los
llamados “pajes de escoba”, pasaron a ocuparse, si la travesía lo permi-
tía, de las labores de limpieza, que tenían en el vinagre su principal anti-
séptico, aunque normalmente, y en climas tropicales, pudiese más la natu-
raleza que la buena voluntad de quienes quisieron implantar drásticas
medidas de higiene. Completan este sórdido panorama unas palabras sobre
el aseo personal de las dotaciones y los viajeros, cuya ración de agua
era de tres litros por día para cualquier uso, incluído el higiénico, con el
agravante añadido de la dificultad para mudarse periódicamente:

“Es previlegio de galera que ningún pasajero sea obligado, ni aún osado, de
descalzar los zapatos, desatar las calzas, desabrochar el jubón, ni desnudar el sayo,
ni aún quitarse la capa a la noche, cuando se quisiere ir a acostar, porque el
pobre pasajero no halla en toda la galera otra mejor cama que es la ropa que sobre
si trae vestida [...] si alguno tuviere necesidad de calentar agua, sacar lejía, hacer
colada o jabonar camisa, no cure de intentarlo si no quiere dar a unos que reír y
a otros que mofar; mas si la camisa trajere algo sucia o muy sudada y no tuvie-
re con qué remudarla, le es forzoso tener paciencia hasta que salga a tierra a lavar-
la o se le acabe de caer de podrida”45.

43 Antonio
de Guevara, “De los muchos trabajos...”, pp. 221-222.
44
Pablo E. Pérez-Mallaína, Los hombres del océano….pp. 157-177.
45
Ibídem., pp. 218 y 221.

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Este incómodo día a día en la navegación transoceánica se completaba


con la falta de intimidad, incluso para llevar a cabo las necesidades fisioló-
gicas más perentorias, para las que se disponía de una especie de letrinas, lla-
madas “beques”, que eran unos dispositivos horadados sobre unas tablas vola-
das a derecha e izquierda del buque, a los que los oficiales no acudían, por
tener a su disposición una especie de pequeños cubículos, conocidos como
“jardines”, donde al menos era posible proceder a su limpieza, después de
utilizados, al contar con ciertas posibilidades de baldeo. Por último, sirva
un nuevo testimonio para poner de manifiesto la incomodidad y el hacina-
miento que hubieron de sufrir quienes, como tripulantes o pasajeros, eligie-
ron América como el nuevo destino de sus vidas:

“Hombres, mujeres, mozos, viejos, sucios y limpios, todos van hechos una
mololoa y mazamorra, pegados unos a otros, y así juntos [...] Uno regüelda,
otro vomita, otro suelta los vientos, otro descarga las tripas, vos almorzais, y no
se puede decir a ninguno que usa de mala crianza”46.

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Hispanoamericanos, 1985.

46
Testimonio de 1573, recogido por José María López Piñero, El arte de navegar en la España
del Renacimiento, Barcelona, Labor, 1986, p. 239.

150
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PABLO E. PÉREZ MALLAÍNA, “Desastres marítimos en la Carrera de Indias: una interpreta-
ción desde la actualidad”, en Entre Puebla de los Angeles y Sevilla: Estudios america-
nistas en homenaje al Dr. José Antonio Calderón Quijano, Sevilla, Escuela de Estu-
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151
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PAISAJES DESPOSEÍDOS
EL TROPICALISMO DE ALEJANDRO DE HUMBOLDT*
Manuel Lucena Giraldo, Instituto de Historia, CSIC

I
Es posible que una de las razones por las cuales la figura de Alejandro
de Humboldt continúa interesando a una generación tras otra, tanto en Amé-
rica como en Europa, sea el aparente desdén con el que pareció sobrellevar
las glorias del mundo. No se trata sólo de que reivindicara un carácter ciu-
dadano, como en 1805, cuando subrayó en sus famosas “Confesiones” el
rechazo al uso del título nobiliario salvo en casos extraordinarios -“jamás
encabezando un libro”, señaló en aquella ocasión- o de que aún siendo un
“demócrata de la corte” se burlara de las condecoraciones que le concedie-
ron con insistente regularidad imperios, repúblicas y monarquías1. Visto en
perspectiva, parece claro que el príncipe de los viajeros estuvo adornado de
un humor peculiar, quizás forjado en las adversidades de la diferencia, gra-
cias al cual mantuvo una protectora distancia respecto al mundo en el que

* Una versión preliminar de este texto fue presentada en el Coloquio internacional Humboldt et

le monde Hispanique, que tuvo lugar en la Universidad de París X-Nanterre en 2000 y se editó en Tho-
mas Gomez (Dir.) Humboldt et le monde hispanique, París, Université Paris X, 2002.
1 “Refiriéndose a mí, me gustaría que dijera simplemente M. Humboldt, a lo sumo M. Alexan-

dre Humboldt”, Mis confesiones (1805), en Oscar Rodríguez Ortiz (ed.) Imágenes de Humboldt, Cara-
cas, Monte Avila, 1983, p. 19. U. D. Oppitz elaboró un inventario de lugares, plantas, animales y
objetos bautizados con el apellido de los hermanos Humboldt, pp. 163-180.

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le tocó vivir2. En realidad, el contraste entre la persona y el personaje, el endio-


samiento de una figura mitificada ya en vida hasta extremos inconcebibles,
solo se puede interpretar como resultado de su presencia carismática dentro
de un ciclo fundacional, una etapa de redefinición de identidades a escala
atlántica cuya consecuencia más llamativa fue la independencia de las Tre-
ce colonias británicas y de las posesiones españolas en el Nuevo Mundo, con
la notoria excepción de Cuba y Puerto Rico3. A partir de esta constatación,
es posible mantener que con frecuencia poco tiene que ver el sabio con su
imagen, la propuesta intelectual y científica humboldtiana con las lecturas
que se hicieron y continúan haciéndose de ella. En repúblicas americanas
como Cuba, Colombia, Ecuador, Perú o México, representantes de las “tie-
rras sin memoria”, donde pocas cosas duran “sin corroerse o causar fastidio”,
como señaló con desdén tropical Oscar Rodríguez Ortiz, el prologuista de
Imágenes de Humboldt, un libro de culto al sabio editado en Caracas en 1983,
la apelación a su emblemática figura sigue actuando como aglutinadora de
voluntades, pues “cada generación lo lee otra vez, se sorprende y admira”4.
Una de las causas de la permanencia de este hechizo humboldtiano ha
sido la capacidad comprehensiva e integradora de su método y su discurso,
capaz de vincular hombre y naturaleza en un sistema de referencia único, fun-
dador de la escritura del paisaje y de la propia geografía5. Al aludir a los
paisajes naturales como áreas homogéneas, Humboldt inventó un tipo narra-
tivo que los padres de las nuevas patrias, tan necesitados de lenguajes polí-
ticos propios, utilizaron con profusión6. Mediante su uso, el cuerpo de la
patria, “visible” en la naturaleza e identificable sin lugar a dudas con el
territorio nacional, pudo ser insertado en la única historia posible, aquella

2
Superada ya la fase historiográfica en la cual la mención a la homosexualidad de Humboldt se
tenía que sortear con toda clase de estrategias, entre las cuales destacó en vida del sabio la invención
de hijos americanos, se han abierto camino nuevas interpretaciones; J. Alberto Navas Sierra, “Perso-
nalidad, ciencia y contexto histórico en un contexto ilustrado: Humboldt y el virreinato de la Nueva
Granada (1801-1829), Arbor, T. CLXIII, Nº 642, Madrid, CSIC, 1999, pp. 256 y ss; sobre los hijos
apócrifos, Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Tomo I,
México, Editorial Pedro Robredo, 1941, pp. 80-83; en torno a su representación iconográfica, Hali-
na Nelken, Alexander von Humboldt. Bildnisse un künstler. Eine dokumentierte ikonographie, Ber-
lín, D. Reimer, 1980, pp. 29 y ss.
3
Sobre las construcciones sucesivas del mito “eurocriollo” humboldtiano, Michael Zeuske, “¿Padre
de la independencia? Humboldt y la transformación a la modernidad en la América española”, en Miguel
Angel Puig-Samper (coord.) Debate y Perspectivas, Nº 1, Madrid, Fundación Tavera, 2000, pp. 69 y ss.
4
Oscar Rodríguez Ortiz (ed.) Imágenes, p. 7.
5
Josefina Gómez Mendoza, “Alejandro de Humboldt y la geografía del paisaje”, en Alejandro
de Humboldt. Una nueva visión del mundo, Barcelona, Lunwerg Editores, 2005, p. 55.
6
Horacio Capel, Filosofía y ciencia en la geografía contemporánea. Una introducción a la geo-
grafía, Barcelona, Barcanova, 1981, p. 13.

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que narraba el advenimiento heroico de la nación7. En una coyuntura como


la que se planteó de modo inmediato a la independencia hispanoamericana,
la propuesta humboldtiana permitió imaginar el espacio “sin dueño” como
parte del territorio nacional y alimentó unas mitologías ansiosas de nuevas
referencias de autoridad. Así, la presencia del sabio en el panteón de padres
fundadores republicanos no sólo satisfizo sus ansias cosmopolitas, sino que
les permitió estructurar una pedagogía política de indudable eficacia, basa-
da en la idea de progreso, aglutinadora de la comunidad y culpabilizadora del
oficialmente nefasto tiempo colonial. El potencial demiúrgico de la narrati-
va del sabio fue bien percibido por el venezolano Angel M. Alamo, que en
el prólogo a las Humboldtianas de Arístides Rojas, una de las cumbres de
la manía adulatoria a su figura, anotó:

“En [sus] páginas pasan en majestuosa revista la civilización indígena con su


sencillez primitiva y su tosca cosmogonía, sus sacerdotes, sus caciques y sus bron-
ceadas tribus: la civilización europea amparada a la sombra del lábaro de la cruz
y propagada por el valor impetuoso de los conquistadores y por el valor de la pala-
bra apacentadora de los misioneros; y la civilización que surgió en la época de
la independencia, difundida [...] entre el estruendo de los combates y la instabi-
lidad de los comicios populares, por Miranda, Bolívar, Sucre, Zea, Roscio, y
tantos varones preclaros que ostentan en sus manos los instrumentos del marti-
rio, mientras que sus frentes esplenden con la aureola de la gloria”8.

De este modo, la interesada lectura de la obra humboldtiana ponderó un


ideal de integración de la comunidad política formulada de modo selectivo. En
los escritos del sabio, que funcionaron como unas premonitorias tablas de la
ley, fueron identificados los elementos de la civilización, dignos de adquirir
la ciudadanía, así como los que debían ser excluidos de su estatuto por no alcan-
zar el nivel de humanidad consustancial a ella. En realidad, se trató de un arti-
ficio, porque los juicios humboldtianos solo confirmaron a posteriori la diná-
mica de la exclusión, convertida luego por la propaganda oficial en un acto
de responsabilidad republicana, de salvaguarda del interés público. Nos encon-
tramos, obviamente, ante una cuestión que la historiografía humboldtiana,
demasiado complacida en el rechazo del sabio al colonialismo y la esclavi-

7 Para el caso brasileño, Demétrio Magnoli, O corpo da pátria. Imaginação geográfica e políti-

ca externa no Brasil (1808-1912), Sao Paulo, Unesp, 1997, pp. 241 y ss.
8
Arístides Rojas, Humboldtianas, T. I, Caracas, Editorial Cecilio Acosta, 1942, p. 12; sobre la
visión de Humboldt en algunas de las nacientes repúblicas, Miguel Angel Puig-Samper, “Alejandro de
Humboldt en el mundo hispánico: las polémicas abiertas”, en Miguel Angel Puig-Samper (coord.)
Debate y Perspectivas, pp. 18 y ss.

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tud, no ha abordado en profundidad9. Para algunos es duro reconocerlo, pero


en los escritos de Humboldt el interés por la América arqueologizada, con su
extraña mezcla de vistas de cordilleras y arte azteca, no sólo se articula sin pro-
blemas con el retrato del “atraso lamentable” de los indígenas contemporáne-
os, clasificados por él como en el caso de los otomacos del Orinoco bajo la gro-
sera categoría de “comedores de tierra y salvajes que repugnan toda cultura”,
sino que encuentra fundamento el criminal esencialismo étnico practicado
por ciertos dirigentes de la América independiente10.
En otro orden de cosas, la aparente contradicción entre el uso político de la
obra humboldtiana, que proveyó a los padres fundadores de las nuevas repúbli-
cas de un modelo retórico funcional para inventar la nación que querían, y la
supuesta pureza moral implícita en las aspiraciones intelectuales de todo hom-
bre de ciencia, podría conducirnos hacia la trampa de contraponer a Humboldt
con el humboldtianismo, de salvar al sabio inmaculado al precio de desconocer
su leyenda. Sin embargo, no es este el caso, ya que por detrás del mito y la rea-
lidad de la novedad humboldtiana, tan invocada por el nuevo republicanismo,
se hizo visible un diálogo con la tradición en modo alguno enmascarado por el
sabio, quizás curioso sobre demasiadas cosas, pero nunca remiso a rodearse de
la mejor bibliografía y de las autoridades disponibles sobre la materia que le inte-
resaba en cada momento. En este sentido, el Humboldt que se vincula sin ver-
güenza alguna con la tradición erudita hispánica, lejos de hacer sombra al que
diseña y difunde nuevos modos de concebir, describir, dibujar y transmitir median-
te sus libros las características del paisaje tropical, es perfectamente consciente
de que la invocación a aquellos en quienes ha encontrado inspiración no hacía
otra cosa que validar su propia trayectoria. Como ha señalado David Brading,

“Humboldt actuó como portavoz de la ilustración borbónica, el médium apro-


bado, por decirlo así, a través del cual las investigaciones colectivas de toda una
generación de funcionarios reales y sabios criollos fueron transmitidas al público
europeo, estando asegurada su recepción por el prestigio del compilador”11.

9 Frank Holl, “El científico independiente y su crítica al colonialismo”, en Miguel Angel Puig-

Samper (coord.) Debate y Perspectivas, pp. 108 y ss.


10 Mary Louise Pratt, Imperial eyes. Travel writing and transculturation, Londres, Routledge,

1992, p. 133; Oliver Lubrich, “’Como antiguas estatuas de bronce’. Sobre la disolución del clasicis-
mo en la Relación histórica del viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Mundo de Alejandro de
Humboldt”, Revista de Indias, Vol. LXI, Nº 223, Madrid, CSIC, 2001, pp. 757 y ss.; Eric Werthei-
mer, Imagined empires. Incas, Aztecas, and the New World of American Literature, 1771-1876, Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1999, pp. 2-4; Alejandro de Humboldt, Cuadros de la naturale-
za, Madrid, Imprenta y librería de Gaspar editores, 1876, p. 185.
11 David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867,

México, FCE, 1993, p. 556.

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Por eso, más allá de citas repetidas hasta la saciedad dedicadas a ponde-
rar el reconocimiento por el sabio de las grandes sumas invertidas en cien-
cia por la monarquía de Carlos IV, o a destacar fuera de toda medida su inte-
rés (nada gratuito) por relacionarse con los científicos naturales de España
y la antigua América española, llama la atención el papel que jugó como here-
dero de una tradición intelectual estudiosa del Nuevo Mundo de larga data.
Un inventario de los autores de los siglos coloniales que citó con mayor fre-
cuencia incluye, en ediciones del siglo XVI, a José de Acosta, Pedro Cieza
de León, Cristóbal y Hernando Colón, Hernán Cortés, Alonso de Ercilla,
Gonzalo Fernández de Oviedo, Francisco de Jerez, Bartolomé de las Casas,
Francisco López de Gómara, Pedro Mártir de Anglería y Agustín de Zárate.
En cuanto a los del siglo XVII, aparecen mencionados Cristóbal de Acuña,
fray Agustín de Betancourt, Bernal Díaz del Castillo, Lucas Fernández de
Piedrahita, fray Gregorio García, el inca Garcilaso de la Vega, Antonio de Herre-
ra, Antonio de León Pinelo, Juan Eusebio Nieremberg, fray Antonio de Reme-
sal, fray Pedro Simón, Antonio de Solís y fray Juan de Torquemada. Entre los
23 autores del siglo XVIII que cita se cuentan “los grandes” Antonio de Alse-
do, José Antonio de Alzate, Francisco Clavijero, Andrés González Barcia,
José Gumilla, Gaspar de Jovellanos, Juan Bautista Muñoz, Antonio de Ulloa
y José Hipólito Unanue y finalmente entre los del siglo XIX menciona a Félix
de Azara, Hipólito Ruiz, José Pabón, José Ignacio de Pombo y Martín Fer-
nández de Navarrete12.

II
A la luz de tantas contradicciones, cabe preguntarse por el lugar en el que
Humboldt se encuentra con su mitología, por el espacio en el cual la inven-
ción política del estado-nación republicano fundado en la desaparición sim-
bólica del pasado colonial entró en un diálogo con el sabio empeñado en hacer
de su vida una obra de arte, en descubrirse a sí mismo a través de un desti-
no mesiánico13. Porque no resulta en absoluto casual que fuera considerado
a partir de un designio del propio Simón Bolívar como el segundo descu-
bridor de América, o que el nuevo discurso republicano asimilara sin aparen-
te dificultad su interés por Cristóbal Colón o por la gesta de los descubri-
mientos geográficos ibéricos, que consideraba “empresas audaces y dignas

12 Charles Minguet, Alejandro de Humboldt, historiador y geógrafo de la América española (1799-

1804), Tomo II, México, UNAM, 1985, pp. 401-404.


13 Sobre las dificultades de considerar a Humboldt como geógrafo, Horacio Capel, Filosofía

y ciencia, pp. 16 y ss.

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de admiración”, a pesar de que iniciaban la denostada era de las tinieblas


coloniales14. En realidad, frente a la posibilidad de considerar la obra hum-
boldtiana como el magnífico corolario de tres siglos de esfuerzo dedicados
a la invención occidental del Nuevo Mundo, la mitologización nacionalista
impuso una descontextualización completa, que fue el precio a pagar por la
conversión del sabio en un héroe y de su obra en la referencia fundacional
de un tiempo de virtud republicana renovada. La pieza fundamental de este
proceso fue la unión en el altar de los símbolos nacionales del libertador
Simón Bolívar con Alejandro de Humboldt. En su proceso de conversión
en mito, se comenzó por la invención de su vocación americana, que es fru-
to de la casualidad15. Más tarde, la vinculación de Humboldt y Bolívar se
interpretó en términos de amistad delirante cuando lo cierto fue que las
relaciones de ambos héroes fueron “distantes, flácidas y muy discontinuas”16.
Buena muestra de ello es lo escaso de su intercambio epistolar; sólo se
conocen dos cartas de Bolívar a Humboldt, que datan de 10 de noviembre
de 1821 y 5 de febrero de 1826, y tres de Humboldt a Bolívar, fechadas el
29 de julio de 1822 y el 8 y el 28 de noviembre de 182517. A pesar de que el
libertador expresó su admiración por el sabio alemán, necesitado como
estaba de prestigio e influencias en el Viejo Mundo, este lo consideró un hom-
bre pueril e inmaduro y entre 1804 y 1821 no estableció contacto alguno
con él. Sólo en 1853, ya al final de su vida, Humboldt reconoció ante el
antiguo edecán del libertador, el irlandés O´Leary, que había cometido un
grave error al subestimarlo18. Parece obvio que mientras Bolívar profesó una
admiración sincera por Humboldt, este se movió por un interés paternalista
y clientelar en su relación con el libertador. Aunque no diéramos demasia-
do valor al juicio que transmitió en 1826 Fanny de Trobriand y Aristeguie-
ta, detentadora de un salón en París, prima lejana y buena amiga de Bolívar,
según el cual Humboldt habría sido en realidad uno de sus “más celosos
detractores”, la convergencia de intereses era más que posible19. La Gran
Colombia recién independizada ofrecía múltiples oportunidades a quien qui-

14 Alejandro de Humboldt, Cristóbal Colón y el descubrimiento de América, Caracas, Monte Avi-


la, 1992, p. 11; esta edición, lamentablemente, no cuenta con estudio introductorio; Anthony Pagden,
European encounters with the New World, New Haven, Yale University Press, 1993, pp. 108-112.
15 Charles Minguet, Alejandro de Humboldt, Tomo I, pp. 107 y ss; Miguel Angel Puig-Samper,

“Humboldt, un prusiano en la corte de Carlos IV”, Revista de Indias, Vol. LIX, Nº 216, Madrid,
CSIC, 1999, pp. 329-355.
16 Charles Minguet, Alejandro de Humboldt, Tomo I, p. 330.
17 Charles Minguet, “Las relaciones entre Alexander von Humboldt y Simón Bolívar”, en Alber-

to Filippi (dir.), Bolívar y Europa en las crónicas, el pensamiento político y la historiografía, Vol. I,
Caracas, Ediciones de la Presidencia de la República, 1988, p. 749-751.
18 Charles Minguet, “Las relaciones”, p. 751-752.
19 Charles Minguet, “Las relaciones”, p. 746.

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siera correr ciertos riesgos y Humboldt estaba en el centro de un sistema de


relaciones personales y científicas en continua expansión, como un sol alre-
dedor del cual giraban distintos planetas. En 1822, por ejemplo, el vicepre-
sidente de la Gran Colombia Francisco Antonio Zea, viejo conocido de Hum-
boldt y su compañero de viaje a la América Tropical Aimée Bonpland, pidió
su asesoramiento para la contratación de una comisión de científicos desti-
nados a realizar trabajos mineralógicos, químicos y geodésicos en la recién
nacida república. Los “distinguidos químicos y mineralogistas” Juan Bautis-
ta Boussingault y Mariano Rivero fueron recomendados por Humboldt, que
muy en su línea añadió que confiaba en que el libertador aumentaría su
gloria militar con la que seguiría de “fundar establecimientos científicos,
de alentar los trabajos de sabios y hacer disfrutar a Europa los descubrimien-
tos hechos sobre las cimas de las cordilleras”20. La mencionada misión, de
la que formaron parte entre otros el médico y naturalista Francisco Roulin,
el ingeniero y cartógrafo José María de Lanz, el botánico Goudot y el ento-
mólogo Bourdon, tropezó con grandes dificultades21.
Al margen de las estrecheces de la realidad, la versión oficial que entro-
nizó la relación entre Bolívar y Humboldt en la mitología patria siguió sus
propios derroteros. Según una versión que se repite continuamente hasta nues-
tros días, en el encuentro entre ambos héroes que tuvo lugar en los salones
de París en 1804 bajo el patrocinio de la mencionada prima Fanny de Tro-
briand, Bolívar habría participado a Humboldt su plan de liberación conti-
nental. El sabio habría respondido: “Creo que vuestro país ya está maduro;
pero no veo al hombre que podría llevar a cabo ese proyecto”22. La versión
más delirante de este episodio sitúa a Bolívar como acompañante de Hum-
boldt en su ascensión al Vesubio de 1805, lo que cronológicamente fue impo-
sible23. En realidad, una lectura sosegada de la carta fundamental de Hum-
boldt a Bolívar, la de 29 de julio de 1822, muestra tanto su admiración hacia
la grandiosidad de la naturaleza americana como su transparente liberalis-
mo, su temor a que los nuevos poderosos se tornaran en déspotas y su des-
confianza en la inmadurez de unas instituciones obligadas a funcionar en el
seno de sociedades demasiado heterogéneas y carentes de la necesaria edu-
cación. Ante el futuro, sólo cabía mostrar esperanza:

20
J. Alberto Navas Sierra, “Personalidad, ciencia...”, p. 282.
21
Frank Safford, The ideal of the practical: Colombia’s struggle to form a technical elite, Aus-
tin, Universidad de Texas, 1976, pp. 101 y ss.; Manuel Lucena Giraldo, Historia de un cosmopolita.
José María de Lanz y la fundación de la ingeniería de caminos en España y América, Madrid, Cole-
gio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, 2005, pp. 165 y ss.
22 Charles Minguet, Alejandro de Humboldt, Tomo I, p. 328.
23 Charles Minguet, Alejandro de Humboldt, Tomo I, p. 330.

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“Esta paz, que vuestros ejércitos han conquistado, no puede desaparecer, pues
no tenéis ya enemigos exteriores, y sí bellas instituciones sociales, sabia legisla-
ción que preservará la república de la mayor de las calamidades, las disensiones
civiles. Reitero mis votos por la grandeza de los pueblos de la América, por el
afianzamiento de una sabia libertad, y por la felicidad de aquel que ha mostrado
noble moderación”24.

Consumada la invención de la vocación americana de Humboldt y uni-


dos en la simbología patria los mitos del conocimiento y del poder político,
con la relectura de la relación personal entre Humboldt y Bolívar, el siguien-
te paso a dar fue la propagación en el sistema educativo y el universo sim-
bólico nacional de los nuevos elementos25. Y hay que decir que en este pun-
to la fusión de la novedosa retórica republicana con la propuesta narrativa
humboldtiana, sólidamente asentada, como hemos mostrado, en la tradi-
ción hispánica, acabó por producir un edificio conceptual híbrido, con ele-
mentos tanto antiguos como nuevos. En el modelo resultante, se vinculó la
potente cultura autoidentificativa de los criollos americanos, que estaba en
la base del nacionalismo emancipador, con la apelación a una nueva legiti-
midad, sabia y justa, adecuada a las luces de la emancipación. Así, la ima-
gen del sabio, la referencia a sus escritos, permitió contar a los fundadores
de la nación con un mecanismo de mediación entre pasado y devenir, se
convirtió en una herramienta ambivalente gracias a la cual la comunidad polí-
tica podía verse reflejada sobre signos reconocibles, propios del criollismo
más tradicional, y al mismo tiempo ofrecía el porvenir inherente a la pose-
sión de una naturaleza de riqueza insospechada, al precio de eliminar incó-
modos elementos humanos. Como el mismo sabio había señalado, “por todas
partes el mundo es perfecto, excepto donde el hombre lleva con él sus tor-
mentos”26. La dura peregrinación humboldtiana, los peligros experimenta-
dos en sus cinco años de viaje agotador, cuyas consecuencias extremas se
habían hecho tristemente reales en el forzoso cautiverio del “amado Bon-
pland” en la caverna paraguaya del Dr. Francia, constituyeron una metáfora
del sufrimiento inherente a todo proceso de cambio. El mensaje estaba cla-

24
Charles Minguet, “Las relaciones”, p. 750.
25 Nikita Harwich Vallenilla, “Construcción de una identidad nacional: el discurso historiográfi-
co de Venezuela en el siglo XIX”, Revista de Indias, Vol. LIV, Nº 202, Madrid, CSIC, 1994, pp. 637-
653; Michael Zeuske, “Vom “buen gobierno” zur “besseren regierung”? Alexander von Humboldt
un das Problem das Transformation in Spanichs-Amerika”, en Michael Zeuske y Bernd Schroter (eds.)
Alexander von Humboldt und das neue Geschichtsbild von Lateinamerika, Leipzig, Universidad de
Leipzig, 1992, pp. 145-215.
26 Juan Pimentel, “El volcán sublime. Geografía, paisaje y relato en la ascensión de Humboldt

al Chimborazo”, en Ottmar Ette y Walter L. Bernecker (eds.) Ansichten Amerikas. Neuere Studien zu
Alexander von Humboldt, Frankfurt, Vervuert, 2001, p. 126.

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ro, porque el propósito mesiánico era equivalente. Del mismo modo que había
padecido el sabio para crear una praxis liberadora mediante el conocimien-
to y los padres de la patria habían fundado la nación con el sacrificio de la
sangre derramada, los nuevos ciudadanos debían expiar su propio pecado ori-
ginal, mostrando una intachable fidelidad a la república.

III
Es posible que lo más extraordinario de la obra de Humboldt que se
ocupa de la América tropical sea su potencia identificadora, su capaci-
dad de producir visiones estéticas de indudables resonancias políticas y
culturales. No resulta difícil encontrar en ella una serie de estereotipos
básicos de definición de la naturaleza americana, bien visibles, por ejem-
plo, en una de sus obras preferidas, los Cuadros de la naturaleza: las abun-
dantes y desmesuradas selvas tropicales del Amazonas y el Orinoco, las
vastas llanuras interiores representadas por los llanos y las pampas, y las
cimas de las montañas, los nevados andinos y los volcanes mexicanos27.
Si queremos comprender mejor las razones de la eficacia y el éxito de
sus modelos narrativos, resulta fundamental determinar en qué medida
fueron nuevos y hasta qué punto fueron tradicionales, más allá del impor-
tante matiz que la imperativa construcción romántica de lo sublime lle-
vaba consigo, ya que en este sentido Humboldt siempre fue novedoso28.
En este punto, es importante recordar que recomendaba a los dibujantes
que participaban en viajes y exploraciones a lugares remotos trabajar en
el sitio, “poseídos de emoción sobre los lugares mismos, trayendo imá-
genes exactas de las cosas”, de modo que no tuvieran que buscar inspira-
ción en obras de botánica o ejemplares conservados en invernaderos29.
Si planicies, selvas y montañas estaban destinadas a convertirse en los ele-
mentos básicos de la romántica mirada humboldtiana, volcada en la deter-
minación del nuevo estereotipo de lo tropical, era lógico el enmascara-
miento de lo urbano, ya que todo lo que no fuera pintoresco debía ser
eliminado. Las ciudades, desde luego, carecían de esta cualidad30. Tanto
en las construcciones textuales como en las pictóricas, que estaban per-

27
Mary Louise Pratt, Imperial eyes, especialmente p. 125.
28
Juan Pimentel, “El volcán sublime”, pp. 124 y ss.
29
Roldán Esteve-Grillet, “Alejandro de Humboldt y la estética del paisaje venezolano en el siglo
XIX”, en Cesia Hirshbein et al. (eds.) Alejandro de Humboldt y Venezuela, Caracas, UCV, 2000, p. 69.
30 Pere Sunyer-Martín, “Humboldt en los Andes de Ecuador. Ciencia y Romanticismo en el des-

cubrimiento científico de la montaña”, Scripta Nova, Nº 58, Barcelona, Universidad de Barcelona,


2000, p. 3 y ss, en http://www.ub.es/geocrit/sn-58.htm

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fectamente integradas en la ascesis y el método creativo humboldtianos,


lo humano era accesorio, debía ceder su protagonismo a la grandiosa natu-
raleza. Como señaló en Cosmos,

“La historia del arte nos enseña el progreso en virtud del cual el accesorio
ha llegado a ser poco a poco el principal objeto de la representación; cómo la
pintura de paisaje, desligada del elemento histórico, ha tomado importancia y lle-
gado a formar un género aparte, y cómo las figuras humanas no han servido
desde entonces sino para animar una comarca cubierta de montañas o de bosques,
las calles de un jardín o la orilla de un mar”31.

Consecuente con este juicio, Humboldt trazó una escenografía en la cual


las ciudades americanas, reseñadas en términos grandiosos dentro de la tra-
dición de las crónicas de Indias y la narrativa ilustrada, ocuparon un lugar
menor, tuvieron una función subordinada. Su presencia sirvió para construir
el contraste en el que brilló la grandiosidad de la naturaleza como eje des-
criptivo y lo humano aparecía como sujeto dependiente, pasivo, inferior o equi-
vocado. La ciudad de Popayán “se encuentra situada en el hermoso valle del
río Cauca, al pie de los grandes volcanes de Puraz y Sotará, y goza de un cli-
ma delicioso”32. En Cariaco “encontramos una gran parte de sus habitantes
tendidos en sus hamacas y enfermos de fiebres intermitentes [...] teniendo
en cuenta la suma fertilidad de los llanos circundantes, su humedad y la
masa de vegetales que los cubren, se comprende fácilmente por qué”33. La
gran Caracas se encuentra situada en el lugar erróneo: “es de sentirse que la
ciudad [...] no haya sido fundada mas al este, debajo de la boca del Anaúco
en el Guaire, ahí donde se ensancha el valle” y lo mismo ocurre con Quito:
“igualmente se halla situada en la parte más estrecha y desigual de un valle
entre dos hermosas llanuras (Turupamba y Rumipamba) que se habrían podi-
do aprovechar si se hubieran querido abandonar las antiguas construcciones
indias”34. Aunque los caraqueños se quejan de que en un mismo día tienen
diferentes estaciones y los pasos de una a otra son súbitos, la urbe disfruta
de una primavera perpetua. El mito criollista encuentra adecuado reconoci-
miento en la referencia erudita al cronista local José Oviedo y Baños, “que
compara el asiento de Caracas con el paraíso terrestre y reconoce en el Ana-
úco y los torrentes que le quedan cerca los cuatro ríos del Edén”35.
31
Cit. en Roldán Esteve-Grillet, “Alejandro de Humboldt...”, p. 68.
32
Alejandro de Humboldt, Sitios de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de
América, Madrid, Imprenta y librería de Gaspar editores, 1878, p. 57.
33 Alejandro de Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, Caracas,

Monte Avila, Tomo 2, 1985, p. 138.


34 Alejandro de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 2, p. 313.
35 Alejandro de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 2, p. 319.

162
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Mientras Acapulco “es célebre por la belleza de su rada, que parece abier-
ta en las rocas graníticas a causa de la violencia de los terremotos, célebre
por la miseria de sus habitantes [...] y también por su clima tan ardiente como
mortífero”36, en Cumaná, “situada en medio de una colina sin verdor [...] la
mirada no encuentra ni un campanario ni una cúpula [y] las llanuras circun-
vecinas, sobre todo las que se extienden hacia el mar, presentan un aspecto
triste, polvoriento y árido”37. Aunque la ciudad de Quito es bella, “el cielo
es allí triste y nublado, las montañas vecinas ofrecen poca verdura y el frío
es considerable”. Lo peor es la inconsciencia de sus habitantes: “[Se] respira
voluptuosidad y lujo y quizás en ninguna parte reina un deseo más decidido
y general de divertirse. Así es como el hombre se acostumbra a dormirse apa-
ciblemente al borde de un precipicio”38. La visión de Lima, antigua metró-
poli virreinal, es muy despectiva:

“Nuestra estada en Lima ha sido de algo más de dos meses y demasiado para
conocer un lugar que no tiene otra diferencia con Trujillo que la de más gente y
más fachenda. En Europa nos pintan a Lima como una ciudad de lujo, magnifi-
cencia, hermosura del sexo [...] No he visto ni casas muy adornadas ni señoras ves-
tidas con demasiado lujo y sé que las más familias están arruinadas todas. El secre-
to está en la confusión de la economía y en el juego [...] En la noche, la inmundi-
cia de las calles adornadas de perros y burros muertos y la desigualdad del piso
impiden el correr en coche [...] en Lima mismo no he aprendido nada del Perú”39.

En los alrededores de Santafe de Bogotá “las rosas europeas se han vuel-


to salvajes”, pero la propia ciudad, que según Humboldt podía haber tenido
mejor situación, le otorga una magnífica bienvenida, con el virrey, el sabio
Mutis y el patriciado local al frente. En la sabana “la vegetación se entume
eternamente bajo un cielo nebuloso, ningún fruto madura por la falta de
sol, no se ve sino una llanura carente de árboles y de verdor, con un perpe-
tuo aspecto otoñal”, marcando un brutal contraste con los valles tropicales
que la circundan40. En un tipo de obra como los Ensayos políticos dedicados
a Cuba y Nueva España, más que el Humboldt naturalista y viajero destaca
el estadístico y el economista-político. Aunque matizado por el torrencial alu-
vión de datos, referencias útiles y eruditas, propuestas y juicios, está pre-

36
Cit. en Carlos Pereira, Humboldt en América, S/F, Madrid, Editorial América, p. 65.
37 Alejandro de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 2, p. 313.
38 Estuardo Nuñez y Georg Petersen, El Perú en la obra de Alejandro de Humboldt, Lima, Libre-

ría Studium, 1971, p. 183.


39 Estuardo Nuñez y Georg Petersen, El Perú..., pp. 197-198.
40 Alejandro de Humboldt, Alexander von Humboldt en Colombia. Extractos de sus diarios, Bogo-

tá, Flota mercante grancolombiana, 1982, p. 50.

