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Nota del traductor: Emil Brunner (1889-1966) fue uno de los exponentes más claros del

movimiento teológico que prevaleció durante el siglo XX en Europa y Norte América que se
llama la Neo-ortodoxia. El fundador principal del movimiento fue Karl Barth (1886-1968), pero
el que popularizó el movimiento en nuestros continentes fue Brunner. Es prácticamente
imposible leer los autores neo-ortodoxos sin dejar de reconocer que ellos representan un radical
rechazo de los conceptos principales del Liberalismo protestante que rigió el pensamiento
dominante durante casi todo el siglo diecinueve y la primera parte del veinte. El optimismo
respecto a las posibilidades y el futuro del hombre fue una de las características principales del
movimiento liberal. Tanto Brunner como Barth recibieron su formación teológica de los
maestros liberales. Sin embargo, ellos, como consecuencia de la observación de las cosas
horrendas que ocurrieron durante la Primera Guerra Mundial, pudieron darse cuenta que los
postulados del Liberalismo teológico eran falsos, sobre todo, su creencia en los ilimitados
poderes y capacidades del hombre moderno para forjar un utópico mundo perfecto sin la
intervención directa de Dios.
Este pequeño libro de Brunner, fruto de algunas conferencias dictadas en Escocia,
arremete contra los postulados del Liberalismo. Las conferencias reflejan el contexto histórico
en que fueron impartidas: la Europa que recién acababa de experimentar los estragos de la
Segunda Guerra Mundial. Brunner dictaba conferencias ante un auditorio que también conocía la
destrucción ocasionada por la guerra, estudiantes escoceses. Fue precisamente la Segunda Guerra
Mundial que rompió el globo de optimismo del movimiento teológico del Liberalismo.
El movimiento, fundado principalmente por Barth y Brunner, se llama Neo-ortodoxia,
porque vuelve muy adrede a las bases escriturarias de la fe cristiana y a la Reforma. Estas dos
son las bases que aluden a su carácter ortodoxo. El prefijo “Neo” implica que no es una
corriente idéntica a la ortodoxia protestante clásica, sino que es en sí algo nuevo. Lo nuevo es la
plena aceptación por los fundadores, Barth y Brunner, de la crítica escrituraria, cosa que no era
característica de la antigua ortodoxia. Esta crítica nació en el seno del Liberalismo, pero ambos
voceros del movimiento neo-ortodoxo valoraban las contribuciones hechas por sus predecesores
en este sentido.

Observaciones respecto a Brunner:

1. El inglés de Brunner era deficiente, y éste confiesa su necesidad de ayuda en este sentido.
Las conferencias se dictaron en inglés, pero es muy obvio que la sintaxis es alemana.
Esto crea bastante dificultad para cualquier traductor. Las oraciones larguísimas,
complejas y enredadas también dificultan una traducción clara. Donde era posible,
procuré dividir algunas de las oraciones para que fuesen más fáciles de leer. Soy el
primero en admitir que no siempre tuve éxito.
2. Por difícil que le parezca la lectura de este pequeño libro, espero que el estudiante serio
de la teología se dedique a escarbar lo suficiente como para encontrar las verdaderas
joyas que aquí se albergan.

Roberto Fricke S., PhD


Rector y profesor jubilado del Seminario Teológico Bautista de Costa Rica

1
EL ESCÁNDALO DEL CRISTIANISMO: EL EVANGELIO COMO PIEDRA DE
TROPIEZO PARA EL HOMBRE MODERNO

Por Emil Brunner

Traducido al castellano por Roberto Fricke S., PhD

2
CONTENIDO

Prólogo

La revelación histórica

II

El Dios Trino

III

El pecado original

IV

El mediador

La resurrección

3
Prólogo

Estas cinco conferencias fueron dictadas como las Conferencias Robertson bajo los auspicios y por la
invitación del Trinity College, Glasgow, en marzo de 1948. Recuerdo aquellos días, y particularmente
la amabilidad de la Facultad Teológica y el Rector del Trinity College, el Profesor W. Fulton, con gran
agradecimiento. ¿Se me permite esperar que los lectores reciban estas conferencias con la misma
acogida e interés que los oyentes? Estoy convencido que por lo menos el tema no ha perdido nada de su
actualidad. Quisiera expresar mi agradecimiento al Editor de la S. C. M. Press, el Rvdo. R. Gregor
Smith, que invirtió mucho tiempo para que mi inglés fuese legible.

Emil Brunner

4
I

La revelación histórica

Al procurar formular el propósito y el tema de estas conferencias, he vacilado entre la


forma plural o singular de la palabra “escándalo”. Ya que cada una de las cinco conferencias
trata de un aspecto específico del mensaje cristiano que pudiera llamarse un escándalo—en un
sentido que podré justificar y definir al rato—puede decirse que hay muchos escándalos. Por otro
lado, aunque el tema de cada conferencia es específico, todas tienen en común lo que significa la
palabra “escándalo”.
Usar esta palabra con referencia al mensaje cristiano al principio suena extraño y hasta
provocativo. Se usa aquí en su sentido neotestamentario original. San Pablo, hablando en el
primer capítulo de la Primera Epístola a los Corintios del meollo de su evangelio entero, dice que
es un escándalo, es decir, una piedra de tropiezo u ofensa, y una necedad para el hombre
irredento. El mensaje de Cristo, pese al hecho de que sea buenas nuevas para todo el mundo, es
algo contra el cual el hombre natural no puede sino reaccionar y rebelarse. ¿Por qué será así?
En la narrativa de los evangelios sinópticos leemos vez tras vez que Jesús, al acercarse a
personas posesas por demonios, encontraba una máxima resistencia, como si fuera un enemigo
que procuraba entrar a un territorio no suyo, y por ende tenía que ser resistido. Ese territorio, el
alma humana, ya está ocupado por un espíritu maligno que la reclama como su propiedad
legítima, hablando así de sus derechos de prioridad, teniendo así un dominio absoluto sobre ella.
Según la enseñanza neotestamentaria, tal posesión por un poder oscuro, que esclaviza el alma del
hombre, no es una condición excepcional hallada únicamente en los “posesos”—aunque la suya
puede ser una forma particularmente grave y extrema. Pero es la condición del hombre natural
como tal, que por su pecado, es decir, por su separación de Dios su creador, se ha hecho un
esclavo del reino de las tinieblas y de su rebelión contra Dios.
Tal cuadro del hombre natural, desde luego, es perturbador para el hombre preparado
promedio de nuestra era. Puede decirse, no obstante, que los terribles sucesos que el mundo ha
experimentado durante los últimos decenios y otros similares que, desdichadamente, parecen
aguardarnos en el futuro, han hecho que muchos de nuestros contemporáneos sean muy
escépticos respecto a la postura moderna típica, esto es, que el hombre es bueno, y más
dispuestos a reconocer que, después de todo, hay más verdad en la enseñanza neotestamentaria
que en la de Rousseau y sus seguidores. Desde 1917 en particular, es decir, desde el comienzo
de la era de los estados totalitarios, el mundo ha experimentado tal brote de fuerzas demoníacas
que el cuadro autocomplaciente del evolucionismo optimista ha sido desacreditado como el
verdadero cuadro de la naturaleza humana, por lo menos respecto a las manifestaciones
específicas más recientes de esa naturaleza.
Sin embargo, si profundizáramos en los hechos históricos conducentes a esta última fase
de la historia humana, descubriríamos el hecho que hay un desarrollo espiritual más o menos
continuo que conduce a ella y se funde en ella. El desarrollo espiritual del mundo occidental, que
podemos caracterizar por palabras como secularismo, naturalismo, y nihilismo, tenía que

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terminar en estas catástrofes y cataclismos. Otra vez, tras este movimiento moderno que se aleja
de Dios y su ley, fundamentalmente no hay nada más sino lo que la Biblia llama el pecado.
Tenemos que darnos cuenta de que para el Nuevo Testamento el concepto del pecado no
es, como en nuestro uso moderno de la palabra, meramente moral, sino que encierra toda la
existencia del hombre con todo su entendimiento de sí mismo y de la totalidad de la vida,
digamos, su filosofía, sus ideologías, su religión tanto como su vida personal. Ya que toda su
existencia es pervertida, bajo el control de fuerzas negativas, tiene que resistir el evangelio de
Cristo. Esa es la razón por la que San Pablo habla de la necedad y el escándalo del mensaje de
Cristo, y es en este sentido que la ocupa.
Ahora bien, esta hostil disposición atea del hombre respecto al evangelio tiene su forma
específica y su expresión en cada era. También, tiene una dinámica diferente en las distintas eras.
Esto es particularmente cierto en la era moderna—por razones que no puedo analizar ahora—que
muestra ser tierra especialmente fértil para el desarrollo de poderes negativos. La mentalidad
moderna tiene sus argumentos específicos contra la verdad evangélica, y por lo tanto el
escándalo es también de una naturaleza específica. El hombre moderno se ofende por el mensaje
del evangelio no exactamente como en otros tiempos, a pesar de que la naturaleza básica de su
oposición es la misma que la que describen los apóstoles y el mismo Señor.
Es con referencia a estas antítesis específicamente modernas que voy a procurar
desarrollar algunas de las más importantes y a la vez algunas de las más escandalosas doctrinas
del Cristianismo. Son la revelación histórica en esta primera conferencia, el Dios Trino en la
segunda, el pecado original en la tercera, el Mediador en la cuarta y la Resurrección en la
quinta.
Entre la gente culta de nuestro tiempo hay un número creciente de personas que
reconocen la importancia de la religión para la vida socio-espiritual de la humanidad y que no
distan mucho del pensar y el sentir religiosos. Entre ellos hay muchos para quienes la religión
significa algo esencial e indispensable. Se puede decir con seguridad que el movimiento
materialista y aun los del agnosticismo y el positivismo han pasado su clímax. Entre los líderes
intelectuales de nuestro tiempo encontramos más y más hombres que profesan alguna fe
religiosa. Sin embargo, si les preguntáramos lo que ellos quieren decir por su religión, sus
respuestas no tan sólo son muy diferentes sino que en la mayoría de los casos son curiosamente
indefinidas. Solo en un punto hay consenso de opinión—en el repudio de toda religión
dogmática. Si examinamos con mayor precisión lo que significa este repudio de la dogmática,
descubriremos que fundamentalmente es repudio a la revelación histórica. Es esto lo que les
separa de una fe cristiana definida. Ellos rehúsan adherirse a algo que ocurrió una vez: ellos
buscan lo inmediato religioso. Ciertamente, buscan lo divino, lo eterno, un significado supra-
histórico para todo lo que hay y todo lo que sucede; buscan apasionadamente lo
trascendentalmente divino, queriendo entrar en relación con ello, siendo así conmovidos,
llenados, inspirados y elevados por ello. Pero quieren que esta experiencia de lo divino sea algo
presente e independiente de cualquier cosa del pasado. La conexión esencial de la fe cristiana
tradicional con la historia pasada, con una personalidad y ciertos sucesos de tiempos lejanos, les
parece superflua y embarazosa, indigna e insegura. Ellos buscan lo eterno como algo más allá del
tiempo y por lo tanto no dentro del tiempo; buscan lo divino como algo realmente divino y por lo
tanto no ligado al hombre; buscan la experiencia de lo divino aquí y ahora y por ende no
mediado por algún allí y entonces; esto es lo que buscan. Ellos concuerdan con Fichte: “No es lo

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histórico sino lo metafísico lo que salva.” O están de acuerdo con Lessing: “Hechos históricos
nunca pueden ser pruebas de la eterna verdad de la razón.” Y todos están de acuerdo con Albert
Schweitzer, que siendo historiador y conociendo demasiado bien lo indigno de confianza y lo
incierto de toda tradición histórica, busca el fundamento de la religión en algo que esté más allá e
independiente del conocimiento histórico y la duda histórica. Por consecuencia, la forma de
religión hacia la cual el hombre moderno se inclina es el misticismo, siendo la religión mística la
religión de lo inmediato, de la pura presencia, libre de nexos históricos. O puede ser una religión
semejante a la que se halla en la doctrina platónica de ideas eternas, conocimiento de una
profundidad divina en su discernimiento místico de una eterna verdad atemporal, un
conocimiento escondido dentro de su yo más profundo. O, finalmente, puede ser aquel teísmo
racional que encuentra al Creador en el orden de la naturaleza, y el Legislador moral en la voz de
la conciencia. Partidarios de esta clase de teísmo también hablan de la revelación, porque ellos
saben que sólo una religión basada sobre la revelación puede pretender tener la verdad. Pero esta
revelación debe independizarse de la historia, debe estar en todas partes y en todo tiempo. Este es
el profundo abismo que separa la religión moderna de la fe cristiana.
¿Qué más puede significar la palabra Cristiana sino esta conexión con un evento y una
persona históricos como el centro de esta religión? Fe cristiana es fe en Jesucristo como la
revelación suprema de Dios. No se puede creer como cristiano sin mirar o señalar este evento del
pasado, sin encarar la revelación divina como algo que sucedió allí y entonces. La pregunta,
pues, que los hombres modernos nos hacen y que surge en cada uno de nosotros, que, por ende,
no podemos evadir es: ¿Por qué esta dependencia de la revelación histórica? ¿Por qué su énfasis
sobre un evento histórico? ¿Qué creen tener Uds. los cristianos en sus revelaciones históricas que
nosotros—en su opinión—no tenemos? ¿No será al revés, que su conexión con la historia sea un
impedimento, una barrera, algo negativo en lugar de algo positivo, un bochorno y no una
ganancia? ¿Por qué se aferran a eso por encima de todo?
La primera respuesta a esta pregunta es muy sencilla: porque allí y en ningún otro lugar
encontramos la revelación divina. El Dios en quien creemos es el que no puede encontrarse en
ningún otro lugar sino en Jesucristo. Si Ud. pregunta por qué creemos en esta revelación y en
este Dios y no en lo que Ud. llama revelación y Dios, contestamos simplemente que este Dios se
ha apoderado de nosotros por esta revelación y por esta verdad y realidad nos ha dado la
convicción de su verdad y realidad. Creemos como los cristianos siempre han creído, no porque
se nos ha enseñado así sino sólo porque nuestra fe procede sólo de allí, y se engendra de allí vez
tras vez.
Esta es la primera respuesta, pero no es la totalidad de nuestra respuesta. Podemos y
debemos decir lo que este elemento histórico nos significa, y esta respuesta la procuraremos dar
en lo que sigue.
1. El evento histórico, esa cosa irracional que es dada, corresponde exactamente con el
hecho irracional de nuestro pecado. Algo ha sucedido en nosotros, ya no vivimos en la inocencia
original de la creación divina, hemos llegado a ser—y este es el secreto aciago de nuestra
existencia—pecadores. Algo anda mal, hay un defecto, una grieta se ha hecho en la creación
divina. No nos preguntamos ahora ¿cómo, cuándo, dónde esto tuvo lugar? (puede que hablemos
de ello más tarde, pero por el momento no tiene importancia). Si es cierto que el pecado sí existe
y que el pecado es culpa, entonces ese defecto, esa anomalía, esa perversión de lo que debe ser es
un innegable hecho irracional. ¿Qué significa eso? Supongamos que por alguna revelación

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inmediata conocemos lo que Dios es—una suposición que, como veremos más tarde, es muy
dudosa—cosa que podemos conceder para cuestiones de argumentación. Por el momento, pues,
una segunda pregunta aún tiene que contestarse, aquella pregunta que lo significa todo, es decir,
¿cómo se relaciona este Dios con nosotros después de esta rotura? Esto no puede llegar a
saberse por ninguna eterna revelación atemporal. Tal revelación atemporal, digamos por medio
de la naturaleza, cuando más sólo nos puede decir quién es Dios, el Dios Creador, el Dios que
quiere que vivamos conforme a su ley de la creación. Esta revelación puede que nos informe
cómo Él se relaciona con nosotros siempre y cuando permanezcamos dentro de su orden de
creación, pero nunca nos puede decir cuál es su relación con nosotros después de haber
quebrantado nosotros este orden. El pecado significa que hemos creado una nueva situación, una
situación histórica irracional, que no puede deducirse de cualquier orden original, sino, por el
contrario, por una contradicción de este orden original. Por lo tanto, ese conocimiento primitivo
que se relaciona con la situación primitiva no nos da ninguna luz. La conciencia, por ejemplo,
puede decirnos lo que pide Dios, lo que debemos hacer, pero no nos puede decir cuál es la
relación de Dios con aquellos que se han hecho desobedientes a su mandamiento. Si se me
permite usar tales términos humanos, no nos dice cómo Dios reacciona a la nueva situación
creada por nosotros.
2. Existe la posibilidad de postular la reacción de Dios, deduciéndola de una concepción
dada de Dios. Así pudiéramos decir que Dios es un Creador benévolo, por consiguiente él no
dejará que perezcamos, él no dejará que sus criaturas perezcan por haberle sido desobedientes; él
no puede hacer eso, porque es bondadoso; él pasa por alto sus culpas, él los perdona
“naturalmente”. Sustancialmente, esta deducción no difiere de aquella infame frivolidad del
mofador Heine en su lecho de muerte: “¡Dieu pardonnera, c’est son métier!” Cualquiera que
tenga una comprensión del peso de la palabra pecado y de las palabras majestad divina y
santidad, sabrá sin más que estas palabras de Heine son la blasfemia más crasa del mundo. Que
Dios perdone o no, no lo podemos saber solos, ni tampoco por ningún inmediato conocimiento
atemporal. Al igual que tuvo lugar el pecado, así el perdón tiene que tener lugar, de no ser así
permanecemos en una incertidumbre absoluta respecto a la relación de Dios con nosotros, como
los rebeldes pecaminosos que somos.
3. De hecho, el cuadro de esa religión inmediata de la que hablamos, sea ésta mística,
especulativa o moralista, corresponde exactamente con nuestra conclusión. No tiene respuesta
para el problema de la culpa. El perdón no juega ningún papel en ella. Se ignora totalmente la
cuestión de culpa. Es decir, aquel hecho irracional del pecaminoso es ignorado, justo como el
niño que miente a su madre piensa que ella no lo tomará en serio y se olvidará de ello pronto. Es
una conclusión llamativa, pero, teniendo en cuenta lo que dijimos, no es sorprendente sino
bastante inevitable, que la cuestión de la culpa y el perdón no juegue papel alguno en la religión
idealista, mística, racionalista y moralista. La relación de Dios con nosotros se establece, o se
cree establecerse, de manera que no muestre rastro de esa ruptura. Cosas muy diferentes parecen
asumir importancia—la expansión del yo finito hacia la infinitud, el conocimiento de la verdad
divina original que no tiene relación ninguna con mi ser personal o situación personal, la
experiencia de la presencia divina en la que no importa que yo sea pecador o culpable. La
religión de lo inmediato, pues, no se preocupa por la revelación histórica, así como tampoco se
preocupa por el elemento histórico de mi situación, es decir, mi pecado y mi culpa. Lo trata
como si no existiera.

