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“O inventamos o erramos”. Los desafíos del Frente Amplio.

En enero de 2017 se realizaba el acto de lanzamiento de un nuevo conglomerado político que


reunía a agrupaciones de origen estudiantil surgidas de las movilizaciones de 2006 y 2011,
partidos provenientes del campo liberal, humanista y ecologista, movimientos políticos de
distintas identidades de izquierda y organizaciones sociales. En un guiño a la experiencia
uruguaya, aunque sin demasiadas coincidencias con la misma, la coalición se autodenominó
Frente Amplio. Siete años después, en los que ha corrido muchísima agua –ya nos
detendremos en ciertos hitos-, tres partidos y un movimiento, algunos que ni siquiera existían
en el punto de inicio, avanzan hacia la conformación de una única colectividad.

Hay quienes se esmeran en presentar al Frente Amplio como simple resultado de la crisis de la
ex Concertación. Otros creen que esta fusión responde a un mero cálculo electoral. Incluso
hay quienes reducen todo a un cuadro edípico, a querellas generacionales y a parricidios más o
menos inconclusos. Sin embargo, el sentido que tiene la constitución de esta nueva tienda en el
campo de la izquierda chilena, excede con creces lo que alcanzan a reconocer estas lecturas.
Basta ubicarnos en una perspectiva más larga, en el desarrollo del proceso político y social del
último medio siglo, para comprender el significado histórico de este nuevo actor.

Partimos de la tesis de que los partidos son la expresión organizada de intereses y de la


constatación de que la sociedad chilena ha experimentado transformaciones tan radicales que la
cartografía política del siglo veinte ha quedado en buena medida obsoleta. Impuesta por la
fuerza y luego continuada en democracia, la reestructuración neoliberal le cambió el rostro a
Chile para siempre, modificó la estructura ocupacional, la relación del campo popular con el
Estado y con lo público, el valor del consumo, el vínculo entre la política y la sociedad y el
imaginario, los deseos y los anhelos de las grandes mayorías del país.

Es cierto que muchos aspectos de ese nuevo mundo son ampliamente valorados por los
chilenos. En los llamados “treinta años” la pobreza se redujo considerablemente, el consumo
se expandió, las mujeres aumentaron su participación laboral, la matrícula en la educación
terciaria se disparó, muchas familias alcanzaron el sueño de la casa propia, del primer auto, de
la primera generación universitaria y del primer viaje fuera de Chile. Pero ya hacia finales de la
década del noventa los signos de malestar social eran claros. Muchos comenzaban a temer que
una enfermedad los dejara en bancarrota, que el endeudamiento les devolviera a la pobreza de
la que habían logrado escapar, que la inestabilidad laboral les impidiera proyectar un futuro con
seguridad, que la carrera universitaria no les garantizara un trabajo acorde al título obtenido,
que el mérito no fuera más poderoso que la cuna y que las promesas de autonomía económica
y libertad individual tuvieran la fragilidad de un castillo de naipes. Eso, que cualquier ciudadano
podía entender, no tenía lugar en la política, cada vez más ensimismada y elitizada, cada vez
más impermeable a los clamores de la sociedad.

Cuando en 2006 los pingüinos se movilizan, hay un país sensible a lo que los estudiantes
relatan frente a las cámaras de televisión: la promesa de la educación no se cumple para ellos y
eso no es justo. En 2011 se avanza todavía un paso más. Con el “No al lucro” se horada el
pilar fundamental del neoliberalismo a la chilena: los negocios privados con los derechos
sociales subsidiados, además, con recursos públicos. Esas demandas requerían ser empujadas
por fuerzas externas al sistema político y empezó así un camino vertiginoso cuyo sentido era
crear formas de representación de estos intereses en la política e incidir en las reformas que se
requerían, para que fueran orientadas por principios solidarios y no reforzaran las lógicas de la
focalización y la subsidiariedad que habían imperado por décadas. Se crearon organizaciones,
se produjeron fusiones y quiebres, intentos de unidad que fracasaron y otros que prosperaron.
Entre aciertos y errores, no poca soberbia y mucho tesón se obtuvieron resultados inéditos en
la historia política de Chile, como alcanzar la presidencia de la República en cuatro años. Al
mismo tiempo, se elaboró un agudo diagnóstico de las bases materiales del malestar social, de
los avances y límites de la transición y la socialdemocracia que la condujo, de las
particularidades del neoliberalismo “a la chilena”, de la fisionomía de los nuevos grupos
sociales. Cuando Chile estalló en 2019, la “nueva izquierda” tenía una interpretación madurada
del estado del país, aunque no lo suficientemente fina, como mostró el fracaso del primer
proceso constitucional y el desconcierto que produjo.

Puede decirse que el Frente Amplio cumplió de manera exitosa su etapa inaugural pero que
ahora los desafíos que enfrenta son mayores. Ya no se trata de impugnar ni de agitar el
malestar, sino de conducir la salida de la crisis en que el país está sumido e impedir que sean
fuerzas reaccionarias las que lo hagan. Se trata de ganar elecciones, por supuesto, pero sobre
todo de acumular fuerza social y política para acometer la difícil tarea de construir un orden
nuevo. Así como el periodo desarrollista intentó resolver la crisis del orden oligárquico que
hizo aguas al finalizar la década del primer centenario, el Frente Amplio nace en un Chile que
enfrenta un problema análogo: o se empuja un salto en el modelo de desarrollo que permita
crear una estructura productiva que genere cohesión social por la vía del empleo masivo y de
calidad y del bienestar universal o la agudización de la crisis puede conducir a salidas
autoritarias.

El Frente Amplio tiene la tarea de ser la expresión política de esas nuevas franjas del pueblo
chileno forjadas al calor de uno de los experimentos más radicales del neoliberalismo en el
mundo y eso implica desafíos mayores desde el punto de vista de la imaginación política,
porque a la compleja sociedad chilena actual no se le pueden ofrecer las recetas clásicas de la
izquierda del siglo XX. A un pueblo que anhela protección social y libertad individual,
derechos y autonomía, no se le puede responder con un proyecto de igualdad que no permita
el amplio despliegue de la individualidad. A quienes no tienen una mayor experiencia de lo
público no se les puede ofrecer simplemente servicios estatales como si lo estatal gozara de
buena fama. A una sociedad agobiada por las deudas y el estrés, hay que ofrecerle más tiempo
para el disfrute y más áreas vitales excluidas de las lógicas mercantiles. No eran esos los
problemas de los partidos históricos de la izquierda chilena.

“O inventamos o erramos” es un lema que heredamos de Simón Rodríguez, el desconocido


maestro de Bolívar que habitó estas tierras y que tempranamente comprendió que el destino de
las jóvenes naciones de nuestro continente dependía de la imaginación. Nuestro lugar en el
mundo nos obliga a crear formas propias. El Frente Amplio no tiene alternativa, está llamado a
inventar una vía chilena al bienestar o la crisis actual no hará sino profundizarse. Enorme
desafío para una izquierda que por estos días da un paso más en su maduración.

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