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sente la misma idea. La vista de La Habana a la entrada del puerto “es una
de las más alegres y pintorescas de que puede gozarse al norte del Ecuador”.
En ella sobresale la majestad de las formas vegetales y el vigor característi-
co de la zona tórrida, pero por falta de una buena policía tiene un aspecto
asqueroso: “El olor de la carne salada o del tasajo apestaba muchas veces
las casas y aún las calles, poco ventiladas”41. Sólo la gran capital mexicana,
la antigua Tenochtitlán, reúne los requisitos de una metrópoli civilizada:

“México debe contarse, sin duda alguna, entre las más hermosas ciudades
que los europeos han edificado en ambos hemisferios [...] apenas existe una
ciudad de aquella extensión que pueda compararse con la capital de Nueva Espa-
ña por el nivel uniforme del suelo que ocupa, por la regularidad y anchura de las
calles y por lo grandioso de las plazas públicas”42.

El favorable juicio, basado en una impresión positiva, tiene una clara expli-
cación, el carácter de grandeza que le otorga su situación y, una vez más, la
naturaleza de los alrededores:

“Ciertamente no puede darse espectáculo mas rico y variado que el que pre-
senta el valle, cuando en una hermosa mañana de verano, estando el cielo claro
y con aquel azul turquí propio del aire seco y enrarecido de las altas montañas,
se asoma uno por cualquiera de las torres de la catedral de México o por lo alto
de la colina de Chapultepec”43.

Es importante reiterar que en las descripciones urbanas siempre existe


un contrapunto, una nota sobre el estado de la naturaleza, que permite opo-
ner lo natural y lo humano. La alusión a la claridad del cielo, un clásico de la
historia de las ciudades del Nuevo Mundo, se había utilizado desde el siglo
XVII para relacionar la transparencia del firmamento con la luminosa noble-
za de carácter de los criollos. Humboldt usó este recurso algunas veces para
exagerar la degradación de sus habitantes, en contraste, por ejemplo, con “la
tranquila grandeza y majestad que constituye el carácter natural del paisaje
tropical”44. La pérdida de belleza y valor de lo urbano sirve al objetivo de
inventar un mundo tropical de espacios inabarcables, expresivo de una natu-
raleza deshumanizada, grandiosa, trágica, indicadora del paso del tiempo,
en suma, un paisaje desposeído45. Así, el trópico americano puede ser pre-

41
Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de Cuba, Aranjuez, Ediciones Doce
Calles-Junta de Castilla y León, 1998, p. 107-108.
42
Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Tomo II, p. 193.
43
Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Tomo II, p. 195.
44 Cit. en Hanno Beck, Alexander von Humboldt, México, FCE, 1971, p. 213.
45
Cit. en Pere Sunyer-Martín, “Humboldt en los Andes...”, p. 10.

164
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sentado como una tierra prometeica, el escenario ideal para captar, pintar y
narrar el esplendor de una nueva naturaleza que reúne toda la variedad de fenó-
menos, la más extensa gama vegetal, y alimenta la mayor cantidad de impre-
siones que un hombre sensible y civilizado podía experimentar. Gracias a ellas
el pensamiento podría, por fin, definir leyes invariables y uniformes:

“Los países que se aproximan al Ecuador tienen otra ventaja, sobre la que no
se ha llamado todavía suficientemente la atención. Es la parte de la superficie de
nuestro planeta en que, dentro de una extensión menor, la variedad de impresio-
nes dimanadas de la naturaleza llega al máximum de lo posible. En las montañas
colosales de Cundinamarca, de Quito y del Perú, surcadas por valles profundos,
puede el hombre contemplar todas las familias de plantas y todos los astros del fir-
mamento. Una sola mirada basta para abarcar majestuosas palmeras, bosques húme-
dos de juncos [...] Allí el seno de la tierra y los dos hemisferios del cielo ostentan
toda la riqueza de sus formas y toda la variedad de sus fenómenos”46.

IV
Al fin, la obra de Humboldt constituye, entre otras cosas, una enciclope-
dia de la tropicalidad americana, de sus inmensos espacios interiores, explica
la elección primordial de planicies, selvas y montañas para caracterizarla. Por
eso, tras la brutal deconstrucción del mito de lo urbano, vemos elevarse en su
obra, de modo alternativo, otros cuadros, que colocan al lector ante una expe-
riencia de purificación interior, de comunión individualista con la naturaleza
y de incorporación de los elementos de una narrativa que en su formulación
retórica satisface la sensibilidad y con su aparato científico desarma las posi-
bles prevenciones de la mente positiva y racional, protagonista del tiempo del
nuevo progreso. En el camino de los llanos, mientras vientos de arena aumen-
tan el calor sofocante del aire, “parecían las llanuras subir a lo alto, y esta
vasta y profunda soledad se exhibía a nuestros ojos como un mar cubierto de
sargazo o de algas pelágicas”. Nada puede hacer el hombre que se opone al
designio natural: con el paso de los siglos, allí apenas ha conseguido reducir
a cultivo algunas pequeñas porciones47. Llanos y pampas, de un bello verdor
durante la estación húmeda, se convierten en desiertos durante la seca. Se tra-
ta de la más bella naturaleza: “lo que mejor caracteriza las sabanas o estepas
de la América meridional es la falta absoluta de colinas y desigualdades, el per-

46 Alejandro de Humboldt, Cosmos, Tomo I, Madrid, Imprenta y librería de Gaspar editores,

1874, p. 8-9.
47 Alejandro de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 3, p. 207.

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fecto nivel de todos los puntos del suelo”48. La experiencia del paisaje consti-
tuye una vez más una metáfora de la purificación del ser humano mediante el
viaje, que abre el horizonte a la felicidad del conocimiento:

“El cuadro uniforme que ofrecen los llanos, la rareza extrema de las habita-
ciones, las fatigas que el viaje trae bajo un cielo abrasador y dentro de una
atmósfera oscurecida por el polvo, la contemplación de un horizonte que parece
huir ante nosotros, aquellos aislados tallos de palmera que tienen todos igual sem-
blante y que se pierde la esperanza de alcanzar porque se les confunde con otros
que rebasan poco a poco el horizonte visual, todas esas causas juntas hacen
parecer las estepas mucho más grandes de lo que en realidad son”49.

La grandeza desoladora de estos llanos americanos, “cuatro veces más


anchos que el gran desierto de Africa”, podría tener su opuesto en la des-
cripción de la selva tropical, pero la narrativa humboldtiana, dirigida a la
invención de un trópico perfecto, virginal y desposeído, sin sombra huma-
na en su naturaleza, ofrece de nuevo el escenario de la grandeza inabarca-
ble que vacía el espíritu y desarma el entendimiento, crea de nuevo un arti-
ficio retórico que instala, con los matices del caso, la nueva imagen50. En la
Amazonia, frente al “salvajismo animal” de los nativos y la “brutalidad
despótica” de los misioneros, aparece la “serena imagen de una vegetación
exhuberante y de espumosos ríos”; así, la soledad de la Guayana hace posi-
ble otra vez la descripción de la naturaleza en armonía con las necesidades
de la propia sensibilidad51”. El 5 de abril de 1800, el sabio contempla el
Orinoco, experimenta “un sentimiento de ternura” y se siente transportado
a una región totalmente distinta. En el raudal de Maipures, puede captar “el
carácter grandioso de estos sitios salvajes [...] el espectáculo extraordinario
que se oculta en uno de los parajes más lejanos del mundo” . A pesar de la
furia de los elementos, el aspecto del lugar es grandioso y tranquilo. Más allá,
“casi se acostumbra uno a ver al hombre como algo que no es esencial en el
orden de la naturaleza”, pero la selva “tiene algo de extraño y triste”52. Los
signos de la civilización no modifican la retórica de la desposesión. En la isla
de Dapa, “situada en medio del río en una posición muy pintoresca [...] encon-
tramos con gran admiración nuestra algunos terrenos cultivados y una caba-
ña indígena en la cima de una pequeña colina [...] estas pobres gentes no

48 Alejandro
de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 3, p. 211.
49 Alejandro
de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 3, p. 213.
50 Sobre los “ruidos y tonos de la selva”, Ottmar Ette, “Hacia una conciencia universal. Ciencia y ética

en Alejandro de Humboldt”, en Miguel Angel Puig-Samper (coord.) Debate y Perspectivas, pp. 45 y ss.
51 Alejandro de Humboldt, Cuadros de la naturaleza, p. 210-212.
52 Cit. en Carlos Pereira, Humboldt en América, p. 171.

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nos prestaron mucha atención53. Y finalmente están las montañas, por las que
Humboldt tiene un interés obsesivo, en la medida en que no sólo le permi-
ten insertarse en una tradición bien establecida y compartir una moda del
tiempo, sino recrear el reiterado contraste con lo urbano, construir con sus
palabras el cuadro del vaciamiento espiritual, mostrar su propia purifica-
ción y, finalmente, ofrecer al lector la honorable salida de aceptar su propia
percepción del paisaje, de “creer en sus palabras”. En Quito, son muchos
los volcanes por los que manifiesta interés, pero el ascenso al Chimborazo,
la misma montaña en la que Bolívar experimentará años más tarde su famo-
so delirio, se configura como una incomparable hazaña física, pero también
de construcción textual. Como es lógico, Humboldt nos coloca ante un pai-
saje arruinado, con restos de construcciones humanas o de montañas que
remiten a la idea de devenir teñido de nostalgia del pasado, montañas descar-
nadas y calcinadas54. Soledad, inaccesibilidad, caos, vacío. En la cumbre
del ansiado Chimborazo, su estancia en altura resulta triste y lúgubre: “rodea-
dos de abismos y una espesa niebla, apenas se halla algún vestigio de vida”,
mientras en el Guagua Pichincha, que asciende solo, a 4500 metros ya no
aparecen “vestigios de seres organizados”. Ante el cráter, que tiene la apa-
riencia de un mundo destruido, en el mismo lugar donde años atrás Charles
M. de la Condamine había sentido “el caos de los poetas”, encuentra por
fin su propio límite sensorial, pierde las palabras, la capacidad de signifi-
car: “Todo aquello que uno ve interesa, inspira horror, pero no puede desa-
rrollarse todo lo que se ha visto”55. Llegamos así a entrever, también noso-
tros, la complejidad del proceso narrativo humboldtiano. Sobre el silencio
del individuo que contempla la grandeza de la evolución natural, que se
hace uno y único con la naturaleza, se vislumbra el cambio moral, la posi-
bilidad de recuperar la virtud absoluta de lo utópico, de liberar a Prometeo,
representado tanto por el hombre del futuro como por la nación emancipa-
da, libres ambos de las cadenas de la opresión despótica, para concebir un
devenir en el que retorne la perfección adánica del primer hombre, el comienzo
del auténtico tiempo humano56. Los tres cuadros primordiales de la natura-
leza tropical americana, el llano vacío, la montaña telúrica y la selva vir-
gen, junto a su opuesto, la ciudad degradada, reinventan en Humboldt la pode-
rosa arma colonizadora constituida por el lenguaje de los descubrimientos

53 Alejandro
de Humboldt, Viaje a las regiones...”, Tomo 4, p. 246-247.
54
Pere Sunyer-Martín, “Humboldt en los Andes...”, p. 11.
55
Pere Sunyer-Martín, “Humboldt en los Andes...”, p. 11.
56 Humboldt mantenía que los cambios de percepciones podían implicar cambios morales,

de modo que la contemplación de los objetos del conocimiento humano alteraba los hábitos con-
ceptuales; Anthony Pagden, European Encounters, p. 113.

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y lo adecúan a las necesidades de la modernidad, con sus ferrocarriles de


vapor, sus monocultivos de azúcar y caucho y sus pretensiones democráti-
cas. Así, la naturaleza tropical humboldtiana, gigante y salvaje, privada de
humanidad, contribuirá a garantizar la posibilidad del futuro, al ofrecer una
imagen del otro categorizada en función de las necesidades contemporáneas,
un mundo americano de perpetua abundancia y promesas latentes, una fron-
tera abierta hasta el final de los siglos.

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CONTRA EL VIAJERO
NARRACIÓN Y APROPIACIÓN EN TORNO
A LA ACCIÓN COLONIAL ESPAÑOLA EN MARRUECOS

Fernando Rodríguez Mediano, Instituto de Filología, CSIC

Tal vez el título de este texto requiere una aclaración que mitigue su
tono arbitrario. En parte se explica por mi profunda animadversión perso-
nal hacia viajes y viajeros, a la que, consoladoramente, quisiera conside-
rar como un eco del famoso comienzo de los Tristes trópicos de Lévi-Strauss,
“odio los viajes y a los exploradores”. Esta animadversión sustenta una idea
básica: el conocimiento, desde el contacto microscópico con otros seres
humanos, se funda sobre la experiencia básica de la identidad y de la dife-
rencia, de donde nace la pasión de la unión con lo idéntico, y el reconoci-
miento de la imposibilidad de esa unión, imposibilidad necesaria, sin embar-
go, para la construcción de la propia identidad. Es decir, en la misma
experiencia del conocimiento del otro está implícita su imposibilidad, en
una paradoja (amar, reconocerse, alienarse) que sustenta la propia cons-
trucción de la identidad.
Me parece que el viaje es la metáfora esencial del conocimiento, por-
que quiere plantear radicalmente la cuestión de la identidad y del movi-
miento. En los relatos de viajes, el semejante se transmuta en paisajes,
mares, cordilleras, ríos y ciudades. Más aún, se convierte, según quién
escriba, en pueblos, razas, culturas, civilizaciones. Uno esperaría, pues,
del viajero una tristeza cósmica, la melancolía radical de reconocerse igual
y diferente al otro. Pero para ello harían falta dos condiciones: que el
viajero considerase el viaje una forma de conocimiento de sí mismo a

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través del distanciamiento1; y que el viajero reconociese en lo otro una


identidad radical consigo mismo. En una introducción ya tardía a un her-
moso libro, L’Afrique fantôme, donde recogía las notas de su primer via-
je africano en 1931-33, Michel Leiris escribía, a propósito de la elección
del título:

“Si no recuerdo mal, el libro se habría llamado en principio De Dakar a Dji-


bouti (1931-1933), si André Malraux, considerando con razón que ese título era
bastante opaco, no me hubiese empujado a buscar otro. Casi inmediatamente, el
título de El África fantasma pareció imponerse, como una alusión, claro, a las
respuestas que a mi gusto por lo maravilloso aportaban tales espectáculos que habí-
an llamado mi atención, o tales instituciones que había estudiado; pero, sobre todo,
como expresión de mi decepción de occidental incómodo en su pellejo que había
esperado con locura que ese lejano viaje por regiones que entonces estaban más
o menos remotas, y el contacto auténtico, a través de la observación científica, con
sus habitantes, harían de él un hombre diferente, más abierto y curado de sus obse-
siones. Una decepción que, en cierto modo, llevaba al egocentrista que nunca había
dejado de ser a negar, por medio de un título, una existencia plena a ese África don-
de había encontrado muchas cosas, pero no la liberación”2.

Me parece que este texto de Leiris expresa bien la triste experiencia ínti-
ma del viajero que busca en el conocimiento del mundo el conocimiento de
sí mismo. Esa tristeza puede ser identificada con la conocida angustia alie-
nada del hombre moderno, una de cuyas expresiones es el gusto por el exo-
tismo3. Sin embargo, los relatos de viaje de los que trata este texto difícil-
mente pueden citarse como ejemplo de esta tristeza. En ninguno de ellos se
concibe el viaje como un conocimiento de sí mismo dentro de un proyecto
global de humanismo que incluya al otro como un ser humano idéntico, como
un semejante. Los viajeros de los que voy a hablar no reconocen su unidad
esencial con lo otro a donde viajan, y por ello su piel no es un trágico obs-
táculo para la identificación con el otro a quien se ama, sino más bien una
muralla efectiva que defiende sus percepciones de sí mismos. Dicho de otra

1
El extrañamiento es una poderosa figura narrativa que utiliza un brusca descontextualización
para que las cosas, despojadas del valor que el uso y la costumbre les asigna, adquieran un nuevo
sentido. Así, simular que un extranjero, o un ser extraño, observa nuestro mundo, o que alguien de
nuestro mundo visita una sociedad extranjera, son mecanismos con un gran poder satírico y moralis-
ta (Vid., Carlo Ginzburg, “Extrañamiento. Prehistoria de un procedimiento literario”, en Ojazos de
madera. Nueve reflexiones sobre la distancia, Barcelona, Península, 2000). Baste recordar aquí, por
su pertinencia, el ejemplo de las Cartas marruecas de Cadalso, y toda la tradición de la que forma par-
te. Es la del extrañamiento una figura esencial de la narrativa de viajes.
2
Michel Leiris, L’Afrique fantôme, París, Gallimard, 1992.
3
Cito, por ejemplo, Chris Bongie, Exotic Memories. Literature, Colonialism, and the fin de siè-
cle, Stanford, Stanford University Press, 1991. Debo el conocimiento de este libro a Juan Pimentel.

172
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manera, estos relatos plantean crudamente uno de los problemas mayores


de la experiencia colonial, y que ya estaba explícito en mi cita de Michel Lei-
ris; y es hasta qué punto una parte del edificio de la modernidad, donde
habita o habitaba el hombre moderno y su consiguiente angustia, no está cons-
truido precisamente sobre la firme muralla de su egocentrismo, sobre el
que se asientan los enormes cimientos de ese formidable aparato de domi-
nación que conocemos como colonialismo.
Como es bien sabido, una de las obras que con más vigor planteaba esta
cuestión dentro del ámbito global de la producción de conocimiento en la
cultura occidental es Orientalism de Edward Said4. La tesis del libro, en el
que se intentaba mostrar cómo Occidente había, a través de la acción de polí-
ticos, escritores, viajeros, científicos, pintores, etc., creado un Oriente ine-
xistente para domesticarlo y conquistarlo, dominarlo y apropiarse de él en
el vasto proceso de la colonización, y la polémica subsiguiente, son suficien-
temente conocidos. Basta con retener aquí esa profunda vinculación entre
posesión y producción de conocimiento y el importante papel que en la
misma desempeñan los viajeros. En el caso de España y de su particular aven-
tura colonial, las circunstancias de construcción de su propio Oriente espe-
cular son ciertamente peculiares si se comparan con las de otras potencias
vecinas. En el caso de Francia, por ejemplo, uno de los pilares de su expan-
sión colonial por Marruecos fue la creación de un considerable cuerpo de
conocimiento etnográfico5, uno de cuyos principales productos fue la colec-
ción Archives Marocaines, publicada desde 1904 por la Mission Scientifique
du Maroc, o la importante obra de R. Montagne sobre los beréberes del sur
marroquí, que constituye uno de los hitos para el análisis de las estructuras
tribales norteafricanas. Comparada con tal esfuerzo, la producción etnográ-
fica de los agentes coloniales españoles resulta, con algunas excepciones6,
relativamente superficial y estereotipada, bebe a menudo de los conceptos
establecidos por la antropología francesa y, en todo caso, no elabora una gran
construcción teórica sobre los colonizados de su propia zona de influencia
y colonización. Otro tanto puede decirse del arabismo académico español,
que a pesar de algunos intentos tempranos de implicación en la acción marro-
quí, acabó decantándose con el tiempo por su lado “andalusí”, diseñando

4
Edward Said, Orientalism, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1978.
5
Sobre lo que sigue, véase por ejemplo Henk Driessen, On the Spanish-Moroccan Frontier. A
Study in Ritual, Power and Ethnicity, Oxford, Berg, 1992, y especialmente el cap. 4, “Taming Rifian
Society”, pp. 55 y ss.
6 Como es el caso bien conocido de Emilio Blanco Izaga, puesto en valor por David Montgo-

mery Hart, Emilio Blanco Izaga: coronel en el Rif, Melilla, Ayuntamiento de Melilla, Fundación Muni-
cipal Sociocultural, Archivo Municipal, UNED-Centro Asociado de Melilla, 1995.

173
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un programa fuerte que suponía la españolización de al-Andalus a través


del estudio de sus continuidades históricas y culturales con España y cuya
cronología terminaba en 14927.
En realidad, todo el esfuerzo de producción de conocimiento y de repre-
sentaciones sobre Marruecos se articula8, desde la segunda mitad del siglo
XIX, a través del africanismo, una ideología un tanto difusa que, a pesar de
sus extensiones subsaharianas, tiende a identificar África con Marruecos, y
termina invocando el pasado imperial español y su “vocación africana” para
legitimar la acción colonial contemporánea de una España poseída por un
profundo sentimiento de inferioridad y aislamiento con respecto a otras poten-
cias europeas9. Así y a partir de la acción política, asociativa y propagan-
dística de algunos grupos y personas10, se diseña un aparato ideológico y una
estrategia tendente a favorecer e impulsar la penetración colonial española
en África. Ésta, en la práctica, fue errática y discontinua, comenzando por
la guerra de 1859-60, pero culminó en el establecimiento efectivo de un
Protectorado en la zona norte de Marruecos entre 1912 y 1956. La importan-

7 Vid., Manuela Marín, “Los arabistas españoles y Marruecos: de Lafuente Alcántara a Millás

Vallicrosa”, en Joan Nogué y José Luis Villanova (eds.), España en Marruecos, Lérida, Milenio, 1999,
pp. 73-97; Eduardo Manzano, “La creación de un esencialismo: la historia de al-Andalus en la visión
del arabismo español”, en G. Fernández Parrilla y M. C. Feria García (coor.), Orientalismo, exotismo
y traducción, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2000, pp. 23-37; Bernabé
López García, “Arabismo y orientalismo en España: radiografía y diagnóstico de un gremio escaso y
apartadizo”, Awraq, anejo al vol. XI, 1990, pp. 35-69.
8 Sobre el tema de la imagen de los marroquíes en España en época contemporánea debe citar-

se ineludiblemente el libro de Josep Lluís Mateo Dieste, El “moro” entre los primitivos. El caso del
Protectorado español en Marruecos , Barcelona, Fundación “La Caixa”, 1997.
9 Sobre africanismo español del XIX pueden consultarse las obras de Víctor Morales Lezcano,

Africanismo y Orientalismo español en el siglo XIX, Madrid, Universidad Española de Educación a


Distancia, 1989, y El colonialismo hispanofrancés en Marruecos (1898-1927), Madrid, Siglo XXI, 1976.
Vid., también M.C. Lécuyer y C. Serrano, La Guerre d’Afrique et ses répercusions en Espagne. Idéolo-
gies et colonialisme en Espagne (1859-1904), Presses Universitaires de France, 1976, y, para el perio-
do de 1909-1914, Andrée Bachoud, Los españoles ante las campañas de África, Madrid, Espasa Calpe,
1988. En general, la ideología africanista va condensándose y en gran medida fosilizándose durante
toda la primera mitad del s. XX, hasta el franquismo y su más acabada expresión institucional, el Insti-
tuto de Estudios Africanos (I.D.E.A.), representado por la figura mayor de Tomás García Figueras. No
he podido aún consultar la importante obra de Alfred Bosch Pascual, L’africanisme franquista i l’IDEA
(1936-1975), Bellaterra, Universitat Autònoma de Barcelona, (tesis de licenciatura inédita), 1985.
10 Como la Sociedad Española de Africanistas y Colonialistas, cuyo mitin inaugural en 1884, en

el que participó Joaquín Costa, adquiere en el africanismo proporciones de mito fundacional (véase
por ejemplo, Intereses de España en Marruecos, Madrid, CSIC, Instituto de Estudios Africanos, 1951,
donde se recogen los textos del meeting del 30 de marzo en el Teatro Alhambra de Granada), o las
Sociedades Geográficas (véase José Luis Villanova Valero, “La Sociedad Geográfica de Madrid y el
colonialismo español en Marruecos (1876-1956)”, Documents d’Anàlisi Geogràfica, 34 (1999), pp.
161-187; idem. y Joan Nogué, “Las sociedades geográficas y otras asociaciones en la acción colo-
nial española en Marruecos”, en Joan Nogué y José Luis Villanova (eds.), España en Marruecos, Léri-
da, pp. 183-224, y, en general, todas las aportaciones de este importante volumen).

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cia de esta experiencia colonial en la historia española (a través, por ejemplo,


de la conformación del ejército africanista que se sublevó en 1936) es, por
otra parte, suficientemente conocida.
La literatura de viajes española sobre Marruecos en los siglos XIX y XX11
debe situarse en el contexto de la formación de una ideología africanista
vinculada con la penetración colonial. Un punto significativo de su evolu-
ción como género, cuantitativa y cualitativamente, lo constituye la guerra
de 1859-60. Mi intención en las páginas que siguen no es desde luego la
exhaustividad, sino simplemente señalar algunos de los puntos fuertes que
me parece estructuran la visión colonial española sobre Marruecos. Y en el
principio está, por supuesto, la guerra, y con ella el emotivo y romántico
(re)descubrimiento de los moros.
La guerra de 1859-60 es un momento de desbordada exaltación patrió-
tica, una guerra romántica, una empresa auténticamente nacional y uni-
ficadora, repleta de grandes momentos (Wad-Ras, Tetuán, Castillejos) y
de grandes héroes (O’Donnell y Prim). Es a la vez una guerra absurda,
deficientemente planificada, con objetivos mal definidos y resultados casi
nulos. La prensa de la época, desde sus distintas perspectivas ideológi-
cas, reproduce confusamente la retórica y las razones de la intervención:
salvar la honra y la posición de España en el mundo, civilizar a los salva-
jes, evangelizar a los infieles12. Uno de los soldados del ejército español
que desembarcó, penosa y lentamente, en África a finales de 1859 era escri-
tor, se llamaba Pedro Antonio de Alarcón y tenía el propósito de conver-
tirse en testigo fidedigno de la guerra. Su libro, Diario de un testigo de
la Guerra de África13, conoció un éxito proporcional a la exaltación del
momento. Desde el 11 de diciembre de 1859 y provisto de un contun-
dente programa artístico y literario14, Alarcón se adentra en Marruecos,
y da patético testimonio de su descubrimiento de los moros. Sigamos el
curso de este descubrimiento.
En primer lugar, están sus huellas, sus trazas, el rastro de unos hombres
que se esconden en el bosque como alimañas, rehuyendo el enfrentamiento
abierto y directo con las tropas españolas:

11 Los trabajos esenciales sobre este tema son de Manuela Marín,“The Image of Morocco in Three

19th Century Spanish Travellers”, Quaderni di Studi Arabi, 10 (1992), pp. 143-158; y “Un encuentro
colonial: viajeros españoles en Marruecos (1860-1912)”, Hispania, 56 (1996), pp. 93-114. En ellos se
pueden encontrar las referencias bibliográficas y las claves interpretativas fundamentales. A ella le
agradezco, además, todos sus comentarios personales, las referencias y la ayuda que me ha aportado.
12 M.C. Lécuyer y C. Serrano, La guerre d’Afrique, pp. 35 y ss.
13 Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la guerra de África, Gaspar y Roig, Edito-

res, Madrid, 1859. V. M. C. Lécuyer y C. Serrano, La guerre d’Afrique, pp. 181-209.


14 M. C. Lécuyer y C. Serrano, La guerre d’Afrique, op. cit.

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“Allí estaba el rastro; pero ¿dónde se hallaba la fiera?- La fiera rugía allá,
dentro de la selva, encolerizada al mirarnos remover la cama en que por tanto
tiempo calentó a sus cachorros!- No nos desarme la intensidad de su merecida tri-
bulación; pero seamos circunspectos con el infortunio de quien lucha por la inde-
pendencia de su patria. Verdad es que nosotros atentamos a este sagrado senti-
miento de los marroquíes como en represalias de haber atentado ellos a un sen-
timiento nuestro mucho más sagrado, cual es el honor de los españoles...; pero
esta consideración no obsta para que nos sea lícito dolernos de la aflicción que
causamos, por más que, causándola, obremos en justicia.- «Odia el delito y
compadece al delincuente,» dicen los legisladores”15.

Esta situación se prolonga durante unos días, hasta que por fin, desde
un puesto avanzado del ejército español, Pedro Antonio de Alarcón puede
contemplar, desde lejos, un auténtico aduar, y describe así ese momento:

“¡Eran ellos!. / Yo no los percibía; pero aquella era su morada: no su impro-


visado vivac de guerra, como lo son sus tiendas para nuestros soldados; sino su
único hogar, su casa ambulante, el amovible aduar del peregrino de los desier-
tos.- ¡Con que era verdad! ¡Con que no era fantástica creación de los poetas!
¡Con que había realmente, en nuestro siglo nivelador y desencantado, un pueblo
primitivo, de costumbres bíblicas, viviendo en sociedad patriarcal, dividido en
tribus, apegado a la naturaleza, donde el individuo existe por su propia virtualidad,
independiente, libre y soberano, tan grande como su carácter o como su denue-
do! - Viéndolo estaba y me parecía un delirio de mi imaginación. / Y entonces
mas que nunca me causó asombro y extrañeza que a tan poca distancia de Euro-
pa, rodeado por sus buques, enclavado entre sus colonias, en contacto con las
deslumbradoras verdades de nuestra civilización, subsistiese tal antro de oscuri-
dad, tal foco de ignorancia, tal abismo de miseria.- ¿Cómo la filantropía filosófi-
ca, como la caridad cristiana, no han cifrado su mayor gloria en redimir a estos
pueblos de su ignominiosa condición? ¿Cómo los conquistadores y libertadores
de los pueblos no han empleado aquí todo aquel esfuerzo y aquella constancia
que han consagrado a devolver o quitar a tal nación este o aquel privilegio, esta o
aquella denominación vacía; este o aquel título vano y pretencioso? - Y si este aban-
dono de nuestro deber causa verdadero pasmo, mucho mayor lo causa el consi-
derar la misma cuestión por el lado que atañe a los marroquíes.- En la naturaleza
del hombre está como impresa por el Creador, una propensión constante a mejo-
rar su estado, a defenderse de los rigores de los elementos, a progresar, a instruir-
se, a dignificarse: ¿cómo se comprende, pues, que estas infortunadas razas, que
conocen y tratan en Argel, en Melilla, en Tetuán, en Ceuta, en Tánger y en otros
puntos a los pueblos europeos y los ven rodeados de más comodidades, de mayor
bienestar, de mejores leyes, de mas amables usos, de ilustración y dignidad y gran-
deza, no se sientan movidas a imitarles; no reconozcan su inferioridad; no se lle-
nen de noble emulación y aspiren a esos goces y a esa jerarquía, en vez de ence-

15
Pedro Antonio de Alarcón, Diario, pp. 16-17.

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rrarse en un quietismo refractario a todo mejoramiento, en una soledad díscola y


feroz, en una rutina que los aparta cada vez mas del camino que Dios trazó al géne-
ro humano al hacerle capaz de perfectibilidad y de progreso? -¿Qué maldición pesa
sobre la raza de Sem? ¿Qué venda cubre sus ojos, impidiéndoles ver el sol de la
verdad? ¿Qué variedad de nuestra especie es esa, que así se diferencia de noso-
tros en sus inclinaciones, en sus instintos, en su sentido moral, en sus pasiones y
en su inteligencia?- Cuestión demasiado profunda es la que planteo, para tratada
desde lo alto de un reducto. Dejémosla por hoy, y mañana, cuando trate a los moros
más de cerca, veré de explicarme todas esas cosas”16.

Si cito este largo texto en toda su extensión es por su elocuencia: está, pri-
mero, la cuestión evidente de que Alarcón construye un punto de vista extre-
madamente elaborado sobre unas personas que aún no ha visto. Nada de extra-
ño, pues ya sabemos que el viajero, convenientemente armado de concep-
tos, ve a menudo lo que esperaba ver, suele encontrarse con lo que confir-
ma sus ideas preconcebidas. Ideas “graves”, que esperan explicarse “cuan-
do trate a los moros más de cerca”. Pero la mirada de Alarcón es la de un
testigo, cuya veracidad se refuerza por la inmediatez narrativa del diario, y
desde la atalaya avanzada desde la que contempla el aduar moruno, nos reve-
la la verdad, centinela no sólo de su ejército, sino de todos sus lectores. “Era
verdad”, exclama, y esa verdad coincide, naturalmente, con las cosas que
sabía. Estas cosas, sin embargo, son hasta cierto punto contradictorias: por
un lado, Alarcón parece añorar a individuo primitivo, libre y soberano fren-
te a la civilización “niveladora y desencantada”; pero, por otro, ese individuo
está sumido, inexplicablemente, en un abismo de ignorancia junto a la des-
lumbradora luz de esa misma civilización, a la que se impone el caritativo
deber de colonizar a los marroquíes. Esta contradicción estructura auténtica-
mente la visión de muchos españoles sobre Marruecos: las imágenes del indí-
gena noble y primitivo y del indígena bárbaro y salvaje articulan distintas,
aunque simultáneas, maneras de contemplarse a uno mismo, de expresar el
propio sentimiento de alienación frente al mundo moderno, y a la vez la
evidencia de la superioridad de la civilización frente a los marroquíes. Éstos
son descritos como animales: no son sólo unas “bestias”, como en la cita ante-
rior, sino que aparecen aquí como una variedad maldita de la especie, aleja-
da de ese afán de progreso que Dios ha impreso en las almas de los hom-
bres. Desde unos cientos de metros de distancia, nuestro testigo ha estable-
cido, pues, la verdad definitiva: la inferioridad de los marroquíes “en sus
inclinaciones, en sus instintos, en su sentido moral, en sus pasiones y en su
inteligencia”. La retórica de Alarcón es inequívocamente totalizadora.

16
Idem., pp. 19-20.

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La noche del 24 de diciembre, el campamento español celebra la Noche-


buena. El testigo, que aún no ha visto a los enemigos, imagina sin embargo su
mahalla, las figuras bien definidas de los moros, los judíos y los renegados enfren-
tados al eco lejano (como la sombra de la caverna) de la celebración religiosa:

“Después de esto [...], el desheredado judío y el abominable renegado refe-


rirán a los moros con despreciativo acento la misteriosa leyenda de Ana y de
Joaquín, de José y de María, de Juan y de Jesús; pero a medida que avancen en
su relación, el israelita sentirá inflamarse en su pecho aquella voz de profecía, que
le hace sospechar siempre si el Jesús que crucificaron sus padres seria el verda-
dero Hijo de Dios, y el renegado volverá a oír en su alma los ecos lejanos de la
voz materna y a recordar la fe sublime con que una mujer, que le había llevado
en sus entrañas, le enseñaba, cuando él era tierno niño y dormía en su amoroso
regazo, los inefables misterios de aquella religión que ahora aparenta descreer...
Se inflamará, pues, la palabra del uno y del otro narrador, y los moros cerrarán
los ojos como huyendo de la luz, y el silencio y la meditación descenderán sobre
aquella mísera gente”17.

A la mañana siguiente, el día de Navidad de 1859, después de una bata-


lla, Alarcón puede contemplar, por fin, los primeros moros de su vida, que
son, precisamente, los cadáveres de los muertos durante la jornada:

“Tal fue la jornada del 25 de diciembre: durante ella tuve la ocasión de ver
por la vez primera tranquila y detenidamente, como que estaban muertos a mis
pies, a los extraños enemigos que luchan con España hace tanto tiempo; y si he
de decirte toda la verdad, el primer sentimiento que me inspiró su vista fue
cierto disgusto, cierta vergüenza, cierta repugnancia. Y es que aquellos adver-
sarios me parecieron indignos de medir sus armas con las nuestras: es que los
encontré demasiado viles y miserables para ocupar una página en nuestra his-
toria: es que me dio pena y me causó tedio la consideración de que unos seres
tan degradados costasen a mi patria tanto luto, tantos sacrificios, tantas vidas
generosas. Luego, -no sé por qué evolución de mis ideas,- experimenté una
profunda compasión hacia aquellos desgraciados; y por último, sobreponién-
dose en mi a todo la devoción artística, me sentí poseído de admiración por
ellos y los encontré tan grandes, tan nobles y tan hermosos, que me entristecía
la consideración del odio con que me habrían mirado si la vida hubiese vuelto
a alumbrar sus inanimados ojos”18.