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Por consiguiente, esta religión de lo inmediato es esencial y necesariamente una religión
de auto-salvación. Ya que esta aserción parece estar en contradicción con por lo menos algunas
formas de religión, es necesario hacer algunas modificaciones. La expresión más obvia de la
religión auto-salvadora se halla en aquella clase de religión a la cual Kant en su libro Religión
within the Limits of Pure Reason le da expresión clásica. Esto es aun más sorprendente, ya que
en ese mismo libro Kant ha hecho algo que casi ningún otro filósofo hiciera. Con base en un
análisis crítico muy atinado del concepto y el hecho del mal moral, lo que él llama el mal radical,
que viene siendo una tendencia hacia la impiedad o una conspiración con ella, la cual se halla en
todo hombre, cosa esta no explicable sobre la base de la naturaleza puramente sensual o animal
del hombre. Este mal moral, dice Kant, es un hecho espiritual. Es una desobediencia a la ley
moral cuyo origen él tajantemente declara ser no tan sólo desconocido sino incognoscible. Por
ende, para poder sacarse de este mal moral hace falta no tan sólo una serie de actos morales, sino
también, como lo expresa Kant, una revolución de disposición, un cambio fundamental de
nuestra condición moral. Es bien sabido cómo, por medio de esta doctrina del mal radical, Kant
provocó las protestas más fuertes de casi todos sus contemporáneos. Por ejemplo, Goethe le
reprochó por esta transigencia imperdonable con la doctrina cristiana del pecado original, y le
acusó de ser traidor, pero esto evidentemente sin tener en cuenta el hecho de que Kant mismo no
se inclinaba a deducir las consecuencias de su propio descubrimiento. Porque, según Kant,
¿quién es el que produce esa revolución moral? Nadie más sino el hombre mismo. Hay algo en él
que no parece estar manchado por ese mal radical. El grano más interior, aquella autonomía
moral de la voluntad por la que el hombre se da a sí mismo la ley moral, está intacto; a partir de
esta base de operación—si se me permite describirla así—la revolución de la condición moral se
hace posible. Es el mismo hombre que es capaz de desenredarse del mal y de ponerse a sí mismo
en una actitud moral que agrada a Dios. La auto-salvación así se hace evidente.
4. Más importante aun que esta racionalista forma kantiana de religión es el misticismo.
No hablo ahora del así llamado misticismo cristiano, sino de aquel misticismo original, tal y
como lo encontramos más o menos idénticamente en la India, en Persia, en Grecia y también en
tiempos modernos. El misticismo en su estructura lógica es el mismo en todas partes y en todo
tiempo. Su propósito es el de descubrir el conocimiento o experimentar emocionalmente la
unificación completa con el ser divino por ahondarse en las profundidades del alma y por
desenredar el alma de toda impresión del mundo exterior. Esta es la vía mística, y es el camino
tomado por el mismo hombre, sean las que fueren las distintas etapas hacia las profundidades; es
el hombre y siempre solo el hombre el que coge este camino. Ciertamente, se piensa en Dios
como de alguna manera activo, pero esta actividad consiste meramente en un proceso similar al
del aire que entra en un cuarto al abrirse la ventana; es el hombre que abre la ventana, es el
hombre el que vacía su alma por la vía mística, el que, por consiguiente, crea las condiciones
para lograr que lo divino entre. Esta es la religión de auto-salvación por medio del procedimiento
místico.
5. Parece ofrecerse una excepción a esta regla en el así llamado misticismo gracioso de la
India, tal y como lo encontramos en la doctrina bhakti del Hinduismo. Aquí encontramos que la
palabra gracia juega un papel importante y tiene una fórmula que parece paralelar exactamente la
doctrina agustiniana y luterana de sola gratia Esta doctrina parece establecer la total pasividad
del hombre y la sola actividad de Dios de la manera más extrema en la así llamada regla del gato
en contraste con la así llamada regla del simio. Según la regla del simio, el hombre se comporta

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como un mono joven que se ase a su madre por su propia fuerza, rescatándose del peligro. Según
la regla del gato, en cambio, la situación del hombre es como la del gatito llevado en la boca de
su madre, siendo llevado a la seguridad por sólo su acto. Por consiguiente, puede que
interpretemos esto, en términos de la tradición occidental, como una concepción de la gracia
extremadamente agustiniana o luterana opuesta al semi-pelagianismo o al sinergismo lo cual
significa una religión radical de la gracia sin transigencia, un rechazo radical de la auto-
salvación.
Pero si miramos más detenidamente, vemos que en realidad lo que sucede no difiere de lo
que sucede dondequiera en el misticismo. El hombre se da a sí mismo por medio de la
meditación mística a la realidad divina. Hablando negativamente, la cuestión de culpa y perdón
no se presenta aquí. El único interés es la unificación con lo divino. No se aprecia ninguna
ruptura entre Dios y el hombre, ninguna nueva creación, ningún perdón de culpa. Lo que quiere
decir por la gracia, por la absoluta pasividad del hombre y la actividad exclusiva de Dios, es la
expansión del yo humano y su sumersión en lo divino. Es verdad que esta unificación se
interpreta en términos de la acción de Dios y no la del hombre. Pero la actividad divina, la gracia
divina, consiste meramente en llenar lo que estaba vacío, en dar al hombre lo que no tenía; no
hay cuestión de la ruptura entre el hombre y Dios, no hay nada acerca del perdón del pecado. No
hay ninguna salvación, ninguna redención de aquello que está como obstáculo entre Dios y el
hombre. Todo el proceso significa únicamente un suplir, un perfeccionar de la condición del
hombre. Si esto es cierto respecto a la religión bhakti, más aun es verdad respecto al misticismo
moderno en el cual la experiencia de lo infinito, lo ilimitado, lo atemporal de la divinidad es
central—como por ejemplo en el misticismo natural de Whitman o el misticismo idealista de
Emerson. Por diferentes que sean todos estos tipos de religiones modernas, están de acuerdo en
un punto: no juegan ningún papel la culpa, o sea, la situación negativa ocasionada por la
desobediencia y el perdón de la culpa, la nueva situación creada por el acto de Dios al remover el
obstáculo y en la sanidad de la ruptura.
6. Se ha aclarecido esta sola cosa: la religión de lo inmediato, que no se relaciona con la
revelación histórica y piensa que ésta sea su privilegio, hace caso omiso del hecho central de la
existencia humana, es decir, que el pecado nos separa del Dios Santo. Si es cierto que el hombre
es pecador, si es verdad que él es incapaz de sanar la ruptura que su pecado ha abierto entre sí
mismo y el Creador, si es verdad que él está involucrado en una culpa de la cual no puede
librarse: si todo esto es verdad, entonces la religión de lo inmediato es una falsificación de la
situación humana y se hace posible sólo con base en el poder de esta falsificación.
Esto se aclara en el reconocimiento hecho por la fe en la revelación histórica. Cuando
como cristianos decimos que sólo por una intervención de Dios, por su creación de una nueva
situación, puede establecerse la comunión con Dios, reconocemos que sí existe una ruptura entre
Dios y el hombre.
Por eso la revelación histórica es un gran escándalo o piedra de tropiezo para el hombre
natural. El hombre, lleno de auto-amor y auto-orgullo, no quiere ser descubierto, porque no
quiere que su orgullo se afecte. Reconocer la revelación histórica quiere decir reconocer que la
verdad no está en nosotros, que una relación correcta con Dios no puede ser establecida por
nosotros; que la ruptura entre Dios y nosotros es de tal naturaleza que nosotros no podemos hacer
nada para remediarla. Por otro lado, la religión de lo inmediato, sea de la clase mística, la
racionalista o la idealista, significa que las presuposiciones necesarias para establecer una

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correcta relación con Dios, o sea, remover el obstáculo entre nuestra actual condición normal,
están en nosotros. Ya que es el interés apasionado del hombre natural, el hombre de un natural
auto-amor y auto-orgullo, guardar lo inmediato y así evitar la admisión de su incapacidad, éste
procede para desacreditar la revelación histórica. Atacado por el evangelio, procede a emplear el
antiguo refrán estratégico, que el ataque es la mejor defensa, y así comienza a atacar. Este ataque
lo conduce según las siguientes maneras.
1. Toda revelación histórica, como toda tradición histórica, puede aportar sólo una
certeza condicional y no la incondicional. Por ende, la religión no puede o no debe relacionarse
con la historia. Al dirigirse contra la fe cristiana, este argumento deriva su fuerza del hecho del
estudio crítico de la Biblia la cual, se afirma, ha sacudido los fundamentos históricos de la fe. No
hay nada en las historias evangélicas, sin hablar del Antiguo Testamento, que esté libre de la
duda. Todo está bajo el fuego del examen crítico. El criticismo bíblico ha convertido el mundo
de los históricos hechos bíblicos en un montón de escombros. ¿Quién se atrevería a construir la
fe sobre tales escombros?
2. El segundo argumento avanza aun más. Lo histórico es en sí mismo relativo; ningún
absoluto jamás puede ser o llegar a ser histórico. Strauss dice “La idea no se interesa en verter
toda su plenitud en un solo individuo y así ser tacaño hacia los demás.” Puede ser que Jesucristo
haya expresado la verdad divina en grado alto, en un grado superlativo, aun en el grado máximo,
pero no la habría agotado. Aun él permanece como un hombre de la historia, y por lo tanto
meramente una expresión relativa de lo absoluto. A la inversa, el hacer que sea absoluto un
hecho histórico o una persona histórica es mitología. La idea de que Dios llegue a ser hombre,
que entre los años 1 al 30 la salvación del mundo, una vez para siempre, haya tenido lugar, que
Jesucristo no sea el primus inter pares, sino el único fuera de serie, que él sea el Dios-hombre, el
Mediador, todo eso es mitología, mitología transformada por una personificación falsa, por el
hacer absoluto un evento histórico, convirtiendo así una verdad eterna en una historia divina. “La
historia divina” es un mito. Un Dios que llegue a ser hombre, un Dios-hombre que sea Verbo
hecho carne, todo eso es mitología, insoportable para el hombre pensante, aunque para la
mentalidad primitiva sea una forma adecuada de comprensión de la verdad ideal. La idea de un
ser divino que llegue a ser hombre no puede reconciliarse con la idea de la eternidad inmutable
de la Deidad; es un ataque contra la sublimidad de la idea de Dios.
3. El tercer argumento es que creencia en una revelación histórica hace que la fe sea
irracional y hace que los fieles sean intolerantes. ¿Qué clase de Dios es éste, que un día en el año
1 o 30 le da a la humanidad lo que desde hace mucho ésta debiera de haber tenido para su
salvación? Esta arbitrariedad de revelación histórica, que ofrece en un punto dado de la historia
para un mundo en tinieblas, pero deja que el mundo anterior a ese evento y el mundo fuera de él
esté en oscuridad, es insoportable para nuestro sentido de justicia divina. Por otro lado, la
aserción que los cristianos solos poseen la plena verdad divina tiene que hacerles arrogantes e
intolerantes para con los demás que no pueden hacer nada para remediarlo: simplemente no son
los privilegiados, y su religión tiene que ser desvirtuada como una superstición y un mero
paganismo.
Que yo sepa, estos son los argumentos principales que desde el tiempo de Celso se han
hecho contra la fe cristiana, contra su mismo centro. ¿Cuál es nuestra respuesta?
1. Al primer punto contestamos: Ciertamente, las tradiciones son de certeza meramente
relativa, están abiertas al criticismo histórico, aun al escepticismo histórico. Como sabemos, eso

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es verdad tocante a las historias evangélicas, y se debe reconocer. El criticismo histórico ha
transformado los evangelios en un campo de escombros, y todo esfuerzo por restaurar una
armonía evangélica y todas las protestas del fundamentalismo son vanas. No obstante, es cosa
curiosa que el reconocimiento de este hecho no ha podido sacudir la fe cristiana de algunos de
los historiadores más críticos. El Jesús que nos encuentra en estas tradiciones fragmentarias y
precarias es para ellos, y para nosotros, como siempre era, el Cristo, el Hijo de Dios, el Dios-
hombre, y la incertidumbre del conocimiento histórico como tal no cambia el hecho que la fe en
él conlleva una certeza absoluta. Si preguntamos cómo esto será posible, la respuesta tiene que
ser que Dios, aun por estos testimonios históricamente precarios, puede traer ante nosotros a su
Hijo como el Verbo encarnado, y testificar de él por su Espíritu, de manera que nos llena de
certeza absoluta. La certeza de la fe estriba en otro plano que la certeza secular de hechos
históricos. Aunque para el historiador las tradiciones evangélicas, consideradas como
documentos históricos, contienen sólo una certeza relativa, llegan a ser para el creyente por el
Espíritu divino el instrumento de la Palabra de Dios, la cual en sí misma tiene absoluta certeza, al
igual que—para usar una ilustración terrestre—la hermosura sin par de una sinfonía de Mozart
puede alcanzarnos aun por el medio muy precario de un disco.
2. Al segundo punto contestamos: La cuestión del mito divide los espíritus. Aquí es
donde tiene lugar la decisión. Para el pensar racional, no tan sólo el que Dios llegue a ser hombre
sino que cualquier pensamiento de un Dios que tome una iniciativa en el mundo, es mitología. El
argumento del mito se extiende hasta la idea del viviente Dios personal como tal. Si Dios es una
idea, entonces se mantiene en pie este argumento. Una idea nunca puede ser expresada
completamente por lo finito, y toda expresión de la idea es mera y relativamente diferente de
otras. Pero si Dios no es una idea, si él es un Dios viviente, como testifica toda la Biblia,
entonces su intervención en la historia, su llegar a los hombres, el llegar a ser hombre el Hijo de
Dios, no es mitología sino la manifestación del auto-movimiento divino, de la vida divina que es
esencia de su ser. Puede decirse que la creencia en la revelación histórica engendra también otro
concepto de Dios que difiere de aquellos sostenidos por todo misticismo, racionalismo o
especulación idealista. Se dirá más acerca de eso en la siguiente conferencia. Pero la idea no tan
sólo de Dios sino también del significado y la meta de la existencia del hombre es diferente en
los dos casos. En el primero (misticismo), donde se piensa en Dios como una idea atemporal, la
meta final es unidad, mientras en la fe bíblica la meta es comunidad. En el primer caso el
significado de la vida es conocimiento, en el segundo el significado es amor. Desde la óptica de
la idea racional de Dios, la fe cristiana es falsa, pero también desde el punto de vista de la fe
cristiana, la idea racional de Dios es falsa. Ninguna de las dos cosas puede ser probada. La
decisión es la decisión de la fe. Es decir, sea que creamos en la una o la otra depende de la
revelación histórica, si ésta hace que respondamos o si la evadimos. Asiéndose de la idea
racional de Dios, uno puede escapar de la humillación y la dependencia, y se puede asirse a eso
mientras se quiera escapar. Pero el momento en que no se puede escapar sino que se acepta la
humillación, la idea racional se desmorona en unión con todo el argumento de mitología. La
decisión, pues, no es otra sino si se acepta o se rechaza la apelación de pecador.
3. Al tercer punto, ¿Por qué Dios eligió a Israel de todos los demás pueblos como el suyo,
por qué el Hijo de Dios se hizo hombre entre los años 1 al 30 en la Palestina y no mucho tiempo
antes en la China o la India, y a todo tiempo y ahora podemos agregar, por qué Dios hizo este
mundo y no otro? ¿Por qué hizo bestias grandes y pequeñas, estrellas grandes y pequeñas? ¿Por

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qué creó criaturas irracionales innumerables y tan pocas criaturas racionales? Para todas estas
preguntas no tendremos respuesta en esta vida, pero no pueden hacerse por el que se arrodille
ante la majestad y la omnipotencia de Dios el Creador. No vivimos con Dios en una democracia
del cielo y la tierra. En una democracia cualquier ciudadano en cualquier momento puede pedir
cuentas del gobierno respecto a lo que hace. Sin embargo, no vivimos en una democracia en este
mundo sino en una absoluta monarquía, y entre Dios y nosotros no hay otra igualdad sino aquella
que era la dádiva gratuita, que él nos otorga, haciéndonos a la imagen de él. La democracia es
buena cosa para ordenar relaciones humanas, pero la idea de igualdad, cosa que es básica en ella,
no puede aplicarse a la relación entre Dios y el hombre para que así se pueda llamar a cuentas a
Dios el Creador como se le llama a cuentas al presidente o el primer ministro. El fin de la
verdadera reverencia es igualmente el fin de la verdadera religión.
En cuanto al reproche de la intolerancia y la arrogancia, hay un malentendido. Al que se
le ha dado la gracia como hombre pecador y que ahora quiera compartir esta gracia con sus
congéneres—esa gracia que recibe sin merecerla—no puede ser intolerante o arrogante. Él será
tolerante y humilde siempre que no se olvide que la verdad que tiene no es suya sino de Dios y
que no es para él solamente sino para toda la humanidad. Desdichadamente, es verdad que muy a
menudo los cristianos sí han tenido esa falsa actitud intolerante y arrogante hacia los no-
cristianos; pero el verdadero espíritu misionero que surge del amor de Cristo para la humanidad
es el contrario de la arrogancia y la intolerancia. De hecho, podemos decir que el amor que se
funda en Jesucristo es el único antídoto seguro contra la arrogancia e intolerancia, porque este
amor brota de la humillación del hombre, que confiesa que la verdad no está en él, sino que le
llega, que le ha llegado, y tiene que llegarle siempre si es que va a permanecer en ella. Y esa
verdad nunca puede ser propiedad suya, sino que siempre es un regalo de la misericordia divina.
Por consiguiente, la cuestión de que si necesitamos la revelación histórica o no, es una
cuestión que es decidida por la fe únicamente; una cuestión, pues, que no se decide en su pro y
su contra intelectuales sino sólo en esa decisión última que reclama la totalidad del hombre, es
decir, si nuestro honor y justificación estriban en nosotros o si tenemos que recibirlos desde fuera
de nosotros. Sabemos ahora porqué la fe tiene que decidir así. Y esta tiene que ser la última
palabra respecto a este asunto.

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II

El Dios Trino

Nunca ha habido tiempo en la historia en que el hombre no adorara a algo divino. La idea
de que hay una realidad supra-humana parece brotar por cierta necesidad en la mente del
hombre, y no falta aun cuando se le rechaza como una mera fantasía o como característica de una
etapa inferior en la evolución del conocimiento humano. Encontramos la idea de Dios en dos
esferas de la vida espiritual, primera y principalmente en la de las religiones, eso es, en los ritos
de adoración que forman parte de la vida de las naciones y unidades aun más grandes,
imponiendo sobre su vida cierta estructura uniforme. Segundo, la encontramos en la esfera del
pensamiento filosófico individual, como parte de los sistemas metafísicos de eminentes
pensadores individuales, que en conexión con sus investigaciones en los principios últimos del
ser, se han visto obligados a reconocer la idea de un ser divino, o sea, del carácter divino del ser
como una ineludible parte necesaria e integral de su sistema.
En la esfera de las religiones la idea de Dios demuestra una variedad casi ilimitada. Hasta
cierto punto, esta variedad puede ser clasificada. Sin embargo, parece imposible encontrar un
denominador común entre ellas, puesto que hay contradicciones irreconciliables dentro de la
variedad. Primero, la oposición entre lo personal y lo impersonal. La religión primitiva en la
etapa más baja de su evolución es impersonal. La realidad divina que Otto llama lo numinoso
posee más el carácter de un “ello” que un “él” o “ella”. Es como una fuerza atmosférica que no
puede asirse o una clase de líquido que se imparte a ciertas cosas o que se manifiesta en ciertos
fenómenos. El politeísmo está sobre una etapa más elevada de la evolución. Pero dentro de
distintos panteones encontramos dioses de caracteres muy diferentes, diferentes en disposición y
su manera de comportamiento así como en los rangos que poseen. Hay dioses de las tinieblas, de
las luces, del mal, del bien, dioses superiores e inferiores; hay jerarquías de un vértice más o
menos monárquico con toda una gama de seres de poderes supra-humanos, con medio-dioses o
héroes en la parte inferior de la escala divina que forman una transición a los hombres terrenales.
Dejando de lado esta mitología politeísta y llegando a las así llamadas religiones más altas, las
encontramos con contradicciones similares u opuestas. Vemos en una de las religiones más altas,
más espirituales, la oposición dualista entre los dioses del bien y del mal; o tal vez vemos que
algunos son altamente personales y otros altamente impersonales en su concepción del principio
divino. Aun tenemos, en el Budismo original, el fenómeno extraño de una religión sin Dios. En
todas estas instancias un esfuerzo por combinar estas ideas, aun de la manera más modesta, con
la idea cristiana está destinado al fracaso.
El caso es diferente con las religiones claramente monoteístas, con el Judaísmo e Islam.
Aquí cierto parentesco y semejanza con el Cristianismo no pueden negarse. Puede ser que raíces
históricas en común expliquen en parte este hecho. Difícilmente fuera posible justificar la
aserción de que el Señor del Judaísmo y el Alá del Islam no tienen ninguna relación positiva a la
idea cristiana de Dios. Con todo, cada misionero en los campos misioneros entre judíos o
musulmanes sabe bien que aquí la oposición se arrecia. Es la doctrina del Dios Trino que es a la
vez el centro del pensamiento cristiano en torno a Dios y la causa del rechazo más agudo y más
apasionado por estas dos religiones monoteístas. También, es la doctrina de la Trinidad la que
separa al cristiano de toda idea filosófica, especulativa, racionalista de Dios.

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Como acabamos de decir, no es sólo la religión que produce la idea de Dios. Desde la
doctrina metafísica de los filósofos griegos, siempre ha habido en el occidente una tradición de
teología filosófica, que en el curso de la historia occidental se ha desarrollado a la par de la
concepción cristiana de Dios, tal y como se funda en la revelación bíblica. Estas dos corrientes se
han afectado mutuamente de maneras muy distintas. Algunas veces se han fusionado, a veces la
una ha sido dominada por la otra, a veces—esto ha sido verdad particularmente en los tiempos
modernos—la idea filosófica de Dios prácticamente ha descartado la cristiana, no sólo dentro del
círculo limitado de los adeptos a la filosofía, sino también dentro de las grandes masas de la
humanidad occidental. Puede ser que las formas de esta popularizada idea filosófica de Dios se
hayan hecho muy vagas; sin embargo, sus orígenes en la filosofía, y por ende su diferencia de la
concepción cristiana, son innegables.
Lo que hemos dicho acerca de la enorme variedad de ideas religiosas de Dios también es
verdad respecto a las filosóficas. No hay sola una sino una gran variedad de ideas filosóficas en
torno a Dios. El Dios del Panteísmo es distinto al Dios del Deísmo o al del Teísmo. El Dios de
Platón no es el mismo Dios de Heráclito o de Aristóteles o del Neoplatonismo. El Dios de
Spinoza es diferente al de Leibnitz, al de Kant, al de Fichte, al de Hegel. Aun hasta nuestro
propio tiempo la multiplicación de ideas tocantes a Dios no ha cesado—yo menciono sólo la
teología filosófica de William James y la de Josiah Royce. Ha de notarse que al influenciar las
ideas filosóficas griegas a la doctrina cristiana, así a su vez estas distintas teologías filosóficas de
la era pos-cristiana eran influenciadas más o menos por la concepción de Dios en la tradición
bíblica cristiana.
Por lo tanto, puede parecer una osadía intentar considerar estas distintas ideas filosóficas
acerca de Dios como una unidad y así confrontarlas con la concepción cristiana. Siempre esto es
posible si seguimos la misma línea de demarcación usada entre el Cristianismo y las dos
religiones monoteístas, en el mismo sentido y por la misma razón: el Dios de los filósofos no es
el Dios Trino de la fe cristiana. Por razones de sencillez, no voy a limitar, en lo que sigue,
explícitamente a las concepciones filosóficas de Dios, no tratando así momentáneamente las
religiosas. Volveremos a este aspecto del problema más tarde.
Si decimos que la idea cristiana de Dios es la del Dios Trino, esto quiere decir que el
Dios de nuestra fe es el que se reveló en Jesucristo. La doctrina cristiana de la Trinidad asume su
importancia fundamental para la teología cristiana primariamente en esto, que apunta hacia la
necesaria conexión entre la revelación y la idea de Dios—para ser más exacto, a la relación entre
la concepción bíblica de Dios y la revelación en Jesucristo. La Biblia expresa esto de la manera
más sencilla y comprensible al afirmar que Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Es
decir, el Dios a quien conocemos por su revelación en Jesucristo no es el mismo Dios que
pensamos conocer fuera de esta revelación. La manera por la cual conocemos a Dios implica
entonces otro contenido de nuestro conocimiento. Esto se hace particularmente claro si
comparamos la idea de Dios en la metafísica teología filosófica con la de la doctrina cristiana.
Sea el que fuere el contenido detallado de las ideas filosóficas de Dios, un rasgo
característico les es común: es un Dios creado en la mente de los hombres, un Dios que se
encontró por el proceso intelectual, o, dicho negativamente, no es un Dios que se revela en la
historia. Esta es la distinción en aquel dicho de Pascal que es una parte del documento famoso
que se encontró cuando su muerte, cocido dentro de su chaleco y al cual se le ha llamado su
testamento espiritual. “Dieu d’Abraham, d’Isaac et de Jacob non des philosophes”, el Dios de la

