Está en la página 1de 2

Nací en la ciudad de la cordialidad, tierra de alegría y hospitalidad.

Soy de un pueblo
andino, muy pintoresco y fiestero. Sus calles se dirigen desde los valles llaneros del centro
del país, hacia lo alto de las montañas de la cordillera de los andes, allí donde las nubes se
funden con la copa de los árboles.

Describirlo me lleva a sus curvas que ascienden de la sabana y que me dejan ver los vacíos
entre cerros cubiertos de densa vegetación. Con el seminario santo Tomás de Aquino,
emplazado sobre el borde de un acantilado verdoso y con su cruz imponente en primera
plana, recuerdo la influencia de la iglesia en la ciudad.

Al ver hacia atrás se observa toda la ciudad. Tan pequeña que te permite llevarla en el
corazón a donde quiera que vayas.

Al llegar al pueblo consigues una recta que asciende hacia el norte, con el cerro de la
mantellina de fondo, pintando de verde el paisaje. Esa misma recta es aquella que conecta
todo el país. Pues es aquella ruta llamada panamericana. El pueblo se abre hacia la
derecha en cuadras que se numeran desde el sur hacia el norte y del poniente al naciente.

Al llegar al pueblito colorido del cual tengo la gran mayoría de los recuerdos de mi infancia,
lo primero que vas a observar es la plaza Bolívar, en honor al libertador. Como es
costumbre en todo el país, este se orienta con su espada y su mirada hacia la capital.

Una plaza de baldosas rojizas y altas palmeras que se pierden en los días de niebla
comunes en el páramo. Una plaza que tiene un pedacito de mi en ella. Recordarla me llena
de lágrimas los ojos, al recordar cuando de niño las campanas de la iglesia, ubicada en el
lado norte de este espacio, me despertaban a las cinco de la mañana anunciando la llegada
de diciembre. Después de estas campanadas sonaban villancicos que te invitaban a
levantarte e ir a la misa madrugadora para compartir con vecinos y familiares un delicioso
chocolate caliente.

Al crecer, deje de escuchar los villancicos, deje de despertar tan temprano. Pues ya no iba a
la misa y caravana madrugadora; iba a la caravana del mediodía. Cuando ya no hay misa
pero es cuando se paraliza el pueblo y se concentran personas de todo el estado en esta
pequeña plaza para disfrutar de desfiles de carrozas, comparsas, bandas musicales y
disfrazados que deleitan con sus espectáculos a la multitud.

Estos carnavales son por las misas de aguinaldo. Tradición antigua en mi lindo pueblito.
Evento que permite la fiesta en la calle. El alcohol y la felicidad abundan hasta que oyes
otro disparo que acaba con la vida de otro vecino de cualquiera de los barrios aledaños. En
ocasiones, inocentes. En ocasiones, también mi persona

Este pueblito vio mucha alegría, pero no olvida aquel mayo del 2017 cuando muere la
alegría con Luis Alviarez, de 17 años, muerto a manos de la policía. Su único delito fue,
como el de muchos otros, querer un futuro mejor.

Una parte de mi se fue con él, con el recuerdo de aquel desconocido que entró a mi escuela
con una sonrisa imborrable. Con aquel recuerdo del niño que iba a casa de mi tía a arreglar
sus pantalones del liceo.
No tengo muchos recuerdos de este pueblo y sus colores. Pues estos últimos años que viví
en él fueron de desgracia y desolación. Fueron de mudanzas y de despedidas. De
migración y de saqueos. Fue el principio de la formación de mi carácter que apagó la alegría
que me caracterizó hasta entonces. Fue el momento en que me separé de mi gentilicio y
lloré por la ventana viendo hacia atrás sin saber cuándo regresaría.

También podría gustarte