Como puede observarse, al cuerpo inanimado le es restituida parte de


su humanidad gracias al testigo, en cuya mirada reside la única posibilidad
de redención. Una mirada triste, también, pero como la mirada del incom-

17
Idem., p. 43.
18
Idem., p. 46.

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prendido, que imagina el odio de quienes no entenderían que, aunque muer-


tos, han sido dignificados. Ello es posible gracias a la sublimación promo-
vida por el proyecto literario y artístico del escritor, operación que se realiza
por la fusión en el mismo relato del testimonio (verdad) y de la representa-
ción (imagen). De aquél (la repugnancia ante los cadáveres de los extraños
enemigos) a ésta (los cuerpos nobles, grandes y hermosos) se dibuja un
proceso que es propiamente moral. Arrebatado por su devoción artística, Alar-
cón se demora durante varios párrafos en la descripción de los muertos,
uno de los cuales aparece dibujado en uno de los grabados del libro. El
moro muerto es un motivo utilizado asimismo por Mariano Fortuny, que acom-
pañó también la expedición española, y cuyo “moro muerto” era, en princi-
pio, un boceto para su obra “La Batalla de Tetuán”, la gran victoria del román-
tico ejército español sobre los moros19.
Pocos años después, un español recorre otro campo de batalla marro-
quí, esta vez el de Wadi l-Majazin, donde en 1578 el ejército portugués sufrió
la desastrosa derrota de los Tres Reyes20. Este viajero pertenece a la estirpe
de los disfrazados que, como el famoso Domingo Badía, alias Ali Bey el
Abbasi, hacen del cambio de hábito y hasta de identidad una estratagema con
la que observar desapercibidos. En el lugar de la famosa batalla, “envuelta
mi cabeza en los anchos pliegues de mi turbante y cubierta, con el ancho capu-
chón de mi tosca chilaba, que apenas llegaba a resguardarme de los rayos
de un sol abrasador, he recorrido el hoy desierto campo de batalla en la mis-
ma época del año en que tuvo lugar esta jornada [...]. Allí he reflexionado
sobre las peripecias del tamaño desastre que sufrió la cristiandad en aquel
sitio, y acordándome de que he sido soldado, no he querido hollar con mis
pies, aunque descalzos, el sitio en que tantos héroes reposan”21. Este viaje-
ro vestido a la marroquí es José María de Murga, llamado también al-Hayy
Muhammad al-Bagdadi o, simplemente, el Moro Vizcaíno; un bilbaíno, en
definitiva, que realizó un viaje marroquí durante los primeros años de la déca-

19
Vid., Mariano Fortuny Marsal, Mariano Fortuny Madrazo. Grabados y dibujos, Catálogo de
la exposición, Madrid, Biblioteca Nacional, Electa, 1994, p. 114 (“Cabileño muerto”) y p. 113 (“Ára-
be sentado ante el cadáver de su amigo”). En esta última composición, el árabe muerto y el árabe
sentado parecen fijar dos modos mayores de representación y de apropiación del marroquí: tras el “ára-
be muerto” en la batalla, queda el “árabe sentado”, figura inmóvil sobre la que se concentran algu-
nos de los estereotipos más persistentes del modo de percepción colonial.
20 Las extensas e intrincadas maneras en que este acontecimiento fronterizo ha marcado la memo-

ria colectiva de varios siglos y diversas gentes han sido objeto de análisis por Lucette Valensi, Fables
de la mémoire. La glorieuse bataille des Trois Rois, París, Éditions du Seuil, 1992.
21 José María de Murga, Recuerdos marroquíes del Moro Vizcaíno Don José María de Murga,

(a) el Hach Mohamed el Bagdády (1827-1876), Madrid, Revista de Derecho Internacional y Política
Exterior, 1906, pp. 151-152.

179
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da de 186022. Personaje peculiar, que había sido soldado, viajero por Marrue-
cos y Crimea, que poseía una colección de cuernos en su casa sobre la ría
de Bilbao. Un hombre incapaz, como señala Manuela Marín, de mantener
durante mucho tiempo una línea de pensamiento, por lo cual su relato de via-
jes tiende a la digresión y a la incoherencia. Él mismo dice, en el pequeño
prólogo del libro, dirigido al lector:

“Como este libro se ha escrito para remitirlo a Berbería, está impreso en len-
guaje marroquí. La ortografía peculiar a este idioma hace que la primera página
de los libros, en que está escrito o impreso, sea justamente la última con arreglo
a nuestro sistema de escritura. Por lo tanto, la lectura de éste debería empezarse
por la última; pero gracias a mis adelantos pasigráficos, he conseguido que pue-
da leerse indistintamente empezando por uno u otro lado, o lo que es lo mismo,
que tenga dos principios y dos fines que es lo mismo que no tener uno ni otro. Des-
pués de esta advertencia, el lector que en el curso de la lectura encuentre alguna
expresión o alguna idea que no esté muy conforme con las suyas, no tiene sino vol-
verla del revés y por eso no se perderá el sentido del relato”23.

Revés y derecho, derecho y revés, tal es el tono básico de la narración


del Moro Vizcaíno: el de un humorista un poco desarraigado, entregado
con evidente placer a este tipo de juegos especulares que le permiten ejerci-
tar una distancia medio satírica con su propio entorno. De hecho, su libro
Recuerdos marroquíes no es exactamente un libro de viajes, sino un revol-
tijo de recuerdos, disquisiciones y opiniones a propósito de su viaje, disfra-
zado de moro, por Marruecos. Uno de los capítulos más celebrados del libro24
es una lista de cincuenta diferencias entre españoles y berberiscos que, a pesar
de una historia común de siglos, “y por absurdo que parezca, difieren en su
lengua, trajes y costumbres, tanto o más que si, sin haberse conocido, se
encontraran situados al uno y otro extremo del diámetro terrestre”. Una dis-
tancia, pues, diametralmente opuesta, sancionada por diferencias como, y
cito: el español “se afeita la barba y se corta el pelo”, mientras que el ber-
berisco “se afeita la cabeza y se corta la barba”; el español “bebe durante la

22
Las referencias sobre Murga son extensas, y pueden encontrarse en M. Marín, “The Image of
Morocco”, passim. Aquí citaré sólo Cesáreo Fernández Duro, Apuntes biográficos de el Hach Moha-
med el Bagdády (Dn. José Maria de Murga), Madrid, 1877, que aparece reproducida por el Marqués
de Olivart en su prólogo a la citada edición de los Recuerdos marroquíes; Lorenzo Aycart y López,
Badia, Murga, Jáudenes. Síntesis de los trabajos realizados en Marruecos, en el presente siglo, por
los exploradores españoles, Madrid, Imprenta de Diego Pacheco Latorre,1888; El Moro Vizcaíno: cuna,
solar, linajes y vida y aventura del Mayorazgo vasco y heroico mílite José María de Murga y Murgá-
tegui. Conferencias pronunciadas por Javier de Ibarra, Tomas García Figueras y Guillermo Aycart y
López, Guastavino Gallent, Bilbao, Junta de Cultura de Vizcaya, 1969.
23
J. M. de Murga, Recuerdos, p. 3.
24
Idem., pp. 87-99.

180
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comida a pequeños sorbos y sin meter ruido”, y el berberisco “bebe des-


pués de la comida, de un solo sorbo é imitando muy al natural el ruido de la
última agua que se hunde en un sumidero”; el español, por fin, “mea en pie
y su mujer en cuclillas”, y el berberisco “hace todo lo contrario”, lo que cons-
tituye, según Murga, “una de las causas, y no de las menores, en que se fun-
da su desprecio a los cristianos”. Todo ello funda una frontera efectiva entre
dos “razas” cuya única semejanza “consiste en que ambos andan en dos pies”.
Las taxonomías de Murga son, como se aprecia, impresionistas y a menu-
do satíricas. Puede decirse lo mismo de su división de los berberiscos en
cinco razas diferentes, moros, árabes, bereberes, negros y judíos, cada una
de las cuales le merece una opinión distinta: los moros de las ciudades, por
ejemplo, “son una raza degenerada y cuya hora ha sonado ya. Es la más
rica y la de más ilustración que hay en Marruecos, pero nada se habrá per-
dido el día en que se cumpla su destino, antes bien se habrá ganado mucho
con que desaparezca y quede tan sólo el nombre de unas gentes que [...] son
tan sólo unas individualidades en las que se hallan reunidas el veneno y la
cautela de las víboras con la astucia y amaños de las zorras”25. Los árabes,
en cambio, le hacen evocar un mundo noble y primitivo, contrapuesto al de
la uniforme civilización que ha convertido al hombre moderno europeo en
un número sin personalidad: “Entre los árabes he pasado algunos de los
buenos días de mi vida. [...] Nada me costaría adaptar su género de vida,
que me es bien conocido, puesto que hoy, con medios de fortuna que me
permiten vivir en medio de las comodidades que trae consigo la civiliza-
ción, muy a menudo la tristeza se apodera de mi alma y echo de menos la tris-
teza de Berbería y la estera hospitalaria del aduar”26 (típica añoranza de la
vida primitiva que ya hemos visto en Alarcón y que no le impide, por otra
parte, desear y augurar un futuro en el que “el comercio concluye con las anti-
patías de los pueblos, les da bienestar y les une con los lazos de la fraterni-
dad humana”27, hecho que, para Marruecos, ocurriría “si las potencias euro-
peas dejan a un lado sus celos, rivalidades y desconfianzas y trabajan para
el bien común”, lo que les haría “conseguir tratados ventajosísimos y cam-
biar la faz de un pueblo que debía nadar en la abundancia y vegeta entre el
hambre y la desnudez”28. Los judíos le merecen una opinión más o menos

25
Idem., p. 179.
26
Idem., p. 211.
27 Idem., p. 302.
28 Idem., p. 226. Esta alusión a la apertura del comercio con Marruecos y a las ventajas económi-

cas de la acción colonial española, adquiere en la literatura española rasgos singularmente abstractos,
carentes de la mínima estimación racional de las posibilidades reales que España tenía para aprove-
char dicho comercio. Ello se puso dramáticamente de manifiesto con la guerra de 1859-60, y el subsi-
guiente tratado de paz. Vid.,. M. C. Lécuyer y C. Serrano, La Guerre d’Afrique, pp. 100 y 109.

181
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contradictoria. Si por un lado “las pasiones más bajas de la humanidad son


rasgos característicos de los judíos de Marruecos. Su mirada es inquieta y
atravesada, su fisonomía tiene algo de innoble y de brutal, difícil de definir,
pero que disgusta y repele. Es, a no dudarlo, la fealdad moral que se deja tras-
lucir. No tienen de hombres sino los instintos interiores y los apetitos ani-
males, y nada elevado puede caber en aquellas almas metalizadas, que no tie-
nen más pasión ni más Dios que el dinero”29, por otro lado aconseja “al curio-
so, al viajero, al hombre de ciencia, al negociante” que se encuentren en
Marruecos que se dirijan siempre a los judíos porque “son los únicos que
entienden las lenguas extranjeras, los únicos que se prestan a encargarse de
negocios ajenos y los únicos en cuyas casas pueda tener entrada franca el
europeo”30, y, por tanto, los que le “facilitarán los medios de ir levantando
el velo tan tupido que cubre los misterios de Marruecos”31. El propio Mur-
ga debía a la inapreciable colaboración de unos judíos marroquíes gran par-
te de las noticias que él había podido adquirir sobre “Berbería”. En esto Mur-
ga, como otros viajeros, contribuye a establecer sobre la sólida base de su tes-
timonio directo una clasificación étnica de las poblaciones marroquíes, con
unos rasgos físicos y psicológicos muy característicos y, en realidad, muy
poco sorprendentes, porque responden, punto por punto, con acendrados este-
reotipos raciales: el moro pérfido y astuto, el noble árabe beduino, el judío
degradado..., todos ellos en medio de la común decadencia de un Marrue-
cos bárbaro y fanático, que se ofrece ante el viajero misterioso, cubierto
con un velo impenetrable. Para Murga, esta impenetrabilidad parece resol-
verse en su propio desarraigo, que le lleva a sentirse incómodo en cualquier
sitio. Quizá ello explique su obsesión por la figura de los renegados (“una
familia próxima a extinguirse y que no fue descrita por Buffon”32), a quie-
nes dedica un largo capítulo de su libro. Los renegados son en cierto modo,
el símbolo viviente de la imposibilidad del tránsito, relegados en un mundo
aparte, desapegados de su lugar de origen, pero no integrados en el de des-
tino, vestidos de moros pero aún españoles, y que Murga proponía utilizar
como una quintacolumna de la penetración colonial española en Marrue-
cos. En la pequeña monografía del Moro Vizcaíno sobre los renegados parece
aquilatarse la transición definitiva entre dos épocas. Los renegados, resi-
duos del pasado, representaban la frontera precisamente por haberla traspa-
sado, por su tránsito marcado esencialmente por el “cambio de hábito”, y

29
J. M. de Murga, Recuerdos, pp. 270-271.
30
Idem., p. 302.
31 Idem., p. 303.
32 Idem., p. 7.

182
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sobre el que se construían los caracteres fuertes de dos identidades enfren-


tadas. Para Murga, y para el resto de los viajeros disfrazados, el cambio de
traje no es un tránsito en términos de identidad, sino una artimaña de explo-
rador o de viajero que determina esencialmente el estatuto retórico de sus
narraciones: tras el disfraz se esconde la figura del testigo.
Otro viajero español vestido de moro, contemporáneo de Murga, es Joa-
quín Gatell, un catalán de buena familia que, después de diversas vicisitudes,
se decidió, en 1861, a desembarcar en Tánger, traducir en mal árabe una rudi-
mentaria cartilla francesa de artillería, y hacerse pasar por un experto artillero,
lo que le llevó a ser reclutado por el ejército del sultán, donde fue conocido
como el “kaid Ismail”, y donde esperaba recoger todo tipo de informacio-
nes útiles para la penetración de los países europeos en Marruecos. Las obras
más conocidas de Gatell son el Diario de la expedición que hizo el Sultán
Sidi Mohammed Ben Abd-Errahman contra los Beni Hassan y los Raháme-
na y un Manual del viajero explorador de África33, donde advierte, entre otras
cosas, de la grave responsabilidad que recae sobre el viajero, que debe ser
escrupulosamente verídico, “haciendo sus relaciones exactamente del modo
que ve las cosas o las comprende”34. Gatell era, pues, un viajero verídico, y
sin duda su responsabilidad como tal guía el relato de su Diario, texto inte-
resante, escrito desde la mahalla itinerante del sultán, en la que el kaid Ismail
hacia oficio de artillero y cuyo objetivo final era castigar a las tribus aludi-
das en el título. A pesar de que él mismo reconoce haber engañado a los marro-
quíes sobre sus capacidades militares, Gatell, como hombre escrupuloso,
no puede dejar de consignar su opinión sobre la expedición:

“¡Curiosa manera de hacer la guerra! Se combate durante seis horas, no


puede desalojarse al enemigo teniendo los medios para hacerlo, se contentan
con robarle una parte de sus bienes y se retiran todos satisfechos, dejando al tiem-
po el cuidado de decidir la suerte de las armas. Los marroquíes dormitan”35.

En realidad, se trata de una guerra que ni siquiera le parece una guerra de


verdad, sino “enemigos fugitivos, algunos golpes de mano aislados, algunas
cabezas cortadas, robos, incendios, venganzas, crímenes, rapiñas, destruccio-
nes... Eso es todo”36. Gatell no parece haber comprendido, al parecer, el sen-
tido de una figura bien conocida en la tradición de la cultura política marro-

33 Ambas editadas en J. Gavira, El viajero español por Marruecos, Don Joaquín Gatell (el
“Kaid Ismail”), Madrid, Instituto de Estudios Africanos, 1949. Véanse más referencias en M. Marín,
“The image of Morocco”, p. 145.
34 J. Gavira, El viajero, p. 122.
35 Idem., p. 101.
36 Idem., p. 28.

183
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quí, la del sultán itinerante37 que, en movimiento con su ejército, con su maha-
lla, representa el ritual de la presencia y de la ausencia mientras baliza el terri-
torio sometido a su poder renovando las alianzas locales, interpretando la cere-
monia del don y el contra-don, ejerciendo una violencia más o menos con-
trolada en términos que se compadecen mal con la idea de una guerra abier-
ta, al menos como la tenía Joaquín Gatell. Un Gatell que no se encuentra, como
otros viajeros, confrontado a la barrera, al velo infranqueable del misterio afri-
cano, sino que descubre, con una singular penetración, el carácter marroquí,
que se apresta a consignar con su habitual escrupulosidad:

“Nadie puede figurarse de qué modo la envidia corroe los corazones de este
miserable Imperio de Marruecos y cómo se apodera de los espíritus un mal fun-
dado orgullo nacional. Llega aquí un extranjero, y si recibe los favores del sobera-
no, he aquí que una nube de ignorantes, de fanáticos, de cobardes, que no se atre-
ven a presentarse con la cara descubierta, murmuran, desacreditan, y se sirven de
la mentira, de la calumnia, de la hipocresía y de todos los medios posibles para ven-
gar su orgullo, sus intereses o su amor propio. Esta es la razón por la cual yo me
hice tantos enemigos. ¡Que Dios tenga piedad de ellos! Dios haga que la piel de
asno que envuelve sus sesos se convierta en piel de un verdadero ser racional. Todos
los extranjeros han experimentado poco más o menos lo mismo; pero nosotros,
los europeos, tenemos una gran ventaja sobre el pueblo de Marruecos y sobre los
árabes en general, y es que nosotros calamos casi siempre sus intenciones y sus pen-
samientos, mientras que ellos no pueden entrever los nuestros”38.

Obviamente, Gatell parece considerar que la desconfianza hacia él de


algunas personas de su entorno nacía de la natural envidia de los habi-
tantes del “miserable Imperio de Marruecos”, y que el haberse hecho pasar
por un experto artillero para llegar a una posición preeminente en el ejér-
cito del sultán era una prueba de su superior inteligencia de europeo, que
le había permitido ejercer de artillero sin dejar traslucir sus auténticos
designios. Desde su posición superior, Gatell pasa revista a algunos luga-
res comunes entre los viajeros: la escasa disciplina y grotesca uniformi-
dad de los soldados de la mahalla del sultán, la diferencia entre musul-
manes y judíos (“El moro desprecia al judío y el judío odia secretamente
al moro. Este es un insolente y aquél es un hipócrita, y los dos juntos son
mentirosos, sobre todo el judío cuando hay por en medio asunto de pecu-
nia”39 -las mujeres hebreas, por cierto, son consideradas hermosas, al menos

37 Vid., entre otros, Jocelyne Dakhlia, “Dans la mouvance du prince: la symbolique du pouvoir

itinérant au Maghreb”, Annales ESC, 1988, nº 3, pp. 735-760.


38 J. Gavira, El viajero, pp. 25-26.
39 Idem., p. 114.

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por comparación con las musulmanas), la descripción de una boda, y de


la vida de las mujeres en general, la crueldad hacia los enemigos y los
prisioneros, la condición tiránica del sultán, el culto a los santos (“hága-
se usted aquí en Marruecos perezoso, charlatán, excéntrico, desvergon-
zado, loco, hipócrita y obtendrá en seguida el diploma”40) y, en definiti-
va, “no hay en el mundo vicio alguno que no se encuentre extendido entre
los marroquíes”41. Así, cuando Gatell termina su libro, dirige una triste
despedida a su lector:

“Adiós, pues, querido lector. Si has encontrado alguna cosa de provecho en


mis notas, aprovéchala; lo inútil, échalo al olvido. Quizá haya podido notarse
un cierto buen humor en la manera que he tenido de relatar las cosas, pero bien
puedo deciros que no ha sido precisamente el buen humor lo que me ha retoza-
do por dentro muchas veces, sino, por el contrario, una profunda amargura, que
sólo he podido dominar gracias a mi carácter, hecho a dominar las circunstancias.
Qué alegría, qué buen humor puede tener un europeo bien educado entre estos
bárbaros marroquíes, con los cuales no se puede hablar más que de cosas muy tri-
viales, teniendo que aguantar preguntas imbéciles, y estando continuamente
bajo la mirada de los curiosos, que espían todos vuestros pasos, teniendo que
discutir y luchar incesantemente con ellos. Yo te aconsejo, mi querido lector,
que si un día te viene, como a mí, la diabólica idea de penetrar en este país que
te proveas de una gran dosis de paciencia y de ánimo. El que sea muy sensible,
que deje a un lado la sensibilidad; el que sea vergonzoso, que se deje la ver-
güenza en la aduana; el que sea hombre de buena fe, que se la guarde; el que
tenga un carácter débil, que no venga, porque sufriría mucho; para permanecer
aquí hace falta tener un corazón de toro”42.

Gatell era pues, también, un viajero triste, pero su tristeza nacía de la irri-
tación ante el espectáculo de la barbarie. Es una tristeza convertida en cate-
goría, porque surge inevitable de la dialéctica entre el europeo civilizado y
el bárbaro marroquí, y también porque se construye en torno a la figura del
testigo escrupuloso que, reprimiendo su indignación, y desde la estructura
narrativa asumidamente veraz del diario, puede exclamar que conoce bien a
los moros y que sabe de lo que habla. El testimonio se trasforma así, en manos
del explorador, en conocimiento, y el lector, reconfortado en sus conviccio-
nes, puede imaginar tranquilo indígenas salvajes y atrasados, batallas san-
grientas y heroicos exploradores y soldados españoles.
Julio Cervera Baviera, autor de una Geografía Militar de Marruecos, rea-
lizó, entre otras, una expedición geográfica a Marruecos en 1884. Años más tar-

40
Idem., p. 65.
41
Idem., p. 68.
42
Idem., p. 116.

185
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de, y sobre este mismo viaje, publicaría un pequeño libro titulado Expedición
al interior de Marruecos43. Como señala Manuela Marín, Cervera, a diferen-
cia de Murga o Gatell, es un explorador oficial, vinculado a las instituciones
militares, económicas y políticas españolas con intereses en Marruecos. Sin
embargo, en un cierto sentido guarda relación con ambos, porque en Fez, para
facilitar sus movimientos, decide adoptar la personalidad mora de Omar Sche-
rif, con la ayuda de un antiguo camarada marroquí a quien había conocido en
una academia militar española. Aunque el objetivo declarado del Cervera geó-
grafo era obtener información para facilitar una posible invasión militar de
Marruecos, al final de este libro incluye algunas consideraciones para facilitar
la penetración pacífica y establecer finalmente un régimen de protectorado:

“Pacíficamente y por procedimientos nobles y legales el nombre español puede


hacerse querer y respetar entre los moros, estableciendo lazos de simpatía que estre-
chan las relaciones entre ambos pueblos, demostrando constantemente una amistad
desinteresada hacia las cosas del imperio, amistad que pudiera insensiblemente con-
vertirse en protección, caso extremo que nos reportaría inmensos beneficios [...]”44.

Para ello, aconseja el envío a Marruecos de representantes diplomáticos


y de misiones militares especialmente cualificados, la reestructuración del
servicio de correos marroquí y el establecimiento de un sistema sanitario
moderno, y una acción cultural que sirviese para promover el conocimiento
del español entre los marroquíes45. Aparte de estas consideraciones, las obser-
vaciones genéricas de Cervera no son en exceso originales: observa “rasgos
de carácter general en los moros: el orgullo y la pasión de la superioridad.
El moro es fuerte con el que cree inferior; cobarde y sumiso con el que pue-
de dominarlo”46; “el hebreo marroquí”, por su parte, “sea por efecto de los
atropellos y del desprecio de que es víctima por parte de los moros, sea por
espíritu de raza, resulta servil y bajo, inspirando lástima su estado social y
el nivel moral en que vive allí en el Moghreb”47. A Cervera parecen intere-
sarle más, además de sus observaciones geográficas, las escenas cotidia-
nas, trufadas de conversaciones, anécdotas y personajes pintorescos, con
los que él puede dar rienda suelta a su estilo más satírico; así, la descripción
de un banquete marroquí le permite demorarse en uno de los rasgos, la comi-
da y las ceremonias anejas, más definitorios de la identidad:

43
Julio Cervera Baviera, Expedición al interior de Marruecos, Valencia, Imp. y Lit. E. Mirabet,
1909. Sobre él, Vid., M. Marín, “The image of Morocco”, p. 146.
44
J. Cervera, Expedición, p. 137.
45
Idem., pp. 137-139.
46
Idem., p. 30.
47
Idem., p. 9.

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“El saborcillo y olor penetrante del guiso confeccionado con manteca ran-
cia y mucha pimienta no me hacía feliz, pero era indispensable comer [...]. /
Todos nos rechupábamos los dedos pringosos del kelquesú y manteca y todos
los dedos untosos y rechupados metíamos mano al mismo cazuelo. ¡No había
medio de evitarlo! / Al primer plato de kelquesú siguió un guisote de carnero,
manteca y aceitunas; después gallinas con manteca y pimienta y así siguieron
muchas suculentas bazofias. / Yo ya no podía más. De vez en cuando el negro
Ben-Abú me obsequiaba arrancando con sus uñas las entrañas de un ave y ofre-
ciéndome galantemente aquel bocado exquisito que yo no tenía más remedio
que aceptar. Más que cena para mí fue un martirio enorme que satisfizo mi ham-
bre pero revolvió mi estómago. Para los moros fue un banquete de Baltasar. /
El plato que más recuerdo y que no olvidaré nunca, fue un enorme cazuelo de
fideos guisados con leche agria. / Allí metíamos los cinco dedos todos y sacan-
do chorreando manojos de colgantes y gruesos fideos los empomábamos en
la boca chupando después los dedos. / Al negro Ben-Abú le caían algunas hebras
de comestible por la barba y, sacudiendo ésta con la mano izquierda, hacía
volver los fideos que descansaban en sus sucias canas al cazuelo común [...]. /
En un gran tazón de madera bebemos todos, pasando la vasija de mano en mano.
Cuando llega a las mías veo en fondo del cacharro dos o tres fideos despren-
didos de los bigotes de Ben-Abú”48.

Cervera se recrea también, como es de rigor, en la descripción del ejér-


cito del sultán:

“Más parece aquello un aduar de gitanos y pordioseros que un ejército en cam-


paña. Los hombres, medio desnudos o cubiertos con sucias telas que fueron blancas,
se entretienen en guisar sus viandas al calor de pobres hogueras o en dormir echa-
dos a la sombra de sus tiendas. Los caballos, en completa libertad, la mayor parte
pacen tranquilamente; solo algunos hermosos ejemplares comen la cebada puesta
sobre un puñado de paja, estando trabados bestialmente según costumbre moruna”49.

Merece la pena comparar esta descripción del ejército marroquí en cam-


paña, con otra, realizada dos años antes por un diplomático español, y que
describe a unos soldados de Marrakech uniformados a la europea:

“Ignoramos si con el nuevo vestuario y armamento ha ganado el ejército


marroquí tanto como los contratistas europeos que se han encargado de propor-
cionárselo; pero la uniformidad le ha hecho perder mucho bajo el aspecto artís-
tico, despojando al soldado de su incómodo, pero elegantísimo, ropaje talar y
de sus características armas, la corva y plateada gumía y la espingarda de biza-
rra hechura y desmedido tamaño”50.

48
Idem., pp. 45-46.
49
Idem., pp. 26-27.
50 Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, Una embajada a Marruecos en 1882, Ceuta, Ayuntamien-

to de Ceuta, 1991, p. 49.

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El autor de este texto es el diplomático Wenceslao Ramírez de Villa-Urru-


tia, enviado a Marruecos en 1882 en una embajada que debía tratar el com-
plejo asunto de la entrega de Sta. Cruz de Mar Pequeña a los españoles51.
El relato de Villa-Urrutia es interesante, y el tono dominante en él es el que
muestra el texto citado. Mientras que Cervera insistía, reiterativamente, en el
desprecio que le inspiraba el aspecto de las tropas marroquíes en campaña,
el embajador adopta una postura diferente pero enormemente significativa:
el progreso, mal asumido por los indígenas, no hace sino alterar la verdade-
ra esencia marroquí, representada por el “incómodo, pero elegantísimo, tra-
je talar”, en el que residía la auténtica dimensión artística (que no practica)
del soldado marroquí. Aquí se adelanta una visión esencialista destinada a
arraigar profundamente en el pensamiento colonial, y que consagraba la dife-
rencia insuperable entre la civilización y el progreso occidentales y un pue-
blo, el marroquí, cuya identidad profunda era precisamente refractaria a ellos
y que sólo podría iniciar una transformación (al cabo perjudicial) a costa de
una pérdida fatal e irreparable. El propio Villa-Urrutia se extiende al res-
pecto en otro pasaje de su relación:

“El europeo que ha visitado Tánger puede formarse idea aproximada de las
demás ciudades de la costa; no así de las del interior, que son las que aún con-
servan el sello peculiar del pueblo marroquí. Cierto es que el árabe no es civili-
zable a la europea; pero en las poblaciones de la costa, donde hay agentes con-
sulares extranjeros, y sobre todo en Tánger, donde reside el Cuerpo diplomático
acreditado cerca del Sultán, la influencia del elemento europeo es, si no en abso-
luto bienhechora, sí tan poderosa, que a ella se han sometido los indígenas, per-
diendo gran parte de su originalidad y no pocas de sus cualidades, para adquirir
en cambio los vicios que lleva consigo nuestra adelantada civilización. / Pero en
Marruecos no sucede esto. El marroquí se nos presenta tal como es, y no tal como
el europeo le ha hecho ser. Sus vicios y virtudes son los distintivos de su raza:
los ha adquirido por herencia, no por contagio. Su gobierno, el único posible para
los pueblos musulmanes, es el despotismo en su más grosera y repugnante for-
ma: la frase de Murga de que «en Marruecos sólo hay estrujadores y estruja-
dos» es una gran verdad, [...]. No creemos susceptible de progreso el Imperio de
Marruecos, porque sería preciso que se modificaran sus condiciones esenciales,
y esto no podría verificarse sin que el Imperio desapareciese. Ni los fusiles y
uniformes de desecho de los ejércitos europeos, ni la táctica inglesa o francesa
enseñada a los askaris por unos cuantos oficiales extranjeros, ni la adquisición de
máquinas inservibles para hacer pólvora, ni la acuñación en Francia de moneda
propia, que vendrá a entorpecer, y no a facilitar, las transacciones mercantiles,

51
La entrega estaba contemplada en los tratados de paz de la guerra de 1859-60. Las vicisitudes
de esta cláusula del acuerdo son complejas (como muestra la misma introducción de Francisco Bar-
celó a la relación de Ramírez de Villa-Urrutia), aunque baste señalar aquí que el principal problema
era la imposibilidad de delimitar la ubicación exacta de esta antigua posesión española.

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ni tantas otras mal aconsejadas medidas pueden considerarse como elementos


de progreso o como signos de mejora en el gobierno y administración de Marrue-
cos. Poner límites a la arbitrariedad de los que mandan, y freno a su concupis-
cencia y codicia, no es empresa factible; pero si lo fuera, se lograría a la vez
anular la escasa autoridad que aún resta a este Gobierno que, según lo declaró
repetidas veces su Ministro de Negocios Extranjeros y Plenipotenciario en la Con-
ferencia de Madrid, está enfermo”52.

El razonamiento de Villa-Urrutia es circular y agobiante: dado que el progre-


so es incompatible con la esencia misma del Imperio marroquí, éste no puede
progresar sin desaparecer. Los marroquíes que viven en contacto con los occi-
dentales han adoptado solamente los vicios de éstos, perdiendo gran parte de
sus virtudes heredadas. Consagrada, pues, su esencia, el pueblo marroquí que-
da despojado del cambio, y situado, por tanto, al margen de la historia.
Unos cincuenta años después, la penetración colonial se ha consuma-
do, los franceses han constituido su Protectorado sobre la mayor parte del
territorio marroquí, salvo una franja más o menos grande del norte, don-
de se han establecido los españoles. Estamos en 1935 y una mujer catala-
na recorre Marruecos. Lleva “una estilográfica, unos papeles y una Kodak”,
“enseña las piernas, los brazos y la cara”, “bebe cerveza y frecuenta los
hombres”53. Se llama Aurora Bertrana, y va armada no sólo de una cáma-
ra fotográfica, sino también de un programa literario, a saber: descubrir
la verdad del alma musulmana y contarla a través de sus anécdotas perso-
nales, de “emociones psicológicas y paisajes”54, asumidos sin una previa
documentación, y que quiere ofrecer al lector “de una forma limpia y cla-
ra, sincera y absoluta”, en su libro titulado El Marroc sensual i fanàtic. Así,
desde Tetuán hasta el sur, hasta el desierto, y guiada por amigos españo-
les o indígenas, Bertrana recorre los burdeles, asiste a representaciones tea-
trales marroquíes, entra en las mansiones de la gente acomodada y en las
jaimas pobres de las qabilas rurales, se introduce en una cárcel de muje-
res y viaja en autobús. Cuando llega a Chauen, ciudad pequeña, blanca y

52
Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, Apuntes, pp. 52-3. Al grupo de los embajadores viaje-
ros pertenece el melancólico Rafael Mitjana, En el Magreb-el-Aksa. Viaje a Marruecos, Valencia, F.
Sempere y Compª Editores, 1905. Vid., Manuela Marín, “El exotismo cercano: Rafael Mitjana y su
viaje a Marruecos”, en G. Fernández Parrilla y M. Feria García (eds.), Orientalismo, pp. 109-119.
53
Aurora Bertrana, El Marroc sensual i fanátic, Barcelona, Edicions Mediterrània, s.d., p. 6.
Sobre este libro hay que consultar J. Nogué i Font, A. Albet i Mas, M.D. Garcia Ramon y Ll. Riudor,
“Orientalisme, colonialisme i gènere. El Marroc sensual i fanàtic d’Aurora Bertrana”, Documents
d’Anàlisi Geogràfica, 29 (1996), pp. 87-107, donde se realiza un análisis detallado de la obra de
Bertrana en el contexto de la producción orientalista y de género sobre Marruecos, y que sigo en
gran medida en las páginas que siguen.
54
A. Bertrana, El Marroc, p. 96.