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filosofía no es el mismo de la revelación bíblica. Aunque no supiéramos más nada de la idea
filosófica de Dios que esta sola cosa, que es alcanzada o lograda por el pensar filosófico,
sabríamos así la cosa más esencial, es decir, que este Dios no es un Dios de revelación. El Dios
de los filósofos es una idea dentro de su pensar, un contenido basado en ciertas reflexiones
filosóficas, siendo éstas más o menos una parte integral de su sistema filosófico. Así la idea de
Dios de Platón viene siendo el vértice de su doctrina de los intelechies. Así, la idea neoplatónica
de Dios es el punto terminal de esa especulación que procede por medio de la abstracción desde
los datos concretos de la experiencia sensual hacia aquella abstracción todo-abarcadora, la idea
del ser o el único. De manera que la idea de Dios de Spinoza es idéntica a la concepción
fundamental de su metafísica en la que el concepto de la sustancia, incognoscible en sí, se
manifiesta en dos atributos, como un ser espacial y como un ser conceptual y por ende, da igual
llamarla Dios o naturaleza. O, de nuevo, en los más nuevos sistemas del teísmo filosófico, Dios
es la presuposición necesaria del ser como tal y la naturaleza particular del mundo empírico.
No es nuestra intención negar cualquier justificación, o aun necesidad, de tales teologías
metafísicas. Dejemos que los filósofos decidan la legitimidad de este procedimiento y sus
resultados. No debemos perder de vista del hecho, sin embargo, que existe una pluralidad de
tales sistemas y sus correspondientes ideas de Dios, cada uno de los cuales afirma para sí la
misma necesidad y estrictez de argumento que afirman aquellos que niegan la legitimidad de la
teología filosófica. De modo que, hasta este momento, al igual que durante los últimos 2500
años, las rivalidades mutuas y las denunciaciones de los distintos sistemas han hecho difícil que
uno pueda dar pleno crédito de prueba filosófica a cualquiera de ellos. Lo que ahora enfatizamos
y deseamos demostrar es una sola cosa, que la idea filosófica de Dios es necesariamente distinta
a la de la fe basada en la revelación. Aunque todos los filósofos llegaran al mismo resultado
teológico, y aun si este resultado fuera una idea teísta no-ambigua de Dios, todavía tendríamos
que sostener lo que hemos sostenido, que el Dios de la filosofía es diferente al Dios de la
revelación. Éste no es un Dios que se manifiesta por su propia iniciativa, hablando y actuando en
la revelación histórica. El Dios de la filosofía es, por definición, una idea lograda por el pensar
del mismo hombre. Esto no quiere decir que la idea no afirma para sí una realidad objetiva. Pero
es también claro que este Dios no es un Dios viviente en el sentido del testimonio bíblico, es
decir, en el sentido de una realidad personal que interviene en el curso de la historia humana. No
es un Tú que se dirige al hombre así: “Soy el Señor tu Dios.” Es el movimiento del mismo
pensar del hombre que, a fin de cuentas, alcanza a Dios. La iniciativa, el movimiento que
conduce al conocimiento, está enteramente de parte de la mente humana, no de parte de Dios. Es
un Dios a quien el poderlo alcanzar estriba en las posibilidades del pensar humano. No es un
Dios que entra por su propio movimiento y por su propia iniciativa en el mundo del pensamiento
del hombre desde afuera de las capacidades humanas, rompiendo así, como dijéramos, el globo
cerrado del pensamiento humano. Tal Dios es el que dice: “Yo soy el Señor tu Dios.” La doctrina
filosófica que siempre hasta cierto punto—y ahora más que nunca—se opone a la doctrina
cristiana, afirma como su marca distintiva de verdad que no implica tales concepciones
mitológicas o antropocéntricas como las de un Dios que habla o se mueve. Desde su punto de
vista, esta concepción de un Dios que irrumpa en la experiencia humana y sus pensamientos
desde afuera no es otra cosa sino un antropomorfismo primitivo, cosa que está por debajo de la
dignidad del pensar maduro.

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Por otro lado, es este mismo hecho de la auto-manifestación divina, que abre la estructura
inmanente del pensamiento humano y que abre para el hombre una realidad trascendente que de
otra manera le sería oculta, a la que la fe se aferra. Si por la fe hablamos de Dios, queremos decir
este mismo Dios que se revela como auto-operante, auto-afirmante, auto-descubridor,
desconocido e inalcanzable por clase alguna del ejercicio mental humano fuera de su propio acto
de auto-revelación. Que esta revelación sea una realidad, que realmente es Dios que habla y no
una voz de la propia psique del hombre o su espíritu, interpretada ésta como una revelación—
esto, desde luego, no puede ser probado. ¿Por qué no? Porque el probar es exactamente, por
definición, lo que el pensamiento humano maneja dentro de su propia capacidad y competencia.
Lo que sea capaz de probar es por definición inmanente en el pensamiento, al igual que la
revelación, por definición, transciende el pensamiento y por lo tanto es incapaz de probarse. La
fe, tal como se entiende a sí misma, es un auténtico encuentro en el cual algo sucede que no
puede suceder dentro de la vida de pensamiento propia del hombre. Pero, aunque la realidad de
este suceso no puede ser probada sino sólo experimentada—en esa experiencia que llamamos la
fe—algo más puede y debe ser probado, a saber, la diferencia entre la concepción de Dios que
nos llega por este medio, y la que es producida dentro del pensar filosófico. Este contenido
distinto de la concepción de Dios se da en el testimonio de la Biblia, y ahora hablaremos de este
contenido y cómo se distingue de todas las demás ideas de Dios.
1. La primera diferencia, que a la vez es la característica fundamental del concepto
cristiano de Dios, es que a Dios se le entiende como el Señor. Esto implica la soberanía
incondicional y la libertad de Dios. Dios no tiene necesidad alguna, aparte de la que él mismo
establece. Dios es el Creador del universo. Donde Dios es una idea de la filosofía y no la
experiencia por la fe de la revelación, siempre se topa con una relación de necesidad entre Dios y
el universo. Aun cuando se le llama Creador, la idea de que Dios puede ser lo que es sin el
universo, apenas es posible dentro de una doctrina filosófica de Dios: por lo menos, yo no
conozco ningún gran teólogo filosófico que abogue por tal idea. Al contrario, aun los teístas
establecen entre Dios y la criatura lo que se llama una relación correlativa, es decir, una relación
tal que como el mundo no puede existir sin Dios, así Dios no puede existir sin el mundo. De otro
modo, ¿cómo pudiera el pensamiento filosófico alcanzar la idea de Dios, partiendo del
conocimiento del mundo? La doctrina bíblica de Dios toma muy en serio la libertad de Dios. En
libertad, y eso quiere decir de la nada. Dios crea al mundo como le plazca. Y este mundo en todo
momento permanece sólo por el poder de este acto divino. Aunque esta idea de la soberanía
incondicional es un elemento fundamental de toda doctrina bíblica acerca de Dios, sólo en la
concepción trinitaria se capta su consecuencia última. Solo Dios, que en sí mismo es amoroso y
por ende no necesita de ninguna criatura para ser el Dios amoroso—y esto es lo que se quiere
decir por la doctrina de la Trinidad—es en su propio ser totalmente independiente del ser del
mundo, y por lo tanto, perfectamente soberano. La existencia del mundo de ninguna manera
completa el carácter de Dios.
2. Con este primer elemento se relaciona íntimamente un segundo. El mundo, aunque
existe sólo por actos divinos, es un verdadero opuesto, una realidad contra Dios. Esta realidad de
la criatura es, cuando más, la libertad humana. Es tan real que el hombre en su libertad de
criatura puede en realidad contradecir la voluntad de Dios. Dios, si se me permite decirlo, ha
tomado el riesgo de crear tal criatura, que aunque de ninguna manera es divina ésta, se le da el
poder de contradecir al Creador. En esta idea de creación la distinción entre el ser de Dios y el

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ser creado es muy clara. Solo Dios es Dios, sólo a él pertenece el atributo de divinidad, y la
criatura no es nada sino criatura, y por lo tanto no es divina de ninguna manera. Se disuelve el
concepto de cosmos común para toda la antigüedad, a saber, la idea de un universo divino y una
divinidad inmanente en el universo
3. Es este monopolio de divinidad que viene siendo el elemento central de la doctrina
bíblica de Dios, a saber, su santidad. Dios y el mundo nunca deben ser confundidos, sino deben
mantenerse en la distinción más clara. En Dios no hay nada de criatura, y en el mundo no hay
nada de divinidad. El ser de Dios y el ser de las criaturas son totalmente diferentes. Por un lado
hay la Deidad trascendente y por el otro la calidad radical de criatura del mundo. Esta distinción
del ser o naturaleza, no obstante, no debe confundirse con la negación de la inmanencia de Dios
o su actividad en este mundo que él creó.
Por la santidad de Dios entendemos no meramente esta diferencia del ser, sino también
que Dios quiere ser reconocido en su absoluta soberanía y quiere manifestar su soberanía sobre
el mundo. El hombre, la más alta de sus criaturas, está destinado a reconocer este señorío y
honrarle. El Señor Dios quiere hacer realidad su señorío sobre la criatura. Este es el carácter del
Dios de la Biblia, este Señor Yahweh que no quiere compartir su gloria con nadie más, sino
guardarla sólo para sí. Sólo así podemos entender lo que la Biblia llama el reino de Dios. En esta
idea se contienen dos elementos: (1) que Dios quiere ser Señor, que toda criatura se llene de su
gloria, y (2) que la criatura, el hombre, tenga una relativa independencia, dada por Dios, y se
espera que él le dé a Dios por confianza y obediencia lo que él requiere. Es desde este punto que
el carácter ético de la fe se origina como el fundamento de toda ética cristiana. La voluntad de
Dios, su reino, es tal que sólo puede ser realizado por la obediencia libre. Dios deja campo para
el libre acto de su criatura. El realismo de su señorío no es una cosa perfecta al principio, sino
una tarea ética o moral, algo que no está en el principio sino al final de la historia.
Habiendo alcanzado este punto, veamos la idea filosófica de Dios, sea la de Platón o
Aristóteles, sea la del Neoplatonismo o de Spinoza. En ninguna parte de estos sistemas surge la
cuestión de este deseo de Dios para reinar. Ni la idea de ideas, ni el uno y todos, ni el primer
movedor, ni la sustancia absoluta es un Señor Dios que quiere que su voluntad sea reconocida
por su criatura. El carácter impersonal de todas estas ideas no deja lugar para tal dinamismo
histórico moral. Eso es verdad también para lo que se conoce por el teísmo filosófico. Es cierto
que la ley moral, como expresión de la voluntad divina, juega un papel importante en este
sistema, pero la ley divina, tal y como allí se formula, no contiene esta idea del honor o la gloria
de Dios. No expresa este deseo de reinar, esta energía de auto-expresión en la santificación de
toda criatura. Al contrario, en todo tiempo este pensamiento bíblico, que Dios quiere que su
honor sea reconocido, ha dado lugar al criticismo y aun la mofa de parte de los filósofos. Ellos la
ven como la expresión de un antropocentrismo mitológico, una concepción bastante baja de la
realidad suprema. El Dios de los filósofos no es el Dios santo, el que se rige a sí mismo
absolutamente y el que reacciona con ira divina contra aquellos que le resisten. El honor o la
gloria de Dios y la ira de Dios no tienen lugar dentro del concepto filosófico de Dios. ¿Por qué
no? Porque el Dios de los filósofos no es el Dios de la revelación, sino el del pensar. Él no es un
Dios que se distingue del hombre como el Señor-Creador, sino es un principio necesario para que
el hombre explique la realidad. Como ya dijimos, desde el punto de vista de la teología
filosófica, este Señor-Dios bíblico, en calidad del Dios que habla, del Dios que actúa, es

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mitología. Si el pensamiento racional es el árbitro último en la teología, este personalismo
bíblico en la idea de Dios, como en la idea de la revelación, necesariamente será rechazado.
Aquí puede que un comentario sobre la palabra “persona” sea útil. ¿Qué es la
personalidad en distinción de todo lo demás? Una persona es un ser de tal naturaleza que por
medio de nuestro pensamiento no podemos concebirlo, sino que ella se nos revela en un acto de
revelación. Lo que yo mismo pienso es objeto de mi pensamiento. Aun cuando pienso en Dios
como un ser personal, este Dios es el objeto de mi pensamiento, y por lo tanto no es
verdaderamente personal. Él puede ser algo diferente de un objeto del pensamiento sólo si no soy
yo mismo el que lo crea en el pensamiento, sino el que se revela a sí mismo por un acto de auto-
descubrimiento. Todo lo que yo mismo pienso, o la realidad descubierta por mi propia actividad
mental, no es, por ende, una persona. Una persona es aquel ser único que se descubre a sí mismo
y por consiguiente entra en mi mundo de pensamiento, es decir, como un forastero, afirmándose
a sí mismo como un yo a título personal. En mi propio mundo de pensamiento, yo soy el centro
incuestionable, yo soy el sujeto de todos los objetos de mi pensamiento, y por ende, por decirlo
así, el maestro de todos ellos. Sin embargo, cuando una persona me encuentra, un centro de un
mundo rival me confronta, una especie de ser que rehúsa formar parte de mi sistema de
pensamiento. Este es el hecho absolutamente único de encontrarse con un Tú. Dios como
personal es el Dios que no se permite ser colocado entre los objetos de mi pensamiento, sino que
afirma ser no tan sólo un yo, como mi persona, sino el verdadero centro de todos los “yo” y los
mundos del “yo”. Y esto es exactamente lo que quiere decir que el Señor Dios se revele como
Señor. Tal vez esto se aclara al considerar el segundo rasgo fundamental de la esencia revelada
de Dios, a saber, el amor divino y la misericordia.
Ya hemos señalado en la primera conferencia que la cuestión de la revelación histórica
corresponde al hecho de que ha habido una ruptura en nuestra relación con Dios. ¿Cómo puede
el hombre que rompió la relación original con Dios saber cómo el Dios santo, el Dador de la ley
y Señor, reaccionará ante esta transgresión? Por definición, la ley es algo inmutable, estática,
algo que perdura en la eternidad atemporal, la eterna voluntad de Dios. Por consiguiente,
partiendo de la ley, nunca se puede saber cómo será la actitud de Dios hacia tales criaturas que
han quebrantado la ley. Desde la óptica de la ley habría una sola posibilidad, la destrucción de
esta criatura rebelde, la imposibilidad, es decir, que él continúe existiendo. Si un hombre con
sinceridad moral dedujera esta consecuencia, tropezaría sobre el hecho de que aún existe, y por
lo tanto, empezaría a dudar si Dios toma en serio su propia ley o no. La ley divina, pues, lo deja
con incertidumbre en cuanto a la verdadera relación de Dios para con él. Por lo tanto, es la
revelación de la perdonadora gracia redentora, más que ninguna otra, que aclara cuán milagrosa
es la revelación. Una cosa es segura: la gracia perdonadora, la justificación del pecador, el
perdón del rebelde, aceptando así para comunión al que ha merecido la ira divina—todo esto no
puede conocerse por ningún proceso racional—y eso es lo que la teología filosófica confirma
indirectamente; nunca habla de esta gracia. Este es exclusivamente el contenido de la revelación
histórica, principiando con el Antiguo Testamento, alcanzando su cenit en el mensaje de aquel
perdón incondicional que encontramos en la doctrina de la justificación del pecador por
Jesucristo. Solo aquí, en el testimonio neotestamentario de Cristo, encontramos aquella palabra
que puede considerarse el corazón de la concepción cristiana de Dios: Dios es amor. No es
posible imaginar el encontrar esta palabra en un libro de Platón o Kant. El perdón de pecado es la

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expresión de la incomprensible renovación de la relación de Dios con nosotros, conocida o
cognoscible únicamente por un acto incomprensible de la revelación divina.
Desde el punto de vista de la filosofía, tal aserción es completamente irracional, y el
perdón de pecado es absurdo. El filósofo—siempre hablo del filósofo que no tiene en cuenta para
nada la revelación divina en Cristo—siendo obligado a dar razón por lo que dice, sólo puede
reconocer a un Dios razonable, es decir, a un Dios que se porta lógicamente. Si Dios es el Dador
de la ley, entonces él debe asirse a la ley, y de alguna forma remover toda resistencia a ella; o si
Dios desea de forma incondicional la vida y el bienestar de sus criaturas, entonces él tiene que
ignorar el mal. Cada una de estas actitudes puede llamarse racional o lógica. Pero afirmar a la
vez la santidad de la voluntad de Dios, reaccionado ésta contra la transgresión, su ira y su perdón
misericordioso, es una paradoja que la filosofía racional no puede sino declinar por absurda. Esto
es lo que el Nuevo Testamento mismo dice, que el mensaje de la cruz es locura para el griego.
El mensaje de la cruz es la unidad de estas dos cosas, la santidad de Dios que demanda la
destrucción del transgresor y el amor de Dios que salva al pecador. El mensaje de la cruz dice
primero que la ira de Dios es una realidad inseparable del hecho del pecado. El Dios santo no
puede ignorar la resistencia de la criatura a su voluntad. Él no abandonaría, es decir, no negaría
su propia santidad, ignorando así no más la rebeldía humana. La ira divina tiene que manifestarse
como una reacción letal de lo Santo contra la impiedad. Pero, en segundo lugar, dice que Dios no
quiere la muerte del pecador sino su salvación. El amor de Dios es más grande que el pecado del
hombre, él perdona la culpa por grande que sea ésta. Esta unidad paradójica de santidad y
misericordia, cosa inasequible para el pensamiento racional, es el mensaje de la Biblia.
Habiendo alcanzado este punto, repasemos brevemente la historia religiosa de la
humanidad desde sus alturas. Hacemos la pregunta: ¿Se encuentra en algún lugar fuera de la
Biblia, o sea, fuera de la revelación bíblica, esta unidad de la santidad y la misericordia
perdonadora? Hay religiones, por ejemplo el Parsismo, en las que algo se conoce de la voluntad
santa de Dios, de su señorío sobre el universo, y de la mira moral de la historia. Si ignoramos por
el momento el dualismo de la religión de Zoroastro y consideramos así únicamente su enseñanza
que al final el Dios bueno llega a ser Señor y manifiesta su superioridad en su victoria, parece
haber aquí un verdadero paralelo a la religión profética de Israel, y es bastante significativo que
esta religión haya surgido de una personalidad profética, el hombre Zoroastro. Pero si miramos
más detenidamente, este paralelo no se mantiene. La religión de Zoroastro no sabe nada del
perdón de pecado, de la misericordia divina. La santidad de Dios sólo destruye al mal y remunera
al bien. Ellos, los buenos, comparten la victoria del principio del bien. En ese último juicio en
que todos los hombres tienen que pasar por encima del abismo sobre una tela araña, los buenos
pasan por encima, los malos son despedazados desesperadamente en el abismo de la perdición.
Esta religión no sabe nada del hecho de que todos somos pecadores y todos merecemos la
muerte. Por lo tanto, no hay necesidad para el pensamiento y la proclamación del perdón, de la
gracia salvadora.
En principio, lo mismo es cierto en cuanto a Islam. La idea del perdón divino no le es
completamente extraña, pero viendo el Corán en su totalidad, la idea del perdón no juega un
papel decisivo dentro de ese rígido sistema de moralismo legalista. Alá es un buen Dios santo,
pero él no es aquel Santo que es a la vez el Padre Misericordioso. La palabra de Jesús que Dios
es amor es impensable aquí. Islam, como el Parsismo, es una religión de legalismo moral con
una escatología moralista en la que no importa otra cosa sino la norma de obediencia a la ley.

