S obreuna roca solitaria, en medio del mar, vivìa un dragòn llamado
Aciebel. Por las noches, sus escamas brillaban bajo el reflejo de las estrellas y sus alas desplegadas perecìan mantos de plata. Pero lo màs extraordinario era su canto. Por su garganta no pasaban baladas, himnos, oratorios, ni canciones trovadorescas. Aciebel era un drogòn que cantaba azul. Cada tarde, cuando alzaba el cuello para entonar su romanza favorita, las nubes se convertìan en charcos de cielo diurno y la Luna se cubrìa de sombras cerùleas. A veces un barco cruzaba el horizontes y los hombres escuchaban su voz lejana. Fascinados por la melodìa, auscultaban las tinieblas hasta que se cansaban de tanto buscar. Aunque nadie lo habìa visto nunca, todos sabìan que, oculto en las rocas de aquel islote, vivìa Aciebel. Y ningùn ser humano perdìa la esperanza de comtemplar algun dìa. Una tarde, el dragòn decidìo explorar el mundo. Fue una decisìon osada, pues jamàs habìa abandonado aquel refugio donde abundaban las lluvias càlidas y los peces que le servìan de alimento, las sirenas que jugaban con las olas y las gaviotas que le avisaban del mal tiempo. Pero alguien como èl serìa capaz de hallar comida y albergue en cual quier sitio. Al menos, eso pensò. Volò y volò, dejando atràs muchas tierras, y continuò màs al sur, hasta que diviso una blancura infinita que se extendìa por el horizonte. Aciebel nunca había estado en un polo, y no sabía lo que eran el hielo y la nieve. Pronto empezò a sentir un frìo atroz. Quiso regeresar, pero no pudo; sus alas se congelaron y cayó al suelo. Por más que se esforzó, y a pesar de su poderosa visión, no logrò distinguir a ninguna criatura que le prestara auxilio. A lo lejos apareció el velamen de un navÍo que surcaba los mares, cargado de marcancías hacia Ofir. El dragón intentó hacer unaseñal, pero le resultaba imposible moverse- mucho menos volar-, y la silueta del arco lleno de oro, elixir de mandrágora y cuernos de unicornio, se fue b perdiendo de vista. Aciebel presintío que iba a morir, y entonó una canción triste y azul. Poco a poco, aquella tierra cubierta de hielo cobró un matiz tornasolado, y el paisaje se conviertió en un trozo de cristal índigo como la superficie de un zafiro gigante. -¡ Mirad! ¡Qué fenómeno raro! - gritó el vigía del barco, señalando en dirección a la costa helada. Desde la popa, el capitán ordenó un giro completo hacia tierra para ver de cerca aquel prodigio. Pronto divisaron a la pobre bestia, que fue llevada a bordo con sumo cuidado. Después la hicieron revivir con un maravilloso brebaje de la raíz llamada ginseng, que los marinos compraron a unos mercaderes orientales. Tras cantar durante tres días con sus noches sobre la cubierta del barco, el dragón retornó a su islote. El navío siguió su trayecto hasta el puerto de Ofir, donde los ojos asombrados de los lugareños vieron atracar la silueta majestuosa de un velero, hecho con lustrosas maderas celestes, y conducido por unos hombres de piel azul- cuyas risas resonaban purísimas y fastuosas como el mar.