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sagrada, Bertrana nos invita a unos minutos de seriedad y de reflexión sobre


la cuestión colonial. Y es que allí, en Chauen, ella ha descubierto “la ciu-
dad [...] puramente, auténticamente musulmana”. Mientras que en Tetuán,
Tánger, Rabat o Casablanca, los moros vestidos de jaique y chilaba desen-
tonan hasta el punto de hacer pensar en un Carnaval, Chauen representa,
“afortunadamente para los moros”, una de esas ciudades aún “netamente
moriscas, en las cuales, a poco sensible que se sea, se asiste a uno de los
espectáculos más emocionantes del mundo: la heroica y formidable resis-
tencia de Oriente contra Occidente”55. Allí, “a las puertas mismas de Euro-
pa, uno se encuentra con un mundo cerrado, firme, fiel, incorruptible”, y
no se puede por menos que admirar a “un pueblo que resiste año tras año
y siglo tras siglo nuestra invasión y nuestra peligrosa vecindad”. Peque-
ñas y tristes muestras, aquí y allá, de la penetración europea, no son sino
síntomas sin importancia ante la admirable resistencia de los moros a dejar-
se convencer por los europeos, vencedores materiales pero no espiritua-
les 56. A ello habría que añadir otro hecho: los franceses, “auténticos y
únicos representantes de Occidente en Marruecos, hacen una obra patrió-
tica y grandiosa, con la cual, naturalmente, yo no estoy de acuerdo, por mis
principios anti-invasores y anticoloniales, pero que no puedo dejar de admi-
rar”. Comparados con ellos, los españoles, atacados de una “incapacidad
racial colonizadora”, de unos “eternos sentimentalismos desordenados” y
de “una falta de dignidad racial [...] frente al sometido”, son prácticamen-
te indistinguibles de los propios moros. “Ya que nos hacemos pasar por
maestros de civilización”, razona Aurora Bertrana, “deberíamos mostrar-
nos mucho más civilizados, menos moros y más occidentales” y antes de
ir a civilizar a pueblos que “gozan del prestigio de viejísimas civilizacio-
nes”, deberíamos empezar por occidentalizarnos a nosotros mismos57. Esta
verdad se le presenta a Bertrana de forma evidente al pasar de Fas al-Bali
(que era, con Chauen, “auténtico representante del Marruecos puro”58) a
Fas al-Yadid, y contemplar el contraste entre el Marruecos esencial y el nue-
vo Marruecos, cuya inmoralidad es puesta en evidencia por un viaje en auto-
bús. Allí, en el breve espacio de un abarrotado transporte público donde
se mezclan “europeos, israelitas y moros”, una joven musulmana (“todos
saben que el pudor, la modestia y la pureza virginal de la juventud feme-
nina musulmana son firmes pilares del edificio islámico”) se ve expuesta

55
Idem., p. 94.
56
Idem., pp. 94-95.
57
Idem., pp. 95-7.
58
Idem., p. 159.

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al contacto físico con los demás pasajeros masculinos a cada brusco vai-
vén del autobús. El espectáculo le hace exclamar a Bertrana: “¡El Islam
morirá en autobús!”59.
El alma pura, auténtica, incorruptible de Marruecos... El tópico de la influen-
cia nefasta de la modernidad sobre los moros atraviesa todo el libro, con el
contrapunto, sin embargo, de súbitas apariciones del progreso benefactor,
como cuando Aurora Bertrana se encuentra con la doctora Valls, “una valien-
te catalana que realiza una obra admirable de higienización femenina y que
lucha heroicamente con el fanatismo de los moros y con la incomprensión
del elemento oficial”60. En esa contradicción entre la alabanza de un Marrue-
cos fosilizado y la añoranza de la civilización salvífica se hace evidente el
doble distanciamiento del viajero, con respecto a un mundo primitivo inapren-
sible y también en relación a una modernidad alienante y, en cierto modo, inal-
canzable para los propios españoles. No es extraño que recurra, como ella mis-
ma dice, a imágenes de murallas, de niebla, de oscuridad, para “dar una idea
de la impenetrabilidad, de la vaguedad, de la duplicidad del alma musulma-
na”61. Admitida esa realidad básica, objetivada y codificada la íntima y mis-
teriosa realidad del alma marroquí, establecida su impenetrabilidad, no sor-
prende que Bertrana describa los fracasos de sus constantes y en el fondo cán-
didos esfuerzos por aprehenderla, por iluminarla, por transmitírsela veraz y
auténticamente al lector. En realidad, lo que mejor consigue es construir su
propia figura de observadora, fabricarse un personaje, el de la “rumia de la
Kodak”62, es decir, el de la europea de la cámara fotográfica, moderna, curio-
sa, un poco impertinente, que no se arredra ante las dificultades del ambien-
te, que no duda en introducirse en los sitios más inquietantes o peligrosos o en
desafiar con su presencia los principios de la autoridad local, familiar o polí-
tica. Así, mientras espera poder fotografiar una ceremonia religiosa en un
cementerio musulmán, toda la procesión que allí se dirige se detiene, porque
su presencia es claramente molesta. Conminada más o menos abiertamente
a retirarse, Bertrana termina el relato de su historia:

“Y orgullosa de detener todo un pueblo, con su bajá al frente, seguido de


cofradías, músicos, cabezas de ganado, ulemas, muqaddems, curanderos, escla-

59 Idem., pp. 164-171. En el mismo autobús viajaba “una beréber tatuada” a quien, según Ber-

trana, no le importaba precipitarse en los brazos de los otros pasajeros. Ella, al parecer, no represen-
taba la auténtica esencia de Marruecos.
60 Idem., p. 110.
61 Idem., p. 149.
62
J. Nogué i Font, A. Albet i Mas, M.D. García Ramón y Ll. Riudor, “Orientalisme, colonialis-
me i gènere”, p. 91.

191
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vos, guardias, hijos, mujeres, concubinas, asnos, perros, pulgas y piojos, me fui
con mi Kodak inútil a tomar una cerveza al casino”63.

Su Kodak era, en efecto, inútil, o mejor dicho, innecesaria, a juzgar por


las fotografías incluidas en el libro, más cerca de la vulgaridad de unas tarje-
tas postales monumentales o costumbristas que de un reportaje sobre el alma
musulmana. La cámara es necesaria, sin embargo, como un recurso retórico
que determina la objetividad de la mirada, y, por ello, la existencia real del obje-
to observado. Así, el texto de Bertrana se transforma, pasaje tras pasaje y
capítulo tras capítulo, en una sucesión de instantáneas reporteriles, beneficia-
das del crédito testimonial de la imagen fotográfica. Desde los renegados de
los que hablaba Murga, cuyo cambio de vestimenta constituye el principal indi-
cio de su cambio de estatuto (aunque se supone que en su interior conservan
su auténtica condición de cristianos españoles); pasando por los viajeros como
Ali Bey, Murga o Gatell, que optan por el cambio de traje como un disfraz
con el que engañar, con el que disimular su auténtica condición de observa-
dor; hasta el reportero impertinente e indisimulado, armado con los emblemas
de la objetividad o, mejor aún, cuya presencia constituye la condición nece-
saria de la visión objetiva; cada una de estas figuras determina no sólo la forma
de percepción del objeto observado, sino también la manera en que el obser-
vador se muestra ante éste, como la periodista Aurora Bertrana gustaba mos-
trar su perturbadora femeneidad occidental ante frágiles y recatadas mujeres
musulmanas, o como Pedro Antonio de Alarcón imaginaba con tristeza la mira-
da de odio que le dedicarían unos moros muertos si pudiesen resucitar.
En un prólogo de 1950 a L’Afrique fantôme, Michel Leiris escribía:

“con la práctica de la etnografía, yo pretendía, [...] en contacto con hombre


de otra cultura y de otra raza, derribar los tabiques entre los que me asfixiaba, y
extender mi horizonte hasta una medida realmente humana. Así concebida, la etno-
grafía no podía sino decepcionarme: una ciencia humana es siempre una ciencia,
y la observación alejada no puede, por sí sola, llevar al contacto: es más, posible-
mente implica lo contrario, dado que la actitud de espíritu propia es una objetivi-
dad enemiga de toda efusión. [...] Me hicieron falta otros dos viajes a países colo-
niales o semi-coloniales [...] para descubrir que no hay etnografía ni exotismo
que puedan sostenerse ante la gravedad de los problemas planteados, en el plano
social, por el acondicionamiento del mundo moderno y que, si el contacto entre
hombres nacidos en climas distintos no es un mito, es en la exacta medida en que
pueda hacerse por el trabajo en común contra los que, en la sociedad capitalista
de nuestro siglo XX, son los representantes del antiguo esclavismo”64.

63
El Marroc, p. 109.
64
M. Leiris, L’Afrique fantôme, pp. 12-13.

192
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Dominación es una palabra clave. Ya he citado el famoso libro Orienta-


lism, donde E. Said vinculaba construcción de conocimiento orientalista y
dominación colonial. No merece la pena recordar más aquí un libro y una
polémica suficientemente conocidos, ni evocar tampoco la gran cantidad
de literatura existente sobre temas coloniales y postcoloniales. Querría sim-
plemente subrayar el hecho de que los viajeros de los que he hablado aquí,
y otros muchos más, están implicados en el proceso de la colonización,
unos como agentes de una acción política o militar más o menos directa de
penetración colonial, pero todos como participantes de un proceso de reifi-
cación de Marruecos que construye a la vez la identidad propia y la del
otro, y la diferencia entre ambas. Los procesos de reificación necesitan de
grandes dosis de esencialismo, y de ahí el recurso permanente a la imagen
del velo misterioso, del muro impenetrable que impide el acceso a la ver-
dad del alma del moro. No se trata sólo de que muchos españoles, o muchos
europeos, o lo que sea, puedan repetir y compartir burdos lugares comunes
sobre los moros, lugares comunes cuya génesis y formas de transmisión
son perfectamente rastreables en la historia. Se trata de que, sobre ese mate-
rial emotivo e ideológico, se crea un conocimiento objetivo que funda una
estructura de dominación política. En ese sentido, la representación de Auro-
ra Bertrana del Marruecos auténtico, eterno e incorruptible, a pesar de su pre-
tendido anticolonialismo, se adaptaba perfectamente al modelo de gestión
colonial, que deseaba una situación de coexistencia estable e independiente
de las distintos grupos étnicos, y donde los contactos entre las diferentes
comunidades estaban limitados al máximo. Todo lo contrario, pues, de un
proyecto humanista, que exige de nosotros el reconocimiento de otros hom-
bres. En un volumen como éste, eso significa recordar, aunque sea de paso,
que los otros hombres también viajan, e incluso lo hacen para construir su
propia alteridad entre nosotros65.
Decía, al principio de este texto, que prefiero a los viajeros tristes, porque
su tristeza revela la auténtica dimensión humana de su viaje. En tanto que
proyecto de conocimiento humano, el del viajero es, como el conocimiento
interior, infinito. Añado ahora que, más que a los viajeros tristes, prefiero a
los viajeros que no vuelven de su viaje. Esto exige viajar en zig-zag, porque,
desde que la tierra es redonda, los viajeros en línea recta acaban volviendo al
lugar de partida. Un melancólico viajero en zig-zag que, cuando sienta ganas
de volver a su casa, siga adelante porque, como a los exploradores que imagi-
nó el inmóvil Fernando Pessoa, sólo le queda el mar y la saudade.

65Vid. Nieves Paradela, El otro laberinto español. Viajeros árabes a España entre el s. XVII

y 1936, Madrid, UAM, 1993.

193
04.cap03 parte 02 28/8/06 13:09 Página 194

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DE CAZADORES DE CABEZAS
A CAZADORES DE SUEÑOS:
LA AMAZONÍA EN LA LITERATURA DE VIAJES

Antonio Pérez, Fundación Kuramai

Nada menos que en 1993 se publicó en España una reedición de una obra
aparecida en el Reino Unido 122 años atrás1. Lo que en 1871, según una
definición eufemística, no pasaba de ser una novela de aventuras para niños
y, según críticas menos complacientes, un rudimentario panfleto rebosante
de moralina imperialista, en virtud de la reedición se convertía en un verídi-
co relato de viajes por el Amazonas. Lo que en sus orígenes era delirante
ficción racista, más de un siglo después adquiría tintes de verosimilitud auto-
biográfica; el público al que se dirigía dejaba de ser la infancia victoriana para
transmutarse en los adultos de la posmodernidad española.
Más que deriva, un episodio así nos parece naufragio en letras grandes.
Doble naufragio: el de la ciencia americanista (amazonista) española porque
no ha sabido llegar hasta las casas editoriales y el de alguna de éstas porque

1
Nos referimos al mamotreto de W.H.G. Kingston Viaje a lo largo del Amazonas , Madrid,
B&T Publicaciones, 1993. Esta reedición es la traducción literal de F. de Casas, editada varias veces
por Calpe y después por Espasa-Calpe desde 1921 y 1943 hasta la actualidad. Kingston (1814-1880)
es uno de los más prolíficos escritores de los que se tenga noticia en tiempos modernos; dícese que
escribió más de 170 obras, amén de dirigir colecciones y revistas. Hijo de un comerciante vinatero,
nació en Oporto y allí pasó buena parte de su juventud; saltó a la fama en 1851 con la novela Peter
the Whaler y desde esa fecha no dejó de adoctrinar a la infancia victoriana con sus digamos que
novelas -en puridad, más religiosas y morales que de aventuras-. Veinte años después de su primer
éxito, publicó On the Banks of the Amazon, or a boy’s journal of his adventurers in the tropical wilds
of South America, de cuya traducción versa este comentario.

195
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todavía se dedica a recoger los restos de un naufragio ajeno y podrido -el del
Imperio británico-. No de otra manera cabe conceptuar el lanzamiento al mer-
cado de un deleznable subproducto cuyas últimas palabras retratan fielmen-
te su aviesa intención: “Espero que la historia de mis aventuras anime a los
misioneros a emprender el viaje por el Amazonas y sus riberas, con objeto
de difundir la verdadera fe entre sus salvajes moradores”.
¿Estamos hablando de un caso aislado? Ojalá. Ojalá se tratara de la excep-
ción que confirmara una regla según la cual España está al día en la lectura
de los Relatos Autobiográficos de Viajes Amazónicos (RAVA). Pero mucho
nos tememos que el caso del victoriano corruptor de menores sea nada más
que el extremo de un panorama manifiestamente deplorable. Para compro-
bar la verdad de este aserto, primero hemos de cartografiar el campo de la
literatura asequible al público occidental en general y español en particular;
después utilizaremos el análisis de un par de obras referidas a los Jíbaro, para
avanzar así en la hipótesis de que el último siglo no ha supuesto ningún
gran progreso no sólo en los RAVA -lo cual, viéndolo desde el punto de
vista literario, no tendría nada de extraño-, sino tampoco en la percepción
etnográfica y naturalista del Amazonas.

DOCE TIPOS DE RAVA

El estudio de los RAVA es casi tan amplio como el de la conquista del


Amazonas. Pocos son los occidentales -entre los que, a estos efectos, incluí-
mos a los latinoamericanos-, que hayan pasado por aquellas selvas y no hayan
cedido a la tentación de memoriar esa parte de su existencia. La nómina
incluye desde científicos puros hasta artistas de toda condición pasando,
¡ay!, por los inevitables aventureros. Dada la amplitud de la panoplia, inten-
tar categorizar los RAVA es empeño arbitrario y, por lo tanto, abocado al fra-
caso. No obstante, dedicando más atención a los relatos más engañosos,
sugeriremos una clasificación provisional, nada exhaustiva2 y, desde lue-
go, necesariamente farragosa:

a) las Crónicas de los primeros descubrimientos -que en el Amazonas son


tan posteriores a los caribeños y continentales que todavía no han termina-
do-, y las descubiertas y viagem científicas. Por mor de mantenernos dentro

2 Sólo citamos los volúmenes existentes en nuestra biblioteca. Y somos conscientes de que,

aunque no los enumeremos, también tendrían cabida los documentales audiovisuales, pensados o no
para el consumo televisivo.

196
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de los últimos tres siglos, y mencionando sólo aquellos de destacada cali-


dad literaria, empezaríamos con el gran Alexandre Rodrigues Ferreira y su
Diário da Viagem Philosophica pela Capitanía de Sao-José do Rio Negro,
más conocido como Viagem Filosófica ao Rio Negro (1783-1792, publica-
do entre 1885 y 1888 y reeditado varias veces, siendo una muy notable la fac-
similar del Museo Goeldi de 1983). Otros científicos no demasiado conoci-
dos en España serían el zoólogo Johann Baptiste von Spix y el botánico
C.F. Ph. von Martius, abreviadamente Spix-Martius, minuciosos autores
del Reise in Brasilien (1817-1820, editado en alemán en 1823; primera edi-
ción en portugués, en 1938; reeditado por Ed. Itatiaia en 1981). Asimismo,
el Hércules Florence Viagem Fluvial do Tietê ao Amazonas (1825-1829, publi-
cado parcialmente en 1875-76 y 1941, e íntegramente en una excelente edi-
ción del Museu de Arte de Sao Paulo Assis Chateaubriand 1977).
Y, obviamente, no podemos olvidar a los muy conocidos Alexander von
Humboldt, Aimé Bonpland -de todos los exploradores científicos o legos del
Amazonas, Bonpland es quien ofrece la personalidad más enigmática y las
peripecias biográficas más apasionantes-, Henry Allan Bates, Richard Spru-
ce3 y Alfred Russel Wallace de quien quizá se pueda decir que, si no hubie-
ra sido por el naufragio del Helen -el barco que le llevaba de vuelta a Euro-
pa-, hoy hablaríamos de wallacianismo en lugar de darwinismo4. El último
de estos grandes naturalistas viajeros sería el contemporáneo Richard Evans
Schultes, uno de los fundadores de la Etnobotánica, humanista y guía en el
uso de los productos psicoactivos para buena parte de la intelligentsia lla-
mada contracultural.
b) Viajantes que toman a la ciencia como excusa para sus peregrina-
jes en busca de a saber qué -o científicos extensivos, valga la contradic-
ción-. Los hay con pretensiones omnicomprehensivas como el mismísi-
mo ex-presidente de los EEUU Theodore Roosevelt, quien paseó en 1914
por los contornos amazónicos. El título de su viaje fue Expediçao Cien-
tífica Roosevelt-Rondon y su propósito oficial coleccionar mamíferos y

3 Cuya colección etnográfica de los famosos Kew Gardens de Londres, por increíble que parez-
ca, terminé de ordenar en 1982.
4 Por cierto, Rafael Karsten, uno de los primeros etnógrafos de los Jíbaro, también naufragó per-

diendo en el desastre las pruebas de su primera exploración ecuatoriana -entre colorados y cayapas-.
A veces, el encuentro de estos naturalistas con sus anfitriones indígenas hace aflorar curiosas contra-
dicciones. Por ejemplo, Wallace cambió 180º su opinión sobre los indígenas cuando se encontró con los
malayos: los amazónicos eran buenos casi sin excepción mientras que los malayos pasaron a ser justo
lo contrario. Dejando aparte esta anomalía, es más cierto que los naturalistas del siglo XIX -ingleses u
otros- fueron observadores fiables del mundo indígena; sus aportaciones etnográficas suelen ser utilí-
simas para el etnohistoriador amazónico -hablo también de mi pequeña experiencia en este campo-. A
este respeto, todavía pueden consultarse estudios clásicos como el de Sampaio, op. cit. Como modelo
de estudios más actualizados, una reciente biografía de Schultes (cfr. Davis op. cit.)

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pájaros para el Museo de Historia Natural de Nueva York (cfr. A través


do Sertao do Brasil, traducción brasileña, 1944)
También los hay sociologizantes como el Willard Price de The Ama-
zing Amazon (1954, publicado en español en 1964 con el título El maravi-
lloso Amazonas. Un mundo de riquezas sin límite), un irritante producto de
la guerra fría, de la prepotencia norteamericana y del desarrollismo más
deshumanizado -sólo habla de las riquezas que se pueden extraer del Ama-
zonas, nunca de sus habitantes-. Y, con signo político opuesto, menciona-
ríamos los trabajos geográficos o de sociología extensiva del equipo dirigido
en 1987 por el cubano Antonio Núñez Jiménez (En canoa del Amazonas
al Caribe, 1992), apresurada expedición a la que, dicho sea de paso, ase-
soré entre laboral y oficialmente.
En esta misma categoría tendríamos que incluir la parte escrita y, en espe-
cial, la dibujada en cómic de las expediciones de pseudodivulgación cientí-
fica del no tan inefable Cousteau -ningún comandante es inefable y menos
quien ofrece una versión edulcorada de los conflictos biológicos y sociales.
c) Los relatos sobre los Yanomami. Por su sobreabundancia constituyen
un reino de taifa entre los RAVA. Tenemos a Alain Gheerbrandt 1948-1950
(L’Expédition Orénoque Amazone, 1952) y Alfonso Vinci 1953 y 1955 (Visa-
ges secrets de l’Amazonie, 1956). Y entre los españoles a Luis Pancorbo 1979
y 1983 (Amazonas, último destino, 1990). El nudo hecho de la superviven-
cia física de tantísimos viajeros más o menos aficionados debería haber echa-
do por tierra la imagen de pueblo feroz que el irresponsable N. Chagnon
acuñó para los Yanomami -si son tan fierce people, ¿por qué no matan a todos
los forasteros?-. Pero si algo ad hoc demuestra esa rama antropológica en
la que se ha convertido la Yanomamología, es que las definiciones pseudo-
académicas perduran aunque tropiecen con el sentido común5.
Íntimamente relacionado con los Yanomami, se encuentra el grupo de los
relatos del único descubrimiento hyleo-amazónico importante del siglo XX:
el de las fuentes del Orinoco (1951), descrito detalladamente por cinco de los

5
Recientemente, algún ex-admirador de Chagnon ha intentado demostrar (Tierney, op. cit.)
que este antropólogo feroz cometió todo género de delitos contra la ciencia -amañamiento de datos-
e incluso contra la sociedad -sobre todo, contra el pueblo yanomami-. Pero en su intencionadamenente
escandaloso libro no consigue probar todos los casos ni todos los extremos, aunque muchos de los
que hemos conocido a los dramatis personae de esta tragedia tengamos la íntima -plausible pero
indemostrable- sospecha de que Tierney se queda corto en el relato de los horrores. El contraataque
de Chagnon no se hizo esperar: después de unas cortas vacilaciones, en septiembre de 2000 colgó en
Internet sus alegaciones empezando -y esto es lo más significativo de todo el embrollo- por una tabla
con la que pretendía demostrar que las sociedades sin Estado -los Jíbaro y los Yanomami en lugar
destacado-, son más violentas que las estatalizadas. A esto le llamamos ir derecho y a la cabeza;
pero, por suerte o por desgracia, resulta que una comparación así es imposible, tal es la distancia
entre unas y otras sociedades y, sobre todo, entre las estadísticas a comparar.

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expedicionarios entre cuyos relatos destacan los de Pablo J. Anduze (Shaili-


li-ko, 1960) y René Lichy (Ya kú. Las fuentes del Orinoco, 1978).
d) Novelas que tienen su origen en la minuciosa documentación de
alto potencial literario que sólo quien ha pisado aquellas selvas puede
reunir pero que no se reclaman como viaje autobiográfico: José Eustasio
Rivera, La vorágine (1924) y Luis Sepúlveda, Un viejo que leía novelas
de amor (1989) serían buenos ejemplos6.
e) Grandes reportajes sobre hechos reales, como los de Germán Castro
Caycedo Perdido en el Amazonas (1978) y Mi alma se la dejo al diablo (1982,
publicado en España en 1997) o el de Claude Mossé sobre declaraciones de
Sebastiao Bastos, Ma forêt au bord du Grand Fleuve (1976). Aunque son ela-
boraciones de terceros, no verdaderos relatos en primera persona, los inclui-
mos por su valor documental.
f) Casos especiales, meritorios en sí mismos pero que, además, han dado
origen y pretexto a expediciones posteriores. El más espectacular de esta cla-
se de misterios y que hizo correr un caudal de tinta de proporciones realmen-
te amazónicas, es el que tuvo por involuntario protagonista al Coronel Percy
Harrison Fawcett, explorador de la cuenca amazónica y de sus contornos
peruano-boliviano-brasileños entre 1906 y 1925.
Gracias a una recomendación de la Royal Geographical Society, el joven
P.H. Fawcett fue enviado a Bolivia para realizar unos trabajos topográficos.
A partir de esa primera expedición y salvo cortos descansos en Europa, segui-
rá explorando en otras siete ocasiones hasta que su rastro se pierda después
de que, con fecha 29 de mayo de 1925, escribiera una carta desde el Mato
Grosso, en o quizás entre las cuencas de los ríos Paranatinga y Xingú.
Fawcett no responde al arquetipo del explorador de su época. No es el
prepotente que maltrata a los indígenas y que, en justo castigo, pasa penalida-
des y/o fracasa en sus viajes. Por el contrario, como muestra la narrativa de
sus siete expediciones -las anteriores a la última-, las dificultades que atravie-
sa le vienen dadas bien porque los elusivos indígenas no se dejan ver o inclu-
so le atacan -es decir, porque defienden pasiva o activamente su territorio-, bien
porque no cuenta con los medios materiales necesarios para enfrentarse a la
Naturaleza. Pero todo indica que es fiable cuando no reseña huida o rebelión
alguna de los indígenas, asalariados suyos u otros con los que se encuentra.
Este rasgo es excepcional entre la literatura de entonces (y la de ahora).

6 Aunque no consta que su autor viajara por el Amazonas, también nos gustaría añadir al Ramón

J. Sender de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964), magna obra que, si bien tiene poco
de autobiográfica, es una de las escasas novelas que reflejan fielmente lo que pudo ser el descubri-
miento del Amazonas en particular y la aventura de los conquistadores en general.

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Además, Fawcett toma claramente partido en la polémica más virulenta


de su tiempo y denuncia sin paliativo alguno la extracción cauchera, la escla-
vitud y las matanzas de indios y criollos pobres obligados a ser caucheros.
También denuncia la corrupción que genera, es decir, la complicidad de los
gobiernos de allende y aquende el Atlántico7. Más aún, se atreve a mencio-
nar a Casement, la bestia negra de los barones del caucho, y a la propia Ingla-
terra, que después de armarle caballero no dudó en ahorcarle por su partici-
pación en la lucha de los irlandeses.
Después de Fawcett otros exploradores han seguido perdiéndose real o
metafóricamente en el Amazonas, dando ocasión a que otros los encuen-
tren. Tal es el caso de Loren McIntyre. Este famoso fotógrafo, amazonólo-
go por excelencia de la National Geographic Society, se perdió en 1969 en
el río Javarí. Pero el suyo fue un extravío atípico, puesto que se desorientó
entre los Mayorunas (por mejor nombre, Matsé). Y para seguir con la con-
fusión, lo que presentó como prueba de su vuelta a la sensatez fue justa-
mente lo que otros vemos como desvarío definitivo, pues no de otra manera
podemos entender que dijera haberse salvado gracias a haber descubierto que
podía comunicarse telepáticamente con los indígenas8.
g) Subproductos que sólo ofrecen una visión distorsionada y/o superficial
y/o francamente tendenciosa del Amazonas. Constituyen, por supuesto, la gran
mayoría del material publicado y comienzan a propagarse muy pronto -y, lo que
es peor, a popularizarse-. Entre ellos, por su especial peligrosidad pedagógica
y porque abarcan todo el siglo XX, seleccionaríamos los siguientes títulos:
H.M. Tomlinson, The Sea and the Jungle, 1909-1910 (reeditado por Time-
Life en 1964), son las memorias tropicales de un periodista londinense de
36 años que escapó de la niebla para volver corriendo a ella. Entre los anglo-
sajones, es un libro de fama injustificable. Le sigue en el tiempo el Peter
Fleming de Brazilian Adventure (1933), un aventurero que viajó no sabe-
mos si para mejorar su humor inglés o en busca del Coronel Fawcett. En cual-

7
Fawcett, pp. 71, 83-84 y 92.
8
Popescu, pp.33-289. Una gracia -¿o es disciplina?- tan elevada como la telepatía no se expre-
sa coloquial ni profanamente sino que ultrapasa la más abstracta de las abstracciones lexicales; item
más, grandes metafísicas pueden esperarse cuando, gracias a ella -¿o es Ella?-, se encuentran un
gran fotógrafo gringo y un gran cacique Mayoruna -al que, dicho sea bajando a la tierra, McIntyre
pone de mote Percebe-. El desafío promete ser colosal, trascendental, cósmico o, por lo menos, algo
inteligible. Los Mayorunas (Matsé) no se andan con chiquitas: “Aquello sobre lo que han especulado
los astrofísicos al observar la implosión de las estrellas -esto es, la reversibilidad del tiempo-, los
Mayoruna lo proponían también aunque a menor escala” (Popescu, p. 217). Dirigiéndose telepáti-
camente a Percebe, McIntyre responde: “Espero que me entregues más pruebas de la existencia del
continuum tiempo/espacio/pensamiento, no porque yo sea tan importante y tú no tengas mejor cosa
que hacer, sino porque he llegado a los confines de tu manera de pensar. Y parte de este modus ope-
randi ha llegado a pertenecerme” (ibidem, p. 287; en ambos ejemplos, nuestra traducción).

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quier caso, el misterio Fawcett dio lugar a una fiebre de expediciones que
se alargaron hasta treinta años después de su desaparición. Uno de sus últi-
mos productos fue el de Kenneth Matthews, Brazilian Interior (1956).
Continúan esta triste procesión Arkady Fiedler, The River of Singing Fish
(1951), y poco después un subproducto especialmente racista, el de Herbert
Rittlinger (Ich Kam die Reissenden Flüsse Herab, traducción española de
1954). Al contrario que el resto de sus compañeros de viaje, Rittlinger es
tan consciente de su enciclopédica formación9 que nos dibuja el cuadro de
sus antepasados intelectuales. Así –nos informa este deplorable aventurero-
sus clásicos son Humboldt, Bates, Raimondi y E.W. Middendorf, mientras
que entre sus inspiradores más recientes cita a Up de Graff, Domville-Fife,
Flornoy, Werner Hopp y especialmente a Hans Reiser.
Habría que añadir a Tobias Schneebaum, Keep the River on Your Right,
1955 (publicado en 1969), explorador que dijo haber vivido meses (¿cuán-
tos?) con dos tribus de la Amazonía peruana. Este escribidor detenta el dudo-
so privilegio de inaugurar en el campo amazónico una funesta manía: la de,
so pretexto de salvaguardar la intimidad de los indígenas, otorgar nombres
ficticios a sus pueblos -Puiranga, Akarama, en su caso-, para lo cual se
escuda en el proceder de Carlos Castaneda, por lo que no es de extrañar que
una cita de este otro escribidor abra su libro.
Y ya en el capítulo del puro disparate, mencionaremos algún título
del que, pasada su moda, sólo cabe calcular el daño que han podido hacer.
Es el caso de la otrora popularísima Evelyne Coquet (1976 ed. francesa,
1978 ed. española), recién casada que pretendió cruzar la Amazonía ¡a
caballo!. Y por lo que respecta a los españoles, el Fernando Díaz-Plaja
del Descubrimiento (particular) del Amazonas (1977), un diario escrito
durante un corto crucero fluvial por un especialista del reportaje ligero y
en el que la Amazonía es un borroso telón de fondo sobre el que sobre-
actúa el ego del redactor.
h) Subproductos pretendidamente indigenistas. Desde que la ONU impuso
la moda de las declaraciones humanitarias universales, estas grandilocuencias
tardaron poco en llegar hasta los últimos grupos humanos, los indígenas. Si en
la región latinoamericana el indigenismo moderno nace oficialmente en Pátz-
cuaro 1940, podemos decir que al Amazonas llega antes (en 1910), o quizás des-
pués, con la creación en 1961 del Parque Xingú (Brasil). En todo caso, no se

9 Decimos enciclopédica porque, evidentemente, toda su formación amazónica la obtuvo en

una o dos enciclopedias; las cuales, a su vez, se han alimentado del trabajo de unos mal pagados redac-
tores de voces quienes, en su apresuramiento, se han visto obligados a repetir los aciertos y, más a
menudo, los errores de las enciclopedias precedentes.

201
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consolida hasta 1980, con el I Congreso Warao (Venezuela), mencionando en


ambos casos dos áreas limítrofes ecológicamente con la hylea amazónica.
Este clima indigenista también se manifiesta en los RAVA, por ejemplo
en el de Fournier-Aubry citado anteriormente. Don Fernando reside entre
1935 y 1942 en la Amazonía peruana y regresa esporádicamente entre 1956
y 1971. En el prólogo hace toda una declaración, más que indigenista, indi-
genófila rozando la indigenolatría:

“En cierta ocasión tuve la dicha de conocer, en plena selva, una tribu indíge-
na inteligentemente protegida por un jefe hechicero. Todo, en esos hombres, me
deslumbró: su belleza, la armonía natural de sus gestos, su nobleza, sus miradas
limpias, sin mentira ni hipocresía (..) Me habría gustado ser indígena”10.

Esos indios felices son los Asháninka -campas, en el texto-, y el hechi-


cero se llama Kinchokré, personaje tan influyente que hasta matrimonia a
una hermana suya con Don Fernando. Tres años y dos hijos después, una per-
niciosa malaria obliga al francés a abandonar a su familia mestiza. Décadas
más tarde, de regreso a la Amazonía, se entera de la horrible verdad: su
amada Pangoaté, sus hijos y su hechizante cuñado han sido masacrados por
los invasores. Tal hubiera sido el final más probable, pero -incómoda excep-
ción- en este caso la Historia desmiente la trama argumental explorador-blan-
co-casa-con-ninfa-amazónica-de-trágico-destino11: en 1986 Kinchokré toda-

10 Fornier-Aubry, p. 13. Al igual que el fotógrafo McIntyre, Don Fernando abunda en los pode-

res telepáticos de los indígenas: “Había descubierto, sobre todo, la grandeza indígena. Recordaba a
los piros, silenciosos y desnudos (..) Ese silencio me había servido de alimento, inquietante a veces,
pero sereno después. Sabía ahora que esos hombres, con su sensibilidad espontánea y natural, lo
percibían todo mucho más rápida y limpiamente que los ‘civilizados’, que tenían que servirse de sus
cerebros para poder actuar”. Algún crítico minucioso puede entender que Don Fernando insulta
finamente a los Piro, pero, líneas después, se aclara el posible malentendido: no los moteja de desce-
rebrados sino que, sutil distinción, los entiende como “hombres puros, impregnados de clorofila” (Fou-
nier-Aubry, p. 283). Y, también como McIntyre, Don Fernando dicta su epopeya a una pluma profe-
sional, en este caso André Voisin.
11 Un motivo literario inaugurado con Rima, la heroína de Mansiones verdes, novela publi-

cada en 1904 por W.H. Hudson (1841-1922) y continuado con Breginia, la peculiar deus ex machi-
na indígena que salva a Up de Graff y que le enseña ‘los secretos de la selva’. Rima es, proba-
blemente, la única indígena amazónica que tiene una estatua pública en Europa -concretamente
en Hyde Park (Londres), obra del reputado escultor Epstein-. Hudson nació y se crió en las
Pampas argentinas donde su familia castellanizó el apellido convirtiéndolo en Usón -el cineasta
argentino Manuel Antín realizó en 1977 una película, Allá lejos y hace tiempo, basada en sus
memorias-. No puede decirse que fuera ningún indigenista; por el contrario, peleó contra los indios
pamperos hasta que se trasladó a Inglaterra en 1874 -justo el año en el que los indígenas Kolla
ganaron la batalla de Cochinoca, en Jujuy-. Aunque jamás pisó las Guayanas, durante décadas
su novela definió popularmente la Amazonía aumentando su infuencia cuando fué trasladada al
cine (Mel Ferrer, 1959), a pesar de que Audrey Hepburn resultara absolutamente increíble en su
papel de hada selvática.

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vía gozaba de buena salud, o al menos se le veía muy saludable en la foto


que abría la narración de su vida en un reconocido texto antropológico12.
El fabuloso Don Fernando, que tan decisivo se cree en la historia ama-
zónica, apenas merece un párrafo en esta autobiografía13, y no hay mención
alguna a la matanza de su hermana y sus sobrinos. Lo que sí abunda en el
vívido relato del ahora transcrito Quinchoquer son las tretas con las que inten-
tó evitar las gruesas exacciones que le inflingían los civilizados; y el deses-
peranzado final que tienen sus aspiraciones a la propiedad de la tierra:

“Hemos pedido también que haiga soluciones para todos los nativos cam-
pa, para que tengan su terreno ellos también, con los Títulos. Pero no hemos podi-
do cumplir todavía con los Títulos (..) Yo he comprado ganado pero fracasé tam-
bién. He comprado motorcito, una generadora; ha desaparecido. Acá todo era luz,
¡luz era...! ¡Ah...! Ahora, nada. Nada, así es. Así fracasé con mi café”14.