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Finalmente, el Judaísmo. El Judaísmo, como el Cristianismo, reconoce como su fuente la
revelación antiguotestamentaria. Esta es la raíz común que explica su relación estrecha, cosa
aparente a primera vista. ¿En dónde, pues, se distinguen las dos? ¿Por qué será que los judíos
hasta hoy no han sido capaces de reconocer en Jesucristo al Mesías a quien ellos esperan? Porque
Jesús es el crucificado. Es cierto que los judíos aceptan el mensaje profético no tan sólo de un
Dios santo sino también del Dios misericordioso. Esta paradoja no les es desconocida, porque su
doctrina de Dios también, como la del Cristianismo, no es filosófica sino se basa en la revelación
histórica. Los judíos también conocen el perdón de pecado y reconocen que aún los más justos lo
necesitan. Pero la concepción radical del pecado incorporada en el Nuevo Testamento, y por lo
tanto el perdón radical tal como se expresa en la justificación del pecador por el sufrimiento
reconciliador y la muerte del Salvador, les parece insoportable, aun blasfema. Al igual que la
cruz es locura para el griego, es decir, para la mente filosófica, es un escándalo o piedra de
tropiezo para los judíos. En último análisis, como Pablo ha demostrado una y otra vez, ellos no
pueden aceptar el mensaje radical de la gracia gratuita.
La unidad de santidad y misericordia en Dios es exclusivamente la idea cristiana de Dios,
y esta concepción se relaciona estrictamente con la revelación histórica de la vida que termina
con la muerte sobre la cruz del Gólgota. Esta es la respuesta que se le ha dado a la pregunta
humana: ¿Cuál es la actitud del Dios santo hacia los hombres pecaminosos? La respuesta del
Nuevo Testamento es que la santidad radical, implicando así la ira divina contra el pecado, y la
gracia radical que libremente otorga la calidad divina de hijo al pecador se unen tal y como se da
en el acto supremo de revelación, cosa inaccesible para cualquier explicación racional.
Hasta ahora hemos visto dos características esenciales de la idea cristiana de Dios,
primero que Dios es el que se revela a sí mismo en la historia como el Señor viviente, que no
puede ser encontrado por el pensar del mismo hombre, pero que, siendo el Sujeto absoluto que
nunca puede llegar a ser el objeto del hombre, puede ser conocido únicamente por su propia
auto-revelación; segundo, que él se revela como el Santo que reclama todo para sí mismo y como
ese amor que se da a sí mismo en la gracia gratuita. Ahora tenemos que dar un paso más, y al
hacerlo, encontramos la unidad de estas dos características. Veremos que este último paso nos
lleva al mismo meollo del mensaje cristiano tal y como está formulado en la doctrina del Dios-
hombre de Cristo y del Dios Trino.
Revelación significa el auto-descubrimiento de Dios. No es una revelación acerca de
algo. Siempre que sea sólo eso, una palabra acerca de Dios—aun una palabra profética acerca de
Dios—no es una revelación plena. Dios, siendo el Sujeto, una persona, no puede revelarse
perfectamente excepto en una presencia personal. Emanuel, Dios mismo con nosotros, morando
entre nosotros, hablándonos, en la unidad de persona reveladora y persona revelada, de modo
que el que habla es la misma persona de quien habla: eso es lo que el evangelio neotestamentario
predica. En Jesucristo encontramos al santo Dios misericordioso en persona. Aquel que es
encarado por Jesucristo es encarado por la autoridad absoluta, posesionando al hombre en la
totalidad de su ser. Aquel que es encarado por Jesucristo es encarado por el Dios amoroso,
dándose a sí mismo por el hombre. Al mismo tiempo, es encarado por un Hombre que obedece
perfectamente la santa voluntad de Dios al darse perfectamente como el instrumento de la gracia
salvadora de Dios. Aquel hombre, Jesús, es el único que hace lo que todos los hombres deben
hacer: vive en perfecto amor. Al hacer esto y al ser esto, él revela el misterio del ser de Dios
tanto como el misterio del ser del hombre. Él revela el ser de Dios como el amor santo; él revela

21
la realidad del hombre como pecador, por cuya redención Dios se da a sí mismo; y él revela el
ser verdadero del hombre, a saber, el vivir en el propio amor de Dios.
Al igual que sabemos poco acerca de qué y quién Dios sea, es decir, antes de que él se
nos revele en la presencia personal, así de poco sabemos quién sea el hombre, tanto en su
realidad inveraz como pecador y en su realidad verdadera destinada por Dios, antes de ver
nuestro pecado y recibir nuestro verdadero ser en Jesucristo. Jesucristo es a la vez la revelación
de la verdadera divinidad y de la verdadera humanidad, de la soberana personalidad amorosa de
Dios y de la personalidad del hombre como dependiente del amor de Dios. Tampoco sabemos,
aparte de Cristo (porque no sabemos lo que es el amor), ni aquel amor que es la esencia de Dios,
amor libre y espontáneo, ni aquel amor que constituye el verdadero ser humano, a saber, el vivir
en el amor de Dios y en la completa dependencia de su dar. Es por el mismo acto que Dios y el
hombre nos son revelados, en el Dios-hombre. Este es uno de los dos grandes misterios, el de la
Encarnación o del Dios-hombre.
El otro, el de la Trinidad, se incluye en él por un lado, y es su fundamento por el otro. Sin
embargo, tenemos que distinguir entre la doctrina bíblica de la Trinidad y la posterior doctrina de
la iglesia. El estudiante de la Biblia, acercándose a las Escrituras desde la óptica de la doctrina de
la iglesia, no puede sino ver que el Nuevo Testamento no tiene ninguna doctrina explícita de la
Trinidad. En cierta forma uno pudiera decir que al Nuevo Testamento no se interesa en la
Trinidad. No obstante esto, no tan sólo se interesa en ella sino que tiene su centro de gravedad en
la declaración de la identidad del revelador Jesucristo con el Dios revelado. Que el amor de
Cristo realmente sea el amor de Dios y no meramente un amor humano—esa es la totalidad del
evangelio. Es aquí, en Cristo, que somos encarados con el amor de Dios y en ninguna otra parte;
y es el amor de Dios, es el propio secreto de Dios que se nos abre, la propia Vida y Ser de Dios
que se posesiona de nosotros en Cristo. Esta sola cosa, en sus dos aspectos, es lo que significa el
Nuevo Testamento.
Ahora bien, eso quiere decir que Jesús, ya que es el dador y revelador del amor de Dios—
aparte de quien este amor no se conoce ni se da—es uno con la fuente de este amor. Como el
amor dado, se distingue de Dios, como el dador del amor, es idéntico con él. Como revelación, es
diferente que el Dios revelado; como revelador, es idéntico a él. Pero en ambos sentidos, el dador
tanto como el dado, se nos contrapone a nosotros, se contrapone a toda la humanidad, en el
sentido de regalarle aquello que no tiene y no conoce y no puede conocer aparte de él. Y estas
dos cosas, inseparables la una de la otra, esta unidad y esta distinción, es lo que se quiere decir
por la Trinidad de Dios, siendo el Espíritu Santo por quien la histórica revelación objetiva llega a
ser revelación para nosotros, subjetivamente. Es por el Espíritu Santo que Dios hace que veamos
la unidad que hay entre él mismo y el revelador Jesucristo.
Este es el alcance del interés neotestamentario en la Trinidad. Pero la pregunta en torno a
cómo los tres pueden ser uno y cuáles son las relaciones entre los tres queda fuera del interés
bíblico. Tal vez la teología tenga que adentrarse en estas cuestiones, pero ciertamente no porque
sean la cosa verdadera que ha de ser conocida por la fe, sino meramente para que la cosa
principal no sea malentendida. Que Dios estaba en Cristo, esencialmente, en su presencia
personal, y que lo que tenemos en Cristo es realmente Dios, y que lo tenemos por el Espíritu
Santo, que, de nuevo, es el mismo Dios—eso es lo que tenemos que saber. Es el misterio de la
verdadera revelación de Dios y de la identidad de la naturaleza de Dios con la de Cristo—pero
no el misterio de la Trinidad—el que tenemos que adorar y alabar. No tenemos que ver a las tres

22
Personas, a la par cada una de la otra sobre el trono divino, sino ver el amor del Padre revelado y
dado por el Hijo por medio del Espíritu Santo, uno tras el otro según su relación con nosotros.
Tenemos al Padre, por el Hijo, por medio del Espíritu Santo.
Ahora entendemos porqué ninguna filosofía puede alcanzar al verdadero Dios: porque el
verdadero Dios es el que se da a sí mismo en amor, revelándose así como amor. Y ahora
podemos ver también que esta revelación es diferente a todo lo que se ha afirmado ser revelación
en el mundo de las religiones. Ahora vemos porqué justo aquellas religiones que pensamos
deben ser las más afines al evangelio bíblico son sus opositores más violentos. Es el escándalo
del amor santo de Dios, dándose a los hombres pecadores en la persona del Señor crucificado,
contra lo cual reacciona el hombre natural aun en sus aspiraciones religiosas más elevadas. Es así
porque quiere defenderse contra la humillación de no poder encontrar a Dios y agradar a Dios él
mismo sino tiene que ser hallado por Dios en su gracia libre.

23
III

El pecado original

La pregunta ¿quién es Dios? es una pregunta; la pregunta ¿quién es el hombre? es otra.


Entre estas dos preguntas no parece haber una relación necesaria. Hoy no hay tantos que
preguntan acerca de Dios, porque esta pregunta o no les interesa o la consideran
incontestable. Sin embargo, ningún hombre pensante puede esquivar la pregunta ¿quién es él
en sí mismo?, y esta pregunta parece estar dentro del alcance de la experiencia y
conocimiento humanos. ¿Cómo será que no sepamos quiénes somos nosotros mismos, puesto
que somos el objeto más cercano de nuestro conocimiento—el objeto de nuestro
conocimiento del cual tenemos la experiencia más rica e íntima? De todos modos, la historia
de los esfuerzos del hombre en este campo muestran que no parece ser tan fácil conocerse a
uno mismo. No fue por nada que gnothi seauton era la inscripción sobre el templo de Delfi,
donde no eran las cosas del conocimiento cotidiano sino las cosas esotéricas que se
proclamaban. No puede ser por casualidad que uno de los más grandes filósofos, Sócrates,
hacía que el estudio del hombre, o el auto-conocimiento del hombre, fuese el eje alrededor
del cual giraban todas sus indagaciones filosóficas.
Si repasamos la historia del conocimiento humano desde los tiempos más remotos al más
reciente, observamos un hecho curioso, la semejanza entre la idea más primitiva del hombre
y la más reciente. La etapa más antigua, más primitiva, del pensamiento humano en torno al
hombre nos muestra que el hombre primero se colocaba a sí mismo enteramente dentro de su
ambiente, sin fijar una línea de demarcación aguda entre él mismo y los demás animales.
Parece haberse visto como una especie de animal, y por otro lado, parece que veía los
animales como una especie de hombre, cada uno semejante al otro. Y esta postura más
primitiva también es la más moderna. Desde la renovación de la ciencia biológica, tal y como
es caracterizada por el nombre de Darwin, los hombres han comenzado de nuevo a
considerarse como parte de la naturaleza y al hombre como un genio dentro del mundo
animal. Los métodos para adquirir conocimiento han cambado desde el tiempo del hombre
primitivo, pero el resultado es muy similar. Quizá el retorno del hombre moderno a lo
primitivo, y por eso quiero decir a las formas colectivas de vida, como parece ser la tendencia
de la evolución, es la explicación de esta semejanza. Mucho puede afirmarse
adelantadamente, que aquello que el hombre se cree ser siempre ha de ser de más
importancia, para lo que quiere ser en su vida tanto como para lo que expresa en su realidad
práctica.

24
De hecho, parece ser muy natural que el hombre se vea como un mero genio dentro de los
mamíferos, ya que hay tantos parecidos físicos entre él y ellos que el parentesco apenas
puede negarse. Desde luego, este parentesco no es un descubrimiento nuevo, sino que era
bien conocido para la antigüedad, aunque no tanto como en nuestro tiempo que ha visto tanta
investigación biológica. Estos hechos son tan obvios que tiene que haber habido otros hechos
de gran peso que ya conducían en tiempos antiguos, particularmente entre los griegos, a una
concepción del hombre que le daba un lugar fuera de la naturaleza y opuesto a ella. Y
realmente hay tales hechos, y son tan convincentes en nuestros días como entonces. Aunque
el hombre es parecido físicamente a los animales, es tan diferente espiritualmente que se
puede preguntar si hay siquiera justificación alguna para hablar de un elemento espiritual
dentro de la naturaleza animal. Si por espíritu entendemos aquel elemento en el hombre que
se manifiesta en la producción de la civilizada vida cultural, y si por cultura entendemos
aquello que el hombre crea y forma más allá de la esfera de lo que le es biológicamente
necesario, podríamos afirmar sin ningún temor a contradicción, que solo el hombre tiene
espíritu, porque solo él crea cultura. Los animales no investigan la naturaleza de la verdad en
sí misma, los animales no crean cosas nuevas para expresar por medio de ellas su espíritu, los
animales no producen el arte para expresar su gozo en la belleza, los animales no construyen
universidades ni templos, ellos no adoran a lo Santo por el bien de la santidad. Aunque no
debemos negar que los animales tengan cierta clase de intelecto y alguna técnica basada en
él, todos sus poderes intelectuales están totalmente limitados por su instinto natural de auto-
preservación de la especie. Cualquier rasgo de cultura, de creación espiritual como expresión
de impulsos espirituales no biológicos, como el deseo por la verdad, por la belleza, por la
bondad y la santidad, no podemos descubrir dentro de su esfera.
El que por vez primera sale de los dos grandes corredores del Museo Británico, donde se
exhiben las esculturas egipcias y asiro-babilónicas, y entra al tercer corredor, encarando de
inmediato las figuras del friso del Partenón, bien puede experimentar algo de lo que la
humanidad griega significa para la historia universal: la liberación de la figura del hombre de
la figura del animal, el descubrimiento de lo específicamente humano y su principio, el
espíritu o Logos o Nous o Razón o llámese como se llame. Lo que para la cultura griega, en
el arte y la ciencia griegos, era una experiencia elemental, los filósofos, y principalmente
Platón, han expresado en concepciones de una claridad incomparable y gran profundidad y
han trasmitido a la humanidad como un tesoro imperecedero de conocimiento, ideas que la
humanidad nunca podrá olvidar sin perderse a sí misma. El hombre no vive para que viva,
quiere saber porqué y para qué vive, se siente obligado a rendir cuentas por la clase de vida
que lleva. A él no se le requiere que siga ciegamente el impulso de sus instintos naturales
como los animales. Él puede superar estos instintos, puede buscar la verdad sin preocuparse
por su utilidad. Él puede crear lo bello, cosa que no ha visto, él puede procurar el bien, cosa
que requiere de él sacrificio de su bienestar, quizá aun el sacrificio de su vida. El hombre no
sabe meramente lo que es, sino lo que debe ser. Su mente no está satisfecha con la adaptación
de su contorno y sus condiciones o con proveer únicamente lo necesario. Él no puede sino
buscar un significado eterno y una razón eterna o explicación para todo lo que hay. No tan
sólo conoce cosas que le son útiles o dañinas para él o su especie, sino que también conoce
un orden divino en todas las cosas, una ley de la verdad, de la hermosura, de la bondad. Él
reconoce no tan sólo que hay algo, sino que algo debe ser. Él no tan sólo ve una realidad,

25
sino que procura ver un significado para lo real. Los griegos comprendían todo esto en la
palabra muy significante Logos. Por Logos ellos entendían, antes que nada, el habla
significativa, y en ella el principio de todo significado y razonamiento. El hombre, por lo
tanto, no es meramente un ser natural sino un portador del Logos. Hay en él no meramente un
instinto natural y poder sino un principio divino, descubriéndole el significado eterno de la
ley. Por su pensar, por su comprensión del significado divino, o Logos, u orden, el hombre
participa en la mente divina, en el mundo-Logos que permea al universo como el principio
ordenador que le da significado y lo convierte en cosmos. La razón o el espíritu, que eleva al
hombre por encima del animal, al mismo tiempo lo liga a lo divino y en lo profundo de su ser
hace que sea uno con él.
Esta es la idea fundamental de la filosofía idealista, que desde los días de Platón no ha
cesado de inspirar a los hombres, inspirándoles a cosas superiores. Hay algo de gran
inspiración y encanto, y a la vez de obligación y reverencia profundas, en esta comprensión
del hombre como el portador del Logos divino. No es por nada que Platón en su Phaidros
señala al entusiasmo, la inspiración divina, como el fundamento para toda verdadera
filosofía. Pero el hombre claramente no es capaz de vivir permanentemente en este
entusiasmo. De alguna forma esta concepción elevada del hombre parece estar en
contradicción con la realidad cotidiana. Por importante que sea el elemento de verdad en esta
doctrina, no resiste la prueba seria de la realidad, pero parece ser una media verdad que
conduce por necesidad a la ilusión. Por cierto, como vimos durante los años de guerra, es
muy peligroso si el hombre se ve a sí mismo como un animal, porque entonces llega a ser
animal o bestia, y el más peligroso de todos. Pero no es menos peligroso si él se considera
como un ser divino, porque entonces él se ilusiona respecto a los límites de su ser, y no
contempla el peligro que está en él. La concepción naturalista del hombre, tal y como emerge
de una consideración desigual de los hechos y relaciones biológicos, le roba al hombre de su
dignidad y le da la sensación de lo casual y la carencia de importancia de su ser. La
concepción idealista, en cambio, emergiendo de una consideración desigual del elemento
espiritual y las relaciones normativas en su ser, puede hacer al hombre altivo y ocultarle la
naturaleza problemática de su ser. El hombre no es ni bestia ni es Dios, y esta cosa mediana
que es, y cómo él sea esta cosa mediana, no pueden deducirse de principios generales. Aquí
hemos alcanzado el punto donde la interpretación cristiana de la existencia del hombre
forzosamente tiene que tomarse seriamente.
La primera frase de la doctrina cristiana en torno al hombre es: el hombre es criatura. Al
decir esto, afirma que él no es Dios, sino creado por y completamente dependiente de Dios.
La Deidad, el ser divino, pertenece (como vimos en la última conferencia) a Dios solo. Hay
sólo dos clases de ser, el ser divino, el monopolio de Dios, y el ser creado. No hay un ser
intermedio entre los dos. Todo paganismo consiste en afirmar una continuidad entre lo divino
y la criatura, o negativamente en el no reconocer la barrera absoluta que separa el ser divino
del ser creado. Yo solo soy Dios, esa es la declaración fundamental de toda la revelación
bíblica. Es cierto, el hombre es criatura de cierta clase y él tiene una posición sobresaliente
dentro de lo creado por Dios. Pero eso no altera esta declaración fundamental, que él, como
todo lo demás, es criatura. La expresión más obvia de su naturaleza creada es su cuerpo. Por
medio de nuestro cuerpo somos colocados en este mundo espacio-temporal. Estamos aquí, no
allá, estamos ahora, y no entonces, somos limitados. El segundo indicio claro de nuestro

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estado de criatura es que somos muchos. No somos sólo uno como Dios, sino que somos
muchos. Y cada uno de nosotros limita al otro. Esta multiplicidad en sus varias partes se
manifiesta más claramente en la individualidad. Cada uno de nosotros es distinto al otro.
Ninguna unidad de conocimiento o voluntad o sentimiento puede remover esta
individualidad y la barrera infranqueable que presenta.
Estas aserciones, que parecen incontrovertibles, logran su significado correcto sólo
cuando afirmamos que el hombre es una criatura de una clase especial entre las demás. Para
expresar este carácter único y su fundamento, la Biblia emplea un símil, una parábola: el
hombre, se dice, y sólo el hombre, es creado a la imagen de Dios. Es en este concepto que se
incluye todo, lo que podemos llamar el humanismo cristiano como diferente del humanismo
idealista. ¿Qué significa esta parábola? Primero, obviamente, una semejanza entre el ser
divino y el humano, y así algo que parece ser similar a ese pensamiento idealista del hombre
como portador del Logos divino. Pero, mirándola más detenidamente, el concepto bíblico del
imago dei significa algo muy diferente. Porque, por grande e importante sea la semejanza
entre Dios y el hombre, descansa sobre una desemejanza absoluta, a saber, que Dios es el
Creador y el hombre su criatura, que solo Dios es un ser independiente, autónomo y de auto-
origen, mientras el ser del hombre es dependiente y relativo. Solamente dentro de esta
absoluta desemejanza puede existir algún pensamiento en torno a la semejanza peculiar del
hombre a Dios. En el curso de la teología cristiana esta semejanza, expresada como la
imagen de Dios, ha sido interpretada de formas diferentes, y no es sorprendente, ya que la
Biblia no habla acerca de esto muy explícitamente ni de manera uniforme. La concepción del
imago dei pertenece, como otras tales como la historia, a esos elementos de la doctrina
bíblica que tenemos que entender más entre las líneas que en las mismas líneas, es decir,
tenemos que sacarla de la totalidad de la enseñanza bíblica. El testimonio de la Escritura en
cuanto a lo peculiar al hombre solo no es oscuro. Solo el hombre es creado de tal manera que
pueda y deba recibir la palabra de Dios y vivir en comunión con él. ¿Qué hace que el hombre
sea hombre? La humanidad del hombre no consiste tanto, o en primer lugar, en el hecho de
que pueda pensar, que él pueda elevarse encima del mundo de sentidos por concepciones e
ideas, que por su espíritu él puede comprender la naturaleza y dominarla. Todo eso en sí no
es humano, sino instrumental, es decir, lo verdaderamente humano es que el hombre sea una
criatura de tal naturaleza que Dios pueda hablarle, y que él pueda y deba responder. Además,
que todo el tiempo, haga lo que haga o no haga, piense lo que piense o no piense, desee o no
desee, él responde al llamamiento de Dios. El llamado de Dios, entonces, siempre es la
primera cosa, aquello que hace posible la humanidad del hombre, la habilidad del hombre
para responder. El hombre es creado de tal manera que se espera una respuesta definida de su
parte. La médula del ser del hombre es la responsabilidad, y la responsabilidad es la esencia
de la humanidad.
Esta es la diferencia entre el humanismo griego idealista y el humanismo cristiano. En el
concepto cristiano el hombre no es el portador del divino Logos y participante en el ser
divino. Lo que es único en su ser no es algo que él tenga en sí sino una relación que le
imparte vida y destino. No es el espíritu o la razón que hace que el hombre sea la imagen de
Dios, sino su responsabilidad ante el Creador y su destino de entrar en comunión con Dios.
Esta es la esencia de la personalidad del hombre en contraste con todo lo demás: el destino de
la comunión con Dios, cuyo mismo ser es comunión, a saber, el amor. Por ende, no es la

