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Parte 3: Con el viento gélido cortando sus rostros y el resplandor de las auroras bailando

en el cielo nocturno, los olmecas avanzaban hacia el corazón de la Antártida, donde se


rumoreaba que yacía un secreto ancestral, oculto entre las heladas profundidades de la
tierra helada.

Guiados por la intuición y la sabiduría transmitida a través de generaciones, los


valientes navegantes se internaron en un laberinto de cuevas de hielo, cuyas paredes
relucían con un fulgor azul profundo, como si guardaran los secretos de la eternidad
misma.

Con cada paso, la tensión crecía en el aire, palpable como la electricidad antes de una
tormenta. Sabían que se acercaban al epicentro de la misteriosa energía que había
atraído a su antigua civilización hacia este lugar remoto.

De repente, emergieron en una vasta cámara subterránea, donde una luz pálida y
misteriosa iluminaba un altar tallado en el hielo. En el centro del altar yacía una figura
colosal, esculpida en un material que parecía ser más antiguo que el tiempo mismo: el
dios universal, cuya mirada trascendía los límites del entendimiento humano.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de los intrépidos exploradores cuando se


enfrentaron al dios de la Antártida, cuya presencia parecía abarcar la totalidad del
universo conocido y desconocido.

Pero en lugar de temor, los olmecas sintieron una extraña sensación de reverencia y
asombro. Sabían que estaban ante algo más que una simple deidad; estaban ante el
guardián de un conocimiento ancestral que podría cambiar el curso de la historia.

Y así, con el eco de sus corazones latiendo en armonía con el latido del universo, los
olmecas se prepararon para el enfrentamiento definitivo con el dios de la Antártida,
listos para desentrañar los secretos que yacían en lo más profundo de su ser. ¿Están
preparados para adentrarse en el enfrentamiento épico en la Parte 4?

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