Entre tanta inconsciencia aventurera como se ha mostrado en el acápi-


te anterior y la hemorragia de buenos sentimientos acabada de mostrar en
éste, destaca la tibia objetividad no exenta de elitismo con que Don Fer-
nando encara el problema de la desvirtuación de la aventura amazónica
por su doble desaguadero de turismo y caridad. En cuanto al primero: “No
tengo nada contra los turistas, pero una vez más compruebo que sólo son
unos pobres neuróticos”. En cuanto a la segunda: “Eso no era sino una paro-
dia de la lucha contra el hambre. Estaba claro que los hombres de esa misión
no habían conocido jamás el hambre... esos regalos provenientes de todos
los países y que no pagaban derechos de aduana (porque la caridad está exen-
ta de ellos), escondían una traición. Esos productos dormían allí para guar-
dar las apariencias. Se distribuía lo justo. El resto o se pudría o se vendía”.
Y respecto a ambos: “Un escaso puñado de indios prósperos servían de moni-
gotes para los turistas y la prensa”15.
En los pagos españoles la caridad todavía no es tema de los RAVA, pero
desde los mismos tiempos de Don Fernando hay algunos que denuncian el
turismo, como aquel viajero que dibujaba en Iquitos (1975) una situa-
ción bastante más prosaica que épica y que, por descontado, desde enton-
ces no ha hecho sino acentuarse:
“Podríamos decir que las agencias turísticas ya tienen sus propios indios,
se les avisa de que van a llegar visitas y aquellos se desvisten de indios, no

12
Fernández, pp. 33-57.
13
Ibidem, p. 42.
14
Ibidem, p. 57.
15
Fournier-Aubry, pp. 462, 464.

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se dejan sacar fotografías sin antes recibir el dinero, los indios engañan a
los gringos, y las agencias a los gringos y a los indios”16.
i) Teniendo en cuenta la creciente importancia que empezaban a adqui-
rir las ilustraciones gráficas, tampoco son de desdeñar los folletines de fina-
les del siglo XIX, esos que, pese a existir ya la fotografía, seguían ilumi-
nándose con grabados. Así, por ejemplo, los publicados en el Journal des
Voyages, a saber: Louis Boussenard (Les évasions en Guyane, 1891); Henri
Coudreau (Un hivernage sous l’Équateur, 11 octubre - 13 diciembre de 1891);
José da Luz (Macouna, 1892).
El tremendismo exoticista es su denominador común y el imperialis-
mo de sus protagonistas la ideología dominante. Para estos viajeros el Ama-
zonas es sólo un pretexto para hacer sentir la fuerza de sus sofisticadas
armas a los atrasados indígenas, como por ejemplo en la portada de la
primera entrega, donde un Coudreau con corbata y salacof se presenta a sus
lectores bajo la leyenda “Je vais casqué, botté, prenant des notes, la cara-
bine au bras” (cursiva nuestra).
j) Los nuevos horizontes de la Amazonía prefiguran nuevos tipos de
RAVA. En sentido figurado, estas nuevas perspectivas ofrecen pretextos
que -todavía con obras menores- han demostrado ser potencialmente muy
fructíferos. Entre ellos están la investigación genética, el salvamento de los
“últimos” indígenas, la lucha contra los megaproyectos y las alianzas entre
nuevos actores sociales -seringueiros e indígenas, por ejemplo-. Por el con-
trario, otros pretextos en apariencia más atractivos, como los proyectos de
cooperación o el descubrimiento de drogas maravillosas, hasta la fecha sólo
han producido frutos misérrimos. En todo caso, los viajeros ya no tienen
por qué deambular por el mero hecho de deambular, sino que tienen cau-
sas nobles o excitantes desafíos científicos en los que ampararse.
En sentido literal, aparecen nuevos biotopos como el dosel o la cúpu-
la arbórea. Y esa fábrica de tópicos -en ambos sentidos de la palabra, en
el neutro de lugar y en el peyorativo de lugar común- que es el National
Geographic ya ha ofrecido las primeras muestras de estos nuevos RAVA.
Esta vez, los peligros amazónicos ya no están encarnados por tribus caní-
bales o serpientes ponzoñosas -voluminosas ambas-, sino que el diablo
se esconde en lo infinitamente pequeño. Ahora son los insectos y los micro-
organismos los que están en el corazón de las tinieblas, y ni siquiera son
diabólicos los insectos simplemente molestos, sino sólo los insidiosos, los
que causan enfermedades tropicales como la leishmaniasis17 .

16
Oteiza, p. 205.
17
Hallé y Gaillardé (1990).

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k) Informes indigenistas y/o humanitarios. Allá donde la realidad supera


siempre a la ficción, un mero informe que denuncie la crónica esclavitud de
los indígenas y/o de los marginados, aunque carezca de pretensiones litera-
rias, tiene mucho de narrativa trágica y heroica. Además, es necesariamente
autobiográfico, porque muchos son los que turistean por la iniquidad sin ver-
la, pero sólo unos pocos entienden su denuncia como necesaria asumiéndola
en consecuencia como causa universal y como ofensa propia. Uno de los pri-
meros del siglo XX, y desde luego el más conocido todavía en el mundo anglo-
sajón, es el informe de (ex Sir) Roger Casement sobre las atrocidades de los
caucheros en el Putumayo18. Los últimos se están redactando hoy mismo.
l) Diarios de campo de los antropólogos. Desde que empezó a tenerse en
cuenta el viejo dictum científico de que el experimento es alterado por la mera
presencia del experimentador, las impresiones subjetivas y el entorno histó-
rico-político de los científicos sociales han pasado a interesar no sólo a la
crítica sino, por lo que hoy nos atañe, también a la industria cultural. Los antro-
pólogos no se han hecho de rogar, y a partir de 1966, fecha en la que su viu-
da publicó el hoy famoso diario de Malinowski, los investigadores mismos
han abierto la veda de sus propias intimidades. El género ha evolucionado
tan velozmente que del diario de campo se ha pasado hoy a la Antropoética
– como su mismo nombre indica, disciplina híbrida de la literatura y la antro-
pología–. Está por ver si, como suele suceder en la Naturaleza cuando se
miscegenan dos especies, aunque pertenezcan al mismo género, la resultan-
te es estéril. Por lo pronto, los antropoetas corren el riesgo de quedarse a medio
camino entre sus progenitores: hoy por hoy, lo habitual es que ni sus etno-

18 Roger Casement (1864-1916) es una figura tan clave en la historia contemporánea del huma-

nitarismo -o de la filantropía, como se decía hasta hace poco con mayor propiedad-, que sólo la
recalcitrante censura del imperialismo inglés puede explicar su (relativo) desconocimiento hoy día.
¿Cómo es posible que no sea famoso un personaje que está en el origen del descubrimiento de uno
de los mayores genocidios del siglo XX -el del Congo llamado belga-, de la denuncia de la aberra-
ción cauchera y de la independencia de Irlanda? Evidentemente, por ser patriota irlandés. Por sus
dos primeras celebérrimas causas, los ingleses le otorgaron el título de Caballero; por la tercera, en
una cause célèbre, le descabalgaron -de ahí el ex Sir- y hasta le ahorcaron. Por si ello fuera poco,
para aplacar las protestas que, a no dudarlo, iba a provocar su inicuo y premeditado asesinato dizque
legal, la Corona inglesa utilizó vergonzantemente su presunta o real homosexualidad como un moti-
vo clandestino para su ahorcamiento físico y para su enterramiento intelectual. Por lo que, aunque
Casement nunca fué un activista del derecho a la intimidad, bien podría considerársele mártir de una
cuarta causa, la de los derechos sexuales. Pero, en puridad, fué un quinto factor el que causó sus gra-
cias y su Desgracia: haberse convertido en una eficaz herramienta del Imperio británico, un martillo
de aquellos esclavistas que estorbaban al Imperio de John Bull. Bien a su pesar, Casement fué utili-
zado en el Congo para obligar a Leopoldo II a que vendiera libremente su Estado Libre; en el Ama-
zonas, para dar el tiro de gracia al caucho silvestre en beneficio del caucho de sus plantaciones asiá-
ticas y, en el caso irlandés, para aterrorizar a los intelectuales progresistas -y, de paso, como un frin-
ge benefit, a los homosexuales de toda nación-.

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grafías sean completas, ni sus reflexiones antropológicas originales, ni su cali-


dad literaria suela sobrepasar de un discreto común. En cualquier caso, por ser
obviamente los más próximos para el que suscribe, estos viejos y nuevos tipos
de RAVA merecen ser trabajados en otra ocasión.

BREVE COMENTARIO SOBRE LOS RAVA

No puede caber duda de que los RAVA fueron y siguen siendo la clave
del arco del imaginario amazónico19. En un extremo están las obras de fic-
ción pura y en el otro las mediciones. Pero distinguiéndose en ello del resto
de los imaginarios geográficos, equidistante de ambas no tenemos la Historia
de los historiadores, sino las historias personales de los viajeros. Como no podía
ser menos tratándose de un espacio pseudomítico, son las odiseas las que van
marcando el territorio o llenando el vacío. La imaginería popular las atribuye
-muchas veces sin mayor fundamento- un heroísmo que resulta veraz sin nece-
sidad de ejercitar esa imaginación que la ficción tanto otorga como reclama y
una autenticidad que no acierta a valorar en los adustos datos físicos.
Si a la hora de clasificar los RAVA ya avisábamos que el resultado podía
impugnarse por arbitrario y por incompleto, caracterizarlos en su conjunto
es tarea igualmente arriesgada. No obstante, antes de pasar al análisis de caso,
convendría señalar que hay dos rasgos comunes a todos los RAVA que mere-
cen enunciarse:
1) Al revés que en el común de la narrativa de viajes, la Amazonía no deja
en sus odiseos esa “punzante sensación de acabamiento que acomete a los
viajeros cuando se hacen conscientes de que sus expectativas estaban por
encima de lo que el mundo ofrece”20. Esta cita y las relaciones viajero-
Amazonas admiten dos interpretaciones: que el sitio exótico era más pobre
de lo imaginado y/o que los sueños del viajero eran superiores a sus fuer-

19 Son escasos los trabajos sobre el imaginario popular amazónico. Pero alguno de ellos ha teni-

do la suerte de ser traducido al castellano. Es el caso de Slater (1997), traducción de uno de los artícu-
lo del libro Uncommon Grounds (W. Cronon, ed., 1995), en el que, partiendo de la distinción entre
relatos edénicos y relatos de ‘después del Paraíso’, reconoce que no toda la narrativa amazónica es
edénica. Cfr. también, en inglés, Slater (2000), un trabajo más descriptivo y menos doctrinal que el ante-
rior. En ninguno de ellos tienen gran relevancia los RAVA. Una primera aproximación antropológica a
la literatura amazónica puede encontrarse en Preto-Rodas (1974); pero los ejemplos que analiza son
brasileños en su totalidad y, además, circunscritos a los finales del siglo XIX y principios del XX. Por
lo que respecta a la imagen culta e incluso especializada de los indígenas, un trabajo excelente es el cen-
trado en el caso yanomami, cfr. Ramos, op. cit.; en él, se diseccionan las imágenes de feroces, de eró-
ticos y de intelectuales que les han caído encima a estos indígenas según hayan sido los antropólogos
que las han elaborado, evaluando después cuánto les está costando el ser exóticos.
20 Rodríguez Rivero, p. 83.

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zas. En el primer caso, el acabamiento sobreviene por haber vencido al


mundo alienígena más fácilmente de lo esperado -un mundo que, por lo
tanto, demuestra estar plagado de barbaries pero no por barbaridades-. En
el segundo caso, el viajero se siente, más que acabado, accablé -ha sido derro-
tado en una batalla que creía fácil y ni siquiera sabe si sus vencedores son
barbaries o barbaridades-. La decepción final puede parecer la misma, pero
sus causas son tan antinómicas como la soberbia y la humildad.
La Amazonía es un imaginario muy agradecido puesto que (todavía) no
ha decepcionado a ningún odiseo. En los RAVA el autor viajero jamás que-
da defraudado. Jamás conquista la selva, ni siquiera el minúsculo rincón que
ha pateado, pero (hasta la fecha) no porque se le haya quedado pequeña, ni
tampoco porque en medio de Ella le hayan fallado las fuerzas. Cada cual a
su manera, todos llegan a una suerte de acuerdo o, por lo menos, a una tre-
gua, armisticio o tratado de no agresión21.
2) En el Amazonas no hay caravanas de indígenas nómadas que se des-
plazan de un oasis a otro. Sin embargo, sí hay grupos sociales intrínsecamen-
te viajeros, como los que en Brasil son llamados posseiros, garimpeiros y
seringueiros. Es decir, los que ocupan tierras, los que buscan minerales pre-
ciosos y los que sangran los cauchales. Podríamos añadir grupos como los
“regatones” o abarroteros fluviales, las prostitutas e incluso los militares. Pero
eso sería forzar las categorías porque estos últimos no son necesaria y per-
petuamente viajeros, sino que se desplazan de manera casual, ocasional y
provisional –aunque a muchas y muchos esta provisionalidad les dure toda
la vida–. Pues bien: ninguno de los grupos de nómadas amazónicos escribe
relatos de viajes22. Quienes escriben son otros, los fuereños, los arriba cita-
dos. Sobre la resultante de una hipotética comparación entre los relatos de
los de adentro y de los de afuera, evidentemente sólo caben especulaciones.

21 Por desgracia, no faltan los escribidores que retornan cual César de las Galias. Pero incluso
estos insensatos saben que tienen escondidos muchos episodios ridículos o, al menos, alguna anéc-
dota que les sobrevuela recordándoles, cual esclavo en el carro del césar triunfante, que les ha salva-
do la suerte del novato. Si guardáramos alguna pretensión de exhaustividad, también deberíamos incluir
en esta pléyade de sub-RAVA a las narraciones de los turistas. Pero, hasta hoy, se puede decir que a
pesar de su ingente número estos modernos pseudo-viajeros no han producido más que refritos de luga-
res comunes -escritos, además, con un absoluto irrespeto por las más elementales normas estilísti-
cas-. El único interés que puede tener esta sub-literatura es que aporta pruebas en contra de la supues-
ta ley de la transformación de la cantidad en calidad.
22
Hay notorias excepciones, como la diócesis de Roraima, que publicó en 1990 el diario de Adal-
berto da Silva Santos. Dice este garimpeiro: “8 de enero de 1989. En la ciudad... recordaré los árbo-
les que derrumbé, los piojos que aplasté, el azogue que gasté, los tantos y tantos metros de tierra
que cribé en el fondo del río, el agua sucia que bebí, la deforestación que provoqué. Me llaman des-
tructor. Dicen que estoy matando la Naturaleza. Mato para no morir. Pero sé que con mis conquistas
estoy cavando mi propia tumba y la sepultura del mundo, de la raza humana”. Ante semejante clari-
videncia, sólo cabe lamentar que no se publiquen más piezas de esta literatura cruda.

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DOS LIBROS FINISECULARES

Como anunciábamos en la introducción, después de dibujar el panora-


ma de los diversos tipos de RAVA, toca ahora hacer un estudio comparativo
de un par de obras –ambas referidas a los Jíbaro– ‘para avanzar en la hipó-
tesis de que el último siglo no ha supuesto ningún gran progreso’, ni en lo
literario ni en la imaginería popular del Amazonas. Los dos autores escogi-
dos son Up de Graff y Fericgla. La obra de Graff es la de un aventurero que
viaja entre los siglos XIX y XX (apartado g), mientras que, a primera vista,
la de Fericgla es el diario de campo de un antropólogo contemporáneo (apar-
tado l, pero también j). Existen, por lo tanto, notables diferencias entre ellas.
Los párrafos que siguen intentan demostrar que estas diferencias son más
aparentes que reales.
Fritz W. Up de Graff fue un ingeniero neoyorkino que viajó por el Ecua-
dor y por la Amazonía ecuato-peruana entre 1894 y 1901 y que murió en un
accidente de automóvil en Luisiana en 1927. Desde que entró en Archidona
(49-51)23 hasta que se embarcó en Iquitos para dejar la selva definitivamen-
te, pasó casi cinco años sin salir de un rincón de la cuenca amazónica24. Por

23 Los números que aparecen al final de las citas son los números de las páginas de la edición que
hemos utilizado, la sexta (Up de Graff, 1961), en traducción de Julia Héctor de Zavalla (Zaballa, en
las primeras ediciones). La última reedición en castellano de la que tenemos noticia -siempre en la
misma traducción-, es la de Ediciones B, Barcelona, 2000. Esta única traducción al castellano refle-
ja el desconocimiento que la traductora tiene del medio amazónico. Por ejemplo, para describir el
grito de los monos aulladores - Alouatta spp., coto en esta parte de la Amazonía-, Graff escribe deep
growling; cualquiera que haya oído a esos monos, sabe que Graff no se está refiriendo a un aullido
agudo, como reza la traducción (180) por la simple razón de que ese peculiar sonido es cualquier
cosa menos un aullido y, si cabe, menos aún agudo porque es todo lo contrario, muy grave. Gruñido
profundo sería la traducción literal y, en este caso y sin que sirva de precedente, también la más correc-
ta. Peor aún, la traducción pierde un capítulo de los 25 que tiene el original y, asimismo, altera los
epígrafes de otros -Rincones secretos de la selva por el etnográfico The Antipas; Espeluznantes tro-
feos por el neutral The Jivaro Heads, etc-. El original en inglés puede consultarse en http://etext.lib.vir-
ginia.edu/toc/modeng/public/UpdHead.html.
24 Curiosamente, Graff nunca viaja solo sino siempre en compañía de algunos aventureros de

dudosas moralidades públicas, conocimientos e intenciones. Por paradojas de la historia, el único de


sus compañeros que de potencial no se convierte en asesino efectivo, es quien -probablemente bien a
su pesar- desencadena la matanza de los Jíbaro (222); se trata de Carlos Pope, alias Ambusha (= “en
dialecto jíbaro, pájaro que canta de noche”, 116), austríaco nacionalizado norteamericano, políglo-
ta, “del tipo de Trotsky, más bien que del de Hindenburg (..) sus ademanes eran suaves (..) era un embus-
tero, a todas luces (..) un devoto aficionado del anarquismo, la toxicología y el circunloquio” (117)
que “cuando no está ocupado en limpiar el rifle, se halla enfrascado leyendo sobre anarquismo” (134),
por lo que no es de extrañar que, a medida que la expedición avanza y las relaciones con los Jíbaro se
deterioran hasta llegar a la masacre, Ambusha “si hubiera podido conspirar con los indios para
robar una canoa y unirse con ellos, lo hubiera hecho. Era el blanco constante de todas las bromas
del campamento .. hasta que acabó como loco, tanto que su mirada dejaba traslucir intenciones cri-
minales” (187). Cree el ladrón que todos son de su condición.

208
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su parte, Fericgla es un profesor de antropología, catalán, que visitó la Ama-


zonía ecuatoriana desde 1991 pero siempre con estancias de semanas o de
pocos meses– nunca ha vivido el ciclo anual completo–. La visita relatada en
esta obra duró menos de 38 días y, de ellos, sólo 3 en un centro relativa-
mente alejado –Unt Paastás–. A pesar de que ambos autores centran sus escri-
tos en sus estancias entre los Jíbaro, es plausible argumentar que sus expe-
riencias son tan distintas que resultan incomparables entre sí. O quizás, obser-
vando la hipotética comparación con laxitud, que tiene escaso sentido. En
efecto, sus respectivos viajes distan un siglo en el tiempo, más aún en la dura-
ción -5 años contra un mes- y, además, sus personalidades difieren ostento-
samente en sus intereses y en sus formaciones académicas. Sin embargo, a
pesar de ello, creemos que existen puntos de contacto y continuidades que
merecen ser subrayadas.
Las diferencias entre Graff y Fericgla comienzan en sus modos de
llegar a la selva. El primero lo hace caminando después de haber residi-
do más de dos años en Ecuador; el segundo, en avioneta, casi directa-
mente desde Barcelona. Y continúan hasta que salen de ella: el neoyorki-
no en varios barcos y olvidándose de sus aventuras hasta que, veinte años
después, se decide a narrarlas; el catalán, en avión regular y escribiendo
sobre sus andanzas antes, durante y después de sucedidas. Sin embargo,
incluso limitándonos a ambas situaciones –entradas y salidas de la selva–,
las similitudes también son evidentes: ambos esperan encontrar un teso-
ro en el Amazonas -oro material y oro vivencial respectivamente-; y ambos
se creen con todo derecho y, sobre todo, con todas las cualificaciones nece-
sarias para apoderarse de él. Ambos lo encuentran también, aunque no
siempre donde lo esperaban: Graff en unas memorias que le hacen famo-
so y Fericgla en unas técnicas de conocimiento de las que saca igual-
mente harto partido.
Como el análisis comparativo podría seguir así indefinidamente causan-
do más abigarramiento que orden o más confusión que claridad, y puesto que
son varios los temas en los que centrar el análisis, pasemos a enumerar los pará-
metros que, en buena ley, creemos que son susceptibles de comparación.

LA NATURALEZA AMAZÓNICA

Up de Graff entiende la naturaleza amazónica como un continuum bas-


tante diferenciado según sus distintos biotopos: sabanas, cauchales, sel-
va ribereña, selva infinita, raudales, ríos anchos y estrechos, mansos y

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bravos, abundantes o escasos en fauna y/o en cacería, etc. Pero apenas


establece relación alguna entre estos biotopos y menos aún vínculos
dentro de ellos entre sus elementos geológicos, edafológicos, florísti-
cos, faunísticos y humanos –si acaso, hace apuntes metereológicos dis-
persos–. Por lo tanto, podemos decir que, por negligir la aproximación
ecológica –que, como puede verse en nuestro apartado a), ya existía en
su tiempo aunque no bajo ese nombre–, cree ver en la Amazonía un con-
tinuum caótico, una imagen que no puede extrañarnos viniendo de un via-
jero urbano –neoyorkino, por mas señas–.
Por estar ausente la relación entre las partes, la medida que nos que-
da para calibrar el conocimiento que Graff llegó a tener del medio ama-
zónico ha de residir en sus descripciones monográficas. Éstas son abun-
dantes, detalladas y bastante aproximadas a la realidad25. Pero donde mejor
se palpa la realidad de lo vivido es en las descripciones geográficas de
los cursos de los ríos, de los raudales o pongos –en especial del de Man-
seriche, crucial en sus aventuras–, obviamente de sus peligros, pero tam-
bién de sus playas y de las satisfacciones que ofrecen. Sus memorias
son anfibias, como no puede ser menos tratándose de la cuenca amazó-
nica. Insiste, asimismo, en la dificultad con la que puede obtenerse sus-
tento de aquellas selvas, lo cual es muy significativo porque en una épo-
ca en la que predominaba el mito de la extrema fertilidad del Amazonas
-confusión que perduraría hasta los años 1950s-, Graff lo pone en duda
implícita pero persuasivamente.
Por su parte, Fericgla desconoce absolutamente la naturaleza amazó-
nica –es decir, demuestra ser mucho más urbano que Graff–. Inútil bus-
car en su obra anotación alguna sobre ningún biotopo concreto, sobre
las piedras o los microorganismos, sobre una planta o un animal; inútil,
asimismo, buscar datos metereológicos que vayan más allá de las reite-
rativas alusiones a la abundante lluvia –evidencia archiconocida y nor-
mal para los meses en los que visita a los Jíbaro–; inútil encontrar la menor
distinción entre biotopos macro y micro, sugerir relaciones entre ellos,
mencionar siquiera a los ríos. A pesar de que presume de sufrir “síndro-

25 Verbigracia: el vampiro (55-58, 96 passsim), las pirañas (69), la anaconda (71-72, 100, 202-

203), la tarántula (92), el tapir (97), las tortugas (136-137), los cantos de algunos pájaros (143-144,
188, 229-230) o de algunos monos (179-180), la anguila eléctrica (200-201), la vainilla (201-202),
las grullas (229), etc., y, por descontado, aquellas plantas o animales que le merecen una importan-
cia especial como el ubicuo jaguar, el caucho y la goma (87-92, 101-102 passim), los huanganas,
sajinos y otros tipos de jabalíes (184-186 passim) y, por supuesto, las omnipresentes hormigas (230-
233 passim). E incluso nos deleita con la transcripción de algún cuento zoológico (180-181).

210
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me de abstinencia selvática” (47)26, lo cierto es que su diario abunda en


viajes en taxi, en camión-bus y en avioneta. Pocas veces camina y, si lo
hace, se trata de breves paseos interurbanos, salvo una doble excursión
de 12 kms. con parada en una abarrotería (96, 144). Su diario deja una
impresión de tráfico automovilístico, de problemas de horarios, de pri-
sas, de averías mecánicas, de hierro y grasa, en suma, que poco tiene
que ver con la Amazonía. Y lo que raya en el absurdo: no se acerca al agua
y menos se embarca en una canoa. ¿Cómo viajar por la cuenca amazó-
nica sin navegar por alguno de sus ubicuos ríos? Hasta ahora lo creía-
mos una contradictio in terminis.
Por lo tanto, en la centuria que transcurre de Graff a Fericgla y en lo que
atañe a la descripción de la naturaleza amazónica, los RAVA sufren tan abru-
mador retroceso que algún RAVA llega a desconocerla por completo.

LOS JÍBARO

Ambos autores viajan por territorio jíbaro, es decir, perteneciente a


pueblos indígenas de la familia lingüística jíbaro. Graff recorre tierras de
varios de estos pueblos e incluso un área extra-jíbara, pero Fericgla se
limita a los Shuar27. Los Conquistadores chocaron con los Jíbaro en 1549,

26 Seguimos con la misma notación de páginas que con Graff. El encuentro de Fericgla con la sel-
va -reencuentro-, le da pie a explayarse en una oda naturalista de dudosa originalidad: “La selva me
emborracha con los mil colores verdes brillantes o mates, reflejo de la exhuberancia vegetal, plan-
tas que crecen sobre plantas, ramaje caído por todas partes, lianas que barran (sic) el paso a cada
momento, miles de hormigas alineadas por los troncos que bajan cargando trocitos de hojas y pare-
cen infinitas hileras vivientes; mariposas de todos los colores y combinaciones tonales, algunas tan
grandes como pájaros, moviéndose en medio de juego constante de la luz y las sombras; los anima-
les incógnitos e invisibles, los sonidos desconocidos, la gente primaria de aquí” (47). Es evidente
que nos está describiendo un biotopo de vegetación secundaria -seguramente los aledaños del centro
urbano-, porque en la selva primaria no hay ramaje caído por todas partes ni menos aún lianas que
barran (sic, por el galicismo) el paso; por el contrario, en la selva virgen, las ramas están en las más
altas alturas y el paso está expedito. Por lo demás, desde el punto de vista estilístico, los miles -
millones habría que decir- de hormigas no parecen infinitas hileras vivientes: lo son. Item más, eso
de las combinaciones tonales de las mariposas ¿quiere decir que las mariposas cantan combinando
diversos tonos?; en cuanto a que algunas sean tan grandes como pájaros no es tan extraño, lo verda-
deramente insólito es que haya pájaros más pequeños que las mariposas -los Trochilidae, o numero-
sísima familia de los colibríes-. Otrosí, sobre la gente primaria, sin comentarios.
27 Aunque Graff mencione otros pueblos indígenas -por ejemplo losYumbos desde p. 59, los Coca-

ma desde p. 124, los Záparo desde p. 239, los Quechua en toda la obra-, y puesto que Fericgla se
limita a los Jíbaro-Shuar, en la comparación nos limitaremos a esta única etnia. Aunque hay menciones
anteriores -los Huambisas (126), los Aguaruna (128) y los Antipa (152)- los Jíbaro aparecen plena-
mente en escena cuando Graff ya lleva mediada su obra (152) pero es esta segunda mitad la que le ha
dado fama. Utilizamos el término jíbaro conscientes tanto de su impropiedad como de que es una deno-
minación popular cuyo (deseable) cambio queda fuera del presente trabajo.

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pero desde la sublevación de 1599 consiguieron mantenerse independien-


tes hasta los tiempos del caucho -los de Graff-. Desde el punto de vista
etnográfico moderno son muy conocidos desde los tempranos trabajos de
campo de Rafael Karsten (años 1917-1919, 1928, 1946)28 y los de Micha-
el J. Harner (años 1956-1957, 1964, 1969, etc., sin duda el autor más famo-
so), lo que nos exime de abundar en mayores precisiones etnográficas.
Para empezar, Graff invade o se adentra en el territorio jíbaro (150) y
es consciente de ello; es decir, reconoce implícitamente que tienen terri-
torio -lo que no era tan frecuente ni entonces ni ahora-. Pero no nos enga-
ñemos, su indigenismo va poco más allá de esta constatación e incluso ella
se debe más a motivos de seguridad -los jíbaro todavía dominaban su terri-
torio- que a cualesquiera otros. A pesar de ello, su dilatada coexistencia
-no llega a convivencia- con este pueblo, le faculta para narrar muchos
detalles de su modo material de vida. Se trata de apuntes desordenados
que, dada la fecha en que fueron recogidos y por su lastre de ingenua
tendenciosidad, tienen un valor mucho más etnohistórico que etnográfico29.
A pesar de ello, en el orden etnográfico a veces Graff se adelanta a
su tiempo. Por ejemplo cuando presta cierta atención a las mujeres jíba-
ras asegurándonos incluso que “el trabajo se reparte con gran desigual-
dad entre ambos sexos, recargando la mayor parte sobre las mujeres”
(166)30. Pero la cumbre de su obra es la descripción de una expedición
guerrera: doscientos guerreros salen en canoa (198), se pintan (206-207),
danzan hasta el extenuamiento (208), atacan, cortan nueve cabezas (213)
y las reducen o convierten en tsantsa (213-218). Huelga añadir que estas
últimas seis páginas han sido -y todavía lo son- citadas hasta la sacie-

28 “Karsten mismo consideraba los estudios de Up de Graff (1923) y Stirling (1938) copias de

sus propias observaciones”, dice una autora contemporánea citando una comunicación personal de A.
Hultkrantz (Perruchon, p. 154).
29 Según Graff, en aquella época los Jíbaro eran nómadas (156) y/o seminómadas (163), pero

como no detalla sus movimientos y tampoco sabemos qué entiende él por nomadismo, éste es
un dato de dudosa oportunidad; etnohistóricamente hablando, más útiles resultan sus informacio-
nes de que estaban “bien alimentados y bien acondicionados” (156), podían almacenar enor-
mes excedentes de alimentos (188) aunque no contaban con muchas herramientas de hierro
(189) y todavía detestaban los alimentos en conserva (199); conocían y temían en extremo el peli-
gro de la viruela (159); sus casas estaban muy limpias (166); se pasaba del destete al casamien-
to en sólo 7 u 8 años (175); vivían muy dispersos y enemistados (“no hay una sola tribu situa-
da ni a treinta días de navegación de otra y una hostilidad mortal existe entre todas”, 177-178)
pero permitían que colonos aislados -o sea, inofensivos militarmente e imprescindibles para el
comercio- se asentaran en su territorio (234) y, para gran escándalo del neoyorkino, eran teni-
dos por nobles y virtuosos (178).
30 Y también nos cuenta cómo se aderezan ellas (206-207) y cómo fabrican la cerveza (175

passim) y, en el inevitable orden truculento, como se suicidan con barbasco (173), amamantan con
igual esmero a sus niños que a sus monos (175) y son objeto de raptos (177).

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dad. Lo que no suele citarse es que Graff reconoce que él y sus compin-
ches “estábamos deseando que pasaran a nuestro poder las reliquias de
la ‘lucha’ en que habíamos tomado parte, que serían horrendas y todo lo
que se quiera, pero que no por eso estaban desprovistas de menor interés”
(219); y lo que por supuesto se ha olvidado es el simple pero efectivo
método para hacerse con las tsantsa: acribillar a tiros a los desprevenidos
amigos y aliados (221).
A pesar de tratarse de un autor popular, el lenguaje graffiano no es
siempre fácilmente inteligible. Por ejemplo: nos dice que no se adornan
corporalmente (156), pero a renglón seguido nos cuenta su afición a
portar plumas y, sobre todo, a tatuarse (157): ¿qué entiende, pues, por
adornarse el cuerpo? Salvada esta reiterada dificultad, nos acechan sus
contradicciones y, peor aún, nos irrita su racismo, que sólo mejora cuan-
do apenas lo tiñe de paternalismo31. Pero las más de las veces se olvida
de este barniz y saca a relucir el racismo puro y duro propio de quien se
siente tan imbuido de “una indudable supremacía moral” (184) que duda
de que los indios tengan alma (189).
Por eso no extraña que uno de los jefes jíbaros que más le ayudan no
le resulte más que “un bandido viejo y rechoncho (..) un sinvergüenza bri-
bón, nada superior por ningún estilo al resto de sus congéneres” (158).
Pero, a la postre, Graff tiene la virtud de no ocultar su ideología ni sus
sentimientos, su indigenofobia y su paternalismo32. Como tampoco ocul-
ta las innumerables ocasiones en las que -dejando aparte la matanza de
guerreros Jíbaro para robarles las cabezas reducidas-, sale adelante sólo
gracias a la amenaza de las armas de fuego. Y aunque con alguna con-

31 Para Graff, entre los Jíbaro “La alegría reina por doquier. Hombres y mujeres parecen estar

contentos de su suerte. Poseen en abundancia todas las necesidades y lujos de ellos conocidos” (177),
pero esta alegría es una prueba más de su infantilismo, condición que queda demostrada desde el
mismísimo primer contacto, cuando se amansan al recibir regalos como “un puñado de cuentas y
unos cuantos espejitos redondos” (154); si además les regala “una provisión de la clase especial de
veneno que ellos emplean” (154), no es porque les considere adultos sino porque, como todos
sabemos, los niños pueden ser muy crueles. Graff es agobiantemente reiterativo en su paternalismo;
los Jíbaro son “como una turba de colegiales” (155), por lo cual hay que tratarlos “de la única mane-
ra posible, como a niños pequeños” (191).
32 Los porcentajes de esta mezcolanza de caridad e imperialismo están definidos en este su

contundente dictum: “Al contrario de lo que generalmente se supone, estos salvajes hijos de la sel-
va son un compendio de todo cuanto significa astucia, pillería y artes diabólicas; en la guerra des-
pliegan el valor de las bestias salvajes; pero al contrario de estas últimas, el principio fundamental
de ellos es ‘cada uno para sí’. La verdad no es su fuerte, y sus intentos por penetrar la psicología
del hombre blanco son aún más pueriles que fueron los de los alemanes en la Gran Guerra. Raza
absolutamente desprovista de inteligencia, los indios tienen que estar refrenados por el miedo y la
superstición” (178).

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tradicción, tampoco oculta que, a pesar del lustro que se aventura por ella,
su adaptación a la selva es muy deficiente33.
Por su parte, Fericgla se circunscribe al uso de la ayahuasca, por lo
que no intenta siquiera ofrecer precisiones etnográficas de otro tipo34. Así
pues, son incomparables las etnografías de ambos autores.

33 Al principio de sus andanzas, nos dice que “al cabo de tres semanas de compañía ínti-
ma con los muchachos yumbos habíamos adquirido sobre cosas de los bosques un conoci-
miento nuevo para nosotros. Ya cazábamos, pescábamos, remábamos y construíamos campa-
mentos como el más hábil entre ellos” (73). Pero cuando, al final, se encuentra con Breginia,
hada madrina que le salva de perderse en el monte, reconoce que “a pesar de mis años de
experiencia en las selvas, no había aprendido siquiera a ir por un camino sin que estuviera
marcado” (247), por lo que, concluye, “el hombre blanco que vaya por los bosques tendrá siem-
pre que hacerse amigo de su hermano el salvaje si quiere llegar lejos y ver mucho, porque hay
ocasiones en que le será imposible valerse él solo” (244). Estas confesiones le honran puesto
que, de hecho, se adapta a la selva en mucha mayor medida que el aventurero ocasional; al fin
y al cabo, conoce la curación para las picaduras de las serpientes venenosas (92-93, 224-225),
y llega a sufrir -y a superar- tantos ataques de malaria que se pasa “temblando” un año entero,
probablemente el de 1897 (98 passim). Por otra parte, sus contradicciones son las propias de un
asesino ambicioso pero descuidado. Los meros enunciados de los capítulos de su libro dan
una pálida muestra de la amplitud de sus observaciones: La ley de la selva, Iquitos, Política Tro-
pical, Diplomacia, Estrategia en el Santiago. Y, f inalmente, es de subrayar que, si bien la
etnografía graffiana es todo lo defectuosa que se quiera, la etnografía jíbara académica dista
mucho de brillar por su exactitud.
34 Sus escasas anotaciones etnográficas no chamánicas son irrelevantes por ser superfi-

ciales cuando no erradas y se refieren a temas tan dispersos como la farmacopea jíbara para con-
seguir el estreñimiento (110); la agricultura de tumba, roza y quema (124); la -supuesta- con-
tradicción entre ganadería y fruticultura (285); la cría de jabalíes (275); la guanta (Cuniculus
paca) como parte de la dieta habitual (146) -que, tratándose de un roedor tan exquisito como
escaso, es como decir que los rusos comen caviar a diario-; alguna identificación disparatada
que demuestra su ignorancia no sólo de los adornos amazónicos sino también de los costeños y
de los andinos como cuando confunde las cuentas de vidrio -mostacilla o chaquira-, con el mullo,
concha del molusco marino Spondylus (229); algún dato válido sobre la posesión de la tierra
(166) y unas muy partidistas e incompletas alusiones a la FICSHA y otras organizaciones jíba-
ras (58, 294 passim). Por lo que se refiere al único punto etnográfico comparable entre Graff y
Fericgla -el chamanismo jíbaro y el uso de la ayahuasca-, como es de esperar en un alocado
que sólo busca el oro, el de los Incas y el negro del caucho -o el de los recursos amazónicos en
general (74)-, Graff menciona muy de pasada a la ayahuasca y no parece que la ingeriera. La
escribe como hayahuasca añadiendo que, en quechua, significa bitter vine; en la traducción espa-
ñola, vine se ha traducido como vino cuando, obviamente, no es vino amargo sino liana o, mejor,
bejuco amargo (192). Pero en cuanto al chamanismo, tiene algunos apuntes que revelan un
sentido común básico, si se quiere desvirtuado por su racismo pero, desde luego, lejos de la acrí-
tica credulidad de Fericgla -por mor de esta credulidad fericgliana no consideramos en este
trabajo el tema principal del libro de este viajero, a saber, los experimentos con las plantas alu-
cinógenas, ayahuasca y otras; dicho en pocas palabras, no entramos a analizar la colección de
anécdotas irrelevntes y de especulaciones dizque etnobotánicas basadas en fuentes terciarias que
pueblan este libro-.