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razón, ni el espíritu creativo que viene siendo el verdadero elemento humano, sino el amor, al
cual toda creatividad y pensar están subordinados. Así, el hombre no puede ser
verdaderamente humano en sí mismo o por sí mismo, sino sólo en comunión—en comunión
con Dios, el Dios de amor, y en sí mismo el amor significa comunión con el hombre.
Pero ahora bien, la oposición entre esta concepción cristiana del hombre y la idealista no
consiste meramente en esta relación entre Dios y el hombre, como el contenido de la imagen
de Dios, sino también, en segundo lugar, en la doctrina que el hombre en su realidad está en
contradicción a la voluntad de Dios y a su propio destino y su propio ser. Esta es la doctrina
del pecado. Por supuesto, los pensadores griegos conocían algo del mal moral, tanto como
los idealistas de tiempos más recientes. Kant, en su doctrina del mal radical, ha pintado un
cuadro de la realidad humana que es cualquier cosa menos que algo inspirador o edificante.
Ningún intérprete serio de la naturaleza humana puede pasar por alto este lado oscuro de la
realidad humana. Ni Platón ni sus seguidores identificaban al hombre real con la idea divina
del hombre. Pero cuando procuraban explicar esta diferencia u oposición entre la idea del
hombre y su realidad, no encontraban otra razón sino su naturaleza animal. Esa parecía ser la
solución al problema y el enigma del hombre: que el hombre no es meramente espíritu sino
también es un animal con sus instintos. La experiencia parecía corroborar esta explicación.
¿No es este instinto animal que degrada al hombre, que lo aparta de la línea de su destino y
acarrea oposición, conflictos y luchas para las relaciones humanas? Por consiguiente, tiene
que ser la verdadera tarea de la educación humana y sus empresas liberarse de la dominación
de estos instintos animales.
Esta concepción del mal, sin embargo, permanece en la superficie y no le hace justicia al
siniestro fenómeno deprimente del mal. Este carácter de lo deprimente, inherente en el mal
moral, no se debe a la sensual naturaleza animal, sino que tiene su origen y su sede en el
espíritu. Si partimos con presuposiciones griegas o idealistas, esto no puede entenderse.
¿Cómo pudiera ser el Logos antilógico y el espíritu anti-espiritual? Pero sí puede entenderse
si partimos de la idea bíblica de la imagen de Dios. Si el hombre tiene su verdadera
humanidad en su relación con Dios, a saber, que él reconoce su responsabilidad al Creador y
que vive en la comunión a la que es llamado, es posible en cualquier momento que el hombre
pueda encontrar que esta libertad, fundada en responsabilidad, sea demasiado poca y que en
lugar de ser libre en Dios, él quiera ser libre de Dios. En lugar de tomar su vida de la mano
de Dios en obediencia, agradecimiento, y confianza, el hombre puede acceder a la idea de
tomar su vida en sus propias manos y crear lo que le agrade. Gracias a esos dones con que el
Creador le ha dotado, el hombre puede emanciparse de su Creador y hacerse a sí mismo su
propio señor. Eso es lo que la Biblia llama pecado. De inmediato, vemos que esto no tiene
nada que ver con la naturaleza animal, sino que tiene un origen puramente espiritual. El mal,
comprendido así, es mucho más peligroso, mucho más profundo y alarmante, que lo que la
filosofía idealista concibe como el mal.
El meollo, pues, de este fenómeno del mal es que el hombre quiere ser su propio dios. En
tiempos modernos esta naturaleza del mal ha empezado a destacarse más que nunca en las
doctrinas de dos grandes pensadores del siglo pasado, esos dos pensadores cuya influencia
sobre nuestra generación ha sido mayor que la de nadie más—Karl Marx y Frederic
Nietzsche. Marx comenzaba con el dicho: “El hombre puede ser libre sólo si debe su vida a
sí mismo.” Por ende, la verdadera caída del hombre es el reconocimiento de un Dios del cual

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el hombre se cree dependiente. O la libertad o la fe. Nietzsche, a su vez, hace que su
Zarathustra pregunte: “¿Habrá dioses que no pueden resistir el no ser un dios? Si es así, no
hay dioses.” El hombre no quiere que alguien esté por encima de él. Estas son las dos nuevas
acuñaciones clásicas de esa palabra primitiva de la serpiente en el paraíso con la que sedujo
al hombre: “Tú serás como Dios.” El origen del mal no estriba en la sensual naturaleza
animal de la constitución del hombre, sino en su voluntad de romper la barrera de la libertad
relativa de criatura y poner en su lugar la libertad divina absoluta. El pecado tiene su origen
en una voluntad, en una concepción de libertad dictada por hubris. Al igual que el imago dei
no estriba en algo constitucional o sustancial sino en una relación con el Creador, así también
el mal no está fundado en algún elemento de su constitución natural sino, de nuevo, en su
relación con Dios, a saber, en la negación del destino, dado por Dios, y el armazón de la vida
del hombre.
El mal, entendido de esa manera como el pecado, por lo tanto, no es ni una combinación
desafortunada de elementos en la naturaleza humana ni una consecuencia de la finalidad y
limitaciones de su ser; más bien, el mal se entiende como un acto de la mente, una rebeldía
de la criatura contra el Creador, la carencia de confianza y falta de gratitud de parte de la
criatura, para la cual no le parece suficiente recibir la libertad y la vida, sino que sólo se cree
libre si conduce su propia vida y es su propio señor. Por este intento de emanciparse de la
dependencia divina, el hombre se enreda en una desesperada contradicción incurable de su
ser. No es Dios, pero quiere ser Dios. Siendo libre dentro de Dios, él llega a ser esclavo al
negar su dependencia de Dios. Él es destinado y creado para tener a un Dios; pero al virarle
la espalda a Dios, queriendo así ser su propio dios, sucede que sin su voluntad y
conocimiento el mundo llega a ser su dios. Y ahora, secundariamente, no primariamente, su
naturaleza sensual llega a ser la fuente de deseo maligno. No es la sensualidad que envenena
al espíritu, sino que es el espíritu que envenena su naturaleza animal. Ahora bien, cuando
esto ha sucedido, esta sensualidad pervertida llega a ser el amo en lugar de ser una
herramienta. Ese es uno de los efectos de la caída. El otro es más directo: es el egoísmo. El
hombre, haciéndose Dios, quiere ser aquel a quien todo el mundo y todo ser tienen que
servir. Habiendo despreciado al amor de Dios como el principio de su vida y su libertad, el
amor de sí mismo llega a ser el motivo predominante. Ya que todo hombre quiere ser su
propio señor y por lo tanto quiere que todos los demás sean sus siervos, es inevitable que
surja una lucha por el dominio para sí llegar a ser el rasgo principal de la historia humana.
Hasta ahora hemos hablado del mal que existe como una posibilidad dentro del hombre
creado a la imagen de Dios. El hombre puede emanciparse de Dios. Esta libertad radica
dentro de su responsabilidad que puede realizarse únicamente en una decisión libre. Pero
ahora la doctrina bíblica se ahonda: no sólo dice que el hombre puede pecar, sino que el
hombre ha llegado a ser pecador. No este hombre o aquel, sino el hombre como tal. Este es
el contenido de la idea de la Caída. Génesis iii no se propone contar una historia, sino apuntar
hacia un hecho: tal es la situación del hombre que acató la voz de la seducción. Porqué no
confió en Dios, porqué el hombre optó por esta libertad falsa, la Biblia no nos dice. Ese es el
irracional misterio incomprensible de la realidad humana. Quienquiera busca explicar el
pecado, o se cree capaz de hacerlo, hace que el pecado sea un destino y se deshace del acto.
El concepto bíblico del pecado es el de un acto irracional.

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Ahora bien, dos aserciones más se hacen acerca de este acto, no para explicarlo, sino para
demostrar su extraña grandeza. La primera de estas aserciones alude a la totalidad del
hombre en su pecado. La segunda alude a la totalidad y la unidad de todos los hombres en el
pecado. Primero, permítaseme procurar explicar en pocas palabras el significado de estas dos
aserciones. La primera, tocante a la totalidad del hombre en su pecado, no es difícil o
sorprendente después de lo que se ha dicho a diferencia del concepto idealista del mal.
Mientras el pensamiento griego idealista procuraba encontrar la solución del problema por
referirlo a los dos elementos de la constitución natural del hombre, a saber, su ser procedente
no tan sólo del espíritu sino también del animal, la Biblia rechaza esta concepción como un
insulto a la buena creación de Dios y como una exoneración falsa del hombre. No es una
parte, un elemento, de la naturaleza humana que sea responsable por el mal, sino el hombre
total. De modo que no es sólo una parte del hombre que está involucrado en el mal, sino, otra
vez, el hombre total. En cuanto a la responsabilidad del hombre, no hay partes de la
naturaleza humana, sino que hay sólo una persona en su totalidad, llamada en su totalidad al
servicio de Dios.
Por ende, no es una parte del hombre sino el hombre completo que vira la espalda a Dios,
buscando su autonomía. Sólo como efecto del pecado que llega a haber una contradicción
entre el espíritu y el cuerpo, entre las funciones animales y actos espirituales, una disociación
de las partes altas y bajas de nuestra naturaleza. No tan sólo pecamos sino que somos
pecadores. No es sólo una parte particularmente mala de nuestra naturaleza que no obedece a
la voluntad de Dios, sino es nuestro yo en la unidad y totalidad de nuestra persona el que está
involucrado en esta contradicción. Todo esto no quiere decir que no se queda nada de la
creación divina en la naturaleza humana, que el hombre, es decir, consiste de pecado. La
expresión “la depravación total del hombre,” que en el Calvinismo tardío llegó a ser un
eslogan, no es bíblica. Pero la verdad de este concepto es que la totalidad del hombre, no una
parte de él, es la responsable por el pecado. El pecado es mí pecado. Puede que hablemos de
sesgos de carácter como centros más o menos independientes o sistemas, pero el pecado no
es un sesgo de carácter y por ende no divisible. Ser pecador es una unidad y totalidad
indivisibles, como es ser un yo.
Con esto ya llegamos a la segunda aserción tocante a la solidaridad de todos los hombres
en el pecado, o sea, que la totalidad de la humanidad es pecadora. Este punto es mucho más
difícil, y no sé si tendré éxito en aclararlo. La Biblia representa esta unidad en Adán, el
primer hombre. Pero el contenido de la doctrina bíblica no liga a esta historia mítica de Adán.
Lo que ella quiere decir es, primero, que al igual que el hombre individual es una unidad
como pecador, así también la totalidad de la humanidad es una unidad en el pecado. Eso no
quiere decir solamente que todos los hombres son pecadores. Por supuesto esto es cierto y
nadie lo refuta seriamente, siempre que la existencia del pecado como tal se admita. Pero la
expresión quiere decir algo más profundo, a saber, que los hombres en su pecado están
unidos indisolublemente. Para dar una parábola, es como las plantas individuales de la fresa
que bajo la superficie están unidas las unas con las otras por una textura de raíces; así
hombres individuales en su pecado están conectados de alguna manera el uno con el otro
bajo la superficie de la experiencia racional. Hay una solidaridad en la humanidad en ser
creada a la imagen de Dios tanto como en el pecado también. A ningún hombre se le puede
violar sin que todos los demás sean violados junto con él en su persona. Es propio del ser del

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hombre que cada hombre individual no sea únicamente este hombre individual, ni meramente
un ejemplo de la especie, sino que cada uno es también de una manera incomparablemente
única la totalidad de la humanidad. El conocimiento psicológico más reciente se aproxima a
este hecho misterioso por su concepto de una subconciencia colectiva. Yo no digo que esta
sea la cosa que el cristiano quiere decir, pero de todos modos es una manifestación de lo que
la doctrina cristiana expresa en su concepto paradójico del pecado original. Al pronunciar
esta palabra, sin embargo, tenemos presente que en ningún lugar en la Biblia se usa la
categoría biológica de la heredad o el pecado hereditario. La heredad es un concepto
biológico, que no alcanza las profundidades de lo verdaderamente personal, y si se aplica al
pecado, tiene que conducir a un determinismo fatal o un naturalismo, cosas que son
completamente extrañas para el pensamiento bíblico.
Cuando decimos que el hombre no meramente comete el pecado, sino que es pecador, y
que la humanidad como un todo es una humanidad pecadora, la pequeña palabra “es” tiene
un significado diferente que él de una frase como “Este hombre es un negro.” Que el hombre
sea pecador significa que él es una clase de ser que, aunque ineludiblemente dado, no es a la
vez sin responsabilidad. El pecado es un acto tanto como una condición, un acto que ya se
dio y un ser o una condición, manifestándose en actos.
Es evidente que aquí rayamos en el límite de nuestra comprensión; estamos tratando de
formular una experiencia de la fe que no podemos expresar en pensamiento sin
contradicción. Pero esta es la experiencia: el pecado es un acto por el cual somos
responsables, y el pecado es nuestro ser del cual no nos podemos escapar. Si se nos pone
delante de Dios, sabemos que así es, aunque no podemos comprender por qué. Yo sé que yo
mismo soy responsable por mi pecado, y no puedo culpar a la creación de Dios. Pero a la vez
mi pecado, que también es el pecado de todos los demás, es algo del cual no me puedo
desenredar. No me puedo convertir en lo que sé que debo ser, o como estoy destinado a ser
según la creación divina. Soy una criatura caída, presa de su propia impiedad. Yo así soy
como miembro de una humanidad caída. Ninguna empresa religiosa o moral o esfuerzo me
puede sacar de esta condición, justo porque soy yo mismo que me veo afectado por el
pecado, no meramente una parte de mí.
Todo este conocimiento, de nuestra creación a la imagen de Dios tanto como nuestro
pecado, no lo podemos lograr por la introspección psicológica. Es parte de la naturaleza del
pecado que se nos ciegue nuestra vista, que siempre buscamos pretextos para excusarnos. Lo
hacemos una de dos maneras: reconocemos nuestra inhabilidad de no pecar, pero la
explicamos como un hecho natural de una manera determinista. Decimos “no lo puedo
evitar,” y queremos decir por eso, “No soy responsable.” O procuramos explicar el pecado de
alguna manera atenuante, tal como vimos en el concepto griego o por reconocer los actos
como simplemente erróneos sin reconocer la existencia del ser pecaminoso. El conocimiento
del pecado nos llega por la fe. Es conocimiento ganado en el acto de la revelación en Cristo.
Hablaremos más de esto en la conferencia que sigue. Pero mientras este conocimiento puede
ser ganado únicamente por la fe, ciertamente no contradice la psicología natural sino que
coincide exactamente con ella, con nuestra propia experiencia y la de otros hombres.
El cuadro del hombre que adquirimos en nuestra propia vida y en la historia de la
humanidad es completamente miserioso y contradictorio. Lleva la marca de esa contradicción
que Pascal puso en esa fórmula famosa: “Grandeur et misére de l’homme” que él desarrolló

31
en un cuadro de realismo incomparable y brillantez psicológica como el cuadro del hombre
verdadero. Este hombre verdadero siempre y universalmente la imagen de Dios, empero
rebelándose contra él. Él es un ser en conflicto permanente consigo mismo, con Dios y con
sus congéneres. Este roi dépossédé, que es responsable a Dios y sin embargo porfía a Dios,
nunca puede olvidar que él era destinado para el destino más alto, y sin embargo
constantemente pierde su destino. Este hombre en rebeldía, que de todo su corazón anhela
salirse de ella, no obstante renueva esa rebeldía una y otra vez.
Sea que nos concierne la psicología del individuo o los grandes movimientos históricos o
los fenómenos socio-culturales, topamos con este conflicto dondequiera. No es verdad, como
nos llevara a creer William James, que hay dos clases de hombres, los armoniosos y los
divididos. Ciertamente hay diferencias considerables en este sentido. Pero aun los
armoniosos son pecadores, viviendo en conflicto con su destino y en contradicción con él,
sea que los sepan o no. Y también, las así-llamadas almas enfermas no están enfermas
comparadas con las saludables, sino más bien, son las que pueden ver su propia condición y
la de todo el mundo.
Al terminar, permítanme hacer una pregunta que surge de la última observación. ¿Qué
importancia o significado tiene que un hombre vea y se comprenda a sí mismo de una manera
o de otra? Esta pregunta puede ser contestada sobre dos niveles diferentes. Los terribles años
recientes de guerra y de las revoluciones totalitarias anteriores nos han mostrado que la
comprensión del hombre es la base de todo orden social y de toda cultura. El reconocimiento
de la dignidad humana que no procede del hombre sino que es otorgada por Dios, es la
presuposición de toda justicia y libertad socio-política. La negación de esta dignidad es
equivalente al abandono total del hombre al poder del estado y es en principio idéntica al
principio de los estados totalitarios. El estado totalitario puede surgir, y tiene que surgir,
dondequiera que la idea de la dignidad humana se pierda. La idea de la dignidad humana, sin
embargo, es históricamente y en principio nada más que la idea de ser creado el hombre a la
imagen de Dios.
Parece ser posible comprender la dignidad del hombre de una manera idealista en lugar
de un sentido cristiano. Era la filosofía estoica que, antes de que el Cristianismo entrase al
plano de la historia, había hecho tanto para la creación de la ley y la justicia occidentales.
Pero esta concepción idealista del hombre ha tropezado una y otra vez sobre los verdaderos
hechos de la vida humana, y, por otro lado, ha hecho mucho daño por su igualitarismo
abstracto. No se puede hacer que el hombre crea, por un período alargado, que él es un ser
divino; él conoce, aun sin ser cristiano, demasiado de ese “misére d’homme” para que tome
en serio la entusiasta interpretación idealista. Por eso un tiempo de idealismo siempre ha sido
seguido por un tiempo de materialismo en el cual se niega la dignidad humana. Tal fue el
caso después de la marea idealista del siglo diecinueve, que fue seguida por una terrible
resaca del materialismo más crudo, que no tenía más que decirle al hombre sino que él era el
animal más desarrollado.
En tiempos bastante recientes parece que hemos entrado a una etapa particularmente
peligrosa de aberración antropológica, a saber, una combinación rara de nihilismo y
deificación. Teóricamente se dice que el hombre no es nada más que un animal con un
cerebro altamente desarrollado. Al mismo tiempo, en cuanto a este hombre se cree que es
capaz de lograr lo que quiera por la ciencia y la tecnología. La deificación, que pudiera

32
haberse pensado finalmente superada, regresa como si fuera de atrás, en la forma de una
deificación de la creatividad técnica a la cual se le adscribe poco menos que la omnipotencia.
Después de haberse desecho de la pseudo-religión de raza y sangre, se ve confrontada con un
peligro aun más grande de una pseudo-religión tecnócrata. No hay campo para la
personalidad humana, la libertad, la justicia en ninguna de estas dos religiones nuevas del
hombre divino. Pero la más peligrosa de todas debe ser la que hace que el hombre no sea
nada y a la vez que sea Dios.
Hay una sola salida de este miserable movimiento de péndulo entre la negación de toda
dignidad humana y la exageración desmedida de su divinidad, a saber, el conocimiento
cristiano que contempla la grandeza del hombre y su miseria simultáneamente de manera que
esté conforme a la experiencia. Esta doctrina realista del hombre, que reconoce la imagen de
Dios tanto como la profundidad del pecado, es capaz de crear un orden social que tenga lugar
para la dignidad del hombre y que a la vez provea las precauciones necesarias contra las
terribles fuerzas del mal que están dormidas en el hombre. Tal es la visión del problema
desde afuera, desde la esfera de la vida pública.
Pero es una de las aberraciones más dañinas de nuestro tiempo que se le dé demasiada
importancia a la vida pública, y que se haya olvidado que lo verdaderamente humano no ha
de encontrarse en público, sino en las esferas privadas y públicas de la vida humana. En otros
tiempos la gente sabía la diferencia entre lo temporal y lo eterno, y sabía que todo orden
socio-político, por importante que fuera, pertenecía a la esfera de las cosas temporales. Los
estados y los órdenes sociales, los buenos tanto como los malos, algún día se acabarán. Pero
el hombre es creado para la eternidad, y por consiguiente, su relación a lo eterno es la única
decisiva cuestión central de su existencia en último análisis. A diferencia del idealismo
griego, esto se nos ha sido dado a conocer por el mensaje cristiano, y es un conocimiento que
está unido inseparablemente al conocimiento del significado del hombre. Que él sea creado a
la imagen de Dios significa que él es creado para la eternidad; que él sea pecador significa
que él ha fracasado en lograr su destino. Su grandeza, usando nuevamente la frase de Pascal,
es que está destinado para comunión con Dios; su miseria es su separación de Dios y por lo
tanto su separación de la fuente de la vida eterna. Si preguntamos sobre la importancia de la
doctrina cristiana del hombre, la respuesta tiene que ser: que sólo por ella el hombre sabe
para qué ha sido creado, por ende, el significado de su vida. Por sola ella conoce su realidad.
Y esta realidad es de tal naturaleza que tiene que desesperarse, si algo nuevo no le pasa. El
conocimiento que por la fe tenemos de nuestra realidad es, de verdad, un conocimiento de la
desesperación, pero esta desesperación es el único camino posible hacia el conocimiento
salvador que se nos da en el mensaje de Jesucristo. El reconocimiento que soy pecador,
incapaz de no ser pecador y así llegar a ser aquello para lo cual estoy destinado, es la entrada
a la gracia salvadora de Dios en la que consisten la fe cristiana y la salvación del mundo.