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RACISMO, PATERNALISMO Y NEORRACISMO

Lo que sí puede y merece ponerse en paralelo son sus respectivas ideo-


logías, porque de ellas se desprenden sus antropologías35. Como ya hemos
dicho, la ideología de Graff es clara y meridianamente racista, atenuada –o
disimulada– por un paternalismo más coyuntural y pragmático que huma-
nitario y sentido. La de Fericgla es aparentemente igualitaria, pero tras un
somero examen aparecen en ella los viejos estigmas del racismo, esta vez ate-
nuados o disimulados no como en Graff por el paternalismo –o no sólo por
él–, sino –o tempora o mores– por la political correctness (PC). Justifique-
mos tan abrupto aserto citando las veras frases del viajero catalán:
1) Los Jíbaro “por naturaleza son crédulos, pero también astutos y mimé-
ticos” (26)36. Es decir, Fericgla les reconoce unas cualidades (o defectos)
relacionadas con la infancia –la credulidad–, con una componente perver-
sa de la inteligencia –la astucia–, y una tercera de índole instintiva o ani-
mal –el mimetismo–. Por su parte, Graff dudaba sobre lo inteligente que pue-
da ser la astucia jíbara, pero hubiera firmado el resto. Siendo benevolentes
–es decir, olvidándonos de lo perversa, rústica y malintencionada que pue-
da ser la astucia–, a esto se limita lo que los RAVA han mejorado en un siglo:
a incluir la inteligencia entre los Jíbaro –eso sí, vicaria y vergonzantemen-
te–. Pero además, se la admite bajo unas condiciones leoninas, a saber, la
inclusión de una pseudo-inteligencia no entre las notas distintivas de la Huma-
nidad, sino como parte del carácter nacional de los Jíbaro (“por naturale-
za”). Deberíamos saber que del ‘carácter nacional’ al ‘nacionalsocialismo’

35
Un camino que debería hacerse en sentido inverso: se hace etnografía, se reflexiona antropo-
lógicamente sobre sus datos y, después, si ha tiempo y lugar, se destila una ideología sobre, contra, por,
de, etc., todo ello. A menudo hemos insistido en que, como siempre se ha dicho, ‘sin etnografía la
antropología se convierte en metafísica’; y mucho nos tememos que mañana nos veremos obligados
a repetirlo. En cuanto a la relación causal ciencia-ideología, es el mismo Fericgla quien nos autoriza
a profundizar en ella cuando, revisando la ingenuidad que se le ha atribuido al Lévy-Bruhl de las
disquisiciones sobre el pensamiento infantil de los indígenas, afirma que “La ciencia se mueve
demasiado por modas subyugadas a las ideologías” (79).
36
Esta frase es matizada a renglón seguido: “Cuesta mucho ver a una familia shuar reali-
zando actos espontáneos si hay un forastero delante: entre ellos es automático hacer ‘lo que saben
que los demás esperan de ellos’ sin que esa actitud les implique una pérdida de identidad, un
sufrimiento neurótico ni cosas por el estilo. El mimetismo es una estrategia de supervivencia
básica para un pueblo guerrero que vive de la caza y de la pesca” (26). Como bien dicta el senti-
do común, la reserva ante los extraños es un rasgo universal y no sólo humano. Si en ella se pue-
den establecer grados, al contrario que Fericgla, pensaríamos que los indígenas son más ‘espon-
táneos’ que los occidentales y lo demostraríamos con el ejemplo de los antropólogos que en muy
poco tiempo han conseguido llegar a zonas recónditas de esos pueblos -que no es el caso de este
autor, no por la brevedad de su estancia entre los Otros que en eso bate marcas, sino por los resul-
tados de su investigación-.

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no hay más que un paso; así pues, nos parece que el precio que se está pagan-
do por admitir la pseudo-inteligencia de los Jíbaro es abusivo.
2) Además de infantiles por su naturaleza crédula, los Jíbaro también lo
son porque así lo dictaminó para todos los indígenas un clásico de la antro-
pología como Lévy-Bruhl, al que Fericgla trata de recuperar: “Comienzo a
ver claramente que los shuar tienen un ‘pensamiento primario’ (..) similar a
la omnipotencia del pensamiento infantil” (79)37.
Y también son infantiles porque padecen de pensamiento simple38 –pare-
ce que en ellos es una enfermedad genética–. Según Fericgla, este morbo
carencial o ausencia de genes complejizantes (?), les genera unas “tremen-
das confusiones de valores” cuando se enfrentan a los vaivenes de los polí-
ticos y de los misioneros, como cuando los primeros les someten al cambio
político y los segundos “les animan a recuperar su cultura, pero desactiva-
da, en forma de juego folklórico de bailes y danzas” (107). Podemos estar
de acuerdo con la descripción de los síntomas –la confusión de valores–, pero
no lo estamos con la etiología, porque la causa de estos trastornos no radica
en las grandes o pequeñas desavenencias entre políticos y misioneros, ni tam-
poco en el juego ingenuo o perverso de estos últimos –todos ellos microbios–,
sino en la debilidad política de los Jíbaro, en su condición de pueblo sojuz-
gado, es decir, indefenso. Y esto último sí que tiene una causa muy simple:
la derrota militar.
Ahora bien, todos sabemos que los niños son muy expresivos: ¿cómo com-
paginar, entonces, el supuesto infantilismo de los Jíbaro con su hieratismo
extremo y generalizado (51)? Asimismo, es lugar común que los niños se alte-

37
La cita completa es: “Comienzo a ver claramente que los shuar tienen un ‘pensamiento pri-
mario’, que el ser humano es la naturaleza hecha autoconsciencia a cierto nivel, y que nosotros
hemos creado una realidad simbólico-abstracta alejada de la propia naturaleza y nos la hemos tra-
gado. El proceso por el que los shuar elaboran los pensamientos es casi el contrario al nuestro. Para
ellos, el mismo pensamiento o ideación mental provoca que los hechos sucedan: ‘he pensado esto,
así que esto deberá suceder’, es similar a la omnipotencia del pensamiento infantil” (79).
38 En otro lugar se contradice pues afirma que “tienen un pensamiento concreto y abierto, que no

es lo mismo que un pensamiento simple” (156). Dejando aparte que la expresión sociedad abierta está
homologada pero no así la de pensamiento abierto -sin que con ello queramos insinuar que la ‘sociedad
abierta’ es una sociedad sin pensamiento-, aprovechamos esta ocasión para señalar que todo el libro de
Fericgla está impregnado de corrección política (PC) y, por ende, plagado de contradicciones más o menos
estruendosas; por lo tanto, los puntos que le criticamos deben ser entendidos como los dominantes y/o
más frecuentes, los que dejan la impresión más duradera o más llamativa -lo cual no empece para que,
como ocurre con el párrafo comentado en esta nota, expurgando el texto se puedan encontrar puntos
opuestos-. Otrosí, también debemos subrayar que el estilo literario de este libro es inexistente y que su
redacción deja mucho que desear desde los puntos de vista gramatical y del orden expositivo. El primer
fallo puede resultar de una traducción apresurada -el original está en catalán- pero el segundo es res-
ponsabilidad directa del autor. Sin embargo, por tratarse de una obra sin pretensiones literarias -a dife-
rencia de la graffiana que, aunque vergonzantes, las tiene-, aquí no abundamos en ello.

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ran con nada, que son muy sensibles; luego ¿por qué Fericgla dice de uno de
sus informantes que “es impertérrito y hierático, como todo buen shuar” (56)?
3) Puesto que los niños carecen de posesiones, el infantilismo llevado
hasta sus últimas consecuencias conlleva definir negativamente al pueblo
estudiado. Fericgla comienza su caracterización de agujeros negros en cuan-
to que tiene que cargar su bolsa de viaje hasta el hotel de la pseudo-selva.
Aunque un tanto contradictorio, es muy loable que un pretexto tan trivial
como la ausencia de un mozo de cuerda desencadene una cadena de imá-
genes y silogismos tan florida que hasta detecta su propio fin –“Percibo
que mi cerebro ya se está disolviendo por momentos, que pierde la fuerza
del pensamiento riguroso y afilado” (50)–. Pero si la contradicción se dila-
ta demasiado, entonces pierde su gracia, que es lo que ocurre cuando nues-
tro autor concluye que en el trópico se carece de pensamiento, luego los Jíba-
ro, que son entes tropicales, etc. etc.
Fericgla insiste en que los Jíbaro, sobre todas las demás necesidades, carecen
del sentido de la abstracción39. El corolario político de este fundamentalismo
abstractófilo, o de esta abstractolatría –con perdón–, estalla cuando Fericgla ha
terminado su trabajo de campo. Fuera de la pseudo-selva, niega enfáticamen-
te que se deba ayudar a los Jíbaro a convertirse en científicos porque

“si un indígena se hace científico, automáticamente deja de ser lo que era; que
no es una cuestión de estilos de vida, sino de estilos cognitivos: entrenar la psi-
que en la elaboración de abstracciones intelectuales rigurosas y todo lo demás
que comporta el pensamiento científico, implica forzosamente la pérdida de la
sacralidad propia de la mente primitiva” (295).

Con la Iglesia (jíbara) hemos topado. Por cierto, si tenemos en cuenta que
la sacralidad occidental no ha impedido el desarrollo de su ciencia –o, por
lo menos, no lo ha impedido totalmente–, la sacralidad jíbara debe ser no sólo
muy distinta a la nuestra, sino también muy excluyente, puesto que tan anti-
científica se nos muestra –volveremos más adelante sobre la cuestión de la
ciencia o no ciencia jíbara–.

39 Por esta causa -de la cual, encima, ‘no se preocupan’-, sus mitos son“relativamente escasos” (78).

Pero es que además no tienen ningún interés en “elaborar abstracciones ordenadas” (63), ni dan nunca
“respuestas abstractas” ni saben responder a preguntas de este tenor (156), puesto que, al parecer,
“viven en un mundo construido de realidades concretas que pueden identificar y experimentar, no en un
mundo de categorías y clasificaciones simbólicas que se organizan en un pensamiento abstracto” (157).
Dicho de otra forma, que sólo atienden a lo que pueden nombrar -identificar- y experimentar -reprodu-
cir-; si nos tomáramos en serio estas disquisiciones fericglianas, lo único que podríamos colegir es que el
pensamiento jíbaro es rigurosamente científico sección nominalismo empírico, del que, al menos en su
versión occidental postnewtoniana, no sabíamos que estuviera reñido con el ‘pensamiento abstracto’.

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Después de haber llegado a estos excelsos extremos, el resto de las caren-


cias jíbaras son de menor cuantía: “El idioma es tan concreto que no da para
hacer adivinanzas” (119), “no entienden las disyuntivas” (128) y las ironías
son muy raras (143). ¿No será que Fericgla maneja una lengua shuar dema-
siado concreta –léase escasa–, que le pone en ese paradigma de la disyuntiva
“entre la espada y la pared” y que se vuelve tan rígido que no capta la gigan-
tesca ironía de que un profesor rico reciba lecciones de sus alumnos pobres?
4) ¿Cómo ha podido formarse una cultura como la jíbara que carece de
casi todo? Pues, en primer lugar, gracias a un concepto sui generis del tiem-
po: “Para ellos, el tiempo sólo está ligeramente diferenciado, o mejor dicho,
lo está pero sin una división formal rígida y profunda reflejada en costum-
bres, espacios, relaciones, etc.” (28). Es decir, que los Jíbaro son entes semi-
atemporales, entre los que las costumbres, los espacios y las relaciones se
desarrollan en cualquier momento; o sea, casi como los animales, que, según
es fama, paren, migran y se aparean o viceversa al buen tuntún (menos mal
que, por lo menos, la mayoría de las plantas occidentales florecen en pri-
mavera; de lo contrario sería el propio caos).
En un mundo sin tiempo estructurado –valga la redundancia–, parece
lógico que el conocimiento se produzca aleatoria y repentinamente, y que
se reproduzca por pura casualidad. Fericgla hace nacer muy atrás el cono-
cimiento humano, tan atrás en el tiempo –¿o será notiempo?– como para
manifestar que “hay saberes o formas de elaborar más antiguos que la
propia condición humana”, que se reproducen gracias a una suerte de “azar
matemático filtrado” (110). Está claro que Fericgla confunde las leyes y
las constantes biológicas con el saber cultural –que tiene algo de ellas
pero no sólo de ellas– y cae en aberraciones lingüísticas como decir que
el conocimiento humano comienza antes que la Humanidad –invirtiendo la
misma ilógica, podríamos añadir que el saber de los mosquitos comienza
después del DDT–. En cuanto a los filtros del azar, matemático u otro, en
nuestro bachillerato nunca llegamos a las lecciones de combinatoria, por
lo que no podemos contestar.
Cuando ya en tiempos humanos se produce el conocimiento, si éste es
notable -adjetivo que para este viajero es sinónimo de chamánico porque los
saberes agrarios o los políticos o cualesquiera otros no son dignos de men-
ción-, tiene que originarse en la revelación. El ejemplo de este sacro dispa-
rate que nos ofrece Fericgla es, asimismo, muy revelador: como la ayahuas-
ca ha de tomarse con otras plantas, y le parece extraordinario que los ame-
rindios –no sólo los Jíbaro– hayan llegado a descubrir ese cóctel, “vuelvo
a pensar en el valor del conocimiento revelado” (140). Dicho de otro modo,

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los amerindios son intrínsecamente incapaces de descubrir que es necesa-


ria la asociación de la ayahuasca con otras plantas para que surta efecto psi-
cotrópico. Desconocen, por tanto, la prueba y el error –¿y para eliminar el
ácido prúsico de la prosaica yuca brava?–. Necesitan de un agente externo
como es la revelación. Menos mal que, cómo son pueblos místicos, es de
suponer que ésta les llega con facilidad ¡y sin errores!
Un rechazo tan rotundo de la etnociencia amerindia como para abarcar
desde el futuro hasta el remoto pasado, ha de tener su correlato extensiva-
mente tropical –poco importa que éste sea una extrapolación ageográfica
puesto que hay pueblos amerindios fuera del trópico–. En efecto, nada más
cerca de la ciencia que la técnica, así pues

“es probable que los pueblos tropicales no hayan avanzado técnicamente por-
que la naturaleza es tan rica que con esfuerzo físico -este sí- consigues carne, pes-
cado, frutas, setas (..), madera y fibras para construir los habitáculos, y cuando
llega la muerte... bienvenida sea” (224).

O sea, que en el trópico es posible dejar de pensar porque no hace falta


-versión actualizada del viejo dicho de los primeros Conquistadores allá no
hay pecado, en la que se mantiene el precepto religioso de que la razón es
siempre pecaminosa-. Como los tropicales no piensan, sino que se pasan la
vida en un puro esfuerzo físico, nada más lógico que la muerte les sea bien-
venida. Así descansan, por decirlo con la no menos vieja metáfora de la muer-
te como reposo físico -que no psíquico, porque éste se supone que hace horas
literalmente extraordinarias en el Más Allá-. De aquí a considerar que dar-
les muerte es abreviar sus penas, no hay más que un paso.
Fericgla intuye que este cúmulo de calamidades puede deberse a causas
tan profundas como, además del inevitable y ubicuo pensamiento concreto,
a “la proximidad entre el mundo mental shuar y la realidad empírica de los
hechos”; un mundo mental que incluye sus sueños,

“por eso su división entre una cosa (los sueños o visiones y los símbolos
que generan) y la otra (la realidad material) es tan sutil o casi inexistente que a
menudo me cuesta entenderla. Los símbolos (o significantes) y la realidad mate-
rial (los significados) son casi lo mismo” (78).

Se empieza asegurando que los sueños jíbaros son meras reproduccio-


nes de la realidad y se termina negando que el pensamiento jíbaro pueda
manejar símbolos. Verdaderamente, el pensamiento jíbaro por excelencia,
el simple y concreto, es peligrosísimo.

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Lo que no acabamos de entender es cómo, si en la tienda de los lugares


comunes nos dicen que para progresar técnicamente hay que estar apegado
a la realidad, estos indios que hasta sueñan sólo con ella, que no conocen otra
cosa, sin embargo no han avanzado más. Aunque no nos cabe duda de que
esta su enfermiza dependencia de la realidad debe ser la causa de que, “aun-
que son profundamente religiosos, no hay un sistema de creencias teológicas
ni grandes ceremonias rituales” (29). Pase que los Jíbaro no practiquen esas
‘grandes ceremonias rituales’ en las que se ha especializado la iglesia cató-
lica –pero no las protestantes y menos la budista–; pase que su religión sea
asistemática, amorfa-informe-disforme; pero es ciertamente deplorable que
en lugar de teología tengan teratología.
5) Las relaciones personales que Fericgla establece con los Jíbaro son tam-
bién dignas de examen. Un puñado de anécdotas bastan para definirlas. A uno
de sus informantes le propone escribir su biografía: “si el libro se vende nos repar-
tiremos los derechos de autor a medias, pero esos derechos no pasarán a sus here-
deros” (72); algunas mujeres jíbaras intentan seducirle (88-89); su ayudante “pare-
ce estar únicamente interesado en conseguir una tsántsa (cabeza humana redu-
cida) para llevarse, además de una piel de boa, arcos y flechas, una cerbatana y
cosas por el estilo, y a mí eso me está poniendo nervioso pese a su indudable
eficacia como colaborador” (157, 200); como “estrategia” para conseguir que los
Shuar respondan a una encuesta de salud mental, este ayudante y su novia se dedi-
can a repartir medicinas para así atraerles a contestar al cuestionario (199-200)40.

40 Aunque a algunos nos pueda parecer extraña esa claúsula que niega la herencia a una parte,
ya que por lo general ese tipo de contrato antropólogo-informante suele ser aún menos ventajoso
para los indígenas, y -sobre todo- puesto que no suele especificarse en los diarios de campo, es muy
de agradecer que Fericgla detalle las condiciones de sus contratos intelectuales con los Jíbaro. Asi-
mismo, es digno de encomio que nos informe de las cantidades percibidas por sus chamanes: 80.000
sucres pagados muy a regañadientes por un preparado del alucinógeno natema (141), 200.000 sucres
por “los poderes” que le han concedido en una ceremonia de iniciación (215) (en aquel año, 1 US$
= 1.900 sucres; sueldo mensual de un maestro: 100.000 sucres). Sin embargo nos parece que sobra la
alusión a las sirenas jíbaras; está de más por no ir acompañada de un contexto en el que quede claro
que ese juego de seducción entre partes muy desiguales en poder no es ni remotamente parecido al que
puede darse entre gentes del mismo pueblo. Pero que no instruya a su ayudante sobre las condiciones
del trabajo de campo, es una prueba de ligereza. Y que éste y su novia utilicen las medicinas como
anzuelo, tiene peor aspecto; se trata de una pareja compuesta por psiquiatra y psicóloga (37), pero
por su comportamiento amazónico más parecen coleccionistas y embaucadores con una concepción
mercantilista de la sanidad pública. Además, en su vacuo empeño por conseguir una tsantsa, el psi-
quiatra demuestra una irresponsabilidad sólo comparable a su ignorancia puesto que, evidentemente,
hace décadas que está prohibido el comercio de cabezas reducidas -alevosías de las que es corres-
ponsable Fericgla en cuanto jefe de la investigación-. Más aún, que un ayudante así no pase de estar-
le “poniendo nervioso” es ser demasiado benévolo, pero que le reconozca “su indudable eficacia como
colaborador” (157) es sencillamente incomprensible.

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LA CORRECCIÓN POLÍTICA (PC)

Con los párrafos anteriores hemos pretendido demostrar que la ideología


de Fericgla, aunque “aparentemente igualitaria”, está lastrada por “los viejos
estigmas del racismo”. Nos corresponde ahora probar que si en Graff el racis-
mo era matizado por el paternalismo, en Fericgla este papel lo cumple la
moda de la corrección política, pues no de otra manera podemos calificar su
afán por justificar con unas declaraciones políticas de corte izquierdizante
una ideología y un comportamiento amazónico anacrónicamente paternalistas.
Lo que peor aguantamos de la PC es su afán por no molestar ni a tirios ni a
troyanos41, y de ello encontraremos ejemplos más adelante. Por lo demás, lo úni-
co bueno que tiene la PC es que desde la seguridad que le da saberse ideología
dominante no sólo no oculta sino que exhibe sus habilidades. Fericgla nos
ofrece algunos otros ejemplos de PC en los que no sabemos si admirar su inge-
nuidad, tildarla de hipocresía o, simplemente, lamentar su ceguera. A saber:
En la cita en la que constataba que los Jíbaro viven cercenados en un
mundo concreto, a renglón seguido de haberles condenado a no tener “pen-
samiento abstracto”, nuestro correcto viajero añade: “¡Magnífica tarde!
¡Cómo agradezco estas horas que me proporcionan satisfacciones inte-
lectuales con personas a las que cada día quiero más!” (157). Ya se sabe,
hay cariños que matan. Otrosí, después de haber mantenido con los Jíbaro
unas relaciones personales excesivamente mercantilizadas, en un rapto de
filantropía quintacolumnista, Fericgla nos confiesa que “los shuar y los
colonos son tan, tan, tan humanos y necesitan tanto del consejo de los occi-
dentales que estén a su lado y les enseñen las trampas que nuestra propia
civilización sofisticada y de cuádruple lectura les tenderá para que caigan
en ellas, que siempre hay una parte de mi alma que se queda aquí” (292).

41 Visto con benevolencia, es encomiable este empeño en encontrar cauces de convivencia

incluso entre los extremos, pero visto críticamente en primer término hemos de constatar que estos
esfuerzos dialogantes se saldan con el triunfo del status quo -un estado que perjudica al débil- y, en
segundo lugar, resulta no menos palmario que esos cauces son las más de las veces puramente volun-
taristas e imaginarios puesto que entre los verdaderos tirios y troyanos hubo guerra, la hay y siempre
la habrá. En tercer lugar, la PC, con su permanente recurso a la excepción, atenta contra la regla pues
no sólo rechaza el añejo dictum lógico de que la primera confirma a la segunda, sino que, embarca-
da en una orgía de aparente filantropía que esconde una real e inquebrantable adhesión al manteni-
miento del poder, niega la coherencia de la Maldad Social y la existencia de la desigualdad. Resumien-
do, según la PC, la excepción perdona la regla -léase, el status quo-. Lo que en otros contextos pue-
de ser matización (sea siempre bienvenida), en el de la PC se revela ausencia de compromiso -“son
buenos hasta los malos”, sería su oximorónico motto-; lo que antes de esta funesta moda era diplo-
macia, ahora es componenda -“sigamos dialogando”, dice el poderoso-; la Lógica es condenada al lim-
bo -“sí pero no”- y, por lo que más atañe a este trabajo, las desigualdades sociales desaparecen en un
Empíreo llamado La Humanidad -“todos somos indios”-.

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Dado el nivel de comercialización del chamanismo jíbaro, por el bien de


este pueblo indígena esperemos que esta parte sea, no su faceta antropo-
lógica, sino la de corredor de bolsa.
Componente básico de la PC es el rousseaunianismo. Según dicta éste,
los pueblos indígenas no pueden tener otros conflictos que los exógenos –los
cuales, además, es sabido que sobrellevan con triunfal ingenio–. Así pues,
para Fericgla los Jíbaro utilizan las drogas alucinógenas sin el menor pro-
blema (14-15); mientras que para nosotros, seguidores de un elemental pre-
cepto económico del bienestar –no confundir con el Welfare–, si no causa-
ran (menores) problemas, tampoco aportarían (mayores) soluciones. Por
eso el chamán es siempre un líder tan cuestionable y de hecho cuestionado
como todos los líderes. Asimismo, “aunque la envidia actualmente es brutal
y cotidiana entre ellos, hay que apuntar que en lengua shuar no existe nin-
gún término para decir ‘envidia’, ni verbo ni sustantivo” (90). Por nuestra
parte entendemos que no hay ningún sentimiento históricamente nuevo y
menos uno tan humano como la envidia. Lo que sí existen son diferentes
sistemas sociales –indígenas y alienígenas– que atacan el tema de la envi-
dia desde distintos ángulos y con distintas intenciones, y es ahí dónde debe
mostrarse el arte antropológico y no metiéndose en el corral ajeno de la
psicología. En este marco buensalvajista no es de extrañar que, por adornar
algún uso tradicional, se enuncien correlaciones del tipo “a mayor consumo
de ayahuasca estadísticamente le corresponde, y de forma muy significati-
va, un menor nivel de ansiedad y de neurosis” (304), lo cual es plausible
que sea cierto, pero no menos cierto es que estamos ante una conclusión empí-
rica a la que no podemos llegar –como hace el viajero– a través del análisis
de unos cuestionarios de salud mental (occidental) de los que desconfía inclu-
so el mismo Fericgla –por lo demás, un prodigio de credulidad frente a las
encuestas psicológicas–42.
Pero donde la PC fericgliana se muestra en todo su celeste esplendor izquier-
dizante es cuando se enfrenta a los poderes establecidos, una rebeldía que dice
llevar en la sangre, puesto que “mi destino siempre me lleva a aliarme con los
que se encaran al poder formalmente constituido; se llame académico, indíge-

42 No obstante el buensalvajismo, nuestro viajero toma sus precauciones. En Quito ve unos revól-

veres “de fabricación nacional, muy sólidos y baratos” y está “a punto de comprarme uno, pero prefie-
ro no llevar armas de fuego que puedan ser demasiado atractivas: un motivo de robo menos” (45). O sea
que un revólver -arma antipersonal absolutamente inútil en la selva- conlleva un peligro menor, no el de
matar o ser matado. Si este episodio denota una peligrosa frivolidad, otra anécdota puede ser aún más
reveladora: durante su breve estancia en el centro shuar Unt Paastás -único sitio relativamente selvático
que visita-, se pelea con un prohombre jíbaro y la disputa llega a tal punto que “en determinado momen-
to, y a punto de llegar a los puñetazos, apareció una pistola y decidí que diéramos la vuelta y regresára-
mos” (103). Es muy extraño que en el diario de Fericgla, tan minucioso en otros aspectos, se resuelva

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na o municipal. Dios nos cría y...” (60). El primer blanco de su contestación es


nada menos que la rama de la Academia a la que él mismo pertenece:

“La mayor parte de la antropología académica ha menospreciado ciegamente


durante décadas estas costumbres [el uso de alucinógenos] por una cuestión de gra-
ve etnocentrismo occidental, y sigue manteniendo la misma ceguera” (30 et passim)43.

Dentro de la Academia, una connotada escuela se lleva la peor parte:

“Los presupuestos estructuralistas siempre me han parecido muy rígidos y


de difícil (o imposible) aplicación a los pueblos primitivos, pero nunca como aho-
ra empiezo a ver sólidamente la real proyección mental occidental que es el hecho
de pretender aplicar nuestras estructuras mentales para la comprensión del ser
humano no occidental” (63).

No mejor parado sale el cristianismo, al que califica de “gigantesca sec-


ta” repleta de mentiras escritas (86), de constituir “uno de los brazos mortí-
feros y decadentes de nuestra civilización que sólo puede mantenerse al pre-
cio de expandirse constantemente y al precio que sea” (87), y de pecar por
“hipocresía, cinismo, corrupción económica y falta de respeto a la humani-
dad” (86-87, passim). Y esto, dedicado implícitamente al catolicismo, se
queda corto comparado con su opinión sobre los cristianos evangélicos: “faná-

este grave incidente con una redacción tan confusa; partiendo de la base de que en la selva se aparecen
muchos espíritus pero no una pistola y recordando que los Jíbaro tienen escopetas pero rarísimamente
un arma corta, ¿quién sacó la pistola? ¿la compró en Quito el viajero en lugar del revólver ‘sólido y
barato’? En esta última eventualidad, ¿habría disparado el viajero emulando así a su antecesor Up de Graff,
el de la matanza de Tuhuimpui y otros? En cualquier caso, Fericgla no debe o no puede estar muchos
días en ninguna comunidad indígena -de hecho, en el viaje narrado en este diario de campo está un
máximo de tres días, precisamente en el centro Unt Paastás del que sale escopetado tras el incidente
arriba descrito-. Y lo dice muy claro aunque exagerando el lapso real: “así puedo estar entre seis y diez
días en cada comunidad antes de que cojan alguna borrachera y empiecen los conflictos graves, peleas
y todo eso” (132). Refiriéndose a las catástrofes llamadas naturales, habíamos oído hablar de antropolo-
gía de urgencia pero ahora descubrimos una nueva, la antropología de la prisa -sí, la misma que produ-
ce una ciencia efímera, valga la contradicción-.
43 Habida cuenta de que las descripciones del uso de drogas maravillosas son tan antiguas como

la etnografía, de que el estudio del trance o éxtasis es una robusta rama de la antropología y del éxito
popular que, desde los años 1960s, tienen los indígenas alucinogénicos -desde los Tarahumara de
Artaud hasta los peyoteros de la contracultura USA-, nos parece que ‘estas costumbres’ no están menos
estudiadas que, verbi gratia, los sistemas de parentesco, los económicos o los alimentarios. Otro gallo
nos cantaría si fijáramos nuestra atención en un tema de estudio como el de las diferencias y similitu-
des entre etnia y nación, tema éste que sí está poco estudiado y que Fericgla, fiel a su PC, utiliza con suma
ligereza, como por ejemplo cuando establece complicidades con los Jíbaro sobre la base de una supues-
ta igualdad entre la situación de los catalanes -su nación- y la de los indígenas (55-56). Aunque no
debiéramos insistir en ello porque es un tópico que hemos tratado en otras ocasiones, no está de más repe-
tir aquí que, dejando aparte un común sentimiento -real o imaginado, poco importa- de estar infra-
representados políticamente, entre la etnia y la nación existen más diferencias que similitudes.

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ticos que no respetan nada, ni a nadie, para ganar adeptos: mienten, fuerzan,
sobornan, ignoran...” (48). Escrito está, aunque poco después rebaje el tono
y admita que “debe haber buenos cristianos de buen corazón y conscientes
(aunque no los puedo comprender)” (87). Las misiones y la mayoría de los
misioneros corren todavía peor suerte, pues sus personas son calificadas en
parecidos términos a los que añade el paternalismo y la incomprensión del
Otro (cfr. 73-74, 86-87, passim); pecados y delitos todos ellos a los que -hemos
de suponer- han de superponerse los propios de quienes se dedican a “expan-
dir constantemente y al precio que sea” tan perniciosa doctrina.
Independientemente de que que estemos o no de acuerdo con estas opi-
niones, lo que resulta asombroso y demuestra una vez más la -digámoslo con
un eufemismo- frivolidad fericgliana, es que, cansado del trabajo de campo
pseudo-selvático, él y todo su equipo pasen sus últimos días amazónicos de
vacaciones ¡en una misión!. Los capítulos en los que narra su viaje -¿a la Damas-
co tropical?- tienen unos títulos muy expresivos: “Dios, si está, debe ver la sel-
va así”, “Un día más en el paraíso misional” y “Descanso en Yaupi” (276-
289). Su corta estancia -dos días y tres noches-, le basta para dar una imagen
idílica de la misión salesiana de Yaupi, un internado de 2 Has. en el que “el régi-
men de vida resulta muy agradable y ordenado” (278) y “se respira una tran-
quilidad perfecta, total”, por lo que no extraña que los chicos internos se
muestren “contentos y pletóricos. Se ríen mucho” (280). Según Fericgla, estas
maravillas pueden deberse al director, un salesiano “bondadoso, caritativo y
ecuánime” con el que conversa “de teología y de mística” (283) y de la “nece-
sidad de disolver el ego” (285). Tan feliz se encuentra nuestro viajero que no
sólo ayuda a la misión con trabajitos de electrónica y de ingeniería, sino que
hasta realiza para ella un reportaje comercial en video (286). No obstante, en
tono menor, constata asimismo que las misiones son sentidas por los Jíbaro
como una ‘ingerencia’ y que ‘comportan el final de su cultura’ (282, 287)44.
Si peces gordos como la Academia y el cristianismo y (algunos) cristia-
nos son vistos con tan (a veces) crítica lupa, resulta natural que pececillos
como las ONG’s y el consumismo occidental caigan también bajo la acera-
da pluma fericgliana. Contra éste último desgrana una de sus páginas más

44 Muy distinta es la versión que otros indígenas y otros antropólogos ofrecen de los internados

misionales. Como muestra, baste el número monográfico que la revista indígena Native Americas Jour-
nal (Universidad de Cornell) publicó en el invierno del 2000 (cfr. www.nativeamericas.com) Junto a
testimonios estremecedores de los supervivientes, se informa que Canadá ha situado 350 millones
de dólares para un fondo compensatorio de los abusos sufridos por los niños indígenas en unas 80 boar-
ding schools misionales, católicas en su mayoría. Asimismo, se destaca que si la iglesia anglicana cana-
diense tuviera que afrontar los desembolsos impuestos por los tribunales, iría a la quiebra. Añade final-
mente que parecidos panoramas se les presentarían a las distintas iglesias cristianas tanto en Canadá
como en Australia y en los EEUU.

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memorables: los coches, las sopas prefabricadas y los detergentes son nefas-
tos; la especulación bursátil, delito impune. Si nos olvidamos de la vulgari-
dad de los ejemplos, quizá pudiéramos unirnos a su batalla contra el consu-
mismo pero, una vez más, este viajero nos sorprende con su razonamiento:
el pecado del consumismo no radica en causas sociales sino metafísicas, exac-
tamente en que “se ha acabado creyendo en una abstracción (..) y no refle-
xionando sobre una realidad” (77). ¿Pero no habíamos quedado en que la
gracia de Occidente estribaba en su pensamiento abstracto al igual que la des-
gracia de los Jíbaro provenía de su pensamiento concreto?
Por otra parte, el nexo entre la antropología académica, las misiones y las
ONG’s está representado en este diario de viaje por J. Juncosa, personalidad que
a Fericgla le parece “blando como científico, pero muy simpático y acogedor”
(44)45, opinión con la que mata esos tres pájaros de un mismo tiro. Afinando
la puntería contra las organizaciones no gubernamentales, nuestro viajero PC
las acusa de gastar entre un 60 y un 80% en la propia burocracia, pero sobre todo
de cumplir “una vulgar estrategia para generar más lugares de trabajo dentro del
propio país rico y caritativo dando al mismo tiempo una buena imagen” (43-
44 passim). Hasta aquí estas diatribas nos suenan como ecos de los ataques de
Up de Graff a los humanitarios de su tiempo. Pero a partir de aquí, continuan-
do con las contradicciones de la PC, resulta que de la quema oenegera salva a
Manos Unidas (43) -justamente una ONG perteneciente a la Curia romana-, y
de paso a otra ONG gestionada por una amiga suya, organización ecuatoriana
que “es muy fácil que dentro de unos cuantos años haya hecho más por el
mundo indígena que muchos gobiernos” (44). Estos vaivenes fericglianos PC
entre las Grandes Síntesis y los Enormes Dicterios por un lado y la casuística
minimalista por el otro, han terminado por marearnos.

CONCLUSIÓN EN BRUTO

Entre la Scila graffiana y la Caribdis fericgliana, no podemos decir que los


RAVA hayan disfrutado de una buena navegación en el siglo XX. Desde el
punto de vista político, el racismo y el paternalismo –éste en sus dos versio-
nes, la habitual y la PC– han seguido haciendo de las suyas. Y lo más deplora-

45 ¿Qué significa científico blando? Si Fericgla, en vez de divagar sobre lo numinoso jíbaro, apren-

diera alguna de las lenguas de esta familia y/o reflexionara seriamente sobre esa cultura indígena,
quizá, con mucho tiempo, llegaría a estar en condiciones de escribir un libro parecido a, por ejem-
plo, el que este científico blando escribió sobre la comunicación verbal shuar (cfr. Juncosa, 2000),
una obra impecable de evidente dureza -léase, especialización científica-.

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ble es que el común marco ideológico no sólo no se ha vuelto más transparen-


te, sino que, todo lo contrario, se perpetúa a través de modernos disfraces. Hemos
pasado del pensamiento coprolítico al pensamiento basura46. Partiendo de un
racismo como el graffiano –superficial por físico y por lo tanto evidente–, hemos
llegado a un racismo esencialista de más trabajoso desenmascaramiento47.
En cuanto a los demás parámetros, hemos constatado que la etnografía
no ha mejorado considerablemente, e incluso que la naturgrafía –o des-
cripción de la Naturaleza, peor término hubiera sido ecografía– ha retro-
cedido. La comparación entre Graff y Fericgla –ambos, libros sin biblio-
grafía, como corresponde a los RAVA–, no puede elevarse a ley general pero,
apoyándonos en las referencias enumeradas en la primera parte, creemos
que es lo suficientemente significativa (generalizable) como para justifi-
car tan desconsolado balance.

46 El de Graff es un pensamiento coprolítico -hecho de coprolitos, de detritus fosilizados y, por


lo tanto, inertes-. El de Fericgla es un pensamiento basura; es decir, un conjunto heteróclito rellenado
aquellos nutrientes que su organismo no ha aceptado ni su metabolismo procesado. Lo cual, obvia-
mente, no quiere decir que los nutrientes sean indigeribles. Al revés, este autor ha disfrutado de una
alimentación exquisita: pueblos indígenas, drogas maravillosas, educación superior y, además, buena
salud. Pero se le han atragantado. Lo peor de esta mala digestión es que sus excrementos no son iner-
tes como los coprolitos sino activos y ni siquiera caóticos -o sea, fértiles- sino malhadadamente yux-
tapuestos. Peor aún, son patógenos porque no es una basura orgánica sino industrial; por lo tanto, no
podemos aprovecharla como estiércol. ¿Qué clase de malashierbas crecerían si abonáramos la mies con
estas cagarrutas?: pues seguro que ni siquiera cicuta -que es yuyo de clásico abolengo- sino los yerba-
jos más agresivos y oportunistas, esos que son los primeros en invadir el barbecho y convertirlo en erial.
47 Es racista el pensamiento oculto en Fericgla porque atribuye las diferencias entre los pueblos

humanos no a sus respectivos proyectos histórico-culturales -es decir, a sus características humanas-
sino a unos condicionamientos que, en el racismo antiguo, eran biológicos y en el moderno, en el feric-
gliano, pertenecen a la esfera de lo trascendental -es decir, de lo inhumano-. En el racismo decimo-
nónico y vigesimónico, esos condicionamientos comenzaban siendo de índole biológica. Unas veces
terminaban ahí mismo y otras llegaban hasta las prácticas religiosas. A su vez, aquel racismo bioló-
gico tenía un ala dura o bruta que era el racismo por antonomasia -el que se bastaba con la raza-, y
un ala blanda o cultivada que veía a los pueblos inferiores como una yuxtaposición de individuos
inacabados -infantiles-. Por su parte, el racismo evolucionado creía que la inferioridad de estos pue-
blos era producto de que sus peculiaridades físicas les habían conducido a una cultura inferior e
incluso perniciosa -por ejemplo, las mandíbulas bantúes prefiguraban el canibalismo y los genes
judíos la religión mosaica-. Casi huelga añadir que todos ellos entendían las diferencias humanas como
predeterminadas y, por lo tanto, insalvables -era imposible operar a los judíos para extirparles sus genes
perversos-. O, en su versión más condescendiente, como irremediables por ser antieconómicas de
salvar -era más barato repoblar el Oeste que reeducar a los Pieles Rojas-. Por su parte, la versión
actual de aquellos racismos antiguos consiste en creer que los pueblos antes llamados inferiores con-
forman un cuerpo místicamente distinto: se hipostasia la diferencia, se la eleva a categoría sagrada.
Es probable que de la Genética se desgaje alguna rama que encuentre en esos pueblos algún gen de
la inferioridad, pero mientras eso ocurre y con ello vuelva el péndulo del racismo a su extremo bio-
lógico, por ahora ningún racista habla de las causas físicas de la inferioridad por la simple razón de
que es políticamente incorrecto hablar de pueblos inferiores. Pero Occidente es inevitablemente
superior puesto que puede comprender y, más aún, comprehender a los demás pueblos mientras que
la recíproca es dudosa en cuanto a la primera e imposible en cuanto a la segunda.

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Finalmente, desde el punto de vista literario, dejando aparte las cuestio-


nes de estilo, pues hemos comparado dos relatos brutos –dicho sea sin áni-
mo peyorativo sino en el sentido dubuffetiano del art brut–, constatamos que
comenzó el siglo XX con un Graff que respiraba la sensualidad del aventu-
rero y terminó con un viajero culto que habla poco del placer de los sentidos,
nada del placer intelectual que puede derivarse de la introspección exógena
–como si las drogas maravillosas fueran sólo cognoscitivamente utilitarias–
y que incluso parece sufrir con la introspección endógena –meditación tras-
cendental, en la jerga de su círculo–.
Comenzamos con los Cazadores de Cabezas y terminamos con los Caza-
dores de Sueños. Las Cabezas ahí estaban y, efectivamente, eran tsantsa; pero
por aquello de lo abstracto y de lo concreto y, sobre todo, de las prisas de
campo, los sueños amerindios han resultado pesadillas catalanas. Comen-
zamos en un naturalismo reductor de lo étnico a pura fantasmagoría, y cuan-
do creíamos que terminaríamos en el nuevo estilo de un etnicismo ilustra-
do, resulta que nos topamos con un culteranismo reducido a cultismo. Para
hacer un trayecto así, con acercarnos a la biblioteca de la esquina hubiera sido
suficiente. Ya sabíamos que algunos viajeros aprovechan tan poco sus via-
jes que hasta los pervierten en un aparatoso pleonasmo de sus prejuicios, pero
teníamos la esperanza de que las fuerzas aunadas de los Jíbaro y del Ama-
zonas conseguirían que sus visitantes escaparan a esa suerte. Por el contrario,
en este último tránsito finisecular nos hemos tropezado con una reducción
del Amazonas y, en el colmo de la redundancia, hasta con una jibariza-
ción de los propios Jíbaro.

BIBLIOGRAFÍA

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ESCRITURAS ACTUALES
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LITERATURAS DE DOBLE FONDO


LECTURAS QUE INVITAN A VIAJAR, VIAJES QUE INVITAN A LEER
Luis Conde-Salazar Infiesta, periodista y crítico literario

DISCULPA E INTRODUCCIÓN

No debería ser elegante, consciente es uno, escribir sobre literatura de


viajes, de letras y de lejanías, comenzando por otros números que no fue-
ran los que, como unidades de medida, hacen referencia a las distan-
cias. Pero las cifras, a veces, también alimentan a las letras y, no por
ello, las congelan con su aliento. Verdad es que ciertos números pueden
producir sudores fríos cuando llegan, como viajeros desalmados, desde
grises estaciones de embarque estadístico hasta puertos hostiles a los por-
centajes. Y, sin embargo, dada la naturaleza de las economías que facul-
tan los viajes y de las que convierten por necesidad a la literatura en un
producto llamado libro, se hace necesario acudir a datos que, de forma
alguna, liberen a la matemática de su yugo helado y resten calorías a la
centígrada emoción de quien viaja, de quien narra lo viajado, del desti-
natario de las narraciones o del vivo deseo de quien se observa, a sí mis-
mo, en concebibles tierras lejanas. Tampoco el calor debe ser tenido, ex
profeso, como síntoma de fiebre. Entre fríos y calores se construyen
climas agradables.
Superadas las disculpas, en la Agencia Española del ISBN se regis-
tró, en 2004, una cifra cercana a los 60.000 nuevos títulos de libros edi-
tados, lo que supuso un aumento de un 6,5% con respecto al año ante-

231
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rior 1. Las reimpresiones fueron de 14.940 títulos, un 20% del total de


editados. Números aparentemente sorprendentes para una población en
la que, según los datos suministrados por el Ministerio de Educación, Cul-
tura y Deportes y la Federación de Gremios de Editores, alrededor del 40%
de los ciudadanos nunca lee un libro. Bien es cierto que las tiradas de las
editoriales suelen ser muy bajas y no superan, en muchos casos, los 4.000
ejemplares, dicho sea como cifra más que como disculpa.
Por otra parte, cada año son más los españoles que viajan. Viajan en el
sentido que, popularmente, implica el traspaso de una frontera o el hecho
de trasladarse a una lejanía marcada por fronteras. Evidentemente viajar, aho-
ra, es una actividad que ha dejado de estar al alcance de unos pocos. Y, sin
embargo, paradoja que te paradoja, el hábito de la lectura, enriquecedor y
abierto, por todos alcanzable hasta los extremos de la gratuidad (si así es
demandado), permanece como exquisito mejillón, oscuro y apartado en el
mercado socialmente selecto de las ostras.
Que duda cabe que se puede encontrar una asociación entre el hecho de
viajar y el consumo de productos editoriales referidos a los viajes. Entre, des-
de luego, ese pobre 60% de españoles que lee y esos que viajan. Pobre por
nimio, ha de entenderse en referencia al porcentaje. En España se lee poco.
Pero se lee más que antes. O, por lo menos, leen más personas que antes. Y
se viaja más. Mucho más que antes. No es extraño, siendo así, que esos via-
jeros sean un potencial público lector para las editoriales y un conjunto de
nuevos destinatarios para los escritores. Este hecho comporta que se tengan
en cuenta a la hora de publicar este tipo de relatos elementos que van más allá
de la simple narración de un periplo. Los gustos son también más variados
(y variables, y cambiantes) por una cuestión simple de oferta. Bien, pues
los autores de relatos de viajes, cada vez más, no sé si por iniciativa del escri-
tor o por indicación del editor o por ambas cosas, están introduciendo esas
conexiones argumentales para llegar a un público específico, viajero y espon-
joso a la hora de absorber ciertas materias. Y, de alguna forma, ciertas mate-
rias que no puede siempre completar por sí mismo.
De hecho, cada vez más editoriales tienen sus propias colecciones de
literatura de viajes (cuando no se trata de sellos dedicados exclusivamente a
la materia), como es el caso de “Viajes y aventuras” de Plaza y Janés, “Via-
jes del Bronce” de Ediciones del Bronce, la editorial Península, en general,
pero concretamente con Altaïr Viajes o Límites, la colección “Los Cuatro Vien-

1 International Standard Book Number. La Agencia Española del ISBN es competencia del Depar-

tamento del Libro, Archivos y Bibliotecas de la Secretaría de Estado de Cultura del Ministerio de Edu-
cación, Cultura y Deportes; (http://www.mcu.es/bases/spa/isbn/ISBN.html)

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tos”, de la editorial Flor del Viento, “Tanto por Saber” de Temas de Hoy,
“Sin Fronteras” o “Grandes Viajeros” de Ediciones B... Y dentro de esa divi-
sión “Viajes” ya encontramos algunas especialidades un poco más anecdóti-
cas, como la colección “Vive la Vía” dedicada a recorridos en tren, de Plaza
y Janés, o especialidades sobre especialidades como vemos en la colección de
viajes para mujeres de la editorial Circe. No me voy a olvidar, desde luego,
de las dos colecciones de la editorial Bruño, “Yo acuso” y “Pequeños ciuda-
danos”, coeditadas respectivamente con Amnistía Internacional e Intermón.
Aunque odiosa, la comparación dice que en el Reino Unido, según una
gran encuesta reciente, casi el 75 % de los entrevistados decía leer al menos
15 libros al año. Me refiero a los datos del Reino Unido porque la crítica
anglosajona es la que más se ha ocupado del género de literatura de viajes
bajo esa acepción que definía muy bien Lorenzo Silva, según la cual com-
prende todas aquellas obras literarias “que prestan atención prioritaria al fenó-
meno mismo del desplazamiento, ya sea real o imaginario, ya se describan
sus manifestaciones exteriores y sensibles o los mecanismos psicológicos o
espirituales que se desencadenan en el viajero”2. No es que la tradición de
los autores anglosajones sea más viajera que la de otros, pero lo que sí es cier-
to es que son quienes más y mejores esfuerzos han dedicado a estudiar la lite-
ratura de viajes. Aunque sólo sea por eso que decía Evelyn Waugh en el
prólogo de Un paseo por el Hindu Kush, de Eric Newby: “Los ingleses se han
matado a medias (o por entero) sólo con objeto de estar fuera de Inglaterra”3.
Literaturas de doble fondo: Lecturas que invitan a viajar, viajes que
invitan a leer. Farragoso, bien cierto es, este título, y por tal motivo necesi-
ta ser explicado pero no porque el que escribe piense en torpeza alguna por
parte de los sufridos receptores, sino porque es consciente de su propia tor-
peza. Torpeza y disculpa son dos términos que no riman, aunque debieran.
Hace referencia a esos libros que despiertan en el lector que los saborea el
deseo de agarrar la maleta y embarcar, ya en el barco que da sentido al ver-
bo, ya en avión, sea ya en tren, en autobús, agarrado a un volante, con pies
protegidos por calzado cómodo o en incómoda huida. Libros como maletas
que guardan, en un doble fondo, deseos escondidos.
Relatos descriptivos, plenos de experiencias (no necesariamente) vivi-
das cuya veracidad resulta de contraste imposible, por cuanto el receptor,
crédulo o desconfiado pero necesariamente lejano en el plano del espacio
(y del tiempo, si me apuran) disfruta o sufre de lo leído empapándose, espon-
joso, de un fluido llamado deseo. La veracidad de lo narrado, asunto con

2
Lorenzo Silva, Viajes escritos y escritos viajeros, Madrid, Anaya, 2000, p. 15.
3
Eric Newby, Un paseo por el Hindu Kush, Barcelona, Laertes, 1997, p. 8.

233
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espinas, no es objeto de esta disertación y, aún así mancharé el papel,


líneas más allá, con tales agudezas. Lo que sí es necesario mencionar es
el hecho de que la producción de ese deseo requiere de una habilidad por
parte del autor, independientemente de la forma con que se conciba el rela-
to. En este sentido se pronunciaba Ignacio Vidal-Folch en un comentario
periodístico escrito con motivo de la publicación del libro de Eric Gonzá-
lez Historias de Londres: “El género de viajes es uno de los más compli-
cados que haya. Transcribir a palabras un paisaje, una ciudad o un país, obli-
ga al escritor a abrumar al lector con la áridas terminologías técnicas o a
confundirlo con ristras de adjetivos aproximativos que el uso continuado
ha vaciado de significación”.

TRUFAS

George Gingras clasificaba las narraciones viajeras en diferentes tipos


(seis, en concreto): el viaje de búsqueda; la travesía épica; el viaje simbóli-
co; la peregrinación; el descubrimiento; y el viaje de formación. Es esta
una clasificación aparentemente cargada de cierto idealismo romántico, pro-
pia quizás de otros tiempos pero muy ajustada a la realidad actual si se tie-
ne en cuenta que cualquier experiencia literaria relacionada con el viaje tie-
ne cabida en alguna de esas seis categorías, siempre y cuando se haga un
esfuerzo por hacerla caber. Pero a mi juicio no deja de ser una clasificación
más entre tantas que se han hecho, que se hacen y que se harán por esa nece-
sidad casi fisiológica que de alguna forma tenemos por involucrarnos en el
mundo de la Taxonomía. Dicho sea de paso para gozo de los siempre sufri-
dos libreros y de los abnegados bibliotecarios. Desde luego no cabe duda
de que (y vuelvo a robar palabras de Lorenzo Silva, tácheseme de reinci-
dente) “La literatura es un dominio de la imaginación, y la imaginación
tolera mal las fronteras y las definiciones”4.
Con eso y con todo me voy a permitir el lujo de añadir la categoría de
“viaje trufado” (extraoficialmente) a las seis que enumeraba el bueno de Gin-
gras. O, mejor dicho, voy a exponer mi teoría del “viaje trufado” a pesar de
Gingras y a pesar de que, con esfuerzo, bien cabría en alguno de sus seis sub-
géneros. Puede que en uno, en dos, o en todos. Pero, al fin y al cabo, es una
denominación que, creo, refleja de alguna forma la conexión editorialmen-
te rentable que podría establecerse entre un autor de narraciones de viajes y
un lector de este tipo de literaturas.

4
Lorenzo Silva, Viajes escritos y escritos viajeros, p. 17.

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El adjetivo “trufado” viene siendo periodísticamente habitual desde hace


tiempo y está con firmeza instalado en el “vademécum” de los recursos de
la profesión. Un término que ha traspasado las lindes someras de las sec-
ciones dedicadas al condumio para instalarse con comodidad en salve sea
la parte que lo demande. Pero, posiblemente, las páginas dedicadas a cultu-
ra y, más concretamente, las que dedican su espacio a la crónica o crítica lite-
raria son las más afectadas por la proliferación de este hongo. Tal y como
se plantea el uso del término, su definición bien podría ser esta: “Narración
de viajes que incluye una actividad, gusto o tendencia paralela a la del pro-
pio periplo narrado, destacando esa actividad de otras muchas con la inten-
ción de satisfacer los deleites personales del autor, del editor, de la tenden-
cia de un escogido grupo de lectores, de los tres o de dos terceras partes. O
del patrocinador, si no hay consenso”. Me refiero a esos títulos de viajes
que se “trufan” con contenidos relacionados con el arte (pongamos por ejem-
plo), de viajes cuyo objetivo está en la práctica gastronómica, de relatos
que facultan la experiencia religiosa, narraciones que fomentan la zona sexual
(o sensual) de la imaginación, otras que detallan la práctica de ciertos depor-
tes, y tantos más etcéteras como millones de páginas hay escritas sobre gus-
tos. La fuerza con la que surgen adjetivos como el de “trufado” es la misma
que, de manidos, los hacen desaparecer para dar paso a otros, nuevos duran-
te demasiado tiempo y demasiado pronto envejecidos. Lo curioso es que un
término tan unido a la cuestión gastronómica conviva con otro (y terminará
por sustituirlo) igualmente asociado a la alimentación. Hablo de “entreve-
rado”, en esa acepción culinaria referida al pimiento que sin ser rojo ni ver-
de no deja de ser ni rojo ni verde y que, al parecer, es mejor para la olla que
el que presenta colores uniformes5. Como ocurre con el fiambre de pavo, que
deja de ser humilde cuando se trufa.
Existen muchos ejemplos (ya puestos en el campo de la restauración)
de este tipo de relatos en los que el viaje sería el ingrediente principal de un
plato y ese “algo más”, esa “trufa”, el adorno literariamente sabroso, el ver-
dadero componente gustativo que torna en delicia lo que podía haber sido,
sin aderezos, una rutinaria cuestión alimenticia. El término “trufado”, si enten-
demos por “trufa” una mentira, añade al género de viajes un nuevo compo-
nente que, a pesar de lo negativo que de él brota por el adjetivo que lo cali-
fica, no debe ser tenido como objeto de oprobio si la intención del narrador
es la satisfacción del lector, viajero o no6. Me refiero a esa “trufa” que Mel-

5 El Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española (vigésima segunda edición, 2001)

define “entreverado” como aquello “que tiene interpoladas cosas varias y diferentes”.
6 La acepción de “trufa” como “embuste” o “mentira” está recogida en el Diccionario de la

Lengua de la RAE.

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ville entendía como isla que no aparecía en mapa alguno, “lo mismo que le
ocurre a la mayoría de sitios que existen de verdad”. Viene al caso de esa “tru-
fa” entendida como mentira literariamente piadosa las palabras que el escri-
tor, periodista y crítico gallego Ramón Pernas, autor de las novelas Bruma-
rio o Pabellón azul, pronunciaba en una entrevista en la que explicaba (o daba
su personal versión de) el vocablo “vagamundeo” a partir de la vocación errá-
tica del individuo que no está a gusto en sitio alguno y que siente la necesi-
dad de conocer otros paisajes, otras gentes u otras historias. Su posición, cer-
cana a la del lector pero nunca ajena al narrador, es interesante por cuanto
otorga una especial relevancia al “aprendizaje a través de historias conta-
das, inventadas o recreadas”. Pernas apuntaba una explicación al hecho de
la invención de ciertos aspectos del escenario en el que se desarrollan las
tramas o el cuerpo de las crónicas (y que en el género de viajes se multipli-
can conforme las páginas pasan) diciendo que esos lugares descritos son per-
feccionables como marco de una acción narrada. “Cómo me gustaría que fue-
ra mi pueblo. Y ese es un lujo que los escritores nos podemos permitir”7.
Esa “trufa”, ese lujo doloso que el narrador viajero se permite al perfeccio-
nar, incluso, el lugar narrado. Qué duda cabe que el lector, cómodo en su
paseo literario, transita seguro por los lugares descritos ajeno a esos con-
textos sólo perceptibles por los sentidos propios de un cuerpo presente en
un destino geográfico real: temperaturas extremas, olores desquiciantes, tras-
tornos gástricos, artrópodos torturadores... Cuestiones biológicas y físicas
plasmadas como advertencia a navegantes o como recursos dramáticos, lo
mismo da, que aún siendo ciertas no afectarán al lector más que cuando
éste se convierta, por una causa o por otra, en viajero que encontró un des-
tino entre las tapas de un libro. Esas verdades detalladas se convertirán en
mentiras, mientras que las “trufas” seguirán siendo dignas ficciones litera-
rias. La verdad puede ser un infierno. La ficción lo atraviesa vestida de
ignífugo traje climatizado. Juana Salabert, en Estación Central, mantenía que
“la ficción salvaguarda la historia de sus mentiras”8 y José Ovejero, en Chi-
na para hipocondríacos, afirmaba que “Viajar, como escribir, es eso, inven-
tar nuevas vidas para escapar a las limitaciones de la propia”9. Un ejemplo
de la primera acepción, entendida como relleno, podría ser el libro Castilla
en Canal, de Raúl Guerra Garrido, en el cual el autor da cuerpo literario a

7
Ramón Pernas realizó estos comentarios en una entrevista titulada Biografía de un vagamun-
do publicada en la revista Leer (noviembre de 2000).
8
Juana Salabert, Estación Central, Barcelona, Plaza y Janés, 1999. Salabert escribió este libro
a raíz de un viaje en tren que le llevó a Viena, Praga y Budapest.
9
José Ovejero, China para hipocondríacos. De Nanjing a Kunming, Barcelona, Ediciones B,
1998; el autor ganó con esta obra el Premio Grandes Viajeros 1999.

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un viaje a pie de doscientos kilómetros realizado por él mismo vadeando un


antiguo canal construido en el siglo XVIII y por el que el trigo castellano
llegaba a Santander, de donde partía a Ultramar10. Un viaje “trufado” por
los datos que el autor aporta sobre cuestiones como pintura, escultura o arqui-
tectura de forma que, involuntaria o voluntariamente, escoge a sus lectores
entre los aficionados a esas disciplinas, pero también entre los aficionados
al excursionismo ajeno a guías de rutas o, simplemente, entre aquellos que
entienden que una peregrinación no tiene porqué acabar necesariamente en
Santiago de Compostela o en La Meca. He escogido como ejemplo este
relato de viajes por cuanto el caminante, convertido en narrador, plantea
con talento la provocación de un deseo en la mente del lector, que encuen-
tra en la obra una conjunción perfecta entre la afición por el viaje, por el
viaje con cierto tinte romántico en este caso, y la afición por las materias
con las que se “trufa” ese viaje11.
Pero el aderezo recursivo de un relato de viajes no se limita a asuntos
físicos. También la nostalgia, los sentimientos, la búsqueda o el reencuen-
tro (por ejemplo) sirven al narrador como argucia literaria para desarrollar
una trama en la que el viaje sigue siendo componente capital de la narra-
ción aunque la obra en sí no entre a formar parte, en su conjunto, del “géne-
ro de viajes”. Una muestra de este planteamiento se puede encontrar en la
novela de Alfredo Bryce Echenique La amigdalitis de Tarzán12. El prota-
gonista, acaso el propio narrador, regresa a través de sus recuerdos a un
punto clave del pasado, ese punto que dirige la vida hacia un camino u otro.
Los viajes hechos (unos fruto de la necesidad, otros producto de la deses-
peración), los lugares descritos y los personajes que los habitan quedan
plasmados en una relación epistolar en la que se advierte a ese Tarzán, feme-
nino y afónico, consignatario y remitente, recorriendo pedazos del mun-
do aferrado a las lianas del sentimiento. Una sentencia del Deep South de
Nuria Prats, que el autor tuvo a bien incluir en los prolegómenos del libro,
resume con certera melancolía ese concepto de viaje literariamente aliña-
do con una búsqueda que nunca merecerá el premio del encuentro: “Tú
no estarás aquí, porque aquí todo presagia distancia”13.

10
Raúl Guerra Garrido, Castilla en Canal, Barcelona, Muchnik editores, 1999.
11
Meses después de que se publicara Castilla en Canal salía a la luz en castellano A pie por
Castilla del escritor y periodista barcelonés Josep María Espinás (Barcelona, Emecé, 2000); narra
un viaje andado por tierras de Soria, que en nada se parece al anterior. Fue editado en catalán antes que
Castilla en Canal, por el sello La Campana.
12 Alfredo Bryce Echenique, La amigdalitis de Tarzán, Madrid, Alfaguara, 1999.
13 Alfredo Bryce Echenique, La amigdalitis de Tarzán, p. 9.

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Y de búsquedas sentimentales, “trufa” aromática, trata también El libro


de las ciudades, de Guillermo Cabrera Infante, que recorre Madrid, Lon-
dres, Las Vegas, París, San Sebastián, Nueva York, Río de Janeiro o Miami
intentando localizar fragmentos de una añorada La Habana14. A través de la
nostalgia, rayana en una obsesión no oculta, el autor va construyendo su
urbe, idolatrada y lejana, con trozos vívidos de otras ciudades. Y como toda
búsqueda no tiene porqué concluir en fracaso, citaré un interesante ejemplo
de esas lecturas que, con el pretexto de la localización (de personas, en este
caso) producen en el lector esa extraña sensación de querer imitar lo leído.
Es un conjunto de crónicas que Lola Delgado y Daniel Lozano hicieron tras
recorrer Centroamérica y Suramérica en busca de una serie de españoles
que por diferentes razones cruzaron el charco para instalarse allí. Lo intere-
sante de este libro, llamado Historias de Ultramar, es que en él no quedan
reflejados, exclusivamente, esos tipos que por motivos varios han saltado a
la fama alguna vez15. En el texto van apareciendo personajes que van desde
desertores de buques de la Armada a ermitaños, pasando por actores, guerri-
lleros, esos colonos que fueron, al parecer, llamados a la Republica Domini-
cana para blanquear la raza, y gentes de toda ralea sin distintivo especial que
les señale. Una búsqueda larga y a veces compleja, que se convierte en la
salsa de la materia del viaje y en un reclamo no intencionado para que el lec-
tor indague en la posibilidad de convertirse en protagonista de un libro aún
por escribir. Similares características tiene Cuba Santa, de Román Orozco y
Natalia Bolívar, un voluminoso ensayo que se adentra en la cultura de la isla
caribeña estudiando e investigando las relaciones entre tres asuntos aparen-
temente contradictorios como pueden ser el comunismo, el cristianismo y la
santería16. O Crónicas caribes, de Miguel Ángel Barroso e Ígor Reyes-Ortiz,
un volumen periodístico, muy entretenido, sobre un recorrido por las Anti-
llas que destapa aspectos de la cultura caribeña que el viajero convencional
no suele contemplar pero que se esconden, como sombras aferradas a un obje-
to, tras esos otros, más turísticos, que muestran postales y folletos17. Dice, por
cierto, Manuel Vicent, en el prólogo de este libro que “a cualquier lugar don-
de vayas tú ya estás allí. Un viaje literario consiste en ir a buscarte a ti mis-
mo en una ciudad, en un paisaje desconocido. Cuando te encuentras, el obje-

14
Guillermo Cabrera Infante, El libro de las ciudades, Madrid, Alfaguara, 1999.
15
Lola Delgado y Daniel Lozano, Historias de Ultramar. Aventuras y desventuras de los espa-
ñoles de hoy en América Latina, Madrid, Ediciones Península, 1999.
16 Román Orozco y Natalia Bolívar, Cuba Santa. Comunistas, santeros y cristianos en la isla de

Fidel Castro, Madrid, El País/Aguilar, 1998.


17
Miguel Ángel Barroso e Ígor Reyes-Ortiz, Crónicas caribes. Un recorrido inédito por Las Anti-
llas, Madrid, El País/Aguilar, 1999.

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tivo se ha cumplido, el reportaje, ya está hecho”. Decía Stevenson que “no hay
mejor materia para un sueño que un mapa”. En Crónicas caribes aparece un
personaje llamado Martín, de la isla cubana de Pinos (lugar que ha venido
siendo identificado como el escenario de La isla del tesoro que describió el
escocés) que dice: “Stevenson si que era tremendo pirata. Su novela es una
de esas obras maestras en las que casi nada es original. Lo que pasa es que
supo conocer un montón de historias, pasarlas por el filtro del genio y desti-
larlas como literatura”18. Sin duda, el viajero que antes de partir haya reco-
rrido las páginas de este libro, encontrará en su destino elementos con los
que aderezar y enriquecer su experiencia. Y para terminar con esa categoría
de “trufa” entendida como crónica de investigación inmersa en un viaje cita-
ré Amor América de la periodista y escritora Maruja Torres, protagonista y
narradora de un recorrido por el continente americano realizado en tren. Tam-
bién es, desde luego, un ejemplo de libro que incita al viaje19.
El relato breve se aparece como marco perfecto para el género de via-
jes en Cuentos apátridas, escritos por Bernardo Atxaga, José Manuel Fajar-
do, Santiago Gamboa, Antonio Sarabia y Luis Sepúlveda, cinco autores
de diferentes nacionalidades que, por una causa o por otra residen (o lo han
hecho) en lugares diferentes a los de su nacimiento. Cada uno de ellos, a
su manera, literaturiza su experiencias y escribe sobre personajes en tales
circunstancias. El editor de esta obra (y escritor también), Enrique de Hériz,
comenta en el prólogo que, en las reuniones que mantuvo con los respon-
sables de su editorial en diferentes países, repetía constantemente que una
editorial española que se precie debía ser colombiana en Colombia, mexi-
cana en México y argentina en Argentina, pero después de haber mantenido
contactos con los autores de estos relatos comprendió que una editorial que
de verdad se precie sería española en Colombia, mexicana en Argentina o
chilena en Venezuela. Vuelvo con esto un poco a lo anterior, puesto que
estos autores al renunciar a las patrias crearon otras y, como Hériz decía,
esas nuevas patrias “ya no son jaulas sino autopistas de despegue para la
imaginación de los lectores”20. Los lectores que viajen a esos territorios
descritos van a encontrarse con algo más real, por ser imaginario, que lo
que puedan hallar después de consultar una guía. Aunque el viajero que lle-
ga a un punto sobre el que ha leído está unido indefectiblemente al com-
ponente de la desilusión.

18
Miguel Ángel Barroso e Igor Reyes-Ortiz, Crónicas caribes, p. 115.
19
Maruja Torres, Amor América, Madrid, Taurus, 1993; el título hace referencia al Amor Améri-
ca (Canto General 1950), obra del poeta chileno Pablo Neruda.
20 Bernardo Atxaga, José Manuel Fajardo, Santiago Gamboa, Antonio Sarabia y Luis Sepúlve-

da, Cuentos apátridas. Barcelona, Ediciones B, 1999, p. 11.

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No hay que olvidar a otro autor que, bajo el punto de vista de quien
esto escribe, es uno de los mejores relatores españoles de viajes: Javier
Reverte. En particular me voy referir a uno de sus libros, El corazón de Uli-
ses, por cuanto la mayoría de los otros (Los dioses bajo la lluvia, El aro-
ma del copal, El hombre de la guerra) o aquellos, durísimos, sobre los horro-
res que cada día se viven en el continente africano más que al viaje lo que
incitan es a reflexionar sobre las supuestas bondades del “nuevo orden”21.
En El corazón de Ulises Reverte viaja en paralelo al periplo del héroe de
La Odisea y completa un recorrido circular que le lleva desde del Pelopo-
neso al Egeo, de allí a la costa Oriental de Turquía, a las orillas del Mar
Negro, al Canal de Corinto y, finalmente, a Ítaca. Y antes de su regreso a
España hace escala en la ciudad de Alejandría. Reverte, en este libro, uti-
liza diferentes aderezos combinados con maestría de periodista experto pero
sin dejar de ofrecer un producto muy literario con dosis de Historia, con
la búsqueda del héroe, con los mitos de la Grecia clásica y, por supuesto,
con los retratos de la Grecia actual:

“Aquella primera jornada de mi viaje, ya en el mar y rumbo a Nauplia, aco-


dado en la baranda de babor del barco, sin luz alguna en el ancho espacio al que
daba frente, y con la sensación de transitar en la nada, el tiempo parecía no exis-
tir. Nunca existe, en verdad, cuando el mar nos traga en la negra noche. Más aún
si hay calma y el navío se desliza con suavidad sobre las aguas. ¿Morir, soñar?
se preguntaría Hamlet. Quizá nacer, porque viajar supone una forma de nacimien-
to, aunque camines a través del vacío y escapado del tiempo” 22.

Otro ejemplo de literatura de viajes con condimento: se trata de un libro


cuya publicación coincidió (gracias a eso que llamamos “mercadotecnia”) con
la llegada del nuevo milenio, cuando mucha gente se veía afectada por terro-
res. Se trata de El viaje de Teo, de Catherine Clément23. Jerusalén es el pun-
to de partida en el que Teo, un chico de 14 años, de la manita de su excéntrica
tía, inicia un recorrido por las religiones del mundo. Catorce etapas después
y tras patearse el planeta, el viaje finalizará en Atenas, una vez conocidos
los entresijos de hasta 42 cultos diferentes. Un intento, para mi fallido, de ofre-
cer un relato de viajes con el trasfondo de la religión como “trufa”.
Pero hay un ejemplo cautivador, a mi juicio, de libro de viajes que
incita al deseo de viajar. Y es un libro que de novedad tuvo su edición como
tal, puesto que se trata de una recopilación de artículos que aparecieron

21
Javier Reverte, Corazón de Ulises, Madrid, Santillana, 2000.
22
Corazón de Ulises, p. 31.
23
Catherine Clément, El viaje de Teo, Madrid, Ediciones Siruela, 1998.

240
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en prensa y de textos de los que no se conocía su existencia. Se trata de


Visión de América, de Alejo Carpentier. En 1947, dos años después de
instalarse en Venezuela, país en el que residiría hasta 1959, el escritor cuba-
no emprende un viaje por la Gran Sabana amazónica. El resultado de ese
periplo fue un conjunto de cinco crónicas publicadas ese mismo año en el
diario El Nacional de Caracas, bajo el título Visión de América, el mismo
que los editores eligieron para dar nombre a este ensayo, inédito en su
conjunto, y que conforma la primera de las cuatro partes en las que se ha
estructurado la obra. Cinco crónicas a las que se ha añadido una más, Pára-
mo andino, un escrito con cierta similitud a los anteriores que nunca vio
la luz, y encontrado por azar entre las notas desechadas de la novela Los
pasos perdidos, publicada en 1953. El autor finaliza Páramo andino con
estas palabras:

“Hace dos días, el lugar en donde nos hallamos estaba cubierto de nieve. Allá,
detrás de las nubes que lo cubren, se alza el eterno helero del Pico Bolívar. Hace
poco, varios excursionistas, agarrados arteramente por el “mal de páramos” se
durmieron para no despertar más, llevados por la muerte más suave que puede
conocer el hombre, ya que le hunde, sin que él se de cuenta de ello, en un sueño
de las alturas. El Páramo de Mucuchíes es uno de los techos de América. Pero
es también ¡es fama! uno de los pasos más dramáticos, más aplastantes, más impo-
nentes, de toda la cordillera de los Andes. Hay emociones que recompensan a
un hombre de años de lucha, de rutinas, de monótonas limpiezas por el modo de
vivir de los demás. Cuando volví a la Mesa de Esnujaque, luego de ascender a
la alta montaña, tuve la sensación de que mucho puede perdonarse al destino,
cuando es capaz de ofrecernos compensaciones como esta visión que acabo de
tener del mundo lunar del Páramo de Mucuchíes”24.

No estaría mal, no debe estarlo, el hecho de saber que los viajes, en unos
tiempos de reflexión escasa, pueden convertirse en una droga tosca que
obliga al viajero compulsivo a devorar un plato con el fin único de darlo
por finalizado, en lugar de degustarlo con la sosegada aptitud del que pre-
fiere, en esencia, recordar un sabor a recordar una cuchara.