33
IV

El Mediador

Es un hecho bien conocido que todo predicador y pastor puede confirmar que muchos,
aun aquellos que están relacionados con la iglesia cristiana, creen en Dios, pero no creen en
Jesucristo. Para ellos, Dios es una realidad sin la cual no pueden concebir la existencia de sus
vidas. Pero el mensaje del Nuevo Testamento, el de Jesucristo, el Hijo de Dios, nuestro
Señor, les es incomprensible. No tiene un sentido real. Particularmente extraña para ellos es
la idea de la muerte de Jesús sobre la cruz, es decir, que ésta tenga el sentido de un sacrificio
reconciliador. Esta “idea Paulina,” como a menudo suele llamarse, es para ellos nada sino los
vestigios de una concepción primitiva de Dios, como un vengativo ser sanguinario cuya ira
puede ser aplacada sólo por un sacrificio de sangre. ¿Cuál es la razón para este alejamiento
del centro del mensaje bíblico?
Si deseamos encontrar la respuesta correcta, es necesario que señalemos un rasgo
característico de la moderna evolución espiritual que hace mucho se ha observado en otras
conexiones, a saber, la despersonalización de la vida moderna y su entendimiento de la vida.
Sin duda, la idea de personalidad y vida personal juega un papel grande en el pensamiento de
pensadores modernos, pero un análisis de esta concepción de personalidad demostraría que el
hombre moderno, al hablar de persona y lo personal, tiene en mente algo que al final es bien
impersonal, a saber, una función dentro de la sociedad o la cultura. Él piensa en el genio
creativo y su obra, él piensa en papel que cierto individuo tiene dentro de cierta esfera de la
vida. Él piensa de cierto hombre que contribuye a los genes comunes de la civilización. Muy
a menudo se puede observar que la mayor parte de nuestra generación no puede distinguir
entre personalidad e individualidad. Lo que sea la personalidad, en el estricto sentido
absoluto, sólo puede entenderse en confrontación con el Dios personal. Es el evangelio,
particularmente el del Nuevo Testamento, del que la humanidad ha aprendido lo que
significan “persona” o “personal”. Ningún teísmo filosófico, sino sólo la revelación del Dios
personal, puede enseñarnos el significado de un Dios personal, y por lo tanto, el significado
de la personalidad humana.
Es por el milagro incomprensible de la revelación divina que se nos permite saber que
Dios, el Creador del universo entero y el Señor de todas las naciones, me mira a mí, este
hombre individual, y quiere tener comunión conmigo, este individuo; que él me conoce y me
ama, que me ha escogido—a mí, y no a la humanidad en general—antes de toda la eternidad
en Jesucristo. Por consiguiente, él no se preocupa principalmente por el trabajo que produzca,
por la función social que desempeñe, sino que primariamente se interesa en una sola cosa,
que yo lo ame con todo mi corazón y con todas mis fuerzas o no, “porque el Señor mira al
corazón.” El corazón, sin embargo, es la persona. Es más, por el hecho de que “Dios mire al
corazón” y me llame a una comunión con él, yo llego a ser una persona en el verdadero
sentido de la palabra. Un genio, una importante personalidad talentosa, una individualidad
bien definida, un carácter de ciertos rasgos—todo eso puedo ser sin esta relación con Dios;
pero sólo soy una persona “ante el rostro de Dios.”
Es de importancia decisiva para la comprensión de nuestro tema que veamos claramente
la diferencia entre una voluntad divina que busca la unidad, y una voluntad divina que busca

34
una comunidad. El Dios de la revelación se propone la comunión, no la unidad, el Dios del
misticismo y de la especulación filosófica se propone la unidad, no la comunión. La unidad
resulta en lo impersonal, la comunidad resulta en lo personal, porque Dios quiere comunión,
y en su deseo por comunión se manifiesta su propio ser más profundo, su Trinidad. La última
palabra que la Biblia habla es amor. Dios es amor. Eso no significa solamente que Dios ama,
sino que el amor es su esencia. Este es el misterio del Dios Trino, que su propio ser sea
comunión. Él es en sí mismo el amoroso y el amado. Por esto el amor es su última palabra
para nosotros, y ya que esta es su última palabra, la personalidad es posible en el profundo
sentido verdadero de la palabra, y esta personalidad tiene una supremacía incondicional sobre
todo lo impersonal.
Por otro lado, por esto el pecado no es meramente una transgresión de una ley divina, la
destrucción de un orden que Dios estableció y sostiene. Estas cosas son ciertas respecto al
pecado, pero no son el pecado en sí. El pecado es la destrucción de la comunión con Dios, la
disolución del lazo personal que mantiene unidos a Dios y el hombre. Esta es la razón porqué
el pecado va mucho más allá de la esfera de la moralidad. “Contra ti solo he pecado y he
hecho lo malo ante tus ojos.” El pecado no es que haya cometido algo malo, el pecado es que
me he separado de Dios. Eso es lo que quiere decir cuando alguien dice, “Soy pecador.” A lo
que se expuso acerca del pecado en la conferencia anterior, tenemos que agregar otro aspecto
del pecado, cosa que se expresa en la palabra “culpa.” Porque el pecado es la destrucción de
la comunión personal con Dios, y, como tal, es un hecho que nosotros mismos no podemos
cambiar. Aunque tuviéramos el poder de no pecar más, y si tuviéramos la posibilidad de
reparar los daños ocasionados por el pecado, aún permanecería algo irreparable por nosotros,
a saber, la culpa, el hecho de que somos separados de Dios. El portón al paraíso se ha
cerrado; ante él está el Querubín con la espada ardiendo, impidiendo que volvamos. El lazo
de comunión con Dios está roto y, en lo que atañe a nosotros, no puede ser reatado, no
tenemos poder sobre lo pasado, y como tal permanece entre Dios y nosotros como un muro
separador.
Y ahora recordamos lo que se dijo en nuestra segunda conferencia sobre la esencia del
Dios viviente que se nos revela, que él no es meramente amoroso sino también el Dios santo.
Dios se toma a sí mismo seriamente. Por eso nos toma a nosotros seriamente, por “Dios no
puede ser burlado, lo que el hombre sembrare, eso mismo segará.” Él que se haya separado
de Dios, está separado de él, entre él y Dios está la culpa como una realidad, reconocida ésta
también por Dios. El Dios viviente no es simplemente inmutable, como dijeran los filósofos,
pero su actitud para con nosotros sí cambia. Ya que nos hemos removido del lugar donde su
creación nos ubicó, su disposición para con nosotros no es igual que en el principio. Esta
disposición cambiada, ocasionada por la ruptura de comunión como consecuencia del
pecado, se llama la ira de Dios en la Biblia.
Esta palabra suena inaguantablemente dura para el oído del hombre moderno. Contempla
en ella nada sino un crudo antropomorfismo primitivo. Aun la ira humana como reacción
contra una ofensa le parece indigna de un hombre espiritual. ¡Cuánto más indigna de Dios!
Pero no es por casualidad, ni cuestión de una evolución lenta, que este concepto juegue un
papel tan importante no tan sólo en el Antiguo Testamento sino también en el Nuevo. Si lo
entendemos correctamente, no tiene nada que ver con lo primitivo, con lo antropomórfico
ingenuo. Al contrario, es la necesaria expresión de Dios, al tomarse a sí mismo y a nosotros

35
seriamente. Nos toma tan en serio que nuestra actitud cambiada para con él resulta en un
cambio de actitud de él para con nosotros. Si no fuera así, significaría que nuestra acción,
nuestra disposición, no es nada para Dios, que él no nos ama. Además, significaría que “a
Dios se le burla,” que él no toma en serio su propio mandato y su propia voluntad, que él no
es inflexible, resoluto y que, por lo tanto, no es confiable. El término “la ira de Dios”, por
consiguiente, significa aquella ruptura de comunión, provocada por nosotros, significa
también una ruptura para Dios. Quiere decir que nuestra culpa la es para él también, que
nuestra separación de él es una realidad para él también, que su santa voluntad, al encontrar
resistencia, llega a ser en sí una resistencia: “Dios resiste a los altivos.” La ley de Dios no ha
de quebrantarse; si nosotros la quebrantamos, ella nos quebrantará a nosotros.
Por lo tanto, tras la idea de la culpa está la idea del juicio, el castigo, la condenación.
Éstas, también, son palabras que el hombre moderno no puede resistir en su pensar
impersonal. La impersonalidad llega a ser sentimentalismo y, a la vez, arrogancia. Al igual
que nuestra ley penal y su concepto de castigo ha llegado a ser sentimental e impersonal,
diluida por meras ideas de utilidad, así en la religión el pensamiento del castigo divino, el
juicio y la condenación, ha sido abolido así no más. Uno habla de un uso irreligioso de
categorías jurídicas dentro de la Biblia, pero no reconoce que la concepción de la santidad
tiene su propio lugar aparte del amor. Uno quiere tener solo el amor, sin apreciar que por
negar la santidad y la ira de Dios, al amor de Dios se le priva de su verdadero significado y
profundidad. ¿No es así aun en la experiencia humana? El hombre que no sabe enojarse, no
puede amar verdaderamente. El hombre que le da la vista gorda a la traición, la infidelidad, la
ruptura de confianza como si no fuera nada, no puede ser un verdadero amigo, y no puede ser
leal a sí mismo. Aquí una decisión importantísima tiene lugar: él que niega escuchar de la ira
divina, su juicio y condenación, nunca entenderá a Jesucristo. El Dios viviente es el Dios
cuyo amor está unido a la santidad. Esta paradoja de la santidad y la misericordia es, como ya
vimos, la esencia de la doctrina bíblica de Dios
Tal vez sea de menos importancia que en este sentido hablemos de la santidad de Dios o
de su justicia, pero ciertamente no es sin importancia que el concepto de la santidad de Dios
no sea reemplazado simplemente por el de la justicia, porque la santidad es más profunda que
lo que comúnmente se entiende por la justicia divina. La frase bíblica “la justicia de Dios” es
tan comprehensiva en su significado que no podemos reproducirla en ningún idioma
moderno sin una perífrasis extensiva. Es porque Dios sea santo que su justicia se establece
para con nosotros, siempre que por justicia entendamos lo que todo el mundo hoy entiende
por justicia. La santidad de Dios consiste en el desear incondicional de Dios, en su deseo de
ser el solo Dios y Señor, en no ceder su honor a nadie, sino su deseo de que el mundo sea
lleno de su gloria. De esta santidad surge su ira, su resistencia contra aquel que le resista a él.
De su santidad proviene la necesidad de juicio y castigo para el que se separa de Dios para
así virarle la espalda. La santidad de Dios, si se me permite usar tales términos humanos, es
el divino auto-respeto infinito sin el cual su amor no sería el amor divino, sino
sentimentalismo. Es el amor del Dios santo que viene siendo el milagro revelado en la Biblia.
Por ende, sobre esta santidad de Dios se funda el hecho de que la ruptura de comunión, que
es pecado, sea una realidad para Dios también, y esto sea expresado por la reacción de Dios
en una ira santa. El hombre como pecador está bajo el juicio divino, no puede esperar más

36
sino las consecuencias de sus hechos, a saber, la reprobación. Este es el efecto de esa
enajenación en que se ha colocado.
Pero sabemos que esta no es la palabra final de Dios. Entramos en el santuario más
interior de la revelación divina, el misterio del perdón divino: “¡Dios no desea la muerte del
pecado sino que se arrepienta!” La ira de Dios es una realidad, pero la ira de Dios no es la
esencia de Dios. La Escritura dice que Dios es amor, pero nunca dice que Dios es ira. Este es
el incomprensible misterio de la esencia divina, que la santidad de Dios sea perfeccionada en
su amor, aunque no es intercambiable con él. La pared de separación, que actualmente está
entre Dios y el hombre a consecuencia del pecado, es una realidad para Dios también, pero
no es la realidad última. No debemos negar su realidad por no ser la realidad última, pero,
por otro lado, no debemos dudar de la misericordia divina por causa de la realidad de la ira.
En pocas palabras, este es el significado del mensaje de la cruz de Jesucristo.
La palabra de la misericordia divina, que es el perdón divino, es la palabra más preciosa
de todas, porque en ella la palabra del amor de Dios asume un nuevo significado insondable e
inagotable. Es exactamente por esa razón que esta más preciosa palabra de todas ha de ser
guardada del peligro más terrible, que el milagro de la misericordia y el perdón llegue a ser
de rutina. Ya hemos citado las palabras blasfemas del burlador: “¡Dieu pardonnera, c’est son
métier!” En estas palabras la cosa terrible ocurre, que el hombre pecador acepte el perdón
divino como cuestión de cajón, como algo que él pueda deducir de una preconcepción de
Dios. Todo lo que tienda a trivializar el milagro del perdón o cambiarlo en una cosa
insignificante o cosa rutinaria es malo y abominable. Y todo lo que tienda a hacernos ver el
milagro del perdón como un milagro incomprensible, como algo que jamás podría esperarse,
es bueno y necesario. Dios mismo ha provisto la salvaguardia decisiva. La cruz de Jesucristo
es ese evento, dentro de la revelación divina, por el cual se hace imposible que nosotros
tomemos ligeramente al perdón divino. Esta es la razón más profunda porqué el mensaje de
la cruz es locura para los griegos y una piedra de tropiezo para los judíos. El mensaje de la
cruz, o más bien el evento mismo, es el medio divino por el cual al perdón se le da el peso
completo de lo imposible, lo inaudito, lo incomprensible desde la óptica del hombre. Pero
esto no sucede como si fuera por una retórica divina sino por una divina necesidad interior;
porque en el mensaje de la cruz ambos son revelados como uno: la santidad divina, que no es
burlada, y el amor divino como el incondicional deseo de tener comunión.
Permítaseme intentar, desde el comienzo, remover una objeción que a menudo se oye.
Desde el tiempo de los Socinianos se ha dicho una y otra vez que la doctrina Paulina de la
cruz está en contradicción con el mensaje sencillo de Jesús mismo, tal y como se presenta en
la parábola del hijo pródigo. En esta parábola, se dice, el padre perdona al hijo sin la
intervención de ningún mediador, sin alusión alguna al evento sanguinario de la cruz.
Además, aun en el Antiguo Testamento, por ejemplo en Salmo 103, se proclama el perdón de
Dios con una sencillez y claridad, sin referencia alguna a un sacrificio expiatorio. La doctrina
de la reconciliación por la cruz es, según se dice, una complicación innecesaria de la doctrina
sencilla de Jesús y a la vez una teoría teológica que representa un volver a caer en los ritos
sacerdotales antiguotestamentarios de expiación. Es el teólogo judío Pablo que ha
entenebrecido y aun falsificado el Evangelio de Jesús, cosa que es tan humana y simple.
Esta concepción, que erróneamente se cree producto de la investigación crítica e
histórica, es en realidad un malentendido completamente no-histórico de la enseñanza de

37
Jesús. La enseñanza de Jesús nunca puede separarse de su persona. La parábola del hijo
pródigo es, como muestra claramente el contexto, un comentario sobre lo que Jesús hace. Los
fariseos quedan escandalizados por su relación con publicanos y pecadores. Es con el fin de
contestarles y justificar su acción que él narra las parábolas del hijo pródigo, de la moneda
perdida, y de la oveja perdida o el buen pastor. Particularmente en la última Jesús se pinta a
sí mismo. Él es el buen pastor que busca la oveja perdida. Él es el que entra a la casa del
publicano Zaqueo y explica lo que hace por las palabras: “El Hijo del Hombre ha venido para
buscar y salvar lo que se había perdido.” Su vida entera es este movimiento de bajar y entrar
en la realidad pecaminosa de la humanidad. Así, también, es su muerte inminente, al
destacarse a sí mismo como el rescate por muchos. Aunque la mención explícita en el
establecimiento de la Cena del Señor de su sangre derramada para perdón de pecado no fuera
sus propias palabras sino una tradición más tarde, tal y como muchos eruditos tienden a
creer, aún permanece esa conexión indisoluble entre la vida y la enseñanza de Jesús y el
hecho indisputable de que Jesús era consciente de ser aquel, que en la comisión de Dios
restauró la comunión entre Dios y el hombre perdido. Tampoco es sorprendente que él
mismo no dijera más acerca de su muerte venidera que lo revelado por el cuadro sinóptico.
No le atañía predicar su muerte venidera, porque tal doctrina no podría entenderse mientras
viviera. Era su tarea vivir y morir en el servicio de Dios y para la salvación del hombre. Por
consiguiente, la oposición entre Pablo y Jesús no es un hecho histórico sino una invención de
los historiadores, que no han podido ver la unidad entre los dos, porque, como hombres
modernos, ellos no entendían esta unidad.
Los verdaderos hechos de la tradición neotestamentaria, entendidos como ellos mismos
quisieran ser entendidos, no nos permiten separar la enseñanza de la vida y la muerte de
Jesucristo. En realidad, la investigación crítica más reciente nos ha restaurado este
discernimiento. Jesús se conocía a sí mismo como el cumplidor de la profecía
antiguotestamentaria. Con bastante frecuencia, aunque usualmente en forma de alusión
correspondiente a su incógnito, se señalaba a sí mismo como aquel en quien había
comenzado la venida del reino de Dios y el nuevo pacto, ese pacto que, según la profecía de
Jeremías, es un pacto del acto divino de perdón; por él, en él, la conexión entre el hombre
pecaminoso y el Dios santo que había sido destruida es restaurada. Para eso vino a buscar y a
salvar lo que se había perdido. Para eso su vida es un servicio y su persona es un rescate por
muchos. La consumación de toda esta intervención divina en la vida de Jesús es su muerte.
En cuanto al Antiguo Testamento, lo verdadero acerca de él en general, también es
verdadero tocante a esta cuestión específica: el Antiguo Testamento es el predecesor y el
presagiar de las cosas que han de venir. Por eso muchas cosas que están separadas en el
Antiguo Testamento llegan a ser una unidad en el Nuevo Testamento. El rey no es el
sacerdote, y el profeta no es ni rey ni sacerdote. Sólo en la persona de Cristo esos tres oficios
teocráticos se unen personalmente. Similarmente, podemos entender que algunas veces, por
ejemplo en el Salmo 103, el perdón de Dios aparece como desligado de cualquier sacrificio
expiatorio. En otro lugar, en conexión con la profecía del gran profeta del exilio,
encontramos el cuadro del siervo de Dios que carga con el pecado del pueblo de forma
vicaria. Y otra vez, dentro del contexto de la tradición sacerdotal, encontramos la idea de un
expiatorio sacrificio vicario. Nuevamente, tenemos que decir que es una interpretación no-
histórica la que tome cada uno de estos rasgos aisladamente, sin relación con los otros.

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También hay que decir que, como todas las demás doctrinas del Antiguo Testamento, aun
la doctrina del pecado es incompleta y preliminar. Pero aunque esto sea así, puede decirse
con toda certeza que todas estas doctrinas están ligadas estrechamente a la acción y
revelación divinas en la historia. Aquí no encontramos en ningún lugar doctrina atemporal
como la de la filosofía griega o la de la sabiduría mística del Oriente Lejano. La doctrina
antiguotestamentaria es parte de la historia del Antiguo Testamento, siendo así la doctrina
siempre un comentario sobre las acciones divinas. Esto es verdad en general, y también es
verdad en cuanto al perdón. Lo que el salmista dice acerca del perdón de Dios, lo dice con
base en la revelación histórica. El mismo Salmo 103, que se cita a menudo en este sentido,
habla del perdón divino con base en lo que Dios ha hecho en Israel por Moisés y los profetas.
No es un perdón deducido de una concepción de Dios, sino un perdón que ha sido revelado
misericordiosamente en la historia. El perdón es un elemento dentro de esa historia del venir
de Dios al hombre, del entrar e intervenir de Dios en la situación humana.
El mensaje de la cruz no debe aislarse de toda la historia salvífica. Al igual que es falso
hablar del perdón sin señalar a la cruz, también es falso aislar la cruz del resto de la vida de
Cristo. La muerte de Cristo sobre la cruz es el punto de culminación, o, si se prefiere, el nadir
de la auto-manifestación divina en la historia. Pero es la culminación de esa vida total que se
vivió no tan sólo para morir, sino para hacer visible la gloria de Dios y su bondad amorosa
por el enseñar, el vivir y el sufrir. Tan erróneo es leer el evangelio sin el comentario de los
apóstoles, así de erróneo es leer las doctrinas de los apóstoles sin la plena historia de Jesús tal
y como la encontramos en los evangelios. Si esto se intenta, aquello que debe estar unido se
despedaza. Logos y Sarx, la palabra y la vida juntas, son esa revelación de la que el Nuevo
Testamento testifica. No podemos entender la vida de Cristo si no la comprendemos como
culminando en la cruz; tampoco entendemos la cruz si no la comprendemos en conexión con
la vida completa de Jesús. La cruz de Cristo y el mensaje de la expiación o redención no es
nada sino la última fase de la encarnación, cosa que en sí misma es la fase final del venir de
Dios al hombre. De nuevo, la encarnación es en sí el principio de la cruz y de la redención,
tal y como Pablo lo expresa con profundidad incomparable y con sencillez en un versículo de
su Epístola a loa Filipenses, al hablar de Jesucristo, “Existiendo en forma de Dios, él no
consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse; sino que se despojó a sí mismo,
tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y hallándose en condición de
hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!”.
¿Cuál, pues, es el significado de la cruz, entendiéndosela dentro de este contexto más
amplio de la historia de la revelación? Ya dijimos que es el medio divino para mostrar a
nosotros los pecadores la santidad de Dios junto con su misericordia y de revelar el perdón de
tal manera que excluya el malentenderlo como algo de rigor. Esto es verdad, pero no es la
historia completa. Desde Anselmo de Canterbury y Abelardo, es decir, desde el principio del
signo doce, hay dos interpretaciones clásicas del significado de la cruz y su poder redentor,
una teoría objetiva y otra subjetiva. La doctrina objetiva de Anselmo procura probar la
necesidad objetiva de la muerte expiatoria de Cristo por usar el concepto de una necesaria
satisfacción. El honor de Dios demandaba el sacrificio de Jesús como el único medio
suficiente de la reconciliación. Por otro lado, Abelardo afirma, con la misma desigualdad, el
efecto subjetivo de la muerte de Cristo en la cruz sobre el hombre, como siendo el medio por
el cual el hombre entiende y cree en el amor increíble de Dios. Ambas teorías representan un