BIBLIOGRAFÍA

MIGUEL ÁNGEL BARROSO e IGOR REYES-ORTÍZ, Crónicas caribes. Un recorrido inédito por
las Antillas, Madrid, El País-Aguilar, 1999.

24 Alejo Carpentier, Visión de América, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1999.

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BERNARDO ATXAGA, JOSÉ MANUEL FAJARDO, SANTIAGO GAMBOA, ANTONIO SARABIA Y LUIS
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JAVIER REVERTE, Corazón de Ulises, Madrid, Punto de Lectura, 1999
LORENZO SILVA, Viajes escritos y escritos viajeros, Madrid, Editorial Anaya, 2000.

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05.cap02 parte 03 28/8/06 13:11 Página 243

NUEVAS ESTRATEGIAS EN LA NARRATIVA


DE VIAJES CONTEMPORÁNEA
Pilar Rubio, periodista y crítica literaria

“Como puedes ver, mi querida hermana,


los modales del género humano no difieren tanto
como nuestros escritores de viajes quieren hacernos creer.
Tal vez sería más entretenido que añadiera unas cuantas
costumbres de mi propia invención, pero nada me parece más
agradable que la verdad, y creo que para ti no hay nada más aceptable”.
Lady Mary Wortley Montagu, 1717

El viaje se proyecta, muy a menudo, en el relato posterior de la experien-


cia vivida, ya sea desde la oralidad, ya desde la imagen capturada, ya desde el
texto narrativo en todas sus formas. De esta función del viajero, constituido
en relator, es de lo que vamos a tratar, pero únicamente centrándolo en el
territorio morfológico de la narración escrita que se asienta sobre la experien-
cia real y biográfica del viaje, para diferenciarlo de aquel en el que el viaje es
exclusivamente tema, pues este como motivo literario se inserta, a lo largo de
la historia, en un gran número de obras de ficción, hasta remontarnos a la narra-
tiva griega, y es que en materia de viajes, los griegos lo inventaron todo. Por
otra parte vamos a intentar separar también lo que concierne a determinadas
categorías de valor que se expresan en las fórmulas narrativa de viajes y lite-
ratura de viajes. En adelante me referiré a narrativa para englobar todas las
formas de relato escrito y no a literatura para evitar la valoración de los dife-
rentes grados de elaboración y habilidad artística de los textos.

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El territorio en el que nos vamos a internar es el del narrador, el cro-


nista o el escritor que, habiendo realizado un viaje real y no imaginario, uti-
liza su voz en esta época que sucede a la modernidad, caracterizada entre
otros aspectos por el influjo y el impacto de la imagen, los medios de comu-
nicación y la propia comunicación de carácter global y simultáneo, suman-
do a todo ello la democratización del mismo hecho de viajar que habría
traído consigo la cuarta oleada de tecnología1. Un paisaje social muy dife-
rente a períodos precedentes, que algunas disciplinas de la cultura han bau-
tizado como posmodernidad.
En este contexto, el testimonio escrito del viajero se convierte en una voz
personalizada que surge de un cierto ruido de fondo provocado por la alga-
rabía del paisaje mediático. Esta voz no sólo puede permanecer ajena a
ella, sino que se ha enriquecido, complejizado y sometido a un proceso reno-
vador gracias, precisamente, a ese ruido deforme. Es por ello que en las últi-
mas décadas lo que tradicionalmente se ha bautizado como género de via-
jes está abandonando ese lugar secundario al que se le ha arrumbado para
instalarse en categorías aún por definir. Con ello llegamos a una de las gran-
des cuestiones que se nos plantea en la actualidad sobre la producción
artística en general, como es la disolución probada de género frente a canon.
Desde esta perspectiva es posible que ya no sirvan los conceptos puristas y
reductores con que se ha trazado la divisoria entre la literatura ortodoxa, o
canónica, como la definen algunos críticos, y determinados géneros litera-
rios que han alcanzado una dimensión paraliteraria, transfronteriza o trans-
literaria como podría ser apropiado denominarlos a partir de ahora2. Nos
encontramos situados de este modo ante supuestos géneros diagonales carac-
terizados por una estructura muy porosa y medios inventivos tan mestizos
que permiten trascender sus propios rangos de origen alcanzando cualida-
des heterodoxas. Esto ha sucedido ya en otros supuestos géneros como el
llamado de aventuras, pues nadie se atrevería hoy a negar categoría plena-
mente literaria a obras como Moby Dick o Robinson Crusoe, pero se le ha
negado habitualmente al de viaje, quizás porque en función de su elemen-
to definitorio, el viaje real del autor, queda relegado a la realidad, requisi-
to de la crónica documental.
Dejemos en este punto la discusión sobre categorías de valor para hacer
una incursión en aquello que ha potenciado este mestizaje: los efectos y la

1 Louis Turner y John Ash, La horda dorada. El turismo internacional y la periferia del placer,

Madrid, Endymion, 1991, p. 1.


2 Juan F. Villar Dégano, “Paraliteratura y libros de viajes” en Compás de Letras. Monografías

de Literatura Española, Nº 7, Madrid, UCM, diciembre de 1995, p. 17-19.

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influencia que sobre el viaje físico ha derramado la era de la imagen y la


comunicación. El principal de todos ellos es el sentimiento de perplejidad
del escritor de nuestros días que se enfrenta abiertamente a un lector al que
ya no puede deslumbrar con la sorpresa, con la descripción a secas de lo igno-
rado, pues ese lector posee ya un cierto conocimiento real de lo desconocido,
valga la paradoja. Se trata de un desafío nuevo que pertenece por completo
a esta época debido a los medios mecánicos, y por ello supuestamente obje-
tivos, de captación y transmisión de imágenes.
Antes de la época moderna, la transmisión de imágenes quedaba enco-
mendada a la subjetividad de la mirada del hombre y ello se hacía a través
del dibujo. Primero en formas primitivas, fuertemente esquemáticas y sim-
bólicas, después en imágenes mediatizadas por la capacidad artística e inter-
pretación creativa. Desde el momento en que el hombre aprende a relatar con
las formas emprende la crónica de su periplo vital, por eso es tan sólida la
interdependencia del viaje y las iconografías de su representación. Ambos
se han alimentado con intensidad y mutuamente a lo largo de la historia com-
partida. Aún hoy es el lenguaje simbólico de las formas el que nos ayuda a
traducir el pasado y ese caudal informativo compuesto de imágenes es el
que ha acompañado, propiciado y transformado los desplazamientos del hom-
bre. Hasta la invención a mediados del siglo XIX de la captación de imáge-
nes por medios mecánicos, es decir, la fotografía y posteriormente la ima-
gen en movimiento, el viajero se hacía servir de la imagen subjetiva para
documentar aquello que real o imaginariamente pretendía hacer pasar por
verdad conocida gracias a la investigación propiciada por su viaje. Con la
imagen añadida y a veces suplente, (los grabados, dibujos, mapas), se cum-
plía un doble objetivo: auxiliar a la escritura en la descripción de seres,
lugares y paisajes y dar cuerpo en su sentido literal a elementos fantasiosos
que, sobre todo en la antigüedad, tenían su utilidad práctica. Este doble len-
guaje, unido al escaso conocimiento geográfico, actuó de poderoso acicate
para aventurarse más allá de los límites.
Durante el Renacimiento y con el progreso de la navegación, los mapas,
mapamundis, portularios y cosmografías se convirtieron en sofisticados obje-
tos de arte decorados y ornamentados con imágenes reales y fantásticas, y a
ellas se añadieron después los grabados y estampas de corte antropológico,
naturalista o arqueológico que, con propósitos cientificistas y demostrati-
vos, traían los exploradores del Siglo de las Luces en sus recorridos por el
planeta. Vuelve a ser el viaje el vehículo de agitación cultural a través de los
artistas y artesanos en movimiento que llevaron de acá para allá modas pic-
tóricas y arquitectónicas en la transitada Europa y lo será con especial énfa-

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sis desde finales del XVIII y durante el XIX, período densamente impregna-
do del espíritu romántico que dejó su impronta, no sólo en la pintura (el inte-
rés por el paisaje y la idealización de la naturaleza, el orientalismo y su lec-
tura de lo exótico, el viaje marítimo y su expresión en marinas y naufragios),
sino también en la música y denodadamente (véase la moda orientalista) en
la literatura. El punto de inflexión más importante que afectará de lleno a la
crónica y la narrativa de viajes se produce a mitad de ese siglo con el hallaz-
go, como hemos dicho, de la cámara oscura y el daguerrotipo. A partir de
ese momento la fotografía asume el poder de legitimar con su verdad técni-
ca aquello que se constituía en la crónica del viajero y se abre con ello la
posibilidad de anular o no una de las exigencias básicas del relato escrito: su
servidumbre documental. Fue un momento verdaderamente revolucionario.
Pocos viajeros se embarcan hoy día sin ese pequeño aparato que per-
mite escribir en imágenes un relato personalizado e individual del viaje
realizado. Se acude a la fotografía, y ahora también a la cámara de vídeo,
para relatar sin apenas esfuerzo, como requeriría la escritura, esa cierta
épica individual que se activa en el momento en que comienza un viaje. La
ansiedad compulsiva por fotografiar deriva del intento de preservar en la
memoria el relato personal de nuestra aventura que será siempre diferente
de la de los demás, porque pertenece exclusivamente a nuestra mirada3. La
fotografía será también la base del cine documental que vemos en televi-
sión; será elemento imprescindible de las revistas ilustradas a todo color y
en las guías prácticas de viaje, cada vez por cierto más volcadas en la infor-
mación visual. Hoy, estas últimas son un importante instrumento que actúa
en dos direcciones: por un lado posibilita la individuación, debido a la sofis-
ticación de sus contenidos prácticos que hace posible el viaje individual,
pero de otro universaliza la experiencia al canalizarla y focalizar la atención
del viajero, ahorrando y minimizando el esfuerzo del descubrimiento. Las
guías y publicaciones sobre viajes, tan abundantes y solicitadas en nues-
tros días, agotan en sí mismas las necesidades de información. Un tema inte-
resante que merece análisis aparte.
Decíamos que en esta avanzada aldea global en la que las imágenes
circulan en todas direcciones, podríamos afirmar ya que casi todo sujeto
posee una iconografía de lo desconocido, seguramente porque no es tan des-
conocido en su representación, sea alegórica o visual. La televisión nos
permite pasear virtualmente por el escenario del mundo y en cierto sentido
es el fuego que arde eternamente en cualquier hogar alrededor del cual escu-
chamos incesantes historias sobre los otros. La gran paradoja en nuestro

3
Susan Sontag, Sobre la fotografía, Barcelona, Edhasa, 1981, p. 19-20.

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tiempo, es que verdad y falsedad pueden llegar a constituirse en categorías


intercambiables y así la realidad virtual puede llegar a ser tan verdadera como
falsa, pues por un lado lo virtual-falso se ha convertido en una categoría
de ficción, pero de otro, y paradójicamente, se presenta como una prueba
documental de realidad. En esta tesitura, ¿qué sentido le damos a lo nuevo,
lo desconocido, el hallazgo, cuando el mundo real ya no es del todo leja-
no, exótico o diferente?
Decíamos que al escritor le corresponde consignar su relato para ese nue-
vo lector que es a la vez espectador en el sentido que Guy Debord lo des-
cribe: un ente pasivo que consume espectáculo en una representación sin fin
que acaba por disolver cualquier vínculo con la realidad. Creo que esto es
ya así en los viajes masificados donde el viajero-espectador sale a con-
templar en directo el gran teatro del mundo, escenario donde 24 horas al
día se representa el espectáculo de lo ajeno. La utilización del viaje como
un bien consumible es, entonces, un producto de la modernidad, época en
que la mejora de las comunicaciones propicia el turismo masivo, como hemos
dicho al comienzo. Las complicaciones del viajar disminuyen y el mundo
se hace próximo y transitable. Surge esa figura que Walter Benjamin sitúa
en el centro del análisis de la modernidad. Es lo que él llama un flâneur.
El flâneur deambula, se mueve, pasea, es una figura en movimiento y lo hace
a su propio ritmo entre la masa: observa pero no interpreta, asume las cul-
turas por las que atraviesa haciendo sólo de agitador, de mezclador de con-
tenidos. Transita los mundos sin más objetivo que el movimiento sin fin.
El flâneur es también el turista o paseante que consume lo exótico, se des-
plaza por ocio, viaja sólo por cambiar de decorado y observa el mundo sin
involucrarse, sin dar una oportunidad a la contaminación íntima, pues con-
cibe el mundo como un parque temático.
En este contexto el lector, que también y muy frecuentemente es via-
jero él mismo, necesita recuperar en la narración escrita el volumen y la
abundancia de estructuras semánticas, como oposición a la planitud tanto
de su propia experiencia viajera, como de la información virtual que le ofre-
ce los medios. Debido a esta situación el cómo ha desplazado en impor-
tancia al qué, por eso la crónica o el relato de viajes, que tradicionalmen-
te y a lo largo de los siglos no ha podido escapar a su función documental
y probatoria de otras realidades, se ve ahora liberada de esa pesada carga
y puede por ello remontar vuelo haciéndose mucho más dúctil y maleable
a la hora de manipular recursos expresivos que atraigan la atención o la sor-
presa del lector. El escritor ya no puede contarnos sólo lo que ve, esto ya
no tiene interés. Lo que ve sólo tendrá justificación si sirve para aportar

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análisis, como ocurre todavía en la crónica pura; pero si no es solo ésa su


intención tendrá que crear e improvisar toda clase de recursos para contar
además cómo lo ve y sin disimular su capacidad de interpretación subjeti-
va. En su búsqueda del punto de vista no le queda más remedio que sofis-
ticarse y echar mano de retóricas y procedimientos que han germinado en
la historia de la literatura de todos los tiempos.
¿Cuáles son esas retóricas? Dejémoslas en suspenso por unos momen-
tos porque afectan como veremos luego a la morfología de las dos corrien-
tes principales en que a mi juicio ha desembocado la narrativa de viajes.
Así que antes, y para eliminar nuevos equívocos, conviene acotar en la medi-
da de lo posible el territorio de la ficción del de lo real y autobiográfico, aun-
que muy a menudo sean dos orillas comunicadas por un mismo puente, que
es el de la consecución de lo literario. No es fácil, pues las definiciones que escu-
chamos nos confunden todavía más. Como decíamos al principio hay que
deslindar la definición Narrativa de viajes (un texto armado sobre un viaje
real, cuyo valor además de sus posibles cualidades literarias, sería el testimo-
nial), del de la Novela de viajes encuadrada necesariamente en un armazón
ficcional. Novela ortodoxa sería aquella que nace exclusivamente de la ima-
ginación del autor, y aún inspirándose en los sucesos de la realidad, mani-
pula éstos a su antojo. Es decir, la realidad sólo interactúa como marco de
inspiración en el artificio narrativo y los personajes se sitúan en un escena-
rio de espacio-tiempo elegido por el autor según sus propósitos narrativos.
Estas obras pueden contener como interés primordial en el texto el tema del
desplazamiento, el escenario cambiante y la movilidad de los personajes como
podemos ver en esta lista4:
-El viaje de búsqueda, normalmente asociado a la figura de un héroe
que protagoniza la empresa (El Quijote).
-La travesía épica, que suele representar una azarosa singladura marina
salvando dificultades diversas y que es con frecuencia una metáfora del
viaje de la vida (La Odisea, la Eneida).
-El viaje alegórico o simbólico, con el que a través del desplazamiento a
un espacio mítico se alude a otras realidades: El infierno de Dante.
-El viaje como tema de indagación en sí mismo (Las ciudades invisi-
bles de Italo Calvino, larga conversación entre Marco Polo y Kublai Kan
sobre el sentido del viaje; Robinson Crusoe de Daniel Defoe, En el cami-
no de Jack Kerouac).
-El viaje como escenario ajeno y desconocido que los personajes habrán
de explorar (América de Kafka, el Marruecos de los relatos de Bowles, El

4
Lorenzo Silva, Viajes escritos y escritos viajeros, Madrid, Anaya, 2000, p. 16, cita parte de ella.

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corazón de las tinieblas de Conrad, Alicia en el país de las maravillas, de


Carroll, El cuarteto de Alejandría de Durrell, pasando por El viaje vertical
de Enrique Vila-Matas. La lista podría ser interminable.
Abandonemos ahora el territorio de la ficción y volvamos a observar
lo que ocurre a partir del momento en que sí hay experiencia directa, es
decir viaje real, por parte del autor y esa experiencia real es respetada y
reconocible como real, formando parte consustancial al relato. Lo que
no tiene ningún sentido es negar abiertamente a estas obras su condición
transfronteriza, pues en muchos casos cumplen de sobra el requisito de
la definición ortodoxa de lo literario como el arte que tiene por objeto la
expresión de las ideas y sentimientos por medio de la palabra escrita y al
igual que hemos propuesto una clasificación de la narrativa de ficción,
también podemos anotar la que corresponde a la narrativa de viajes a lo
largo de su historia:
-El viaje de peregrinación impulsado ante todo por una motivación religio-
sa o literaria. En el primer caso los relatos sobre Tierra Santa, el Camino de San-
tiago, la Meca, etc..., y en el segundo la peregrinación del escritor que recorre
un escenario o la obra de otro escritor (Javier Reverte tras los pasos de Joseph
Conrad o William Dalrymple tras los de Marco Polo o Juan Mosco).
-El viaje de descubrimiento de otras tierras, mejorando el conocimiento
de su geografía o de sus gentes, es decir toda la narrativa de exploración y
viajes científicos cuya enumeración sería ardua, pero entre la que me gus-
taría destacar, por su calidad literaria, la de Sir Francis Richard Burton en
general, y los testimonios de Apsley Cherry-Garrard (El peor viaje del mun-
do) o Ibn Battuta (A Través del Islam).
-El viaje de formación. Fundamentalmente el llevado a cabo por los via-
jeros ilustrados y románticos durante el XVIII, XIX y bien entrado el XX.
Desde Göette a Madame de Staël, o Henri Michaux, pasando por Flaubert,
Nèrval, Victor Hugo o Byron, entre muchos.
-El viaje de aventura vinculado a la consecución de un fin, a veces pseu-
dodeportivo en el que existe dificultad y riesgo premeditado. Los relatos y
travesías por mar, la narrativa de montaña, las vueltas al mundo o viajes por
medios dificultosos...
-El viaje de crónica emparentado con el periodismo y con el objeto de
documentar conflictos contemporáneos al escritor, aunque tengan su raíz
en el pasado. En este grupo encontramos a los grandes reporteros literarios
desde Hemingway a Graham Greene, desde Ryszard Kapuscinski a Nor-
man Lewis, o Manu Leguineche, Colin Thubron, Jan Morris, Luis Pancor-
bo o Robert Kaplan.

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-El viaje del escritor-viajero. Un apartado flexible en el que se dan


cita experiencias de escritores en las dos orillas que van de la ficción a la
no-ficción. Algunos casos: Paul Theroux, Bruce Chatwin, Paul Morand,
D.H. Lawrence, Cela, Llamazares, Juan Goytisolo, Georges Orwell, Evelyn
Waugh, André Gide...
-El viaje como indagación de sí mismo. El autor viaja para someterse a
experiencias que modificarán el conocimiento de sí. Henri Michaux, Nico-
las Bouvier o Paul Nizan con su hermoso Adén Arabia.
Estos son, a grandes rasgos, los siete apartados en los que usualmente divi-
dimos la narrativa de viajes, siempre entendiendo que son extraordinariamen-
te flexibles en la mixtura de unos con otros. En muchas ocasiones, no obs-
tante, hay autores que defienden lo real como un espacio capaz de colmar cual-
quier aspiración literaria (Kapuscinski) y en otras el autor es capaz de jugar
y dar por real una invención como hizo Stendhal en sus Paseos por Roma o
en su viaje a Francia en Mémoires d’un touriste. Pero como decíamos más
arriba, por encima de ellos son distinguibles dos grandes corrientes: la pri-
mera es la supuestamente objetiva y documental que persigue un retrato tam-
bién supuestamente fiel de la realidad y que aporta conocimiento para otros
fines: análisis periodístico, antropológico y sociológico, información para la
historia, etc. Como ejemplos aquellos escritores que hoy reconocemos como
los grandes reporteros del siglo: Ryszard Kapuscinski, Norman Lewis, Colin
Thrubron, Robert Kaplan y en España, Manuel Leguineche.
Esta corriente objetiva y documental extiende sus raíces desde el Rena-
cimiento, período en el que se van eliminando los excesos imaginativos de
la antigüedad, los elementos fantásticos o mirabilia, para indagar racional-
mente en el origen de la cultura. Es un tipo de pensamiento empírico que cul-
minará durante el periodo de la Ilustración con una escritura que tiene como
afán inventariar, catalogar y dar respuesta a determinados enigmas civiliza-
torios. En su espíritu, tanto de aquella época como de ahora mismo, se halla
el ansia por satisfacer un conocimiento objetivo del mundo, de ahí que el via-
je, tanto antes como ahora, pase a ser considerado altamente instructivo y
se le aliente como la mejor escuela de la vida. Es el viaje como afán didác-
tico y formativo, el viaje funcional en el que lo importante es el otro y sus
circunstancias. Antes, del texto narrativo se esperaba funcionalidad, pues
era el transmisor de conocimiento útil que iba destinado a crear progreso,
lo que exigía constituirse en un testimonio esforzadamente real de lo visto
y lo visitado. Hoy, y en cumplimiento de esa necesaria objetividad, cual-
quier interpretación desde lo instintivo o emocional queda relegado a un
segundo plano en aras de una comprensión fidedigna y racional. Una de las

250
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características que encontramos en estos relatos más o menos documenta-


les es la deliberada invisibilidad del autor en el texto, pues el cronista se
percibe a sí mismo como testigo, o como emisor, y no tanto como persona-
je. Esta voluntad de anti-protagonismo la practican con especial habilidad
escritores como Lewis o Kapuscinski.
De todas maneras cualquiera que ejerza la escritura documental que se
practica en el periodismo sabe que hay que aceptar sin disimulo el hecho de
que el relato siempre contiene dosis de inexactitud, subjetividad, diferen-
cias de matiz, que no tienen por qué empañar una comprensibilidad real de
los hechos. El significado del mensaje está sometido a lo que se evidencia
tanto como a lo que se omite y esto es siempre una elección selectiva, de la
misma manera que fluctuará en relación a la cronología elegida del relato,
o al juego de voces de los protagonistas del relato, o a la interpretación de
las emociones de estos protagonistas a través del narrador. Y así podríamos
seguir enumerando todas las variables que componen una transcripción narra-
tiva de un hecho real. El resultado es el estilo y si ese narrador lleva adelan-
te una voluntad de estilo barajando los elementos de los que dispone se cons-
tituye legítimamente en un escritor literario y no sólo en un cronista.
El otro gran territorio en el que se mueve la narrativa actual está más
imbricado en lo subjetivo. Se trata de una corriente mucho mas experi-
mental que recrea las experiencias personales con finalidades más o menos
artísticas o literarias. Podría tener su origen en Goethe y la exaltación de
las emociones como leemos en su Viaje a Italia. El viajero de hoy también
comparte algunas de las motivaciones que pertenecían a los viajeros román-
ticos del XIX y que están en las páginas de Chateaubriand, Nerval, Goethe,
Byron, etc.; una cierta nostalgia expresada en la búsqueda de un paraíso inte-
rior que mitigue el sentimiento de vivir en una sociedad fragmentada, dolo-
rosamente compleja y deshumanizada. Frente a ella el pasado puede ser
observado como un refugio donde el hombre actuaba con mayor libertad. El
nomadeo compulsivo de los viajeros románticos era casi siempre una pere-
grinación a los orígenes. Los orígenes del pensamiento, los orígenes de la
naturaleza antes de la intervención del hombre, los orígenes de una convi-
vencia entre humanos ajena a las necesidades del progreso. En nuestros días,
el viaje, para muchas personas, sigue siendo ese fluir hacia cualquier hori-
zonte, pues como compuso Baudelaire, “los auténticos viajeros son aque-
llos que parten por el gusto de partir” y bajo ese impulso queda disuelta la
meta, el objetivo. Un sentimiento tremendamente contemporáneo que se
vuelca hoy día en las complejidades del yo, el intimismo, la confesión bio-
gráfica, la mirada hacia dentro, el proyecto personal de búsqueda y de aven-

251
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tura; pero también en la confrontación con lo externo, ya sea el pasado de


la cultura, ya sea también las coincidencias en la aldea global, o la elec-
ción del paisaje y la naturaleza añorada a través de la cual sea posible expre-
sarse. Gran parte de lo que se produce en las últimas décadas bebe de aquel
angustiado espíritu romántico.
Hemos ido también recalcando la profundísima transformación que ha
vivido el elemento autobiográfico del relato. Elemento consustancial, defi-
nitorio, pues no sucede abiertamente en otras áreas literarias que el propio
autor se constituya en personaje central de la narración, al ser su protago-
nista absoluto. La consecuencia inmediata del desdoblamiento del autor es
la posibilidad de experimentar en sí mismo el sentimiento de alteridad, una
circunstancia especular que puede llegar a modificar seriamente su proyec-
to narrativo, pues el autor se experimenta a sí mismo y durante el viaje
como el otro, el personaje, y a la hora de la escritura como el autor que
debe controlar a su personaje. Sucede a menudo que ese desdoblamiento
del autor, ese otro yo que va tomando cuerpo en el camino va adoptando
una identidad nueva y flexible, alejada de algunas convenciones y no es casual
que se abandone a sucesivos registros: puede ser neutro y hasta invisible, pue-
de ser héroe o villano, idealista o racional, cobarde o valeroso, humilde o
arrogante, observador o participativo, serio o irónico, habilidoso o patán. Pue-
de constituirse a sí mismo desde la versatilidad de un auténtico personaje
de ficción. Es esta carga de humanidad, este juego y laberinto de espejos, lo
que busca un lector que para todo lo demás ya experimenta la virtualidad des-
personalizada que le ofrecen los mass-media. A este lector lo que le fascina
de modo selectivo son las cuestiones biográficas del escritor convertido en
personaje: su adaptación al azar, cómo y con qué recursos morales se sobre-
pone a lo incierto, al peligro, a las penalidades; cómo resuelve su supervi-
vencia y emplea su agudeza para resolver los conflictos y, sobre todo, cómo
consigue elaborar un orden con tensión narrativa desde el desorden de secuen-
cias que vive a lo largo del viaje, algo que en definitiva pertenece al arte.
Se puede hablar de una cierta imposición de intimismo, que a su vez res-
ponde a la exigencia de modelos según el arquetipo de la figura de héroe
que cada cual alberga en el inconsciente.
Esa entronización del Yo que discurre en la narrativa de viajes desde las
primeras décadas del siglo XX, y que según avanzó éste fue cobrando más
y más importancia, no es exactamente la misma que leímos en los textos de
viajeros románticos del XIX. No se trata de aquel Yo intuitivo o poético, de
un Yo que fundamentalmente salía a experimentarse a sí mismo en otra geo-
grafía física y mental. Estamos hablando de las consecuencias y el desarro-

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llo de la psicología y el psicoanálisis. La mentalidad del hombre moderno


sufrió en el último siglo una importante metamorfosis en la comprensión y
la utilización de la explicación psicológica y el viajero-escritor recurre masi-
vamente a la primera persona pues ya no puede dejar de omitir el propio esta-
do de ánimo, los conflictos a los que le lleva sus emociones a través del viaje,
su propio punto de vista y la conciencia de ser uno frente a otro, enfrentán-
dose a estados de comunicación o extrañeza respecto a ese otro, el extranje-
ro con el que se encuentra. El recurso a la voz de la primera persona suele
magnificar esa idea del autor-héroe que vive su propio conflicto en la deri-
va del viaje. Es también una enfermedad del texto que en su mal uso pode-
mos llamar yoísmo. El yoísmo no es otra cosa que el abuso irrelevante de
nimiedades narcisistas que en los textos de escaso interés literario puede
llegar a ser insufrible5. Sin embargo otros autores, los menos, eligen delibe-
radamente la tercera persona, frecuentemente designada como El Viajero,
para evitar involucrarse de este modo y como método para establecer una dis-
tancia prudente respecto al punto de vista, impersonalizando el relato.
Desde el proceso de liberación de la funcionalidad del texto al que esta-
mos asistiendo, y agrupados mas o menos libremente en las dos grandes
corrientes que también hemos visto, asistimos, desde los años cincuenta, a
una auténtica eclosión de la narrativa viajera. Para examinar de cerca los resul-
tados de esta eclosión basta que nos desplacemos hasta Inglaterra, Francia y
los Estados Unidos, fundamentalmente. En Inglaterra Graham Greene, Evelyn
Waugh o Robert Byron preparan el terreno a otros escritores como Norman
Lewis, Jan Morris, Peter Fleming, V.S. Naipaul, Colin Thubron, Eric Newby,
Freya Stark, Dervla Murphy, Gavin Young o Bruce Chatwin y tras ellos la
generación de los más jóvenes entre los que hay autores verdaderamente inte-
resantes como William Dalrymple, por ejemplo. Otro tanto ocurre en Francia
donde los textos de algunos escritores viajeros, como Pierre Lotti, André Gide,
Paul Nizan, Victor Segalen, Paul Morand, Alexandra David-Neel, Theodore
Monod o Henri Michaux abren nuevas perspectivas desde una opción más
individualizada. En Estados Unidos, escritores que transitan el relato de viajes
como Georges Orwell, Jack London, o Herman Melville presiden también una
nueva hornada de escritores entre los que sobresalen Paul Theroux, Peter Mat-
hiessen o Robert Kaplan. En Europa se añaden entre otros nombres los de Nico-
las Bouvier o Ella Maillart y en España encontramos otro puñado que transita
por la escritura del viaje desde perspectivas bien diversas, empezando por Miguel
Delibes y Josep Pla, pasando por Cela, Goytisolo y Benet hasta llegar a Manuel
Leguineche, Julio Llamazares, Luis Pancorbo, Jesús Torbado o Javier Reverte.

5
Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos, Barcelona, Paidós, 1997, p 19-20.

253
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Lo primero que nos sorprende de esta brevísima enumeración de auto-


res es la portentosa variedad de criterios, estilos, enfoques y mixturas capa-
ces de dinamitar una lectura unitaria de lo que todavía algunos llaman género
de viajes. Entre ellos encontramos dos nombres que, como acertadamente
subraya Ian Jack en la revista Granta, fueron a su vez los responsables de
un nuevo vuelco en la escritura de viajes6. Las dos obras citadas son El gran
bazar del ferrocarril de Paul Theroux publicado en 1976 y En la Patagonia
de Bruce Chatwin, que vio la luz un año después. Hay dos claves que pode-
mos encontrar en ambas obras; una es cierta ambigüedad entre realidad y fic-
ción, y la otra es una sutil deconstrucción de los elementos semánticos del
texto. No hay en ellos un orden lineal de significado, sino que especialmen-
te en el segundo caso se impone una fragmentación del discurso narrativo
al modo de un collage donde no hay categorías. Es de tal experimentación
formal que apenas encontramos precedentes, aunque si leemos la obra que
inspira el estilo Chatwin, que es Viaje a Oxiana de Robert Byron, encontra-
remos muchos de los hallazgos de los que se apropia Chatwin7. La clave
está en la multiplicidad de niveles intertextuales. Algo que encaja con bas-
tante precisión en el espíritu posmoderno del resto de las artes entre cuyos
elementos comunes podemos distinguir: 1) Un cierto sentido de lo inautén-
tico que no invalida su condición de real. 2) La reproductibilidad de la expe-
riencia al no existir espacios vírgenes, que conduce a una repetición constan-
te de lo mismo en lo nuevo. 3) Lo lúdico y experimental de la mezcla que
elimina categorías de valor8.
Consecuencia del ritmo evolutivo que hemos puesto de manifiesto es la
desaparición de dos formatos que tuvieron una notoria importancia en la narra-
tiva de viajes desde el Siglo de las Luces. Ambos son el género epistolar y el
dietario, si bien éste último no ha desaparecido, digamos que se ha ensom-
brecido y disuelto en el caudal del discurso. La epístola ha sucumbido a los
modernos medios de transmisión de mensajes, pero fue durante mucho tiem-
po y especialmente durante el siglo XVIII un formato de elaboración com-
pleja que tenía presente a un lector hipotético para quien se manipulaba y ela-
boraba la información, adquiriendo esta matices según se dirigía a un corres-
ponsal u otro. Respecto al diario, al cuaderno de campo, que constituye la urdim-
bre de la memoria y el almacén documental de la experiencia vivida, a pesar
de que han existido excelentes dietaristas en la narrativa de viajes de otras

6
Ian Jack, The Granta Book of travel, Londres, Granta Books, 1998, p. x.
7
Bruce Chatwin, “Introducción”, en Robert Byron, Viaje a Oxiana, Barcelona, Península,
2000, p. 7-15.
8 James Buzard, The Beaten Track. European Tourism, Literature, and the ways to Culture,

1800-1918. Oxford, Oxford University Press, 1993, p. 336.

254
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épocas (Montaigne, Stendhal, Flaubert) no parece ser un género que se aco-


mode al presente. Apenas se le deja asomar intencionadamente aquí y allá como
un recurso de inmediatez y de frescura vital, pues siempre tendrá valor en cuan-
to a impronta de la observación recogida en el momento. La causa de esta defun-
ción habría que ir a buscarla en el reclamo de esa mayor complejidad del tex-
to que necesariamente hay que elaborar a posteriori, pues la vivencia del via-
je mismo impide, en virtud de ese cierto caos que origina el desplazamiento,
la reflexión creativa y la elaboración intrincada del relato.
Si admitimos que los libros de viaje radiografían la mentalidad con que
se ha ido construyendo la historia en diferentes épocas, los que ahora circu-
lan por las librerías han acabado por interiorizar un eclecticismo que impide
abordar un concepto cerrado de frontera. Hemos convenido por todo lo expues-
to que el escritor posee una libertad de creación sin precedentes. Es dueño
de romper la cronología secuencial y hacer saltos atrás y adelante para con-
textualizar el relato con cuanta información complementaria estime oportu-
na. Podrá manipular las relaciones entre los personajes con los que traba
relación en el viaje dándoles un sentido ficcional y haciéndoles expresar
mediante diálogos más o menos respetuosos con los originales, si es que ello
le permite un ritmo adecuado de interés. También y respecto al ritmo orde-
nará arbitrariamente lo que acontece de tal manera que pueda conseguir pau-
sas interrogativas, clímax de acción o un desenlace premeditado. Introducirá
pequeños cuentos o leyendas que le son relatados oralmente, historias ajenas
al relato principal, poemas, enumeraciones, si con ello desea obtener una estruc-
tura sin jerarquías textuales. En fin, las posibilidades se multiplican hasta el
infinito. El relato contemporáneo, como lo define Sofía Carrizo, es ahora un
discurso narrativo-descriptivo en el que predomina la función descriptiva como
consecuencia del objeto final que es la presentación del relato como un espec-
táculo ideal, más importante que su desarrollo y su desenlace9.
Al final, la frontera se hace poco menos que invisible. Se detiene en ella
el espinoso asunto de la verdad, lo que separa la realidad de la ficción y colo-
ca una obra en un apartado u otro, que es, como siempre, un asunto de ver-
dades a medias. Creo que hay que seguir interesándose en la verdad y exigir
a una disciplina literaria basada en ella que sea suficientemente respetuosa
con lo que la sustenta. En la narrativa de viajes que se basa en la experiencia
real del autor es necesario que la verdad parezca verdad y no ficción, pero es
cierto que la verdad, si es escasa en interés, pueda ser dispuesta arbitrariamen-
te de tal manera que parezca una verdad interesante. De esta y otras mixtu-

9 Sofía Carrizo Rueda, “Morfología y variantes del relato de viajes”, en Los libros de viajes en el

mundo románico, Revista de filología románica, Anejo I, Madrid, Editorial Complutense, 1991, p.123.

255
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ras depende la calidad de un texto. La manipulación con fines retóricos de


los diversos grados de verdad es una alquimia sutil que se cuece en el horno
del escritor, y si es satisfactoria le damos el nombre de literatura.

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