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elemento importante del testimonio bíblico. Pero cada una de ellas no es meramente
incompleta, sino que en su desigualdad viene siendo una distorsión del testimonio bíblico. Al
decir esto, debemos enfatizar que Anselmo captaba la mitad mayor de la verdad. Es verdad
que, en la enseñanza de los apóstoles en torno a la muerte de Cristo, el efecto de esa muerte
como revelador amor divino juega un papel importante. Pero esta interpretación nunca agota
el contenido total de la doctrina bíblica. Lo que le da a la interpretación de Anselmo su
superioridad es el hecho de que empieza con el hecho objetivo del pecado. La culpa es una
realidad, aun para Dios. La rebeldía del hombre contra la voluntad de Dios es un hecho
contra el cual Dios reacciona con su ira, por consiguiente la ira divina es una realidad y no,
como han creído muchos teólogos modernos, una idea inferior, un prejuicio del hombre que
sea removido o corregido por Jesús. La realidad de la culpa, la existencia de ese muro de
partición, no es ningún prejuicio. Es tan real y tan seria que algo tiene que hacerse para que
Dios pueda revelar su amor perdonador.
Quizá esto se entiende mejor si tomamos como punto de arranque el pasaje que citamos
de Filipenses, del hecho de la encarnación. Como ya dijimos, toda la revelación de Dios es
un descender de Dios al hombre. Él entra en la terrenal historia pecaminosa del hombre. Dios
quiere encontrarse con el hombre allí, donde está el verdadero hombre. El lugar donde Dios
puede encontrarse con el hombre, por lo tanto, es determinado por la situación del hombre.
Al igual que alguien que quiere ayudarnos tiene que viajar allí y entrar en las condiciones en
las que estamos, así Dios, queriendo ayudar al hombre, tiene que entrar en la maldición bajo
la cual toda la vida humana está sumida como resultado del pecado.
Esta maldición no es meramente una miseria real, la impotencia del hombre; la maldición
tiene mayor profundidad. Es el estar del hombre bajo la ira divina, el estar perdido el hombre
para Dios. El corazón de esa maldición es la separación de Dios, esa expulsión de la
comunión con el Creador, ese muro de partición que se yergue entre Dios y el hombre,
afirmado así por la voluntad divina. Dios mismo ha puesto al hombre en esta posición, bajo
la maldición, porque él es el Dios santo que no puede ser burlado. Esta, pues, es la situación
del hombre, no sólo vista desde la óptica del hombre, sino de la de Dios. Y Dios tiene que
entrar en esta situación para poder encontrarse con el hombre.
Cuando decimos que Dios tiene que hacer algo, desde luego, no es una necesidad
impuesta sobre Dios, sino una realidad que Dios mismo nos muestra. No es un conocimiento
a priori sino un conocimiento a posteriori; no ha de deducirse de un concepto de Dios, sino
es una interpretación de un evento histórico. Es un intento por entender el significado de lo
que realmente sucedió en la muerte de Cristo. Es aquí donde diferimos de Anselmo, que
piensa que es posible deducir a priori el hecho de la reconciliación de su concepto de Dios.
Es esta construcción a priori que le da a su doctrina el sesgo fatal de la calculación racional,
que hace que esta teoría no tan sólo luzca extraña sino también siniestra. Junto con esto
quisiera señalar una cosa más. Estamos de acuerdo con Anselmo en que hay una necesidad
objetiva en la reconciliación. Pero estamos en total desacuerdo con él si considera que esta
reconciliación es un sacrificio por el cual la ira de Dios tenga que ser aplacada. En el
testimonio bíblico Dios nunca es el objeto de la reconciliación; en ningún lugar encontramos
esta idea, que Dios tenga que ser reconciliado por Cristo. Dios siempre es el sujeto de la
reconciliación. Él reconcilia al hombre para consigo mismo. Es en este punto que la doctrina
post-reforma, siguiendo a Anselmo, excedió el testimonio bíblico y ocasionó el malentendido

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que la doctrina cristiana de la expiación sea una recaída a la primitiva mitología sacrificial.
Permanecemos firmemente en línea con el testimonio bíblico si, por un lado, subrayamos la
objetividad de la ira divina y la maldición puesta sobre la humanidad, y, por otro lado,
enfatizamos que por la muerte de Cristo la realidad de la ira divina fue removida, pero que
Dios es el sujeto y no el objeto de esta acción reconciliadora.
Esto parece ser una contradicción imposible, siempre que no comprendamos la relación
entre la santidad divina y el amor. Como ya dijimos, la ira de Dios es un efecto de su
santidad, pero no pertenece a su esencia; por otro lado, la santidad de Dios no es idéntica a su
amor, sino que su santa voluntad encuentra su pleno cumplimiento en la realización del amor.
Por consiguiente, es el amor de Dios que resulta en la historia entera de la revelación, y es el
amor de Dios que lleva al Salvador a la cruz. Sin embargo, este amor se revela de tal manera
que a la vez la santidad de Dios en su severidad inexorable se manifieste. Esto es lo Pablo ha
amalgamado en su concepto de dikaisosune theou, la justicia de Dios. La revelación de la
justicia de Dios, que se opone a la justicia de la ley, no es otra cosa sino la unidad de la
santidad enjuiciadora de Dios y el misericordioso amor reconciliador de Dios. Es esta justicia
de Dios, que combina así la justicia y la misericordia, a la que corresponde la justicia por la
fe. Y este es el nuevo principio de vida en la comunidad cristiana.
Estoy bien consciente del hecho de haberles introducido en una esfera difícil de
concepciones teológicas por lo que he venido diciendo, pero me atrevo a esperar que lo que
dije al principio haya sido suficiente como para darles la impresión de que estas cosas no son
una abstracta teología académica. En el Nuevo Testamento, aun en las partes más difíciles de
las cartas de Pablo, no hay nada que no tenga relación inmediata a nuestra situación práctica
y nuestros problemas. Aquí, donde nos preocupamos por el centro del mensaje bíblico,
también nos preocupamos por el centro de los problemas de la vida. Este centro no es lo que
llamamos el problema social, mucho menos el político, por urgentes y candentes que éstos
sean. El centro no es otra cosa sino el hombre mismo, la persona, el corazón del hombre.
Cuando le llevaron a Jesús un hombre afligido por una parálisis incurable para que lo sanara,
él dijo, para el asombro y probablemente la desilusión de la mayoría, no “Levántate y sé
sanado”, sino “Hijo, tus pecados te son perdonados.” Yo creo que la mayor parte de los
hombres modernos al leer esta historia pasan por la misma experiencia que aquellos que
estaban presentes en aquel entonces. Para nosotros, la cosa más urgente y más importante que
necesita hacerse no parece ser el perdón del pecado, sino la sanidad de nuestras necesidades
prácticas. En cambio, Jesús ve más profundamente que nosotros, ya que nosotros en nuestra
generación estamos quizá aun más distantes de la verdadera visión del hombre que en el
tiempo de Jesús. A diferencia de tiempos pasados, el problema de la culpa no parece ser real
para la mayoría de nuestros contemporáneos, y mucho no comprenden siquiera cómo el
hombre puede sentirse culpable ante Dios.
Pero no nos debemos coger nuestro rumbo de la miopía y la superficialidad de nuestra
generación, sino de la visión profunda de Jesús. Él sabe, dice, y confirma por su cruz, que el
problema de la culpa es el centro de todo el apuro y la perplejidad humanos. Sea que lo
comprendamos o no, que lo creamos o no, siempre es verdad: ya que los hombres no tienen
una comunión con Dios, viven con temor, buscan la vida donde sólo hay la muerte, y huyen
de aquello que sería la vida. Ya que el hombre no vive en comunidad con Dios, el hombre
llega a ser impersonal, abstracto, disociado, y sucumbe a las idolatrías de poderes abstractos.

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El otro día, cuando me preguntaron cuál era el verdadero problema de la nación alemana y la
verdadera causa de su corrupción, yo contesté, sin pensar mucho, “la abstracción”. Tal vez
debiera haber agregado que “esa abstracción es también, quizá en menor grado, el mal de
toda la civilización occidental”. El mal específico de la historia del pensamiento moderna, el
síntoma más aparente de esta abstracción, es el hecho que el hombre moderno no entiende la
culpa, que el problema de la culpa apenas le interesa, tal vez con la excepción de la culpa de
la guerra, eso es, donde él mismo no sea culpable.
La culpa es la más profunda de toda necesidad humana, porque el meollo del hombre, su
relación con Dios, su ser como persona, es determinado por ella, sea que se dé cuenta de ella
o no. El mensaje del perdón de culpa en su forma neotestamentaria como el mensaje del
perdón por la muerte expiatoria de Cristo, es por lo tanto el gran escándalo o piedra de
tropiezo para el hombre moderno, aun más que para el griego y los judíos. Aun por motivos
estéticos el hombre moderno—como Goethe, el gran ejemplo de la vida estética moderna—
dice que él no quiere saber de la cruz; simplemente es demasiado fea. ¿Por qué debe mirar a
un criminal que guinda de la horca? Pero, aun más, es su autoestima moral que se rebela
contra la cruz. Él no quiere saber que esto tuvo que hacerse por él sin él, no quiere inclinar la
cabeza bajo este yugo de humillación completa. No quiere recibir, es demasiado orgullos
para recibir la misericordia divina. Es todo aquello contra el cual no puede evitar rebelarse.
Este auto-orgullo de los hombres, que Pablo llama en el griego kauchema, es el tema
negativo fundamental del mensaje bíblico, porque es la contradicción de esa dependencia
completa que es indicada por las palabras “fe” y “el temor de Dios”. Este auto-orgullo es el
resultado de la terquedad, de esta tendencia del hombre de ser creador de su propia vida.
Este deseo de atribuir su vida a sí mismo se manifiesta más claramente en aquel orgullo que
no quiere vivir por la gracia sino por las acciones del mismo hombre. Esto es lo que Pablo
llama justicia o la justicia de la ley. Esta auto-justicia puede ser vencida sólo por el mensaje
de la muerte reconciliadora de Jesucristo. Por eso es que esta doctrina de la cruz y de la
justificación por la fe, siendo el centro del Nuevo Testamento y la fuente vital de la reforma,
es también el centro de todo verdadero entendimiento del evangelio para nuestro tiempo,
aunque es necesario formularlo de tal manera que el hombre moderno sienta el reto y vea
delante de él la opción o de rebelarse contra el escándalo o de aceptar con gratitud y
arrodillarse humildemente ante la increíble misericordia de Dios.

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V

La resurrección

Últimamente se ha hablado del contraste entre lo estático y lo dinámico, no solamente


respecto a los movimientos políticos que se enorgullecen de lo dinámico, sino también
respecto a la religión. El hombre moderno parece demandar que la religión sea dinámica, no
estática. Lo que quiere decir con eso no siempre está exactamente claro. Pero dos cosas
parecen implicarse en esta palabra: la religión debe relacionarse con el proceso temporal,
dándole así dirección y finalidad; segundo, la religión debe ser lo que es indicado por el
significado original de la palabra dunamis, un poder que mueve la vida de los hombres.
No es difícil ver que el evangelio del Nuevo Testamento, a diferencia de otras religiones,
cumple estas demandas a grandes rasgos. Porque la fe cristiana tiene indudablemente una
relación con el proceso temporal, dándole dirección y finalidad, y el evangelio ciertamente ha
de entenderse como una poder que mueve la vida del hombre. ¿No es el mismo apóstol Pablo
que llama el evangelio de Jesucristo el poder de Dios para la salvación? De todos modos,
debemos ser cautelosos en aplicar tal patrón como el contraste entre lo estático y lo dinámico,
cosa que está a la disposición del hombre, utilizándolo como medio de interpretación de la
verdad bíblica. Si el evangelios es locura para el mundo y una piedra de tropiezo para su
sabiduría, como ya se demostró en las cuatro conferencias anteriores, apenas podemos
esperar que ha de someterse a tal patrón como el dinamismo, cosa que es enteramente creada
desde el punto de visa del hombre. Por lo tanto, será necesario someter este supuesto criterio
de la verdadera religión a un riguroso examen crítico.
Al principio puede que nos haga este servicio, que señale un contraste sorprendente entre
las religiones. Hay religiones que no tienen ninguna relación, o en su defecto solamente una
relación negativa, con el tiempo o el proceso temporal, cosa que hace que sean realmente
estáticas. Hablo de esas religiones que interpretan el mundo como un eterno universo bien
ordenado, un cosmos divino, y por lo tanto ponen todo su énfasis sobre la conservación,
sobre la estabilidad de este orden que el hombre tiene que reconocer y respetar. El ejemplo
más sorprendente de esta clase de religión es probablemente la religión de la China. Ésta
puso el fundamento para un orden socio-cultural de estabilidad sin par en ese territorio
inmenso del Oriente Lejano; no obstante, al final resultó en un letargo tal que sólo podía
acabar en una catástrofe. Menos directa, pero similar en sus límites, es la religión griega
junto con la filosofía religiosa que nació de ella. Su concepción principal es el del orden
divino, de un cosmos mundial. Las religiones de la India, incluso el misticismo de todo
matiz, tienen una relación casi totalmente negativa con el tiempo o con los eventos
temporales. Al igual que las religiones de la naturaleza, ellas comparten la idea de que el
proceso temporal—siempre y cuando sea real—es un eterno movimiento cíclico o circular en
el cual todo vuelve a suceder, y cada vez vuelve con períodos más largos o más cortos de
rotación.
La doctrina bíblica es muy diferente. Aquí los eventos temporales tienen una importancia
decisiva, aquí la historia humana no es como el crecer natural y el desaparecer, un
movimiento circular con dirección y fin. Al contrario, desde su mismo comienzo,
principiando con esa historia de Abraham y el pacto entre Dios y su pueblo, todo se

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encamina hacia una meta futura. Se piensa en la historia como el llegar a ser de algo que aun
no es, pero será, que aun no tenemos, pero tendremos. Aunque esta meta es demasiado
limitada y demasiado terrenal en sus primeras presentaciones, no obstante esto en el curso de
la historia divina de la revelación se pone más y más claro que esta no es ninguna meta sino
el fin hacia el cual la historia progresa. La realización de esta historia de la revelación y su
meta no es automática; no tiene lugar en el curso natural de los eventos, sino por actos
poderosos de intervención de Dios en los cuales él usa a los hombres y les provee de fuerzas
sobrenaturales. Aquí, pues, parece que el postulado de la religión dinámica se cumple
completamente.
Pero si analizamos este postulado un poco más de cerca, vemos que tras él está la idea del
progreso y tal vez la de la evolución. Esta es la manera en que el hombre moderno entiende
la relación dinámica y positiva con el proceso temporal. El mundo se moverá hacia adelante,
sea con pasos pequeños o con saltos grandes, más y más hacia una meta. Y el poder que
conduce hacia esa meta, el poder por el cual la humanidad es llevada más cerca de ella, es esa
dinámica que él postula.
No quiero implicar por eso incondicionalmente la idea de un proceso continuo y no-
intermitente de progresión. El hombre moderno sabe que hay atrasos, tiempos buenos y
malos, tiempos cuando el mundo se mueve adelante a paso gigantesco y tiempos cuando
experimenta un paro, y aun cuando pierde lo ganado en el pasado. Pero, por irracional que
sea el zigzag de estos movimientos, o por grande que sea la desilusión, siempre, en general
nos movemos hacia delante, y podemos esperar que las generaciones después de nosotros
vean una época más humana que nosotros; y tal vez lo tengamos por una ganancia
permanente. Es innegable que esta idea del progreso surgió del Cristianismo, y esto es
reconocido por los historiadores. Además, no puede negarse que un gran número de
cristianos, a su vez, interpretan el evangelio por medio de este concepto del progreso,
algunos de una manera más evolucionista, otros de una manera más revolucionaria. Pero
ambas son unánimes en afirmar que la historia o el proceso temporal nos aproxima más y
más a esa meta. Sin embargo, debemos darnos cuenta que, en lo que respecta a la fe cristiana,
esta idea del progreso es relativamente nueva. La cuestión de tal progreso, que nos parece tan
auto-evidente, nunca surgió durante el tiempo de la Reforma o de la Edad Media, o en el
tiempo de los primitivos Padres de la Iglesia. La cuestión decisiva, sin embargo, es si la idea
del progreso se conoce en la Biblia. Esta cuestión tiene que contestarse con una negación
rotunda. La idea del progreso en todas sus formas, evolucionistas y revolucionarias, brotó del
Cristianismo, pero de tal manera que a la vez representa un reacuñar racionalista y optimista
de la idea bíblica del reino de Dios venidero. El mensaje bíblico sí tiene una relación muy
definitiva y positiva con el proceso temporal, y sí muestra una meta para la historia. Por
consiguiente, sí le da a la existencia humana una dirección clara y firme. Pero todo esto dista
mucho de la idea del progreso que subyace la palabra “dinámica”. La relación que el
evangelio del Nuevo Testamento guarda con el proceso temporal no tan sólo es muy
diferente a la del progreso, sino es en sí misma paradójica, es decir, no se capta por las
categorías de nuestro pensamiento racional, y por lo tanto, es una locura y una piedra de
tropiezo para nuestra manera natural de pensar. Quisiera aclarar esto en lo que sigue a
continuación.

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Primero, permítaseme señalar una idea que está en el centro del mensaje
neotestamentario y está en la mayor proximidad con aquel centro del cual hablábamos en la
última conferencia, o sea, con el mensaje de la cruz. Me refiero, si me permiten acuñar tal
monstruosa palabra, a la idea de onceness (Nota del traductor: palabra que no existe en
inglés, pero es acuñada por Brunner para expresar la idea de algo que ocurre una sola vez).
Lo que ocurrió en la cruz de Cristo tuvo lugar, como los apóstoles enfatizan una y otra vez,
una vez por todas. No necesita que se le agregue nada ni que se le haga más grande, y no
admite la repetición. La última palabra de Cristo sobre la cruz, según el evangelio de Juan,
es: “Cumplido es,” o, en palabras que se aproximan más al griego, “Es perfeccionado.”
Perfecto para siempre. Esta idea de algo completamente agotador, suficiente para siempre, es
un escándalo para nuestro pensar y sentir racionales. Nos gustaría tener delante otras
posibilidades para poder decidir, para decidir por nosotros mismos. Pero aquí se dice: “No
hay salvación en ningún otro, hay sólo esta puerta para la vida verdadera.” Si pensamos en
términos de dinamismo nos gusta pensar que lo decisivo nos queda por delante, que podemos
compartir en ello; aquí, sin embargo, se dice, la decisión ya tuvo lugar. Uno está amarrado,
amarrado en el sentido absoluto a algo que pertenece al pasado. Ambos elementos, el estar
amarrado a una cosa, excluyendo cualquier otra, se opone a la mente moderna, de hecho es
repugnante para ella. Es tan humillante, tan opuesto a nuestro modo democrático, y no
corresponde para nada a lo que entendemos por dinámico.
Pero por extraño que parezca, este onceness no corresponde a lo estático tampoco.
Porque en este punto singular de la historia, lo que tiene lugar es la reversión de toda la
historia, la revolución que, comparada con todas las demás revoluciones, hace que éstas sean
sólo un ruido hueco. Es la batalla decisiva en la lucha entre Dios y las fuerzas impías. Tal
como Pablo lo pinta en su Epístola a los Colosenses en un grandioso cuadro dramático,
“También despojó a los principados y autoridades, y los exhibió como espectáculo público,
habiendo triunfado sobre ellos en la cruz.” Es el cuadro de un victorioso general romano que
vuelve triunfalmente a la cabeza de su ejército, seguido por los enemigos cautivos que portan
los despojos, que entra por la porta triumfalis. Justo como las tropas aliadas, después de
invadir exitosamente al Continente, sabían que la victoria era suya, aunque les quedaban días
largos y aun meses de lucha por delante; así, desde la muerte victoriosa de Cristo, desde el
éxito de la gran invasión del reino de Dios a nuestra historia y la batalla decisiva se había
librado en la cruz, los cristianos sabían que la victoria era suya, aunque les aguardaban
muchos años de lucha por delante.
Por consiguiente, lo que sucedió una vez por todas no ha terminado. Jesucristo,
crucificado bajo Poncio Pilato en el año 30, no es una mera personalidad histórica. Si fuera
eso, no sería el Salvador para todos los tiempos. En vez de eso, él es el viviente Cristo
presente, nuestro Señor, que mora en nosotros por su palabra y nuestra fe, que es la Cabeza
viviente de la Iglesia. Justo aquí la parábola de la invasión al Continente se deshace. La
invasión ya tuvo lugar, aunque sus efectos perduran. Pero Jesucristo está igualmente
presente, no tan sólo en sus efectos sino personalmente, ayer, hoy y para siempre. Justo como
la sabia de la viña se circula por sus pámpanos, haciendo así que vivan y que se mantengan
unidos, así, el Señor, está presente en su ecclesía, uniéndola, transformándola de día en día
para que sea más como él. Pero esto no es suficiente; Jesús también es del futuro. Él es
nuestro futuro. La comunidad de creyentes, tal como el Nuevo Testamento lo pinta, es una

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sociedad de hombres que vela ardientemente una cosa que ha de venir. Ellos llaman esto que
ha de venir, el día de Jesucristo. El mismo apóstol, que en las palabras citadas hace que
miremos hacia atrás al evento sobre la cruz, habla de sí mismo en su carta a los filipenses,
“...olvidando lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está por delante, prosigo a la meta
hacia el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.” Es el cuadro de un atleta
en una carrera—un cuadro que se usa muy a menudo en el Nuevo Testamento—que fija su
vista en la meta, que concentra todo pensamiento en ella y que gasta todas las últimas
reservas de su energía para alcanzarla. Así los seguidores de Cristo se centran en la meta
hacia la cual corren.
Finalmente, aquí parece ser el punto donde coinciden nuestra postura optimista del futuro
y el mensaje del Nuevo Testamento. ¿No es esa idea de un futuro mejor la que nos mueve?
¿No es esa idea la que da poder a nuestra actividad, que hace que soportemos sacrificio y que
nos demos a nosotros mismos? ¿No es esta idea del reino de Dios venidero la que, distinta a
cualquier otra idea de la Biblia, nos llena de gozo y de la idea que nuestra vida tiene valor y
vale la pena vivirla? Lo que el oxígeno es para los pulmones y la sangre, la esperanza es para
el alma. Después de todo, ese es el significado último de la fe cristiana.
Sin embargo, tenemos que tener cuidado para que al final no terminemos como víctimas
de una ilusión fatal. Después de apreciar la diferencia entre nuestra manera de pensar acerca
del proceso temporal y la del Nuevo Testamento y cuán paradójico es el papel que juega la
idea de onceness dentro de él, y cómo es a la vez este onceness actual, podemos esperar que
la idea neotestamentaria del futuro es también muy diferente de la nuestra. Si pensamos en el
futuro, vemos delante de nosotros una serie de sucesivas metas intermedias, cada una
aproximándose más a la meta final. Por lo tanto, pensamos que nos acercamos, paso a paso, a
la condición que consideramos la final. Pensamos en una meta que ha de realizarse más y
más en el curso del tiempo.
Sea que se use la palabra progreso para esto, o por ciertas razones no la use, sea que se
piense que estas metas intermedias están ligadas más continuamente la una con la otra, o sea
que su idea es más la de una serie de empujones, en todos los casos el elemento común es
éste, que generaciones más tardías estarán más cerca de la meta, que sus condiciones de vida,
sus instituciones sociales, sus condiciones político-culturales serán más semejantes a la final
que la nuestra. Este es un cuadro del futuro que está más relacionado con nuestra hechura. Si
el artesano trabaja con un pedazo de madera o cuero, él medita en lo que saldrá de él, y
asegura que la materia prima llegue a ser el objeto que tenía en mente. Lo mismo es cierto de
un artista, un educador, un trabajador social o reformador social y de un estadista.
Dondequiera que se realice trabajo significativo, hay un proceso por el cual la materia prima,
algo que no es como debe ser, llega más y más a ser lo que debe ser por el trabajo metódico.
Cada trabajador tiene en su mente un plan o esquematización del resultado final, y este plan
dirige cada faceta de sus acciones. De no ser así, su acción no pudiera ser significativo.
Ahora bien, no hay duda de que a esta clase de realización por una acción hacia algo
mejor se le da lugar dentro del mensaje bíblico también. Cuando se hable de las acciones de
los hombres, y donde se espere algo de ellas, encontramos este cuadro familiar de trabajo
significativo regido por las reglas de la artesanía. O encontramos un cuadro similar en la vida
natural, el cuadro de crecimiento natural. En la vida del cristiano también debe haber
crecimiento, un progreso, un engrandecimiento, un enriquecimiento. Debe haber un

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ensanchamiento de la comunidad cristiana. Pero este es sólo una parte del cuadro. Junto con
estas ideas de crecimiento y progreso están aquellas en las que la vida de los creyentes es
representada de manera contraria. Con una insistencia curiosa, el Nuevo Testamento habla de
un paulatino morir del hombre, de un edificio como si estuviese invertido boca abajo. En el
centro del Nuevo Testamento, donde la cruz de Cristo está ubicada, está concentrado este
movimiento hacia abajo. Es en conexión con la cruz que se presenta este cuadro negativo de
la obra del hombre. No es la obra del hombre que importa, sino la de Dios. No es por las
obras que viene la salvación, sino por la fe, no por acción, sino por pasión. De nuevo,
topamos con la misma paradoja, la misma conexión de elementos que son contradictorios e
irreconciliables para nuestro pensar. Por un lado, el cristiano ha de usar toda su energía como
si la salvación dependiese de su propio esfuerzo, y por otro lado, se dice que solo Dios trae la
salvación y el obrar del hombre es vano. Por un lado, las demandas morales más altas se le
hacen a la voluntad del hombre, más altas que en ningún otro lugar, y por otro lado, se
devalúa completamente todo esfuerzo moral, y confianza en esos esfuerzos es el
impedimento más grande para la fe cristiana.
Hemos lidiado con este problema, porque el pensamiento natural, y particularmente el
pensamiento del hombre moderno, piensa que la realización del propósito divino para el
mundo, la venida del reino de Dios, como si fuera lo mismo que la acción humana
significativa, representada ésta en el ejemplo del procedimiento artesano. Ahora miramos de
nuevo la idea bíblica del futuro. En realidad, es la mira divina, la llegada del reino, la
perfección de todas las cosas, sobre la cual están puestos el corazón y la mente de la
comunidad neotestamentaria. Es de esta expectación que la vida del cristiano recibe su
tensión incomparable y poder. Pero ahora vemos que esta mira y la manera de su realización
son fundamentalmente diferentes de nuestra idea racional del futuro y, por consiguiente, son
totalmente diferentes de la interpretación moderna del reino de Dios y su venida. Una vez
más, oigamos al apóstol Pablo. Sólo unos renglones después de aquellas palabras que
citamos acerca de olvidarse de lo que quedaba atrás y extendiéndose hacia el futuro, él dice:
“Porque nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos ardientemente al
Salvador, el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo de humillación para que tenga
la misma forma de su cuerpo de gloria, según la operación de su poder, para sujetar también
a sí mismo todas las cosas.”
Ahora bien, este cuadro es justo el contrario del nuestro. Este no es un movimiento
partiendo de nosotros, paso por paso, hasta alcanzar la meta, no es un movimiento que va
hacia arriba, como si fuera una escalera hasta alcanzar el punto más alto, el movimiento de
Dante del infierno por el purgatorio hasta el cielo. Al contrario, es un movimiento que
comienza del cielo, partiendo de donde está Dios, bajándose hacia nosotros hasta que somos
alcanzados. Como puede verse fácilmente, el mismo movimiento del cual hablamos en la
última conferencia, a saber, el movimiento del Hijo de Dios que toma la forma de un siervo,
haciéndose obediente hasta la muerte en la cruz. Sólo esta vez el punto final de este
movimiento ya no es la muerte en la cruz sino nuestra resurrección, la transformación de
nuestro cuerpo de humillación en el cuerpo de gloria de Cristo. Al igual que el primer
movimiento, terminando así en la cruz, tenía el carácter de onceness, así también, lo tiene el
segundo. Justo como hubo un día de invasión en el que las fuerzas oscuras fueron derrotadas
por la cruz, también habrá un día de victoria, hasta entonces oculto, irrumpe en visibilidad,

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un verdadero día de victoria. El Nuevo Testamento enfáticamente llama este día el día del
Señor Jesucristo. Esta es la meta hacia la cual la vida cristiana está destinada y hacia la cual
se hace la carrera. Por esto entendemos el carácter del movimiento del hombre, de otra
manera paradójico, del cual acabamos de hablar. Puesto que es una participación en la cruz
de Cristo, en su muerte, en su humillación, tanto como en su resurrección y su venida en
poder, ya que ambos días son presagiados en la vida cristiana—por eso es tan contradictorio.
Todas las tres dimensiones del tiempo, el pasado, el presente y el futuro, forman una
unidad paradójica en la existencia cristiana. Y justo es esta unión paradójica que es el poder
de Dios que obra en el hombre y en la historia de la humanidad hacia la meta de perfección y
salvación. El cristiano es uno con Cristo crucificado por la fe; él es uno con el Cristo presente
por participar en su amor y comunión. El cristiano espera el día victorioso de la resurrección,
teniendo así parte en él ya por una esperanza viva. Esta esperanza no es tan sólo un gran
gozo y consuelo sino también un gran poder activo en su vida y acción. Pero esta esperanza
no puede existir sola. Es sólo lo que tiene que ser en su unidad con la fe y el amor. Esta es la
existencia tridimensional de la Iglesia Cristiana dentro del tiempo.
Pero finalmente es este conocimiento del fin, el telos, que imparte a la vida cristiana su
significado, y por ende, su poder. Este, pues, es el dinamismo cristiano. El contenido de este
suceso se describe mejor por la palabra “resurrección”, es decir, es un evento que no puede
darse gradualmente y que no deja campo para su realización por etapas. Entre la vida del
hombre en su cuerpo mortal y la resurrección no hay transiciones, no hay ninguna
aproximación entre los dos, sino que hay una línea clara de demarcación. Y este es
exactamente el contraste marcado con nuestro pensar natural respecto al propósito futuro,
para el cual la idea de aproximación es característica. No se puede ser despertado más o
menos en la vida de resurrección. O tú vives en este cuerpo, como todos nosotros, cosa que
es cuerpo de muerte, o tú vives en una nueva clase de existencia que no conoce la muerte.
Se excluye toda continuidad entre la una y la otra por sucesivos estados de realización.
Segundo, este evento es uno que procede exclusivamente de Dios y no de nosotros. El
hombre puede hacer muchas cosas con los poderes que Dios le dio, pero una cosa no puede
hacer, no puede librarse de la muerte para transformar su cuerpo en el cuerpo de gloria y vida
eterna. Ni el cristiano puede hacerlo, aunque ciertamente puede hacer muchas cosas que otros
no, si realmente está lleno del amor que nace en la fe. Es verdad que hay una transformación
del carácter de nuestra vida que, según dice el apóstol, nos hace más semejantes a Cristo de
día en día. Pero esta transformación permanece, cuando más, dentro de los límites del cuerpo
mortal, o sea, el cuerpo carnal. Es verdad que la vida del cristiano tiene la mira de llegar a ser
más y más similar a la imagen de Jesús, y negar esto significaría negar el poder del Espíritu
Santo. Pero habiendo dicho todo esto, toda esta transformación, aun a su nivel más alto, es
meramente una transformación dentro de los límites de este mundo de mortalidad. Es una
vida por fe y no por vista.
¿Por qué será que la Biblia enfatiza tanto esta línea de demarcación entre el cuerpo de
muerte y el cuerpo de resurrección? ¿No sería justificable pensar que la cosa principal es
aquel cambio interior, que ya es posible en este tiempo histórico y la forma actual de
existencia, para que la resurrección fuera simplemente el evento culminante, el último y el
más corto tramo del largo camino ya transitado? El Nuevo Testamento no permite tal
interrupción El cuerpo de muerte no es un mero detalle, un mero detalle de carácter negativo,

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el cual será remediado al final. El cuerpo de muerte es una terrible realidad totalitaria que
amolda el carácter de ésta, nuestra existencia, el carácter contradictorio de la vida histórica.
Una vez más, nuestro orgullo moral es dañado seriamente. A pesar de todo cambio o
transformación, sea en la vida de individuos o en la vida de instituciones sociales, de estados
y naciones, una cosa permanece sin cambiar, y ese es el carácter contradictorio, el carácter
problemático, incierto, frágil, mezclado de esta existencia pecaminosa, que muestra la señal
de la muerte por todos lados.
El cuerpo de muerte no significa simplemente que morimos físicamente, aunque esto en
sí es un hecho de gran importancia. No es cosa insignificante que todos nosotros tengamos
que morir y que ni todo nuestro progreso en la ciencia, la medicina y la tecnología, ni
ninguna transformación por fuerzas morales y religiosas, aun las que produce la verdadera fe,
puedan de manera alguna alterar este hecho. Pero esta no es la verdad completa. En el Nuevo
Testamento la muerte y el cuerpo de muerte significan algo más grande. El cuerpo de muerte
es la terrenal existencia histórica en sí, que en sus raíces más profundas queda afectado por la
separación de Dios y por esa razón es auto-contradictorio en su carácter total. Aun los
cristianos, los mejores, los más fieles, los miembros más amorosos del cuerpo de Cristo,
viven dentro de este cuerpo de muerte o juntos con ella, hasta el día de la resurrección. Eso
quiere decir que ellos, como los demás hombres, se enferman y se ponen débiles, que en
ellos, como en los demás, hay un temor a la muerte que no es vencido totalmente. El que
niega eso vive en una gran auto-ilusión. Además, vivir en el cuerpo de muerte significa que
los cristianos también portan sus tesoros celestiales en vasos de barro, que aun en los
creyentes todo lo que viene de Cristo es entenebrecido, vez tras vez, por el pecado, de modo
que aun en ellos, sobre todo en ellos, hay una lucha incesante entre lo que viene desde arriba
y lo que viene desde abajo. Aun ellos, los santos de Dios, son pecadores, aunque su pecado
está muerto según el grado que vivan en Cristo.
Una cosa más debe decirse respecto al cuerpo de muerte: es su conexión indisoluble con
el mundo que está enajenado de Dios y contradice el evangelio de Jesucristo. Es justo en este
punto que el contraste entre la esperanza del Nuevo Testamento y la idea del progreso se
manifiesta más claramente. En ningún lugar del Nuevo Testamento encontramos una
expectación que en el curso de los siglos la humanidad llegará a ser cristiana, para que así la
oposición entre el mundo y la Iglesia se supere dentro del tiempo histórico. Más bien, el
contrario es cierto: la comunidad cristiana o la Iglesia será una minoría hasta el fin, y por
consiguiente sigue la batalla entre las fuerzas oscuras y los poderes de Cristo hasta el día del
juicio. Si hay alguna verdad en los cuadros apocalípticos que encontramos en el Nuevo
Testamento, tenemos que comentar aun más. Las visiones apocalípticas son unánimes en
pintar el fin del tiempo, la última fase de la historia humana antes de la venida del día de
Cristo, como un tiempo cuando de máxima tensión entre la luz y las tinieblas, entre la Iglesia
y el mundo, entre Cristo y el Diablo. Ciertamente la Iglesia de Cristo se mueve, se expande
sobre la faz de la tierra. Puede ser que esté creciendo en poder internamente y en alcance e
influencia exteriormente, pero a la vez los poderes del mal están creciendo también y son
capaces de usar el progreso realizado por la humanidad para hacer que las fuerzas naturales
los sirvan. En otras palabras, el cuadro que pinta el Nuevo Testamento del proceso histórico
hasta el día de Cristo está de acuerdo exactamente con la realidad histórica tal y como la
conocemos, y por ende en el contraste más estricto a la idea moderna del progreso, aun en su

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forma pseudo-cristiana que equivocadamente contempla el evangelio neotestamentario de la
venida del reino como un movimiento inmanente hacia arriba. En ningún lugar el Nuevo
Testamento promete un estado terrenal de paz, de justicia social, o de relaciones
internacionales universales que se ajusten a la idea de justicia y humanidad.
¿Por qué no? Porque el cuerpo de muerte es una realidad terrible. Es así, aun para los
cristianos que son seguidores fieles a su Señor. Es mucho más así en el mundo que no se
somete a Cristo. Pienso que es justificable interpretar la idea del anticristo de tal forma que
signifique la tensión creciente entre las fuerzas de Dios, dadas a su Iglesia, y las fuerzas del
mal, que progresan en el mundo. A la medida que el Espíritu de Cristo se manifieste
poderosamente dentro de la Iglesia, en esa medida el mundo reacciona aun más
apasionadamente contra él. Mientras mejor sea la Iglesia, mayores los esfuerzos de las
fuerzas diabólicas para mantener lo suyo. Juzgada así por este cuadro de la historia temporal,
toda concepción del proceso del tiempo influida por la idea del progreso queda
desenmascarada como utópica, contradicha por la realidad tanto como por la doctrina bíblica.
Sin embargo, todo esto es sólo el lado negativo del gran mensaje positivo acerca de la
meta de la vida humana y del mundo en general. El utopismo no es una esperanza demasiado
grande sino demasiado pequeña, ya que es limitado por el horizonte histórico. La esperanza
que tenemos en Jesucristo sobrepasa la historia. La historia no puede contener lo que Dios
tiene guardado para nosotros. La vida histórica es vida temporal; cambios históricos son
cambios temporales; ganancias y pérdidas históricas son ganancias y pérdidas temporales. La
perspectiva del evangelio es la eternidad. Nada perfecto puede realizarse dentro del marco
estrecho de lo temporal y la vida terrestre. La perfección y el cumplimiento para las cuales
Dios nos creó son de naturaleza tal que rompen este marco estrecho. El amor de Dios
sobrepasa la historia, de la que la muerte es un rasgo característico. La resurrección es la vida
eterna que despedaza el marco de la existencia histórica. Dios, que descendió a nosotros en
la forma del hombre para compartirnos su propia vida, quiere que nosotros participemos en
su amor y vida eternos. No es únicamente por un cierto período de tiempo que él desea tener
comunión con nosotros. Al igual que su amor es incondicional en cuanto al pecado, así es
incondicional tocante a la muerte. Sea el curso de la historia que fuere, el fin de la historia
quedará más allá de la historia, y este fin es la perfección de la creación de Dios y la
realización del reinado de santidad y amor de Dios en la vida eterna.
Por esto las utopías del progreso histórico no pueden seducir a los que creen en Cristo.
Las utopías son las pajas a las que agarran los que no tienen una esperanza verdadera. Las
utopías son tan inatractivas como increíbles para aquellos que conocen la verdadera
esperanza. Las utopías no son consecuencias de la verdadera esperanza sin un pobre sustituto
y por ende, un impedimento y no una ayuda. La esperanza que hay en Jesucristo es diferente
a todas las utopías del progreso universal. Se basa en la revelación del plan de Dios en la
revelación del crucificado. Por lo tanto, no es una especulación incierta acerca del futuro sino
una certeza basada en lo que Dios ya reveló. Uno no puede creer en Jesucristo sin saber a
ciencia cierta que la victoria de Dios sobre todos los poderes de destrucción, incluyendo la
muerte, es el fin hacia el cual el proceso temporal se mueve.
Hemos llegado a la conclusión de estas conferencias. La revelación histórica, el Dios
trino, el pecado original, Cristo el Mediador, Resurrección—todos estos son algunos de las
doctrinas principales del Cristianismo y, a la vez, algunas de las piedras de tropiezo

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principales que el evangelio presenta al pensamiento moderno. Si penetramos bastante
profundamente en cada uno de estos temas, veremos que ellos no son tanto doctrinas
diferentes sino aspectos diferentes de una y la misma verdad. La doctrina cristiana no
consiste en partes sino que es una sola pieza. Es una de las tareas de la teología sistemática
aclarar esto, es decir, demostrar la coherencia de lo que a primera vista pudiéramos llamar
doctrinas diferentes. Es por la revelación histórica que nosotros sabemos del Dios trino, del
pecado original, de la obra reconciliadora de Cristo y de la consumación del mundo en la
vida eterna. Es por causa de nuestro pecado que necesitamos la reconciliación. Es el Dios
trino que se revela a sí mismo y nos reconcilia a él en Jesucristo. Cada una de estas doctrinas
apunta hacia la otra como su complemento, siendo que no se puede entender correctamente la
una sin las otras. Cada una de estas doctrinas es esencial para la fe cristiana y característica
de ella. Ninguna de las religiones no-cristianas, ninguno de los sistemas filosóficos de
teología, tiene cualquiera de estas doctrinas. Ellas absolutamente son doctrinas que
pertenecen específicamente al evangelio cristiano, y cualquier similitud a ellas que haya en la
teología no-cristiana son sino analogías inciertas.
Además, como hemos procurado demostrar, la aceptación de cada una de estas doctrinas
no es cuestión de creencia autoritativa sino de un asunto de decisión existencial o ética.
Todas conducen a un punto donde el hombre tiene que dar cuentas de su propia existencia, su
condición moral, su auto-evaluación, su comprensión de sí mismo. Cada una de ellas apunta
hacia esa entrada angosta, que únicamente por ella puede entrar en una verdadera comunión
con Dios en la vida eterna. Que uno crea en estas doctrinas, pues, no es cuestión de una mera
creencia, sino cuestión de decisión vital. No son meramente cuestión de opinión religiosa que
se puede tener o no, sino de una condición diferente y carácter de vida que distinguen al que
cree y al que no cree en ellas.
Por lo tanto, desde la óptica del pensar natural, desde la sabiduría propia del hombre,
todas son la misma locura, el escándalo del Cristianismo. Uno de los peligros más grandes de
la Iglesia dentro de un país democrático—y una de las más grandes tentaciones para las
iglesias que dependen de la buena voluntad de sus congregaciones para su sostén—es
presentar el mensaje evangélico de una forma que sea agradable e inofensiva a los oyentes.
Al igual que la mayoría del público que va al cine demanda que la película tenga un fin feliz,
así la mayor parte de los congregantes desean recibir un mensaje que sea agradable al oído.
Ahora bien, en último análisis el evangelio es agradable al oído, de no ser así no se le
llamaría las buenas noticias. Pero es agradable escuchar sólo para aquellos que son pobres de
corazón, sedientos y auto-desesperantes. Ciertamente no es agradable para la mentalidad que
desee “un fin feliz”. No es agradable sino perturbador para todos aquellos que quieren ser
confirmados en sus formas naturales de pensar y desear, en su óptica modernista, en su auto-
afirmación racional. Por toda la Biblia corre esa concepción de que Dios se acerca
únicamente a los corazones partidos y no a las mentes engreídas y auto-suficientes. El
evangelio es esa clase de verdad religiosa que hace que el hombre dependa totalmente de
Dios y que sea totalmente no-auto-suficiente. En último análisis, el idealismo o la religión
mística, es halagadora para el hombre y por lo tanto agradable al oído. Por eso el evangelio
será impopular y debe serlo—de hecho el mismo contrario a popular—y dondequiera que la
Iglesia llegue a ser popular, no puede evitar la duda que una iglesia esté complaciendo al
público por la falsificación del evangelio. Vivir por esa verdad que es locura para los sabios y

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una piedra de tropiezo para los moralistas, ciertamente no es cosa popular. Pero esta es la
piedra angular del evangelio. Dondequiera no sea locura y escándalo en el sentido de los
apóstoles, ciertamente no es el evangelio sino alguna clase de idealismo con ropa evangélica.
Por otro lado, debe decirse que no toda clase de locura o escándalo es del evangelio. El
escándalo cristiano solamente es aquello que es locura para los sabios y escandaloso para la
gente moral, ya que contiene la sabiduría y la justicia de Dios. La Iglesia ha fallado, no tan
sólo por esquivar la ofensa que el evangelio ofrece, sino que también por presentar el
evangelio en leguaje y conceptos que son meros primitivismo y superstición humanos. No
olvidemos que todos los tesoros de sabiduría están escondidos en Cristo. El mensaje cristiano
no se opone al pensar profundo, siempre y cuando este pensar se haga para honrar la
sabiduría de Dios y no la del hombre. En la actualidad, al estar lleno el hombre de su propia
sabiduría, la verdad evangélica apenas se apodera del corazón del hombre sin obligarle a que
piense profundamente. El evangelio no alienta la superficialidad al igual que no alienta la
pereza moral. Es por tomar en serio la tarea de pensar tanto como la tarea de ser bueno, que
destruye el racionalismo y el moralismo. Cristo, al cumplir la ley, nos ha liberado de la
maldición de la ley, y nos ha liberado de tal manera que somos esclavizados por Dios aun
más.
Permítaseme que diga una palabra final. El escándalo del Cristianismo existe como
escándalo siempre que estemos llenos de nosotros mismos. Creer en la cruz de Cristo no es
ningún escándalo para aquellos que han visto cuán pervertida es su propia sabiduría, la
sabiduría del hombre natural. El creer en Cristo es la misma corrección de esta perversión de
nuestra vista; hace que miremos correctamente de nuevo, quienes por el pecado nos hemos
puestokm bizcos. La locura del evangelio es la sabiduría divina para todos aquellos que han
sido sanados de la perversión que consiste en hacer que la razón y la bondad del hombre sean
el juez de toda verdad, esa perversión que coloca al hombre en vez de a Dios en el centro del
universo. El evangelio es idéntico con la sanidad de esta perversión, que en su profundidad y
verdadero significado es diabólica. El evangelio es la victoria de la luz de Dios sobre los
poderes de las tinieblas.

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